5ª semana, domingo A. Como Jesús, hemos de dar luz y vida almundo: “vosotros sois la sal de la tierra… vosotros sois la luz del mundo”
Lectura del Profeta Isaías 58,7-10. Esto dice el Señor: Parte tu pan con el hambriento, / hospeda a los pobres sin techo, / viste al que va desnudo, / y no te cierres a tu propia carne. / Entonces romperá tu luz como la aurora, / en seguida te brotará la carne sana; / te abrirá camino la justicia, / detrás irá la gloria del Señor.
Entonces clamarás al Señor / y te responderá. / Gritarás y te dirá: / «Aquí estoy.»
Cuando destierres de ti la opresión, / el gesto amenazador y la maledicencia, / cuando partas tu pan con el hambriento / y sacies el estómago del indigente, / brillará tu luz en las tinieblas, / tu oscuridad se volverá mediodía.
Sal 111,4-5. 6-7. 8a y 9. R/. El justo brilla en las tinieblas como una luz
En las tinieblas brilla como una luz / el que es justo, clemente y compasivo. / Dichoso el que se apiada y presta / y administra rectamente sus asuntos.
El justo jamás vacilará, / su recuerdo será perpetuo. / No temerá las malas noticias, / su corazón está firme, en el Señor.
Su corazón está seguro, sin temor, / reparte limosna a los pobres, / su caridad es constante, sin falta, / y alzará la frente con dignidad.
Lectura de la primera carta del Apóstol San Pablo a los Corintios 2,1-5. Hermanos: Cuando vine a vosotros a anunciaros el testimonio de Dios, no lo hice con sublime elocuencia o sabiduría, pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado. Me presenté a vosotros débil y temeroso; mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu, para que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios.
Lectura del santo Evangelio según San Mateo 5,13-16. En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: -Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente.
Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte.
Tampoco se enciende una vela para meterla debajo del celemín sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo.
Comentario: Ser sal, ser luz… ser fuente de vida, alegría, sabor a las comidas, para las vidas del prójimo, el caso de Teresa de Calcuta es un ejemplo de almas que se sienten mediadoras de la única Luz que realmente puede iluminar a los hombres, como es el caso de tantos catequistas, de tantos agentes de la Palabra, de tantos evangelizadores... que se sienten llamados a proclamar la Buena Noticia del Reino de Dios. Todos ellos, y otros muchos, sienten que sus vidas han sido iluminadas por la Luz de Cristo; y saben que su única posibilidad es convertirse en transmisores de esa Luz; la Luz de la esperanza que se mantiene contra toda esperanza, la Luz de la convicción nacida en el corazón de las apariencias adversas, la Luz de la bienaventuranza descubierta en la pobreza o en la persecución, la Luz del Dios Rey encontrada en la cruz en la que muere. Quizás es por eso que muchos, pasando de la paradojas, prefieren una luz "prêt-à-porter" y se encandilan con la primera luz que encuentran: luces de colores, luces de escaparates, luces de escenario, luces artificiales..., con tal que alumbren un poco, ¿qué más da?; pero, a la larga, antes o después, esas luces se debilitan, se apagan, acaban por no iluminar suficientemente al hombre; y entonces el hombre tiene que buscar por otros sitios... Afortunadamente nunca es demasiado tarde para encontrar la Luz de Dios; quien la busca sinceramente y sin querer ponerle condiciones, acaba por encontrarla; quien acepta que esa Luz ilumine su vida para verla con toda claridad, para verla tal y como es, con sus grandezas y sus miserias -porque cuando la Luz de Dios ilumina la vida del hombre, no hay posibilidad de engaño-, acaba por encontrarla. Pero, para que ese encuentro se produzca, hacen falta testigos, hacen falta hombres y mujeres que ya hayan encontrado esa Luz, se dejen inundar por ella y se conviertan en transmisores de esa Luz para los demás.
Hace pocas semanas hemos escuchado al profeta Isaías anunciar que el pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran Luz; y también hemos escuchado al evangelista San Juan lamentarse de que la luz vino a los suyos, pero los suyos no la recibieron. El problema es serio: La Luz se hizo presente en el mundo, pero las tinieblas no se han disipado totalmente; aunque será más exacto decir que las tinieblas no han querido disiparse; las tinieblas han preferido quedarse cómodamente instaladas en sus privilegios, en sus tesoros, en sus cuentas de ahorro, en sus palacios, en su "jet-set", en sus partidos, en sus negocios, en su "beautiful people". Y, sin embargo, las palabras de Jesús siguen sonando, claras y rotundas: "Nosotros somos la sal de la tierra, la luz del mundo". ¿Vamos a responder a las expectativas de Jesús?; ¿vamos a estar a la altura de las circunstancias?; ¿vamos a ser capaces de dar auténtica luz y verdadero sabor al mundo?; ¿vamos a ser capaces de resistir la tentación de volvernos "sal tonta" o "luz fatua"?
Muchos se presentan como la luz de nuestro mundo. No son pocos los que pretenden darse a sí mismos esa condición de sal y luz de los hombres. Políticos con vocación de salvadores, científicos con complejo de creadores; médicos con pretensiones de ser amos y señores de la vida y de la muerte, pensadores que se tienen por conocedores de todos los misterios del hombre, teólogos y hombres de Iglesia que se sienten poseedores y administradores de los misterios de Dios..., todos pretenden saber la verdad sobre todo lo humano y lo divino y, por tanto, creen estar capacitados para iluminar al resto de la humanidad (Luis Gracieta).
Señor, las cosas claras: ni soy sal ni soy luz. En realidad, soy un cristiano rutinario y soso. Como cristiano, ni siquiera ando por mí mismo. Son otros, más militantes los que me tienen que remolcar. Yo dejo que me lleven y, para mayor ironía, tengo la sensación de que les estoy haciendo un favor. Muchas veces, mi cristianismo es tan poco sentido que me aburre. Tú me pides que sirva de ejemplo para que los demás sepan cómo seguirte. Quieres que te siga de forma moderna con un estilo joven y atractivo. La verdad es que, en el fondo me gustaría ser así. Pero me falta motor y me sobra pereza. De todos modos, esta semana, voy a intentar vivir como sal y como luz. Te lo prometo (“Eucaristía 1993”).
1. Is 58,7-10. La primera lectura tiene hoy un especial vigor de concreción del evangelio. Es un no rotundo a la falsa piedad. Es una advertencia muy necesaria, ya que tendemos a establecer una dicotomía entre religión y vida. Convertimos la fe sólo en religión y, quedándonos en ésta, no hay relación con nuestro actuar. Es un hecho fácilmente constatable en nuestra vida personal. Y, socialmente, la reacción también se nota: cuando la predicación insiste en ideas similares a las de la primera lectura, fácilmente se le acusa de tergiversación de la verdad. No es otra cosa que un modo de excusarse o defenderse (cuando la verdad escuece, lo mejor es desprestigiar o destruir al que la proclama). Lo cierto es que el acceso a Dios ("Aquí estoy") es posible únicamente por el amor que se traduce en obras a favor del necesitado. La iluminación tiene lugar cuando el hombre no vive encerrado en sí mismo. Lo importante es "sentir" las necesidades y remediarlas. Quizá los creyentes hablamos mucho, hacemos declaraciones sobre derechos, pero el problema -queramos o no- es nuestra actuación social (sin triunfalismos ridículos y optando por una real eficacia, sin romanticismos). Necesitamos una notable clarificación en este aspecto, especialmente en una situación de deficiente educación social. Pero recordemos que la verdadera religiosidad requiere proyección en la vida. Eso molesta pero es condición para la conversión. En el proceso purificador entran las actitudes descritas por el profeta: compartir el pan, la hospitalidad, la apertura a los necesitados, desterrar toda opresión, desterrar la maledicencia (ancestral en ambientes religiosos): J. Guiteras.
El profeta, sin duda un discípulo del segundo Isaías, que habla a los de Jerusalén poco después del retorno del exilio, queda aquí invitado a interpelar a sus compatriotas. Efectivamente, a la hora de la reconstrucción de Jerusalén después de la catástrofe del destierro, el profeta se encuentra con cuatro dificultades grandes: una, la crisis de esperanza provocada por lo que tarda la salvación; otra, una depravación tenaz como en el culto de los ídolos; la tercera, una división exacerbada por las circunstancias, que lleva al odio entre hermanos; cuarta, un peligro nacido de la circunstancia concreta como es el posible desprecio de los extranjeros, los que se habían establecido en Israel durante el exilio. Por eso, toda reconstrucción debe tener, como uno de sus pilares, la dimensión social: no puede haber fe en el Dios de Israel sin la justicia del país. Principio claro y aplicable a nuestros días. La promesa de Dios es clara: la verdadera restauración vendrá cuando el creyente colabore en la restauración de su hermano. Esto está descrito, al igual que en Is 35,10, como una especie de procesión ritual: la justicia va delante, en medio el que obra según Dios y, al final, la gloria del Señor (v. 8). La disponibilidad de Dios en favor del que obra el bien se convierte en un signo salvador. No hay aquí ningún "quid pro quo"; el Señor hace su obra en favor del hombre sin otro mérito (Ez 36,22.32) que el de la colaboración. No puede quedar estéril la oferta de Dios. Es preciso meterse en el corazón del mundo para, por ese camino, encontrar al Señor (ver evangelio de hoy).
En el versículo 10 se recogen y amplían los mismos temas que en los anteriores versos. Pero aquí se añade un detalle: Dios no "premia" la buena acción: sería demasiado infantil; sino que Dios desata un nuevo proceso de misericordia. Es posible cumplir la alianza cuando haces que la vida del que vive en tu ciudad pueda ser justa y equilibrada. Mensaje para tiempos de fuertes crisis, las de entonces como las de ahora (“Eucaristía 1993”).
2. Salmo 111: Este salmo hacía parte de las ceremonias en que Israel renovaba su Alianza con Dios. Dos veces al año, el día de Pascua y el día de la Fiesta de los Tabernáculos, Israel se comprometía, una vez más a ser fiel a Dios y a su Ley... Una especie de "profesión de fe". Difícilmente podemos imaginarnos en nuestro mundo actual el clima de inseguridad en que vivían los antiguos pueblos. Las relaciones de "Alianza" de los pueblos débiles con sus vecinos poderosos eran entonces cuestiones de vida o muerte. Todas las relaciones inter-ciudades o inter-pueblos estaban regidas por un conjunto complejo de lazos de soberanía y de vasallaje en que el "pequeño" se sometía al más "fuerte" a cambio de la protección que éste le prometía. Los tratados de "Alianzas" hititas son muy conocidos en la historia. Sobre este modelo Israel concibió sus relaciones con Dios.
La realidad de la Alianza tenía entonces una extraordinaria carga de afectividad y seguridad: admirable pensar (¡qué audacia!) que el Todopoderoso se haya aliado "por amor" con el pueblo de Israel. ¡Qué responsabilidad también! El Dios con quien se hacía la Alianza no era un cualquiera, sino el Dios de la vida, el creador de la naturaleza y del hombre, cuyas "Leyes" se debían respetar. Tal es el tema de este salmo 111 anunciado desde los dos primeros versos: "¡Aleluya! ¡Bienaventurado el que teme al Señor y se deleita en su voluntad!". Este salmo 111, como el anterior, es un acróstico, ya que cada uno de los 22 versos comienza con una de las 22 letras del alfabeto hebreo: procedimiento nemotécnico para aprenderlo de memoria y al mismo tiempo procedimiento simbólico para significar la totalidad de la Ley. Esta sujeción literaria impone un cierto desorden en las ideas. No obstante hay que admirar el hecho de que la Ley se resume prácticamente en estos dos amores esenciales: "Amarás al Señor tu Dios... y a tu prójimo..."
A quien cumple estos dos mandamientos se le prometen tres formas de dicha: numerosa posteridad, prosperidad en los negocios materiales, inmunidad contra los ataques de la desgracia, de los malvados, de la mala fortuna... Aquí cabe una observación capital: hay una correspondencia entre los dos salmos que siguen (el 110 y el 111) y que son igualmente alfabéticos. El primero sólo habla de Dios (sujeto de todos los verbos), y el segundo sólo habia del "justo" (sujeto de casi todos los verbos). En esta forma se afirma con vehemencia que el fin de la Alianza entre Dios y el hombre es configurar éste a semejanza de Dios. A este respecto, observemos la audacia de algunas fórmulas, que no pueden ser fruto del azar:
"Su justicia permanecerá para siempre...": se trata de Dios. "Para siempre permanecerá su justicia": se trata del justo. "El Señor es clemente y compasivo...": "Definición de Dios". "El justo es clemente y compasivo...': "Definición del justo".
** La audaz "asimilación " entre Dios y el hombre que se somete a Dios no puede menos de hacernos pensar en Jesús, Hombre Dios, aunque el salmista no lo hiciera, como es obvio. El único "Justo" verdadero es Jesús, el Mesías.
Relacionando este salmo 111 y el Evangelio de San Mateo (5,14), la Iglesia, en el quinto domingo ordinario del año "A" nos invita a meditar precisamente sobre la "participación del hombre en la naturaleza divina", como lo dice también San Pedro (I Pedro 1,4). Jesús, iluminado por este salmo, dijo a sus discípulos: "Ustedes son la luz del mundo" después de haber dicho: "Yo soy la luz del mundo".
Releamos este salmo, poniéndolo en los labios de Jesús. ¿Quién mejor que El, "amó a plenitud la voluntad del Padre"? ¿Quién ha tenido una posteridad igual a la de Jesús? ¿Quién fue un enamorado de la Justicia, la ternura y la piedad? ¿Quién dio a los pobres más que El? ¿Quién fue "luz de los corazones rectos"? ¿Quién fue más "glorificado" que Jesús en su Resurrección? Por lo que hace al Impío, Principe de este mundo, que rechina los dientes ante la derrota, Jesús triunfa sobre él, mediante la Pascua (Juan 16,33), anuncio de la victoria final el Día Escatológico de Dios.
CON NUESTRO TIEMPO *** La búsqueda de la verdadera felicidad. A primera vista parece rudimentaria esta "felicidad" prometida aquí. Sin embargo, el hombre moderno también aspira a una vida de familia feliz, a un cierto éxito en sus empresas, a la tranquilidad de alguien protegido de la desgracia. ¿Por qué hacer algo raro de esas realidades? El hombre del pasado, en particular el judío, consideraba estos logros como un signo de respeto a la naturaleza de las cosas. Estas formas de felicidad no están "prohibidas". Dios no nos prohíbe ser "felices", al contrario, es su deseo que lo seamos: es la primera palabra del salmo y la primera de las Bienaventuranzas. Ahora bien, la felicidad más profunda no está en los "bienes materiales": hay una felicidad que nadie puede arrebatar al justo y es su "justicia" misma... Es decir, la felicidad de "compartir" de cumplir su deber, de " hacer correctamente" sus negocios, a riesgo de pobreza, en un mundo sin conciencia.
Ser un justo. Hay que comprender bien este concepto a riesgo de que degenere en cierto orgullo farisaico. El justo es un hombre "de acuerdo" con Dios, que "corresponde" perfectamente al proyecto del creador... Así como se dice "justo", de un zapato que se acomoda perfectamente al pie, ni demasiado grande ni demasiado pequeño... O del cálculo que es "justo", cuando corresponde a la verdad. Igualmente el hombre, es justo cuando se asemeja a la idea que Dios tiene de él, cuando se modela según Dios. Señor, Tú que eres el Amor, haz que nos asemejemos a Ti. Señor, Tú que eres luz, da a nuestras vidas el brillo de un día de verano. Señor, Tú que eres Santo, haz que busquemos la perfección en toda cosa.
Los dos mandamientos. El Antiguo Testamento, tuvo el gran mérito de unir estrechamente los deberes del hombre "hacia Dios" y los deberes del hombre "hacia el hombre". Jesús también resumió en el "amor" toda la conducta moral humana: "lo que hacéis al más pequeño de los míos, lo hacéis conmigo" (Mateo 25). En este salmo, que habla esencialmente de la Alianza con Dios, vemos ya resaltados los deberes sociales: "El justo jamás vacilará, reparte... a manos llenas, da al pobre...". Sí. Dios es el fiador de la dignidad humana y el promotor de la igualdad entre los hombres (Noel Quesson).
Recojo con atención reverente los rasgos que definen al hombre justo en las páginas de la Biblia y en los versos de este salmo: «El justo teme al Señor, ama de corazón sus mandatos, es clemente y compasivo, reparte limosna a los pobres, su caridad es constante».
La búsqueda de la perfección no ha de ser por necesidad complicada. La santidad está al alcance, y la justicia se encuentra en casa. Amor a los mandatos del Señor y compasión para ayudar al pobre. El sentido común vale aun para la vida espiritual, y la sencillez del buen sentir encuentra atajos donde la razón sofisticada se pierde entre discursos. Basta con ser un hombre bueno. Un hombre justo. El corazón sabe el camino, y la sabiduría elemental del espíritu se apresta a seguirlo con naturalidad. Ahí está el secreto.
A veces pienso que complicamos demasiado la vida espiritual. Cuando pienso en la cantidad de libros espirituales que he leído, cursos que he hecho, métodos que he seguido, prácticas que he adoptado... no puedo menos de sonreírme benévolamente a mí mismo y preguntarme si tenía necesidad de aprobar tantos exámenes para aprender a orar. Y la respuesta que me doy a mí mismo es que todos esos estudios religiosos son muy dignos y útiles, pero pueden también convertirse en obstáculo cuando me pongo de rodillas y trato de rezar. Para ser justo no se necesita todo eso. No hace falta leer el último libro de la moda espiritual para encontrar a Dios en la vida. Por ese camino sólo encontraré libros sobre Dios, pero no encontraré a Dios. Tengo que volver a la sencillez del espíritu y la humildad de la mente. Volver al amor a Dios y al prójimo. Volver a la oración vocal y a las plegarias que decía de niño. Volver a temer al Señor y a amar sus mandamientos. Volver a ser clemente y compasivo en medio de un mundo complicado y dificil. Volver a ser lo que Dios mismo llama, pura y simplemente, «un justo».
Muchas son las bendiciones que Dios acumula sobre la cabeza del justo: «Su linaje será poderoso en la tierra, en su casa habrá riquezas y abundancia; jamás vacilará, no temerá las malas noticias, su recuerdo será perpetuo». También son bendiciones sencillas para el hombre sencillo. Prosperidad en su casa y seguridad en su vida. Las bendiciones de la tierra como anticipo de las del cielo. El justo sabe que la mano de Dios le protege en esta vida, y espera, en confianza y sencillez, que le siga protegiendo para siempre. Justicia de Dios para coronar la justicia del justo. «¡Dichoso quien teme al Señorl» (Carlos G. Vallés).
3. 1Co 2, 1-5: Pablo es el hombre que confía en la fuerza del mensaje. No pone su punto de apoyo en la sabiduría humana, sino en el conocimiento de Cristo crucificado. Lo que resulta manifiesto, a través de la pobreza humana del apóstol, es el poder de Dios. Resulta primordial el conocimiento de Cristo crucificado. En el fondo la fe es la transmisión de una vivencia personal y comunitaria. La autenticidad del trato con el Señor es el pedestal de la verdadera predicación. Es real que nuestra fuerza -la única fuerza- es la fe vivida y vivida profundamente. Ésta da libertad, seguridad e independencia para testimoniar, frente a las situaciones más adversas, sin perder la esperanza ni ser víctimas de la decepción. La ciencia del Cristo crucificado es la que han poseído los santos a lo largo de la historia de la Iglesia. Incluso los más sabios humanamente han subordinado su saber a Cristo, se han dado siempre cuenta de que la sabiduría humana no tenía ningún valor comparada con el conocimiento de Dios. En los momentos actuales de exaltación del hombre, es bueno, de vez en cuando, reflexionar sobre la debilidad humana y mostrar los verdaderos valores (Juan Guiteras).
vv.1-2: La elocuencia y la sabiduría humanas no le van a la verdad desnuda de la cruz de Cristo. Pablo no quiso presentarse a los corintios hablando con palabras altisonantes y haciendo alarde de elocuencia. Les predicó sencillamentte a JC y a éste crucificado, sin triunfalismos.
v. 3: Pablo se presentó ante los corintios como un pobre hombre, débil y temeroso. Pero su debilidad prestaría el único y el mejor servicio al asunto de Jesús, evitando el equívoco y mostrando que no era la palabra avasalladora de un hombre culto, sino la fuerza de Dios lo que operaba en la predicación cristiana.
v. 5: Otros fueron a Corinto que deslumbraron con su elocuencia e hicieron discípulos (por ejemplo, Apolo, el brillante alejandrino). Pablo no quiso hacer discípulos suyos, ni deslumbrar a nadie, sino llevar a todos a la luz de Cristo. La fe no es auténtica si se apoya en la sabiduría humana y se rinde apasionadamente como adhesión a un maestro brillante. Sin embargo no confundamos a Pablo con un hombre primario que abogue por la superioridad de lo irracional, por la primacía del corazón en contra de la razón. Sus palabras se comprenden teniendo en cuenta las desviaciones gnósticas que se dieron en el seno de la comunidad de Corinto. Lo único que desea es salir al paso de estas desviaciones y de la pretensión de la sabiduría humana de llegar a desentrañar el misterio inaccesible de Dios (“Eucaristía 1987”).
Después de haber probado la superioridad del Evangelio sobre los sistemas de sabiduría (1 Cor. 1, 18-25), explica Pablo por qué no ha predicado una doctrina de sabiduría: realmente ha sido mucho mejor, puesto que ha presentado una base divina a las actitudes de los fieles.
Pablo no predica una doctrina de la sabiduría, sino que presenta un testimonio (v. 1). Ahora bien: el testimonio vale en razón de la calidad del acontecimiento que presenta y no en razón de la retórica con que va arropado. Las palabras del testigo son esencialmente relativas; su valor es extrínseco a ellas, al contrario de las palabras de sabiduría.
No obstante, Pablo parece haber realizado una selección en los sucesos de que da testimonio: ha insistido más en torno a la cruz que en torno a la soberanía de Cristo (v. 2), en torno a la humildad de Jesús que en torno a su sabiduría. No es que necesariamente haga esa misma diferenciación preferencial en todas las comunidades a las que evangeliza, pero sí la ha hecho en Corinto ("entre vosotros"), sin duda para evitar los equívocos a que hubiera podido dar lugar otra postura diferente.
Además, puesto que el testimonio vale tanto como el acontecimiento de que habla y no lo que pueda valer la calidad del orador, Pablo no tiene reparo en expresarse a pesar de su lenguaje pobre y balbuciente (v. 3). Después de haber tenido un fracaso en la acrópolis de Atenas (Act. 17, 16-34), muy bien podía temerse un fracaso permanente en Grecia. Sin embargo, un testigo debe aducir un mínimo de pruebas para apoyar sus afirmaciones. A pesar de todo, Pablo no las ha presentado conforme a una técnica oratoria, sino en forma de una demostración de talento y de poder (v.7). No se trata necesariamente de milagros propiamente dichos, sino seguramente de los carismas repentinos distribuidos entre la comunidad de Corinto y, sobre todo, del cambio operado en la vida de muchos de los miembros de su auditorio.
Si Pablo defiende con tanto ardor el testimonio de Cristo crucificado (v.2), quizá sea porque durante mucho tiempo la Cruz fue para San Pablo un fenómeno incomprensible. No podía admitir que el Mesías esperado fuese un Mesías crucificado. La visión del camino de Damasco le hizo descubrir repentinamente que el Crucificado es realmente Señor y que vive entre igualmente perseguidos, con el fin de incorporarlos a su gloria.
¿No se diría entonces Pablo que, si Dios había podido convertirle con tanta facilidad, a él que era un fariseo exaltado, con solo hacerle ver que la gloria era una locura tan incomprensible como la cruz, el mejor medio de convertir a los hombres podía consistir en tomar como ejemplo esa experiencia del camino de Damasco y en presentarles la locura de la cruz como camino de la gloria? Por eso el testimonio que el apóstol presenta al mundo responde a una experiencia esencial concreta: el misionero no convierte a los demás sino porque él mismo se ha convertido. De lo contrario, no es más que un propagandista o un publicista, y sus palabras no constituyen un testimonio (Maertens-Frisque).
Sabemos que Pablo no era precisamente un gran orador, ya que se le reprochaba su falta de elocuencia (cf. 2 Cor 19,10). Además, en tiempos de Pablo, la elocuencia era algo muy estimado entre los de cultura helenística.
Sin embargo, Pablo opone al prestigio de una palabra y de una sabiduría humanas la palabra y la sabiduría que vienen de Dios (2,4.7). A la sabiduría suficiente de la inteligencia humana, que se constituye en regla absoluta, se opone la sabiduría de Dios manifiesta en su propio actuar. Esta sabiduría, encarnada en Jesús, se ha manifestado a los cristianos de Corinto.
Naturalmente, la predicación de la cruz sería lo último que los hombres podrían aguardar: ocasión de escándalo en lugar de señal del poder de Dios, locura en lugar de sabiduría. Pero, una vez sobrepasada esta oscuridad y dada la adhesión de la fe, la cruz aparece como la realización suprema de la verdadera sabiduría y de ese poder de Dios. Aunque este camino no es fácil de andar.
La "manifestación del espíritu" no se refiere a ningún milagro (Hch 8 no lo menciona) sino más bien a la actividad del espíritu en Pablo y en los convertidos de Corinto (ver 14,25; 1 Tes 1,5). La obra cristiana no queda nunca estéril. Los que se lanzan por el camino de la fe, lo comprueban a diario.
Pablo rechaza decididamente los discursos de una sabiduría humana, que serían persuasivos por ellos mismos (v.4) y que harían de la fe una adhesión de orden puramente humano (v. 5). Su predicación es más bien una demostración del poder del espíritu que viene de Dios y requiere en consecuencia una adhesión de otro orden: la del espíritu. Pablo no ha evitado nunca la aspereza y la dosis de ilusión de este mensaje que predica, porque, al fin y al cabo él cree predicar la cruz de Cristo. Los corintios tienen que pensar que su fe solamente se basa en este radicalismo de la cruz. Si el cristiano no es radical, resulta algo deplorable (“Eucaristía 1993”).
Este capítulo, si bien repite ideas ya formuladas, contiene precisiones enriquecedoras y sugerentes, susceptibles de una interpretación actualizada y válida para todos los tiempos. San Pablo cita al profeta Isaías, el cual afirma que Dios revela a "sus amigos" realidades que quedan fuera de la comprensión y la ciencia de los hombres. La sabiduría de los hombres es fundamentalmente práctica, trata de resolver sus problemas inmediatos. Es posible que la humanidad no se haya esforzado nunca tanto como hoy por superar los obstáculos que su misma evolución le presenta día a día. La inteligencia de los hombres se aplica a una búsqueda constante, en el campo de la técnica y de la programación, para adelantarse a nuevos problemas. Digamos también que éste es, sin duda, el mejor uso que el hombre hace de sus propias facultades, y dejemos a un lado la actitud egoísta de tantos -quizá de la mayoría- que sólo se preocupan de sacar provecho personal de su trabajo y de su situación, reduciendo el mundo y sus problemas a sí mismos y a sus intereses. En este contexto, las palabras de Pablo tienen una fuerza insospechada: «El hombre de tejas abajo no capta las cosas del Espíritu de Dios, le parecen una locura» (v 14). El afán por lo inmediato puede acabar por cerrar al hombre dentro de sus angustiosos límites, haciéndole perder la visión amplia sobre su existencia. El Apóstol trata de situar a los cristianos en la perspectiva que Dios tiene de la existencia humana: «su designio secreto... sobre nuestra gloria» (7). Para quien acepta la dinámica de la historia de salvación, la vida está siempre abierta a la esperanza, aun cuando el momento presente deba vivirse con tensión. Pablo es consciente de que sólo el Espíritu de Dios puede realizar este cambio de categorías en lo más profundo del espíritu humano. Recordando a los corintios que cuando ha predicado el evangelio se ha movido siempre en esta dirección, les invita ahora a reconocer con gratitud el don de Dios, don que él llama «gracia». La «necedad de la predicación» puede salvar también hoy al hombre que se decide a creer (1,21) (A. R. Sastre).
4. Mt 5, 13-16: "Vosotros sois la sal de la tierra": Las dos parábolas de este texto parten de dos realidades, la sal y la luz, que en el mundo antiguo tenían la fama de ser imprescindibles. La primera comparación, la de la sal, es una exhortación a los discípulos como comunidad ("vosotros"), que pone de relieve la preocupación eclesial que tiene constantemente Mateo en su evangelio. Juntos, los discípulos han de ser sal de la tierra, han de salar la tierra. ¿Qué significado tiene la sal? Indica las funciones de purificación, de dar sabor, de conservar aquello perecedero, de dar valor, etc. Los sacrificios eran salados, al igual que los pequeños al nacer. Aplicado a los discípulos indica que con sus obras y su testimonio del Evangelio han de dar sabor y valor a la humanidad.
"Si la sal se vuelve sosa...": Aunque propiamente la sal no puede perder su sabor, aquí la imagen queda manipulada al servicio del contenido. Lo que los discípulos pueden perder es la capacidad de manifestar, con sus obras y su testimonio, el Evangelio. Esta posibilidad de fracaso se aplica a la imagen de la sal, subrayando que, de la misma manera que sería totalmente inútil una sal que no tuviera sabor, también lo sería la comunidad si no hiciese presente en el mundo las obras de la fe.
"Vosotros sois la luz del mundo": La segunda comparación gira en el mismo sentido que la anterior, pero subraya la necesidad de que las obras de la comunidad de los discípulos sean visibles por los demás hombres. La imagen de la luz nos recuerda la comunidad de los esenios que se autodenominaban "hijos de la luz", pero vivían apartados del resto del pueblo en la soledad del desierto.
La comunidad cristiana no tiene la luz únicamente como un bien interno, tiene que huir de tentaciones sectarias y esotéricas. Ha recibido la luz y tiene que manifestarla al mundo (J. Naspleda)
Ser la sal de la tierra es ser su elemento más precioso: sin la sal, la tierra no tiene ya razón de ser; con la sal, por el contrario, si sigue siendo sal, la tierra puede proseguir su vocación y su historia. La Iglesia que no es ya fiel a sí misma no solo se pierde, sino que deja al mundo sin salvador.
(...) Cada discípulo es luz en la medida en que sus acciones se convierten en signos de Dios para el mundo. El testimonio cristiano está, pues, dotado de visibilidad y responde a una exigencia misionera: no se santifica uno de manera puramente interior; no se encuentra uno dispersado en el mundo hasta el punto de perderse en él en la conformidad total con ese mundo o de olvidar el testimonio de la trascendencia (Maertens-Frisque).
Jesús habla a la muchedumbre desde una montaña. Acaba de proclamar un estilo de vida tan nuevo como chocante. Y lo ha hecho con autoridad divina. El es el mesías, el salvador. Por él vivimos la nueva y definitiva alianza con Dios. En esta perspectiva, quien dice "sí" con su vida a estas enseñanzas es sal y luz. Dos imágenes de lo que Dios quiere del cristiano en el mundo. La sal da valor y sabor a lo que toca. Para ello tiene que dejar el salero y disolverse en los alimentos. La luz también es para otro. Con ella se ve, se puede caminar. Ocultarla no tiene sentido. Así el cristiano, portador del don de Dios, no puede limitarse a gozarlo y vivirlo sólo él. Debe alumbrar y dar sabor al mundo. No por vanagloria o haciendo alarde de lo que posee, sino para que los demás, viéndolo, den gloria al Padre. El ejemplo más claro es el mismo Jesús, que siempre actuó poniendo su poder y enseñanzas al servicio de la gloria del Padre. Estas dos pequeñas parábolas, con preocupación eclesial, dirigidas a los que han escuchado las bienaventuranzas, señalan, pues, el valor de las obras en favor de los hombres... Los discípulos harán de la tierra entera una ofrenda o acción de gracias a Dios. La dificultad de que la sal químicamente no pueda perder su sabor (esta impropiedad de la imagen), pone de relieve la gravedad de lo que sucede, si los discípulos descuidan las obras: un aviso explícito para los que por la fe queremos hacer la obra de Dios (“Eucaristía 1993”). Llucià Pou Sabaté
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