Lunes de la semana 16 de tiempo ordinario
(impar)
Dios protege a su pueblo y lo guía a través de la historia, y
nos pide correspondencia a su amor.
“En aquel tiempo, algunos de los escribas y fariseos dijeron
a Jesús: -«Maestro, queremos ver un signo tuyo.» Él les contestó: -«Esta
generación perversa y adúltera exige un signo; pero no se le dará más signo que
el del profeta Jonás. Tres días y tres noches estuvo Jonás en el vientre del
cetáceo; pues tres días y tres noches estará el Hijo del hombre en el seno de
la tierra. Cuando juzguen a esta generación, los hombres de Nínive se alzarán y
harán que la condenen, porque ellos se convirtieron con la predicación de
Jonás, y aquí hay uno que es más que Jonás. Cuando juzguen a esta generación,
la reina del Sur se levantará y hará que la condenen, porque ella vino desde
los confines de la tierra, para escuchar la sabiduría de Salomón, y aquí hay
uno que es más que Salomón»” (Mateo 12,38-42).
1. Algunos escribas y fariseos interpelaron a Jesús: "Maestro,
queremos ver un signo hecho por ti". Siempre estamos tentados de hacer
a Dios esta pregunta: ¿por qué, no escribes claramente tu Nombre en el
cielo?, ¿por qué no nos das una prueba manifiesta de tu existencia... de manera
que la duda resulte imposible? ¡Los ateos y los paganos se
verían entonces obligados a inclinarse! ¡Y los fieles se tranquilizarían! ¿Por
qué Dios no hace este signo? Sencillamente, porque Dios no es lo que
pensamos a
veces, está muy allá de nuestra capacidad. Dios, sé que eres servidor de los
hombres para merecer tu amor, y me fío de ti. Sé que no quieres
obligar al hombre a fuerza de poder y de maravillas. Que respetas la libertad
con sus riesgos y su grandeza. Que has elegido ganarte el amor del hombre,
muriendo, en Cristo, por él.
Jesús responde: “-No se os dará otra señal que la de Jonás”.
Jonás estuvo retenido tres días "en la muerte", luego fue salvado por
Dios y enviado a Nínive para que predicase la conversión. He ahí la única
"señal" que Dios quiere dar: -“Así también el Hijo del hombre
estará tres días en el seno de la tierra”. La "señal de Dios es: la
muerte de Jesús... la resurrección de Jesús... la conversión y la salvación de
los paganos. Es decir, el misterio pascual. (Jonás es un libro más bien
sapiencial, con una narración más bien de enseñanza moral, y además es
fundamento sólido para este significado cristológico).
-“En el Juicio se alzarán los habitantes de Nínive... Y la
reina de Saba... al mismo tiempo que esta generación, y harán que la condenen,
pues ellos se arrepintieron con la predicación de Jonás, y hay algo más que
Jonás aquí”. Nínive, capital de Asiria, era el símbolo de la ciudad pagana,
llena de orgullo y corrupción. Jesús la pone como ejemplo a los fariseos que se
tienen por justos y seguros de sí mismos: sí, algunos paganos están más cerca
de Dios que ciertos fieles... Jesús, anuncias que los paganos, al convertirse,
ocuparán el lugar de los hijos de Israel, e incluso participarán en la
sentencia final del Juicio. Este signo de salvación que Dios ofrece a todos los
hombres, a todas las razas, a todos aquellos que todavía no lo han oído...
¿somos capaces de reconocerlo a nuestro alrededor? Pedimos "signos" a
Dios. Nos los da; pero no sabemos verlos. No sabemos interpretarlos.
Quisiéramos nuestra clase de signos, que nosotros pudiéramos juzgar e
interpretar, signos que correspondan a nuestras referencias y a nuestros
deseos. Sin embargo el mundo y la historia están llenos de signos de
Dios. Uno de los objetivos del examen de conciencia, de la oración, de la
"revisión de vida", es el de aprender los unos de los otros a ver y "leer
los signos de Dios en los acontecimientos": Dios trabaja en el mundo... en
el que el misterio pascual continúa realizándose. Dios nos da signos; pero son
signos discretos: se puede fácilmente pasar junto a ellos y no verlos. ¡Danos,
Señor, ojos nuevos! (Noel Quesson).
Jesús, parece que no te gustaba que te pidieran milagros. Los
hacías con frecuencia, por compasión con los que sufrían y para mostrar que
eras el enviado de Dios y el vencedor de todo mal. Pero no querías que la fe de
las personas se basara únicamente en las cosas maravillosas, sino, más bien, en
tu Palabra y tu Persona: «si no véis signos, no creéis» (Jn 4,48),
recriminas a los letrados y fariseos que te piden un milagro ya habían visto
muchos y no estaban dispuestos a creer en Él, porque cuando
uno no quiere oír el mensaje, no acepta al mensajero. Te interpretaban todo
mal, incluso los milagros: los hacía «apoyado en el poder del demonio». No
hay peor ciego que el que no quiere ver. Jesús apela, esta vez, al signo de
Jonás, que se puede entender de dos maneras. Ante todo, por lo de los tres
días: como Jonás estuvo en el vientre del cetáceo tres días, así estará
Jesús en «el seno de la tierra» y luego resucitará. Ese va a ser el gran signo
con que Dios revelará al mundo quién es Jesús. Pero la alusión a Jonás le
sirve a Jesús para deducir otra consecuencia: al profeta le creyeron los
habitantes de una ciudad pagana, Nínive, y se convirtieron, mientras que a Él
no le acaban de creer, y eso que «aquí hay uno que es más que Jonás» y «uno que
es más que Salomón», al que vino a visitar la reina de Sabá atraída por su
fama.
Nosotros tenemos
la suerte del don de la fe. Para creer en Cristo Jesús no necesitamos milagros
nuevos. Los que nos cuenta el Evangelio, sobre todo el de la resurrección del
Señor, justifican plenamente nuestra fe y nos hacen alegrarnos de que Dios haya
querido intervenir en nuestra historia enviándonos a su Hijo. No somos, como
los fariseos, racionalistas que exigen demostraciones y, cuando las reciben,
tampoco creen, porque las pedían más por curiosidad que para creer. No somos
como Tomás: «si no lo veo, no lo creo». La fe no es cosa de pruebas exactas, ni
se apoya en nuevas apariciones ni en milagros espectaculares o en revelaciones
personales. Jesús ya nos alabó hace tiempo: «dichosos los que crean sin haber
visto». Nuestra fe es confianza en Dios, alimentada continuamente por esa
comunidad eclesial a la que pertenecemos y que, desde hace dos mil años, nos
transmite el testimonio del Señor Resucitado. La fe, como
la describe el Catecismo, «es la respuesta del hombre a Dios que se revela y se
entrega a Él, dando al mismo tiempo una luz sobreabundante al hombre que busca
el sentido último de su vida» (26). El gran signo que Dios ha hecho a la
humanidad, de una vez por todas, se llama Cristo Jesús. Lo que ahora sucede es
que cada día, en el ámbito de la Iglesia de Cristo, estamos recibiendo la gracia de su Palabra
y de sus Sacramentos, y, sobre todo, estamos siendo invitados a la mesa eucarística,
donde el mismo Señor Resucitado se nos da como alimento de vida verdadera y
alegría para seguir su camino (J. Aldazábal).
2. Sigue la
odisea de Moisés: -“Cuando
anunciaron al rey de Egipto que el pueblo de Israel había huido, se mudó el
corazón del Faraón...” Había dejado partir a los hebreos, pero ahora se
lanza a perseguirlos.
-“Hizo
enganchar su carro, tomó seiscientos carros, los mejores, y todos los demás
carros de Egipto, cada uno con su dotación”. Los bajorrelieves nos dan
imágenes de ese ejército temible y rápido. Normalmente los peatones, en este
caso los hebreos, ¡estaban vencidos por adelantado!
-“Los
alcanzaron mientras acampaban junto al mar”. Es el símbolo mismo de la
«situación sin salida»: acorralados junto al mar, ante un ejército más poderoso
que ellos. Tratemos primero de imaginar ese drama que se está preparando. Y
luego pensemos que la
Pascua definitiva, la de
Jesucristo, nos librará de una situación todavía más radical: ¡la resurrección
de Jesús le libera y nos libera de la misma muerte! Cada una de nuestras
fiestas de Pascua y cada eucaristía nos permiten dar gracias por la
intervención liberadora de Dios en nuestro favor.
-“El
Señor endureció el corazón del Faraón”. Esta fórmula me parece que –como
todo el capítulo- junta lo decisivo de la Pascua
con una interpretación épica: poner un origen divino en todo lo que hacen los
del pueblo judío. La épica acentúa el dramatismo, pero ni Dios manda matar a
nadie, ni endurece el corazón de nadie… en otros lugares se dice de un modo más
acorde con nuestra sensibilidad: -«el
corazón del Faraón se mudó»- o bien -«el
Faraón endureció su corazón» (Ex 8,11; 8,15; 9,7). Nosotros diremos que
Dios no quiere nunca el mal, que los redactores ponen en boca de Dios los
acontecimientos que pasan, que es una voluntad de Dios permisiva (Dios permite
que pasen estas cosas, en cuanto que lo permite, lo quiere, y de esto sacará un
bien) pero en realidad no lo quiere directamente… A los semitas no les
preocupaba, como a nosotros, entender cómo se imbrican concretamente la
libertad humana y el impulso divino... ¡Sería abusivo hacer responsable a Dios
del mal que el hombre comete! Ayúdanos, Señor, a no endurecer nuestros
corazones. Líbranos de toda pretensión de total autonomía.
-“Los
hijos de Israel, llenos de miedo, dijeron a Moisés: «Déjanos tranquilos,
queremos continuar sirviendo a los egipcios. ¡Vale más servir que morir en el
desierto!»” Si del momento histórico no podemos juzgar mucho, sí podemos
afirmar que aquí vemos Es la prueba de la Fe. Apenas
salidos de la esclavitud, están dispuestos a volver a ella, a causa de las
ventajas que, a pesar de todo, sacaban de ella. Sí, ésta es también nuestra
prueba y nuestra pregunta: ¿Quién es pues este Dios, que se presenta como
«salvador» y que aparentemente deja a los suyos en la miseria?
-"No
temáis, aguantad y veréis lo que el Señor hará hoy para salvarnos... El Señor
combatirá por vosotros..." Puesta a dura prueba, la fe ha de triunfar
con una fe más pura, más despojados de toda confianza en sí mismos para confiar
totalmente en el Otro. Esto es siempre actual. Creemos, Señor, pero acrecienta
en nosotros la fe (Noel Quesson).
Un tema importantísimo para nosotros es la fe como
respuesta al miedo producido por unos acontecimientos que aparecen como
inevitablemente contrarios a nuestra seguridad. Se trata, pues, de aprender a
«ver» a Dios en aquello que sucede: ver lo invisible que se manifiesta con
fuerza en medio de las realidades visibles que pueden aplastarnos. Se parte de
un hecho que ha quedado grabado en la memoria del pueblo como un hecho
esencial, pero del que se han perdido los detalles y exactitud histórica que a
nosotros tanto nos interesan. El hecho histórico es signo teológico: de un
pueblo que duda, que tiene miedo, que no acaba de confiar en la palabra de
Yahvé, y se destaca la figura de Moisés como un hombre de fe. Su fe es pura e
inquebrantable. Por eso es confiada. Confianza que se entrega. Es una fe vivida
con toda sinceridad y proyectada sobre los demás como un testimonio irrebatible
de esperanza en Dios, que es quien actúa y base de la esperanza; todo esto es
signo de Quien vendrá: “por consiguiente
(…) continuemos corriendo con perseverancia la carrera emprendida: fijos los
ojos en Jesús, iniciador y consumador de la fe, el cual, despreciando la
ignominia, soportó la cruz en lugar del gozo que se le ofrecía, y está sentado
a la diestra del trono de Dios” (Hb 12,1-2), el liberador que nos cruza el
mar de la vida con el rojo de su sangre redentora, su bautismo que es el
nuestro…
3. El relato del paso del Mar Rojo, que
continuará mañana, es el acontecimiento clave y el mejor símbolo de la
liberación. Aunque el camino hacia la tierra prometida esté lleno de
dificultades, la travesía del Mar Rojo es el hecho constituyente del pueblo de
Israel. No es una historia científica, imparcial, sino un relato religioso, en
el que continuamente aparece el hilo conductor: Dios es fiel a su promesa,
salva a su pueblo y lo guía. Cuanto más se exageren las cifras de los
adversarios y el carácter épico del paso del Mar, tanto más claramente se
proclama la grandeza de Dios y su bondad para con el pueblo.
El salmo no podía ser otro que el cántico que
entonó el pueblo al verse ya salvado a la otra orilla del Mar Rojo: «Cantemos al Señor, sublime es su victoria,
caballos y carros ha arrojado al mar... El Señor es un guerrero, su nombre es
el Señor... Tu diestra, Señor, es fuerte y terrible». Nosotros cantamos ese
mismo cántico en la
Vigilia Pascual , después de haber
proclamado el relato del Éxodo. En nuestra noche pascual, vemos el sentido
pleno de la primera Pascua judía: no sólo admiramos la cercanía que tuvo Dios
para con su pueblo, sino, sobre todo, el poder que mostró al resucitar a Cristo
de entre los muertos, haciéndole «pasar» (=Pascua) a través de la muerte hacia
la nueva existencia, a la que también nos conduce a nosotros por medio de las
aguas del Bautismo. En el Bautismo nos introdujo Dios en la nueva comunidad de
los salvados. Y a lo largo de toda nuestra vida -camino de desierto, nos quiere
liberar de todos los faraones y de todos los peligros que nos acechan. También
a nosotros se nos tiene que repetir: «no tengáis miedo». La Pascua
de Cristo es el inicio de nuestra victoria. Con nosotros no hará prodigios
cósmicos ni podremos contar hazañas milagrosas. Pero sí somos conscientes de
cómo Dios, por los sacramentos de su Iglesia, nos concede la fuerza para
nuestro camino y nos quiere liberar de toda esclavitud. Ante las quejas del
desierto, podemos hacer examen: ¿Queremos de verdad que Dios nos libere de
nuestros males, de nuestras pequeñas o grandes esclavitudes, o nos sentimos a
gusto en nuestro Egipto particular?, ¿o, tal vez, ni nos hemos enterado de que
somos esclavos?
Dios “es un fuerte guerrero”, dice el poeta
indicando la antigüedad del texto… “Él es el Señor del universo; (…) es el
Señor de la historia: gobierna los corazones y los acontecimientos según su
voluntad” (Catecismo 269). “Su nombre
es el Señor” (literalmente “Yah”, abreviatura de “Yahwéh”, y quizá esta forma
más antigua haya quedado en la alabanza de los salmos, Aleluyah: J. Aldazábal).
Llucià Pou Sabaté
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