Domingo de la semana 3 de Pascua; ciclo B
El día del Señor
“En aquel tiempo contaban los discípulos lo que les había acontecido en el camino y cómo reconocieron a Jesús en el partir el pan. Mientras hablaban, se presentó Jesús en medio de sus discípulos y les dijo: -Paz a vosotros. Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma. Él les dijo: -¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo. Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: -¿Tenéis ahí algo que comer? Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos. Y les dijo: -Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí, tenía que cumplirse. Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y añadió: -Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén”(Lucas 24,35-48).
I. El sábado judío dio paso al domingo cristiano desde los mismos comienzos de la Iglesia. Desde entonces, cada domingo celebramos la resurrección del Señor. Las fiestas de Israel, y particularmente el sábado, eran signo de la alianza divina y de un modo de expresar el gozo de saberse propiedad del Señor y objeto de su elección y amor. Con el paso del tiempo, los rabinos complicaron el precepto divino, e implantaron una serie de minuciosas y agobiantes prescripciones que nada tenían que ver con lo que Dios había dispuesto sobre el sábado. Aquellas fiestas sólo contenían la promesa de una realidad que aún no había tenido lugar. Con la Resurrección de Jesucristo, el sábado deja paso a la realidad que anunciaba. Con Cristo surge un culto nuevo y superior, porque tenemos también un nuevo Sacerdote, y se ofrece una nueva Víctima.
II. Después de la Resurrección, el primer día de la semana fue considerado por los Apóstoles como el día del Señor, dominica dies, cuando Él nos alcanzó con su Resurrección la victoria sobre el pecado y la muerte. El precepto de santificar las fiestas regula un deber esencial del hombre con su Creador y su Redentor. En este día dedicado a Dios le damos culto especialmente con la participación en el Sacrificio de la Misa. Ninguna otra celebración llenaría el sentido de este precepto. Nuestras fiestas no son un mero recuerdo de hechos pasados, sino que son un signo que manifiesta y hace presente a Cristo entre nosotros. Hemos de procurar, mediante el ejemplo y el apostolado, que el domingo sea “el día del Señor, el día de la adoración y de la glorificación de Dios, del santo Sacrificio, de la oración, del descanso, del recogimiento, del alegre encontrarse en la intimidad de la familia” (PÍO XII, Alocución)
III. El precepto de santificar las fiestas responde también a la necesidad de dar culto público a Dios, y no sólo de modo privado. El domingo y las fiestas determinadas por la Iglesia son, ante todo, días para Dios y días especialmente propicios para buscarle y para encontrarle. Las fiestas tienen una gran importancia para ayudar a los cristianos a recibir mejor la acción de la gracia. En estos días se exige también que el creyente interrumpa su trabajo para dedicarse al Señor. Indicaría poco sentido cristiano plantear el domingo de manera que se hiciera imposible o muy difícil ese trato con Dios. No es un hacer nada, sino ocasión de ocupación positiva y enriquecimiento personal y familiar, cultivar el trato social y las amistades, o hacer una visita a algunas personas necesitadas, que están solas o enfermas.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
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