Jueves de la semana 23 de tiempo ordinario; año par
El mérito de la buenas obras
“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: -«A los que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian. Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo hacen. Y si prestáis sólo cuando esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo. ¡No! Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; tendréis un gran premio y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos. Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida que uséis, la usarán con vosotros»” (Lucas 6,27-38).
I. La vida es un tiempo para merecer; en el Cielo ya no se merece, sino que se goza de la recompensa; tampoco se adquieren méritos en el Purgatorio, donde las almas se purifican de la huella que dejaron sus pecados. En el Evangelio de la Misa de Hoy (Lucas 6, 27-38) nos enseña el Señor que las obras del cristiano han de ser superiores a la de los paganos para obtener esa recompensa sobrenatural. Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tendréis?, Pues también los pecadores aman a quienes los aman. La caridad debe abarcar a todos los hombres, sin limitación alguna, y no sólo debe extenderse a quienes nos hacen bien, porque para esto no sería necesaria la ayuda de la gracia: también los paganos aman a quienes los aman a ellos. Mis elegidos no trabajarán nunca en vano, nos dice en Señor en boca del Profeta Isaías (65, 23). Ahora es el tiempo de merecer.
II. La más pequeña obra de cada día ofrecida al Señor, puede ser meritoria por los infinitos merecimientos que Cristo nos alcanzó en su vida aquí en la tierra, pues de su plenitud recibimos todos gracia sobre gracia. (Juan 1, 16). A unos dones se añaden otros, en la medida en que correspondemos; y todos brotan de la misma fuente única que es Cristo, cuya plenitud de gracia no se agota nunca. Una sola gota de Su Sangre, enseña la Iglesia, habría bastado para la Redención de todo el género humano. Nadie como la Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra, participó con tanta plenitud de los méritos de su Hijo. Debe darnos una gran alegría considerar con frecuencia los méritos infinitos de Cristo, la fuente de nuestra vida espiritual, y contemplar también las gracias que María nos ha ganado con su inmensa fe y perfecta caridad.
III. Nuestros actos merecen, en virtud del querer de Dios, una recompensa que supera todos los honores y toda la gloria que el mundo pueda ofrecernos. El cristiano en estado de gracia logra con su vida corriente, cumpliendo sus deberes, un aumento de gracia en su alma y la vida eterna. Nuestras obras son meritorias si las realizamos bien y con rectitud de intención, buscando sólo la gloria de Dios; nos apropiamos así las gracias de valor infinito que el Señor nos alcanzó principalmente en la cruz y los de su Madre, que tan singularmente corredimió con Él. ¿Procuramos ofrecer todo al Señor? ¿Aprovechemos todas las oportunidades para ayudar a los demás en su camino hacia el Cielo. Alegraos y regocijaos en aquel día, porque es muy grande vuestra recompensa (Lucas 6, 20-26). Nuestra Madre nos ayudará a pensar en el Cielo y enderezar nuestros pasos hacia él.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Juan Crisóstomo, obispo y doctor de la Iglesia
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 19 septiembre 2007 (ZENIT.org).- Intervención de Benedicto XVI durante la audiencia general de este miércoles, celebrada en la plaza de San Pedro en el Vaticano, dedicada a presentar las claves de la doctrina de San Juan Crisóstomo.
¡Queridos hermanos y hermanas!
Este año se cumple el decimosexto centenario de la muerte de San Juan Crisóstomo (407-2007). Juan de Antioquía, llamado Crisóstomo, esto es, «Boca de oro» por su elocuencia, puede decirse que sigue vivo hoy, también por sus obras. Un anónimo copista dejó escrito que éstas «atraviesan todo el orbe como rayos fulminantes». Sus escritos también nos permiten a nosotros, como a los fieles de su tiempo, que repetidamente se vieron privados de él a causa de sus exilios, vivir con sus libros, a pesar de su ausencia. Es cuanto él mismo sugería desde el exilio en una carta (Cf. A Olimpiade, Carta 8,45).
Nacido en torno al año 349 en Antioquía de Siria (actualmente Antakya, en el sur de Turquía), desarrolló allí el ministerio presbiteral durante cerca de once años, hasta el año 397, cuando, nombrado obispo de Constantinopla, ejerció en la capital del Imperio el ministerio episcopal antes de los dos exilios, seguidos en breve distancia uno del otro, entre el año 403 y el 407. Nos limitamos hoy a considerar los años antioquenos del Crisóstomo.
Huérfano de padre en tierna edad, vivió con su madre, Antusa, quien le transmitió una exquisita sensibilidad humana y una profunda fe cristiana. Frecuentados los estudios inferiores y superiores, coronados por los cursos de filosofía y de retórica, tuvo como maestro a Libanio, pagano, el más célebre rétor del tiempo. En su escuela, Juan se convirtió en el más grande orador de la antigüedad tardía griega. Bautizado en el año 368 y formado en la vida eclesiástica por el obispo Melecio, fue por él instituido lector en 371. Este hecho marcó la entrada oficial de Crisóstomo en el cursus eclesiástico. Frecuentó, de 367 a 372, el Asceterio, un tipo de seminario de Antioquía, junto a un grupo de jóvenes, algunos de los cuales fueron después obispos, bajo la guía del famoso exégeta Diodoro de Tarso, que encaminó a Juan a la exégesis histórico-literal, característica de la tradición antioquena.
Se retiró después durante cuatro años entre los eremitas del cercano monte Silpio. Prosiguió aquel retiro otros dos años que vivió solo en una gruta bajo la guía de un «anciano». En ese período se dedicó totalmente a meditar «las leyes de Cristo», los Evangelios y especialmente las Cartas de Pablo. Enfermándose, se encontró en la imposibilidad de cuidar de sí mismo y por ello tuvo que regresar a la comunidad cristiana de Antioquia (Cf. Palladio, Vita, 5). El Señor –explica el biógrafo— intervino con la enfermedad en el momento justo para permitir a Juan seguir su verdadera vocación. En efecto, escribirá él mismo que, puesto en la alternativa de elegir entre el gobierno de la Iglesia y la tranquilidad de la vida monástica, habría preferido mil veces el servicio pastoral (Cf. Sobre el sacerdocio, 6,7): precisamente a éste se sentía llamado el Crisóstomo. Y aquí se realizó el giro decisivo de su historia vocacional: ¡pastor de almas a tiempo completo! La intimidad con la Palabra de Dios, cultivada durante los años del eremitismo, había madurado en él la urgencia de predicar el Evangelio, de dar a los demás cuanto él había recibido en los años de meditación. El ideal misionero le lanzó así, alma de fuego, a la atención pastoral.
Entre el año 378 y el 379 regresó a la ciudad. Diácono en 381 y presbítero en 386, se convirtió en célebre predicador en las iglesias de su ciudad. Pronunció homilías contra los arrianos, seguidas de aquellas conmemorativas de los mártires antioquenos y de otras sobre las principales festividades litúrgicas: se trata de una gran enseñanza de la fe en Cristo, también a la luz de sus Santos. El año 387 fue el «año heroico» de Juan, el de la llamada «revuelta de las estatuas». El pueblo derribó las estatuas imperiales en señal de protesta contra el aumento de los impuestos. En aquellos días de Cuaresma y de angustia con motivo de los inminentes castigos por parte del emperador, pronunció sus veintidós vibrantes Homilías de las estatuas, orientadas a la penitencia y a la conversión. Le siguió el período de serena atención pastoral (387-397).
El Crisóstomo se sitúa entre los Padres más prolíficos: de él nos han llegado 17 tratados, más de 700 homilías auténticas, los comentarios a Mateo y a Pablo (Cartas a los Romanos, a los Corintios, a los Efesios y a los Hebreos) y 241 cartas. No fue un teólogo especulativo. Transmitió, en cambio, la doctrina tradicional y segura de la Iglesia en una época de controversias teológicas suscitadas sobre todo por el arrianismo, esto es, por la negación de la divinidad de Cristo. Es por lo tanto un testigo fiable del desarrollo dogmático alcanzado por la Iglesia en el siglo IV-V. Su teología es exquisitamente pastoral; en ella es constante la preocupación de la coherencia entre el pensamiento expresado por la palabra y la vivencia existencial. Es éste, en particular, el hilo conductor de las espléndidas catequesis con las que preparaba a los catecúmenos a recibir el Bautismo. Próximo a la muerte, escribió que el valor del hombre está en el «conocimiento exacto de la verdad y rectitud en la vida» (Carta desde el exilio). Las dos cosas, conocimiento de la verdad y rectitud de vida, van juntas: el conocimiento debe traducirse en vida. Toda intervención suya se orientó siempre a desarrollar en los fieles el ejercicio de la inteligencia, de la verdadera razón, para comprender y traducir en la práctica las exigencias morales y espirituales de la fe.
Juan Crisóstomo se preocupa de acompañar con sus escritos el desarrollo integral de la persona, en las dimensiones física, intelectual y religiosa. Las diversas etapas del crecimiento son comparadas a otros tantos mares de un inmenso océano: «El primero de estos mares es la infancia» (Homilía 81,5 sobre el Evangelio de Mateo). En efecto «precisamente en esta primera edad se manifiestan las inclinaciones al vicio y a la virtud». Por ello la ley de Dios debe ser desde el principio impresa en el alma «como en una tablilla de cera» (Homilía 3,1 sobre el Evangelio de Juan): de hecho es ésta la edad más importante. Debemos tener presente cuán fundamental es que en esta primera fase de la vida entren realmente en el hombre las grandes orientaciones que dan la perspectiva justa a la existencia. Crisóstomo por ello recomienda: «Desde la más tierna edad abasteced a los niños de armas espirituales y enseñadles a persignar la frente con la mano» (Homilía 12,7 sobre la Primera Carta a los Corintios). Llegan después la adolescencia y la juventud: «A la infancia le sigue el mar de la adolescencia, donde los vientos soplan violentos..., porque en nosotros crece... la concupiscencia» (Homilía 81,5 sobre el Evangelio de Mateo). Llegan finalmente el noviazgo y el matrimonio: «A la juventud le sucede la edad de la persona madura, en la que sobrevienen los compromisos de familia: es el tiempo de buscar esposa» (Ibíd. ). Del matrimonio él recuerda los fines, enriqueciéndolos –con la alusión a la virtud de la templanza-- de una rica trama de relaciones personalizadas. Los esposos bien preparados cortan así el camino al divorcio: todo se desarrolla con gozo y se pueden educar a los hijos en la virtud. Cuando nace el primer hijo, éste es «como un puente; los tres se convierten en una sola carne, dado que el hijo reúne a las dos partes» (Homilía 12,5 sobre la Carta a los Colosenses), y los tres constituyen «una familia, pequeña Iglesia» (Homilía 20,6 sobre la Carta a los Efesios).
La predicación del Crisóstomo tenía lugar habitualmente en el curso de la liturgia, «lugar» en el que la comunidad se construye con la Palabra y la Eucaristía. Aquí la asamblea reunida expresa la única Iglesia (Homilía 8,7 sobre la Carta a los Romanos), la misma palabra se dirige en todo lugar a todos (Homilía 24,2 sobre la Primera Carta a los Corintios) y la comunión eucarística se hace signo eficaz de unidad (Homilía 32,7 sobre el Evangelio de Mateo). Su proyecto pastoral se insertaba en la vida de la Iglesia, en la que los fieles laicos con el Bautismo asumen el oficio sacerdotal, real y profético. Al fiel laico él dice: «También a ti el Bautismo te hace rey, sacerdote y profeta» (Homilía 3,5 sobre la Segunda Carta a los Corintios). Surge de aquí el deber fundamental de la misión, porque cada uno en alguna medida es responsable de la salvación de los demás: «Éste es el principio de nuestra vida social... ¡no interesarnos sólo en nosotros!» (Homilía 9,2 sobre el Génesis). Todo se desenvuelve entre dos polos: la gran Iglesia y la «pequeña Iglesia», la familia, en recíproca relación.
Como podéis ver, queridos hermanos y hermanas, esta lección del Crisóstomo sobre la presencia auténticamente cristiana de los fieles laicos en la familia y en la sociedad, es hoy más actual que nunca. Roguemos al Señor para que nos haga dóciles a las enseñanzas de este gran Maestro de la fe.
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