Noviembre 2, Conmemoración de todos los fieles difuntos: la comunión
con los difuntos está basada en la esperanza en Jesús que nos lleva más allá de
la muerte, hasta la vida de amor del Cielo
“En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Cuando venga el Hijo
del hombre, rodeado de su gloria, acompañado de todos sus ángeles, se sentará
en su trono de gloria. Entonces serán congregadas ante él todas las naciones, y
él, apartará a los unos de los otros, como aparta el pastor a las ovejas de los
cabritos, y pondrá a las ovejas a su derecha y a los cabritos a su izquierda. Entonces
dirá el rey a los de su derecha: “venid, benditos de mi padre; tomad posesión
del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo; porque estuve
hambriento y me disteis de comer, sediento y me disteis de beber, era forastero
y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis,
encarcelado y fuisteis a verme”. Los justos le contestarán entonces: “Señor
¿Cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, sediento y te dimos de beber?
¿Cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te
vimos enfermo o encarcelado y te fuimos a ver?”. Y el rey les dirá: “Yo os aseguro
que, cuando lo hicisteis con el más insignificante de mis hermanos, conmigo lo hicisteis”
Entonces dirá también a los de la izquierda: “Apartaos de mí, malditos; id al
fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles, porque estuve hambriento
y no me disteis de comer, sediento y no me disteis de beber, era forastero y no
me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y encarcelado y no
me visitasteis”. Entonces ellos le responderán: “Señor, ¿Cuándo te vimos
hambriento o sediento, enfermo o encarcelado y no te asistimos?” Y él les
replicará: “Yo os aseguro que, cuando no lo hicisteis con uno de aquellos más
insignificantes, tampoco lo hicisteis conmigo”. Entonces, irán éstos al castigo
eterno y los justos a la vida eterna” (Mateo 25,31-46).
1. Las
lecturas de hoy se escogen libremente, de entre las del formulario de difuntos.
Por ellos ofrecemos hoy la misa. ¿Qué pasa con los que mueren? Se ha rezado
siempre por ellos en la Iglesia, y se ha formulado la explicación del
purgatorio, que no es una cárcel en el más allá, sino el Señor Jesús, en el
momento de la muerte, cuando hay el juicio, sale al encuentro del hombre. Con
ese abrazo de amor, se le quema al hombre toda la «paja y heno» de su vida y
que sólo permanece lo que únicamente puede tener consistencia. Se transforma en
aquello que está llamado a ser. Al decir “sí” se hace capaz de acoger la misericordia
de Dios. Como el egoísmo le podría impedir decir un “sí” total, debe ser
transformado con ese fuego que le transforma con su llama en aquella figura sin
mancha que puede convertirse en el recipiente de la eterna alegría. Como todos
estamos unidos, podemos rezar por los que han muerto, por ejemplo si uno que
muere ha hecho daño a otro, cuando este le perdona ya queda libre de esa pena y
puede volar al cielo, y así pasa con todo: estamos en comunicación, y podemos
ayudarnos unos a otros, los vivos y los difuntos (Joseph Ratzinger).
Vemos
respuesta en la liturgia, en su misteriosa sobriedad: “En Cristo Señor nuestro, brilla la esperanza de nuestra feliz
resurrección: y así aunque la certeza del morir nos entristece, nos consuela la
promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida de los que en ti creemos,
Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal,
adquirimos una mansión eterna en el cielo”. También el Catecismo de la
Iglesia Católica nos habla de la comunión con los difuntos: “"La Iglesia peregrina, perfectamente
consciente de esta comunión de todo el Cuerpo místico de Jesucristo, desde los
primeros tiempos del cristianismo honró con gran piedad el recuerdo de los
difuntos y también ofreció por ellos oraciones pues es una idea santa y
provechosa orar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados' (2
M 12, 45)" (LG 50). Nuestra oración por ellos puede no solamente
ayudarles, sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor” (n. 958).
La esperanza
nos permite vivir sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte: La muerte,
“salario” del pecado original, es algo tan olvidado y de otra parte algo tan
normal: todos hemos de morir. La muerte, para los hijos de Dios, es vida: “no tenemos aquí ciudad permanente, vamos en
busca de la que está por venir” (Hebreos 13,14): la que el Señor nos tiene
preparada desde siempre: el cristiano que se une a Él en su propia muerte, ésta
ya se convierte en entrada a la vida eterna.
El Evangelio
del juicio es poco de cumplir preceptos, y mucho de amar a los demás: “cuanto hacíais con ellos… conmigo lo
hacíais”.
2. Dice la Sabiduría
que para los santos las pruebas se vuelven justicia, pues de este modo "Dios los
probó como oro en crisol, y los recibió como sacrificio de holocausto".
Lo que los hombres juzgaron la verdad, no lo fue. El descalabro pasó a ser camino de gloria, de
enaltecimiento de los justos sobre razas y pueblos, para juzgarlos y
dominarlos, sin otro rey que el Señor.
Hay una
comunicación entre los de aquí y los que han cruzado el río de la vida, y
podemos ayudarles con nuestros esfuerzos y sacrificios (el sentido profundo de
los sufragios por los difuntos) y ellos nos animan como espectadores que están
viendo nuestro partido, pues estamos corriendo en el campo y ellos desde la
grada: “¡venga, ánimo... mete este gol!” En estos días que se preparan dulces
tan buenos siguiendo las tradiciones populares, pienso que con aquella sonrisa
o detalle de servicio vamos amasando, con buenos ingredientes, esos dulces que
se amasan con amor.
El salmo
enuncia esta búsqueda de Dios, al que vemos también en el dolor. «Una cosa pido al Señor, y eso buscaré:
habitar en la casa del Señor por todos los días
de mi vida». Es necesario entender estas palabras en su verdadera
profundidad, es decir, en su sentido
figurado: vivir en el «templo» de su intimidad, cultivar su amistad,
acoger profundamente su presencia; «gozar de la dulzura del Señor», esto
es, experimentar vivamente la ternura de
mi Dios, su predilección, su amor, que se me da sin motivos ni merecimientos, cultivar interminablemente, «por todos los días de mi vida», la
relación personal y liberadora con el
Señor, mi Dios.
«Oigo en mi corazón: buscad mi rostro. Tu
rostro buscaré, Señor, no me escondas tu
rostro», vamos por esta vida detrás de tus pistas, Jesús: «tu rostro buscaré, Señor»; por eso te
pido, Señor: «no me escondas tu Rostro»; «no rechaces a tu siervo»; «no
me abandones»; «no me dejes»; y
todo esto con la esperanza de que «aunque
mi padre y mi madre me abandonen, el Señor me acogerá». Es un canto a la esperanza:
«Espero gozar de la dicha del Señor en
el país de la vida». País de la vida es esta vida, oportunidad que Dios nos da para ser
felices y hacer felices. Gozar de la dicha del
Señor es, simplemente, vivir, ni más ni menos. Mucha gente no vive,
agoniza. Anegados entre temores y ansiedades no viven, su existencia es
una angustia; dicen que la meticulosidad
va unida a la “reacción catastrófica”, pues ante el miedo a catástrofes, como
defensa se defienden con un control del presente, en las rutinas pequeñas del
hoy. Pero la esperanza nos dice que podemos respirar en paz sin ansiedades,
sentirnos libres, gozosos, felices. Esto
es vivir. Y tanta hermosura como contiene este salmo no podía acabar sino con
un grito largo de coraje y esperanza: «Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo,
espera en el Señor».
El hombre
tiene que habérselas con la vida y sus peligros; necesita refugios donde acogerse. Ha aprendido a no confiar en los
poderosos de la tierra, «los señores de la
tierra»; y sabe por experiencia que sólo salvan el poder y el cariño de
Dios. Este poder y amor suscitan la
confianza del hombre, y en esta confianza se basa su seguridad. Y esta seguridad se transforma en el gozo de vivir,
vivir plenamente, Shalom (Larrañaga).
Este es el
deseo de mi vida que recoge y resume todos mis deseos: ver tu rostro. Palabras
atrevidas que yo no habría pretendido pronunciar si no me las hubieras dado tú
mismo. En otros tiempos, nadie podía ver tu rostro y permanecer con vida. Ahora
te quitas el velo y descubres tu presencia. Y una vez que sé eso, ¿qué otra
cosa puedo hacer el resto de mis días, sino buscar ese rostro y desear esa
presencia? Ese es ya mi único deseo, el blanco de todas mis acciones, el objeto
de mis plegarias y esfuerzos y el mismo sentido de mi vida. «Una cosa pido al Señor, eso buscaré:
habitar en la casa del Señor por los días de mi vida; gozar de la dulzura del
Señor contemplando su templo. Tu rostro buscaré, Señor; no me escondas tu rostro».
He estudiado tu palabra y conozco tu revelación. Sé lo que sabios teólogos
dicen de ti, lo que los santos han enseñado y tus amigos han contado acerca de
sus tratos contigo. He leído muchos libros y he tomado parte en muchas
discusiones sobre ti y quién eres y qué haces y por qué y cuándo y cómo. Sé
muchas cosas de ti, e incluso llegué a creer que bastaba con lo que sabía, y
que eso era todo lo que yo podía dar de mí en la oscuridad de esta existencia
transitoria. Pero ahora sé que puedo aspirar a mucho más, porque tú me lo dices
y me llamas y me invitas. Y yo lo quiero con toda mi alma. Quiero ver tu
rostro. Tengo ciencia, pero quiero experiencia; conozco tu palabra, pero ahora
quiero ver tu rostro. Hasta ahora tenía sobre ti referencias de segunda mano;
ahora aspiro al contacto directo. Es tu rostro lo que busco, Señor. Ninguna
otra cosa podrá ya satisfacerme. Tú sabes la hora y el camino. Tienes el poder
y tienes los medios. Tú eres el Dueño del corazón humano y puedes entrar en él
cuando te plazca. Ahí tienes mi invitación y mi ruego. A mi me toca ahora
esperar con paciencia, deseo y amor. Así lo hago de todo corazón. «Espera en el
Señor, sé valiente, ten ánimo... y espera en el Señor».
“Busca su rostro. Sí, tu rostro, Señor, es
lo que busco.” (Sal 26,7-8): “Soy
desvergonzado y temerario, oh tú, mi socorro y mi apoyo de siempre, tú que no
me abandonas jamás. Mira, es el amor de tu amor el que me hace buscar tu rostro”
(Sal 26,8) Tú me ves y yo no puedo verte. Pero tú me has dado el deseo de verte
y ver todo lo que te complace en mí. Tú perdonas al instante a este ciego que
corre hacia ti. Tú le das la mano en cuanto tropieza. En el fondo de mi alma
resuena la voz de tu presencia y responde a mi deseo. El alma protesta y echa
fuera todo lo que hay en mí y mis ojos interiores son deslumbrados por el
fulgor de tu verdad. Me recuerda que el hombre no te puede ver y quedar con
vida (Ex 33,20). Hundido en el pecado hasta el día de hoy, no he logrado morir
a mí mismo para vivir únicamente para ti (2Cor 5, 15). No obstante, por tu
palabra y por tu gracia, me quedo atento, aguardando sobre la roca de la fe, en
el lugar que está junto a ti (Ex 33, 21). Apoyado en esta fe, espero paciente,
según mis posibilidades y abrazo tu derecha que me sostiene y me guarda (Sab
5,16). Alguna vez, cuando contemplo y miro -por la espalda (Ex 33,23)- a aquel
que me ve, a Cristo tu Hijo, en su humildad como hombre, me paro a
contemplar... Lo poco que he podido sentir y percibir de él atiza la llama de
mi deseo interior. Con paciencia espero que tú retires tu mano (cf Ex 33,22) y
que derrames en mí tu gracia iluminadora para que según la respuesta de tu
verdad, muerto a mí mismo y vivo para ti, comience a contemplar tu rostro
descubierto” (Guillén de Saint-Tierry).
3. La vida
plena responde a las aspiraciones más profundas del corazón humano (¡cuántas cosas hacemos para
alargar la vida, para luchar contra la
enfermedad y la muerte!). Pero la experiencia
constante es que, más pronto o más tarde, todos morimos, porque somos hijos de esta tierra, perecederos
("por Adán murieron todos").
Jesús, también. "Mirad que
amor nos ha tenido el Padre para
llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!" El camino del Hijo es
el camino de los hijos; avanzamos hacia
el triunfo de Jesús; cuando celebramos
su victoria anunciamos la nuestra. Nuestra vida no se agota en lo que vemos y tocamos, en lo que
podemos darnos unos a otros: como Jesús,
hemos nacido de Dios y a Dios retornamos, nuestro aliento está en manos del Padre. Tal es la
promesa hecha a "los
cristianos", a los que viven como él vivió. La muerte no es para el
cristiano la nada y la destrucción: si rompe
unos lazos, quedan otros, y tanto si vivimos como si morimos
estamos siempre en las mismas manos: las
del Padre. “Aquellos que nos han dejado no están ausentes, sino invisibles. Tienen
sus ojos llenos de gloria, fijos en los nuestros, llenos de lágrimas” (San
Agustín).
Dedicar un día
del año litúrgico a la oración de todos los difuntos apareció como costumbre de
algunas ordenes monásticas bien pronto, aunque es en el siglo IX cuando aparece
en algunas parroquias. Con el tiempo se fue extendiendo a la Iglesia universal.
En el año 1915, en consideración a los muertos de la primera guerra mundial, el
Papa Benedicto XV concedió que los sacerdotes pudieran celebrar este día tres
misas y así poder atender la demanda de sufragio. La reciente reforma
conciliar, en la Constitución sobre la Sagrada Liturgia, dispuso que "la
liturgia de los difuntos debe expresar más claramente el carácter pascual de la
muerte cristiana" (n. 81). De ahí las novedades en lecturas, oraciones y
color de ornamento que hemos visto en las exequias. A este respecto hay que
notar la supresión del famoso canto "Dies irae" que no está en
consonancia con esta nueva perspectiva. La lectura de San Pablo explica bien el
carácter "pascual" de la muerte cristiana. El Apóstol comienza
afirmando: "Porque si nuestra
existencia está unida a él en una muerte como la suya, lo estará también en una
resurrección como la suya". Se trata de un "paso" que
comienza en "morir" a todo lo que nos separa del Padre, tanto el
pecado como nuestra propia vida terrena, pues, al final, tienen que ser
destruidos para llegar a un "resucitar" que nos haga posible el
encuentro definitivo y plenificante con Dios Padre y participar de su gloria.
Esta visión de la vida y de la muerte es la que engendra la actitud de
serenidad y esperanza ante la muerte que presiden las lecturas y las oraciones
de la liturgia de hoy (Antonio Luis Martínez).
Llucià Pou
Sabaté
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