lunes, 3 de septiembre de 2018

Lunes semana 22 de tiempo ordinario; año par


Lunes de la semana 22 de tiempo ordinario; año par

Obras de misericordia
“En aquel tiempo, fue Jesús a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista; para dar libertad a los oprimidos, para anunciar el año de gracia del Señor.» Y, enrollando el libro, lo devolvió al que le ayudaba y se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él. Y él se puso a decirles: -«Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír.» Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de sus labios. Y decían: -«¿No es éste el hijo de José?» Y Jesús les dijo: -«Sin duda me recitaréis aquel refrán: "Médico, cúrate a ti mismo Y'; haz también aquí en tu tierra lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún.» Y añadió: -«Os aseguro que ningún profeta es bien mirado en su tierra. Os garantizo que en Israel habla muchas viudas en tiempos de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses, y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, más que a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos habla en Israel en tiempos de] profeta Elíseo; sin embargo, ninguno de ellos fue curado, más que Naamán, el sirio.» Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y se alejaba” (Lucas 4,16-30).
I. El amor de Cristo se expresa particularmente en el encuentro con el sufrimiento, en todo aquello en que se manifiesta la fragilidad humana, tanto física como moral. De esta manera revela la actitud continua de Dios Padre hacia nosotros, que es amor (1 Juan 4, 16) y rico en misericordia (Efesios 2, 4) La misericordia es el núcleo fundamental de su predicación y la razón principal de sus milagros. También la Iglesia “abraza con su amor a todos los afligidos por la debilidad humana; más aún, en los pobres y en los que sufren reconoce la imagen de su Fundador, pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo” (CONCILIO VATICANO II, Lumen gentium) ¿Y qué otra cosa haremos nosotros si queremos imitar al Maestro y ser buenos hijos de la Iglesia? Cada día se nos presentan incontables ocasiones de poner en práctica la enseñanza de Jesús ante el dolor y la necesidad, con un corazón lleno de misericordia.
II. Si la mayor desgracia, el peor de los desastres, es alejarse de Dios, nuestra mayor obra de misericordia será en muchas ocasiones acercar a los sacramentos, fuentes de Vida, y especialmente a la Confesión, a nuestros familiares y amigos. Toda miseria moral, cualquiera que sea, reclama nuestra compasión, y la verdadera compasión comienza por la situación espiritual del alma de los que nos rodean, que hemos de procurar remediar con la ayuda de la gracia. Ahora que el número de analfabetas ha decrecido en tantos países, ha aumentado la ignorancia religiosa con el total desconocimiento de las más elementales nociones de la Fe y la Moral y de los rudimentos mínimos de la piedad. Por esta razón, la catequesis ha pasado a ser una obra de misericordia de primera importancia (J. ORLANDIS, Bienaventuranzas)
III. Imitar a Jesús misericordioso nos llevará a dar consuelo y compañía a quienes se encuentran solos, a los enfermos, a los ancianos, a quienes sufren una pobreza vergonzante o descarada. Haremos nuestro su dolor y les ayudaremos a santificarlo mientras que procuramos remediar ese estado en el modo que nos sea posible. La misericordia nos lleva a perdonar con prontitud y de corazón, aunque quien ofende no manifieste arrepentimiento por su falta o rechace la reconciliación. El cristiano no guarda rencores en su alma, no se siente enemigo de nadie, ni juzga severamente a nadie. Si somos misericordiosos, obtendremos del Señor la misericordia que tanto necesitamos, particularmente para esas flaquezas, errores y fragilidades que Él bien conoce. María, Madre de la misericordia, nos dará un corazón capaz de compadecerse de quienes sufren a nuestro lado.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Gregorio Magno, papa y doctor de la Iglesia

San Gregorio Magno es el cuarto y último de los originales Doctores de la Iglesia Latina. Defendió la supremacía del Papa y trabajó por la reforma del clero y la vida monástica.
Combatió la herejía nestoriana. Hizo contribuciones claves a la cristología.
Nació en Roma alrededor del año 540, hijo de Gordianus, un senador influente que llegó a renunciar al mundo y ser uno de los siete diáconos de Roma.
Después de que Gregorio adquiriese una buena educación, el Emperador Justino lo nombró, en 574, magistrado principal de Roma. Tenía solo 34 años.
Después de la muerte de su padre edificó siete monasterios, el último de los cuales fue en su propia casa en Roma, que se llamó Monasterio Benedictino de San Andrés. El mismo tomó al hábito monástico en el 575, a la edad de 35 años. Fue ordenado diácono y nombrado legado pontificio en Constantinopla.
Después de la muerte de Pelagio, San Gregorio fue escogido unánimemente Papa por los sacerdotes y el pueblo, el día 3 de septiembre del año 590. Ejerció su cargo como verdadero pastor, en su modo de gobernar, en su ayuda a los pobres, en la propagación y consolidación de la fe. Mantenía contacto con todas las iglesias y a pesar de sus sufrimientos y labores, compuso grandes obras. Entre ellas hay magnificas contribuciones a la Liturgia de la Misa y el Oficio.
Tiene escritas muchas obras sobre teología moral y dogmática. 
Su extraordinario trabajo le valió el nombre de "El Grande".  Su celo era extender la fe por todo el mundo.
Murió el 12 de Marzo del 604.
Es patrón de maestros.
Nacido en Roma hacia el 540, de familia noble y cristiana, vive la desolación de la Urbe, caído el Imperio occidental, y el inicio de una época ascendente. En 590 es elegido Papa, mereciendo por su ingente labor que se le considere gran figura entre las de todos los tiempos, y que se le haya otorgado el título de Doctor y Padre de la Iglesia latina. Su muerte acaeció el 12 de marzo del 604.
«Importa que el pastor sea puro en sus pensamientos, intachable en sus obras, discreto en el silencio, provechoso en las palabras, compasivo con todos, más que todos levantado en la contemplación, compañero de los buenos por la humildad y firme en velar por la justicia contra los vicios de los delincuentes. Que la ocupación de las cosas exteriores no le disminuya el cuidado de las interiores y el cuidado de las interiores no le impida el proveer a las exteriores», escribe San Gregorio Magno en su «Regla Pastoral», y éste fue el programa de su actuación. Genio práctico en la acción, fue ante todo el buen pastor cuya solicitud se extiende a toda su grey. No es tan sólo Roma la que merece sus cuidados, sino todas las Iglesias España, Galia, Inglaterra, Armenia, el Oriente, toda Italia, especialmente las diez provincias dependientes de la metrópoli romana. Fue incansable restaurador de la disciplina católica. En su tiempo se convirtió Inglaterra y los visigodos abjuraron el arrianismo.
Él renovó el culto y la liturgia y reorganizó la caridad en la Iglesia. Sus obras teológicas y la autoridad de las mismas fueron indiscutidas hasta la llegada del protestantismo. Dio al pontificado un gran prestigio. Su voz era buscada y escuchada en toda la cristiandad. Su obra fue curar, socorrer, ayudar, enseñar, cicatrizar las llagas sangrantes de una sociedad en ruinas. No tuvo que luchar con desviaciones dogmáticas, sino con la desesperación de los pueblos vencidos y la soberbia de los vencedores.
La obra realizada por San Gregorio Magno fue inmensa; y no obstante, en su gran humildad, había procurado por todos los medios no aceptar el mando supremo de la Iglesia. Pero una vez elegido Papa por el clero, el senado y el pueblo fiel reunidos, y bien vista su elección por el emperador, su alma entregóse a aquella tarea para la que toda su vida anterior había sido una providencial preparación. En efecto, Gregorio nace en el seno de una familia profundamente cristiana. No es él el único de los Anicios que ha merecido el honor de los altares; también sus padres y sus dos tías, Társila y Emiliana, figuran en el catálogo de los santos. Y en este ambiente de religiosidad va su espíritu desarrollándose, mientras Roma llega a lo más bajo de la curva de su caída.
Cuando el poder imperial, en manos de Constantinopla, es definitivamente restablecido en Roma, Gregorio comienza su formación cultural. No sobresale en la literatura, pero sí en los estudios jurídicos, donde encuentra una magnífica preparación para sus futuras e insoñadas actividades. Terminada ya su carrera de Derecho, acepta del emperador Justino II el cargo de prefecto de Roma, que trae consigo todas las funciones administrativas y judiciales.
Pero su corazón aspiraba a cosas más altas, y tras una desgarradora lucha interior —que él mismo describe en una carta a su amigo íntimo San Leandro de Sevilla—, Roma contempla un día cómo su prefecto cambia sus ricas vestiduras por los austeros hábitos de los campesinos que San Benito había adoptado para sus monjes. Su mismo palacio del monte Celio fue transformado en monasterio. Gregorio es feliz en la paz del claustro, aunque pronto será arrancado de ella por el mismo Sumo Pontífice, que le envía como Nuncio a Constantinopla. De aquí en adelante añorará siempre aquellos cuatro años de vida monacal.
Unos ocho años más tarde, hacia el 586, regresa a Roma cuando las aguas del Tíber se desbordan y siembran la desolación. Personas ahogadas, palacios destruidos, hambre y, finalmente, la peste, son el balance de aquella tragedia. Una de las víctimas de la peste es el Papa Pelagio II. Y es entonces cuando Gregorio es elegido para sucederle, quedando así apartado definitivamente de la soledad que en el monasterio buscara.
Ya no vivirá más la paz de la vida monacal, pero sí que la espiritualidad de aquellos hombres entregados a la oración le quedará presente en lo que le queda de vida. Uno de los puntos que más llaman la atención en su fecundo Pontificado, es su celo por el perfeccionamiento de la liturgia, alcanzando gran importancia su impulso en la organización definitiva del canto litúrgico, que se conoce bajo el nombre de «canto gregoriano», aun cuando no sea él su autor. Es el pastor auténtico, que quiere lo mejor para sus ovejas que viven en la unidad del mismo Amor. No ahorrará para ello trabajos ni sacrificios. Su voz se levanta potente y su pluma escribe sin descanso; el que no había sobresalido en sus estudios literarios nos legará un tesoro inagotable en sus escritos, de estilo sencillo y cordial. Y no se contenta con las ovejas que ya están en el verdadero redil; su corazón ardiente se lanza a la conquista de Inglaterra, ganándola para el catolicismo. Para todos es el padre amante, cuyas preocupaciones son las de sus hijos. Su honor es el de la Iglesia universal y su grandeza el ser y llamarse «Siervo de los siervos de Dios», título que pasará a ser desde entonces patrimonio de todos los Papas.

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