Miércoles de la semana 4 de Pascua
Acciones de gracias
«El que cree en mí, no cree en mí, sino en Aquel que me ha enviado; y el que me ve a mí, ve al que me ha enviado. Yo soy la luz que ha venido al mundo para que todo el que cree en mí no permanezca en tinieblas. Y si alguien escucha mis palabras y no las guarda, yo no le juzgo, ya que no he venido a juzgar al mundo sino a salvar al mundo. Quien me desprecia y no recibe mis palabras tiene quien le juzgue: la palabra que he hablado ésa le juzgará en el último día. Porque yo no he hablado por mí mismo, sino que el Padre que me envió, Él me ha ordenado lo que he de decir y habla': Y sé que su mandato es vida eterna; por tanto, lo que yo hablo, según me lo ha dicho el Padre, así lo hablo.» (Juan 12, 44-50)
I. Te daré gracias entre las naciones, Señor; contaré tu fama a mis hermanos. Aleluya, rezamos en la Antífona de entrada de la Misa.
Constantemente nos invita la Sagrada Escritura a dar gracias a Dios: los himnos, los salmos, las palabras de todos los hombres justos están penetradas de alabanza y de agradecimiento a Dios. ¡Bendice, alma mía, a Yahvé y no olvides ninguno de sus favores!, dice el Salmista. El agradecimiento es una forma extraordinariamente bella de relacionarnos con Dios y con los hombres. Es un modo de oración muy grato al Señor, que anticipa de alguna manera la alabanza que le daremos por siempre en la eternidad, y una manera de hacer más grata la convivencia diaria. Llamamos precisamente Acción de gracias al sacramento de la Sagrada Eucaristía, por el que adelantamos aquella unión en que consistirá la bienaventuranza eterna.
En el Evangelio vemos cómo el Señor se lamenta de la ingratitud de unos leprosos que no saben ser agradecidos: después de haber sido curados ya no se acordaron de quien les había devuelto la salud, y con ella su familia, el trabajo..., la vida. Jesús se quedó esperándolos. En otra ocasión se duele de la ciudad de Jerusalén, que no percibe la infinita misericordia de Dios al visitarla, ni el don que le hace el Señor al tratar de acogerla como la gallina reúne a sus polluelos bajo las alas.
Agradecer es una forma de expresar la fe, pues reconocemos a Dios como fuente de todos los bienes; es una manifestación de esperanza, pues afirmamos que en Él están todos los bienes; y lleva al amor y a la humildad, pues nos reconocemos pobres y necesitados. San Pablo exhortaba encarecidamente a los primeros cristianos a que fueran agradecidos: Dad gracias a Dios, porque esto es lo que quiere Dios que hagáis en Jesucristo, y considera la ingratitud como una de las causas del paganismo.
«San Pablo -señala San Juan Crisóstomo- da gracias en todas sus cartas por todos los beneficios de la tierra. Démoslas también nosotros por los beneficios propios y por los ajenos, por los pequeños y por los grandes». Un día, cuando estemos ya en la presencia de Dios para siempre, comprenderemos con entera claridad que no sólo nuestra existencia se la debemos a Él, sino que toda ella estuvo llena de tantos cuidados, gracias y beneficios «que superan en número a las arenas del mar». Nos daremos cuenta de que no tuvimos más que motivos de agradecimiento a Dios y a los demás. Sólo cuando la fe se apaga se dejan de ver estos bienes y esta grata obligación.
«Acostúmbrate a elevar tu corazón a Dios, en acción de gracias, muchas veces al día. -Porque te da esto y lo otro. -Porque te han despreciado. -Porque no tienes lo que necesitas o porque lo tienes.
»Porque hizo tan hermosa a su Madre, que es también Madre tuya. ‑Porque creó el sol y la luna y aquel animal y aquella otra planta. ‑Porque hizo a aquel hombre elocuente y a ti te hizo premioso...
»Dale gracias por todo, porque todo es bueno».
Constantemente nos invita la Sagrada Escritura a dar gracias a Dios: los himnos, los salmos, las palabras de todos los hombres justos están penetradas de alabanza y de agradecimiento a Dios. ¡Bendice, alma mía, a Yahvé y no olvides ninguno de sus favores!, dice el Salmista. El agradecimiento es una forma extraordinariamente bella de relacionarnos con Dios y con los hombres. Es un modo de oración muy grato al Señor, que anticipa de alguna manera la alabanza que le daremos por siempre en la eternidad, y una manera de hacer más grata la convivencia diaria. Llamamos precisamente Acción de gracias al sacramento de la Sagrada Eucaristía, por el que adelantamos aquella unión en que consistirá la bienaventuranza eterna.
En el Evangelio vemos cómo el Señor se lamenta de la ingratitud de unos leprosos que no saben ser agradecidos: después de haber sido curados ya no se acordaron de quien les había devuelto la salud, y con ella su familia, el trabajo..., la vida. Jesús se quedó esperándolos. En otra ocasión se duele de la ciudad de Jerusalén, que no percibe la infinita misericordia de Dios al visitarla, ni el don que le hace el Señor al tratar de acogerla como la gallina reúne a sus polluelos bajo las alas.
Agradecer es una forma de expresar la fe, pues reconocemos a Dios como fuente de todos los bienes; es una manifestación de esperanza, pues afirmamos que en Él están todos los bienes; y lleva al amor y a la humildad, pues nos reconocemos pobres y necesitados. San Pablo exhortaba encarecidamente a los primeros cristianos a que fueran agradecidos: Dad gracias a Dios, porque esto es lo que quiere Dios que hagáis en Jesucristo, y considera la ingratitud como una de las causas del paganismo.
«San Pablo -señala San Juan Crisóstomo- da gracias en todas sus cartas por todos los beneficios de la tierra. Démoslas también nosotros por los beneficios propios y por los ajenos, por los pequeños y por los grandes». Un día, cuando estemos ya en la presencia de Dios para siempre, comprenderemos con entera claridad que no sólo nuestra existencia se la debemos a Él, sino que toda ella estuvo llena de tantos cuidados, gracias y beneficios «que superan en número a las arenas del mar». Nos daremos cuenta de que no tuvimos más que motivos de agradecimiento a Dios y a los demás. Sólo cuando la fe se apaga se dejan de ver estos bienes y esta grata obligación.
«Acostúmbrate a elevar tu corazón a Dios, en acción de gracias, muchas veces al día. -Porque te da esto y lo otro. -Porque te han despreciado. -Porque no tienes lo que necesitas o porque lo tienes.
»Porque hizo tan hermosa a su Madre, que es también Madre tuya. ‑Porque creó el sol y la luna y aquel animal y aquella otra planta. ‑Porque hizo a aquel hombre elocuente y a ti te hizo premioso...
»Dale gracias por todo, porque todo es bueno».
II. El Señor nos enseñó a ser agradecidos hasta por los favores más pequeños: Ni un vaso de agua que deis en mi nombre quedará sin su recompensa. El samaritano que volvió a dar gracias se marchó con un don todavía mayor: la fe y la amistad del Señor: Levántate y vete, tu fe te ha salvado, le dijo Jesús. Los nueve leprosos desagradecidos se quedaron sin la parte mejor que les había reservado. El Señor espera de nosotros los cristianos que cada día nos acerquemos a Él para decirle muchas veces: «¡Gracias, Señor!».
Como virtud humana, la gratitud constituye un eficaz vínculo entre los hombres y revela con bastante exactitud la calidad interior de la persona. «Es de bien nacidos ser agradecidos», dice la sabiduría popular. Y si falta esta virtud se hace difícil la convivencia humana.
Cuando somos agradecidos con los demás guardamos el recuerdo afectuoso de un beneficio, aunque sea pequeño, con el deseo de pagarlo de alguna manera. En muchas ocasiones sólo podremos decir «gracias», o algo parecido. En la alegría que ponemos en ese gesto va nuestro agradecimiento. Y todo el día está lleno de pequeños servicios y dones de quienes están a nuestro lado. Cuesta poco manifestar nuestra gratitud y es mucho el bien que se hace: se crea un mejor ambiente, unas relaciones más cordiales, que facilitan la caridad.
La persona agradecida con Dios lo es también con quienes la rodean. Con más facilidad sabe apreciar esos pequeños favores y agradecerlos. El soberbio, que sólo está en sus cosas, es incapaz de agradecer; piensa que todo le es debido.
Si estamos atentos a Dios y a los demás, apreciaremos en nuestro propio hogar que la casa esté limpia y en orden, que alguien haya cerrado las ventanas para que no entre el frío o el calor, que la ropa esté limpia y planchada... Y si alguna vez una de estas cosas no está como esperábamos, sabremos disculpar, porque es incontablemente mayor el número de cosas gratas y favores recibidos.
Y al salir a la calle, el portero merece nuestro agradecimiento por guardar la casa, y la señora de la farmacia que nos ha proporcionado las medicinas, y quienes componen el periódico y han pasado la noche trabajando, y el conductor del autobús... Toda la convivencia humana está llena de pequeños servicios mutuos. ¡Cómo cambiaría esta convivencia si además de pagar y de cobrar lo justo en cada caso, lo agradeciéramos! La gratitud en lo humano es propio de un corazón grande.
Como virtud humana, la gratitud constituye un eficaz vínculo entre los hombres y revela con bastante exactitud la calidad interior de la persona. «Es de bien nacidos ser agradecidos», dice la sabiduría popular. Y si falta esta virtud se hace difícil la convivencia humana.
Cuando somos agradecidos con los demás guardamos el recuerdo afectuoso de un beneficio, aunque sea pequeño, con el deseo de pagarlo de alguna manera. En muchas ocasiones sólo podremos decir «gracias», o algo parecido. En la alegría que ponemos en ese gesto va nuestro agradecimiento. Y todo el día está lleno de pequeños servicios y dones de quienes están a nuestro lado. Cuesta poco manifestar nuestra gratitud y es mucho el bien que se hace: se crea un mejor ambiente, unas relaciones más cordiales, que facilitan la caridad.
La persona agradecida con Dios lo es también con quienes la rodean. Con más facilidad sabe apreciar esos pequeños favores y agradecerlos. El soberbio, que sólo está en sus cosas, es incapaz de agradecer; piensa que todo le es debido.
Si estamos atentos a Dios y a los demás, apreciaremos en nuestro propio hogar que la casa esté limpia y en orden, que alguien haya cerrado las ventanas para que no entre el frío o el calor, que la ropa esté limpia y planchada... Y si alguna vez una de estas cosas no está como esperábamos, sabremos disculpar, porque es incontablemente mayor el número de cosas gratas y favores recibidos.
Y al salir a la calle, el portero merece nuestro agradecimiento por guardar la casa, y la señora de la farmacia que nos ha proporcionado las medicinas, y quienes componen el periódico y han pasado la noche trabajando, y el conductor del autobús... Toda la convivencia humana está llena de pequeños servicios mutuos. ¡Cómo cambiaría esta convivencia si además de pagar y de cobrar lo justo en cada caso, lo agradeciéramos! La gratitud en lo humano es propio de un corazón grande.
III. Las acciones de gracias frecuentes deben informar nuestro comportamiento diario con el Señor, porque estamos rodeados de sus cuidados y favores: «nos inunda la gracia». Pero existe un momento muy extraordinario en el que el Señor nos llena de sus dones, y en él debemos ser particularmente agradecidos: la acción de gracias que sigue a la Misa.
Nuestro diálogo con Jesús en esos minutos debe ser particularmente íntimo, sencillo y alegre. No faltarán los actos de adoración, de petición, de humildad, de desagravio y de agradecimiento. «Los santos (...) nos han dicho repetidamente que la acción de gracias sacramental es para nosotros el momento más precioso de la vida espiritual».
En esos momentos debemos cerrar la puerta de nuestro corazón para todo aquello que no sea el Señor, por muy importante que pueda ser o parecer. Unas veces nos quedaremos a solas con Él y no serán necesarias las palabras; nos bastará saber que Él está allí, en nuestra alma, y nosotros en Él. Bastará poco para estar hondamente agradecidos, contentos, experimentando la verdadera amistad con el Amigo. Allí cerca están los ángeles, que le adoran en nuestra alma... En ese momento el alma es lo más semejante al Cielo en este mundo. ¿Cómo vamos a estar pensando en otras cosas...? En otras ocasiones echaremos mano de esas oraciones que recogen los devocionarios, que han alimentado la piedad de generaciones de cristianos durante muchos siglos: Te Deum, Trium puerorum, Adoro te devote, Alma de Cristo..., y otras muchas, que los santos y los buenos cristianos que han amado de verdad a Jesús Sacramentado nos han dejado como alimento de nuestra piedad.
«El amor a Cristo, que se ofrece por nosotros, nos impulsa a saber encontrar, acabada la Misa, unos minutos para una acción de gracias personal, íntima, que prolongue en el silencio del corazón esa otra acción de gracias que es la Eucaristía. ¿Cómo dirigirnos a Él, cómo hablarle, cómo comportarse?
»No se compone de normas rígidas la vida cristiana (...). Pienso, sin embargo, que en muchas ocasiones el nervio de nuestro diálogo con Cristo, de la acción de gracias después de la Santa Misa, puede ser la consideración de que el Señor es, para nosotros, Rey, Médico, Maestro, Amigo».
Rey, porque nos ha rescatado del pecado y nos ha trasladado al reino de la luz. Le pedimos que reine en nuestro corazón, en las palabras que pronunciemos en ese día, en el trabajo que le hemos ofrecido, en nuestros pensamientos, en cada una de nuestras acciones.
En la Comunión vemos a Jesús como Médico, y junto a Él encontramos el remedio de todas nuestras enfermedades. Acudimos a la Comunión como se llegaban a Él los ciegos, los sordos, los paralíticos... Y no olvidamos que tenemos en nuestra alma, a nuestra disposición, la Fuente de toda vida. Él es la Vida .
Jesús es el Maestro, y reconocemos que Él tiene palabras de vida eterna..., y en nosotros ¡existe tanta ignorancia! Él enseña sin cesar, pero debemos estar atentos. Si estuviéramos con la imaginación, la memoria, los sentidos dispersos... no le oiríamos.
En la Comunión contemplamos al Amigo, el verdadero Amigo, del que aprendemos lo que es la amistad. A Él le contamos lo que nos pasa, y siempre encontramos una palabra de aliento, de consuelo... Él nos entiende bien. Pensemos que está con la misma presencia real con la que se encuentra en el Cielo, que le rodean los ángeles... En ocasiones pediremos ayuda a nuestro Angel Custodio: «Dale gracias por mí, tú lo sabes hacer mejor».
Ninguna criatura como la Virgen, que llevó en su seno durante nueve meses al Hijo de Dios, podrá enseñarnos a tratarle mejor en la acción de gracias de la Comunión. Acudamos a Ella.
Nuestro diálogo con Jesús en esos minutos debe ser particularmente íntimo, sencillo y alegre. No faltarán los actos de adoración, de petición, de humildad, de desagravio y de agradecimiento. «Los santos (...) nos han dicho repetidamente que la acción de gracias sacramental es para nosotros el momento más precioso de la vida espiritual».
En esos momentos debemos cerrar la puerta de nuestro corazón para todo aquello que no sea el Señor, por muy importante que pueda ser o parecer. Unas veces nos quedaremos a solas con Él y no serán necesarias las palabras; nos bastará saber que Él está allí, en nuestra alma, y nosotros en Él. Bastará poco para estar hondamente agradecidos, contentos, experimentando la verdadera amistad con el Amigo. Allí cerca están los ángeles, que le adoran en nuestra alma... En ese momento el alma es lo más semejante al Cielo en este mundo. ¿Cómo vamos a estar pensando en otras cosas...? En otras ocasiones echaremos mano de esas oraciones que recogen los devocionarios, que han alimentado la piedad de generaciones de cristianos durante muchos siglos: Te Deum, Trium puerorum, Adoro te devote, Alma de Cristo..., y otras muchas, que los santos y los buenos cristianos que han amado de verdad a Jesús Sacramentado nos han dejado como alimento de nuestra piedad.
«El amor a Cristo, que se ofrece por nosotros, nos impulsa a saber encontrar, acabada la Misa, unos minutos para una acción de gracias personal, íntima, que prolongue en el silencio del corazón esa otra acción de gracias que es la Eucaristía. ¿Cómo dirigirnos a Él, cómo hablarle, cómo comportarse?
»No se compone de normas rígidas la vida cristiana (...). Pienso, sin embargo, que en muchas ocasiones el nervio de nuestro diálogo con Cristo, de la acción de gracias después de la Santa Misa, puede ser la consideración de que el Señor es, para nosotros, Rey, Médico, Maestro, Amigo».
Rey, porque nos ha rescatado del pecado y nos ha trasladado al reino de la luz. Le pedimos que reine en nuestro corazón, en las palabras que pronunciemos en ese día, en el trabajo que le hemos ofrecido, en nuestros pensamientos, en cada una de nuestras acciones.
En la Comunión vemos a Jesús como Médico, y junto a Él encontramos el remedio de todas nuestras enfermedades. Acudimos a la Comunión como se llegaban a Él los ciegos, los sordos, los paralíticos... Y no olvidamos que tenemos en nuestra alma, a nuestra disposición, la Fuente de toda vida. Él es la Vida .
Jesús es el Maestro, y reconocemos que Él tiene palabras de vida eterna..., y en nosotros ¡existe tanta ignorancia! Él enseña sin cesar, pero debemos estar atentos. Si estuviéramos con la imaginación, la memoria, los sentidos dispersos... no le oiríamos.
En la Comunión contemplamos al Amigo, el verdadero Amigo, del que aprendemos lo que es la amistad. A Él le contamos lo que nos pasa, y siempre encontramos una palabra de aliento, de consuelo... Él nos entiende bien. Pensemos que está con la misma presencia real con la que se encuentra en el Cielo, que le rodean los ángeles... En ocasiones pediremos ayuda a nuestro Angel Custodio: «Dale gracias por mí, tú lo sabes hacer mejor».
Ninguna criatura como la Virgen, que llevó en su seno durante nueve meses al Hijo de Dios, podrá enseñarnos a tratarle mejor en la acción de gracias de la Comunión. Acudamos a Ella.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Marcos, evangelista
El Señor transmite a Marcos comunicar el Evangelio, y también nos lo pide a cada uno
«En aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once y les dijo: —«Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará; el que se resista a creer será condenado. A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos.» Después de hablarles, el Señor Jesús subió al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos se fueron a pregonar el Evangelio por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban» (Marcos 16, 15-20).
1. El mensaje de Jesús es claro: —“Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará; el que se resista a creer será condenado”. «Nuestro Señor funda si Iglesia sobre la debilidad –pero también sobre la fidelidad- de unos hombres, los Apóstoles, a los que promete la asistencia del Espíritu Santo (…) La predicación del Evangelio no surge en Palestina por la iniciativa personal de unos cuantos fervorosos. ¿Qué podrían hacer los Apóstoles? No contaban con nada; no eran ricos, ni cultos, ni héroes a lo humano. Jesús echa sobre los hombros de este puñado de discípulos una tarea inmensa» (San Josemaría, “Lealtad a la Iglesia”).
Aquella empresa, que parecía condenada al fracaso, dio fruto… y no ha terminado todavía: «id y predicad el Evangelio… Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» -Esto ha dicho Jesús y te lo ha dicho a ti» (ibid, Camino 904). Nos confía también a todos los cristianos la misión de extender su doctrina y la de corredimir con Él: «La vocación cristiana es, por su misma naturaleza, vocación también al apostolado» (Vaticano II, A. A. 2). Y esto es para todos nosotros un gran honor y una grave responsabilidad. Y «si los otros se tornan insípidos, vosotros les podéis volver su sabor; pero si esto os pasara a vosotros, con vuestra pérdida arrastraríais también a los demás. Por eso mayor fervor y celo necesitáis cuantos mayores cargos os ocupan» (San Juan Crisóstomo). «El verdadero cristiano busca ocasiones para anunciar a Cristo con la palabra ya a los no creyentes, para llevarlos a la fe; ya a los fieles, para instruirlos, confirmarlos y estimularlos a mayor fervor de vida: “Porque la caridad de Cristo nos urge» (2 Cor 5,14). En el corazón de todos deben resonar aquellas palabras del Apóstol “Ay de mí si no evangelizara” (1 Cor 9,16)» (Vaticano II, A. A. 3).
“A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos.” Fueron las últimas palabras del Señor, y la predicación fue acompañada con signos milagrosos: “Ellos se fueron a pregonar el Evangelio por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban». Del mismo Cristo hemos recibido esta misión: «El derecho del seglar al apostolado deriva de su misma unión con Cristo Cabeza. Insertos por el bautismo en el Cuerpo místico de Cristo, robustecidos por la confirmación en la fortaleza del Espíritu Santo, es el mismo Señor el que los destina al apostolado» (A. A. 6). Esa fuerza divina hizo que la confesión del Evangelio fuera más importante que la misma vida, por la esperanza viva en la vida eterna: "Yo creo en el testimonio de un hombre que se deja degollar por la verdad de lo que atestigua" (B. Pascal). Los primeros cristianos supieron dar la vida. Y el siglo XX ha sido el de más mártires… podemos imaginarnos aquellos primeros momentos de la cristiandad.
2. San Pedro recuerda: “Os saluda la que está en Babilonia, elegida como vosotros, así como mi hijo Marcos”. Aunque Marcos no es uno de "los 12", sí es de los primeros: su madre, María, ayudó materialmente al Señor y a los Apóstoles. Vivía esta buena mujer —acaso viuda, pues su marido no se nombra nunca— donde celebró Jesús la última Cena, y se reunieron los discípulos después de la muerte del Señor y de su ascensión, y tuvo lugar la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles. Acaso era suyo también el huerto de Getsemaní —"Molino de aceite"—, en el monte de los Olivos, donde el Señor acostumbraba a pasar las noches en oración cuando moraba en Jerusalén. Su hijo, según la costumbre helenista, llevaba dos nombres: judío el uno y romano el otro. Se llamaba Juan Marcos, y era muy niño cuando Jesús predicaba. La noche del prendimiento quizá dormía tranquilamente en la casita de campo de Getsemaní. Le despertó el ruido de las armas y el tropel de las gentes que llevaban preso a Jesús, y, envuelto en una sábana, salió a curiosear. Los soldados le echaron mano. Pero él logró desenredarse de la sábana y huyó desnudo.
Después de Pentecostés quizá siguió siendo la casa de María el centro de reunión más frecuentado por los apóstoles y acaso la morada habitual de San Pedro. Allí se hizo la elección de San Matías, allí se celebraba la "fracción del pan", allí hacían entrega de sus haberes los nuevos convertidos para que los apóstoles al principio, y más tarde los diáconos, los distribuyesen entre los pobres. Uno de los primeros bautizados por San Pedro fue Juan Marcos, el hijo de María, la dueña de la casa. El niño Juan Marcos del año 30 era ya un hombre cuando el año 44 decidió marcharse con su primo José a la ciudad del Orontes. Se apellidaba Bernabé —"Bar Nabu'ah"—, el hijo de la consolación o de la profecía, el hombre de la palabra dulce e insinuante. En los comienzos de la fe en Antioquía fue enviado allí para predicar, y allá reclamó la ayuda de su antiguo condiscípulo, ya convertido, Saulo. Por los años 42 al 44, ante las profecías insistentes que preanunciaban una grande hambre en Palestina, los fieles antioquenos habían hecho una colecta para los de Jerusalén, y Bernabé y Saulo habían venido a traerla. Se hospedarían, como era natural, en casa de María. Cuando, cumplida su misión, volvieron a Antioquía se fue con ellos Juan Marcos.
Un día el Espíritu Santo pidió que Saulo y Bernabé emprendieran un viaje de misión. Juan Marcos no acierta a separarse de su primo, y marcha con Bernabé. Hace el primer viaje de S. Pablo, junto con él… aunque por algunas diferencias o debilidad, se vuelve a Jerusalén. Pablo, algo enfadado por esto, no lo llevó al 2º viaje, aunque insiste Bernabé, no acepta y fue motivo de división entre ellos, y se fueron cada uno por su lado. Más tarde (Tim 4,11), hacia el año 66, Pablo pide a Timoteo que venga con Marcos, pues dice que es muy útil para el Evangelio. Le llama mi colaborador, mi consuelo; será también el primer colaborador de S. Pedro: hemos visto que le llama mi hijo; tras la muerte de Pedro marcha a Alejandría, cuya Iglesia le reconoce como evangelizador y primer Obispo. De Alejandría sus reliquias fueron trasladadas a Venecia, de la cual es patrono.
Marcos se convierte en un gran apóstol. Aprende a servir con sus fallos, errores, debilidades, poniéndolas incluso al servicio del apostolado. Sus descripciones son muy vivas de la vida en los pueblos, del lago, del bullicio de la gente, las reacciones humanas y espontáneas de los discípulos... Aprendemos de todo esto a no juzgar a nadie, y no podemos clasificar mal a una persona por su debilidad pues la gracia divina la puede transformar en fortaleza, las personas aprenden a lo largo de la vida…
Es consuelo y confianza para nuestra propia vida la gracia de Dios también puede transformarnos, y junto a la fuerza interior tenemos luz para preguntar, y la ayuda de la Iglesia nos ayuda a aprender también, es el consejo, que es eficaz si somos dóciles… todo eso nos hace también humildes y dar frutos de perseverancia.
Así, el primer colaborador de S. Pedro, su amanuense y secretario (de ahí que lo hayan nombrado Patrón de notarios y escribanos), es intérprete (del arameo al griego y al latín) y portavoz de S. Pedro en el primer Evangelio: “nos transmitió por escrito lo que S. Pedro había predicado”, dice S. Ireneo. Y S. Jerónimo añade de ese evangelio que "el mismo Pedro, habiéndolo escuchado, lo aprobó con su autoridad para que fuese leído en la Iglesia". Es por tanto el primer Evangelio, el más primitivo.
Podemos aprender de él, el cariño y unidad a Pedro, la fidelidad y docilidad a la inspiración del Espíritu Santo, más allá de nuestros gustos y enfados. También aprendemos a desaparecer, no pretender lucirse con grandes ideas, novedosas, propias: no ser emisor, sí transmisor. Por ejemplo, o firma ni se nombra en el Evangelio, no se pone en primer lugar…
3. El salmo nos habla de alegría: “El amor de Yahveh por siempre cantaré, de edad en edad anunciará mí boca tu lealtad”. Damos gracias a Dios por su bondad y su amor: “Pues tú dijiste: «Cimentado está el amor por siempre, asentada en los cielos mi lealtad”. Y correspondiendo a ese amor, los discípulos son fieles: “Los cielos celebran, Yahveh, tus maravillas, y tu lealtad en la asamblea de los santos.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario