Dia 31 de diciembre: séptimo dentro de la octava, balance de fin de año y de la vida
Lectura de la primera carta del apóstol san Juan 2, 18-21: Hijos míos, es el momento final. Habéis oído que iba a venir un Anticristo; pues bien, muchos anticristos han aparecido, por lo cual nos damos cuenta que es el momento final. Salieron de entre nosotros, pero no eran de los nuestros. Si hubiesen sido de los nuestros, habrían permanecido con nosotros. Pero sucedió así para poner de manifiesto que no todos son de los nuestros. En cuanto a vosotros, estáis ungidos por el Santo, y todos vosotros lo conocéis. Os he escrito, no porque desconozcáis la verdad, sino porque la conocéis, y porque ninguna mentira viene de la verdad.
Salmo 96: 1 - 2, 11 – 13: ¡Cantad a Yahveh un canto nuevo, cantad a Yahveh, toda la tierra, 2 cantad a Yahveh, su nombre bendecid! Anunciad su salvación día tras día, 11 ¡Alégrense los cielos, regocíjese la tierra, retumbe el mar y cuanto encierra; 12 exulte el campo y cuanto en él existe, griten de júbilo todos los árboles del bosque, 13 ante la faz de Yahveh, pues viene él, viene, sí, a juzgar la tierra! El juzgará al orbe con justicia, a los pueblos con su lealtad.
Comienzo del santo evangelio según san Juan 1, 1-18: En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, Al mundo vino, y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y grita diciendo: - «Éste es de quien dije: "El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo."» Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la Ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.
Comentario: El final del año resuena en nuestra celebración, hoy tenemos una perspectiva nueva del tiempo: desde el nacimiento de Jesús, que es "el principio y la plenitud de toda religión", dice la oración colecta; y el evangelio nos muestra a Jesús como punto de referencia único de la historia. Hoy podemos hablar de que todo nuestro tiempo, en la vida humana y en la fe, tiene un único centro y criterio: Jesús. Podemos dar gracias por el año que acaba, por la salvación que Dios nos ha continuado dando; y pedir perdón por lo que hay de "anticristo" en nosotros (1ª lectura): somos anticristos cuando tenemos criterios de "mentira", criterios que no son los de Jesús (Josep Lligadas).
1.- 1 Jn 2, 18-21. Los anticristos ya están a la puerta: hay motivos para vacilar, sin duda; pero los que se mantengan fieles pueden seguir sintiéndose seguros. Ellos son los que han recibido la Buena Noticia y los que han sido marcados con la unción. Por eso también han de ser ellos los que perseveren. Es la última hora. Los anticristos son todos los que niegan a Cristo, los que no le aceptan como Señor (2 Ts 2, 4). Dentro de la comunidad de los creyentes existe la terrible posibilidad de que sólo se pertenezca a ella de una manera puramente externa, i. e. no se vive del Espíritu de Cristo. Nos ha tocado vivir -por la misericordia de Dios- tiempos de escándalos, de dolorosas pérdidas y de sorprendentes fallos, allí donde menos se podían esperar. Hay momentos en que uno, viendo irse a éste o a aquél, tan entero, tan limpio y tan seguro, comienza a dudar de uno mismo. Uno quisiera en más de una ocasión ver claro. No queda otro camino que orar con humildad. "En cuanto a vosotros, estáis ungidos por el Santo y todos vosotros lo sabéis". Se dirige la carta a comunidades que atraviesan una crisis grave. En tiempo de crisis, las defecciones son inevitables… Jesús había anunciado esto con anterioridad, cuando dijo: «Si se os dice: "Mirad aquí está Cristo" o bien "Mirad, está allá", no lo creáis. Surgirán, en efecto, falsos-cristos y falsos-profetas, que harán signos y prodigios considerables, capaces de engañar, incluso, a los elegidos» (Mateo 24, 24). Sería peligroso que, partiendo de textos de esta clase, pretendiéramos, nosotros, hacer una separación entre los buenos y los malos, entre los fieles y los heréticos. Pero esas Palabras divinas nos colocan ante la realidad de la verdad, ante la realidad de nuestra pertenencia a la Iglesia. «De haber sido de los nuestros, se hubieran quedado con nosotros.» Roguemos por todos los que HOY, como en todo tiempo sienten la tentación de abandonar la Iglesia.
-En cuanto a vosotros estáis ungidos por el Santo, y todos vosotros lo sabéis. Del hecho de estar en "comunión" con la Iglesia, se derivan otros dos signos. -la vida sacramental, simbolizada por la «unción»... -la rectitud doctrinal, el «conocimiento»...
a) El sacramento no es un rito mágico y mecánico de pertenencia a Dios es: el reconocimiento de que «Dios actúa en nosotros». Es un «acto de Dios en nosotros». Por él, reconocemos que no podemos salvarnos a nosotros mismos: «el que es Santo os ha consagrado por la unción». No es el hombre quien se consagra. Es Dios el que le consagra. ¿Ee ésta mi actitud profunda de cara a los sacramentos? ¿Me pongo ante Dios como un pobre, humildemente? Características del falso-doctor, del falso-cristo, son: el orgullo, la suficiencia.
b) La Fe -el «conocimiento» de Dios- es el segundo signo de pertenencia a la Iglesia. La "fe" y el «sacramento» están vinculados uno al otro. -La fe da vigor y sentido al sacramento. El Espíritu es el que actúa y no el «gesto» externo: bautizar al que no tiene fe (salvo el caso de los niños en que la Iglesia exige la fe a los padres o padrinos) está prohibido y no tiene significado alguno... recibir la eucaristía sin tener fe sería un gesto vacío. -El sacramento da vigor a la fe: el signo exterior y visible, repetido en muchos sacramentos refuerza y alimenta la fe. En este último día del año me pregunto sobre mi actitud profunda respecto a la Iglesia... a los sacramentos... a la fe... ¡Señor, aumenta en nosotros la fe! (Noel Quesson).
Al final del segundo milenio había predicciones apocalípticas, también el “efecto milenio” tan temido en el mundo informático… al final no pasó nada de esto. Juan Pablo II fue preparándonos para la fecha, para entrar con Cristo en el tercer milenio, en unas ceremonias de gran belleza litúrgica, estética y teológica. Planteó para el nuevo milenio metas de santidad, que al acabar y comenzar un año es buen tiempo para hacer balance.
La noche de fin de año en Italia se solían tirar las cosas viejas, se llamaba la noche de San Silvestre y se arrojaban por la ventana los trastos inútiles. Es una noche de alegría y optimismo, de mirar el año que pasó, y mirar el año que vendrá. Pero puesto que también es tiempo de hacer balance, hay quien se deja llevar por las angustias del pasado (hay, si no hubiera hecho esta carrera, o esta elección; si hubiera hecho esta otra cosa...) y los miedos del futuro (¿y si me quedo sin trabajo, y si se cae la casa, y si...?). Todos podemos sentir en algún momento los remordimientos y los miedos, el que quiere preocuparse siempre encuentra motivos. Ante esto, habría que convencerse de que el pasado ya no existe, sólo ha quedado en la memoria como experiencia, y el futuro tampoco existe, sólo se nos ha sido dado el presente, y éste es el que hemos de vivir sin perdernos en esos miedos. Sólo existe el “aquí y ahora”, lo demás es previsión del futuro o recuerdo del pasado, y he de aprender a disfrutar el momento presente. Los días parecen los mismos, pero cada uno es único e irrepetible. Las grandes cosas y las pequeñas suceden un día y a una hora concreta.
Se cuenta de un hombre que se hallaba en el tejado de su casa durante una inundación y el agua le llegaba hasta los pies. Pasó un individuo en una canoa y le dijo: “-¿Quiere que le lleve a un sitio más alto? –“No, gracias -replicó el hombre-. He rezado a mi Dios, y él me salvará”. Pasó el tiempo y el agua le llegaba a la cintura. Entonces pasó por allí una lancha a motor. – “¿Quiere que le lleve a un sitio más alto?” – “No gracias, volvió a decir. Tengo fe en Dios y él me salvará”. Más tarde, cuando el nivel del agua le llegaba ya al cuello, llegó un helicóptero. –“¡Agárrese a la cuerda -le gritó el piloto-. Yo le subiré!” – “No, gracias. Tengo fe en el Señor y él me salvará”. Desconcertado, el piloto dejó a aquel hombre en el tejado. Pocas horas después ese pobre hombre moría ahogado y fue a recibir su recompensa y al presentarse a la presencia de Dios dijo: –“Señor, yo tenía total fe en que Tú me salvarías y me abandonaste. ¿Por qué?” A lo cual Dios replicó: -“¿Qué más querías? ¡Fuíste tú que no quisiste, yo te mandé una canoa, una lancha a motor y un helicóptero!”
A veces estamos ahogados u obsesionados por una cosa y la solución la tenemos al alcance de la mano, no nos enteramos y buscamos la felicidad de un modo equivocado en lugar de disfrutar con los que se nos da, y acomodarse a ello.
Hoy se valora mucho tener pocos años, y esto es un error, las edades de la vida van perfeccionándola, como decía Mac Arthur en 1945: “La juventud no es un periodo de la vida; es un estado del espíritu, un efecto de la voluntad, una calidad de la imaginación, una intensidad emotiva, una victoria del valor sobre la timidez, del gusto por la aventura sobre el amor por la comodidad”. Hay gente siempre joven y otros que con pocos años son viejos. ¿Cuál es la edad de un hombre?” Los calendarios, los relojes, las arrugas, las burbujas de champán de cada Nochevieja tejen cronologías extrañas que no coinciden con las fechas del alma. Hay hombres que no maduran, quienes les sorprende la vejez embriagados todavía en el vértigo de su frivolidad: tratan entonces de apurar la vida a grandes sorbos, a la búsqueda de lo que ya no volver nunca a ser. En cambio, otros no pierden nunca la admiración e ilusión del niño, y se enriquecen también con las etapas sucesivas de la vida. Hay un tiempo que se pierde y otro que se convierte en aquel “tesoro que no envejece", que es aprovechar el tiempo para amar.
A algunos les falta tiempo para todo, y al mismo tiempo sufren un gran aburrimiento. Para algunos un fin de año es sinónimo de ponerse a llorar, atragantarse con las uvas, que todas serán malas para ellos: ¡Se nos acaba el tiempo!, un acabarse que al final sea definitivo y total.
Para otros es bonito el paso del tiempo, es señal de madurez, y nos acerca a la eternidad. Ronald Reagan decía hace unos años este mensaje: “Mis queridos compatriotas americanos: Me han comunicado recientemente que soy uno de los millones de americanos que padecen el mal de Alzheimer. Por ahora me encuentro bien”, con ilusión para “compartir el viaje de la vida con mi querida Nancy durante los años que Dios quiera darme. Americanos: permítanme darles las gracias por haberme hecho el gran honor de haber podido estar a su servicio como Presidente suyo. Inicio ahora el viaje que me lleva al ocaso de mi vida. Sé que América compartirá también este anochecer. Muchas gracias, queridos amigos y que Dios les bendiga siempre”.
Dentro del misterio del tiempo hay un “crono” que es el paso sin más y un “kairós” que es el instante precioso, el encontrarse existiendo, el momento de “aquí y ahora” en el que si no tenemos lo que nos parece que es mejor para ser feliz al menos vamos a aprender a ser felices con lo que tenemos, con la esperanza de tenerlo todo un día, fruto de nuestra lucha para amar más. Y así, el mirar el año pasado será ocasión de balance: en primer lugar de las cosas positivas, que son muchas y no las conocemos todas: y daremos gracias a Dios. Son cosas a veces sentillas, pero que descuidamos, las cosas más importantes las consideramos a veces obvias, y así nos va...: ha salido el sol todos los días, hemos dormido, comido, bebido, pero sobre todo hemos hecho amistades, compartido amor, disfrutado de la risa y también agradecemos las lágrimas... todo es bendición. También hay cosas negativas: nuestro egoísmo, errores, limitaciones, que nos dan ocasión de pedir perdón, y pedir a Dios y a los demás más ayuda para mejorar, y así por la humildad, estos fallos sirven también para la maduración personal. Pero al hacer la suma no haremos como el borracho que ve la botella “medio vacía”, sino que la veremos “medio llena” porque vamos creciendo en la esperanza de que un día estará completamente llena, según la medida de nuestro amor.
Se planteba Juan Pablo II: “"Señor, ¿es este el tiempo?": ¡cuántas veces el hombre se hace esta pregunta, especialmente en los momentos dramáticos de la historia! Siente el vivo deseo de conocer el sentido y la dinámica de los acontecimientos individuales y comunitarios en los que se encuentra implicado. Quisiera saber "antes" lo que sucederá "después", para que no lo tome por sorpresa. También los Apóstoles tuvieron este deseo. Pero Jesús nunca secundó esta curiosidad. Cuando le hicieron esa pregunta, respondió que sólo el Padre celestial conoce y establece los tiempos y los momentos (cf. Hch 1, 6-7). Pero añadió: "Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos (...) hasta los confines de la tierra" (Hch 1, 8), es decir, los invitó a tener una actitud "nueva" con respecto al tiempo. Jesús nos exhorta a no escrutar inútilmente lo que está reservado a Dios -que es, precisamente, el curso de los acontecimientos-, sino a utilizar el tiempo del que cada uno dispone -el presente-, difundiendo con amor filial el Evangelio en todos los rincones de la tierra. Esta reflexión es muy oportuna también para nosotros, al concluir un año y a pocas horas del inicio del año nuevo.
"Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer" (Ga 4, 4). Antes del nacimiento de Jesús, el hombre estaba sometido a la tiranía del tiempo, como el esclavo que no sabe lo que piensa su amo. Pero cuando "el Verbo se hizo carne, y puso su morada entre nosotros" (Jn 1, 14), esta perspectiva cambió totalmente. En la noche de Navidad, que celebramos hace una semana, el Eterno entró en la historia, el "todavía no" del tiempo, medido por el devenir inexorable de los días, se unió misteriosamente con el "ya" de la manifestación del Hijo de Dios. En el insondable misterio de la Encarnación, el tiempo alcanza su plenitud. Dios abraza la historia de los hombres en la tierra para llevarla a su cumplimiento definitivo. Por tanto, para nosotros, los creyentes, el sentido y el fin de la historia y de todas las vicisitudes humanas están en Cristo. En él, Verbo eterno hecho carne en el seno de María, la eternidad nos envuelve, porque Dios ha querido hacerse visible, revelando el fin de la historia misma y el destino de los esfuerzos de todas las personas que viven en la tierra. Precisamente por eso en esta liturgia, mientras nos despedimos del año…, sentimos la necesidad de renovar, con íntima alegría, nuestra gratitud a Dios que, en su Hijo, nos ha introducido en su misterio dando inicio al tiempo nuevo y definitivo.
‘Te Deum laudamus; te Dominum confitemur’. Con estas palabras del antiguo himno elevamos a Dios la expresión de nuestra profunda gratitud por el bien que nos ha concedido a lo largo de los doce meses pasados. Mientras desfilan ante nuestros ojos los numerosos acontecimientos del año… es particularmente necesario tomar conciencia también de nuestras debilidades y de los momentos en que no hemos sido plenamente fieles al amor de Dios. Pidamos perdón al Señor por nuestras faltas y omisiones: ‘Miserere nostri, Domine, miserere nostri’. Sigamos abandonándonos con confianza a la bondad del Señor. Él no dejará de tener misericordia con nosotros y de ayudarnos a proseguir nuestro compromiso apostólico.
‘In Te, Domine, speravi: non confundar in aeternum!’ Confiamos y nos abandonamos en tus manos, Señor del tiempo y de la eternidad. Tú eres nuestra esperanza: la esperanza de Roma y del mundo, el apoyo de los débiles y el consuelo de los extraviados, la alegría y la paz de quien te acoge y te ama. Mientras termina este año y la mirada se proyecta ya al nuevo, el corazón se abandona con confianza a tus misteriosos designios de salvación. ‘Fiat misericordia tua, Domine, super nos, quaemadmodum speravimus in te’. Que tu misericordia esté siempre con nosotros: en ti hemos esperado. Sólo esperamos en ti, oh Cristo, Hijo de la Virgen María, dulce Madre tuya y nuestra”.
El tiempo trae cambios, a veces imprevisibles: ¿quién nos hubiera dicho, incluso después de la caída del muro de Berlín en 1989, que iba a desaparecer la Unión Soviética, que las estatuas de Lenin iban a ser demolidas, que las fronteras de los países del Este iban a entrar en un vertiginoso proceso de cambio, que la bandera roja con la hoz y el martillo iba a dejar de ondear sobre el Kremlin o sobre la recién inaugurada embajada rusa -tendríamos que haber dicho soviética- en Madrid? Pero hay mucha agresividad en el mundo, prevalece el tener sobre el ser, y domina aún la apariencia de la que se visten los hombres para tener importancia. Esta noche es nochevieja, “el último día del año. Frecuentemente, una mezcla de sentimientos —incluso contradictorios— susurran en nuestros corazones en esta fecha. Es como si una muestra de los diferentes momentos vividos, y de aquellos que hubiésemos querido vivir, se hiciesen presentes en nuestra memoria. El Evangelio de hoy nos puede ayudar a decantarlos para poder comenzar el nuevo año con empuje. «La Palabra era Dios (...). Todo se hizo por ella» (Jn 1,1.3). A la hora de hacer el balance del año, hay que tener presente que cada día vivido es un don recibido. Por eso, sea cual sea el aprovechamiento realizado, hoy hemos de agradecer cada minuto del año. Pero el don de la vida no es completo. Estamos necesitados. Por eso, el Evangelio de hoy nos aporta una palabra clave: “acoger”. «Y la Palabra se hizo carne» (Jn 1,14). ¡Acoger a Dios mismo! Dios, haciéndose hombre, se pone a nuestro alcance. “Acoger” significa abrirle nuestras puertas, dejar que entre en nuestras vidas, en nuestros proyectos, en aquellos actos que llenan nuestras jornadas. ¿Hasta qué punto hemos acogido a Dios y le hemos permitido entrar en nosotros? «La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (Jn 1,9). Acoger a Jesús quiere decir dejarse cuestionar por Él. Dejar que sus criterios den luz tanto a nuestros pensamientos más íntimos como a nuestra actuación social y laboral. ¡Que nuestras actuaciones se avengan con las suyas! «La vida era la luz» (Jn 1,4). Pero la fe es algo más que unos criterios. Es nuestra vida injertada en la Vida. No es sólo esfuerzo —que también—. Es, sobre todo, don y gracia. Vida recibida en el seno de la Iglesia, sobre todo mediante los sacramentos. ¿Qué lugar tienen en mi vida cristiana? «A todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1, 12). ¡Todo un proyecto apasionante para el año que vamos a estrenar!” (David Compte). Las cosas que sí tienen importancia son la vida humana y sobrenatural, y nuestra actitud podría ser en estos días:
a) acción de gracias por la vida. Las lecturas de hoy nos invitan a la alegría: ¿con qué mejor noticia podemos terminar el año que con la que nos da el evangelio de hoy: que los que creemos en Cristo Jesús somos hijos de Dios, nacidos del mismo Dios? Porque el Hijo de Dios se ha hecho hermano nuestro, nosotros somos hermanos de él y entre nosotros, y a la vez hijos del mismo Padre del cielo, llenos de la gracia de Jesús, iluminados con su luz y fortalecidos con su vida. En la Eucaristía de hoy podemos dar gracias a Dios por todos los beneficios que hemos recibido de él a lo largo del año, sobre todo por habernos hecho hijos en el Hijo y hermanos los unos de los otros. Y a la vez deberemos pedirle perdón por nuestros fallos, en el acto penitencial de la misa, o con el sacramento de la reconciliación, porque seguramente en el camirio recorrido habrá luces y sombras, éxitos y fracasos, porque nunca acabamos de acoger a Cristo plenamente en nuestra vida y más de una vez nos habrá resultado más fácil seguir los caminos de este mundo que los evangélicos que él nos enseña. Hemos finalizado otro año más de nuestra vida. Y la vida es un don y un regalo de Dios, por el que debemos dar gracias: sentir la vivencia de ver nuestra propia vida como un regalo que Dios nos ha hecho. Cada uno de nosotros es una casualidad desde el punto de vista genético. Me viene a la memoria la conocida película ¡Qué bello es vivir! Hay momentos en la vida en que nos puede parecer que nuestra existencia carece de sentido y nos hace falta preguntarnos y sentir qué distinta hubiera sido la vida de los otros, si yo no hubiera existido, si yo ya no viviese. Formamos parte de un tejido de relaciones y afectos que configuran la verdadera trama de la vida. Y esta vida es don de Dios: a él le damos gracias porque hemos vivido un año más, regalo del Dios amigo de los hombres y amigo de la vida. Si queréis podemos repetir la conocida canción: «Gracias a la vida, que me ha dado tanto».
b) La segunda actitud es la de pedir perdón por nuestras limitaciones y debilidades en el año que termina. Terminar el año y empezar otro en el ambiente de la Navidad, nos invita a pensar en la marcha de nuestra vida, cómo estamos respondiendo al plan salvador de Dios. Para que no vayamos adelante meramente por el discurrir de los días, atropellados por el tiempo, sino dueños del tiempo, conscientes de la dirección de nuestro camino. Es bueno que terminemos lúcidamente el año. Navidad es luz y gracia, pero también examen sobre nuestra vida en la luz. Cada uno hará bien en reflexionar en este último día del año si de veras se ha dejado poseer por la buena noticia del amor de Dios, si está dejándose iluminar por la luz que es Cristo, si permanece fiel a su verdad, si su camino es el bueno o tendría que rectificarlo para el próximo año, si se deja embaucar por falsos maestros. En este discernimiento nos tendríamos que ayudar los unos a los otros, para distinguir entre lo que es sano pluralismo y lo que es desviación, entre lo que obedece al Espíritu de Cristo o al espíritu del mal. Cada uno de nosotros ha recibido un número de talentos y todos sabemos que no los hemos hecho rendir todo lo que hubiéramos podido. Pero no se trata de agudizar sentimientos de culpabilidad. Martín Buber escribía que «la gran culpa del hombre no es el pecado que comete -la tentación es poderosa y las fuerzas pequeñas-. La gran culpa del hombre consiste en que en todo momento puede convertirse y no lo hace». Si lo de «año nuevo, vida nueva» no es verdad entre los hombres -ya que nos parece que no existe posibilidad de cambio en las personas conocidas-, sí es verdad ante Dios: ante él siempre puedo comenzar a escribir mi vida de un modo mejor, más humano, más cristiano. Es lo que decía san Pablo a la comunidad de Filipos: «Me olvido de lo que queda detrás y me lanzo hacia lo que queda delante»; me olvido de lo sucedido en este año que ha terminado, porque lo que tengo entre manos es ya el que inicia ahora. Siempre podemos decir que «aun después de una mala cosecha, se debe sembrar de nuevo» (Reinhold Schneider). Al hacer examen es fácil que encontremos, en este año que termina, omisiones en la caridad, escasa laboriosidad en el trabajo profesional, mediocridad espiritual aceptada, poca limosna, egoísmo, vanidad, faltas de mortificación en las comidas, gracias del Espíritu Santo no correspondidas, intemperancias, malhumor, mal carácter, distracciones voluntarias en nuestras prácticas de piedad... Son innumerables los motivos para terminar el año pidiendo perdón al Señor, haciendo actos de contrición y desagravio.
c) La tercera actitud es la de saber que tengo una misión que cumplir en este año que hoy comienza. El mismo Martin Buber decía que «todos estamos llamados a llevar algo a plenitud en el mundo». Fácilmente creemos que los únicos que tienen una misión son los importantes: los que fueron protagonistas del descubrimiento de América o los que la prensa recogía en estos días de resúmenes de los acontecimientos del año, pero lo “importante”, ¿qué es? Quizá es que: «siempre espera en alguna parte un niño para que le consueles y le ames. Siempre espera en alguna parte un hombre al que puedes darle una esperanza nueva. Siempre espera en alguna parte un dolor para que muera en tu amor. Siempre espera en alguna parte tu Dios, que te pide tu amor» (Daniela Krein). Siempre espera en alguna parte alguna misión que tengo que realizar. Hoy podemos decir, al comenzar este año, cargado de promesas y expectativas, como ciudadanos de un mundo que ha dejado de ser inamovible, que «Dios se atreve a darte la vida; atrévete tú a vivir la vida con él. Dios se atreve a regalarte este día, este año; atrévete tú a tomarlo y a troquelarlo para él» (Saturnin Pauleser; ideas de Javier Gafo).
3.- Jn 1,1-18. Es un himno cristológico muy antiguo, precioso. Juan, a diferencia de Lucas y Mateo, no pone el origen de Jesucristo directamente relacionado con un "nacimiento maravilloso (Mt 1,18-25), ni se remonta al primer Adán (Lc 3,38) sino que afirma el origen de Jesucristo en Dios mismo". La presentación teológica que Juan nos hace de Cristo nos lleva al mayor nivel de profundidad en nuestra celebración de la Navidad: - estaba junto a Dios, era Dios desde toda la eternidad, - era la Palabra viviente de Dios, la luz, la vida: y por él fueron hechas todas las cosas, - un profeta, Juan Bautista, fue enviado por Dios como precursor y testigo de la luz, para preparar sus caminos, - y al llegar la plenitud del tiempo, el Verbo, la Palabra que existía antes, se hizo hombre, se encarnó, y acampó entre nosotros, para iluminar con su luz a todos los hombres, - pero los suyos no le recibieron, vino a su casa y no le reconocieron; siempre la contradicción que anunciara Simeón: el contraste entre la luz y las tinieblas, - eso sí: los que creyeron en él, los que le acogieron, han recibido gracia sobre gracia, lo más grande que pueden pensar: el ser hijos de Dios, nacidos del mismo Dios. Es la mejor teología de la Navidad, y a la vez el mejor estímulo para una vida cristiana llena de valores positivos.
La carta de Juan Pablo II convocando al Jubileo del año 2000 empieza y termina con la misma cita de la carta a los Hebreos: «Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 13,8). Dios, por la encarnación de su Hijo, se ha introducido en la historia del hombre para redimirnos y comunicarnos su propia vida. Eso es lo que ha dado sentido a toda la historia y al correr de los años, que ha quedado impregnado de la presencia de Cristo Jesús.
«Has establecido el principio y la plenitud de toda religión en el nacimiento de tu Hijo Jesucristo» (oración)… «Cantad al Señor, bendecid su nombre, proclamad día tras día su victoria, alégrese el cielo, goce la tierra» (salmo: J. Aldazábal).
“El Evangelio de Juan se nos presenta en una forma poética y parece ofrecernos, no solamente una introducción, sino también como una síntesis de todos los elementos presentes en este libro. Tiene un ritmo que lo hace solemne, con paralelismos, similitudes y repeticiones buscadas, y las grandes ideas trazan como diversos grandes círculos. El punto culminante de la exposición se encuentra justo en medio, con una afirmación que encaja perfectamente en este tiempo de Navidad: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros» (Jn 1,14). El autor nos dice que Dios asumió la condición humana y se instaló entre nosotros. Y en estos días lo encontramos en el seno de una familia: ahora en Belén, y más adelante con ellos en el exilio de Egipto, y después en Nazaret. Dios ha querido que su Hijo comparta nuestra vida, y —por eso— que transcurra por todas las etapas de la existencia: en el seno de la Madre, en el nacimiento y en su constante crecimiento (recién nacido, niño, adolescente y, por siempre, Jesús, el Salvador). Y continúa: «Hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Ibidem). También en estos primeros momentos, lo han cantado los ángeles: «Gloria a Dios en el cielo», «y paz en la tierra» (cf. Lc 2,14). Y, ahora, en el hecho de estar arropado por sus padres: en los pañales preparados por la Madre, en el amoroso ingenio de su padre —bueno y mañoso— que le ha preparado un lugar tan acogedor como ha podido, y en las manifestaciones de afecto de los pastores que van a adorarlo, y le hacen carantoñas y le llevan regalos. He aquí cómo este fragmento del Evangelio nos ofrece la Palabra de Dios —que es toda su Sabiduría—. De la cual nos hacer participar, nos proporciona la Vida en Dios, en un crecimiento sin límite, y también la Luz que nos hace ver todas las cosas del mundo en su verdadero valor, desde el punto de vista de Dios, con “visión sobrenatural”, con afectuosa gratitud hacia quien se ha dado enteramente a los hombres y mujeres del mundo, desde que apareció en este mundo como un Niño” (Ferran Blasi).
Mañana es la Maternidad de María, con ella comenzamos el año. Es lógico que en estas fiestas de Navidad, donde recordamos el nacimiento de Jesús en Belén, hagamos, en su octava, un parón especial para contemplar a María, que es Madre de Dios, porque Jesús, que es su hijo, es Dios. Ha sido un logro de la Liturgia renovada del Concilio Vaticano II el incluir esta fiesta dentro de la Navidad. Antes se celebraba el día 11 de octubre, pero es mucho más congruente que se celebre dentro de la Navidad, porque el nacimiento de Jesús y la maternidad divina son aspectos de un mismo hecho. Todo nacimiento de un hombre supone una madre que lo engendra. Es decir, la filiación y la maternidad son las dos relaciones que constituye el acto generador. Por ello S. Pablo, en la primera lectura nos dirá: al llegar la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley. Donde hay un hijo, hay siempre una madre. Jesús no apareció de pronto en la tierra venido del cielo, sino que se hizo realmente hombre, como nosotros, tomando nuestra naturaleza humana en las entrañas purísimas de María. Jesús, en cuanto Dios, es engendrado desde toda la eternidad por Dios Padre; en cuanto hombre, es concebido y ha nacido de una mujer, excelsa, pero al fin y al cabo, una hija de Eva. S. Cirilo de Alejandría resume esta doctrina: “Me extraña en gran manera que haya alguien que tenga alguna duda de si la Santísima Virgen ha de ser llamada Madre de Dios. Si nuestro Señor Jesucristo es Dios ¿por qué razón las Santísima Virgen, que lo dio a luz, no ha de ser llamada Madre de Dios? Esta es la fe que nos ha transmitieron los discípulos del Señor, aunque no emplearon esta misma expresión. Así nos lo han enseñado también los Santos Padres”. La maternidad divina es el hecho esencial que ilumina toda la vida de María y el fundamento de todos los privilegios con que Dios ha adornado a la Virgen. Hoy recordamos y veneramos el misterio por el que María, por obra y gracia del Espíritu Santo, y sin perder la gloria de su virginidad, ha engendrado y ha dado a luz al Verbo encarnado. Hoy es un buen día sobre todo para agradecer al Señor de la mano de María el año que termina y la perseverancia en querer seguirle, y pedirle la gracia de la perseverancia en el año que empieza: pedirle fidelidad a nuestra vocación cristiana, en una lucha viva y esperanzada, como decía S. Josemaría: “Un año que termina -se ha dicho de mil modos, más o menos poéticos-, con la gracia y la misericordia de Dios, es un paso más que nos acerca al Cielo, nuestra definitiva Patria. Al pensar en esta realidad, entiendo muy bien aquella exclamación que San Pablo escribe a los de Corinto: tempus breve est!, ¡qué breve es la duración de nuestro paso por la tierra! Estas palabras, para un cristiano coherente, suenan en lo más íntimo de su corazón como un reproche ante la falta de generosidad, y como una invitación constante para ser leal. Verdaderamente es corto nuestro tiempo para amar, para dar, para desagraviar. No es justo, por tanto, que lo malgastemos, ni que tiremos ese tesoro irresponsablemente por la ventana: no podemos desbaratar esta etapa del mundo que Dios confía a cada uno”. A las vírgenes necias "les faltó generosidad para cumplir acabadamente lo poco que tenían encomendado. Quedaban en efecto muchas horas, pero las desaprovecharon... Acude conmigo a la Madre de Cristo. Madre nuestra, que has visto crecer a Jesús, que le has visto aprovechar su paso entre los hombres: enséñame a utilizar mis días en servicio de la Iglesia y de las almas; enséñame a oír en lo más íntimo de mi corazón, como un reproche cariñoso, Madre buena, siempre que sea menester, que mi tiempo no me pertenece, porque es del Padre nuestro que está en los cielos”. Llucià Pou Sabaté
sábado, 31 de diciembre de 2011
viernes, 30 de diciembre de 2011
LA SAGRADA FAMILIA, ciclo B: Dios inaugura en Jesús una familia, no hecha de la biología sino del Espíritu: la Sagrada Familia es la cuna de la Iglesi
LA SAGRADA FAMILIA, ciclo B: Dios inaugura en Jesús una familia, no hecha de la biología sino del Espíritu: la Sagrada Familia es la cuna de la Iglesia, y a esta familia pertenecemos.
Lectura del libro del Eclesiástico 3,3-7. 14-17a.: Dios hace al padre más respetable que a los hijos y afirma la autoridad de la madre sobre la prole. El que honra a su padre expía sus pecados, el que respeta a su madre acumula tesoros; el que honra a su padre se alegrará de sus hijos, y cuando rece, será escuchado; el que respeta a su padre tendrá larga vida, al que honra a su madre el Señor le escucha. Hijo mío, sé constante en honrar a tu padre, no lo abandones, mientras viva; aunque flaquee su mente, ten indulgencia, no lo abochornes, mientras seas fuerte. La piedad para con tu padre no se olvidará, será tenida en cuenta para pagar tus pecados; el día del peligro se te recordará y se desharán tus pecadoscomo la escarcha bajo el calor.
Salmo 127,1-2.3,4-5: R/. ¡Dichoso el que teme al Señor, y sigue sus caminos!
¡Dichoso el que teme al Señor, y sigue sus caminos! / Comerás del fruto de tu trabajo, serás dichoso, te irá bien. / Tu mujer, como parra fecunda, / en medio de tu casa; / tus hijos, como renuevos de olivo, / alrededor de tu mesa. / Esta es la bendición del hombre / que teme al Señor: / Que el Señor te bendiga desde Sión, / que veas la prosperidad de Jerusalén / todos los días de tu vida.
Lectura de la carta del Apóstol San Pablo a los Colosenses 3,12-21. Hermanos: Como pueblo elegido de Dios, pueblo sacro y amado, sea vuestro uniforme: la misericordia entrañable, la bondad, la humildad, la dulzura, la comprensión. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos, cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada. Que la paz de Cristo actúe de árbitro en vuestro corazón: a ella habéis sido convocados, en un solo cuerpo. Y sed agradecidos: la Palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; exhortaos mutuamente. Cantad a Dios, dadle gracias de corazón, con salmos, himnos y cánticos inspirados. Y todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre de Jesús, ofreciendo la Acción de Gracias a Dios Padre por medio de él. Mujeres, vivid bajo la autoridad de vuestros maridos, como conviene en el Señor. Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas. Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que eso le gusta al Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan los ánimos.
Lectura del santo Evangelio según San Lucas 2,22-40 (el texto entre [ ] puede omitirse por razón de brevedad). Cuando llegó el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor [(de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor») y para entregar la oblación (como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones»). Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que aguardaba el Consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu Santo, fue al templo. Cuando entraban con el Niño Jesús sus padres (para cumplir con él lo previsto por la ley), Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones, y gloria de tu pueblo, Israel.
José y María, la madre de Jesús, estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo diciendo a María, su madre: —Mira: Este está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten, será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti una espada te traspasará el alma.
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana: de jovencita había vivido siete años casada, y llevaba ochenta y cuatro de viuda; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel.] Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.
Comentario: Es una fiesta (domingo dentro de la octava de navidad) relativamente joven (celebración opcional en 1893, muy popular en el siglo XIX, sobre todo en Canadá. El papa León XIII lo promovió muchísimo). Hoy tiene un papel especial, en tiempos en que las fuerzas secularizantes son una amenaza clara para la familia. Pablo VI llama resalta un aspecto de la encarnación, en relación con la vida familiar de Cristo en Nazaret: "Sobre todo aquí se hace patente la importancia de tener en cuenta la pintura general de su vida entre nosotros, con su concreto entorno de lugar, tiempo, costumbres, lengua, práctica religiosa". Dios se hizo hombre, trabajador, carpintero e hijo de carpintero, nazareno, cuyos padres eran conocidos en aquel lugar. Le reconocemos como verdadero hombre, pero no perdemos de vista jamás su naturaleza divina. Efectivamente, "adoramos al hijo del Dios vivo que se hizo Hijo en una familia humana". Navidad es un tiempo hogareño, familiar. Y esto tiene una importancia religiosa y psicológica: necesitamos volver a los orígenes, a las raíces, a la familia de cuando en cuando. En el plano espiritual hacemos esto en nuestras celebraciones litúrgicas, renovando nuestros "orígenes sagrados" cuando celebramos el nacimiento de nuestro Señor. La cueva, el pesebre..., allí comenzó todo. Pero el hogar fue el entorno en el que aprendimos la fe por primera vez. Para los judíos de otros tiempos era una obligación sagrada la de volver al hogar y a la familia. Toda la noción del Año Jubilar da testimonio de esto: "Cada uno de vosotros recobrará su propiedad, cada uno de vosotros se reintegrará a su clan" (Lev 25,10). De esta manera, la navidad es una especie de celebración de familia en el plano humano y en el espiritual. El Antiguo Testamento da testimonio de un elevadísimo ideal de vida familiar en el pueblo judío. Aparece claramente esto en la primera lectura de la misma, tomada del Levítico (3,2-14), que destaca la virtud del amor y de la obediencia filiales. Indudablemente, san Pablo se inspiró en este y en otros textos similares cuando escribió de comunidad y de vida familiar en el Señor. En el Oficio de lecturas tenemos su tratado del capítulo 5 de Efesios, donde habla del amor y de la fidelidad conyugales, de la obediencia mutua, del deber de los hijos para con los padres y de éstos para con aquéllos. La segunda lectura de la misa, tomada del capítulo 3 de la carta a los de Colosas, ofrece un bello ideal no sólo de vida familiar, sino de vida comunitaria en general. La vida familiar es un valor importantísimo, pero no absoluto. Jesús buscó ante todo la voluntad de su Padre. Los lazos familiares estaban subordinados a la misión que él había recibido del Padre. Las lecturas evangélicas para el ciclo trienal aluden de una forma un tanto inquietante a lo que espera a Jesús y a sus padres: él será mal interpretado y perseguido, será "signo de contradicción", y una espada de dolor atravesará el corazón de su madre. "¿No sabíais que debo ocuparme en las cosas de mi Padre?" Y llegará el momento en que Jesús abandone el hogar y a sus padres para adoptar la vida incómoda de un predicador itinerante, sin hogar y sin un lugar donde reclinar su cabeza. No deja de amar a sus padres ni rompe todos los lazos y relaciones con el hogar, pero tiene que distanciarse de la vida segura circunscrita a Nazaret, a fin de entregarse por completo a su misión. Había que establecer nuevas relaciones que trascendieran el parentesco puramente humano. Jesús mismo llegaría a declarar que sus padres y sus hermanos eran los que hacían la voluntad de su Padre. Los seguidores de Jesús están llamados también a dejar la seguridad del hogar y de la familia, a sacrificar todo aquello que es lo más deseable desde una perspectiva humana. Ese es el contenido de toda vocación religiosa o de una vocación que encierra una llamada concreta a seguir a Cristo y a servir a sus hermanos. Es necesario que nos perdamos a nosotros mismos para encontrarnos. Hay que ampliar el horizonte de nuestra familia para abrazar a todos los hombres y mujeres. Esto no significa un frío distanciamiento de nuestra propia parentela, sino la no esclavización en el apego a ellos. Jesús no se distanció de su madre, pues ella le acompañó hasta el final. Nosotros no dejamos o abandonamos a nuestros padres o familiares, sino que establecemos una relación nueva y más profunda con ellos. Porque el Señor, complacido en nuestro sacrificio, nos devolverá, en una forma más profunda y bella, a nuestros padres, hermanos, hermanas y amigos (Vincent Ryan).
1. Si 3,3-7.14-17a. Unos dos siglos antes de Cristo comenzó en Palestina la helenización de las ideas y las costumbres, proceso favorecido por la moda de la clase dirigente, más tarde impuesto por la política de Antíoco Epífanes (175-173). Ben Sirá, el autor del Eclesiástico, se preocupa por todo esto, especialmente de la educación de la juventud y la familia, que siempre ha sido el baluarte de las tradiciones de un pueblo: la obediencia, el respeto a los mayores, la solicitud por los padres que se encuentran en necesidad y confiere a dichas virtudes un valor religioso; hay que aplicar el plan divino a cada momento, hoy vemos necesario acentuar también el respeto que merecen los hijos a los padres y la igualdad de la mujer frente a su marido. Por otra parte, los cristianos debemos acordarnos de la relativización que hizo Jesús de los vínculos familiares en atención a la mayor estima de la nueva solidaridad de los hombres creada por el Evangelio. La familia de Dios está por encima de toda familia meramente humana (“Eucaristía 1986”). El cuarto de los diez mandamientos era muy remarcado en el judaísmo tardío (Prov 19, 26; Rut 1, 16; Tob 4, 3-4), tal como está en la Ley: "Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra, que Yahveh tu Dios te va a dar" (Ex 20, 12). El anciano Tobías se dirige a su hijo en estos términos: "honra a tu madre y no le des un disgusto en todos los días de tu vida; haz lo que le agrade y no le causes tristeza por ningún motivo. Acuérdate, hijo, de que ella pasó muchos trabajos por ti cuando te llevaba en su seno" (Tb 4,3-4). Según el Eclesiástico, existen varias maneras de borrar los efectos del pecado. Por supuesto, los sacrificios del templo, pero también la limosna (3,30), perdonar a los demás (28,2), ayunar (34,26), evitar el mal (35,3) y la piedad hacia los padres: El que respeta a su madre, acumula tesoros. Tanto aquí como en 1 Tim 6, 19, el verbo "atesorar" se emplea en sentido metafórico, para designar ese cúmulo de buenas obras y de méritos que son fuentes de recompensas (Comentarios, Edic. Marova). En alguna visión judía las tablas de la Ley se dividen en 5 mandamientos dirigidos a Dios y 5 últimos para otros bienes; entre los que se refieren a Dios está el amor a los padres, y es lógico que veamos en ellos especialmente lo que es propio de la persona, ser imagen de Dios. Existen muchas razones humanas para honrar a los padres ya que su vida se perpetúa en la de los hijos, pero el texto insiste más en las razones religiosas: nos transmiten la vida que es don divino, siendo ellos los continuadores de su obra creadora y salvadora. Además el honrar a los padres es fruto del temor a Dios (v. 8), principio y raíz, corona y plenitud de toda sabiduría. Sólo el que teme a Dios, es decir el que se entrega a Dios con un amor real e incondicional, es capaz de valorar, en toda su profundidad, el papel insustituible de los padres. Con su haber, los padres reflejan la paternidad divina. Otros muchos textos bíblicos hablan de los padres: "corona de los ancianos son los nietos, honra de los hijos son los padres" (Pr 17,6), "escucha al padre que te engendró, no desprecies la vejez de tu madre" (Pr 23,22), "hijo mío, no abandones a tu padre mientras viva; aunque chochee, ten indulgencia, no lo abochornes mientras viva" (Si,3,12s), "honra a tu padre... y no olvides los dolores de tu madre, recuerda que ellos te engendraron, ¿qué les darás por lo que te dieron?" (Si 7,27s). Nuestra sociedad occidental progresa en conocimientos, pero no practica la sabiduría oriental: cariño a los mayores, hospitalidad, escucha atenta de su experiencia... Las palabras de los mayores son, como diría Pr 18,4 "... agua profunda, arroyo que fluye, manantial de sensatez" (A. Gil Modrego).
Nuestro cuarto mandamiento (el quinto del decálogo) reza así: "Honra a tu padre y a tu madre". El maestro, asumiendo el papel de padre, instruye al discípulo sobre sus obligaciones con los padres. Aquí, padre y madre son intercambiables (lo que se afirma puede decirse del uno y del otro). Ambos nos transmiten la vida, que es don de Dios. Gracias a esta vida, la historia del pueblo de Dios puede seguir su curso (de ahí la importancia de las genealogías en la biblia). Dios es la fuente de esta vida que transmiten los padres. No darles el honor debido es una ofensa grave contra el Creador. Honra y respeto, los dos términos repetidos, son el mandato que trata de inculcar el maestro al discípulo: conceder a los padres toda la importancia que ellos tienen, sobre todo en los días aciagos de la vejez. Y no sólo de palabras, sino también de obra. Honrar a los padres es fruto del temor de Dios, principio y raíz, corona y plenitud de toda sabiduría. El temor a Dios es ese sentido religioso que impulsa al hombre a guardar los mandamientos y rechazar el pecado. Por eso los que honran a sus padres expían sus pecados y obtienen toda clase de bendiciones. Por transmitirnos la vida, los padres son la imagen de un Dios padre (“Eucaristía 1992”).
2. Salmo 127,1-2.3.4-5: Este salmo hace parte de los "salmos graduales" que los peregrinos cantaban caminando hacia Jerusalén. Desde los 12, cada año, Jesús "subió" a Jerusalén con motivo de las fiestas, y entonó este canto. La fórmula final es una "bendición" que los sacerdotes pronunciaban sobre los peregrinos, a su llegada: "Que el Señor te bendiga desde Sión, todos los días de tu vida..." Tenemos en este salmo un idilio encantador de sencillez y frescura. Es el cuadro de la "felicidad en familia", de una familia modesta: allí se practica la piedad (la adoración religiosa... La observancia de las leyes...), el trabajo manual (aun para el intelectual, constituía una dicha, el trabajo de sus manos), y el amor familiar y conyugal... En Israel, era clásico pensar que el hombre "virtuoso" y "justo" tenía que ser feliz, y ser recompensado ya aquí abajo con el éxito humano. Pensamos a veces que esta clase de dichas son materiales y vulgares. Fuimos formados quizá en un espiritualismo desencarnado. El pensamiento bíblico es más realista: afirma que Dios nos hizo para la felicidad, desde aquí abajo... ¿Por qué acomplejarnos si estamos felices? ¿Por qué más bien, "no dar gracias", y desear para todos los hombres la misma felicidad? No se trata tampoco de caer en el exceso contrario, el de los "amigos de Job" que establecían una ecuación casi matemática: ¡Sé piadoso, y serás feliz! ¡Sé malvado, y serás desgraciado! Sabemos, por desgracia, que los justos pueden fracasar y sufrir, y los impíos por el contrario, prosperar. El sufrimiento no es un castigo. Es un hecho. Y el éxito humano, no es necesariamente señal de virtud. Sigue siendo verdad en el fondo, que el justo es el más feliz de los hombres, al menos espiritualmente, en el fondo de su conciencia: "¡feliz, tú que adoras al Señor!" "¡Feliz tú, que honras al Señor y le eres obediente!" Con frecuencia dijo Jesús: "felices... felices... felices...". Son las Bienaventuranzas. Jesús también prometió la felicidad: "Felices aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica".
"Tu mujer... Tus hijos..." Un ideal para la pareja. "Que el hombre no separe lo que ha unido Dios". (Mc 10,2-16...). Conocemos el amor de Jesús hacia los niños. Alusiones místicas: Jesús tiene una esposa, la Iglesia (Ap 19,7; 21,2; Mt 9,15; 25,1; Jn 3,29; 2 Cor 1,2), de la cual tiene hijos que alimenta "junto a la mesa" eucarística... Mediante el "trabajo de sus manos", su pasión dolorosa, los alimentó e hizo felices. La "viña", es también la imagen de la Iglesia, imagen de unión del amor entre Jesús y la humanidad "Yo soy la viña, vosotros los sarmientos.. Dad fruto..." (Jn 15). "Mi hijo, va a trabajar en mi viña". (Mt 21,28).
"Veras el bienestar de Jerusalén..." Jesús lloró ante las desgracias de Jerusalén, y le deseó bienestar (Lc 19,41). San Juan anuncia el cielo como "una nueva Jerusalén" que desciende del cielo como una novia feliz (Ap 21,2-27).
3. Col 3. 12-21. En Cristo, Dios convoca a su pueblo y a su familia. Es un pueblo en el que ya no hay diferencias entre esclavos y libres, gentiles y judíos, mujeres y hombres..., pues todos somos hermanos en JC que es el Primogénito del Padre. Somos un pueblo "santo", es decir, separado por Dios y para Dios. Pero esta santidad objetiva que todos recibimos en el bautismo al ser constituidos en hijos de Dios, exige la santificación de cada uno de nosotros y la edificación de la comunidad. La comunidad, esto es, la convivencia de los creyentes, se construye si todos ellos procuran tener los mismos sentimientos que Cristo y se revisten de misericordia entrañable, de bondad, de humildad... Pablo señala cinco virtudes fundamentales para la convivencia y las contrapone a otros tantos vicios que la impiden y de los que es preciso despojarse (cf. v. 8). Pero el Apóstol sabe muy bien que siempre habrá pegas y pecados en la vida comunitaria. Por eso será siempre necesario el perdón. También en esto debemos ser imitadores de Cristo, el Señor, que a todos nos ha perdonado. El perdón de Cristo es el fundamento y el motivo del perdón que nos debemos los unos a los otros. El amor es lo que da coherencia y perfección a todas las virtudes. Es también lo que mantiene a todos en la unidad, y la culminación de la vida comunitaria. Sólo cabe desear ahora que los fieles, bien trabados como un solo hombre, reciban la paz a la que han sido convocados. Cristo es "nuestra paz" (Ef 2. 14). Él habita por la fe en el corazón de cada creyente y, por lo tanto, en el corazón de la comunidad. Es aquí donde ejerce su arbitraje, donde engendra y defiende la buena convivencia. Pero Cristo es "aquella paz que el mundo no puede dar", la paz que Dios nos concede graciosamente. Por eso la deseamos y la pedimos, por eso damos gracias a Dios cuando la recibimos. En la eucaristía se expresa toda la riqueza de la convivencia cristiana animada por la presencia de Cristo. Es la fiesta en la que se anticipa el gozo del reino de Dios, que es paz, amor y fraternidad. Pero en esta fiesta no puede faltar la enseñanza mutua y la exhortación, pues la asamblea que la celebra está todavía en camino, y el Señor, que está con nosotros, todavía ha de venir con poder y majestad a reunirnos a todos en la mesa del Reino. Mientras tanto es justo y necesario que lo hagamos todo en nombre de Jesús y dando gracias al Padre por medio de él. En la medida en que cada cristiano habla y actúa en nombre de Jesús, permanece unido a sus hermanos y la comunidad sigue su acción de gracias en asamblea permanente. No hay separación aquí entre el culto y la vida, entre lo sagrado y lo profano. Todo es, todo debe ser, acción de gracias. Con gran facilidad se pasa de la vida en la comunidad a la vida en la familia. También la familia humana es familia de Dios, es Iglesia. También en la familia humana se construye la iglesia y se continúa la acción de gracias al Padre por medio de Cristo. Pablo se dirige a las mujeres y a los maridos, a los padres y a los hijos, y les anima a vivir según conviene "en el Señor". Aunque en el pensamiento de Pablo subyace el esquema de la familia patriarcal, alienta aquí el nuevo espíritu de la fraternidad cristiana. Es interesante ver cómo Pablo señala también los deberes del marido respecto a su mujer y de los padres respecto a sus hijos (“Eucaristía 1986”).
La sección Col 3,5-17 parece ser una instrucción ética impartida en el bautismo, mientras que a partir de 3,18 nos encontramos con resonancias de las exhortaciones domésticas usuales en el mundo grecorromano. En los dos casos se trata de exhortar a la vida cristiana práctica y cotidiana. Hay que acomodar la forma de esos mandatos a la cultura de nuestro tiempo. Hablar hoy de autoridad de maridos no es válido para familias del siglo XXI… Es preciso tomar el núcleo de la exhortación y aplicarlo a relaciones humanas, matrimoniales, propias de nuestro momento histórico. Porque no podemos pretender que para ser cristiano haya que prescindir de las legítimas maneras de ser que ha ido produciendo la evolución humana, también querida por Dios. Naturalmente, ello es un poco más difícil que la aplicación fácil y grosera de los textos. Pide una mayor formación y asumir riesgos de interpretar y aplicar. Pero así es la revelación (F. Pastor), sobre todo recojamos su invitación al perdón: "perdonaos, cuando uno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo". Solamente si nos reconocemos perdonados por el Padre de todos y por el Señor Jesús sabremos perdonarnos.
Vivir "en Cristo" o "revestirse de Cristo", para emplear dos expresiones características de esta lectura, no consiste en vivir aislados, lejos de los demás hombres. Cristo, en efecto, no hace más que revelar al hombre a sí mismo, y, al mismo tiempo, invitarle a abrirse a la iniciativa de Dios y al ejemplo de la cruz. Vivir en Cristo es, por tanto, intensificar al máximo la vocación de la humanidad y adoptar los medios indispensables -y que provienen de Cristo tan sólo- para llevar adelante ese proyecto (Maertens-Frisque). No se pueden aislar estas cualidades o virtudes que cita el apóstol Pablo: caracterizan en bloque el actuar del hombre nuevo, de modo que estas virtudes básicas de convivencia adquieren todo su realismo cuando se aplican a la comunidad familiar. El amor es aquí, como en 1 Cor 13, el don por excelencia. La comunidad cristiana, así como la familia, no tiene otra salida posible que la de un amor realista, traducido en respeto, ánimo, comprensión y colaboración entre todos. El amor es la perfección de todas las virtudes, que las reúne como el vencejo a las espigas para formar un solo fajo. La "acción de gracias" tiene en esta carta un lugar importante: 1, 12; 2, 7; 3, 15-17; 4, 2. Parece apuntar, más que al sacramento de la eucaristía, a esa situación interna del que cree, por la que va creciendo en una actitud comunitaria cordial y fraterna en el grupo en que vive. De ahí que esta "gratitud" haya que aplicarla a todo aquel grupo o persona que, de una manera u otra, nos acercan más al núcleo del Evangelio. Esta es la verdadera fraternidad y la auténtica familia de creyentes (“Eucaristía 1992”).
Así lo comentaba S. Agustín: “Tú educas a tu hijo. Y lo primero que haces, si te es posible, es instruirle en el respeto y en la bondad, para que se avergüence de ofender al padre y no le tema como a un juez severo. Semejante hijo te causa alegría. Si llegara a despreciar esta educación, le castigarías, le azotarías, le causarías dolor, pero buscando su salvación. Muchos se corrigieron por el amor; otros muchos por el temor, pero por el pavor del temor llegaron al amor. Instruíos los que juzgáis la tierra (Sal 2,10). Amad y juzgad. No se busca la inocencia haciendo desaparecer la disciplina. Está escrito: Desgraciado aquel que se despreocupa de la disciplina (Sab 3,11). Bien pudiéramos añadir a esta sentencia: así como es desgraciado el que se despreocupa de la disciplina, aquel que la rechaza es cruel. Me he atrevido a deciros algo que, por la dificultad de la materia, me veo obligado a exponerlo con más claridad. Repito lo dicho: el que desprecia o no se preocupa de la disciplina es un desgraciado. Esto es evidente. El que la rechaza es cruel. Mantengo y defiendo que un hombre puede ser piadoso castigando y puede ser cruel perdonando. Os presento un ejemplo. ¿Dónde puedo encontrar a un hombre que muestre su piedad al castigar? No iré a los extraños, iré directamente al padre y al hijo. El padre ama aun cuando castiga. Y el hijo no quiere ser castigado. El padre desprecia la voluntad del hijo, pero atiende a lo que le es útil. ¿Por qué? Porque es padre, porque le prepara la herencia, porque alimenta a su sucesor. En este caso, el padre castigando es piadoso; hiriendo es misericordioso. Preséntame un hombre que perdonando sea cruel. No me alejo de las mismas personas; sigo con ellas ante los ojos. ¿Acaso no es cruel perdonando aquel padre que tiene un hijo indisciplinado y, sin embargo, disimula y teme ofender con la aspereza de la corrección al hijo perdido?”
4. Lc 2, 22-40: La figura de un niño indefenso e inconsciente, abandonado en manos de sus padres, que lo traen y lo llevan presentándolo a Dios (2,22.27) y sometiéndolo al cumplimiento de la ley (2,23.24) nos muestra a Jesús humano, que se hace a las cosas de los hombres: crecimiento, formas sociales… en total condescendencia… Vemos hoy el primer anuncio del universalismo de la misión de Jesús. A ese ancho marco que es el mundo y la vida toda supeditará Jesús toda institución, aun la más querida: la familia. Sin embargo, es en ella donde él fue encontrando el camino de su encarnación concreta. Jesús será un signo de contradicción (cf Is 65,2). Jesús es un salvador para todos. Pero por un desconocido misterio del mal y del duro corazón del hombre, lo que estaba destinado a la salvación se ha convertido para algunos en mensaje de muerte. Este será el trasfondo de toda la tragedia de Jesús. Esto es lo que a él mismo le costaba entender (Lc 4,16s). Cuando el creyente vive su mensaje en una intensidad fuerte, puede hacer surgir la contradicción hasta en el seno de su propia familia. En esos momentos de incertidumbre es donde se calibra y mide la actitud que uno tiene ante el reino. Es preciso optar con decisión. Jesús comienza un ofrecimiento a Dios que ya no se extinguirá hasta la consumación de la resurrección. Este crecer de Jesús es la obra del Padre en el amor del Hijo. Nuestro esfuerzo, cualquier trabajo pequeño o grande de nuestra vida, debe encaminarse a la construcción en nosotros de esta vida de cara a Dios. Jesús fue haciendo este camino, como primera etapa, en el seno de una sencilla familia de pueblo (“Eucaristía 1978”).
La profecía de Simeón encuentra eco en otros lugares del NT referentes a Jesús como signo de división. Pedro aplica a Cristo lo que decía Is 8,14: "Él (el Señor de los ejércitos) será una piedra de tropiezo, una roca de escándalo para las dos casas de Israel, un lazo y una trampa para los habitantes de Jerusalén" (cf 1 Pe 2,6-8; cf 1 Cor 1,23-24). Mateo pone estas palabras en labios de Jesús: "No penséis que vine a traer paz sobre la tierra; no vine a traer paz, sino espada. Porque vine a separar al hombre de su padre, a la hija de su madre, a la nuera de su suegra. Enemigos del hombre, los de su casa" (Mt 10,34-36). La predicación de Cristo —señala Juan en tres ocasiones (Jn 7,43; 9,16; 10,19)— era motivo de cisma entre la gente, ya que daba lugar a pareceres discordes sobre su persona. El mismo Jesús (según Jn 9,39) lo reconoce sin medias tintas, cuando afirma: "Yo vine a este mundo para un juicio: para que los que no ven vean y los que ven se queden ciegos". El elemento discriminante de este juicio es Cristo-luz, es su palabra que revela al Padre (Jn 12,44-50). Esa palabra escudriña los corazones: "En efecto, quien obra mal odia la luz y no va a la luz, para que no se descubran sus obras. Pero el que obra la verdad va a la luz, para que se vean sus obras, que están hechas en Dios" (Jn 3,20-21). El autor de la carta a los Hebreos (12,3) define la muerte de Jesús como una contradicción que los pecadores arrojaron contra él. Israel —comenta Pablo citando a Is 65,2— fue "un pueblo desobediente y rebelde" ( Rom 10,21: antilégonta). Jesús está destinado a ser causa de "caída y resurgimiento". Con este binomio antitético, Simeón profetiza cuál será el éxito en conjunto de la misión de Jesús. Para quienes lo rechacen, es decir, para los que crean que están en pie fiándose de sus propias seguridades (cf Lc 14,9), él será piedra de tropiezo; pensemos, por ejemplo, en los escribas y fariseos, orgullosos de su ciencia (Lc 11,52-54); en el fariseo de la parábola (Lc 14,9-13.14b), en los invitados a la boda que declinan la invitación por tener otros intereses (Lc 14,16-21ab.24)... Por el contrario, Cristo será ocasión de salvación para cuantos se encuentran en un estado de miseria, de pecado, pero acogen su palabra; pensemos en el publicano (Lc 14,13-14), en Zaqueo (Lc 19,2-10), en los pobres, los cojos, los ciegos y los lisiados que sustituyen a los que fueron invitados primero a la boda (Lc 14,21-23)... Así pues, además de la acogida, Jesús conocerá la amargura y la tragedia del rechazo, será un "signo de contradicción", dice el anciano profeta. Signo, en primer lugar: en efecto, en su persona Dios se hace manifiesto y cercano a su pueblo (cf Lc 1,68; 7,16), especialmente en la gran revelación pascual: "Como Jonás fue un signo para los ninivitas, así el Hijo del hombre lo será para esta generación" (Lc 11,30). Pero de contradicción; es decir, objeto de repulsa por parte de Jerusalén y del judaísmo oficial, que no reconoció los tiempos de la visita de Dios (cf Lc 19,44b-47; 29,9-18...). Se trata, por consiguiente, de un sendero lleno de espinas el que se perfila para Jesús. "Para que sean descubiertos los pensamientos de muchos corazones", añade Simeón (v. 35).
También se refiere el anciano al alma de María traspasada por una espada. Recorriendo la literatura judeo-bíblica, se ve que la espada es uno de los símbolos más frecuentes para designar la palabra de Dios. En el AT tenemos dos casos (Is 49,2 y Sab 18,15) Este mismo tipo de simbolismo aparece con frecuencia en los comentarios judíos a los textos bíblicos. También el NT, en siete ocasiones, recurre a este lenguaje: la palabra de Dios, que se identifica ahora con la palabra de Jesús, es comparada con una espada cortante de doble filo. Las referencias más abundantes nos las ofrece el Apocalipsis (1,16: "De su boca salía una espada aguda de dos filos": 2,12.16 19,15.21). Está asimismo la carta a los Efesios (Ef 6,17: "Tomad también... Ia espada del Espíritu, que es la palabra de Dios"). Hay que dedicar una especial atención a la carta a los Hebreos (Hb 4,12): "La palabra de Dios es viva y eficaz; ella penetra hasta la división del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y es capaz de distinguir los sentimientos y pensamientos del corazón". Hay analogía entre Lc 2,35 y Heb 4,12. En ambos trozos se habla de espada que "penetra en el alma" y "revela-escudriña los pensamientos del corazón". Esta relación no se le escapó, por ejemplo, a san Ambrosio. Una vez asentada esta ecuación simbólica espada = palabra de Dios, se asoma la hipótesis de que la espada a la que alude Simeón es figura de la palabra de Dios, tal como se expresa en la enseñanza de Jesús. Efectivamente, esta descodificación del símbolo espada se armoniza muy bien con el contexto anterior. Poco antes, Simeón había celebrado a Jesús como luz de las gentes y gloria de Israel (v. 32). Sus palabras hacen eco a los poemas del Siervo de Yavé (Is 42,6; 49,6). Pues bien, precisamente uno de esos poemas (49,2) presenta al Siervo de Yavé como un profeta de cuya boca Dios ha hecho una espada afilada. La imagen, como hemos visto, fue recogida varias veces en relación con Cristo en el Apocalipsis ( I,16; 2,12.16; 19, 15.21). Pero también Simeón, al preconizar en Jesús al Siervo de Yavé por excelencia, parece decir que su palabra es semejante a una espada. Escogiendo esta orientación exegética (que, lejos de excluir a las demás, puede perfectamente integrarlas), la imagen de María seria la de una creyente que, lo mismo que todo Israel, su pueblo, tendrá que enfrentarse con la palabra del Hijo, simbolizada místicamente en la espada. Su alma se verá profundamente penetrada por ella. Efectivamente, siempre en el tercer evangelio vemos que ella acogía y guardaba los acontecimientos y las palabras de Jesús (Lc 2,19.51b; cf 8,19-21 y 11.27-28). Con una actitud sapiencial se esforzaba en sondear su alcance, incluso cuando le procuraban sufrimientos y no llegaba a comprender todo su sentido (Lc 2,48-51b). Así pues, María hizo que sus pensamientos se aclarasen y se juzgasen a la luz de aquella palabra y se conformó a ella con un crecimiento constante. Esto suponía para ella gozo y dolor. (gozo, al ver los frutos copiosos que la semilla de la palabra evangélica producía en ella misma y en cuantos la acogían con un corazón "bueno y perfecto" (cf Lc 8,15). Dolor, cuando buscaba angustiada a Jesús en Jerusalén y no comprendió su respuesta: "¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que tengo que estar en la casa de mi Padre? Y ellos no comprendieron sus palabras" (Lc 2,49-50). Conservando en su corazón el enigma de esa frase, ella "avanzó en la peregrinación de la fe" (LG 58), no sin pruebas ni oscuridades. Pero el colmo de la aflicción inundó su espíritu cuando vio a su Hijo rechazado y crucificado. Obedecer a la voluntad del Padre (¡ella, la madre del ajusticiado!), permanecer fiel a las palabras del Hijo sobre todo en aquel momento de tiniebla (cf Redemptoris Mater 18): he aquí el punto crucial de la transfixión que esta palabra produjo en las fibras de María. Según esta exégesis, no seria lógico restringir solamente a la compasión de la Virgen al pie de la cruz la profecía de Simeón. Abarca más bien todo el arco de su misión de madre del Redentor y especialmente el drama del Calvario. ¿No decía acaso Jesús: "Si alguno quiere venir en pos de mi, niéguese a si mismo, tome su cruz de cada día y sigan" (Lc 9,23)? Abrahán, nuestro padre en la fe, "obedeciendo la llamada divina, partió para un país que recibiría en posesión, y partió sin saber a dónde iba" (Hb 11,8). María, madre de los creyentes (cf Jn 19,2627a), aceptó que su vida se plantease según la palabra del Señor que le había sido revelada por el ángel (Lc 1,38). Con su fiat se dispuso a salir de si misma para seguir los caminos de Dios, que "es más grande que nuestra conciencia y lo sabe todo" (1Jn 3,20). La Virgen llevaba a su Hijo en los brazos, pero no se negaba a dejarse conducir por el Hijo por un camino incierto y difícil; también para ella se hizo realmente ejemplar la frase de Jesús: "El que pierda su propia vida por mi, la salvará" (Lc 9,24; cf Mc 8,35; Mt 16,25; Jn 12,25). Contemplada en esta dimensión, María, además de madre, es hermana nuestra a la hora de compartir la gozosa fatiga de creer (A. Serra).
El ejemplo de la Sagrada Familia fue tratado magistralmente por Pablo VI en su visita al Lugar santo: “Nazaret es la escuela donde empieza a entenderse la vida de Jesús, es la escuela donde se inicia el conocimiento de su Evangelio. Aquí aprendemos a observar, a escuchar, a meditar, a penetrar en el sentido profundo y misterioso de esta sencilla, humilde y encantadora manifestación del Hijo de Dios entre los hombres. Aquí se aprende incluso, quizá de una manera casi insensible, a imitar esta vida. Aquí se nos revela el método que nos hará descubrir quien es Cristo. Aquí comprendemos la importancia que tiene el ambiente que rodeó su vida durante su estancia entre nosotros, y lo necesario que es el conocimiento de los lugares, los tiempos, las costumbres, el lenguaje, las prácticas religiosas, en una palabra, de todo aquello de lo que Jesús se sirvió para revelarse al mundo. Aquí todo habla, todo tiene un sentido. Aquí, en esta escuela, comprendemos la necesidad de una disciplina espiritual si queremos seguir las enseñanzas del Evangelio y ser discípulos de Cristo. ¡Cómo quisiéramos ser otra vez niños y volver a esta humilde pero sublime escuela de Nazaret! ¡Cómo quisiéramos volver a empezar, junto a María, nuestra iniciación a la verdadera ciencia de la vida y a la más alta sabiduría de la verdad divina! Pero estamos aquí como peregrinos y debemos renunciar al deseo de continuar en esta casa el estudio, nunca terminado, del conocimiento del Evangelio. Mas no partiremos de aquí sin recoger rápida, casi furtivamente, algunas enseñanzas de la lección de Nazaret.
Su primera lección es el silencio. Cómo desearíamos que se renovara y fortaleciera en nosotros el amor al silencio, este admirable e indispensable hábito del espíritu, tan necesario para nosotros, que estamos aturdidos por tanto ruido, tanto tumulto, tantas voces de nuestra ruidosa y en extremo agitada vida moderna. Silencio de Nazaret, enséñanos el recogimiento y la interioridad, enséñanos a estar siempre dispuestos a escuchar las buenas inspiraciones y la doctrina de los verdaderos maestros. Enséñanos la necesidad y el valor de una conveniente formación, del estudio, de la meditación, de una vida interior intensa, de la oración personal que sólo Dios ve.
Se nos ofrece además una lección de vida familiar. Que Nazaret nos enseñe el significado de la familia, su comunión de amor, su sencilla y austera belleza, su carácter sagrado e inviolable, lo dulce e irreemplazable que es su pedagogía y lo fundamental e incomparable que es su función en el plano social.
Finalmente, aquí aprendemos también la lección del trabajo. Nazaret, la casa del hijo del artesano: cómo deseamos comprender más en este lugar la austera pero redentora ley del trabajo humano y exaltarla debidamente; restablecer la conciencia de su dignidad, de manera que fuera a todos patente; recordar aquí, bajo este techo, que el trabajo no puede ser un fin en sí mismo, y que su dignidad y la libertad para ejercerlo no provienen tan sólo de sus motivos económicos, sino también de aquellos otros valores que lo encauzan hacia un fin más noble”.
María quedó también admirada de la ejemplaridad de Ana, y fue meditando en su corazón estas cosas, para ser buen instrumento de Dios. Generalmente los padres pretenden que sus hijos sean su copia y calco fiel: que sus hijos piensen como ellos, se comporten como ellos, y hasta elijan la misma profesión y modo de vida. Se corta el cordón umbilical fisiológico, pero se ata al hijo con fuertes cadenas afectivas, llevando el amor a una excesiva superprotección, cuya consecuencia inmediata es la inmadurez de los hijos o su franca rebeldía. María cortó el cordón psicológico y afectivo, pero hizo algo más: creció con su hijo. Supo callar, supo esperar y, en especial -y esto es algo que le cuesta a todo padre o madre- supo aprender de su hijo. Amó como nadie a su hijo y, precisamente por eso, lo respetó como hijo; le dio la oportunidad para que no fuera «el hijo de María», sino para que fuera Jesús, el Salvador, con una misión especial y con una forma especial de llevarla a cabo. Sabemos que hoy existe en nuestras modernas familias un serio problema de relación y de diálogo entre padres e hijos. Psicológicamente lo explicamos como una falta de desasimiento por parte de los padres, un apego excesivo -aparentemente a los hijos-, pero que en el fondo es a sí mismos. Los padres no pueden engendrar hijos para usarlos como una forma de prolongación... Engendrar un hijo es darle la oportunidad de ser alguien, un ser libre y un ser distinto a los padres. Si en una primera etapa el amor de los padres necesita ser amor protector, en una segunda etapa debe ser amor «promotor». Se trata de una manera distinta de amar; no se ama al hijo para tenerlo y sentirlo como «mi hijo», sino que se lo ama para que sea distinto de uno. También los hijos deben aprender a amar a sus padres siendo distintos de ellos. Generalmente se busca la distinción pero a través de la rebeldía y de la oposición sistemática. De aquí que madurar en el amor paterno-filial es una tarea ardua, que exige una gran dosis de renuncia. Es éste el camino del auténtico amor, entrega de sí mismo, don de sí mismo para el otro, para su crecimiento y felicidad. Debajo de muchas formas de amar a los hijos se puede esconder un profundo amor a uno mismo; y generalmente cuando esto sucede, es fácil descubrir que estos padres no han sabido desprenderse de sus propios padres. Por no haber resuelto su propia relación filial, no pueden ahora asumir una actitud madura con sus propios hijos. Leyendo el Evangelio, nadie duda de que Jesús tuvo una auténtica personalidad y una cabal madurez de hombre. Y justo es decir que si llegó a ese grado fue por esa presencia discreta de su madre, que supo estar a su lado, sin hacerse sentir; que lo siguió aun sin comprenderlo totalmente. Jesús supo sentirse libre ante su madre. Se sabía amado por ella, pero también respetado en su forma de pensar y de actuar. De la madurez de María surgió un hijo maduro.
Y otro elemento más nos aporta Lucas. En este clima de fidelidad a la voluntad de Dios y de mutuo amor y respeto, "el niño crecía y se robustecía, y se llenaba de sabiduría”. En aquella familia el niño Jesús encontró la oportunidad para crecer y desarrollarse. Y no sólo en el aspecto físico sino especialmente en sabiduría, expresión que podemos traducir: crecía como persona, acumulando criterios y experiencia de madurez. Su familia fue escuela de sabiduría, esa que es saber encontrar el camino, que nos señala la voluntad de Dios; tener criterios rectos de acción; equilibrar sentimientos y actos; tener una meta y un objetivo y saber aplicar todas las energías en un proyecto digno de ser vivido. Lucas nos da una fórmula que vale para las familias de todas las épocas: la gran tarea de los padres es permitir y promocionar la madurez de sus hijos. Esta concepción deja muy atrás los conceptos del Eclesiástico (primera lectura), con un esquema de familia patriarcal y de régimen severo y verticalista. En el capitulo 7, 23ss, el autor del Eclesiástico así se explaya: «¿Tienes hijos? Adoctrínalos, doblega su cerviz desde su juventud. ¿Tienes hijas? Cuídate de ellas, y no les pongas cara risueña. Casa a tu hija y habrás hecho gran cosa, pero dásela a un hombre prudente. ¿Tienes una mujer que te gusta? No la despidas, pero si la aborreces no te fíes de ella.» La primera lectura de hoy orienta a los hijos hacia el amor, respeto y ayuda a los padres. El Evangelio avanza un poco más: exige a los padres una actitud de madurez, de respeto y de libertad a los hijos. Sabemos que este ideal es difícil, y que cuesta vencer un esquema tradicional de familia, en la que los padres dominan sobre los hijos, y en la que el padre, por ser varón, se siente dueño de todos. La fe cristiana, llamada a la libertad y a la responsabilidad, hoy nos exige que revisemos a fondo nuestro sistema familiar, primera escuela en la que los hombres deben aprender el camino de la liberación y del compromiso responsable (Santos Benetti).
La Eucaristía semanal es un gran medio para vivir el amor en familia. Por eso hemos escuchado cómo Pablo invitaba a la oración en común: "celebrad la acción de gracias, que la Palabra de Cristo habite entre vosotros, y todo lo que hagáis hacedlo en nombre de Jesús". ¿No es ahí, en la oración familiar, en la Eucaristía celebrada en común, donde mejor pueden las familias alimentar su fe, su unión, su compromiso diario de amor (J. Aldazábal).
Hoy vemos a Jesús, un Dios inmediato, niño y miembro de una familia. Así puede ser tratado por todos. Jesús empezó por ser niño, para que no nos asustásemos de su grandeza y de su misión terrible de la Cruz. Así siente y dice Carlos de Foucauld. Y esto nos hace meditar. Jesús nos ha traído la seriedad en la vida concreta, porque es a su través como hemos de caminar hacia el misterio. La vida inmediata, prosaica, se ha cargado de seriedad porque nos conduce a lo último, a lo definitivo. No se trata de grandezas "grandes", sino de "pequeñas cosas" que se hacen grandes. Y este caminar entre cosas inmediatas y pequeñas es el sendero que conduce a la intimidad con Dios. Es a través de lo inmediato, de la cruz de cada día, como ha querido que le encontremos. Y esto nos contradice y nos cansa, porque nos arranca de nuestras veleidades de grandeza. El cumplimiento, el respeto, la constancia, la comprensión que exige la familia, el círculo inmediato de nuestras obligaciones diarias, es el banco donde se templa y troquela nuestra capacidad de acceder a Dios (Carlos Castro). La Palabra hecha carne se hace familia y vive en familia, inaugura una familia que es la Sagrada Familia y luego se va extendiendo a otras personas… es la Iglesia, cuando se acepta el Espíritu y la vida en el amor. «En el abrazo más amoroso, escribe magistralmente R. Garaudy, se abraza a un ser libre. El amor comienza cuando se prefiere al otro y no a sí mismo, y cuando se reconoce su diferencia y su imprescindible libertad... Nada hay más grande que ese saber compartir la personalidad de cada uno... Un amor que no es la creación continuada de uno por otro, hecha al precio de dramáticos desprendimientos, es todo lo contrario del verdadero amor". El amor es siempre hijo de la libertad, nunca del dominio. Así es el amor de Dios. Así fue el amor entre José y María, y de ambos hacia el Hijo. A veces no lo entendían, pero lo respetaban y se esforzaban por entenderlo, pues los ojos del corazón penetran en el secreto de la persona. Nunca se puede llegar al secreto último. Toda persona tiene algo de misterio, incluso para ella misma, y ahí está su encanto. Si se pudiera analizar fría y totalmente en el laboratorio, si se pudiera dominar por medio de técnicas psicológicas, dejaría de ser persona. «Sólo un ser dotado de misterio es, a la larga, digno de amor... Si un amante tuviera la conciencia de haber conocido o traspasado con su mirada el objeto de su amor, tal conciencia sería un signo infalible de que el amor ha llegado a su fin» (H. Urs von Balthasar). Es verdad. Pero el amor intuye algo de este secreto. Comprende mejor que nadie las motivaciones últimas, los fines verdaderos, las circunstancias objetivas, todo lo que hay mucho más adentro de cualquier superficie y muy por debajo de cualquier apariencia. Sabe distinguir el tono, interpretar el gesto, leer la mirada, descubrir la intención, adivinar el deseo. ¡Qué lúcido y comprensivo es el amor! Los clásicos lo pintaban con los ojos vendados; pero ése era el «eros», el amor-deseo. Sin embargo, nada tan clarividente y penetrante como el amor-agape, el amor de caridad. No hay nada tan gratificante como cuando dos personas se encuentran en profundidad y se sienten incondicionalmente aceptadas y valoradas. Es como encontrar el tesoro escondido, la dicha que nadie te puede quitar. Entonces es cuando cada uno tiene derecho a pronunciar el nombre del otro, un nombre que se pronuncia en verdad y significa conocimiento, porque sólo se conoce bien lo que se ama. Este encuentro amoroso es el secreto de la felicidad. El gran engaño, la ofuscación perversa de nuestro tiempo, es poner la felicidad en el tener, la seducción del dinero, en vez de la seducción del amor y de la gracia. No hay dinero que pueda comprar la dicha del amor, ni pueda llenar el vacío de la soledad. Se lo podíamos preguntar a Adán, cuando estaba solo en el paraíso: suyos eran los tesoros del mundo y era dueño de todas las cosas, pero su corazón se moría de tristeza y su alma padecía insatisfacciones angustiosas. Sólo al contemplar a la mujer dio un grito de entusiasmo. Así todo Adán enamorado podía repetir con el salmo: "Más estimo yo las palabras de tu boca, que miles de monedas de oro y plata" (Sal. 118, 72); más estimo yo una sonrisa, una caricia, una presencia, un gesto de amor, que todos los tesoros de la tierra. No se trata naturalmente de un amor cualquiera, de un amor erótico, interesado, pasajero. Se trata de un amor auténtico, que llega al fondo de la persona, que es incondicional y tiende a ser definitivo. Ya decía S. Jerónimo: "Amistad que puede perderse nunca fue verdadera". Cuando el amor es verdadero, cuando llega al centro de la persona, ese amor desafía el futuro como la casa cimentada sobre la roca. En cada familia reverbera la dichosa comunidad divina donde se hace posible el encuentro, la acogida, el diálogo, la amistad, la interrelación mutua, el amor más grande, la unión más íntima. En la familia, cada miembro es amado más de lo que merece, se vive continuamente la gratuidad.
El amor es comprensivo, da una apertura magnífica para conocer al otro y acercarse al misterio de la persona, que suele ser mejor de lo que pensamos. Si conociéramos y comprendiéramos de verdad a las personas, no seríamos tan fáciles para odiar y condenar. Y la comprensión se da la mano con el perdón. Por muy grande que sea el amor siempre hay algo que perdonar. Todos los días tendremos algo que perdonarnos, por los olvidos, por los cansancios, por las insatisfacciones, por las preocupaciones, por los prejuicios, por las dudas, por los nervios, por los roces, por los inevitables egoísmos, por las incomprensiones, por todo tipo de fallos y limitaciones. En la familia, o se aprende a perdonar o se rompe al día siguiente. Nadie como los padres para comprender a sus hijos. Y nadie debe conocerse y comprenderse mejor que los esposos. La comprensión y el perdón son la base para la estabilidad y la armonía de la familia y de toda comunidad. Se necesita el diálogo valiente, la paciencia constante, la caridad creciente. Se manifiesta en los pequeños detalles de cada día, que son los que tejen la trama de la vida. No hay que esperar sólo a las grandes infidelidades o violentas discusiones. Lo grande se hace a base de repetir lo pequeño. La comprensión y el perdón no están reñidos con la exigencia mutua y el esfuerzo de todos: no deben abrir la puerta a la indiferencia, la dejación, el capricho o la falta de respeto. El sentirme comprendido y perdonado debe ser para mí la mayor disciplina y el mejor estímulo. La familia es, efectivamente, un semillero de exigencia y tolerancia, de perdón y agradecimiento.
Nada hay tan gozoso como el amor, pero nada tan exigente y tan fuerte como el amor. El es la fuerza que crea la vida, que aglutina familias y comunidades, que sostiene el mundo. A veces nos asustamos de los desastres originados por las fuerzas del odio y la violencia. Pero siempre es más fácil destruir que construir. La no-violencia y el amor son mas fuertes, porque construyen la sociedad, porque aglutinan a los pueblos. «La no-violencia, escribía Gandhi, es la fuerza más grande que la humanidad tiene a su disposición. Es más poderosa que el arma más destructiva inventada por el hombre». La familia se forja para la creatividad y el crecimiento. El amor es creativo y hace crecer; no es tarta que se consume, sino tarea que se consuma; no es tesoro que se guarda, sino semilla que se cultiva: no es nirvana, sino creación continua; no es mirarse el uno al otro, sino conjuntar miradas y esfuerzos en metas superiores. El amor hay que conquistarlo en la lucha de cada día. Hay que purificar las actitudes cada día, hay que cultivar el detalle cada día, hay que limpiar el polvo de la rutina cada día, hay que ejercitar la paciencia cada día, hay que ofrecer el perdón cada día.
El amor hace crecer a las personas. "Un amor que no es la creación continuada de uno por otro hecha al precio de dramáticos desprendimientos, es todo lo contrario del verdadero amor" (R. Garaudy). El amor no es dominante ni absorbente, sino que respeta sumamente al otro y le ayuda a ser él mismo y a crecer en su propia personalidad. No se puede querer tanto a las personas que las asfixiemos. El amor hace crecer la vida. A través de los padres, Dios sigue creando, cultivando la vida, desarrollando el ser. Pero los hijos también hacen crecer a los padres: no sólo reciben, también dan estímulos vitales enriquecedores. La familia es así verdadero seminario de humanidad. Benditos los agricultores todos de la vida.
Todo amor humano es un reflejo del amor divino. Toda familia humana es una participación de la familia divina. Dondequiera que se cultive el amor y la vida, allí está Dios. Dios está ahí, ayudando a los esposos a quererse, ayudando a los padres a prolongarse, ayudando a los hijos a desarrollarse, ayudando a todos a integrarse desde el respeto, el diálogo y la solidaridad. También la familia es un templo donde todo puede convertirse en oración. Si santa Teresa encontraba a Dios entre los pucheros, lo mismo se le puede encontrar entre los libros, en la cama o en la mesa de trabajo, junto a la lumbre o en el sofá. Y Dios se hará presente en los besos y abrazos multiplicados, en las lágrimas compartidas, en los esfuerzos conjuntados, en las esperanzas cultivadas, en los ideales soñados. Y su presencia será especialmente viva e intensa cuando nace un niño, cuando triunfa o cuando enferma un hermano, cuando muere un padre. Y una presencia especialísima cada vez que se reúnen para hacer oración, para escuchar su palabra e interpretar los acontecimientos. Otro modo de presencia es cuando las puertas de la casa se abren al amigo o al peregrino, cuando se comparte con el vecino, cuando se participa en la vida social o se trabaja de cualquier modo por los demás. Porque la familia siempre ha de estar abierta a los demás y lanzada hacia el futuro. Contando con esta presencia de Dios en la familia, todas las dificultades se pueden superar; las gratificaciones prevalecerán sobre las discusiones, la creatividad sobre las rutinas, la libertad sobre la costumbre, las satisfacciones sobre los vacíos, la presencia y valores sobre los problemas, las alegrías sobre las penas, la presencia y amistad sobre la soledad.
Cristo aporta, pues, a la familia la medicina y el dinamismo necesarios para que pueda convertirse en un verdadero sacramento. Cristo salva a la familia de las limitaciones de la carne, de la tiranía del sexo, del aislamiento familiarista, de la insolidaridad egoísta, de la falta de compromiso, del tradicionalismo a ultranza, del autoritarismo patriarcal, del sentido posesivo del amor. Recordemos las palabras de Jesús referentes a los lazos familiares (Mt 10,37;Mt 19,29). O las que utiliza cuando le hablan de su madre (Mc. 3, 33- 35; Lc. Il. 27-28). Cristo cambia el agua insípida del amor humano en el vino generoso y abundante del amor del Espíritu. La transformación del agua en vino durante unas bodas es un bello símbolo de la acción de Cristo sobre el matrimonio y la familia. Cristo purifica, eleva, trasciende el amor de los esposos, de manera que llegue a ser una imagen del amor de Cristo a la Iglesia. Un amor que sea, como el suyo, limpio, gratuito, generoso, incondicional, ilimitado, entregado. No niega nada, sino que lo potencia todo. Aquello de que «la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona».
Dicho esto, con toda la belleza y la profundidad que encierra, debemos reconocer que Cristo también cuestiona y relatividad a la familia. Es como si quisiera romper las paredes de la casa, que la familia sea siempre algo abierto y dinámico que no se limitará a las relaciones basadas en la carne y la sangre. El quiere hacer familias más libres y más grandes, enlazadas por los lazos del Espíritu. El quiere que todos lleguemos a formar una sola familia; ha venido para eso, para crear la fraternidad y la solidaridad. Dicho de otro modo, si por una parte Cristo convierte la familia en una Iglesia, convierte, por otra, Ia Iglesia en una familia para todos. Es la familia de los hijos nacidos, "no de sangre ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre. sino de Dios" (Jn. 1. 13). Es la familia de Dios, en la que ya no hay distinción «entre judío y griego; bárbaro y escita: esclavo y libre: hombre y mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gal. 3. 28: Col. 3, 11). Es la familia en la que ya no hay puertas cerradas ni muros divisorios ni murallas defensivas ni pasos fronterizos ni bloques cerrados ni pactos beligerantes ni alianzas defensivas ni economías opresoras. Es la familia en la que todos hablarán la misma lengua, o se entenderán aunque hablen lenguas distintas, en que la colaboración sustituirá a la competencia y la solidaridad a la rivalidad y la confianza al miedo y la ayuda a la explotación. Es la familia del amor.
La superficialidad, la banalización de las relaciones familiares, la familia ligth, son un peligro para el amor en la familia de nuestro tiempo. Hoy todo es ligero, frívolo, efímero, inconsistente, permisivo. Hoy todo es rápido y cambiable: productos para usar y tirar. Acostumbrados a tantas noticias, tantos sucesos, tantas emociones, pasamos por ellos alegremente o pasan por nosotros epidérmicamente. La familia también se ve afectada por esta ola de ligereza. Es el caso de la metáfora evangélica: la casa cimentada sobre arena, que sucumbe ante cualquier viento o dificultad. Ligeras y volubles son en tantos casos las relaciones entre los esposos y entre los padres y los hijos. Se dialoga poco, se discute mucho, se vive con los nervios desatados, a golpe de gusto. Se vive a veces con más intensidad fuera que dentro. Hay casas que se convierten en fondas o en lugar de descanso y esparcimiento. Hay veces que las relaciones son tan flojas y tan poco consistentes, que a los pocos años ya se han roto y no queda nada, si acaso traumas y recuerdos. Los folletines o folletones televisivos ofrecen mil y un ejemplos de este tipo de relaciones.
El consumismo es la nueva religión del “progreso”: el piso, el chalet, el garaje, el coche, la moto para los niños, el vídeo, el ordenador, los cuadros, el aire acondicionado, toda la complicada y variada gama de electrodomésticos...: es forzoso consumir. Naturalmente, para eso hay que trabajar mucho y trabajar todos: hay que vivir deprisa y vivir «stressados», a no ser que toque algún tipo de juego o lotería o «precio justo». Se convive, pues, no para la común-unióm sino para el común-consumo y disfrute de las cosas. La idolatría del tener.
El intimismo, la familia como refugio, la idolatría del sofá, la falta de solidaridad y de compromiso social. Se quiere vivir cómodamente, casi narcisísticamente, y no se quieren complicaciones de ningún tipo. Es verdad que la familia está llamada a ser en medio de la sociedad dura, fría, competitiva, un oasis afectivo y emocional en el que se cultiven las relaciones individualizadas, personalizantes; en el que la persona no sea tratada como un número; en el que la intimidad prevalezca sobre la eficacia; en el que cada uno se sienta gratuitamente aceptado y amado. Pero esta vivencia de intimidad, lejos de aislar a la familia, la capacita para el trabajo y el compromiso en la sociedad… hay mucho que hacer en la vida social para proteger la familia.
Aunque la vida se pueda crear en el laboratorio, no se pueden hacer personas en el laboratorio. La persona es una realidad maravillosa que no se puede programar. A ver, ¿qué cantidad de besos y caricias necesita un niño para que llegue a ser persona?; ¿cuántas veces hay que cogerle en brazos o dejarle en la cuna?; ¿cuántas veces hay que hablarle y sonreírle?; ¿cuántos piropos hay que decirle?; ¿qué gestos y palabras debe aprender?... El hombre, cuando nace, es el ser más desvalido. Otros animalitos se valen enseguida por sí mismos. El hombre necesita mucho tiempo de las atenciones y cariño de los padres. El niño sólo puede crecer adecuadamente en una «comunidad de vida y amor», y eso es lo que llamamos familia. Aquí, en este entrañable laboratorio de vida, el ser más desvalido irá creciendo y desarrollando todas sus potencialidades, hasta llegar a ser la criatura más admirable del universo: inteligente, libre, creadora. La familia ofrece los cauces y los medios para el crecimiento. Es en la familia, donde el niño empieza a conocer su nombre y su identidad; donde se siente llamado, lo que quiere decir que alguien lo estima y se fija en él; donde se sabe distinto, con unos valores propios que ha de desarrollar; donde aprende a soñar y a llenarse de ideales. Aquí empieza a conocer su primera vocación. Cada hijo, se ha dicho, es «portador de un misterio», con una vocación personal, única e irrepetible. Es también en la familia donde empieza a enraizarse con los problemas de los demás, a sentir como suyas las aspiraciones y las luchas de sus padres, a ser consciente de que quedan mucha casa y mucho mundo por construir. No le faltarán tareas y compromisos.
Es, por fin, en la familia donde el hombre aprende a vivir la comunión. El vino a la existencia, porque fue llamado por el amor de dos personas: «Soy amado, luego existo». Empezó a encontrar una acogida y un cariño que no merecía: la experiencia de la gratuidad. Aprendió enseguida la necesidad de relacionarse y de compartir. Y fue aprendiendo poco a poco lo que era el verdadero amor.
«La familia es la única comunidad en la que todo hombre es amado por sí mismo, por lo que es y no por lo que tiene... El otro no es querido por la utilidad o el placer que pueda procurar; es querido por sí mismo y en sí mismo. La norma fundamental es, pues, la norma personalista: toda persona... es afirmada en su dignidad en cuanto tal, es querida por sí misma… En la familia aprende qué quiere decir amar y ser amado, y por consiguiente qué quiere decir en concreto ser una persona... El don recíproco de sí por parte del hombre y la mujer crea un ambiente de vida en el cual el niño puede nacer y desarrollar sus potencialidades, hacerse consciente de su dignidad y prepararse a afrontar su destino único e irrepetible» (Juan Pablo II). No sabemos hasta qué punto el hombre necesita de los hombres para todo. Los necesita hasta para conocer su nombre. ¿Qué sabría el hombre de sí, de sus cualidades y sus capacidades, si nunca fuera llamado? La primera llamada la tiene en la familia, y la primera interpelación y la primera oportunidad y la primera exigencia y, sobre todo, el primer amor. Y ya sabemos que siempre el amor y sólo el amor es personalizante; la persona sólo se realiza en la red del amor. Y la familia es la más hermosa red de amor, fina y fuertemente entrelazada. No hay laboratorios ni comunas que la sustituyan.
Acabamos con una oración: “Hoy, Señor, te damos gracias por nuestra familia. Gracias, Señor, por nuestros padres: siendo jóvenes quisieron complicarse la vida y me trajeron al mundo. Me han colmado de amor y me han enseñado a amar. Han llenado mi vida de besos, de caricias, de cuidados, de regalos... Y me acompañan dando seguridad a mis años. Gracias, Señor, por los padres de mis padres, mis abuelos. Su cariño, su ternura y su paciencia, sus consejos y relatos son la mejor reserva de felicidad. Gracias, Señor, por nuestros hijos, que son tuyos, pues son tu bendición a nuestro amor. Haz que crezcan sanos, que aprendan y que jueguen y sean felices. Ellos son la ilusión de nuestra vida, nuestro gozo. Gracias por los tíos y primos y parientes: todos nos hacen sentir unidos, acompañados, arraigados y seguros. Ayúdanos, Señor, a crecer en el amor y repartirlo, a crecer en experiencia y compartirla. Conserva nuestra familias unidas en el amor, para que entre todasconstruyamos el mundo sobre la solidaridad”.
Lectura del libro del Eclesiástico 3,3-7. 14-17a.: Dios hace al padre más respetable que a los hijos y afirma la autoridad de la madre sobre la prole. El que honra a su padre expía sus pecados, el que respeta a su madre acumula tesoros; el que honra a su padre se alegrará de sus hijos, y cuando rece, será escuchado; el que respeta a su padre tendrá larga vida, al que honra a su madre el Señor le escucha. Hijo mío, sé constante en honrar a tu padre, no lo abandones, mientras viva; aunque flaquee su mente, ten indulgencia, no lo abochornes, mientras seas fuerte. La piedad para con tu padre no se olvidará, será tenida en cuenta para pagar tus pecados; el día del peligro se te recordará y se desharán tus pecadoscomo la escarcha bajo el calor.
Salmo 127,1-2.3,4-5: R/. ¡Dichoso el que teme al Señor, y sigue sus caminos!
¡Dichoso el que teme al Señor, y sigue sus caminos! / Comerás del fruto de tu trabajo, serás dichoso, te irá bien. / Tu mujer, como parra fecunda, / en medio de tu casa; / tus hijos, como renuevos de olivo, / alrededor de tu mesa. / Esta es la bendición del hombre / que teme al Señor: / Que el Señor te bendiga desde Sión, / que veas la prosperidad de Jerusalén / todos los días de tu vida.
Lectura de la carta del Apóstol San Pablo a los Colosenses 3,12-21. Hermanos: Como pueblo elegido de Dios, pueblo sacro y amado, sea vuestro uniforme: la misericordia entrañable, la bondad, la humildad, la dulzura, la comprensión. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos, cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada. Que la paz de Cristo actúe de árbitro en vuestro corazón: a ella habéis sido convocados, en un solo cuerpo. Y sed agradecidos: la Palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; exhortaos mutuamente. Cantad a Dios, dadle gracias de corazón, con salmos, himnos y cánticos inspirados. Y todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre de Jesús, ofreciendo la Acción de Gracias a Dios Padre por medio de él. Mujeres, vivid bajo la autoridad de vuestros maridos, como conviene en el Señor. Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas. Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que eso le gusta al Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan los ánimos.
Lectura del santo Evangelio según San Lucas 2,22-40 (el texto entre [ ] puede omitirse por razón de brevedad). Cuando llegó el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor [(de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor») y para entregar la oblación (como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones»). Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que aguardaba el Consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu Santo, fue al templo. Cuando entraban con el Niño Jesús sus padres (para cumplir con él lo previsto por la ley), Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones, y gloria de tu pueblo, Israel.
José y María, la madre de Jesús, estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo diciendo a María, su madre: —Mira: Este está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten, será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti una espada te traspasará el alma.
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana: de jovencita había vivido siete años casada, y llevaba ochenta y cuatro de viuda; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel.] Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.
Comentario: Es una fiesta (domingo dentro de la octava de navidad) relativamente joven (celebración opcional en 1893, muy popular en el siglo XIX, sobre todo en Canadá. El papa León XIII lo promovió muchísimo). Hoy tiene un papel especial, en tiempos en que las fuerzas secularizantes son una amenaza clara para la familia. Pablo VI llama resalta un aspecto de la encarnación, en relación con la vida familiar de Cristo en Nazaret: "Sobre todo aquí se hace patente la importancia de tener en cuenta la pintura general de su vida entre nosotros, con su concreto entorno de lugar, tiempo, costumbres, lengua, práctica religiosa". Dios se hizo hombre, trabajador, carpintero e hijo de carpintero, nazareno, cuyos padres eran conocidos en aquel lugar. Le reconocemos como verdadero hombre, pero no perdemos de vista jamás su naturaleza divina. Efectivamente, "adoramos al hijo del Dios vivo que se hizo Hijo en una familia humana". Navidad es un tiempo hogareño, familiar. Y esto tiene una importancia religiosa y psicológica: necesitamos volver a los orígenes, a las raíces, a la familia de cuando en cuando. En el plano espiritual hacemos esto en nuestras celebraciones litúrgicas, renovando nuestros "orígenes sagrados" cuando celebramos el nacimiento de nuestro Señor. La cueva, el pesebre..., allí comenzó todo. Pero el hogar fue el entorno en el que aprendimos la fe por primera vez. Para los judíos de otros tiempos era una obligación sagrada la de volver al hogar y a la familia. Toda la noción del Año Jubilar da testimonio de esto: "Cada uno de vosotros recobrará su propiedad, cada uno de vosotros se reintegrará a su clan" (Lev 25,10). De esta manera, la navidad es una especie de celebración de familia en el plano humano y en el espiritual. El Antiguo Testamento da testimonio de un elevadísimo ideal de vida familiar en el pueblo judío. Aparece claramente esto en la primera lectura de la misma, tomada del Levítico (3,2-14), que destaca la virtud del amor y de la obediencia filiales. Indudablemente, san Pablo se inspiró en este y en otros textos similares cuando escribió de comunidad y de vida familiar en el Señor. En el Oficio de lecturas tenemos su tratado del capítulo 5 de Efesios, donde habla del amor y de la fidelidad conyugales, de la obediencia mutua, del deber de los hijos para con los padres y de éstos para con aquéllos. La segunda lectura de la misa, tomada del capítulo 3 de la carta a los de Colosas, ofrece un bello ideal no sólo de vida familiar, sino de vida comunitaria en general. La vida familiar es un valor importantísimo, pero no absoluto. Jesús buscó ante todo la voluntad de su Padre. Los lazos familiares estaban subordinados a la misión que él había recibido del Padre. Las lecturas evangélicas para el ciclo trienal aluden de una forma un tanto inquietante a lo que espera a Jesús y a sus padres: él será mal interpretado y perseguido, será "signo de contradicción", y una espada de dolor atravesará el corazón de su madre. "¿No sabíais que debo ocuparme en las cosas de mi Padre?" Y llegará el momento en que Jesús abandone el hogar y a sus padres para adoptar la vida incómoda de un predicador itinerante, sin hogar y sin un lugar donde reclinar su cabeza. No deja de amar a sus padres ni rompe todos los lazos y relaciones con el hogar, pero tiene que distanciarse de la vida segura circunscrita a Nazaret, a fin de entregarse por completo a su misión. Había que establecer nuevas relaciones que trascendieran el parentesco puramente humano. Jesús mismo llegaría a declarar que sus padres y sus hermanos eran los que hacían la voluntad de su Padre. Los seguidores de Jesús están llamados también a dejar la seguridad del hogar y de la familia, a sacrificar todo aquello que es lo más deseable desde una perspectiva humana. Ese es el contenido de toda vocación religiosa o de una vocación que encierra una llamada concreta a seguir a Cristo y a servir a sus hermanos. Es necesario que nos perdamos a nosotros mismos para encontrarnos. Hay que ampliar el horizonte de nuestra familia para abrazar a todos los hombres y mujeres. Esto no significa un frío distanciamiento de nuestra propia parentela, sino la no esclavización en el apego a ellos. Jesús no se distanció de su madre, pues ella le acompañó hasta el final. Nosotros no dejamos o abandonamos a nuestros padres o familiares, sino que establecemos una relación nueva y más profunda con ellos. Porque el Señor, complacido en nuestro sacrificio, nos devolverá, en una forma más profunda y bella, a nuestros padres, hermanos, hermanas y amigos (Vincent Ryan).
1. Si 3,3-7.14-17a. Unos dos siglos antes de Cristo comenzó en Palestina la helenización de las ideas y las costumbres, proceso favorecido por la moda de la clase dirigente, más tarde impuesto por la política de Antíoco Epífanes (175-173). Ben Sirá, el autor del Eclesiástico, se preocupa por todo esto, especialmente de la educación de la juventud y la familia, que siempre ha sido el baluarte de las tradiciones de un pueblo: la obediencia, el respeto a los mayores, la solicitud por los padres que se encuentran en necesidad y confiere a dichas virtudes un valor religioso; hay que aplicar el plan divino a cada momento, hoy vemos necesario acentuar también el respeto que merecen los hijos a los padres y la igualdad de la mujer frente a su marido. Por otra parte, los cristianos debemos acordarnos de la relativización que hizo Jesús de los vínculos familiares en atención a la mayor estima de la nueva solidaridad de los hombres creada por el Evangelio. La familia de Dios está por encima de toda familia meramente humana (“Eucaristía 1986”). El cuarto de los diez mandamientos era muy remarcado en el judaísmo tardío (Prov 19, 26; Rut 1, 16; Tob 4, 3-4), tal como está en la Ley: "Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra, que Yahveh tu Dios te va a dar" (Ex 20, 12). El anciano Tobías se dirige a su hijo en estos términos: "honra a tu madre y no le des un disgusto en todos los días de tu vida; haz lo que le agrade y no le causes tristeza por ningún motivo. Acuérdate, hijo, de que ella pasó muchos trabajos por ti cuando te llevaba en su seno" (Tb 4,3-4). Según el Eclesiástico, existen varias maneras de borrar los efectos del pecado. Por supuesto, los sacrificios del templo, pero también la limosna (3,30), perdonar a los demás (28,2), ayunar (34,26), evitar el mal (35,3) y la piedad hacia los padres: El que respeta a su madre, acumula tesoros. Tanto aquí como en 1 Tim 6, 19, el verbo "atesorar" se emplea en sentido metafórico, para designar ese cúmulo de buenas obras y de méritos que son fuentes de recompensas (Comentarios, Edic. Marova). En alguna visión judía las tablas de la Ley se dividen en 5 mandamientos dirigidos a Dios y 5 últimos para otros bienes; entre los que se refieren a Dios está el amor a los padres, y es lógico que veamos en ellos especialmente lo que es propio de la persona, ser imagen de Dios. Existen muchas razones humanas para honrar a los padres ya que su vida se perpetúa en la de los hijos, pero el texto insiste más en las razones religiosas: nos transmiten la vida que es don divino, siendo ellos los continuadores de su obra creadora y salvadora. Además el honrar a los padres es fruto del temor a Dios (v. 8), principio y raíz, corona y plenitud de toda sabiduría. Sólo el que teme a Dios, es decir el que se entrega a Dios con un amor real e incondicional, es capaz de valorar, en toda su profundidad, el papel insustituible de los padres. Con su haber, los padres reflejan la paternidad divina. Otros muchos textos bíblicos hablan de los padres: "corona de los ancianos son los nietos, honra de los hijos son los padres" (Pr 17,6), "escucha al padre que te engendró, no desprecies la vejez de tu madre" (Pr 23,22), "hijo mío, no abandones a tu padre mientras viva; aunque chochee, ten indulgencia, no lo abochornes mientras viva" (Si,3,12s), "honra a tu padre... y no olvides los dolores de tu madre, recuerda que ellos te engendraron, ¿qué les darás por lo que te dieron?" (Si 7,27s). Nuestra sociedad occidental progresa en conocimientos, pero no practica la sabiduría oriental: cariño a los mayores, hospitalidad, escucha atenta de su experiencia... Las palabras de los mayores son, como diría Pr 18,4 "... agua profunda, arroyo que fluye, manantial de sensatez" (A. Gil Modrego).
Nuestro cuarto mandamiento (el quinto del decálogo) reza así: "Honra a tu padre y a tu madre". El maestro, asumiendo el papel de padre, instruye al discípulo sobre sus obligaciones con los padres. Aquí, padre y madre son intercambiables (lo que se afirma puede decirse del uno y del otro). Ambos nos transmiten la vida, que es don de Dios. Gracias a esta vida, la historia del pueblo de Dios puede seguir su curso (de ahí la importancia de las genealogías en la biblia). Dios es la fuente de esta vida que transmiten los padres. No darles el honor debido es una ofensa grave contra el Creador. Honra y respeto, los dos términos repetidos, son el mandato que trata de inculcar el maestro al discípulo: conceder a los padres toda la importancia que ellos tienen, sobre todo en los días aciagos de la vejez. Y no sólo de palabras, sino también de obra. Honrar a los padres es fruto del temor de Dios, principio y raíz, corona y plenitud de toda sabiduría. El temor a Dios es ese sentido religioso que impulsa al hombre a guardar los mandamientos y rechazar el pecado. Por eso los que honran a sus padres expían sus pecados y obtienen toda clase de bendiciones. Por transmitirnos la vida, los padres son la imagen de un Dios padre (“Eucaristía 1992”).
2. Salmo 127,1-2.3.4-5: Este salmo hace parte de los "salmos graduales" que los peregrinos cantaban caminando hacia Jerusalén. Desde los 12, cada año, Jesús "subió" a Jerusalén con motivo de las fiestas, y entonó este canto. La fórmula final es una "bendición" que los sacerdotes pronunciaban sobre los peregrinos, a su llegada: "Que el Señor te bendiga desde Sión, todos los días de tu vida..." Tenemos en este salmo un idilio encantador de sencillez y frescura. Es el cuadro de la "felicidad en familia", de una familia modesta: allí se practica la piedad (la adoración religiosa... La observancia de las leyes...), el trabajo manual (aun para el intelectual, constituía una dicha, el trabajo de sus manos), y el amor familiar y conyugal... En Israel, era clásico pensar que el hombre "virtuoso" y "justo" tenía que ser feliz, y ser recompensado ya aquí abajo con el éxito humano. Pensamos a veces que esta clase de dichas son materiales y vulgares. Fuimos formados quizá en un espiritualismo desencarnado. El pensamiento bíblico es más realista: afirma que Dios nos hizo para la felicidad, desde aquí abajo... ¿Por qué acomplejarnos si estamos felices? ¿Por qué más bien, "no dar gracias", y desear para todos los hombres la misma felicidad? No se trata tampoco de caer en el exceso contrario, el de los "amigos de Job" que establecían una ecuación casi matemática: ¡Sé piadoso, y serás feliz! ¡Sé malvado, y serás desgraciado! Sabemos, por desgracia, que los justos pueden fracasar y sufrir, y los impíos por el contrario, prosperar. El sufrimiento no es un castigo. Es un hecho. Y el éxito humano, no es necesariamente señal de virtud. Sigue siendo verdad en el fondo, que el justo es el más feliz de los hombres, al menos espiritualmente, en el fondo de su conciencia: "¡feliz, tú que adoras al Señor!" "¡Feliz tú, que honras al Señor y le eres obediente!" Con frecuencia dijo Jesús: "felices... felices... felices...". Son las Bienaventuranzas. Jesús también prometió la felicidad: "Felices aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica".
"Tu mujer... Tus hijos..." Un ideal para la pareja. "Que el hombre no separe lo que ha unido Dios". (Mc 10,2-16...). Conocemos el amor de Jesús hacia los niños. Alusiones místicas: Jesús tiene una esposa, la Iglesia (Ap 19,7; 21,2; Mt 9,15; 25,1; Jn 3,29; 2 Cor 1,2), de la cual tiene hijos que alimenta "junto a la mesa" eucarística... Mediante el "trabajo de sus manos", su pasión dolorosa, los alimentó e hizo felices. La "viña", es también la imagen de la Iglesia, imagen de unión del amor entre Jesús y la humanidad "Yo soy la viña, vosotros los sarmientos.. Dad fruto..." (Jn 15). "Mi hijo, va a trabajar en mi viña". (Mt 21,28).
"Veras el bienestar de Jerusalén..." Jesús lloró ante las desgracias de Jerusalén, y le deseó bienestar (Lc 19,41). San Juan anuncia el cielo como "una nueva Jerusalén" que desciende del cielo como una novia feliz (Ap 21,2-27).
3. Col 3. 12-21. En Cristo, Dios convoca a su pueblo y a su familia. Es un pueblo en el que ya no hay diferencias entre esclavos y libres, gentiles y judíos, mujeres y hombres..., pues todos somos hermanos en JC que es el Primogénito del Padre. Somos un pueblo "santo", es decir, separado por Dios y para Dios. Pero esta santidad objetiva que todos recibimos en el bautismo al ser constituidos en hijos de Dios, exige la santificación de cada uno de nosotros y la edificación de la comunidad. La comunidad, esto es, la convivencia de los creyentes, se construye si todos ellos procuran tener los mismos sentimientos que Cristo y se revisten de misericordia entrañable, de bondad, de humildad... Pablo señala cinco virtudes fundamentales para la convivencia y las contrapone a otros tantos vicios que la impiden y de los que es preciso despojarse (cf. v. 8). Pero el Apóstol sabe muy bien que siempre habrá pegas y pecados en la vida comunitaria. Por eso será siempre necesario el perdón. También en esto debemos ser imitadores de Cristo, el Señor, que a todos nos ha perdonado. El perdón de Cristo es el fundamento y el motivo del perdón que nos debemos los unos a los otros. El amor es lo que da coherencia y perfección a todas las virtudes. Es también lo que mantiene a todos en la unidad, y la culminación de la vida comunitaria. Sólo cabe desear ahora que los fieles, bien trabados como un solo hombre, reciban la paz a la que han sido convocados. Cristo es "nuestra paz" (Ef 2. 14). Él habita por la fe en el corazón de cada creyente y, por lo tanto, en el corazón de la comunidad. Es aquí donde ejerce su arbitraje, donde engendra y defiende la buena convivencia. Pero Cristo es "aquella paz que el mundo no puede dar", la paz que Dios nos concede graciosamente. Por eso la deseamos y la pedimos, por eso damos gracias a Dios cuando la recibimos. En la eucaristía se expresa toda la riqueza de la convivencia cristiana animada por la presencia de Cristo. Es la fiesta en la que se anticipa el gozo del reino de Dios, que es paz, amor y fraternidad. Pero en esta fiesta no puede faltar la enseñanza mutua y la exhortación, pues la asamblea que la celebra está todavía en camino, y el Señor, que está con nosotros, todavía ha de venir con poder y majestad a reunirnos a todos en la mesa del Reino. Mientras tanto es justo y necesario que lo hagamos todo en nombre de Jesús y dando gracias al Padre por medio de él. En la medida en que cada cristiano habla y actúa en nombre de Jesús, permanece unido a sus hermanos y la comunidad sigue su acción de gracias en asamblea permanente. No hay separación aquí entre el culto y la vida, entre lo sagrado y lo profano. Todo es, todo debe ser, acción de gracias. Con gran facilidad se pasa de la vida en la comunidad a la vida en la familia. También la familia humana es familia de Dios, es Iglesia. También en la familia humana se construye la iglesia y se continúa la acción de gracias al Padre por medio de Cristo. Pablo se dirige a las mujeres y a los maridos, a los padres y a los hijos, y les anima a vivir según conviene "en el Señor". Aunque en el pensamiento de Pablo subyace el esquema de la familia patriarcal, alienta aquí el nuevo espíritu de la fraternidad cristiana. Es interesante ver cómo Pablo señala también los deberes del marido respecto a su mujer y de los padres respecto a sus hijos (“Eucaristía 1986”).
La sección Col 3,5-17 parece ser una instrucción ética impartida en el bautismo, mientras que a partir de 3,18 nos encontramos con resonancias de las exhortaciones domésticas usuales en el mundo grecorromano. En los dos casos se trata de exhortar a la vida cristiana práctica y cotidiana. Hay que acomodar la forma de esos mandatos a la cultura de nuestro tiempo. Hablar hoy de autoridad de maridos no es válido para familias del siglo XXI… Es preciso tomar el núcleo de la exhortación y aplicarlo a relaciones humanas, matrimoniales, propias de nuestro momento histórico. Porque no podemos pretender que para ser cristiano haya que prescindir de las legítimas maneras de ser que ha ido produciendo la evolución humana, también querida por Dios. Naturalmente, ello es un poco más difícil que la aplicación fácil y grosera de los textos. Pide una mayor formación y asumir riesgos de interpretar y aplicar. Pero así es la revelación (F. Pastor), sobre todo recojamos su invitación al perdón: "perdonaos, cuando uno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo". Solamente si nos reconocemos perdonados por el Padre de todos y por el Señor Jesús sabremos perdonarnos.
Vivir "en Cristo" o "revestirse de Cristo", para emplear dos expresiones características de esta lectura, no consiste en vivir aislados, lejos de los demás hombres. Cristo, en efecto, no hace más que revelar al hombre a sí mismo, y, al mismo tiempo, invitarle a abrirse a la iniciativa de Dios y al ejemplo de la cruz. Vivir en Cristo es, por tanto, intensificar al máximo la vocación de la humanidad y adoptar los medios indispensables -y que provienen de Cristo tan sólo- para llevar adelante ese proyecto (Maertens-Frisque). No se pueden aislar estas cualidades o virtudes que cita el apóstol Pablo: caracterizan en bloque el actuar del hombre nuevo, de modo que estas virtudes básicas de convivencia adquieren todo su realismo cuando se aplican a la comunidad familiar. El amor es aquí, como en 1 Cor 13, el don por excelencia. La comunidad cristiana, así como la familia, no tiene otra salida posible que la de un amor realista, traducido en respeto, ánimo, comprensión y colaboración entre todos. El amor es la perfección de todas las virtudes, que las reúne como el vencejo a las espigas para formar un solo fajo. La "acción de gracias" tiene en esta carta un lugar importante: 1, 12; 2, 7; 3, 15-17; 4, 2. Parece apuntar, más que al sacramento de la eucaristía, a esa situación interna del que cree, por la que va creciendo en una actitud comunitaria cordial y fraterna en el grupo en que vive. De ahí que esta "gratitud" haya que aplicarla a todo aquel grupo o persona que, de una manera u otra, nos acercan más al núcleo del Evangelio. Esta es la verdadera fraternidad y la auténtica familia de creyentes (“Eucaristía 1992”).
Así lo comentaba S. Agustín: “Tú educas a tu hijo. Y lo primero que haces, si te es posible, es instruirle en el respeto y en la bondad, para que se avergüence de ofender al padre y no le tema como a un juez severo. Semejante hijo te causa alegría. Si llegara a despreciar esta educación, le castigarías, le azotarías, le causarías dolor, pero buscando su salvación. Muchos se corrigieron por el amor; otros muchos por el temor, pero por el pavor del temor llegaron al amor. Instruíos los que juzgáis la tierra (Sal 2,10). Amad y juzgad. No se busca la inocencia haciendo desaparecer la disciplina. Está escrito: Desgraciado aquel que se despreocupa de la disciplina (Sab 3,11). Bien pudiéramos añadir a esta sentencia: así como es desgraciado el que se despreocupa de la disciplina, aquel que la rechaza es cruel. Me he atrevido a deciros algo que, por la dificultad de la materia, me veo obligado a exponerlo con más claridad. Repito lo dicho: el que desprecia o no se preocupa de la disciplina es un desgraciado. Esto es evidente. El que la rechaza es cruel. Mantengo y defiendo que un hombre puede ser piadoso castigando y puede ser cruel perdonando. Os presento un ejemplo. ¿Dónde puedo encontrar a un hombre que muestre su piedad al castigar? No iré a los extraños, iré directamente al padre y al hijo. El padre ama aun cuando castiga. Y el hijo no quiere ser castigado. El padre desprecia la voluntad del hijo, pero atiende a lo que le es útil. ¿Por qué? Porque es padre, porque le prepara la herencia, porque alimenta a su sucesor. En este caso, el padre castigando es piadoso; hiriendo es misericordioso. Preséntame un hombre que perdonando sea cruel. No me alejo de las mismas personas; sigo con ellas ante los ojos. ¿Acaso no es cruel perdonando aquel padre que tiene un hijo indisciplinado y, sin embargo, disimula y teme ofender con la aspereza de la corrección al hijo perdido?”
4. Lc 2, 22-40: La figura de un niño indefenso e inconsciente, abandonado en manos de sus padres, que lo traen y lo llevan presentándolo a Dios (2,22.27) y sometiéndolo al cumplimiento de la ley (2,23.24) nos muestra a Jesús humano, que se hace a las cosas de los hombres: crecimiento, formas sociales… en total condescendencia… Vemos hoy el primer anuncio del universalismo de la misión de Jesús. A ese ancho marco que es el mundo y la vida toda supeditará Jesús toda institución, aun la más querida: la familia. Sin embargo, es en ella donde él fue encontrando el camino de su encarnación concreta. Jesús será un signo de contradicción (cf Is 65,2). Jesús es un salvador para todos. Pero por un desconocido misterio del mal y del duro corazón del hombre, lo que estaba destinado a la salvación se ha convertido para algunos en mensaje de muerte. Este será el trasfondo de toda la tragedia de Jesús. Esto es lo que a él mismo le costaba entender (Lc 4,16s). Cuando el creyente vive su mensaje en una intensidad fuerte, puede hacer surgir la contradicción hasta en el seno de su propia familia. En esos momentos de incertidumbre es donde se calibra y mide la actitud que uno tiene ante el reino. Es preciso optar con decisión. Jesús comienza un ofrecimiento a Dios que ya no se extinguirá hasta la consumación de la resurrección. Este crecer de Jesús es la obra del Padre en el amor del Hijo. Nuestro esfuerzo, cualquier trabajo pequeño o grande de nuestra vida, debe encaminarse a la construcción en nosotros de esta vida de cara a Dios. Jesús fue haciendo este camino, como primera etapa, en el seno de una sencilla familia de pueblo (“Eucaristía 1978”).
La profecía de Simeón encuentra eco en otros lugares del NT referentes a Jesús como signo de división. Pedro aplica a Cristo lo que decía Is 8,14: "Él (el Señor de los ejércitos) será una piedra de tropiezo, una roca de escándalo para las dos casas de Israel, un lazo y una trampa para los habitantes de Jerusalén" (cf 1 Pe 2,6-8; cf 1 Cor 1,23-24). Mateo pone estas palabras en labios de Jesús: "No penséis que vine a traer paz sobre la tierra; no vine a traer paz, sino espada. Porque vine a separar al hombre de su padre, a la hija de su madre, a la nuera de su suegra. Enemigos del hombre, los de su casa" (Mt 10,34-36). La predicación de Cristo —señala Juan en tres ocasiones (Jn 7,43; 9,16; 10,19)— era motivo de cisma entre la gente, ya que daba lugar a pareceres discordes sobre su persona. El mismo Jesús (según Jn 9,39) lo reconoce sin medias tintas, cuando afirma: "Yo vine a este mundo para un juicio: para que los que no ven vean y los que ven se queden ciegos". El elemento discriminante de este juicio es Cristo-luz, es su palabra que revela al Padre (Jn 12,44-50). Esa palabra escudriña los corazones: "En efecto, quien obra mal odia la luz y no va a la luz, para que no se descubran sus obras. Pero el que obra la verdad va a la luz, para que se vean sus obras, que están hechas en Dios" (Jn 3,20-21). El autor de la carta a los Hebreos (12,3) define la muerte de Jesús como una contradicción que los pecadores arrojaron contra él. Israel —comenta Pablo citando a Is 65,2— fue "un pueblo desobediente y rebelde" ( Rom 10,21: antilégonta). Jesús está destinado a ser causa de "caída y resurgimiento". Con este binomio antitético, Simeón profetiza cuál será el éxito en conjunto de la misión de Jesús. Para quienes lo rechacen, es decir, para los que crean que están en pie fiándose de sus propias seguridades (cf Lc 14,9), él será piedra de tropiezo; pensemos, por ejemplo, en los escribas y fariseos, orgullosos de su ciencia (Lc 11,52-54); en el fariseo de la parábola (Lc 14,9-13.14b), en los invitados a la boda que declinan la invitación por tener otros intereses (Lc 14,16-21ab.24)... Por el contrario, Cristo será ocasión de salvación para cuantos se encuentran en un estado de miseria, de pecado, pero acogen su palabra; pensemos en el publicano (Lc 14,13-14), en Zaqueo (Lc 19,2-10), en los pobres, los cojos, los ciegos y los lisiados que sustituyen a los que fueron invitados primero a la boda (Lc 14,21-23)... Así pues, además de la acogida, Jesús conocerá la amargura y la tragedia del rechazo, será un "signo de contradicción", dice el anciano profeta. Signo, en primer lugar: en efecto, en su persona Dios se hace manifiesto y cercano a su pueblo (cf Lc 1,68; 7,16), especialmente en la gran revelación pascual: "Como Jonás fue un signo para los ninivitas, así el Hijo del hombre lo será para esta generación" (Lc 11,30). Pero de contradicción; es decir, objeto de repulsa por parte de Jerusalén y del judaísmo oficial, que no reconoció los tiempos de la visita de Dios (cf Lc 19,44b-47; 29,9-18...). Se trata, por consiguiente, de un sendero lleno de espinas el que se perfila para Jesús. "Para que sean descubiertos los pensamientos de muchos corazones", añade Simeón (v. 35).
También se refiere el anciano al alma de María traspasada por una espada. Recorriendo la literatura judeo-bíblica, se ve que la espada es uno de los símbolos más frecuentes para designar la palabra de Dios. En el AT tenemos dos casos (Is 49,2 y Sab 18,15) Este mismo tipo de simbolismo aparece con frecuencia en los comentarios judíos a los textos bíblicos. También el NT, en siete ocasiones, recurre a este lenguaje: la palabra de Dios, que se identifica ahora con la palabra de Jesús, es comparada con una espada cortante de doble filo. Las referencias más abundantes nos las ofrece el Apocalipsis (1,16: "De su boca salía una espada aguda de dos filos": 2,12.16 19,15.21). Está asimismo la carta a los Efesios (Ef 6,17: "Tomad también... Ia espada del Espíritu, que es la palabra de Dios"). Hay que dedicar una especial atención a la carta a los Hebreos (Hb 4,12): "La palabra de Dios es viva y eficaz; ella penetra hasta la división del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y es capaz de distinguir los sentimientos y pensamientos del corazón". Hay analogía entre Lc 2,35 y Heb 4,12. En ambos trozos se habla de espada que "penetra en el alma" y "revela-escudriña los pensamientos del corazón". Esta relación no se le escapó, por ejemplo, a san Ambrosio. Una vez asentada esta ecuación simbólica espada = palabra de Dios, se asoma la hipótesis de que la espada a la que alude Simeón es figura de la palabra de Dios, tal como se expresa en la enseñanza de Jesús. Efectivamente, esta descodificación del símbolo espada se armoniza muy bien con el contexto anterior. Poco antes, Simeón había celebrado a Jesús como luz de las gentes y gloria de Israel (v. 32). Sus palabras hacen eco a los poemas del Siervo de Yavé (Is 42,6; 49,6). Pues bien, precisamente uno de esos poemas (49,2) presenta al Siervo de Yavé como un profeta de cuya boca Dios ha hecho una espada afilada. La imagen, como hemos visto, fue recogida varias veces en relación con Cristo en el Apocalipsis ( I,16; 2,12.16; 19, 15.21). Pero también Simeón, al preconizar en Jesús al Siervo de Yavé por excelencia, parece decir que su palabra es semejante a una espada. Escogiendo esta orientación exegética (que, lejos de excluir a las demás, puede perfectamente integrarlas), la imagen de María seria la de una creyente que, lo mismo que todo Israel, su pueblo, tendrá que enfrentarse con la palabra del Hijo, simbolizada místicamente en la espada. Su alma se verá profundamente penetrada por ella. Efectivamente, siempre en el tercer evangelio vemos que ella acogía y guardaba los acontecimientos y las palabras de Jesús (Lc 2,19.51b; cf 8,19-21 y 11.27-28). Con una actitud sapiencial se esforzaba en sondear su alcance, incluso cuando le procuraban sufrimientos y no llegaba a comprender todo su sentido (Lc 2,48-51b). Así pues, María hizo que sus pensamientos se aclarasen y se juzgasen a la luz de aquella palabra y se conformó a ella con un crecimiento constante. Esto suponía para ella gozo y dolor. (gozo, al ver los frutos copiosos que la semilla de la palabra evangélica producía en ella misma y en cuantos la acogían con un corazón "bueno y perfecto" (cf Lc 8,15). Dolor, cuando buscaba angustiada a Jesús en Jerusalén y no comprendió su respuesta: "¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que tengo que estar en la casa de mi Padre? Y ellos no comprendieron sus palabras" (Lc 2,49-50). Conservando en su corazón el enigma de esa frase, ella "avanzó en la peregrinación de la fe" (LG 58), no sin pruebas ni oscuridades. Pero el colmo de la aflicción inundó su espíritu cuando vio a su Hijo rechazado y crucificado. Obedecer a la voluntad del Padre (¡ella, la madre del ajusticiado!), permanecer fiel a las palabras del Hijo sobre todo en aquel momento de tiniebla (cf Redemptoris Mater 18): he aquí el punto crucial de la transfixión que esta palabra produjo en las fibras de María. Según esta exégesis, no seria lógico restringir solamente a la compasión de la Virgen al pie de la cruz la profecía de Simeón. Abarca más bien todo el arco de su misión de madre del Redentor y especialmente el drama del Calvario. ¿No decía acaso Jesús: "Si alguno quiere venir en pos de mi, niéguese a si mismo, tome su cruz de cada día y sigan" (Lc 9,23)? Abrahán, nuestro padre en la fe, "obedeciendo la llamada divina, partió para un país que recibiría en posesión, y partió sin saber a dónde iba" (Hb 11,8). María, madre de los creyentes (cf Jn 19,2627a), aceptó que su vida se plantease según la palabra del Señor que le había sido revelada por el ángel (Lc 1,38). Con su fiat se dispuso a salir de si misma para seguir los caminos de Dios, que "es más grande que nuestra conciencia y lo sabe todo" (1Jn 3,20). La Virgen llevaba a su Hijo en los brazos, pero no se negaba a dejarse conducir por el Hijo por un camino incierto y difícil; también para ella se hizo realmente ejemplar la frase de Jesús: "El que pierda su propia vida por mi, la salvará" (Lc 9,24; cf Mc 8,35; Mt 16,25; Jn 12,25). Contemplada en esta dimensión, María, además de madre, es hermana nuestra a la hora de compartir la gozosa fatiga de creer (A. Serra).
El ejemplo de la Sagrada Familia fue tratado magistralmente por Pablo VI en su visita al Lugar santo: “Nazaret es la escuela donde empieza a entenderse la vida de Jesús, es la escuela donde se inicia el conocimiento de su Evangelio. Aquí aprendemos a observar, a escuchar, a meditar, a penetrar en el sentido profundo y misterioso de esta sencilla, humilde y encantadora manifestación del Hijo de Dios entre los hombres. Aquí se aprende incluso, quizá de una manera casi insensible, a imitar esta vida. Aquí se nos revela el método que nos hará descubrir quien es Cristo. Aquí comprendemos la importancia que tiene el ambiente que rodeó su vida durante su estancia entre nosotros, y lo necesario que es el conocimiento de los lugares, los tiempos, las costumbres, el lenguaje, las prácticas religiosas, en una palabra, de todo aquello de lo que Jesús se sirvió para revelarse al mundo. Aquí todo habla, todo tiene un sentido. Aquí, en esta escuela, comprendemos la necesidad de una disciplina espiritual si queremos seguir las enseñanzas del Evangelio y ser discípulos de Cristo. ¡Cómo quisiéramos ser otra vez niños y volver a esta humilde pero sublime escuela de Nazaret! ¡Cómo quisiéramos volver a empezar, junto a María, nuestra iniciación a la verdadera ciencia de la vida y a la más alta sabiduría de la verdad divina! Pero estamos aquí como peregrinos y debemos renunciar al deseo de continuar en esta casa el estudio, nunca terminado, del conocimiento del Evangelio. Mas no partiremos de aquí sin recoger rápida, casi furtivamente, algunas enseñanzas de la lección de Nazaret.
Su primera lección es el silencio. Cómo desearíamos que se renovara y fortaleciera en nosotros el amor al silencio, este admirable e indispensable hábito del espíritu, tan necesario para nosotros, que estamos aturdidos por tanto ruido, tanto tumulto, tantas voces de nuestra ruidosa y en extremo agitada vida moderna. Silencio de Nazaret, enséñanos el recogimiento y la interioridad, enséñanos a estar siempre dispuestos a escuchar las buenas inspiraciones y la doctrina de los verdaderos maestros. Enséñanos la necesidad y el valor de una conveniente formación, del estudio, de la meditación, de una vida interior intensa, de la oración personal que sólo Dios ve.
Se nos ofrece además una lección de vida familiar. Que Nazaret nos enseñe el significado de la familia, su comunión de amor, su sencilla y austera belleza, su carácter sagrado e inviolable, lo dulce e irreemplazable que es su pedagogía y lo fundamental e incomparable que es su función en el plano social.
Finalmente, aquí aprendemos también la lección del trabajo. Nazaret, la casa del hijo del artesano: cómo deseamos comprender más en este lugar la austera pero redentora ley del trabajo humano y exaltarla debidamente; restablecer la conciencia de su dignidad, de manera que fuera a todos patente; recordar aquí, bajo este techo, que el trabajo no puede ser un fin en sí mismo, y que su dignidad y la libertad para ejercerlo no provienen tan sólo de sus motivos económicos, sino también de aquellos otros valores que lo encauzan hacia un fin más noble”.
María quedó también admirada de la ejemplaridad de Ana, y fue meditando en su corazón estas cosas, para ser buen instrumento de Dios. Generalmente los padres pretenden que sus hijos sean su copia y calco fiel: que sus hijos piensen como ellos, se comporten como ellos, y hasta elijan la misma profesión y modo de vida. Se corta el cordón umbilical fisiológico, pero se ata al hijo con fuertes cadenas afectivas, llevando el amor a una excesiva superprotección, cuya consecuencia inmediata es la inmadurez de los hijos o su franca rebeldía. María cortó el cordón psicológico y afectivo, pero hizo algo más: creció con su hijo. Supo callar, supo esperar y, en especial -y esto es algo que le cuesta a todo padre o madre- supo aprender de su hijo. Amó como nadie a su hijo y, precisamente por eso, lo respetó como hijo; le dio la oportunidad para que no fuera «el hijo de María», sino para que fuera Jesús, el Salvador, con una misión especial y con una forma especial de llevarla a cabo. Sabemos que hoy existe en nuestras modernas familias un serio problema de relación y de diálogo entre padres e hijos. Psicológicamente lo explicamos como una falta de desasimiento por parte de los padres, un apego excesivo -aparentemente a los hijos-, pero que en el fondo es a sí mismos. Los padres no pueden engendrar hijos para usarlos como una forma de prolongación... Engendrar un hijo es darle la oportunidad de ser alguien, un ser libre y un ser distinto a los padres. Si en una primera etapa el amor de los padres necesita ser amor protector, en una segunda etapa debe ser amor «promotor». Se trata de una manera distinta de amar; no se ama al hijo para tenerlo y sentirlo como «mi hijo», sino que se lo ama para que sea distinto de uno. También los hijos deben aprender a amar a sus padres siendo distintos de ellos. Generalmente se busca la distinción pero a través de la rebeldía y de la oposición sistemática. De aquí que madurar en el amor paterno-filial es una tarea ardua, que exige una gran dosis de renuncia. Es éste el camino del auténtico amor, entrega de sí mismo, don de sí mismo para el otro, para su crecimiento y felicidad. Debajo de muchas formas de amar a los hijos se puede esconder un profundo amor a uno mismo; y generalmente cuando esto sucede, es fácil descubrir que estos padres no han sabido desprenderse de sus propios padres. Por no haber resuelto su propia relación filial, no pueden ahora asumir una actitud madura con sus propios hijos. Leyendo el Evangelio, nadie duda de que Jesús tuvo una auténtica personalidad y una cabal madurez de hombre. Y justo es decir que si llegó a ese grado fue por esa presencia discreta de su madre, que supo estar a su lado, sin hacerse sentir; que lo siguió aun sin comprenderlo totalmente. Jesús supo sentirse libre ante su madre. Se sabía amado por ella, pero también respetado en su forma de pensar y de actuar. De la madurez de María surgió un hijo maduro.
Y otro elemento más nos aporta Lucas. En este clima de fidelidad a la voluntad de Dios y de mutuo amor y respeto, "el niño crecía y se robustecía, y se llenaba de sabiduría”. En aquella familia el niño Jesús encontró la oportunidad para crecer y desarrollarse. Y no sólo en el aspecto físico sino especialmente en sabiduría, expresión que podemos traducir: crecía como persona, acumulando criterios y experiencia de madurez. Su familia fue escuela de sabiduría, esa que es saber encontrar el camino, que nos señala la voluntad de Dios; tener criterios rectos de acción; equilibrar sentimientos y actos; tener una meta y un objetivo y saber aplicar todas las energías en un proyecto digno de ser vivido. Lucas nos da una fórmula que vale para las familias de todas las épocas: la gran tarea de los padres es permitir y promocionar la madurez de sus hijos. Esta concepción deja muy atrás los conceptos del Eclesiástico (primera lectura), con un esquema de familia patriarcal y de régimen severo y verticalista. En el capitulo 7, 23ss, el autor del Eclesiástico así se explaya: «¿Tienes hijos? Adoctrínalos, doblega su cerviz desde su juventud. ¿Tienes hijas? Cuídate de ellas, y no les pongas cara risueña. Casa a tu hija y habrás hecho gran cosa, pero dásela a un hombre prudente. ¿Tienes una mujer que te gusta? No la despidas, pero si la aborreces no te fíes de ella.» La primera lectura de hoy orienta a los hijos hacia el amor, respeto y ayuda a los padres. El Evangelio avanza un poco más: exige a los padres una actitud de madurez, de respeto y de libertad a los hijos. Sabemos que este ideal es difícil, y que cuesta vencer un esquema tradicional de familia, en la que los padres dominan sobre los hijos, y en la que el padre, por ser varón, se siente dueño de todos. La fe cristiana, llamada a la libertad y a la responsabilidad, hoy nos exige que revisemos a fondo nuestro sistema familiar, primera escuela en la que los hombres deben aprender el camino de la liberación y del compromiso responsable (Santos Benetti).
La Eucaristía semanal es un gran medio para vivir el amor en familia. Por eso hemos escuchado cómo Pablo invitaba a la oración en común: "celebrad la acción de gracias, que la Palabra de Cristo habite entre vosotros, y todo lo que hagáis hacedlo en nombre de Jesús". ¿No es ahí, en la oración familiar, en la Eucaristía celebrada en común, donde mejor pueden las familias alimentar su fe, su unión, su compromiso diario de amor (J. Aldazábal).
Hoy vemos a Jesús, un Dios inmediato, niño y miembro de una familia. Así puede ser tratado por todos. Jesús empezó por ser niño, para que no nos asustásemos de su grandeza y de su misión terrible de la Cruz. Así siente y dice Carlos de Foucauld. Y esto nos hace meditar. Jesús nos ha traído la seriedad en la vida concreta, porque es a su través como hemos de caminar hacia el misterio. La vida inmediata, prosaica, se ha cargado de seriedad porque nos conduce a lo último, a lo definitivo. No se trata de grandezas "grandes", sino de "pequeñas cosas" que se hacen grandes. Y este caminar entre cosas inmediatas y pequeñas es el sendero que conduce a la intimidad con Dios. Es a través de lo inmediato, de la cruz de cada día, como ha querido que le encontremos. Y esto nos contradice y nos cansa, porque nos arranca de nuestras veleidades de grandeza. El cumplimiento, el respeto, la constancia, la comprensión que exige la familia, el círculo inmediato de nuestras obligaciones diarias, es el banco donde se templa y troquela nuestra capacidad de acceder a Dios (Carlos Castro). La Palabra hecha carne se hace familia y vive en familia, inaugura una familia que es la Sagrada Familia y luego se va extendiendo a otras personas… es la Iglesia, cuando se acepta el Espíritu y la vida en el amor. «En el abrazo más amoroso, escribe magistralmente R. Garaudy, se abraza a un ser libre. El amor comienza cuando se prefiere al otro y no a sí mismo, y cuando se reconoce su diferencia y su imprescindible libertad... Nada hay más grande que ese saber compartir la personalidad de cada uno... Un amor que no es la creación continuada de uno por otro, hecha al precio de dramáticos desprendimientos, es todo lo contrario del verdadero amor". El amor es siempre hijo de la libertad, nunca del dominio. Así es el amor de Dios. Así fue el amor entre José y María, y de ambos hacia el Hijo. A veces no lo entendían, pero lo respetaban y se esforzaban por entenderlo, pues los ojos del corazón penetran en el secreto de la persona. Nunca se puede llegar al secreto último. Toda persona tiene algo de misterio, incluso para ella misma, y ahí está su encanto. Si se pudiera analizar fría y totalmente en el laboratorio, si se pudiera dominar por medio de técnicas psicológicas, dejaría de ser persona. «Sólo un ser dotado de misterio es, a la larga, digno de amor... Si un amante tuviera la conciencia de haber conocido o traspasado con su mirada el objeto de su amor, tal conciencia sería un signo infalible de que el amor ha llegado a su fin» (H. Urs von Balthasar). Es verdad. Pero el amor intuye algo de este secreto. Comprende mejor que nadie las motivaciones últimas, los fines verdaderos, las circunstancias objetivas, todo lo que hay mucho más adentro de cualquier superficie y muy por debajo de cualquier apariencia. Sabe distinguir el tono, interpretar el gesto, leer la mirada, descubrir la intención, adivinar el deseo. ¡Qué lúcido y comprensivo es el amor! Los clásicos lo pintaban con los ojos vendados; pero ése era el «eros», el amor-deseo. Sin embargo, nada tan clarividente y penetrante como el amor-agape, el amor de caridad. No hay nada tan gratificante como cuando dos personas se encuentran en profundidad y se sienten incondicionalmente aceptadas y valoradas. Es como encontrar el tesoro escondido, la dicha que nadie te puede quitar. Entonces es cuando cada uno tiene derecho a pronunciar el nombre del otro, un nombre que se pronuncia en verdad y significa conocimiento, porque sólo se conoce bien lo que se ama. Este encuentro amoroso es el secreto de la felicidad. El gran engaño, la ofuscación perversa de nuestro tiempo, es poner la felicidad en el tener, la seducción del dinero, en vez de la seducción del amor y de la gracia. No hay dinero que pueda comprar la dicha del amor, ni pueda llenar el vacío de la soledad. Se lo podíamos preguntar a Adán, cuando estaba solo en el paraíso: suyos eran los tesoros del mundo y era dueño de todas las cosas, pero su corazón se moría de tristeza y su alma padecía insatisfacciones angustiosas. Sólo al contemplar a la mujer dio un grito de entusiasmo. Así todo Adán enamorado podía repetir con el salmo: "Más estimo yo las palabras de tu boca, que miles de monedas de oro y plata" (Sal. 118, 72); más estimo yo una sonrisa, una caricia, una presencia, un gesto de amor, que todos los tesoros de la tierra. No se trata naturalmente de un amor cualquiera, de un amor erótico, interesado, pasajero. Se trata de un amor auténtico, que llega al fondo de la persona, que es incondicional y tiende a ser definitivo. Ya decía S. Jerónimo: "Amistad que puede perderse nunca fue verdadera". Cuando el amor es verdadero, cuando llega al centro de la persona, ese amor desafía el futuro como la casa cimentada sobre la roca. En cada familia reverbera la dichosa comunidad divina donde se hace posible el encuentro, la acogida, el diálogo, la amistad, la interrelación mutua, el amor más grande, la unión más íntima. En la familia, cada miembro es amado más de lo que merece, se vive continuamente la gratuidad.
El amor es comprensivo, da una apertura magnífica para conocer al otro y acercarse al misterio de la persona, que suele ser mejor de lo que pensamos. Si conociéramos y comprendiéramos de verdad a las personas, no seríamos tan fáciles para odiar y condenar. Y la comprensión se da la mano con el perdón. Por muy grande que sea el amor siempre hay algo que perdonar. Todos los días tendremos algo que perdonarnos, por los olvidos, por los cansancios, por las insatisfacciones, por las preocupaciones, por los prejuicios, por las dudas, por los nervios, por los roces, por los inevitables egoísmos, por las incomprensiones, por todo tipo de fallos y limitaciones. En la familia, o se aprende a perdonar o se rompe al día siguiente. Nadie como los padres para comprender a sus hijos. Y nadie debe conocerse y comprenderse mejor que los esposos. La comprensión y el perdón son la base para la estabilidad y la armonía de la familia y de toda comunidad. Se necesita el diálogo valiente, la paciencia constante, la caridad creciente. Se manifiesta en los pequeños detalles de cada día, que son los que tejen la trama de la vida. No hay que esperar sólo a las grandes infidelidades o violentas discusiones. Lo grande se hace a base de repetir lo pequeño. La comprensión y el perdón no están reñidos con la exigencia mutua y el esfuerzo de todos: no deben abrir la puerta a la indiferencia, la dejación, el capricho o la falta de respeto. El sentirme comprendido y perdonado debe ser para mí la mayor disciplina y el mejor estímulo. La familia es, efectivamente, un semillero de exigencia y tolerancia, de perdón y agradecimiento.
Nada hay tan gozoso como el amor, pero nada tan exigente y tan fuerte como el amor. El es la fuerza que crea la vida, que aglutina familias y comunidades, que sostiene el mundo. A veces nos asustamos de los desastres originados por las fuerzas del odio y la violencia. Pero siempre es más fácil destruir que construir. La no-violencia y el amor son mas fuertes, porque construyen la sociedad, porque aglutinan a los pueblos. «La no-violencia, escribía Gandhi, es la fuerza más grande que la humanidad tiene a su disposición. Es más poderosa que el arma más destructiva inventada por el hombre». La familia se forja para la creatividad y el crecimiento. El amor es creativo y hace crecer; no es tarta que se consume, sino tarea que se consuma; no es tesoro que se guarda, sino semilla que se cultiva: no es nirvana, sino creación continua; no es mirarse el uno al otro, sino conjuntar miradas y esfuerzos en metas superiores. El amor hay que conquistarlo en la lucha de cada día. Hay que purificar las actitudes cada día, hay que cultivar el detalle cada día, hay que limpiar el polvo de la rutina cada día, hay que ejercitar la paciencia cada día, hay que ofrecer el perdón cada día.
El amor hace crecer a las personas. "Un amor que no es la creación continuada de uno por otro hecha al precio de dramáticos desprendimientos, es todo lo contrario del verdadero amor" (R. Garaudy). El amor no es dominante ni absorbente, sino que respeta sumamente al otro y le ayuda a ser él mismo y a crecer en su propia personalidad. No se puede querer tanto a las personas que las asfixiemos. El amor hace crecer la vida. A través de los padres, Dios sigue creando, cultivando la vida, desarrollando el ser. Pero los hijos también hacen crecer a los padres: no sólo reciben, también dan estímulos vitales enriquecedores. La familia es así verdadero seminario de humanidad. Benditos los agricultores todos de la vida.
Todo amor humano es un reflejo del amor divino. Toda familia humana es una participación de la familia divina. Dondequiera que se cultive el amor y la vida, allí está Dios. Dios está ahí, ayudando a los esposos a quererse, ayudando a los padres a prolongarse, ayudando a los hijos a desarrollarse, ayudando a todos a integrarse desde el respeto, el diálogo y la solidaridad. También la familia es un templo donde todo puede convertirse en oración. Si santa Teresa encontraba a Dios entre los pucheros, lo mismo se le puede encontrar entre los libros, en la cama o en la mesa de trabajo, junto a la lumbre o en el sofá. Y Dios se hará presente en los besos y abrazos multiplicados, en las lágrimas compartidas, en los esfuerzos conjuntados, en las esperanzas cultivadas, en los ideales soñados. Y su presencia será especialmente viva e intensa cuando nace un niño, cuando triunfa o cuando enferma un hermano, cuando muere un padre. Y una presencia especialísima cada vez que se reúnen para hacer oración, para escuchar su palabra e interpretar los acontecimientos. Otro modo de presencia es cuando las puertas de la casa se abren al amigo o al peregrino, cuando se comparte con el vecino, cuando se participa en la vida social o se trabaja de cualquier modo por los demás. Porque la familia siempre ha de estar abierta a los demás y lanzada hacia el futuro. Contando con esta presencia de Dios en la familia, todas las dificultades se pueden superar; las gratificaciones prevalecerán sobre las discusiones, la creatividad sobre las rutinas, la libertad sobre la costumbre, las satisfacciones sobre los vacíos, la presencia y valores sobre los problemas, las alegrías sobre las penas, la presencia y amistad sobre la soledad.
Cristo aporta, pues, a la familia la medicina y el dinamismo necesarios para que pueda convertirse en un verdadero sacramento. Cristo salva a la familia de las limitaciones de la carne, de la tiranía del sexo, del aislamiento familiarista, de la insolidaridad egoísta, de la falta de compromiso, del tradicionalismo a ultranza, del autoritarismo patriarcal, del sentido posesivo del amor. Recordemos las palabras de Jesús referentes a los lazos familiares (Mt 10,37;Mt 19,29). O las que utiliza cuando le hablan de su madre (Mc. 3, 33- 35; Lc. Il. 27-28). Cristo cambia el agua insípida del amor humano en el vino generoso y abundante del amor del Espíritu. La transformación del agua en vino durante unas bodas es un bello símbolo de la acción de Cristo sobre el matrimonio y la familia. Cristo purifica, eleva, trasciende el amor de los esposos, de manera que llegue a ser una imagen del amor de Cristo a la Iglesia. Un amor que sea, como el suyo, limpio, gratuito, generoso, incondicional, ilimitado, entregado. No niega nada, sino que lo potencia todo. Aquello de que «la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona».
Dicho esto, con toda la belleza y la profundidad que encierra, debemos reconocer que Cristo también cuestiona y relatividad a la familia. Es como si quisiera romper las paredes de la casa, que la familia sea siempre algo abierto y dinámico que no se limitará a las relaciones basadas en la carne y la sangre. El quiere hacer familias más libres y más grandes, enlazadas por los lazos del Espíritu. El quiere que todos lleguemos a formar una sola familia; ha venido para eso, para crear la fraternidad y la solidaridad. Dicho de otro modo, si por una parte Cristo convierte la familia en una Iglesia, convierte, por otra, Ia Iglesia en una familia para todos. Es la familia de los hijos nacidos, "no de sangre ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre. sino de Dios" (Jn. 1. 13). Es la familia de Dios, en la que ya no hay distinción «entre judío y griego; bárbaro y escita: esclavo y libre: hombre y mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gal. 3. 28: Col. 3, 11). Es la familia en la que ya no hay puertas cerradas ni muros divisorios ni murallas defensivas ni pasos fronterizos ni bloques cerrados ni pactos beligerantes ni alianzas defensivas ni economías opresoras. Es la familia en la que todos hablarán la misma lengua, o se entenderán aunque hablen lenguas distintas, en que la colaboración sustituirá a la competencia y la solidaridad a la rivalidad y la confianza al miedo y la ayuda a la explotación. Es la familia del amor.
La superficialidad, la banalización de las relaciones familiares, la familia ligth, son un peligro para el amor en la familia de nuestro tiempo. Hoy todo es ligero, frívolo, efímero, inconsistente, permisivo. Hoy todo es rápido y cambiable: productos para usar y tirar. Acostumbrados a tantas noticias, tantos sucesos, tantas emociones, pasamos por ellos alegremente o pasan por nosotros epidérmicamente. La familia también se ve afectada por esta ola de ligereza. Es el caso de la metáfora evangélica: la casa cimentada sobre arena, que sucumbe ante cualquier viento o dificultad. Ligeras y volubles son en tantos casos las relaciones entre los esposos y entre los padres y los hijos. Se dialoga poco, se discute mucho, se vive con los nervios desatados, a golpe de gusto. Se vive a veces con más intensidad fuera que dentro. Hay casas que se convierten en fondas o en lugar de descanso y esparcimiento. Hay veces que las relaciones son tan flojas y tan poco consistentes, que a los pocos años ya se han roto y no queda nada, si acaso traumas y recuerdos. Los folletines o folletones televisivos ofrecen mil y un ejemplos de este tipo de relaciones.
El consumismo es la nueva religión del “progreso”: el piso, el chalet, el garaje, el coche, la moto para los niños, el vídeo, el ordenador, los cuadros, el aire acondicionado, toda la complicada y variada gama de electrodomésticos...: es forzoso consumir. Naturalmente, para eso hay que trabajar mucho y trabajar todos: hay que vivir deprisa y vivir «stressados», a no ser que toque algún tipo de juego o lotería o «precio justo». Se convive, pues, no para la común-unióm sino para el común-consumo y disfrute de las cosas. La idolatría del tener.
El intimismo, la familia como refugio, la idolatría del sofá, la falta de solidaridad y de compromiso social. Se quiere vivir cómodamente, casi narcisísticamente, y no se quieren complicaciones de ningún tipo. Es verdad que la familia está llamada a ser en medio de la sociedad dura, fría, competitiva, un oasis afectivo y emocional en el que se cultiven las relaciones individualizadas, personalizantes; en el que la persona no sea tratada como un número; en el que la intimidad prevalezca sobre la eficacia; en el que cada uno se sienta gratuitamente aceptado y amado. Pero esta vivencia de intimidad, lejos de aislar a la familia, la capacita para el trabajo y el compromiso en la sociedad… hay mucho que hacer en la vida social para proteger la familia.
Aunque la vida se pueda crear en el laboratorio, no se pueden hacer personas en el laboratorio. La persona es una realidad maravillosa que no se puede programar. A ver, ¿qué cantidad de besos y caricias necesita un niño para que llegue a ser persona?; ¿cuántas veces hay que cogerle en brazos o dejarle en la cuna?; ¿cuántas veces hay que hablarle y sonreírle?; ¿cuántos piropos hay que decirle?; ¿qué gestos y palabras debe aprender?... El hombre, cuando nace, es el ser más desvalido. Otros animalitos se valen enseguida por sí mismos. El hombre necesita mucho tiempo de las atenciones y cariño de los padres. El niño sólo puede crecer adecuadamente en una «comunidad de vida y amor», y eso es lo que llamamos familia. Aquí, en este entrañable laboratorio de vida, el ser más desvalido irá creciendo y desarrollando todas sus potencialidades, hasta llegar a ser la criatura más admirable del universo: inteligente, libre, creadora. La familia ofrece los cauces y los medios para el crecimiento. Es en la familia, donde el niño empieza a conocer su nombre y su identidad; donde se siente llamado, lo que quiere decir que alguien lo estima y se fija en él; donde se sabe distinto, con unos valores propios que ha de desarrollar; donde aprende a soñar y a llenarse de ideales. Aquí empieza a conocer su primera vocación. Cada hijo, se ha dicho, es «portador de un misterio», con una vocación personal, única e irrepetible. Es también en la familia donde empieza a enraizarse con los problemas de los demás, a sentir como suyas las aspiraciones y las luchas de sus padres, a ser consciente de que quedan mucha casa y mucho mundo por construir. No le faltarán tareas y compromisos.
Es, por fin, en la familia donde el hombre aprende a vivir la comunión. El vino a la existencia, porque fue llamado por el amor de dos personas: «Soy amado, luego existo». Empezó a encontrar una acogida y un cariño que no merecía: la experiencia de la gratuidad. Aprendió enseguida la necesidad de relacionarse y de compartir. Y fue aprendiendo poco a poco lo que era el verdadero amor.
«La familia es la única comunidad en la que todo hombre es amado por sí mismo, por lo que es y no por lo que tiene... El otro no es querido por la utilidad o el placer que pueda procurar; es querido por sí mismo y en sí mismo. La norma fundamental es, pues, la norma personalista: toda persona... es afirmada en su dignidad en cuanto tal, es querida por sí misma… En la familia aprende qué quiere decir amar y ser amado, y por consiguiente qué quiere decir en concreto ser una persona... El don recíproco de sí por parte del hombre y la mujer crea un ambiente de vida en el cual el niño puede nacer y desarrollar sus potencialidades, hacerse consciente de su dignidad y prepararse a afrontar su destino único e irrepetible» (Juan Pablo II). No sabemos hasta qué punto el hombre necesita de los hombres para todo. Los necesita hasta para conocer su nombre. ¿Qué sabría el hombre de sí, de sus cualidades y sus capacidades, si nunca fuera llamado? La primera llamada la tiene en la familia, y la primera interpelación y la primera oportunidad y la primera exigencia y, sobre todo, el primer amor. Y ya sabemos que siempre el amor y sólo el amor es personalizante; la persona sólo se realiza en la red del amor. Y la familia es la más hermosa red de amor, fina y fuertemente entrelazada. No hay laboratorios ni comunas que la sustituyan.
Acabamos con una oración: “Hoy, Señor, te damos gracias por nuestra familia. Gracias, Señor, por nuestros padres: siendo jóvenes quisieron complicarse la vida y me trajeron al mundo. Me han colmado de amor y me han enseñado a amar. Han llenado mi vida de besos, de caricias, de cuidados, de regalos... Y me acompañan dando seguridad a mis años. Gracias, Señor, por los padres de mis padres, mis abuelos. Su cariño, su ternura y su paciencia, sus consejos y relatos son la mejor reserva de felicidad. Gracias, Señor, por nuestros hijos, que son tuyos, pues son tu bendición a nuestro amor. Haz que crezcan sanos, que aprendan y que jueguen y sean felices. Ellos son la ilusión de nuestra vida, nuestro gozo. Gracias por los tíos y primos y parientes: todos nos hacen sentir unidos, acompañados, arraigados y seguros. Ayúdanos, Señor, a crecer en el amor y repartirlo, a crecer en experiencia y compartirla. Conserva nuestra familias unidas en el amor, para que entre todasconstruyamos el mundo sobre la solidaridad”.
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jueves, 29 de diciembre de 2011
Navidad, 29 de Diciembre (Día quinto de la octava de Navidad): Quien ama a su hermano permanece en la luz. Simeón proclama a Jesús como la Luz, el Tem
Navidad, 29 de Diciembre (Día quinto de la octava de Navidad): Quien ama a su hermano permanece en la luz. Simeón proclama a Jesús como la Luz, el Templo vivo de Dios
Primera carta del apóstol san Juan 2, 3-11. Queridos hermanos: En esto sabemos que conocemos a Jesús: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: «Yo le conozco», y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él. Pero quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud. En esto conocemos que estamos en él. Quien dice que permanece en él debe vivir como vivió él. Queridos, no os escribo un mandamiento nuevo, sino el mandamiento antiguo que tenéis desde el principio. Este mandamiento antiguo es la palabra que habéis escuchado. Y, sin embargo, os escribo un mandamiento nuevo -lo cual es verdadero en él y en vosotros-, pues las tinieblas pasan, y la luz verdadera brilla ya. Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano está aún en las tinieblas. Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza. Pero quien aborrece a su hermano está en las tinieblas, camina en las tinieblas, no sabe a dónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos.
Salmo 95,1-2a.2b-3.5b-6. R. Alégrese el cielo, goce la tierra.
Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor, toda la tierra; cantad al Señor, bendecid su nombre.
Proclamad día tras día su victoria. Contad a los pueblos su gloria, sus maravillas a todas las naciones.
El Señor ha hecho el cielo; honor y majestad lo preceden, fuerza y esplendor están en su templo.
Texto del Evangelio (Lc 2,22-35): Cuando se cumplieron los días de la purificación según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor y para ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o dos pichones, conforme a lo que se dice en la Ley del Señor.
Y he aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y en él estaba el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al Niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre Él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel».
Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de Él. Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: «Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción -¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!- a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones».
Comentario: 1.-1 Jn 2,3-11. Donde se verifica si conocemos y amamos a Jesucristo, es si hacemos caso de lo que él ha dicho y hecho: es decir, si amamos a los hermanos; si no, todo es comedia. -Queridos... Así se dirigía Juan a los cristianos. El mismo aplica ese gran principio de «comunión» del que nos habla. ¿Puedo yo usar esa expresión para tal o cual persona? ¿Qué clase de conversión exigiría de mi parte?
-En esto sabemos que conocemos a Jesucristo: en que guardamos sus mandamientos. El conocimiento de Jesucristo no es un conocimiento intelectual. No está reservado a los sabios, a los que son capaces de descifrar intelectualmente las «Escrituras» o el "Dogma"... es un conocimiento experimental, vital. El que "guarda" los mandamientos, el que «hace» la voluntad de Dios... ese tal «conoce» a Dios. ¿Corresponde mi vida a Dios?
-Quien guarda fielmente su Palabra, ciertamente en él el amor de Dios ha llegado a su plenitud. Dame, Señor, el amor de tu Palabra. Haz que la medite, que practique tu Palabra. Que todos los actos de mi vida cotidiana sean como una aplicación de tu Palabra: amar, servir, trabajar para guardar tu Palabra. Por tu amor.
-En esto conocemos que estamos en El. Quien dice que permanece en El debe vivir como vivió El y seguir el camino que Jesús ha seguido. Fórmula a repetir. Me imagino la "conducta" de Jesús, sus actuaciones... sus maneras de hacer... sus reflejos... el camino seguido. En ese momento ¿cómo reaccionaría si estuviera en mi lugar junto a las personas con las que vivo? Portarme como Tú, Jesús. La imitación de Jesucristo es secreto de santidad y de felicidad. Y en la medida en que actúo como Tú, me es licito pensar que «permaneces en mí». En mí Tú eres bueno cuando yo soy bueno. Habitan en mí tu dulzura, tu pureza, tu oración... Soy una encarnación prolongada. Cristo continúa su vida en mí.
-Lo que os escribo no es un mandamiento nuevo... y sin embargo es «nuevo» en Jesús y en vosotros. Quien declara estar en la luz, mientras odia a su hermano no ha salido de las tinieblas. Esa es la razón principal por la que se está "en la noche"... Es el principal obstáculos a la luz... es nuestra dificultad para encontrar a Dios... Todo ello viene sobre todo de nuestra falta de amor fraterno. Pretendemos encontrar a Dios, quisiéramos la "luz"... pero mantenemos en nosotros el odio y la falta de amor. Es lo más contrario a Dios, porque ¡Dios es amor! El que ama a su hermano permanece en la luz. Todo se aclara cuando nos situamos y vivimos en el verdadero amor. Dios se descubre cercano, a los corazones abiertos al amor, al perdón, a la participación; pero es inaccesible a los corazones cerrados en si mismos. Ahora bien, Señor, ¡no es fácil amar! Uno se hace fácilmente la ilusión, se cree amar. Yo te ruego, Señor, que me ilumines, que pongas suficiente claridad en mí, para que descubra las sutilezas que he inventado para rechazar el amor (Noel Quesson).
Juan sigue insistiendo en el proyecto de una sociedad nueva que se deja guiar por la luz. Luz que es fuente de Vida. Luz que es Dios expresado en la Encarnación del Hijo. Esa luz pone a las personas en un dilema: hay que adherirse a ella. Ya sabemos lo que significa esa adhesión... pero la comunidad de Juan, una comunidad que ciertamente hizo suya la opción por la luz, tiene momentos de tensión, donde la opción por la Vida parece perderse en el "maremagnun" de los diversos proyectos que se cruzan. Cuando eso se hace realidad, es hora de parar para evaluar, para reafirmar la opción por la Vida y por las personas, especialmente, aquellas que más sufren. Juan tiene claro que negar a la persona, es dar las espaldas al proyecto de Vida, es apartarse de Jesús y su Amor. La persona para Juan se hace como punto de referencia obligatorio para medir nuestro compromiso con el proyecto de Vida. No hay que perder de vista el proyecto de la persona, bajo el cargo de vivir prisionero de las tinieblas.
Una cosa es conocer y otra vivir en conformidad con lo conocido. Juan nos dice dónde está la prueba de la verdadera fe: «en esto sabemos que le conocemos, en que guardamos sus mandamientos». Y no como los gnósticos de fines de primer siglo, contratos que escribeestacarta, que daban la prioridad absoluta al saber («gnosis», conocimiento), y con eso se sentían salvados, sin prestar gran atención a las consecuencias de la vida moral. No actuaban según ese conocimiento de Dios.
El que cree conocer a Dios y luego no vive según Dios es un mentiroso, la verdad no está en él. Mientras que «quien guarda su Palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud».
Más en concreto todavía, para Juan la demostración de que hemos dejado la oscuridad y entrado en la luz, es si amamos al hermano: «quien dice que está en la luz y aborrece al hermano, está aún en las tinieblas», «no sabe a dónde va» y seguramente tropezará, porque «las tinieblas han cegado sus ojos». Es la consecuencia de haber conocido el misterio del amor de Dios en esta Navidad: también nosotros tenemos que imitar su gran mandamiento, que es el amor. La teoría es fácil. La práctica no lo es tanto: y las dos deben ir juntas.
La carta de Juan nos ha señalado un termómetro para evaluar nuestra celebración de la Navidad: podremos decir que hemos entrado en la luz del Hijo de Dios que ha venido a nuestra historia si estamos progresando en el amor a los hermanos. «Quien ama a su hermano, permanece en la luz y no tropieza». Si no, todavía estamos en las tinieblas, y la Navidad habrá sido sólo unas hojas de calendario que pasan. Es un razonamiento que no necesita muchas explicaciones. Navidad es luz y es amor, por parte de Dios, y debe serlo también por parte nuestra. Claro que la conclusión lógica hubiera sido: «también nosotros debemos amar a Dios». Pero en la lógica de Jesús, que interpreta magistralmente Juan, la conclusión es: «debemos amarnos los unos a los otros». Porque el amor de Dios es total entrega: «tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo para que todos tengan vida eterna». El mismo Jesús (Jn 13,34) relaciona las dos direcciones del amor: «yo os he amado: amaos unos a otros».
Se nos invita, por tanto, a que no haya distancia entre lo que decimos creer, lo que celebramos en laNavidad, y lo que vivimos en nuestro trato diario con los demás. «Quien dice que permanece en él, debe vivir como vivió él»: el Jesús a quien estamos celebrando como nacido en nuestra familia, es el Jesús que nos ha enseñado a vivir, con su palabra y sobre todo con sus hechos. La Navidad nos está pidiendo seguimiento, no sólo celebración poética. Habría bastante más luz en medio de las tinieblas de este mundo, si todos los cristianos escucháramos esta llamada y nos decidiéramos a celebrar la Navidad con más amor en nuestro pequeño 0 grande círculo de relaciones personales.
Si conocemos a Dios, es decir, si le hemos permitido hacernos suyos; si hemos entrado en una Alianza nueva y eterna, más fuerte y más íntima que la alianza matrimonial; si Él vive en nosotros y nosotros vivimos en Él no podemos dejar de amar como Él nos ha amado, pues por estar en comunión de vida con Él, nosotros hemos de ser amor, como Dios es amor. Por eso, quien no vive en el amor y dice conocer a Dios es un mentiroso. Quien vive pecando camina en las tinieblas; no tiene a Dios por Padre, sino al padre de las tinieblas. Aquel mandato antiguo que decía: Amarás a tu prójimo como a ti mismo, ha sido superado y puesto frente a nosotros como un mandamiento nuevo, pues el Señor nos ha ordenado amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado a nosotros. Puesto que por medio de la fe y del Bautismo hemos sido consagrados a Dios, unidos a Jesucristo y hechos templo del Espíritu Santo, seamos un signo claro del amor que Dios nos tiene, amando al estilo del amor con que Cristo nos ha amado.
2. Sal. 95. A Dios dirigimos el canto nuevo que brota de la presencia del Espíritu Santo en nosotros. Desde la venida de Cristo ya no le cantamos a Dios, Él canta desde nosotros, pues nosotros hemos sido unidos a Él como hijos por vivir en comunión con Cristo Jesús, su Hijo. Y junto con los redimidos la creación entera se convierte en una alabanza del Nombre de Dios. Nuestra vida, convertida en un canto de amor a Dios como Padre nuestro, debe convertirse también en un cántico de amor fraterno mediante el cual alegremos a los pobres y a los necesitados por socorrerlos y ayudarlos a salir de sus limitaciones materiales. Ese anuncio gozoso debe llegar también a los pecadores, los cuales, tratados con el mismo amor con que Cristo busca la oveja descarriada hasta encontrarla y llevarla sobre sus hombros de vuelta a casa, han de experimentar esa preocupación de Cristo desde quienes creemos en Él. A partir de ese amor puesto en práctica, la Iglesia de Cristo podrá colaborar en la realización de un mundo más justo, más en paz, más fraterno. Entonces realmente habremos contribuido a la alegría de todas las naciones, pues desde la Iglesia fiel a su Señor, todos podrán experimentar las maravillas de la salvación, que nos concedió en Cristo Jesús.
3.- Lc 2,22-35. A. comentario del 2007. Lucas presupone el precepto de la presentación y rescate del hijo primogénito (Ex. 13, 2 y 12-13; Num 3, 12-13): puesto que los de la tribu de Leví eran los encargados del templo, los hijos primogénitos de otras familias se manifestaban como propiedad especial de Dios, según un rito de la presentación y rescate que servía para sustentación de la tribu sacerdotal. Así se hace el sacrificio, entendido como sacri-facere, es decir “hacer sagrado”, dedicar a Dios, a los 40 días del nacimiento; y así hizo la Sagrada Familia. Lucas también se refiere a la purificación de la madre (Lev. 12, 2-8), a los 40 días de haber nacido el niño: se hacía una ofrenda (Lev 12, 1ss.) y el rezo de unas oraciones.
El anciano y santo Simeón tiene el honor de reconocer a Jesús como el Mesías prometido, o dicho de otro modo el que va a traer "la consolación de Israel". Su cántico sigue la idea del “Benedictus” de Zacarías: la luz que luce en las tinieblas. El "signo de contradicción" (cf. Jn 9, 39) es que los sencillos ven, los presuntuosos están ciegos. La expresión "y una espada atravesará tu propia alma" indica la participación que María tendrá en la pasión de su Hijo, como indica el relato de Juan (19, 25) con María al pie de la cruz, donde Jesús aparece como Rey, de un modo nuevo.
Festejamos hoy el santo Rey David. En la profecía de Simeón, se eclipsan las viejas profecías para dejar paso a la nueva: el que David había anunciado, ¡ha entrado por fin en el Templo, Él es el Templo! Ahí le ponen el nombre de Jesús (“Dios que salva”), al someterse a la ley de la circuncisión ésta queda superada, ante “Dios que salva” Simeón proclama: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos» (Lc 2,29-32). Es la visión del Salvador, que se fomenta con su invocación: de aquí la importancia de decir el nombre dulce de Jesús: “Iesu, Iesu, esto mihi semper Iesu!” (Jesús, Jesús, sé para mí siempre Jesús), decía San Josemaría Escrivá, y añadía: “pierde el miedo a llamar al Señor por su nombre –Jesús- y a decirle que le quieres”. También nosotros queremos enraizarnos en el dulce nombre de Jesús, nuestro Templo. Quien pierde las raíces lo pierde todo, así pasa con las raíces históricas de un pueblo, y mucho más con el vínculo con nuestros padres, y así como buenos hijos queremos mantenernos en Cristo unidos a nuestro Padre Dios.
A veces pasamos por la vida pensando que hay algo más, algo a lo que agarrarnos para no estar solos, que algo no iba hasta que no encontramos ese amor esperado. Y, cuando lo encontramos, recuperamos el gusto por las cosas, somos capaces de renuncias por conservar ese amor, estamos contentos en el sacrificio porque hay un motivo por el que luchar. Así estaba Simeón anhelante y esperanzado, y descansó al encontrar a Jesús. Así también nosotros, en quienes el Espíritu quiere habitar (cf. 1Cor 3,16), queremos recibir a Jesús en nuestro interior. Como pedimos en la oración colecta del día 29 de diciembre: “Dios todopoderoso e invisible, que ahuyentaste las tinieblas del mundo con la llegada de tu luz, míranos con rostro benigno, para que celebremos con dignas alabanzas la grandeza del Nacimiento de tu Hijo”. Las tinieblas son el aislamiento de los demás, la soledad existencial, no sabernos unidos como hermanos porque somos hijos de Dios. Y es lo que revela el mandamiento que nos da el Señor, “lo que es verdadero en Él mismo y en vosotros –dice el Apóstol San Juan en la primera lectura (1 Jn 2, 3-11)-, porque las tinieblas ya pasaron y la verdadera luz ya luce”. La “luz para ser revelada a los gentiles y para gloria de tu pueblo” es la filiación divina y la consiguiente fraternidad, que el Señor nos consigue –como decimos al Señor en la oración sobre las ofrendas- “este glorioso intercambio: que al ofrecerte lo que nos diste, merezcamos recibirte a Ti mismo”. Esta es la misericordia que manifiesta las entrañas divinas.
B. Comentario del 2009 tomando de textos de mercaba.org: -Cumplido el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés... Aun siendo Dios, Jesús sigue las leyes humanas. Me entretengo contemplando largamente esta humildad profunda, de la que San Pablo dirá que es un "anonadamiento", una "kenosis" (Filip 2,7) No ponerse en la excepción. No querer privilegios. Aceptar en profundidad los contratiempos banales, las servidumbres sin gloria.
-Los padres de Jesús llevaron al niño a Jerusalén, para presentarlo al Señor. No creemos lo que vemos ni lo que oímos. Veamos, Lucas, ¿qué estás diciendo? Para "presentarlo al Señor"? Pero, El mismo, ¿no es el Señor? Sí, "El que era de condición divina, no mantuvo ávidamente su igualdad con Dios, sino que se anonadó tomando la condición humana, viniendo a ser semejante a los hombres, y, reconocido como un hombre por su aspecto, se humilló". De momento no hay nada que indique su divinidad. Es un niño pequeño como todos los niñitos judíos, ¡cuyos padres van a "presentarlo" a Dios!
-Iban para presentar la ofrenda de un par de tórtolas, o dos palominos como está ordenado en la ley del Señor. Seamos curiosos de vez en cuando. Vamos pues a leer ese texto de la Ley en el libro del Levítico 12,8. En él leemos: "Si la madre no puede encontrar la suma necesaria, coste de una pequeña res, ofrecerá dos tórtolas o dos palominos". Así pues, se trataba de la ofrenda de los pobres. María no pudo ofrecer nada más valioso. Esto es pues lo que puede entenderse si uno sabe leer entre líneas el evangelio. ¡Y ella es la "madre de Dios"! Gracias, Señor, por todos los pobres que pueden verdaderamente reconocerte como su hermano.
-Simeón, hombre justo y religioso, esperaba la "consolación de Israel". El Espíritu le había revelado que no había de morir antes de ver el Mesías. Inspirado por el Espíritu Simeón vino al Templo. Me imagino a este anciano. Camina hacia la muerte. Piensa en su muerte. No parece estar triste. Es un varón justo y religioso. Es espiritual; está investido por el Espíritu de Dios. Se deja guiar. Dios le conduce, como de la mano, hacia el Templo. Señor, quisiera cerrar mis ojos, y tomar tu mano, como el niño que juega a dejarse conducir por su padre.
-Bendijo a Dios. A lo largo del día, los judíos tenían la costumbre de pronunciar varias bendiciones. Los más piadosos, diestros en este hábito ritual, debían sin cesar elevar hacia Dios breves plegarias: "Bendito seas, Señor". ¿Tengo yo también esta costumbre?
-Y dijo a María, su madre: "Este Niño está destinado para ruina y para resurrección de muchos en Israel; y para ser el blanco de las contradicciones. Una espada traspasará tu corazón, para que se descubran los pensamientos secretos en los corazones de muchos..." La salvación, será fruto del sufrimiento. Y María participa en el. ¿Cómo participo en ese mismo misterio de la redención por la cruz?
-Mis ojos han visto a su Salvador: luz para alumbrar las naciones paganas y gloria de su pueblo Israel. Salvación universal que desborda las fronteras del pueblo elegido (Noel Quesson).
Lucas, en el evangelio de hoy, pone en labios de Simeón, la seguridad que han de tener las personas comprometidas con la Vida: "mis ojos han visto la luz de las naciones" (Lc 2,29-32). Simeón es, al igual que Zacarías, uno de los muchos piadosos y justos (Lc 1,6) que aguardaban la liberación de Israel. El viejo Simeón al final de su vida pudo experimentar la liberación de Dios, liberación que esperan todos los justos. Éstos son los que aman al Señor; lo aman porque buscan, porque están luchando desde su pobreza por un nuevo espacio geográfico y social que sea significativamente distinto de aquel en el que se vive. En la pluma de Lucas, la liberación no es sólo para Israel, es para todas las naciones, sin condiciones. Nada ni nadie puede poner como pretexto que la liberación de las condiciones de tinieblas está restringida. A todas las naciones se les retira las vendas: no tienen porque andar en tinieblas. Han de buscar hacer realidad el nacimiento de la Nueva Sociedad que recibe en sus brazos al Verbo de Dios (v 28).
Esa visión universalista de la sociedad liberada de las tinieblas, es lo que Lucas quiere transmitir con urgencia. De manera que las naciones y las personas que acogen a Jesús, que lo toman en los brazos, se obligan a un nuevo discurso y nueva praxis social que lleva a la liberación (servicio bíblico latinoamericano).
La presentación de Jesús en el Templo, cuya primera parte leemos hoy, es una escena llena de sentido que nos ayuda a profundizar en el misterio de la Encarnación de Dios. José y María cumplen la ley, con lo que eso significa de solidaridad del Mesías con su pueblo, y lo hacen con las ofrendas propias de las familias pobres. Así, en el Templo sucede el encuentro del Mesías recién nacido con el anciano Simeón, representante de todas las generaciones de Israel que esperaban el consuelo y la salvación de Dios. En la tradición bizantina se llama precisamente «Encuentro» a esta fiesta. Simeón, movido por el Espíritu, reconoce en el hijo de esta sencilla familia al enviado de Dios, y prorrumpe en el breve y entusiasta cántico del «Nunc dimittis»: «ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz», que nosotros decimos cada noche en la oración de Completas que concluye la vivencia de la Jornada. En su boca es como el punto final del Antiguo Testamento Describe en unos trazos muy densos al Mesías: «mis ojos han visto a tu Salvador», que es «luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel». Cristo, gloria del pueblo de Israel y luz para los demás pueblos. Pero a la vez esa luz va a ser «crisis», juicio, signo de contradicción. Todos tendrán que tomar partido ante él, no podrán quedar indiferentes. Por eso Simeón anuncia a la joven madre María una misión difícil, porque tendrá que participar en el destino de su Hijo: «será como una bandera discutida... y a ti una espada te traspasará el alma».
La presencia de María en este momento, al inicio de la vida de Jesús, se corresponde con la escena final, con María al pie de la Cruz donde muere su Hijo. Presencia y cercanía de la madre a la misión salvadora de Cristo Jesús.
El evangelio nos conduce a una Navidad más profunda. El anciano Simeón nos invita, con su ejemplo, a tener «buena vista», a descubrir, movidos por el Espíritu, la presencia de Dios en nuestra vida. Él la supo discernir en una familia muy sencilla que no llamaba a nadie la atención. Reconoció a Jesús y se llenó de alegría y lo anunció a todos los que escuchaban. En los mil pequeños detalles de cada día, y en las personas que pueden parecer más insignificantes, nos espera la voz de Dios, si sabemos escucharla. Además, Simeón nos dice a nosotros, como se lo dijo a María y José, que el Mesías es signo de contradicción. Como diría más tarde el mismo Jesús, él no vino a traer paz, sino división y guerra: su mensaje fue en su tiempo y lo sigue siendo ahora, una palabra exigente, ante la que hay que tomar partido, y en una misma familia unos pueden aceptarle y otros no. Nosotros somos de los que creemos en Cristo Jesús. De los que celebramos la Navidad como fiesta de gracia y de comunión de vida con él. Pero también debemos ser más claramente «hijos de la luz» y vivir «como él vivió», no sólo de palabra, sino de obras. «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que todos tengan vida eterna» (entrada). «Tú has disipado las tinieblas del mundo con la venida de Cristo, la luz verdadera» (oración). «Mis ojos han visto a tu Salvador, luz para alumbrar a las naciones» (evangelio). «Por la entrañable misericordia de nuestro Dios nos visitará el sol que nace de lo alto» (comunión) (J. Aldazábal).
Precisamente en la lectura del evangelio de san Lucas que hemos escuchado hoy, Simeón exclama lleno de alegría: "mis ojos han visto a tu salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel". Cristo es la luz del mundo, por su palabra de fraternidad y de reconciliación, no solo para Israel, el pueblo al cual perteneció por sus orígenes humanos, sino para todos los pueblos de la tierra, como dice el anciano Simeón. San Lucas es el único evangelista que nos presenta esta solemne escena de la presentación de Jesús recién nacido en el templo de Jerusalén. Aparentemente sus padres lo llevaron allí para cumplir las minuciosas prescripciones de la ley mosaica: la purificación de la madre, después del parto, y el pago del rescate por el nacimiento de su hijo primogénito, pues los primogénitos pertenecían a Dios según la ley, y debían ser rescatados con la oferta de ciertos animales. Pero el Espíritu de Dios tenía otros planes: apenas atravesando los portales del templo salió al encuentro de los padres de Jesús un anciano que, por la manera como es descrito, representa a los profetas y a los justos del Antiguo Testamento que durante tantos siglos esperaron el cumplimiento de las promesas divinas. Simeón bendice a Dios que ha cumplido su Palabra, ha enviado a su Mesías, al salvador del mundo. Ahora puede morir en paz. Simeón bendice también a los padres del niño, solo que el Espíritu lo mueve a anunciarles algo del destino doloroso que les espera, al niño y a la madre: el uno será objeto de contradicción, como una bandera que se disputan ejércitos enemigos; la madre sentirá que una espada le traspasa el alma. Contemplando esta escena caemos en la cuenta de que la Navidad no es un juego infantil, una mera ocasión para jolgorios. El niño a quien cantamos villancicos para que duerma plácidamente se convertirá en todo un hombre, abandonará su casa, su familia, su trabajo, para asumir su destino, su vocación. Proclamará a los cuatro vientos su mensaje: el Evangelio, la buena noticia del amor de Dios por los pobres, los pequeños, los pecadores. Y será condenado por los poderosos del mundo a una muerte vergonzosa. Con él estamos comprometidos a ser sus discípulos, a seguirlo cargando con su cruz. En la firme esperanza de que Dios, que lo resucitó a él de entre los muertos, también nos dará a sus fieles la vida eterna. Así ponemos, a la luz de las lecturas de este día, una nota de seriedad a estas celebraciones que pueden pasar, incluso para nosotros los cristianos, en medio de la inconsciencia y la vanidad (Josep Rius-Camps).
Hoy, contemplamos la Presentación del Niño Jesús en el Templo, cumpliendo la prescripción de la Ley de Moisés: purificación de la madre y presentación y rescate del primogénito. La escena la describe san Josemaría Escrivá, en el cuarto misterio de gozo de su libro Santo Rosario, invitando a involucrarnos en la escena: «Esta vez serás tú, amigo mío, quien lleve la jaula de las tórtolas. —¿Te fijas? Ella —¡la Inmaculada!— se somete a la Ley como si estuviera inmunda. ¿Aprenderás con este ejemplo, niño tonto, a cumplir, a pesar de todos los sacrificios personales, la Santa Ley de Dios?
»¡Purificarse! ¡Tú y yo sí que necesitamos purificación! —Expiar, y, por encima de la expiación, el Amor. —Un amor que sea cauterio, que abrase la roña de nuestra alma, y fuego, que encienda con llamas divinas la miseria de nuestro corazón».
Vale la pena aprovechar el ejemplo de María para “limpiar” nuestra alma en este tiempo de Navidad, haciendo una sincera confesión sacramental, para poder recibir al Señor con las mejores disposiciones. Así, José presenta la ofrenda de un par de tórtolas, pero sobre todo ofrece su capacidad de sacar adelante, con su trabajo y con su amor castísimo, el plan de Dios para la Sagrada Familia, modelo de todas las familias.
Simeón ha recibido del Espíritu Santo la revelación de que no moriría sin ver a Cristo. Va al Templo y, al recibir en sus brazos lleno de alegría al Mesías, le dice: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación» (Lc 2,29-30). En esta Navidad, con ojos de fe contemplemos a Jesús que viene a salvarnos con su nacimiento. Así como Simeón entonó el canto de acción de gracias, alegrémonos cantando delante del belén, en familia, y en nuestro corazón, pues nos sabemos salvados por el Niño Jesús (Joaquim Monrós i Guitart).
Hacer un mundo más justo. El Niño que contemplamos estos días en el belén es el Redentor del mundo y de cada hombre. Más tarde, durante sus años de vida pública, poco dice el Señor de la situación política y social de su pueblo, a pesar de la opresión que éste sufre por parte de los romanos. Manifiesta que no quiere ser un Mesías político. Viene a darnos la libertad de los hijos de Dios: libertad del pecado, libertad de la muerte eterna, libertad del dominio del demonio, y libertad de la vida según la carne que se opone a la vida sobrenatural. El Señor, con su actitud, señaló también el camino a su Iglesia, continuadora de su obra aquí en la tierra hasta el final de los tiempos. Es a nosotros los cristianos a quien nos toca –dentro de las muchas posibilidades de actuación- contribuir a crear un orden más justo, más humano, más cristiano, sin comprometer con nuestra actuación a la Iglesia como tal (Pablo VI, Enc. Populorum progressio). Hoy podemos preguntarnos si conocemos bien las enseñanzas sociales de la Iglesia, si las llevamos a la práctica personalmente, y si procuramos que las leyes y costumbres de nuestro país reflejen esas enseñanzas en lo que se refiere a la familia, educación salarios, derecho al trabajo, etc.
Si nos esforzamos por los medios que están a nuestro alcance, en hacer el mundo que nos rodea más cristiano, lo estamos convirtiendo a la vez en más humano. Y, al mismo tiempo, si el mundo es más justo y más humano, estamos creando las condiciones para que Cristo sea más fácilmente conocido y amado. Además de pedir cada día por los responsables del bien común, -pues de ellos dependen en buena medida la solución de los grandes problemas sociales y humanos-, hemos de vivir, hasta sus últimas consecuencias, el compromiso personal y sin inhibiciones, y sin delegar en otros la responsabilidad en la práctica de la justicia, al que nos urge la Iglesia. ¿Se puede decir de nosotros que verdaderamente, con nuestras palabras y nuestros hechos, estamos haciendo un mundo más justo, más humano?
Con la sola justicia no podremos resolver los problemas de los hombres. La justicia se enriquece y complementa a través de la misericordia. La justicia y la misericordia se fortalecen mutuamente. Con la justicia a secas, la gente puede quedar herida, la caridad sin justicia sería un simple intento de tranquilizar la conciencia. La mejor manera de promover la justicia y la paz en el mundo es el empeño por vivir como verdaderos hijos de Dios. El Señor, desde la gruta de Belén, nos alienta a hacerlo (Francisco Fernández Carvajal).
Dios ha cumplido sus promesas de salvación; en Jesús no sólo los Judíos tienen el camino abierto hacia Dios, sino los hombres de todos los tiempos y lugares, pues el Señor vino como luz de las naciones y gloria de su Pueblo Israel. Jesús es el consagrado al Padre, y como tal está dispuesto a hacer en todo su voluntad. María misma, la humilde esclava del Señor, participará también de esa fidelidad amorosa a la voluntad del Padre que le llevará a estar al pié de la cruz, con el alma atravesada por una espada de dolor, pero segura en las manos de Dios, que cumplirá en ella cuanto le fue anunciado. La Iglesia encuentra en María el camino de fidelidad a Dios: Cristo Jesús, el cual no ha de ser para nosotros motivo de ruina sino de salvación, pues Él no vino para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. Quienes estamos consagrados a Dios por medio del Bautismo, que nos une en la fe a Jesucristo, debemos ser luz para todas las naciones y nunca motivo de condenación, de destrucción, de muerte, de sufrimiento; pues el Señor no nos envió a destruir la paz ni la alegría, sino a construir su Reino de amor a pesar de que en ese empeño tengamos que tomar nuestra propia cruz, ir tras las huellas de Cristo para que, pasando por la muerte, lleguemos junto con Él a la participación de la Gloria que le corresponde como a Unigénito de Dios Padre.
Jesús ha sido consagrado al Padre; le pertenece y vive su fidelidad a su voluntad como si de ella se alimentara. Hoy nos hemos reunido para celebrar la Eucaristía, Memorial del amor fiel que el Señor le tiene a su Padre Dios, y del amor que nos tiene a nosotros. A pesar de nuestros pecados Jesús nos ha amado, pues Él ha salido a buscar al pecador no sólo para ofrecerle el perdón de sus pecados, sino para cargarlo sobre sus hombros y para participarle de la misma Vida y de la misma Gloria que le corresponde como a unigénito del Padre Dios. Y en la Eucaristía se realiza esa comunión de vida entre Cristo y nosotros. Por eso debemos acudir a esta celebración no tanto por motivos intranscendentes, sino porque queremos que el Señor esté en nosotros y nosotros en Él y podamos, así, darle un nuevo rumbo a nuestra historia.
Jesucristo ha venido a nosotros. ¿Lo hemos recibido con amor? ¿Lo reconocemos como nuestro Dios y Salvador? Cristo, Luz de las naciones, no sólo ha de iluminar nuestra vida, sino que, por nuestra unión a Él, debemos ser también nosotros luz del mundo. Nuestros padres ya pueden morir en paz cuando vean que aquel compromiso de educarnos en la fe, para que vivamos como hijos de Dios, ha llegado a su cumplimiento en nosotros. Amémonos los unos a los otros como Cristo nos ha amado; pues la perfección consiste en el amor que llega en nosotros a su plenitud. No nos conformemos con llamarnos hijos de Dios, sino que seámoslo en verdad de tal forma que, mediante nuestras buenas obras, manifestemos desde nuestra vida a Aquel que habita en nuestros corazones, pues de la abundancia del corazón habla la boca. Aquel que vive pecando, aquel que se levanta en contra de su hermano para asesinarlo, para perseguirlo, para calumniarlo, para dejarlo morir de hambre, por más que se arrodille ante Dios no puede ser, en verdad, su hijo, pues Dios es amor, y es amor sin límites. Amemos a nuestro prójimo en la forma como el Señor nos ha dado ejemplo, pues en la proclamación del Evangelio sólo el amor es digno de crédito.
Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de vivir unidos a Jesús, su Hijo, de tal forma que continuemos su obra de salvación en el mundo por medio de un auténtico amor comprometido hasta sus últimas consecuencias, con tal que colaborar así a la salvación de todos. Amén (www.homiliacatolica.com). Llucià Pou Sabaté
Primera carta del apóstol san Juan 2, 3-11. Queridos hermanos: En esto sabemos que conocemos a Jesús: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: «Yo le conozco», y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él. Pero quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud. En esto conocemos que estamos en él. Quien dice que permanece en él debe vivir como vivió él. Queridos, no os escribo un mandamiento nuevo, sino el mandamiento antiguo que tenéis desde el principio. Este mandamiento antiguo es la palabra que habéis escuchado. Y, sin embargo, os escribo un mandamiento nuevo -lo cual es verdadero en él y en vosotros-, pues las tinieblas pasan, y la luz verdadera brilla ya. Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano está aún en las tinieblas. Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza. Pero quien aborrece a su hermano está en las tinieblas, camina en las tinieblas, no sabe a dónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos.
Salmo 95,1-2a.2b-3.5b-6. R. Alégrese el cielo, goce la tierra.
Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor, toda la tierra; cantad al Señor, bendecid su nombre.
Proclamad día tras día su victoria. Contad a los pueblos su gloria, sus maravillas a todas las naciones.
El Señor ha hecho el cielo; honor y majestad lo preceden, fuerza y esplendor están en su templo.
Texto del Evangelio (Lc 2,22-35): Cuando se cumplieron los días de la purificación según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor y para ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o dos pichones, conforme a lo que se dice en la Ley del Señor.
Y he aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y en él estaba el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al Niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre Él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel».
Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de Él. Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: «Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción -¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!- a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones».
Comentario: 1.-1 Jn 2,3-11. Donde se verifica si conocemos y amamos a Jesucristo, es si hacemos caso de lo que él ha dicho y hecho: es decir, si amamos a los hermanos; si no, todo es comedia. -Queridos... Así se dirigía Juan a los cristianos. El mismo aplica ese gran principio de «comunión» del que nos habla. ¿Puedo yo usar esa expresión para tal o cual persona? ¿Qué clase de conversión exigiría de mi parte?
-En esto sabemos que conocemos a Jesucristo: en que guardamos sus mandamientos. El conocimiento de Jesucristo no es un conocimiento intelectual. No está reservado a los sabios, a los que son capaces de descifrar intelectualmente las «Escrituras» o el "Dogma"... es un conocimiento experimental, vital. El que "guarda" los mandamientos, el que «hace» la voluntad de Dios... ese tal «conoce» a Dios. ¿Corresponde mi vida a Dios?
-Quien guarda fielmente su Palabra, ciertamente en él el amor de Dios ha llegado a su plenitud. Dame, Señor, el amor de tu Palabra. Haz que la medite, que practique tu Palabra. Que todos los actos de mi vida cotidiana sean como una aplicación de tu Palabra: amar, servir, trabajar para guardar tu Palabra. Por tu amor.
-En esto conocemos que estamos en El. Quien dice que permanece en El debe vivir como vivió El y seguir el camino que Jesús ha seguido. Fórmula a repetir. Me imagino la "conducta" de Jesús, sus actuaciones... sus maneras de hacer... sus reflejos... el camino seguido. En ese momento ¿cómo reaccionaría si estuviera en mi lugar junto a las personas con las que vivo? Portarme como Tú, Jesús. La imitación de Jesucristo es secreto de santidad y de felicidad. Y en la medida en que actúo como Tú, me es licito pensar que «permaneces en mí». En mí Tú eres bueno cuando yo soy bueno. Habitan en mí tu dulzura, tu pureza, tu oración... Soy una encarnación prolongada. Cristo continúa su vida en mí.
-Lo que os escribo no es un mandamiento nuevo... y sin embargo es «nuevo» en Jesús y en vosotros. Quien declara estar en la luz, mientras odia a su hermano no ha salido de las tinieblas. Esa es la razón principal por la que se está "en la noche"... Es el principal obstáculos a la luz... es nuestra dificultad para encontrar a Dios... Todo ello viene sobre todo de nuestra falta de amor fraterno. Pretendemos encontrar a Dios, quisiéramos la "luz"... pero mantenemos en nosotros el odio y la falta de amor. Es lo más contrario a Dios, porque ¡Dios es amor! El que ama a su hermano permanece en la luz. Todo se aclara cuando nos situamos y vivimos en el verdadero amor. Dios se descubre cercano, a los corazones abiertos al amor, al perdón, a la participación; pero es inaccesible a los corazones cerrados en si mismos. Ahora bien, Señor, ¡no es fácil amar! Uno se hace fácilmente la ilusión, se cree amar. Yo te ruego, Señor, que me ilumines, que pongas suficiente claridad en mí, para que descubra las sutilezas que he inventado para rechazar el amor (Noel Quesson).
Juan sigue insistiendo en el proyecto de una sociedad nueva que se deja guiar por la luz. Luz que es fuente de Vida. Luz que es Dios expresado en la Encarnación del Hijo. Esa luz pone a las personas en un dilema: hay que adherirse a ella. Ya sabemos lo que significa esa adhesión... pero la comunidad de Juan, una comunidad que ciertamente hizo suya la opción por la luz, tiene momentos de tensión, donde la opción por la Vida parece perderse en el "maremagnun" de los diversos proyectos que se cruzan. Cuando eso se hace realidad, es hora de parar para evaluar, para reafirmar la opción por la Vida y por las personas, especialmente, aquellas que más sufren. Juan tiene claro que negar a la persona, es dar las espaldas al proyecto de Vida, es apartarse de Jesús y su Amor. La persona para Juan se hace como punto de referencia obligatorio para medir nuestro compromiso con el proyecto de Vida. No hay que perder de vista el proyecto de la persona, bajo el cargo de vivir prisionero de las tinieblas.
Una cosa es conocer y otra vivir en conformidad con lo conocido. Juan nos dice dónde está la prueba de la verdadera fe: «en esto sabemos que le conocemos, en que guardamos sus mandamientos». Y no como los gnósticos de fines de primer siglo, contratos que escribeestacarta, que daban la prioridad absoluta al saber («gnosis», conocimiento), y con eso se sentían salvados, sin prestar gran atención a las consecuencias de la vida moral. No actuaban según ese conocimiento de Dios.
El que cree conocer a Dios y luego no vive según Dios es un mentiroso, la verdad no está en él. Mientras que «quien guarda su Palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud».
Más en concreto todavía, para Juan la demostración de que hemos dejado la oscuridad y entrado en la luz, es si amamos al hermano: «quien dice que está en la luz y aborrece al hermano, está aún en las tinieblas», «no sabe a dónde va» y seguramente tropezará, porque «las tinieblas han cegado sus ojos». Es la consecuencia de haber conocido el misterio del amor de Dios en esta Navidad: también nosotros tenemos que imitar su gran mandamiento, que es el amor. La teoría es fácil. La práctica no lo es tanto: y las dos deben ir juntas.
La carta de Juan nos ha señalado un termómetro para evaluar nuestra celebración de la Navidad: podremos decir que hemos entrado en la luz del Hijo de Dios que ha venido a nuestra historia si estamos progresando en el amor a los hermanos. «Quien ama a su hermano, permanece en la luz y no tropieza». Si no, todavía estamos en las tinieblas, y la Navidad habrá sido sólo unas hojas de calendario que pasan. Es un razonamiento que no necesita muchas explicaciones. Navidad es luz y es amor, por parte de Dios, y debe serlo también por parte nuestra. Claro que la conclusión lógica hubiera sido: «también nosotros debemos amar a Dios». Pero en la lógica de Jesús, que interpreta magistralmente Juan, la conclusión es: «debemos amarnos los unos a los otros». Porque el amor de Dios es total entrega: «tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo para que todos tengan vida eterna». El mismo Jesús (Jn 13,34) relaciona las dos direcciones del amor: «yo os he amado: amaos unos a otros».
Se nos invita, por tanto, a que no haya distancia entre lo que decimos creer, lo que celebramos en laNavidad, y lo que vivimos en nuestro trato diario con los demás. «Quien dice que permanece en él, debe vivir como vivió él»: el Jesús a quien estamos celebrando como nacido en nuestra familia, es el Jesús que nos ha enseñado a vivir, con su palabra y sobre todo con sus hechos. La Navidad nos está pidiendo seguimiento, no sólo celebración poética. Habría bastante más luz en medio de las tinieblas de este mundo, si todos los cristianos escucháramos esta llamada y nos decidiéramos a celebrar la Navidad con más amor en nuestro pequeño 0 grande círculo de relaciones personales.
Si conocemos a Dios, es decir, si le hemos permitido hacernos suyos; si hemos entrado en una Alianza nueva y eterna, más fuerte y más íntima que la alianza matrimonial; si Él vive en nosotros y nosotros vivimos en Él no podemos dejar de amar como Él nos ha amado, pues por estar en comunión de vida con Él, nosotros hemos de ser amor, como Dios es amor. Por eso, quien no vive en el amor y dice conocer a Dios es un mentiroso. Quien vive pecando camina en las tinieblas; no tiene a Dios por Padre, sino al padre de las tinieblas. Aquel mandato antiguo que decía: Amarás a tu prójimo como a ti mismo, ha sido superado y puesto frente a nosotros como un mandamiento nuevo, pues el Señor nos ha ordenado amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado a nosotros. Puesto que por medio de la fe y del Bautismo hemos sido consagrados a Dios, unidos a Jesucristo y hechos templo del Espíritu Santo, seamos un signo claro del amor que Dios nos tiene, amando al estilo del amor con que Cristo nos ha amado.
2. Sal. 95. A Dios dirigimos el canto nuevo que brota de la presencia del Espíritu Santo en nosotros. Desde la venida de Cristo ya no le cantamos a Dios, Él canta desde nosotros, pues nosotros hemos sido unidos a Él como hijos por vivir en comunión con Cristo Jesús, su Hijo. Y junto con los redimidos la creación entera se convierte en una alabanza del Nombre de Dios. Nuestra vida, convertida en un canto de amor a Dios como Padre nuestro, debe convertirse también en un cántico de amor fraterno mediante el cual alegremos a los pobres y a los necesitados por socorrerlos y ayudarlos a salir de sus limitaciones materiales. Ese anuncio gozoso debe llegar también a los pecadores, los cuales, tratados con el mismo amor con que Cristo busca la oveja descarriada hasta encontrarla y llevarla sobre sus hombros de vuelta a casa, han de experimentar esa preocupación de Cristo desde quienes creemos en Él. A partir de ese amor puesto en práctica, la Iglesia de Cristo podrá colaborar en la realización de un mundo más justo, más en paz, más fraterno. Entonces realmente habremos contribuido a la alegría de todas las naciones, pues desde la Iglesia fiel a su Señor, todos podrán experimentar las maravillas de la salvación, que nos concedió en Cristo Jesús.
3.- Lc 2,22-35. A. comentario del 2007. Lucas presupone el precepto de la presentación y rescate del hijo primogénito (Ex. 13, 2 y 12-13; Num 3, 12-13): puesto que los de la tribu de Leví eran los encargados del templo, los hijos primogénitos de otras familias se manifestaban como propiedad especial de Dios, según un rito de la presentación y rescate que servía para sustentación de la tribu sacerdotal. Así se hace el sacrificio, entendido como sacri-facere, es decir “hacer sagrado”, dedicar a Dios, a los 40 días del nacimiento; y así hizo la Sagrada Familia. Lucas también se refiere a la purificación de la madre (Lev. 12, 2-8), a los 40 días de haber nacido el niño: se hacía una ofrenda (Lev 12, 1ss.) y el rezo de unas oraciones.
El anciano y santo Simeón tiene el honor de reconocer a Jesús como el Mesías prometido, o dicho de otro modo el que va a traer "la consolación de Israel". Su cántico sigue la idea del “Benedictus” de Zacarías: la luz que luce en las tinieblas. El "signo de contradicción" (cf. Jn 9, 39) es que los sencillos ven, los presuntuosos están ciegos. La expresión "y una espada atravesará tu propia alma" indica la participación que María tendrá en la pasión de su Hijo, como indica el relato de Juan (19, 25) con María al pie de la cruz, donde Jesús aparece como Rey, de un modo nuevo.
Festejamos hoy el santo Rey David. En la profecía de Simeón, se eclipsan las viejas profecías para dejar paso a la nueva: el que David había anunciado, ¡ha entrado por fin en el Templo, Él es el Templo! Ahí le ponen el nombre de Jesús (“Dios que salva”), al someterse a la ley de la circuncisión ésta queda superada, ante “Dios que salva” Simeón proclama: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos» (Lc 2,29-32). Es la visión del Salvador, que se fomenta con su invocación: de aquí la importancia de decir el nombre dulce de Jesús: “Iesu, Iesu, esto mihi semper Iesu!” (Jesús, Jesús, sé para mí siempre Jesús), decía San Josemaría Escrivá, y añadía: “pierde el miedo a llamar al Señor por su nombre –Jesús- y a decirle que le quieres”. También nosotros queremos enraizarnos en el dulce nombre de Jesús, nuestro Templo. Quien pierde las raíces lo pierde todo, así pasa con las raíces históricas de un pueblo, y mucho más con el vínculo con nuestros padres, y así como buenos hijos queremos mantenernos en Cristo unidos a nuestro Padre Dios.
A veces pasamos por la vida pensando que hay algo más, algo a lo que agarrarnos para no estar solos, que algo no iba hasta que no encontramos ese amor esperado. Y, cuando lo encontramos, recuperamos el gusto por las cosas, somos capaces de renuncias por conservar ese amor, estamos contentos en el sacrificio porque hay un motivo por el que luchar. Así estaba Simeón anhelante y esperanzado, y descansó al encontrar a Jesús. Así también nosotros, en quienes el Espíritu quiere habitar (cf. 1Cor 3,16), queremos recibir a Jesús en nuestro interior. Como pedimos en la oración colecta del día 29 de diciembre: “Dios todopoderoso e invisible, que ahuyentaste las tinieblas del mundo con la llegada de tu luz, míranos con rostro benigno, para que celebremos con dignas alabanzas la grandeza del Nacimiento de tu Hijo”. Las tinieblas son el aislamiento de los demás, la soledad existencial, no sabernos unidos como hermanos porque somos hijos de Dios. Y es lo que revela el mandamiento que nos da el Señor, “lo que es verdadero en Él mismo y en vosotros –dice el Apóstol San Juan en la primera lectura (1 Jn 2, 3-11)-, porque las tinieblas ya pasaron y la verdadera luz ya luce”. La “luz para ser revelada a los gentiles y para gloria de tu pueblo” es la filiación divina y la consiguiente fraternidad, que el Señor nos consigue –como decimos al Señor en la oración sobre las ofrendas- “este glorioso intercambio: que al ofrecerte lo que nos diste, merezcamos recibirte a Ti mismo”. Esta es la misericordia que manifiesta las entrañas divinas.
B. Comentario del 2009 tomando de textos de mercaba.org: -Cumplido el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés... Aun siendo Dios, Jesús sigue las leyes humanas. Me entretengo contemplando largamente esta humildad profunda, de la que San Pablo dirá que es un "anonadamiento", una "kenosis" (Filip 2,7) No ponerse en la excepción. No querer privilegios. Aceptar en profundidad los contratiempos banales, las servidumbres sin gloria.
-Los padres de Jesús llevaron al niño a Jerusalén, para presentarlo al Señor. No creemos lo que vemos ni lo que oímos. Veamos, Lucas, ¿qué estás diciendo? Para "presentarlo al Señor"? Pero, El mismo, ¿no es el Señor? Sí, "El que era de condición divina, no mantuvo ávidamente su igualdad con Dios, sino que se anonadó tomando la condición humana, viniendo a ser semejante a los hombres, y, reconocido como un hombre por su aspecto, se humilló". De momento no hay nada que indique su divinidad. Es un niño pequeño como todos los niñitos judíos, ¡cuyos padres van a "presentarlo" a Dios!
-Iban para presentar la ofrenda de un par de tórtolas, o dos palominos como está ordenado en la ley del Señor. Seamos curiosos de vez en cuando. Vamos pues a leer ese texto de la Ley en el libro del Levítico 12,8. En él leemos: "Si la madre no puede encontrar la suma necesaria, coste de una pequeña res, ofrecerá dos tórtolas o dos palominos". Así pues, se trataba de la ofrenda de los pobres. María no pudo ofrecer nada más valioso. Esto es pues lo que puede entenderse si uno sabe leer entre líneas el evangelio. ¡Y ella es la "madre de Dios"! Gracias, Señor, por todos los pobres que pueden verdaderamente reconocerte como su hermano.
-Simeón, hombre justo y religioso, esperaba la "consolación de Israel". El Espíritu le había revelado que no había de morir antes de ver el Mesías. Inspirado por el Espíritu Simeón vino al Templo. Me imagino a este anciano. Camina hacia la muerte. Piensa en su muerte. No parece estar triste. Es un varón justo y religioso. Es espiritual; está investido por el Espíritu de Dios. Se deja guiar. Dios le conduce, como de la mano, hacia el Templo. Señor, quisiera cerrar mis ojos, y tomar tu mano, como el niño que juega a dejarse conducir por su padre.
-Bendijo a Dios. A lo largo del día, los judíos tenían la costumbre de pronunciar varias bendiciones. Los más piadosos, diestros en este hábito ritual, debían sin cesar elevar hacia Dios breves plegarias: "Bendito seas, Señor". ¿Tengo yo también esta costumbre?
-Y dijo a María, su madre: "Este Niño está destinado para ruina y para resurrección de muchos en Israel; y para ser el blanco de las contradicciones. Una espada traspasará tu corazón, para que se descubran los pensamientos secretos en los corazones de muchos..." La salvación, será fruto del sufrimiento. Y María participa en el. ¿Cómo participo en ese mismo misterio de la redención por la cruz?
-Mis ojos han visto a su Salvador: luz para alumbrar las naciones paganas y gloria de su pueblo Israel. Salvación universal que desborda las fronteras del pueblo elegido (Noel Quesson).
Lucas, en el evangelio de hoy, pone en labios de Simeón, la seguridad que han de tener las personas comprometidas con la Vida: "mis ojos han visto la luz de las naciones" (Lc 2,29-32). Simeón es, al igual que Zacarías, uno de los muchos piadosos y justos (Lc 1,6) que aguardaban la liberación de Israel. El viejo Simeón al final de su vida pudo experimentar la liberación de Dios, liberación que esperan todos los justos. Éstos son los que aman al Señor; lo aman porque buscan, porque están luchando desde su pobreza por un nuevo espacio geográfico y social que sea significativamente distinto de aquel en el que se vive. En la pluma de Lucas, la liberación no es sólo para Israel, es para todas las naciones, sin condiciones. Nada ni nadie puede poner como pretexto que la liberación de las condiciones de tinieblas está restringida. A todas las naciones se les retira las vendas: no tienen porque andar en tinieblas. Han de buscar hacer realidad el nacimiento de la Nueva Sociedad que recibe en sus brazos al Verbo de Dios (v 28).
Esa visión universalista de la sociedad liberada de las tinieblas, es lo que Lucas quiere transmitir con urgencia. De manera que las naciones y las personas que acogen a Jesús, que lo toman en los brazos, se obligan a un nuevo discurso y nueva praxis social que lleva a la liberación (servicio bíblico latinoamericano).
La presentación de Jesús en el Templo, cuya primera parte leemos hoy, es una escena llena de sentido que nos ayuda a profundizar en el misterio de la Encarnación de Dios. José y María cumplen la ley, con lo que eso significa de solidaridad del Mesías con su pueblo, y lo hacen con las ofrendas propias de las familias pobres. Así, en el Templo sucede el encuentro del Mesías recién nacido con el anciano Simeón, representante de todas las generaciones de Israel que esperaban el consuelo y la salvación de Dios. En la tradición bizantina se llama precisamente «Encuentro» a esta fiesta. Simeón, movido por el Espíritu, reconoce en el hijo de esta sencilla familia al enviado de Dios, y prorrumpe en el breve y entusiasta cántico del «Nunc dimittis»: «ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz», que nosotros decimos cada noche en la oración de Completas que concluye la vivencia de la Jornada. En su boca es como el punto final del Antiguo Testamento Describe en unos trazos muy densos al Mesías: «mis ojos han visto a tu Salvador», que es «luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel». Cristo, gloria del pueblo de Israel y luz para los demás pueblos. Pero a la vez esa luz va a ser «crisis», juicio, signo de contradicción. Todos tendrán que tomar partido ante él, no podrán quedar indiferentes. Por eso Simeón anuncia a la joven madre María una misión difícil, porque tendrá que participar en el destino de su Hijo: «será como una bandera discutida... y a ti una espada te traspasará el alma».
La presencia de María en este momento, al inicio de la vida de Jesús, se corresponde con la escena final, con María al pie de la Cruz donde muere su Hijo. Presencia y cercanía de la madre a la misión salvadora de Cristo Jesús.
El evangelio nos conduce a una Navidad más profunda. El anciano Simeón nos invita, con su ejemplo, a tener «buena vista», a descubrir, movidos por el Espíritu, la presencia de Dios en nuestra vida. Él la supo discernir en una familia muy sencilla que no llamaba a nadie la atención. Reconoció a Jesús y se llenó de alegría y lo anunció a todos los que escuchaban. En los mil pequeños detalles de cada día, y en las personas que pueden parecer más insignificantes, nos espera la voz de Dios, si sabemos escucharla. Además, Simeón nos dice a nosotros, como se lo dijo a María y José, que el Mesías es signo de contradicción. Como diría más tarde el mismo Jesús, él no vino a traer paz, sino división y guerra: su mensaje fue en su tiempo y lo sigue siendo ahora, una palabra exigente, ante la que hay que tomar partido, y en una misma familia unos pueden aceptarle y otros no. Nosotros somos de los que creemos en Cristo Jesús. De los que celebramos la Navidad como fiesta de gracia y de comunión de vida con él. Pero también debemos ser más claramente «hijos de la luz» y vivir «como él vivió», no sólo de palabra, sino de obras. «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que todos tengan vida eterna» (entrada). «Tú has disipado las tinieblas del mundo con la venida de Cristo, la luz verdadera» (oración). «Mis ojos han visto a tu Salvador, luz para alumbrar a las naciones» (evangelio). «Por la entrañable misericordia de nuestro Dios nos visitará el sol que nace de lo alto» (comunión) (J. Aldazábal).
Precisamente en la lectura del evangelio de san Lucas que hemos escuchado hoy, Simeón exclama lleno de alegría: "mis ojos han visto a tu salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel". Cristo es la luz del mundo, por su palabra de fraternidad y de reconciliación, no solo para Israel, el pueblo al cual perteneció por sus orígenes humanos, sino para todos los pueblos de la tierra, como dice el anciano Simeón. San Lucas es el único evangelista que nos presenta esta solemne escena de la presentación de Jesús recién nacido en el templo de Jerusalén. Aparentemente sus padres lo llevaron allí para cumplir las minuciosas prescripciones de la ley mosaica: la purificación de la madre, después del parto, y el pago del rescate por el nacimiento de su hijo primogénito, pues los primogénitos pertenecían a Dios según la ley, y debían ser rescatados con la oferta de ciertos animales. Pero el Espíritu de Dios tenía otros planes: apenas atravesando los portales del templo salió al encuentro de los padres de Jesús un anciano que, por la manera como es descrito, representa a los profetas y a los justos del Antiguo Testamento que durante tantos siglos esperaron el cumplimiento de las promesas divinas. Simeón bendice a Dios que ha cumplido su Palabra, ha enviado a su Mesías, al salvador del mundo. Ahora puede morir en paz. Simeón bendice también a los padres del niño, solo que el Espíritu lo mueve a anunciarles algo del destino doloroso que les espera, al niño y a la madre: el uno será objeto de contradicción, como una bandera que se disputan ejércitos enemigos; la madre sentirá que una espada le traspasa el alma. Contemplando esta escena caemos en la cuenta de que la Navidad no es un juego infantil, una mera ocasión para jolgorios. El niño a quien cantamos villancicos para que duerma plácidamente se convertirá en todo un hombre, abandonará su casa, su familia, su trabajo, para asumir su destino, su vocación. Proclamará a los cuatro vientos su mensaje: el Evangelio, la buena noticia del amor de Dios por los pobres, los pequeños, los pecadores. Y será condenado por los poderosos del mundo a una muerte vergonzosa. Con él estamos comprometidos a ser sus discípulos, a seguirlo cargando con su cruz. En la firme esperanza de que Dios, que lo resucitó a él de entre los muertos, también nos dará a sus fieles la vida eterna. Así ponemos, a la luz de las lecturas de este día, una nota de seriedad a estas celebraciones que pueden pasar, incluso para nosotros los cristianos, en medio de la inconsciencia y la vanidad (Josep Rius-Camps).
Hoy, contemplamos la Presentación del Niño Jesús en el Templo, cumpliendo la prescripción de la Ley de Moisés: purificación de la madre y presentación y rescate del primogénito. La escena la describe san Josemaría Escrivá, en el cuarto misterio de gozo de su libro Santo Rosario, invitando a involucrarnos en la escena: «Esta vez serás tú, amigo mío, quien lleve la jaula de las tórtolas. —¿Te fijas? Ella —¡la Inmaculada!— se somete a la Ley como si estuviera inmunda. ¿Aprenderás con este ejemplo, niño tonto, a cumplir, a pesar de todos los sacrificios personales, la Santa Ley de Dios?
»¡Purificarse! ¡Tú y yo sí que necesitamos purificación! —Expiar, y, por encima de la expiación, el Amor. —Un amor que sea cauterio, que abrase la roña de nuestra alma, y fuego, que encienda con llamas divinas la miseria de nuestro corazón».
Vale la pena aprovechar el ejemplo de María para “limpiar” nuestra alma en este tiempo de Navidad, haciendo una sincera confesión sacramental, para poder recibir al Señor con las mejores disposiciones. Así, José presenta la ofrenda de un par de tórtolas, pero sobre todo ofrece su capacidad de sacar adelante, con su trabajo y con su amor castísimo, el plan de Dios para la Sagrada Familia, modelo de todas las familias.
Simeón ha recibido del Espíritu Santo la revelación de que no moriría sin ver a Cristo. Va al Templo y, al recibir en sus brazos lleno de alegría al Mesías, le dice: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación» (Lc 2,29-30). En esta Navidad, con ojos de fe contemplemos a Jesús que viene a salvarnos con su nacimiento. Así como Simeón entonó el canto de acción de gracias, alegrémonos cantando delante del belén, en familia, y en nuestro corazón, pues nos sabemos salvados por el Niño Jesús (Joaquim Monrós i Guitart).
Hacer un mundo más justo. El Niño que contemplamos estos días en el belén es el Redentor del mundo y de cada hombre. Más tarde, durante sus años de vida pública, poco dice el Señor de la situación política y social de su pueblo, a pesar de la opresión que éste sufre por parte de los romanos. Manifiesta que no quiere ser un Mesías político. Viene a darnos la libertad de los hijos de Dios: libertad del pecado, libertad de la muerte eterna, libertad del dominio del demonio, y libertad de la vida según la carne que se opone a la vida sobrenatural. El Señor, con su actitud, señaló también el camino a su Iglesia, continuadora de su obra aquí en la tierra hasta el final de los tiempos. Es a nosotros los cristianos a quien nos toca –dentro de las muchas posibilidades de actuación- contribuir a crear un orden más justo, más humano, más cristiano, sin comprometer con nuestra actuación a la Iglesia como tal (Pablo VI, Enc. Populorum progressio). Hoy podemos preguntarnos si conocemos bien las enseñanzas sociales de la Iglesia, si las llevamos a la práctica personalmente, y si procuramos que las leyes y costumbres de nuestro país reflejen esas enseñanzas en lo que se refiere a la familia, educación salarios, derecho al trabajo, etc.
Si nos esforzamos por los medios que están a nuestro alcance, en hacer el mundo que nos rodea más cristiano, lo estamos convirtiendo a la vez en más humano. Y, al mismo tiempo, si el mundo es más justo y más humano, estamos creando las condiciones para que Cristo sea más fácilmente conocido y amado. Además de pedir cada día por los responsables del bien común, -pues de ellos dependen en buena medida la solución de los grandes problemas sociales y humanos-, hemos de vivir, hasta sus últimas consecuencias, el compromiso personal y sin inhibiciones, y sin delegar en otros la responsabilidad en la práctica de la justicia, al que nos urge la Iglesia. ¿Se puede decir de nosotros que verdaderamente, con nuestras palabras y nuestros hechos, estamos haciendo un mundo más justo, más humano?
Con la sola justicia no podremos resolver los problemas de los hombres. La justicia se enriquece y complementa a través de la misericordia. La justicia y la misericordia se fortalecen mutuamente. Con la justicia a secas, la gente puede quedar herida, la caridad sin justicia sería un simple intento de tranquilizar la conciencia. La mejor manera de promover la justicia y la paz en el mundo es el empeño por vivir como verdaderos hijos de Dios. El Señor, desde la gruta de Belén, nos alienta a hacerlo (Francisco Fernández Carvajal).
Dios ha cumplido sus promesas de salvación; en Jesús no sólo los Judíos tienen el camino abierto hacia Dios, sino los hombres de todos los tiempos y lugares, pues el Señor vino como luz de las naciones y gloria de su Pueblo Israel. Jesús es el consagrado al Padre, y como tal está dispuesto a hacer en todo su voluntad. María misma, la humilde esclava del Señor, participará también de esa fidelidad amorosa a la voluntad del Padre que le llevará a estar al pié de la cruz, con el alma atravesada por una espada de dolor, pero segura en las manos de Dios, que cumplirá en ella cuanto le fue anunciado. La Iglesia encuentra en María el camino de fidelidad a Dios: Cristo Jesús, el cual no ha de ser para nosotros motivo de ruina sino de salvación, pues Él no vino para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. Quienes estamos consagrados a Dios por medio del Bautismo, que nos une en la fe a Jesucristo, debemos ser luz para todas las naciones y nunca motivo de condenación, de destrucción, de muerte, de sufrimiento; pues el Señor no nos envió a destruir la paz ni la alegría, sino a construir su Reino de amor a pesar de que en ese empeño tengamos que tomar nuestra propia cruz, ir tras las huellas de Cristo para que, pasando por la muerte, lleguemos junto con Él a la participación de la Gloria que le corresponde como a Unigénito de Dios Padre.
Jesús ha sido consagrado al Padre; le pertenece y vive su fidelidad a su voluntad como si de ella se alimentara. Hoy nos hemos reunido para celebrar la Eucaristía, Memorial del amor fiel que el Señor le tiene a su Padre Dios, y del amor que nos tiene a nosotros. A pesar de nuestros pecados Jesús nos ha amado, pues Él ha salido a buscar al pecador no sólo para ofrecerle el perdón de sus pecados, sino para cargarlo sobre sus hombros y para participarle de la misma Vida y de la misma Gloria que le corresponde como a unigénito del Padre Dios. Y en la Eucaristía se realiza esa comunión de vida entre Cristo y nosotros. Por eso debemos acudir a esta celebración no tanto por motivos intranscendentes, sino porque queremos que el Señor esté en nosotros y nosotros en Él y podamos, así, darle un nuevo rumbo a nuestra historia.
Jesucristo ha venido a nosotros. ¿Lo hemos recibido con amor? ¿Lo reconocemos como nuestro Dios y Salvador? Cristo, Luz de las naciones, no sólo ha de iluminar nuestra vida, sino que, por nuestra unión a Él, debemos ser también nosotros luz del mundo. Nuestros padres ya pueden morir en paz cuando vean que aquel compromiso de educarnos en la fe, para que vivamos como hijos de Dios, ha llegado a su cumplimiento en nosotros. Amémonos los unos a los otros como Cristo nos ha amado; pues la perfección consiste en el amor que llega en nosotros a su plenitud. No nos conformemos con llamarnos hijos de Dios, sino que seámoslo en verdad de tal forma que, mediante nuestras buenas obras, manifestemos desde nuestra vida a Aquel que habita en nuestros corazones, pues de la abundancia del corazón habla la boca. Aquel que vive pecando, aquel que se levanta en contra de su hermano para asesinarlo, para perseguirlo, para calumniarlo, para dejarlo morir de hambre, por más que se arrodille ante Dios no puede ser, en verdad, su hijo, pues Dios es amor, y es amor sin límites. Amemos a nuestro prójimo en la forma como el Señor nos ha dado ejemplo, pues en la proclamación del Evangelio sólo el amor es digno de crédito.
Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de vivir unidos a Jesús, su Hijo, de tal forma que continuemos su obra de salvación en el mundo por medio de un auténtico amor comprometido hasta sus últimas consecuencias, con tal que colaborar así a la salvación de todos. Amén (www.homiliacatolica.com). Llucià Pou Sabaté
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