Domingo de la semana 4 de Pascua; ciclo B
La alegría en la cruz
“En aquel tiempo dijo Jesús a los fariseos: -Yo soy el buen Pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas; el asalariado que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo hace estragos y las dispersa; y es que a un asalariado no le importan las ovejas. Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo Pastor. Por eso me ama el Padre: porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para quitarla y tengo poder para recuperarla. Este mandato he recibido del Padre” (Juan 10,11-18).
I. La alegría es una característica esencial del cristiano y la Iglesia nos recuerda durante la Cuaresma que debe estar presente en todos los momentos de nuestra vida. Ahora meditamos la alegría de la Cruz. La alegría es compatible con la mortificación y el dolor. Lo que se opone a la alegría es la tristeza, no la penitencia. La mortificación que vivimos en estos días no debe ensombrecer nuestra alegría interior, sino todo lo contrario: Debe hacerla crecer, porque nuestra Redención se acerca, el derroche de amor por los hombres que es la Pasión se aproxima, el gozo de la Pascua es inminente. Por eso queremos estar muy unidos al Señor, para que también en nuestra vida se repita, una vez más, el mismo proceso: Llegar, por su Pasión y su Cruz, a la gloria y a la alegría de la Resurrección.I. La alegría es una característica esencial del cristiano y la Iglesia nos recuerda durante la Cuaresma que debe estar presente en todos los momentos de nuestra vida. Ahora meditamos la alegría de la Cruz. La alegría es compatible con la mortificación y el dolor. Lo que se opone a la alegría es la tristeza, no la penitencia. La mortificación que vivimos en estos días no debe ensombrecer nuestra alegría interior, sino todo lo contrario: Debe hacerla crecer, porque nuestra Redención se acerca, el derroche de amor por los hombres que es la Pasión se aproxima, el gozo de la Pascua es inminente. Por eso queremos estar muy unidos al Señor, para que también en nuestra vida se repita, una vez más, el mismo proceso: Llegar, por su Pasión y su Cruz, a la gloria y a la alegría de la Resurrección.
II. La alegría es equivalente a felicidad, y lógicamente se manifiesta en el exterior de la persona. La alegría verdadera tiene un origen espiritual. El Papa Pablo Vi nos dice: “La sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar la alegría. Porque la alegría tiene otro origen: es espiritual. El dinero, el “confort”, la higiene, la seguridad material, no faltan con frecuencia; sin embargo, el tedio, la aflicción, la tristeza, forman parte, por desgracia, de la vida de muchos” (Exhortación Apostólica Gaudete in Domino). Nosotros sabemos que la alegría surge de un corazón que se siente amado por Dios y que a su vez ama con locura al Señor. De un corazón que se esfuerza que ese amor se traduzca en buenas obras; de un corazón que está en unión y en paz con Dios, pues, aunque se sabe pecador, acude a la fuente del perdón: Cristo en el sacramento de la Penitencia. El Señor nos pide que perdamos el miedo al dolor, a las tribulaciones, y nos unamos a Él, que nos espera en la Cruz. Nuestra alma quedará más purificada, nuestro amor más firme. Entonces comprenderemos que la alegría está muy cerca de la Cruz.
III. Dios ama al que da con alegría (2 Corintios 9, 7). No nos tiene que sorprender que la mortificación y la penitencia nos cuesten; lo importante es que sepamos encaminarnos hacia ellas con decisión, con la alegría de agradar a Dios, que nos ve. La experiencia que nos transmiten los santos es unánime en este sentido: “Estoy lleno de consuelo, reboso de gozo en todas nuestras tribulaciones” (2 Corintios, 11, 24-27). Si hemos tenido miedo a la expiación, llenémonos de valor, pensando que el tiempo es breve y el premio grande, sin proporción con la pequeñez de nuestro esfuerzo.
II. La alegría es equivalente a felicidad, y lógicamente se manifiesta en el exterior de la persona. La alegría verdadera tiene un origen espiritual. El Papa Pablo Vi nos dice: “La sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar la alegría. Porque la alegría tiene otro origen: es espiritual. El dinero, el “confort”, la higiene, la seguridad material, no faltan con frecuencia; sin embargo, el tedio, la aflicción, la tristeza, forman parte, por desgracia, de la vida de muchos” (Exhortación Apostólica Gaudete in Domino). Nosotros sabemos que la alegría surge de un corazón que se siente amado por Dios y que a su vez ama con locura al Señor. De un corazón que se esfuerza que ese amor se traduzca en buenas obras; de un corazón que está en unión y en paz con Dios, pues, aunque se sabe pecador, acude a la fuente del perdón: Cristo en el sacramento de la Penitencia. El Señor nos pide que perdamos el miedo al dolor, a las tribulaciones, y nos unamos a Él, que nos espera en la Cruz. Nuestra alma quedará más purificada, nuestro amor más firme. Entonces comprenderemos que la alegría está muy cerca de la Cruz.
III. Dios ama al que da con alegría (2 Corintios 9, 7). No nos tiene que sorprender que la mortificación y la penitencia nos cuesten; lo importante es que sepamos encaminarnos hacia ellas con decisión, con la alegría de agradar a Dios, que nos ve. La experiencia que nos transmiten los santos es unánime en este sentido: “Estoy lleno de consuelo, reboso de gozo en todas nuestras tribulaciones” (2 Corintios, 11, 24-27). Si hemos tenido miedo a la expiación, llenémonos de valor, pensando que el tiempo es breve y el premio grande, sin proporción con la pequeñez de nuestro esfuerzo.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
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