“En aquel tiempo, junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y Maria, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre: -«Mujer, ahí tienes a tu hijo.» Luego, dijo al discípulo: -«Ahí tienes a tu madre.» Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa” (Juan 19,25-27).
O bien: “Su padre y su madre estaban sorprendidos por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo y dijo a María su madre: -Mira, éste está puesto para que en Israel unos caigan y otros se levanten, y como bandera discutida -y a ti, una espada atravesará tu alma (tus anhelos te los truncará una espada)-; así quedarán al descubierto las ideas de muchos” (Lucas 2,33-35).
1. El evangelio de Juan nos dice que «junto a la cruz de Jesús estaba su madre», con una fidelidad hasta las últimas consecuencias. La virgen dolorosa es una madre valerosa, que se mantuvo firme de pie junto a la cruz, es decir, que no se dejó derrumbar por el dolor. Es un valor que está sustentado por la esperanza. Es luz para que en las penas pensemos en que está por amanecer un día nuevo, el día de la vida.
“…Y a ti una espada te atravesará el corazón”, podemos leer en san Lucas lo que escuchaste tiempo atrás, Virgen María, sobre este momento de la cruz que llegaría, como recuerda el Vaticano II: “Así también la Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la Cruz, en donde, no sin designio divino, se mantuvo de pie, se condolió vehementemente con su Unigénito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima engendrada por Ella misma, y, por fin, fue dada como Madre al discípulo por el mismo Cristo Jesús, moribundo en la Cruz con estas palabras: «¡Mujer, he ahí a tu hijo!»” (LG 58).
Así reza el himno de hoy: “La Madre piadosa estaba junto a la cruz / lloraba mientras el Hijo pendía; / cuya alma, triste y llorosa, traspasada y dolorosa, fiero cuchillo tenía... // Por los pecados del mundo vio a Jesús / en tan profundo tormento la dulce Madre. / Vio morir al Hijo amado, que rindió desamparado el espíritu a su Padre... // Haz que esa cruz me enamore y que en ella viva y more, / de mi fe y amor indicio, porque me inflame y encienda, / y contigo me defienda en el día del juicio. Amén”.
Y también: “¡Oh dulce fuente de amor!, / hazme sentir tu dolor para que llore contigo. / Haz que, por mi Cristo amado / mi corazón abrasado más viva en Él que conmigo. // ¡Virgen de vírgenes santas!, / llore ya con ansias tántas que el llanto dulce me sea; / porque su pasión y muerte tenga en mi alma, / de suerte que siempre sus penas vea. Amén”.
A ti te pedimos, Nuestra Señora de los Dolores, también en algunos sitios se te llama Nuestra Señora de las Angustias, o Nuestra señora de los Siete Dolores, que esta fiesta nos una por ti a Jesús y nos dejemos contemplar por Él. Tú viste a Jesús rechazado por las autoridades del pueblo y amenazado de muerte. Cuando en el Via Crucis te encontraste con tu Hijo llevado para crucificar, quizá le dijiste “aguanta conmigo, Madre, que estoy haciendo nuevas todas las cosas”… y tu paciencia se consumó en el Calvario.
De esta manera, María se convierte en figura y modelo para todo cristiano. Por haber estado estrechamente unida a la muerte de Cristo, también está unida a su resurrección. La perseverancia de María en el dolor, realizando la voluntad del Padre, le proporciona una nueva irradiación en bien de la Iglesia y de la Humanidad. María nos precede en el camino de la fe y del seguimiento de Cristo. Y el Espíritu Santo nos conduce a nosotros a participar con Ella en esta gran aventura (Josep M. Soler, Abad de Montserrat).
“Entregándonos filialmente a María, el cristiano, como el Apóstol Juan, ‘acoge entre sus cosas propias’ a la Madre de Cristo y la introduce en todo el espacio de su vida interior, es decir, en su ‘yo’ humano y cristiano” (Juan Pablo II). María es al pie de la Cruz Madre de Cristo, Madre de los cristianos: “Así es, porque así lo quiso el Señor. Y el Espíritu Santo dispuso que quedase escrito, para que constase por todas las generaciones: Estaban junto a la cruz de Jesús, su madre, y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Habiendo mirado, pues, Jesús a su madre, y al discípulo que él amaba, que estaba allí, dice a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Después, dice al discípulo: Ahí tienes a tu madre. Y desde aquel punto el discípulo la tuvo por Madre.
”Juan, el discípulo amado de Jesús, recibe a María, la introduce en su casa, en su vida. Los autores espirituales han visto en esas palabras, que relata el Santo Evangelio, una invitación dirigida a todos los cristianos para que pongamos también a María en nuestras vidas. En cierto sentido, resulta casi superflua esa aclaración. María quiere ciertamente que la invoquemos, que nos acerquemos a Ella con confianza, que apelemos a su maternidad, pidiéndole que se manifieste como nuestra Madre.
”Pero es una madre que no se hace rogar, que incluso se adelanta a nuestras súplicas, porque conoce nuestras necesidades y viene prontamente en nuestra ayuda, demostrando con obras que se acuerda constantemente de sus hijos. Cada uno de nosotros, al evocar su propia vida y ver cómo en ella se manifiesta la misericordia de Dios, puede descubrir mil motivos para sentirse de un modo muy especial hijo de María.
”Los textos de las Sagradas Escrituras que nos hablan de Nuestra Señora, hacen ver precisamente cómo la Madre de Jesús acompaña a su Hijo paso a paso, asociándose a su misión redentora, alegrándose y sufriendo con El, amando a los que Jesús ama, ocupándose con solicitud maternal de todos aquellos que están a su lado” (San Josemaría).
Ella, corredentora, nos enseña la gallardía con que el cristiano debe sobrellevar el dolor. El dolor no es ya un maldito hijo del pecado que nos atormenta tontamente; es el precio del amor a los demás. No es el castigo de un Dios que se regocija en hacer sufrir a sus criaturas, es el momento en que podemos ofrecer ese dolor por el bien espiritual de los demás, es la experiencia de la corredención, como María. Ella miró la cruz y a su Hijo y ofreció su dolor por todos nosotros. ¿No podríamos hacer también lo mismo cuando sufrimos? Mirar la cruz. Salvar almas.
El sufrimiento parece que se aficiona a algunas personas de un modo especial. La vida de la Santísima Virgen estuvo profundamente marcada por el dolor. Dios quiso probar a su Madre, nuestra Madre, en el crisol del sacrificio. Y la probó como a pocos. María padeció mucho. Pero fue capaz de hacerlo con entereza y con amor. Ella es para nosotros un precioso ejemplo también ante el dolor. Hoy repasamos el dolor ante las palabras de Simeón que anuncian la cruz, y el dolor de la cruz es también causa de salvación. El anciano profeta no le predijo grandes alegrías y consuelos a nivel humano. Al contrario: “este niño será puesto como signo de contradicción, -le aseguró-. Y a ti una espada de dolor te atravesará el alma”. Semejantes presagios no le quitaron la paz y la confianza en Dios. Y en su interior volvería a resonar con fuerza y seguridad el fiat aquel lleno de amor de la anunciación.
Ese dolor lo veremos también ante la matanza de los inocentes por Herodes. Sensible al sufrimiento ajeno, no solo piensa en que quieren matar a su hijo, sino que sabe compadecerse, socorrer en la medida que puede, consolar.
El dolor le siguió en la pérdida del Niño. Angustiada por la incertidumbre, pensaría: ¿Dónde estará?, ¿le habrá pasado algo?, ¿me necesita? Rezó mucho y confió en Dios. Esto preparó el dolor de la separación y la primera soledad. ¿Qué pasa por el corazón de una madre en una despedida así, la vida pública del Señor y sobre todo al pie de la Cruz. Mirémosla. “La suave Madre -afirma Luis M. Grignion de Montfort- nos consuela, transforma nuestra tristeza en alegría y nos fortalece para llevar cruces aún más pesadas y amargas”. María en la pasión y junto a la cruz de su Hijo se sintió crucificar con Él. Así describe Atilano Alaiz los sentimientos de la Madre ante el Hijo: “Los latigazos que se abatían chasqueando sobre el cuerpo del Hijo flagelado, flagelaban en el mismo instante el alma de la Madre; los clavos que penetraban cruelmente en los pies y en las manos del Hijo, atravesaban al mismo tiempo el corazón de la Madre; las espinas de la corona que se enterraban en las sienes del Hijo, se clavaban también agudamente en las entrañas de la Madre. Los salivazos, los sarcasmos, el vinagre y la hiel atormentaban simultáneamente al Hijo y a la Madre”.
El colmo del sacrificio está en ver morir a los seres amados. Lope de Vega decía con gran realismo: “Sin esposo, porque estaba José / de la muerte preso; / sin Padre, porque se esconde; / sin Hijo, porque está muerto; / sin luz, porque llora el sol; / sin voz, porque muere el Verbo; / sin alma, ausente la suya; / sin cuerpo, enterrado el cuerpo; / sin tierra, que todo es sangre; / sin aire, que todo es fuego; / sin fuego, que todo es agua; / sin agua, que todo es hielo...” Creyendo, confiando y amando Ella supo esperar la mayor alegría de su vida: recuperar a su Jesús para siempre tras la resurrección. Aprendamos de María a llenar el vacío de la soledad que nos invade tras la muerte de nuestros seres queridos. Llenarlo con lo único que puede llenarlo: el amor, la fe y la esperanza de la vida futura. Cuánto nos admira la Virgen dolorosa por haber sufrido como sufrió, por haber amado como amó. Cómo quisiéramos ser como Ella (Marcelino de Andrés).
2. La carta a los Hebreos nos dice que el Hijo de Dios, hecho hombre, compartió con nosotros todo, menos el pecado, pero sufrió más que nosotros; y en su dolor fue acogido y recibió la bendición del Padre, pero sin renunciar a un átomo del camino de amargura en su fidelidad. María lo imitó. Jesús, sufriendo, aprendió a obedecer. Así como Cristo “sufriendo aprendió a obedecer”, también María. ¡Cómo rezaría el Padrenuestro, en los momentos duros, diciendo “hágase tu voluntad”! Y así como la obra de su hijo “se ha convertido en autor de salvación para todos”, también ella se asoció íntimamente a esa obra.
“Jesús, "aun siendo Hijo, con lo que padeció, experimentó la obediencia" (Hb 5, 8). ¡Con cuánta más razón la deberemos experimentar nosotros, criaturas y pecadores, que hemos llegado a ser hijos de adopción en él! Pedimos a nuestro Padre que una nuestra voluntad a la de su Hijo para cumplir su voluntad, su designio de salvación para la vida del mundo. Nosotros somos radicalmente impotentes para ello, pero unidos a Jesús y con el poder de su Espíritu Santo, podemos poner en sus manos nuestra voluntad y decidir escoger lo que su Hijo siempre ha escogido: hacer lo que agrada al Padre (cf Jn 8, 29): ‘Adheridos a Cristo, podemos llegar a ser un solo espíritu con él, y así cumplir su voluntad: de esta forma ésta se hará tanto en la tierra como en el cielo (Orígenes, or. 26).
Considerad cómo Jesucristo nos enseña a ser humildes, haciéndonos ver que nuestra virtud no depende sólo de nuestro esfuerzo sino de la gracia de Dios. El ordena a cada fiel que ora, que lo haga universalmente por toda la tierra. Porque no dice 'Que tu voluntad se haga' en mí o en vosotros 'sino en toda la tierra': para que el error sea desterrado de ella, que la verdad reine en ella, que el vicio sea destruido en ella, que la virtud vuelva a florecer en ella y que la tierra ya no sea diferente del cielo (San Juan Crisóstomo, hom. in Mt 19, 5)’” (Catecismo 2825).
“Sálvame, Señor, por tu misericordia”, rezamos con el salmista: “A ti, Señor, me acojo: no quede yo nunca defraudado; tú, que eres justo, ponme a salvo, inclina tu oído hacia mí”. Pedimos al Señor que sea “la roca de mi refugio, un baluarte donde me salve, tú que eres mi roca y mi baluarte; por tu nombre dirígeme y guíame”. Que nos quite todo mal, y nos abandonamos en Él: “Pero yo confío en ti, Señor, te digo: «Tú eres mi Dios.» En tu mano están mis azares: líbrame de los enemigos que me persiguen”. Esta confianza nos sostiene, y está basada en el amor que Dios nos tiene: “Qué bondad tan grande, Señor, reservas para tus fieles, y concedes a los que a ti se acogen a la vista de todos”.
Llucià Pou Sabaté
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