lunes, 30 de abril de 2018

Martes semana 5 de Pascua

Martes de la semana 5 de Pascua

Mi paz os dejo
En aquel tiempo, Jesús habló así a sus discípulos: «Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde. Habéis oído que os he dicho: ‘Me voy y volveré a vosotros’. Si me amarais, os alegraríais de que me fuera al Padre, porque el Padre es más grande que yo. Y os lo digo ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis. Ya no hablaré muchas cosas con vosotros, porque llega el Príncipe de este mundo. En mí no tiene ningún poder; pero ha de saber el mundo que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado» (Jn 14,27-31a).
I. El Evangelio de la Misa recoge una de aquellas promesas que Jesús hizo a sus discípulos más íntimos en la Ultima Cena, y que se verían realizadas después de la Resurrección: La paz os dejo, mi paz os doy; no la doy yo como la da el mundo. Y más adelante, en la misma Cena, les repetirá: Os he dicho esto para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis tribulación, pero confiad: yo he vencido al mundo. Ahora, después de la Resurrección, Jesús se presenta delante de ellos y les dice: Pax vobis!, la paz sea con vosotros. Pondría el Señor el acento entrañable de otras ocasiones. Y con este saludo amigable quedaron disipados el temor y la vergüenza que pesaban sobre los Apóstoles por haberse comportado con cobardía durante la Pasión. De esta forma -a través del saludo, de su expresión acogedora- se ha vuelto a crear el ambiente de intimidad en el que Jesús les comunica su propia paz.
Desear la paz era la forma usual de saludo entre los hebreos. Y ese mismo saludo lo siguieron usando los Apóstoles, según vemos por sus cartas, y los primeros cristianos, como han dejado constancia en muchas inscripciones. La Iglesia lo utiliza en la liturgia en determinadas ocasiones; por ejemplo, antes de la Comunión el celebrante desea a los presentes la paz, condición para participar dignamente del Santo Sacrificio. Pax Domini, la Paz del Señor.
A lo largo de los siglos los cristianos supieron poner una intención más honda en las mismas fórmulas de saludo, impregnándolas de sentido sobrenatural, que calaron hondamente en el pueblo y han sido durante generaciones vehículo para hacer el bien y signo externo de una sociedad que tenía el corazón cristiano.
En nuestros días parece que se va perdiendo esa huella de Dios en el saludo habitual. Sin embargo, nos puede ser de gran utilidad para la propia vida interior poner un especial empeño en mantener y vivificar el sentido cristiano del saludo y de las despedidas; eso contribuirá a mantener la presencia de Dios en nuestras vidas.
Si nos acostumbramos, por ejemplo, a saludar al Angel Custodio de la persona con quien nos encontramos, podremos con facilidad y sencillez dar mayor elevación al trato con los demás. Será consecuencia de la presencia de Dios que llevamos en el alma. No perdamos el sentido sobrenatural en lo habitual de cada día: «Y les dijo: Paz a vosotros. Nos debería dar vergüenza -decía San Gregorio Nacianceno- prescindir del saludo de la paz, que el Señor nos dejó cuando iba a dejar este mundo». Sea cual sea nuestro saludo habitual, siempre puede ser motivo para vivir mejor la fraternidad con los demás, para rezar por aquellas personas y darles paz y alegría, como hizo el Señor con sus discípulos.
«En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre (Lc 1, 44) (...). El sobresalto de alegría que sintió Isabel, subraya el don que puede encerrarse en un simple saludo cuando parte de un corazón lleno de Dios. ¡Cuántas veces las tinieblas de la soledad, que oprimen a un alma, pueden ser desgarradas por el rayo luminoso de una sonrisa o de una palabra amable!».

II. El saludo ordinario del pueblo hebreo recobra en boca del Señor su sentido más profundo, pues la paz era uno de los dones mesiánicos por excelencia. Con frecuencia despedía a quienes había hecho algún bien con estas palabras: Vete en paz. A los discípulos les encarga una misión de paz. En la casa en que entréis decid primero: paz a esta casa.
El desear la paz a los demás, el promoverla a nuestro alrededor es un gran bien humano, y cuando está animado por la caridad es también un gran bien sobrenatural. El tener paz en nuestra alma -condición para poder comunicarla- es señal cierta de que Dios está cerca de nosotros; es además un fruto del Espíritu Santo. San Pablo exhortaba con frecuencia a los primeros cristianos a vivir con paz y alegría: alegraos (...), vivid en paz y el Dios de la caridad estará con vosotros.
La paz verdadera es fruto de la santidad, del amor a Dios, de la lucha que supone el no dejar que se apague este amor por nuestras tendencias desordenadas y por nuestros pecados. Cuando se ama a Dios, el alma se convierte en un árbol bueno que se da a conocer por sus frutos. Las acciones que lleva a cabo revelan la presencia del Paráclito y, en cuanto causan un gozo espiritual, se llaman frutos del Espíritu Santo. Uno de estos frutos es la paz de Dios que supera todo conocimiento, la misma que Jesucristo deseó a los Apóstoles y a los cristianos de todos los tiempos. «Cuando Dios te visite sentirás la verdad de aquellos saludos: la paz os doy..., la paz os dejo..., la paz sea con vosotros..., y esto, en medio de la tribulación».
La paz verdadera es la «tranquilidad en el orden»; orden entre Dios y nosotros, orden entre nosotros y los demás. Si mantenemos ese orden tendremos paz y podremos comunicarla. El orden con Dios supone el deseo firme de desterrar de nuestra vida todo pecado, y el de poner a Cristo como centro de nuestra existencia. El orden con los demás lleva en primer lugar a vivir esmeradamente las relaciones de justicia (en las obras, en las palabras, en los juicios), pues la paz es obra de la justicia. Y más allá de la justicia, la misericordia, que nos moverá en tantas ocasiones a ayudar, a consolar, a sostener a quienes lo necesitan. «Donde hay amor a la justicia, donde existe respeto a la dignidad de la persona humana, donde no se busca el propio capricho o la propia utilidad, sino el servicio a Dios y a los hombres, allí se encuentra la paz».
El Señor nos ha dejado la misión de pacificar la tierra, comenzando por poner paz en nuestra alma, en la familia, en el lugar donde trabajamos... Contribuiremos eficazmente a que cesen rencores y discordias, a crear un clima de colaboración y de entendimiento mutuo. La paz en una familia, en una comunidad del tipo que sea, no consiste en la mera ausencia de riñas y de disputas, lo que en ocasiones podría ser sólo un signo de indiferencia mutua. La paz consiste en la armonía que lleva a colaborar en proyectos y en intereses comunes; la paz verdadera lleva a preocuparnos de los demás, de sus proyectos, de sus intereses, de sus penas.
El Señor desea que fomentemos en nuestro corazón grandes deseos de paz y de concordia en medio de este mundo que parece alejarse cada vez más de esta paz, porque los hombres en ocasiones no quieren tener a Dios en su corazón. A nosotros los cristianos nos pide que dejemos paz y alegría allí por donde pasemos.

III. Cristo es nuestra paz. Desde hace veinte siglos nos repite: la paz os dejo, mi paz os doy . Nos lo dice a cada uno para que con nuestra vida lo pregonemos por todo el mundo, por ese mundo, quizá pequeño, en el que cada día se desenvuelve nuestra existencia.
La vida de los primeros cristianos ayudó a muchos a encontrar el sentido de su existencia. Llevaron la paz a la familia y a la sociedad en la que se desenvolvía su vida. En muchas inscripciones de aquella época se puede encontrar el saludo con que invocaban y se deseaban la paz. Esta paz, que es de Dios, permanecerá en la tierra mientras haya hombres de buena voluntad. Una buena parte de nuestro apostolado consistirá en llevar la serenidad y la alegría a las personas que nos rodean; con más urgencia cuanto mayor sea la inquietud y la tristeza que encontremos a nuestro paso. «Deber de cada cristiano es llevar la paz y la felicidad por los distintos ambientes de la tierra, en una cruzada de reciedumbre y de alegría, que remueva hasta los corazones mustios y podridos, y los levante hacia Él».
Los demás deberían recordar a cada cristiano como a un hombre, a una mujer, que -aunque tuvo sufrimientos y pruebas como los demás- ofreció al mundo una imagen sonriente y sacrificada, amable y serena, porque vivió como un hijo de Dios. Este puede ser el propósito de nuestra oración de hoy: «Que nadie lea tristeza ni dolor en tu cara, cuando difundes por el ambiente del mundo el aroma de tu sacrificio: los hijos de Dios han de ser siempre sembradores de paz y de alegría». Esto sólo es posible cuando somos conscientes de nuestra filiación divina.
El sabernos hijos de Dios nos dará paz firme, no sujeta a los vaivenes del sentimiento o de los incidentes de cada día, serenidad y firmeza, que tanto necesitamos. Mantener esta disposición abierta y amigable ante los demás nos incitará a luchar seriamente contra las posibles antipatías, que tienen su fundamento en una visión poco sobrenatural de las personas; contra las asperezas del carácter, que quitan la paz del ambiente y que indican falta de mortificación; contra el egoísmo; contra la comodidad..., que son obstáculos serios para la amistad y para el apostolado.
El deseo sincero de paz que el Señor pone en nuestro corazón nos debe llevar a evitar absolutamente todo aquello que causa división y desasosiego: los juicios negativos sobre los demás, las murmuraciones, las críticas, las quejas.
Acudamos a la Virgen, nuestra Madre, para no perder nunca la alegría y serenidad. «Santa María es -así la invoca la Iglesia- la Reina de la paz. Por eso, cuando se alborota tu alma, el ambiente familiar o el profesional, la convivencia en la sociedad o entre los pueblos, no ceses de aclamarla con ese título: "Regina pacis, ora pro nobis!" -Reina de la paz, ¡ruega por nosotros! ¿Has probado, al menos, cuando pierdes la tranquilidad?...-. Te sorprenderás de su inmediata eficacia».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San José, obrero

«Y, llegado a su ciudad, les enseñaba en su sinagoga, de manera que se admiraban y decían: ¿De dónde le viene a éste esa sabiduría y esos poderes? ¿No es éste el hijo del artesano? ¿No se llama su madre María y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? Y sus hermanas ¿no viven todas entre noso­tros? ¿De dónde, pues, le viene todo esto? Y se escandalizaban de él. Pero Jesús les dijo: No hay profeta menospreciado sino en su tierra y en su casa. Y no hizo allí muchos milagros a cau­sa de su incredulidad». (Mateo 13, 54-58)
1º. La confusión que se produce entre la gente del pueblo de Jesús, nos hace pensar en la naturalidad con la que había vivido tantos años.
Era uno más, «el hijo del artesano».
Y, a la vez, era el Mesías esperado durante siglos, el Hijo de Dios.
Durante todo este tiempo no se distingue haciendo cosas extraordinarias; no hizo milagros patentes, a pesar de que conocería casos de gente enferma, pobre, necesitada.
Lo que sí haría es trabajar lo mejor posible, atender al que más lo necesitaba con especial dedicación, servir con alegría en casa y en el taller de José.
«Por su sumisión a María y a José, así como por su humilde trabajo durante largos años en Nazaret, Jesús nos da el ejemplo de santidad en la vida cotidiana de la familia y del trabajo» (CEC.-564).
Jesús, ha venido a traer fuego a la tierra (Lucas 12,48), ha venido a salvar a los hombres, a hacernos hijos de Dios, a llamarnos a la santidad.
Y está cumpliendo su misión desde el primer día, también durante esos años que llamamos de «vida oculta», porque no aparecen en el Evangelio.
Para mí, esos años son años de luz, porque ésa es la vida que tengo que imitar si quiero parecerme a Ti, si quiero ser otro Cristo.
Nosotros queremos hacer cosas grandes: queremos triunfar en nuestra vida profesional, queremos tener una familia feliz, queremos tener muchos amigos...
Pero a veces nos perdemos en los grandes planes mientras descuidamos el pequeño deber de cada día: el horario, el trabajo bien acabado, los detalles de servicio, el cumplimiento del plan de vida, el apostolado.
Que aprendamos de la vida oculta de Jesús a cuidar esos pequeños detalles y, entonces,  Jesús hará de nuestra vida algo grande.
2º. «Sigue en el cumplimiento exacto de las obligaciones de ahora. Ese trabajo -humilde, monótono, pequeño- es oración cuajada en obras que te disponen a recibir la gracia de la otra labor -grande, ancha y honda- con que sueñas» (Camino.-825).
Queremos... cambiar el mundo.
Queremos que la gente conozca a Jesús como le conocemos nosotros.
Entonces la gente le querrá, y se querrán entre ellos al saberse hijos del mismo Padre, hermanos de Jesús.
Como Jesús, también nosotros queremos traer fuego a la tierra: ese fuego del amor; que no destruye, sino que purifica y une.
Pero, ¿qué podemos hacer  para ayudarle en esta tarea?
Lo que nos pide Jesús es que le imitemos en su vida oculta.
Que sigamos en el cumplimiento exacto de las obligaciones de ahora: haz lo que tengas que hacer en cada momento, con la mayor perfección posible.
Ese trabajo -humilde, monótono, pequeño- es oración cuajada en obras.
El trabajo de Jesús en el taller de José también era humilde, monótono, pequeño.
Pero con cuánto amor lo realizaría, con qué perfección -acabando los detalles, aunque nadie se fuera a fijar en ellos-, con qué espíritu de servicio.
Si somos fieles en lo pequeño, Él nos dará la gracia de la otra labor              -grande, ancha, honda- con la que sueño.
Nuestra vida será fecunda en el terreno profesional y familiar; en el campo apostólico, en el servicio a Jesús y a los demás.
Y cuando la gente se pregunte: «¿de dónde le viene a éste todo esto?» -¿de dónde le viene esa alegría, esa ilusión profesional, esa facilidad para querer a los demás?-, les sabremos responder: nos viene de imitar a Jesús en su vida oculta, de ofrecer a Dios cada cosa que hacemos, cada pequeño vencimiento.

domingo, 29 de abril de 2018

Lunes semana 5 de Pascua

Lunes de la semana 5 de Pascua

Somos templos de Dios
Un día dijo Jesús a sus discípulos: el que conoce mis mandamientos y los guarda, ése me ama; y al que me ama lo amará mi Padre y lo amaré yo, y me mostraré a él.Entonces Judas, no el Iscariote, le dijo: Señor, ¿qué ha sucedido para que te muestres a nosotros y no al mundo?Respondió Jesús: el que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él...Os he hablado esto ahora que estoy a vuestro lado; pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que yo os he dicho” (Juan 14, 21-26).
I. El Evangelio nos muestra con frecuencia la confianza que tenían los Apóstoles con Jesús: le preguntan acerca de lo que no entienden y de aquellas cosas que les resultan oscuras. El Evangelio de la Misa de hoy recoge una de estas preguntas que, sobre todo al final de la vida del Señor, debieron de ser frecuentes.
El Señor les ha dicho: El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama. Y el que me ama será amado por mi Padre y yo le amaré y yo mismo me manifestaré a él. En tiempos del Señor, era creencia común entre los judíos que cuando llegara el Mesías se manifestaría a todo el mundo como Rey y Salvador. Los Apóstoles han entendido las palabras de Jesús como referidas a ellos, a los íntimos, a los que le aman. Judas Tadeo -que ha comprendido bien la enseñanza- le pregunta: Señor, ¿y qué ha pasado para que tú te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo? En el Antiguo Testamento Dios se había manifestado en diversas ocasiones y de diversos modos, y había prometido que habitaría en medio de su pueblo. Pero aquí el Señor se refiere a una presencia muy distinta: es la presencia en cada persona que le ame, que esté en gracia. Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él. ¡Es la presencia de la Trinidad en el alma que haya renacido por la gracia! Esta será una de las enseñanzas fundamentales para la vida cristiana, repetida por San Pablo: Porque vosotros sois templos de Dios vivo, dice a los primeros cristianos de Corinto.
San Juan de la Cruz, citando este pasaje, comenta: «¿Qué más quieres, ¡oh alma!, y qué más buscas fuera de ti, pues dentro de ti tienes tus riquezas, tus deleites, tu satisfacción (...), tu Amado, a quien desea y busca tu alma? Gózate y alégrate en tu interior recogimiento con él, pues le tienes tan cerca».
Debemos aprender a tratar cada vez más y mejor a Dios, que mora en nosotros. Nuestra alma, por esa presencia divina, se convierte en un pequeño cielo. ¡Cuánto bien nos puede hacer esta consideración! En el momento del Bautismo vinieron a nuestra alma las tres Personas de la Beatísima Trinidad con el deseo de permanecer más unidas a nuestra existencia de lo que puede estar el más íntimo de los amigos. Esta presencia, del todo singular, sólo se pierde por el pecado mortal; pero los cristianos no debemos contentarnos con no perder a Dios: debemos buscarle en nosotros mismos en medio de nuestras ocupaciones, cuando vamos por la calle..., para darle gracias, pedirle ayuda, desagraviarle por los pecados que cada día se cometen.
A veces pensamos que Dios está muy lejos, y está más cercano, más atento a nuestras cosas que el mejor de los amigos. San Agustín, al considerar esta inefable cercanía de Dios, exclamaba: «¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé!; he aquí que Tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba (...). Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Me tenían lejos de Ti las cosas que, si no estuviesen en Ti, no serían. Tú me llamaste claramente y rompiste mi sordera; brillaste, resplandeciste y curaste mi ceguedad».
Pero para hablar con Dios, presente realmente en el alma en gracia, es necesario el recogimiento de los sentidos, que tienden a desparramarse y quedarse apegados a las cosas; sabernos «templos de Dios» y actuar siempre en consecuencia; rodear de amor, de un silencio sonoro, esa presencia íntima de la Trinidad en nuestra alma.

II. La presencia de las tres Personas divinas en el alma en gracia es una presencia viva, abierta a nuestro trato, ordenada al conocimiento y al amor con que podemos corresponder. «¿Por qué andar corriendo por las alturas del firmamento y por los abismos de la tierra en busca de Aquel que mora en nosotros?», se pregunta San Agustín. «Ahora bien -enseña San Gregorio Magno-, mientras nuestra mente estuviere disipada en imágenes carnales, jamás será capaz de contemplar..., porque la ciegan tantos obstáculos cuantos son los pensamientos que la traen y la llevan. Por tanto, el primer escalón -para que el alma llegue a contemplar la naturaleza invisible de Dios- es recogerse en sí misma».
Para lograr este recogimiento, a algunos el Señor les pide que se retiren del mundo, pero Dios quiere que la mayoría de los cristianos (madres de familia, estudiantes, trabajadores...) le encontremos en medio de nuestros quehaceres. Mediante la mortificación habitual durante el día -con la que tan relacionado está el gozo interior- guardamos para Dios los sentidos. Mortificamos la imaginación, librándola de pensamientos inútiles; la memoria, echando a un lado recuerdos que no nos acercan al Señor; la voluntad, cumpliendo con el deber, quizá pequeño, que tenemos encomendado.
El trabajo intenso, si está dirigido a Dios, lejos de impedir nuestro diálogo con Él, lo facilita. Igual sucede con toda la actividad exterior: las relaciones sociales, la vida de familia, los viajes, el descanso... Toda la vida humana, si no está dominada por la frivolidad, tiene siempre una dimensión profunda, íntima, expresada en un cierto recogimiento que alcanza su pleno sentido en el trato con Dios. Recogerse es «juntar lo separado», restablecer el orden interior perdido, evitar la dispersión de los sentidos y potencias incluso en cosas en sí buenas o indiferentes, tener como centro a Dios en la intención de lo que hacemos y proyectamos.
Lo contrario del recogimiento interior es la disipación y la frivolidad . Los sentidos y potencias se quedan en cualquier charca del camino, y como consecuencia la persona anda sin fijeza, esparcida la atención, dormida la voluntad y despierta la concupiscencia. Sin recogimiento no es posible el trato con Dios.
En la medida en que purificamos nuestro corazón y nuestra mirada, en la medida en que, con la ayuda del Señor, procuramos ese recogimiento, que es riqueza y plenitud interior, nuestra alma ansía el trato con Dios, como el ciervo las fuentes de las aguas. «El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo».

III. Aunque la inhabitación en el alma pertenece a las tres Personas de la Trinidad -al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo-, se atribuye de modo singular a la Tercera Persona, a quien la liturgia nos invita a tratar con más intimidad en este tiempo en que nos encaminamos hacia la fiesta de Pentecostés.
El Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho, dice el Señor en el Evangelio de hoy. Es una promesa que el Señor hizo en diversas ocasiones, como señalando la enorme trascendencia que tendría para toda la Iglesia, para el mundo, para cada uno de quienes le íbamos a seguir. No se trata de un don pasajero limitado al tiempo en que se reciben los sacramentos o a otro momento determinado, sino de un Don estable, permanente: «en los corazones (de los fieles) habita el Espíritu Santo como en un templo». Es el dulce Huésped del alma, y cuanto más crece el cristiano en obras buenas, cuanto más se purifica, tanto más se complace el Espíritu Santo en habitar en él y en darle nuevas gracias para su santificación y para el apostolado.
El Espíritu Santo está en el alma del cristiano en gracia, para configurarlo con Cristo, para que cada vez se parezca más a Él, para moverlo al cumplimiento de la voluntad de Dios y ayudarle en esa tarea. El Espíritu Santo viene como remedio de nuestra flaqueza, y haciendo suya nuestra causa aboga por nosotros con gemidos inenarrables ante el Padre. Cumple ahora su oficio de guiar, proteger y vivificar a la Iglesia, porque -comentaba Pablo VI- dos son los elementos que Cristo ha prometido y otorgado, aunque diversamente, para continuar su obra: «el apostolado y el Espíritu. El apostolado actúa externa y objetivamente; forma el cuerpo, por así decirlo, material de la Iglesia, le confiere sus estructuras visibles y sociales; mientras el Espíritu Santo actúa internamente, dentro de cada una de las personas, como también sobre la entera comunidad, animando, vivificando, santificando».
Pidamos a la Virgen que nos enseñe a comprender esta dichosísima realidad, pues nuestra vida sería entonces muy distinta. ¿Por qué sentirnos solos, si el Santo Espíritu nos acompaña? ¿Por qué vivir inseguros o angustiados, aunque sea un solo día de nuestra existencia, si el Paráclito está pendiente de nosotros y de nuestras cosas? ¿Por qué ir alocadamente detrás de la felicidad aparente, si no hay mayor gozo que el trato con este dulce Huésped que habita en nosotros? ¡Qué distinto sería nuestro porte en algunas circunstancias, la conversación, si fuéramos conscientes de que somos templos de Dios, templos del Espíritu Santo! Al terminar nuestra oración, acudamos a la Virgen Nuestra Señora: «Dios te salve, María, templo y sagrario de la Santísima Trinidad, ayúdanos».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Pio V, papa

Nació en un pueblo llamado Bosco, en Italia, en 1504. Sus padres eran muy piadosos y muy pobres. Aunque era un niño muy inteligente, sin embargo hasta los 14 años tuvo que dedicarse a cuidar ovejas en el campo, porque sus padres no tenían con qué costearle estudios. Pero la vida retirada en la soledad del campo le sirvió mucho para dedicarse a la piedad y a la meditación, y la gran pobreza de la familia le fue muy útil para adquirir gran fortaleza para soportar los sufrimientos de la vida. Más tarde será también Pastor de toda la Iglesia.
Una familia rica notó que su hijo Antonio se comportaba mejor desde que era amigo de nuestro santo, y entonces dispuso costearle los estudios para que acompañaran a Antonio y le ayudara a ser mejor. Y así pudo ir a estudiar con los Padres Dominicos y llegar a ser religioso de esa comunidad. Nunca olvidará el futuro Pontífice este gran favor de tan generosa familia. En la comunidad le fueron dando cargos de muchos importancia: Maestro de novicios, Superior de varios conventos. Y muy pronto el Papa, lo nombró obispo. Tenía especiales cualidades para gobernar.
Como el protestantismo estaba invadiendo todas las regiones y amenazaba con quitarle la verdadera fe a muchísimos católicos, el Papa nombró a nuestro santo como encargado de la asociación que en Italia defendía a la verdadera religión. Y él, viajando casi siempre a pie y con gran pobreza, fue visitando pueblos y ciudades, previniendo a los católicos contra los errores de los evangélicos y luteranos, y oponiéndose fuertemente a todos los que querían atacar nuestra religión. Muchas veces estuvo en peligro de ser asesinado, pero nunca se dejaba vencer por el temor. Con los de buena voluntad era sumamente bondadoso y generoso, pero para con los herejes demostraba su gran ciencia y sus dotes oratorias y los iba confundiendo y alejando, en los sitios a donde llegaba.
El Papa, para premiarles sus valiosos servicios y para tenerlo cerca de él como colaborador en Roma, lo nombró Cardenal y encargado de dirigir toda la lucha en la Iglesia Católica en defensa de la fe y contra los errores de los protestantes.
Al morir el Papa Pío IV, San Carlos Borromeo les dijo a los demás cardenales que el candidato más apropiados para ser elegido Papa era este santo cardenal. Y lo eligieron y tomó el nombre de Pío Quinto. Antes se llamaba Antonio Chislieri.
Antes se acostumbraba que al posesionarse del cargo un nuevo Pontífice, se diera un gran banquete a los embajadores y a los jefes políticos y militares de Roma. Pío Quinto ordenó que todo lo que se iba a gastar en ese banquete, se empleara en darles ayudas a los pobres y en llevar remedios para los enfermos más necesitados de los hospitales.
Cuando recién posesionado, iba en procesión por Roma, vio en una calle al antiguo amigo Antonio, aquel cuyos papás le habían costeado a él los estudios y lo llamó y lo nombró gobernador del Castillo Santángelo, que era el cuartel del Papa. La gente se admiró al saber que el nuevo Pontífice había sido un niño muy pobre y comentaban que había llegado al más alto cargo en la Iglesia, siendo de una de las familias más pobres del país.
Pío Quinto parecía un verdadero monje en su modo de vivir, de rezar y de mortificarse. Comía muy poco. Pasaba muchas horas rezando. Tenía tres devociones preferidas La Eucaristía (celebraba la Misa con gran fervor y pasaba largos ratos de rodillas ante el Santo Sacramento) El Rosario, que recomendaba a todos los que podía.Icono de Santa Catalina de Siena Y la Santísima Virgen por la cual sentía una gran devoción y mucha confianza y de quién obtuvo maravillosos favores.
Las gentes comentaban admiradas: - Este sí que era el Papa que la gente necesitaba". Lo primero que ordenó fue que todo obispo y que todo párroco debía vivir en el sitio para donde habían sido nombrados (Porque había la dañosa costumbre de que se iban a vivir a las ciudades y descuidaban la diócesis o la parroquia para la cual los habían nombrado). Prohibió la pornografía. Hizo perseguir y poner presos a los centenares de bandoleros que atracaban a la gente en los alrededores de Roma. Visitaba frecuentemente hospitales y casas de pobres para ayudar a los necesitados. Puso tal orden en Roma que los enemigos le decían que él quería convertir a Roma en un monasterio, pero los amigos proclamaban que en 300 años no había habido un Papa tan santo como él. Las gentes obedecían sus leyes porque le profesaban una gran veneración.
En las procesiones con el Santísimo Sacramento los fieles se admiraban al verlo llevar la custodia, con los ojos fijos en la Santa Hostia, y recorriendo a pie las calles de Roma con gran piedad y devoción. Parecía estar viendo a Nuestro Señor.
Publicó un Nuevo Misal y una nueva edición de La Liturgia de Las Horas, o sea los 150 Salmos que los sacerdotes deben rezar. Publicó también un Catecismo Universal. Dio gran importancia a la enseñanza de las doctrinas de Santo Tomás de Aquino en los seminarios, porque por no haber aprendido esas enseñanzas muchos sacerdotes se habían vuelto protestantes.
Aunque era flaco, calvo, de barba muy blanca y bastante pálido las gentes comentaban: "El Papa tiene energías para diez años y planes de reformas para mil años más".
Los mahometanos amenazaban con invadir a toda Europa y acabar con la Religión Católica. Venían desde Turquía destruyendo a sangre y fuego todas las poblaciones católicas que encontraban. Y anunciaron que convertirían la Basílica de San Pedro en pesebrera para sus caballos. Ningún rey se atrevía a salir a combatirlos.
Pío Quinto con la energía y el valor que el caracterizaban, impulsó y buscó insistentemente la ayuda de los jefes más importantes de Europa. Por su cuenta organizó una gran armada con barcos dotados de lo mejor que en aquel tiempo se podía desear para una batalla. Obtuvo que la república de Venecia le enviara todos sus barcos de guerra y que el rey de España Felipe II le colaborar con todas sus naves de combate. Y así organizó una gran flota para ir a detener a los turcos que venían a tratar de destruir la religión de Cristo. Y con su bendición los envió a combatir en defensa de la religión.
Puso como condición para estar seguros de obtener de Dios la victoria, que todos los combatientes deberían ir bien confesados y habiendo comulgado. Hizo llegar una gran cantidad de frailes capuchinos, franciscanos y dominicos para confesar a los marineros y antes de zarpar, todos oyeron misa y comulgaron. Mientras ellos iban a combatir en las aguas del mar, el Papa y las gentes piadosas de Roma recorrían las calles, descalzos, rezando el rosario para pedir la victoria.
Los mahometanos los esperaban en el mar lejano con 60 barcos grandes de guerra, 220 barcos medianos, 750 cañones, 34,000 soldados especializados, 13,000 marineros y 43,000 esclavos que iban remando. El ejército del Papa estaba dirigido por don Juan de Austria (hermano del rey de España). Los católicos eran muy inferiores en número a los mahometanos. Los dos ejércitos se encontraron en el golfo de Lepanto, cerca de Grecia.
El Papa Pío Quinto oraba por largos ratos con los brazos en cruz, pidiendo a Dios la victoria de los cristianos. Los jefes de la armada católica hicieron que todos sus soldados rezaran el rosario antes de empezar la batalla. Era el 7 de octubre de 1571 a mediodía. Todos combatían con admirable valor, pero el viento soplaba en dirección contraria a las naves católicas y por eso había que emplear muchas fuerzas remando. Y he aquí que de un momento a otro, misteriosamente el viento cambió de dirección y entonces los católicos, soltando los remos se lanzaron todos al ataque. Uno de esos soldados católicos era Miguel de Cervantes. El que escribió El Quijote.
Don Juan de Austria con los suyos atacó la nave capitana de los mahometanos donde estaba su supremo Almirante, Alí, le dieron muerte a éste e inmediatamente los demás empezaron a retroceder espantados. En pocas horas, quedaron prisioneros 10,000 mahometanos. De sus barcos fueron hundidos 111 y 117 quedaron en poder de los vencedores. 12,000 esclavos que estaban remando en poder de los turcos quedaron libres.
En aquel tiempo las noticias duraban mucho en llegar y Lepanto quedaba muy lejos de Roma. Pero Pío Quinto que estaba tratando asuntos con unos cardenales, de pronto se asomó a la ventana, miró hacia el cielo, y les dijo emocionado: "Dediquémonos a darle gracias a Dios y a la Virgen Santísima, porque hemos conseguido la victoria". Varios días después llegó desde el lejano Golfo de Lepanto, la noticia del enorme triunfo. El Papa en acción de gracias mandó que cada año se celebre el 7 de octubre la fiesta de Nuestra Señora del Rosario y que en las letanías se colocara esta oración "María, Auxilio de los cristianos, ruega por nosotros" (propagador del título de Auxiliadora fue este Pontífice nacido en un pueblecito llamado Bosco. Más tarde un sacerdote llamado San Juan Bosco, será el propagandista de la devoción a María Auxiliadora).
Pío V murió el 1 de mayo de 1572 a los 68 años de edad y fue declarado santo por el Papa Clemente XI en 1712.

Domingo semana 5 de Pascua; ciclo B

Domingo de la semana 5 de Pascua; ciclo B

Ser Justos
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: -Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento mío que no da fruto, lo arranca; y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. Vosotros estáis limpios por las palabras que os he hablado; permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante, porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí, lo tiran fuera, como al sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros pediréis lo que deseéis, y se realizará. La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y así seréis mis discípulos” (Juan 15,1-8).
I. La palabra del Señor es sincera y todas sus acciones son leales; Él ama la justicia y el derecho, y su misericordia llena la tierra.
La justicia es la virtud cardinal que permite una convivencia recta y limpia entre los hombres. Sin esta virtud, la convivencia se torna imposible; la sociedad, la familia, la empresa dejan de ser humanas y se convierten en lugares donde el hombre atropella al hombre. La justicia regula la convivencia de la sociedad humana en cuanto humana, es decir, basada en el respeto de los derechos personales; «es principio fundamental de la existencia y de la coexistencia de los hombres, como también de las comunidades humanas, de las sociedades y de los pueblos».
Un aspecto de esta virtud atañe a las relaciones con el vecino, con el compañero, con el amigo, con el colega y, en general, con toda persona: regula estas relaciones de los hombres entre sí, dando a cada uno lo que le es debido. Otra faceta de la justicia se refiere a los deberes de la sociedad en relación a lo que a cada individuo le corresponde. Por último, existe otro plano de la justicia, que regula aquello que cada individuo concreto debe a la comunidad a la que pertenece, al todo del que forma parte.
La justicia en una sociedad viene de quienes la componen. Son las personas quienes proyectan en la sociedad su justicia o su injusticia, sobre todo quienes en ellas tienen más responsabilidad. Y esto es válido en la familia, en la empresa, en la nación o en el conjunto de naciones que componen el mundo. Si de verdad queremos que la justicia impere en una sociedad -ya se trate de una aldea o de la nación-, hagamos justos a los hombres que la componen: que cada uno de nosotros comience a ser justo en ese triple plano: con quienes nos relacionamos cada día, con quienes dependen de nosotros, dando lo que debemos a la sociedad de la que formamos parte. Esta es la primera obligación moral de la justicia, ser justos en todos los aspectos de nuestra vida: convivir con rectitud y limpieza, ser justos con la familia, con el vecino... con el Estado. La lucha porque impere una mayor justicia en la sociedad es fruto de una serie de decisiones personales, que van modelando el alma de la persona que ejercita esta virtud. Con actos concretos de justicia, el hombre se moverá cada vez con más facilidad por «una voluntad constante e inalterable de dar a cada uno lo suyo», pues en esto consiste la esencia de esta virtud.
Si hay una tarea noble y bella que corresponde al común de los ciudadanos es precisamente la de trabajar, con responsabilidad personal, por una sociedad más justa, recta y limpia.

II. «Dios nos llama a través de las incidencias de la vida de cada día, en el sufrimiento y en la alegría de las personas con las que convivimos, en los afanes humanos de nuestros compañeros, en las menudencias de la vida de familia. Dios nos llama también a través de los grandes problemas, conflictos y tareas que definen cada época histórica, atrayendo esfuerzos e ilusiones de gran parte de la humanidad». La fe nos lleva a estar presentes, a intervenir muy directamente en los afanes nobles, en las «menudencias de la vida de familia» y «en los conflictos y tareas que definen cada época histórica»... para santificarnos nosotros y santificar esas realidades, haciéndolas más humanas, más justas, para llevarlas a Dios. «Se comprende muy bien la impaciencia, la angustia, los deseos inquietos de quienes, con un alma naturalmente cristiana (Cfr. TERTULIANO, Apologeticum, 17), no se resignan ante la injusticia personal y social que puede crear el corazón humano. Tantos siglos de convivencia entre los hombres y, todavía, tanto odio, tanta destrucción, tanto fanatismo acumulado en ojos que no quieren ver y en corazones que no quieren amar».
La fe nos urge porque es grande la necesidad de justicia que existe en el mundo. «Los bienes de la tierra, repartidos entre unos pocos; los bienes de la cultura, encerrados en cenáculos. Y, fuera, hambre de pan y de sabiduría, vidas humanas que son santas, porque vienen de Dios, tratadas como simples cosas, como números de una estadística. Comprendo y comparto esa impaciencia, que me impulsa a mirar a Cristo, que continúa invitándonos a que pongamos en práctica ese mandamiento nuevo del amor.
»Todas las situaciones por las que atraviesa nuestra vida nos traen un mensaje divino, nos piden una respuesta de amor, de entrega a los demás».
El cristiano se esfuerza en remediar lo injusto por amor a Jesucristo y a sus hermanos los hombres. El justo, en el pleno sentido de la palabra, es aquel que va dejando a su paso amor y alegría y no transige con la injusticia allí donde la encuentra, ordinariamente en el ámbito en el que se desarrolla su vida: en la familia, en su empresa, en el municipio donde tiene su hogar... Si hacemos examen, es posible que encontremos injusticias que remediar: juicios precipitados contra personas o instituciones, rendimiento en el trabajo, trato injusto a otras personas...

III. El origen, la gran fuerza que mueve al hombre justo, es el amor a Cristo; cuanto más fieles al Señor seamos, más justos seremos, más comprometidos estaremos con la verdadera justicia. Un cristiano sabe que el prójimo, el «otro», es Cristo mismo, presente en los demás, de modo particular en los más necesitados. «Sólo desde la fe se comprende qué es lo que de verdad nos jugamos con la justicia o la injusticia de nuestros actos: acoger o rechazar a Jesucristo». Este es el gran motor de nuestras acciones. Esto es lo que sólo los cristianos, mediante la fe, podemos ver: Cristo nos espera en nuestros hermanos. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed... Omisiones: Cada vez que dejasteis de hacerlo con uno de mis hermanos más pequeños, dejasteis de hacerlo conmigo.
El Señor está en cada hombre que padece necesidad. «Los pobres de la sociedad, personalmente considerados, así como las zonas, los grupos étnicos o culturales, los enfermos, los sectores de la población más pobres y marginados tienen que ser preocupación constante de la Iglesia y de los cristianos. Es preciso aumentar los esfuerzos para estar con ellos y compartir sus condiciones de vida, sentirnos llamados por Dios desde las necesidades de nuestros hermanos, hacer que la sociedad entera cambie para hacerse más justa y más acogedora en favor de los más pobres».
«Hay que reconocer a Cristo, que nos sale al encuentro, en nuestros hermanos los hombres». Bastaría examinar nuestro espíritu de atención, de respeto, de afán de justicia, enriquecido por la caridad, para conocer con qué fidelidad seguimos a Cristo. Y al revés, si es profundo y verdadero el trato y el amor a Cristo, ese trato y ese amor se desbordan inconteniblemente hacia los demás.
«Las exigencias espirituales y materiales del servicio cristiano a los demás, son grandes: en la voluntad, en el sentimiento, en las obras. Ante ellas, con la ayuda de la gracia divina, el cristiano ni se acobarda ni se atolondra con un nervioso frenesí de "gestos" sorprendentes. Pero tampoco "se queda tranquilo": caritas enim urget nos: porque nos acucia la caridad de Cristo (2 Cor 5, 14)», que nos lleva más allá de la mera justicia, pero -como es claro- supone haber satisfecho lo que es justo.
«Para que este ejercicio de la caridad sea verdaderamente irreprochable y aparezca como tal -enseña el Concilio Vaticano II-, es necesario (...) cumplir antes que nada las exigencias de la justicia, para no dar como ayuda de caridad lo que ya se debe por razón de justicia».
La práctica de la justicia nos lleva a un constante encuentro con Cristo. En último extremo, «hacerle justicia a un hombre es reconocer la presencia de Dios en él».
Por eso también, en el cristiano no puede haber verdadera justicia sino está informada por la caridad, porque quedaría a ras de tierra, empequeñecida. Cristo, en nuestras relaciones con el prójimo, quiere más de nosotros. A Él hemos de pedirle «que nos conceda un corazón bueno, capaz de compadecerse de las penas de las criaturas, capaz de comprender que, para remediar los tormentos que acompañan y no pocas veces angustian las almas en este mundo, el verdadero bálsamo es el amor, la caridad».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Santa Catalina de Siena, virgen y doctora de la Iglesia

«En aquel tiempo exclamó Jesús diciendo: Y te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los pequeños. Si, Padre, pues así fue tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo quiera revelarlo». (Mateo 11, 25-27)
1º. Hoy se habla mucho de ciencia.
Parece que la ciencia puede explicarlo todo, y que sólo lo que se comprueba científicamente puede ser creído.
El problema es que las ciencias experimentales sólo pueden medir lo que es material, no lo que es espiritual.
Por eso «ocultas estas cosas a los sabios.»
No a los sabios de verdad, que saben distinguir hasta dónde llega la ciencia, sino a los que se creen sabios sin serlo, o a los soberbios que creen que su limitada razón es capaz de entenderlo todo.
También dices que Dios ha ocultado estas cosas a los «prudentes.»
Aquí te refieres, Jesús, a aquellas personas que no quieren arriesgar, que no quieren dar nada antes de haber recibido ya la recompensa.
Esas personas no te pueden conocer ni amar, porque Tú me das en proporción a lo que yo te entrego.
Es una proporción «desproporcionada»: «el ciento por uno y la vida eterna» (Marcos 10,30).
Pero el prudente da cero; y el ciento por cero, es cero.
Por eso me recuerdas: «Dad y se os dará» (Lucas 6,39-45) y no al revés.
«Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes, y las has revelado a los pequeños.»
«De la misma manera que los padres y las madres ven con gran gusto a sus hijos, también el Padre del universo recibe gustosamente a los que se acogen a él. Cuando los ha regenerado por su Espíritu y adoptado como hijos, aprecia su dulzura, los ama, la ayuda, combate por ellos y por eso, los llama sus «hijos pequeños» (San Clemente de Alejandría).
Jesús, quieres que me haga niño en la vida espiritual.
El niño pequeño confía en su padre, se apoya en él, le busca cuando se encuentra en necesidad.
Esa debe ser mi conducta espiritual: que confíe en Ti, que me apoye en Ti, que te busque en todo momento.
Entonces te iré descubriendo, conociendo y amando más y más.
2º. «¡Qué buena cosa es ser niño! -Cuando un hombre solicita un favor, es menester que a la solicitud acompañe la hoja de sus méritos.
Cuando el que pide es un chiquitín -como los niños no tienen méritos-, basta con que diga: soy hijo de Fulano.
¡Ah, Señor! -díselo ¡con toda tu alma!-, yo soy... ¡hijo de Dios!» (Camino.-892).
Jesús, Tú conoces al Padre porque eres su Hijo: «nadie conoce al Padre sino el Hijo.»
Yo también voy a conocer a Dios en la medida en que me comporte como hijo de Dios: en la medida en que le trate como Padre en la oración, o que me apoye en Él cuando tengo una dificultad, o que le ofrezca todo lo que hago.
Por eso, ¡qué buena cosa es ser niño!
El que se cree maduro y virtuoso no reconoce sus errores, ni aprende, ni se deja ayudar.
Pero el niño busca enseguida los brazos fuertes de su padre cuando se encuentra en peligro.
Y por eso su padre le coge con más cariño, y le conforta con toda clase de mimos.
Jesús, por ser cristiano, mi objetivo es parecerme a Ti lo más posible.
Y uno de los aspectos más importantes en los que te he de imitar -porque incluye a todos los demás- es en la filiación divina: el vivir como hijo de Dios.
Por eso es bueno considerar cada día, y varias veces al día, esta realidad: yo soy... ¡hijo de Dios!
¿Cómo me tendré que comportar en el trabajo y en el descanso, en casa y en la calle, ante aquella situación o aquella otra?
Jesús, quieres que me haga pequeño, humilde; que te imite en ese vivir como hijo de Dios.
El sabio y el prudente se encierran en su soberbia o egoísmo, y todo lo espiritual se les oculta.
Pero a mí me has «querido revelar» el secreto de la vida sobrenatural: la filiación divina que me has conseguido muriendo en la cruz.

sábado, 28 de abril de 2018

Sábado semana 4 de Pascua

Sábado de la semana 4 de Pascua

La virtud de la esperanza
“Dice Jesús: “Si me habéis conocido a mí, conoceréis también a mi Padre. Y desde ahora lo conocéis y lo habéis visto». Felipe le dijo: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta». Jesús le dijo: «Llevo tanto tiempo con vosotros, ¿y todavía no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: Muéstranos al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Las palabras que os digo no las digo por mi propia cuenta; el Padre, que está en mí, es el que realiza sus propias obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Creedlo al menos por las obras mismas»” (Jn 14,7-14).
I. Leemos en el Evangelio de la Misa estas consoladoras palabras de Jesús: Si pidiereis algo en mi nombre yo lo haré. Y la Antífona de comunión recoge otras no menos consoladoras palabras del Señor: Padre, éste es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria.
El mismo Señor es nuestro intercesor en el Cielo, y nos promete que todo lo que le pidamos en su Nombre, nos lo concederá. Pedir en su Nombre significa en primer lugar tener fe en su Resurrección y en su misericordia; y significa pedir aquello, humano o sobrenatural, que conviene a nuestra salvación, objetivo fundamental de la virtud cristiana de la esperanza, de la misma vida del hombre.
Existe la esperanza humana del labrador cuando siembra, del marino que emprende una travesía, del comerciante cuando inicia un negocio... Se pretende llegar a un bien, a un fin humano: una buena cosecha, llegar al puerto al que se ha puesto rumbo, unas buenas ganancias... Y existe la esperanza cristiana, que es esencialmente sobrenatural y, por tanto, está muy por encima del deseo humano de ser dichoso y de la natural confianza en Dios. Por esta virtud tendemos hacia la vida eterna, hacia una dicha sobrenatural, que no es otra cosa que la posesión de Dios: ver a Dios como Él mismo se ve, amarle como Él se ama. Y al tender hacia Dios lo hacemos con los medios que Él nos ha prometido, y que no nos faltarán nunca si nosotros no los rechazamos. El motivo fundamental por el que esperamos alcanzar este bien infinito es que Dios nos da su mano, según su misericordia y su infinito amor, al que nosotros correspondemos con nuestro querer, aceptando con amor esa mano que Él nos tiende.
Con la virtud de la esperanza, el cristiano no tiene la seguridad de la salvación -a no ser por una gracia especialísima de Dios-, pero sí tiende con certeza hacia su fin, de modo semejante a como, en el orden de las cosas humanas, el que emprende un viaje no tiene la certeza de llegar al fin de su proyecto, pero sí tiene la certidumbre de ir bien encaminado y de llegar si no abandona el camino. «La seguridad de la esperanza cristiana, no es, pues, la certeza de la salvación, sino la certidumbre absoluta de que vamos hacia ella», confiados en que Dios «nunca manda lo imposible, pero nos ordena hacer lo que podemos, y pedir lo que no está en nuestra mano hacer».
Enseña el Magisterio de la Iglesia que «todos deben tener firme esperanza en la ayuda de Dios. Porque si somos fieles a la gracia, de la misma manera como Dios ha comenzado en nosotros la obra de nuestra salvación, la llevará a cabo, obrando en nosotros el querer y el obrar (Flp 2, 13)». El Señor no nos dejará si nosotros no le dejamos, y nos dará los medios necesarios para salir adelante en toda circunstancia y en todo tiempo y lugar. Nos escuchará cada vez que recurramos a Él con humildad. Nos dará los medios para buscar la santidad en nuestro quehacer, en medio del trabajo y en las condiciones que rodean nuestra vida. Nos dará más gracia si son mayores las dificultades, y más fuerzas si es mayor la debilidad.
II. «La esperanza cristiana ha de ser activa, evitando la presunción; y debe ser firme e invencible, para rechazar el desaliento».
Existe la presunción cuando se confía más en las propias fuerzas que en la ayuda de Dios y se olvida la necesidad de la gracia para toda obra buena que realicemos; o bien cuando se espera de la divina misericordia lo que Dios no puede darnos por nuestra mala disposición, como es el perdón sin verdadero arrepentimiento, o la vida eterna sin hacer ningún esfuerzo para merecerla. No es raro que de la presunción se llegue pronto al desaliento, cuando aparecen las pruebas y las dificultades, como si ese bien dificultoso, que es el objeto de la esperanza, fuera imposible de alcanzar. Este desaliento conduce al pesimismo primero y más tarde a la tibieza, que considera demasiado difícil la tarea de la santificación personal, apartándose de cualquier esfuerzo.
La causa de la desesperanza no son las dificultades, sino la ausencia de deseos sinceros de santidad y de llegar al Cielo. Quien ama a Dios y quiere amarlo aún más, aprovecha las mismas dificultades para manifestarle que le ama y para crecer en las virtudes. Viene la falta de esperanza cuando se cae en el aburguesamiento, en el apegamiento a los bienes de la tierra, a los que se considera como los únicos verdaderos.
El tibio llega al desaliento porque ha perdido, por muchas negligencias culpables, el objetivo de su lucha por la santidad, por conocer y amar más a Dios. Las cosas materiales adquieren entonces para él un valor de fin absoluto en la práctica, aunque quizá no en la teoría. Y «si transformamos los proyectos temporales en metas absolutas, cancelando del horizonte la morada eterna y el fin para el que hemos sido creados -amar y alabar al Señor, y poseerle después en el Cielo-, los más brillantes intentos se tornan en traiciones, e incluso en vehículo para envilecer a las criaturas».
Debemos andar por la vida con los objetivos bien determinados, con la mirada puesta en Dios, que es lo que nos lleva a realizar con ilusión nuestros quehaceres temporales, costosos o no. Entonces comprendemos que todos los bienes terrenos (siendo bienes) son relativos y deben estar subordinados siempre a la vida eterna y a lo que a ella se refiere. El objetivo de la esperanza cristiana trasciende, de un modo absoluto, todo lo terreno».
Esta actitud ante la vida, mantenedora de la esperanza, supone una lucha alegre diaria, porque la tendencia de todo hombre, de toda mujer, es hacer de esta vida una ciudad permanente, estando en realidad de paso. La lucha interior bien definida en la dirección espiritual, el examen general diario, el recomenzar una y otra vez, con humildad, sin dar lugar al desánimo, es la mejor garantía para mantenernos firmes en la esperanza. El Señor nos ha prometido, según leemos en el Evangelio de la Misa, que siempre que acudamos en demanda de ayuda nos atenderá.
III. Yo soy la Madre del amor hermoso...en mí está toda la esperanza de vida y de virtud, son palabras que la Iglesia ha puesto durante siglos en boca de la Virgen.
La esperanza fue la virtud peculiar de los Patriarcas y de los Profetas, de todos los israelitas piadosos que vivieron y murieron con la vista puesta en el Deseado de las naciones y en los bienes que su llegada al mundo traería consigo, contentándose con mirarlos de lejos y saludarlos, considerándose peregrinos y huéspedes en esta tierra. Durante muchas generaciones esta esperanza sostuvo al pueblo de Israel en medio de incontables tribulaciones y pruebas.
Con más fuerza que los Patriarcas y los Profetas y todos los hombres justos se unió la Virgen Santísima a este clamor de esperanza y de deseo de la pronta llegada del Mesías. Esta esperanza era mayor en la Virgen porque estaba confirmada en la gracia y preservada, por tanto, de toda presunción y de toda falta de confianza en Dios. Ya antes de la Anunciación, Santa María profundizaba en las Sagradas Escrituras como nunca lo hizo inteligencia humana alguna, y esta claridad en el conocimiento de lo que habían anunciado los Profetas fue aumentando hasta llegar a la plena confianza en que se realizaría lo anunciado. Esta esperanza fue creciendo como crece la certeza «que tiene el navegante, después de haber tomado el rumbo conveniente, de dirigirse efectivamente hacia el término de su viaje, y que aumenta a medida que se acerca».
María se ejercitaba en la esperanza cuando en su juventud deseaba ardientemente la llegada del Mesías; luego, cuando esperaba que el secreto de la Concepción virginal del Salvador se manifestase a José, su esposo; cuando se encontró en Belén sin un lugar donde llegara el Mesías; en su huida precipitada a Egipto... Más tarde, cuando todo parecía perdido en el Calvario, Ella esperaba la Resurrección gloriosa de su Hijo... mientras el mundo estaba sumido en la oscuridad. Ahora, próxima ya la Ascensión de Jesús a los cielos, se dispone a sostener a la naciente Iglesia en la difusión del Evangelio y la conversión del mundo pagano.
A lo largo de los siglos, el Señor ha querido multiplicar las señales de su asistencia misericordiosa y nos ha dejado a María como faro poderosísimo para que sepamos orientarnos cuando estemos perdidos, y siempre. «Si se levantan los vientos de las tentaciones, si tropiezas con los escollos de la tentación, mira a la estrella, llama a María. Si te agitan las olas de la soberbia, de la ambición o de la envidia, mira a la estrella, llama a María. Si la ira, la avaricia o la impureza impelen violentamente la nave de tu alma, mira a María. Si turbado con la memoria de tus pecados, confuso ante la fealdad de tu conciencia, temeroso ante la idea del juicio, comienzas a hundirte en la sima sin fondo de la tristeza o en el abismo de la desesperación, piensa en María.
»En los peligros, en las angustias, en las dudas, piensa en María, invoca a María. No se aparte María de tu boca, no se aparte de tu corazón; y para conseguir su ayuda intercesora no te apartes tú de los ejemplos de su virtud. No te descaminarás si la sigues, no desesperarás si la ruegas, no te perderás si en Ella piensas. Si Ella te tiene de su mano, no caerás; si te protege, nada tendrás que temer; no te fatigarás si es tu guía; llegarás felizmente al puerto si Ella te ampara».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Luis María Grignon de Monfort, presbítero. San Pedro Chanel, presbítero y mártir

San Luis nació en Montfort, Francia el 31 de enero de 1673 de una familia muy numerosa, el siendo el mayor de 18 hermanos. Uno de ellos murió en su infancia, 3 fueron sacerdotes y 3 religiosas. San Luis sobresalía entre sus amigos por su habilidad y su extraordinaria fortaleza física. De carácter era mas bien tímido y prefería la soledad.
Desde joven, San Luis tenía una gran devoción a la Eucaristía y a la Virgen María. Frecuentemente lo encontraban rezando por largo rato frente a una imagen de la Virgen. Cuando tenía suficiente edad, pidió permiso para asistir en la misa de la parroquia en la mañanas. Como la Iglesia le quedaba a dos millas de su casa, tenía que levantarse muy temprano para llegar a tiempo.  Mientras estudiaba con los jesuitas en Rennes siempre visitaba la iglesia antes y después de las clases.  Participó en una sociedad de jóvenes que durante las vacaciones servían a los pobres y los enfermos incurables.   Les leían libros inspirados durante las comidas.
Pero no todo en su juventud era de color de rosas. Su padre, Jean Grignion, tenía la fama de ser uno de los hombres más coléricos en toda la región de Rennes. Y como Luis era el hijo mayor, era quien sentía mas el peso de la furia. Su papá constantemente lo incitaba a la ira. Ya por si mismo Luis tenía un temperamento tan fuerte como el de su papá, lo cual le hacía aun mas difícil soportar aquellas pruebas.. Para evitar un enfrentamiento con su papá, y el mal que su ira podría traer, Luis salía corriendo. Así evitaba la ocasión de pecado. Era todo lo que Luis podía hacer para controlar su temperamento. En vez de empeorar, a través de estas demostraciones de ira de su papá, Luis aprendió a morirse a si mismo y pudo aprender a ser paciente, dulce y crecer en virtud. Su papá, sin quererlo le proporcionó un medio para entrar en la lucha por la santidad a una temprana edad.
UN TOQUE DE GRACIA LO LLEVA AL SACERDOCIO
Entre los 16 y 18 años, San Luis tuvo una experiencia de Dios que marcó su vida para siempre. Ante este encuentro personal e íntimo con Dios, la vida de Luis cambió radicalmente. Se entregaba totalmente a la oración y a la penitencia, encontrando su delicia tan solo en Dios. San Luis aprendió rápidamente que lo que verdaderamente valía no eran los grandes acontecimientos en este mundo: el dinero, la fama, etc. Sino que el verdadero valor ante Dios estaba en la transformación interior.
 Escribe San Luis: "Esta es la forma en que actúan las almas predilectas. Se mantienen dentro de su casa .... o sea, mantienen sus mentes en las verdades espirituales (y no en  las de la tierra). Se aplican a la oración mental, siguiendo el ejemplo de María, su madre, cuya mayor gloria durante su vida era su vida interior y quien amaba tanto la oración mental. Estas almas observan como tantos trabajan y gastan grandes energías e inteligencia para ganar éxitos y reconocimiento en la tierra. Por la luz del Espíritu Santo, saben que hay mas gloria y mas gozo, permaneciendo escondidos en Cristo y en perfecta sumisión a María, que en hacer grandes cosas o grandes milagros."
En 1693, a los 20 años, siente el llamado de consagrar su vida a Dios a través del Sacerdocio. La primera reacción de su padre no era favorable, pero cuando su papá vio la determinación de su hijo, le dio su bendición. Y así, a finales de ese año, San Luis sale de su casa hacia París.
EL SEMINARIO
Renunciando a la comodidad de su caballo, San Luis se decidió caminar los 300 kilómetros hacia el seminario en París. Durante su camino, se encuentra con dos pobres en distintos momentos. Al primero le da todo el dinero que su padre le había entregado, quedándose con nada. Al segundo, no teniendo ya mas dinero que darle, le entrega su único traje, regalo de su mama, cambiándolo por los trapos del pobre. De esta manera, San Luis marca lo que ha de ser su vida desde ese momento en adelante. Ya no se limitará a servir a los pobres, pues es ya uno de ellos. Hace entonces un voto de vivir de limosnas.
En aquella época habían seminariosseparados para ricos y pobres. Cuando llega San Luis al seminario, viéndolo en tan miserable condición, los superiores lo mandan al seminario de los pobres. Así se privó de la ventajas ofrecidad en el mejor seminario. En el seminario, San Luis fue bibliotecario y velador de muertos, dos oficios que eran poco queridos por los demás. Mas en el plan providente de Dios le proporcionaron opotunidades de mucha gracia y crecimiento.
Por su oficio de bibliotecario, San Luis pudo leer muchos libros, sobre todo, libros de la Virgen María. Todos los libros que encontraba de ella, los leía y estudiaba con gran celo. Este período llegó a ser para él, la fundación de toda su espiritualidad Mariana.
El ofocio de velar a los muertos fue también de gran provecho. Era su responsabilidad pasar toda la noche junto con algún muerto. Ante la realidad de la muerte que estaba constantemente ante sus ojos, San Luis apredió a despreciar todo lo de este mundo como vano y temporal. Esto lo llevó a atesorar tesoros en el cielo y no en la tierra. El llegó a reconocer que nada se debe esperar de los que es de este mundo más todo de Dios.
Su tiempo en el seminario estuvo lleno de grandes pruebas. San Luis era poco comprendido por los demás. No sabían como lidiar con el, si como un santo o un fanático. Sus superiores, pensando que toda su vida estaba movida mas bien por el orgullo que por el celo de Dios, lo mortificaban día y noche. Lo humillaban y lo insultaban en frente de todos. Sus compañeros en el seminario, viendo la actitud de los superiores, también lo maltrataban mucho. Se reían de el, lo rechazaban muy a menudo. Y todo esto San Luis lo recibió con gran paciencia y docilidad. Es mas, lo miraba todo como un gran regalo de Cristo quién le había dado a participar de Su Cruz.
SACERDOTE
El 5 de junio de 1700, San Luis, de 27 años,  fue ordenado sacerdote. Escogió como lema de su vida sacerdotal: "ser esclavo de María". Enseguida empezaron a surgir grandes cruces en su vida. Pero no se detenía a pensar en si mismo sino que su gran sueño era llegar a ser misionero y llevar la Palabra de Cristo a lugares muy distantes.
Después de su ordenación, sus superiores no sabían aun como tratar con el. San Luis estaba ansioso de poder empezar su obras apostólicas. Sin embargo sus superiores le negaron sus facultades de ejercer como sacerdote....no podía confesar ni predicar.... y lo mantuvieron un largo rato en el seminario haciendo varios oficios menores. Esto fue un gran dolor para San Luis, no por los trabajos humildes sino por no poder ejercer su sacerdocio.  Tenía como único deseo dar gloria a Dios en su sacerdocio y en sus obras misioneras. Mas como siempre, San Luis obedeció con amor.
Después de casi un año en el seminario, por fin San Luis se encontró con un sacerdote organizador de una compañía de sacerdotes misioneros, que le invitó a acompañarlo en otro pueblo. Sus superiores, aprovechando esta oportunidad para salir de el, le dieron permiso.  A San Luis le esperaba otra gran decepción pues cuando llegó a la casa de los padres misioneros, vio tan grandes abusos y mediocridad entre ellos que no le quedaba duda de que no podía quedarse. Escribió inmediatamente a su superior del seminario pidiendo regresar a París pero este le dijo que estaba siendo malagradecido y le hizo quedarse.  San Luis, que obedecía santamente a sus superiores, se quedó. Aun no le daban permiso para confesar y pasaba los días enseñándole catecismo a los niños.
CAPELLÁN DE HOSPITAL
Después de varios meses en que se encuentra relegado, San Luis es asignado capellán del hospital de Poitiers, un asilo para los pobres y marginados. No era el apostolado que San Luis buscaba, pues su deseo era ser misionero, pero aceptó con docilidad.  Cuando ya percibía los frutos llegó la prueba otra vez. Los poderosos del mundo no podían aceptar la simplicidad y naturalidad que tenía San Luis con los pobres y  empezaron los ataques y la persecución.  Vive, como todos los santos, el sufrimiento de Cristo. 
De vuelta en París, el predilecto de la Virgen Santísima empieza a ver como las puertas se le cerraban con rapidez. Muchos, no entendiéndolo, crean falsos testimonios de el, desacreditándolo como sacerdote y como hombre. Es rechazado hasta por sus amigos mas íntimos. Fue tanto el rechazo contra el, que en uno de los hospitales en que servía, su superior le puso una nota bajo su plato a la hora de la cena informándole que ya no necesitaba de su ministerio. Hasta su propio obispo empieza a dudar seriamente de el y dos veces lo manda a callar.
San Luis, aunque sufrió enormemente, se mantuvo firme en su fe actuando como un santo sacerdote. Dios lo estaba  purificando y fortaleciendo para que su vida sea un amor puro a Dios y al prójimo. En su total humillación y abandono de todos se abre cada vez mas a la total conciencia de que Dios es su único apoyo, su única defensa. El ve en esto una nueva oportunidad de abrazar su determinación de vivir en plena pobreza, tanto espiritual como física. También llega a entender que la razón de los ataques es la doctrina Mariana que enseña.   Primero porque Satanás no la quiere y segundo porque la humanidad no esta dispuesta a abrazar sus enseñanzas.
RECURSO AL PAPA QUIEN LE HACE MISIONERO
San Luis decide, en el año 1706, recurrir al Santo Padre, el Papa Clemente XI.   Quería saber si en verdad estaba errado como todos decían o si cumplía la voluntad de Dios, lo cual era su único deseo. Se logra el encuentro y San Luis recibe del papá la bendición y el título de Misionero Apostólico. 
Durante su vida apostólica como misionero, San Luis llegará a hacer 200 misiones y retiros. Con gran celo predicaba de pueblo en pueblo el Evangelio.  Su lenguaje era sencillo pero lleno de fuego y amor a Dios.  Sus misiones se caracterizaban por la presencia de María, ya que siempre promovía el rezo del santo rosario, hacía procesiones y cánticos a la Virgen. Sus exhortaciones movían a los pobres a renovar sus corazones y, poco a poco, volver a Dios, a los sacramentos y al amor a Cristo Crucificado. San Luis siempre decía que sus mejores amigos eran los pobres, ante quienes abría de par en par su corazón.

FUNDADOR
Un año antes de su muerte, el Padre Montfort fundó dos congregaciones -- Las hermanas de la Sabiduría, dedicadas al trabajo de hospital y la instrucción de niñas pobres, y la Compañía de María, misioneros.  Hacía años que soñaba con estas fundaciones pero las circunstancias no le permitían. Humanamente hablando, en su lecho de muerte la obra parecía haber fracasado. Solo habían cuatro hermanas y dos sacerdotes con unos pocos hermanos.  Pero el Padre Montfort, quien tenía el don de profecía, sabía que el árbol crecería. Al comienzo del siglo XX las Hermanas de la Sabiduría eran cinco mil con cuarenta y cuatro casas, dando instrucción a 60,000 niños.
Después de la muerte del fundador, la Compañía de María fue gobernada durante 39 años por el Padre Mulot. Al principio había rehusado unirse a Montfort en su trabajo misionero.  "No puedo ser misionero", decía, "porque tengo un lado paralizado desde hace años; tengo infección de los pulmones que a penas me permite respirar, y estoy tan enfermo que no descanso día y noche."  Pero San Luis, inspirado por Dios, le contestó, "En cuanto comiences a predicar serás completamente sanado". Así ocurrió
SUS VIRTUDES
Los santos son hombres que aman con todo el corazón y el corazón da fruto en virtud.   Los frutos no se dan sin la entrega y el sacrificio perseverante.  San Luis Grignion de Montfort es un hombre de oración constante, ama a los pobres y vive la pobreza con radicalidad, goza en las humillaciones por Cristo.
Algunas anécdotas:
En una misión para soldados en La Rochelle, estos, movidos por sus palabras, lloraban y pedían perdón por sus pecados a gritos.  En la procesión final un oficial caminaba a la cabeza descalzo, llevando la bandera. Los soldados, también descalzos, seguían llevando en una mano el crucifijo y en la otra el rosario mientras cantaban himnos. 
Cuando anunció su plan de construir un monumental Calvario en una colina cercana a Pontchateau, muchos respondieron con entusiasmo. Por quince meses, entre doscientos y cuatrocientos campesinos trabajaron diariamente sin recompensa.  Cuando la magna obra estaba recién terminada, el rey ordenó que todo fuese destruido.  Los Jansenistas habían convencido al gobernador de Bretaña que se estaba construyendo una fortaleza capaz de ayudar a una revuelta.  El padre Montfort actuó con una gran paz ante la situación.  Solo exclamó: "Bendito sea Dios".
-En una ocasión, cuando el obispo lo había mandado a callar, San Luis obedientemente se retiró en oración. Fue durante ese tiempo que escribió "A los Amigos de la Cruz", un fabuloso tratado que enseña la necesidad y la práctica de llevar la cruz.
-Los Jansenistas (seguidores de Jansenio que terminaron en herejía), irritados por los éxitos del padre Montfort, logran por medio de intrigas que se le expulse del distrito en que daba una misión.
-En La Rochelle trataron de envenenarlo con una taza de caldo y, a pesar del antídoto que tomó, su salud fue dañada permanentemente.
-En otra ocasión trataron de asesinarlo cuando caminaba por una estrecha calle. El tubo un presentimiento de peligro y escapó por otra calle. 
¿Y CUÁL ES LA ESPIRITUALIDAD TAN ATACADA?
La espiritualidad de San Luis María sigue hoy día siendo amada por el Papa y perseguida por muchos aun de la Iglesia. Es porque enseña un camino muy claro y exigente que no permite ambigüedades ni medias tintas. El amor lo reclama todo. 
La espiritualidad de San Luis María de Montfort se basa en dos fundamentos:
1-Reproducir la imagen de Cristo Crucificado en nosotros.
2-Hacerlo a través y por medio de nuestra consagración a María como esclavo de amor.
En otras palabras: vivir la Cruz Redentora a través de María.
Toda la vida de S. Luis fue centrada sobre un deseo:  La adquisición de la Sabiduría Eterna que es Jesucristo, Hijo de Dios e Hijo de María. 
Optó por una condición radical de vida formulada como "La santa esclavitud" o la esclavitud voluntaria de amor a la Virgen Santísima para llevarnos a la de Cristo. A ella le entregamos cuerpo y alma para que haga con nosotros lo que quiera pues todo lo que ella quiere es de Dios. La Virgen, Gestora de Cristo, pasa a ser la que dispone de nosotros.
Es una vía de perfección y unión, de ascética radical y de misticismo dentro del corazón de María Santísima. Enseña que el alma abandonada en las manos de la Madre es unida a la obediencia del Hijo.  Esta entrega es total cuando el alma se separa de todo apego terrenal y así es reengendrada en el seno de María donde se encarnó Jesús.  Llega a ser así perfecta imagen de Dios quien escogió ser obediente hasta la Cruz.
San Luis no ve en María una simple devoción piadosa y sentimental, sino una devoción fundada en teología sólida, la cual proviene del misterio inefable de lo que Dios ha optado realizar por su mediación y por su perfecta docilidad a esa obra. Esto es muy importante, ya que es este desarrollo lo que ha hecho posible la revolución teológica que causó S. Luis de Montfort.
Su Santidad Juan Pablo II es un gran devoto de Montfort. De el tomó su lema "Totus Tuus" y se ha referido al santo en su encíclica Mariana Redemptoris Mater y en muchas otras ocasiones. También visitó su tumba Saint Laurent sur Sevre, añadiéndola al itinerario de su visita a Francia.  Allí, junto a la tumba sufrió un atentado, plantaron una bomba que fue descubierta por la seguridad. Providencialmente, nada detuvo al Papá de honrar al santo que tanto ama.
ESCRITOS
San Luis dio a la Iglesia las obras mas grandes que se han escrito sobre la Virgen Santísima:  El Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen , el Secreto de la Virgen, y El Secreto del Rosario. A estos se añade "A los Amigos de la Cruz".  La Iglesia ha reconocido sus libros como expresión auténtica de la doctrina eclesial. El Papa Pío XII, quién canonizó a San Luis dijo: "Son libros de enseñanza ardiente, sólida y autentica."
 
MUERTE Y CANONIZACIÓN
-San Luis murió en  Saint Laurent sur Sevre el 28 de Abril de 1716, a la edad de 43 años.
-Fue beatificado en 1888 y canonizado el 20 de Julio de 1947.
-Es venerado como sacerdote, misionero, fundador y sobre todo, como Esclavo de la Virgen María.
Sobre la tumba de San Luis de Monfort dice:
¿Qué miras, caminante? Una antorcha apagada,
un hombre a quien el fuego del amor consumió,
y que se hizo todo para todos, Luis María Grignion Monfort.
-¿Preguntas por su vida? No hay ninguna más íntegra,
-¿Su penitencia indagas? Ninguna más austera.
-¿Investigas su celo? Ninguno más ardiente.
-¿Y su piedad Mariana? Ninguno a San Bernardo más cercano.
Sacerdote de Cristo, a Cristo reprodujo en su conducta, y enseñó en sus palabras.
Infatigable, tan sólo en el sepulcro descansó, fue padre de los pobres, defensor de los huérfanos,
y reconciliador de los pecadores.
Su gloriosa muerte fue semejante a su vida. Como vivió, murió.
Maduro para Dios, voló al cielo a los 43 años de edad.

jueves, 26 de abril de 2018

Viernes semana 4 de Pascua

Viernes de la semana 4 de Pascua

Leer y meditar el Evangelio
“«No estéis angustiados. Confiad en Dios, confiad también en mí. En la casa de mi Padre hay sitio para todos; si no fuera así, os lo habría dicho; voy a prepararos un sitio. Cuando me vaya y os haya preparado el sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que, donde yo estoy, estéis también vosotros; ya sabéis el camino para ir adonde yo voy». Tomás le dijo: «Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo vamos a saber el camino?». Jesús le dijo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí”” (Juan 14,1-6).
I. Jesucristo es para cada hombre Camino, Verdad y Vida, nos anuncia el Evangelio de la Misa. Quien le conoce sabe la razón de su vida y de todas las cosas; nuestra existencia es un constante caminar hacia Él. Y es en el Santo Evangelio donde debemos aprender la ciencia suprema de Jesucristo, el modo de imitarle y de seguir sus pasos. «Para aprender de Él, hay que tratar de conocer su vida: leer el Santo Evangelio, meditar aquellas escenas que el Nuevo Testamento nos relata, con el fin de penetrar en el sentido divino del andar terreno de Jesús.
»Porque hemos de reproducir, en la nuestra, la vida de Cristo, conociendo a Cristo: a fuerza de leer la Sagrada Escritura y de meditarla». Queremos identificarnos con el Señor, que nuestra vida en medio de nuestros quehaceres sea reflejo de la suya, y «para ser ipse Christus hay que mirarse en Él . No basta con tener una idea general del espíritu de Jesús, sino que hay que aprender de Él detalles y actitudes. Y, sobre todo, hay que contemplar su paso por la tierra, sus huellas, para sacar de ahí fuerza, luz, serenidad, paz.
»Cuando se ama a una persona se desean saber hasta los más mínimos detalles de su existencia, de su carácter, para así identificarse con ella. Por eso hemos de meditar la historia de Cristo, desde su nacimiento en un pesebre, hasta su muerte y su resurrección».
Debemos leer el Evangelio con un deseo grande de conocer para amar. No podemos pasar las páginas de la Escritura Santa como si se tratara de un libro cualquiera. «En los libros sagrados, el Padre, que está en el Cielo, sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos». Nuestra lectura ha de ir acompañada de oración, pues sabemos que Dios es el autor principal de esos escritos santos. En ellos, y de modo especial en el Evangelio, está «el alimento del alma, la fuente límpida y perenne de la vida espiritual». «Nosotros -escribe San Agustín- debemos oír el Evangelio como si el Señor estuviera presente y nos hablase. No debemos decir: "felices aquellos que pudieron verle". Porque muchos de los que le vieron le crucificaron; y muchos de los que no le vieron, creyeron en Él. Las mismas palabras que salían de la boca del Señor se escribieron, se guardaron y se conservan para nosotros».
Para leer y meditar el Santo Evangelio con fruto debemos hacerlo con fe, sabiendo que contiene la verdad salvadora, sin error alguno, y también con piedad y santidad de vida. La Iglesia, con la asistencia del Espíritu Santo, ha guardado íntegro e inmune de todo error el impagable tesoro de la vida y de la doctrina del Señor para que nosotros, al meditarla, nos acerquemos con facilidad a Él y luchemos por ser santos. Y sólo en la medida en que queramos ser santos penetraremos en la verdad íntima contenida en estos santos libros, sólo entonces gustaremos el fruto divino que encierran. ¿Valoramos nosotros este inmenso tesoro que con tanta facilidad podemos tener en nuestras manos? ¿Buscamos en él el conocimiento y el amor cada día mayores a la Santa Humanidad del Señor? ¿Pedimos ayuda al Espíritu Santo cada vez que comenzamos la lectura del Santo Evangelio?
II. No se ama sino aquello que se conoce bien. Por eso es necesario que tengamos la vida de Cristo «en la cabeza y en el corazón, de modo que, en cualquier momento, sin necesidad de ningún libro, cerrando los ojos, podamos contemplarla como en una película; de forma que, en las diversas situaciones de nuestra conducta, acudan a la memoria las palabras y los hechos del Señor.
»Así nos sentiremos metidos en su vida. Porque no se trata sólo de pensar en Jesús, de representarnos aquellas escenas. Hemos de meternos de lleno en ellas, ser actores. Seguir a Cristo tan de cerca como Santa María, su Madre, como los primeros doce, como las santas mujeres, como aquellas muchedumbres que se agolpaban a su alrededor. Si obramos así, si no ponemos obstáculos, las palabras de Cristo entrarán hasta el fondo del alma y nos transformarán (...).
»Si queremos llevar hasta el Señor a los demás hombres, es necesario ir al Evangelio y contemplar el amor de Cristo».
Nos acercamos al Evangelio con el deseo grande de contemplar al Señor tal como sus discípulos le vieron, observar sus reacciones, su modo de comportarse, sus palabras...; verlo lleno de compasión ante tanta gente necesitada, cansado después de una larga jornada de camino, admirado ante la fe de una madre o de un centurión, paciente ante los defectos de sus más fieles seguidores...; también le contemplamos en el trato habitual con su Padre, en la manera confiada como se dirige a Él, en sus noches en oración..., en su amor constante por todos.
Para quererle más, para conocer su Santísima Humanidad, para seguirle de cerca debemos leer y meditar despacio, con amor y piedad. El Concilio Vaticano II «recomienda insistentemente a todos los fieles (...) la lectura asidua de la Sagrada Escritura (...), pues "desconocer la Escritura es desconocer a Cristo" (San Jerónimo). Acudan -dice- al texto mismo: en la liturgia, tan llena de palabras divinas; en la lectura espiritual...».
Haz que vivamos siempre de ti, le pedimos al Señor en la Misa de hoy. Pues bien, este alimento para nuestra alma, que diariamente debemos procurarnos, es fácil de tomar. Apenas requiere tres o cuatro minutos cada día, pero poniendo amor. «Esos minutos diarios de lectura del Nuevo Testamento, que te aconsejé -metiéndote y participando en el contenido de cada escena, como un protagonista más-, son para que encarnes, para que "cumplas" el Evangelio en tu vida..., y para "hacerlo cumplir"».
III. ¡Cuán dulces son a mi paladar tus palabras, más que la miel para mi boca!.
San Pablo enseñaba a los primeros cristianos que la palabra de Dios es viva y eficaz. Es siempre actual, nueva para cada hombre, nueva cada día, y, además, palabra personal porque va destinada expresamente a cada uno de nosotros. Al leer el Santo Evangelio, nos será fácil reconocernos en un determinado personaje de una parábola, o experimentar que unas palabras están dirigidas a nosotros. Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por el ministerio de los Profetas; últimamente, en estos días, nos ha hablado por su Hijo. Estos días son también los nuestros. Jesucristo sigue hablando. Sus palabras, por ser divinas y eternas, son siempre actuales. En cierto modo, lo que narra el Evangelio está ocurriendo ahora, en nuestros días, en nuestra vida. Es actual la marcha y la vuelta del hijo pródigo; la oveja que anda perdida y el Pastor que ha salido a buscarla; la necesidad de la levadura para convertir la masa, y de la luz para iluminar la oscuridad del pecado...
El Evangelio nos revela lo que es y lo que vale nuestra vida, y nos traza el camino que debemos seguir. El Verbo -la Palabra- es la luz que ilumina a todo hombre. Y no hay hombre al que no se dirija esta Palabra. Por eso el Evangelio debe ser fuente de jaculatorias, que alimenten la presencia de Dios durante el día, y tema de oración muchas veces.
Si meditamos el Evangelio, encontraremos la paz. Salía de Él una virtud que sanaba a todos, comenta en cierta ocasión el Evangelista. Y esa virtud sigue saliendo de Jesús cada vez que entramos en contacto con Él y con sus palabras, que permanecen eternamente.
El Evangelio debe ser el primer libro del cristiano porque nos es imprescindible conocer a Cristo; hemos de mirarlo y contemplarlo hasta saber de memoria todos sus rasgos. El Santo Evangelio nos permite meternos de lleno en el misterio de Jesús, especialmente hoy, cuando tantas y tan confusas ideas circulan sobre el tema más trascendental para la Humanidad desde hace veinte siglos: Jesucristo, Hijo de Dios, piedra angular, fundamento de todo hombre. «No os descarriéis entre la niebla, escuchad más bien la voz del pastor. Retiraos a los montes de las Santas Escrituras, allí encontraréis las delicias de vuestro corazón, nada hallaréis allí que os pueda envenenar o dañar, pues ricos son los pastizales que allí se encuentran».
En muchas ocasiones será conveniente hacer la lectura cotidiana del Evangelio a primera hora del día, procurando sacar de esa lectura una enseñanza concreta y sencilla que nos ayude en la presencia de Dios durante la jornada o a imitar al Maestro en algún aspecto de nuestro comportamiento: estar más alegres, tratar mejor a los demás, estar más atentos hacia aquellas personas que sufren, ofrecer el cansancio... Así, casi sin darnos cuenta, se podrá cumplir en nosotros este gran deseo: «Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte o al oírte hablar: éste lee la vida de Jesucristo».
Y esto será un gran bien no sólo para nosotros, sino también para quienes viven, trabajan o pasan a nuestro lado.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Nuestra Señora de Montserrat

"Rosa de abril, morena de la sierra..."
La Virgen de Montserrat fue declarada santa patrona de Cataluña por el papa León XIII.
El culto de la Virgen de Montserrat se remonta más allá de la invasión de España por los árabes. La imagen, ocultada entonces, fue descubierta en el siglo IX. Para darle culto, se edificó una capilla a la que el rey Wifredo el Velloso agregó más tarde un monasterio benedictino.
Los milagros atribuidos a la Virgen de Montserrat fueron cada vez más numerosos y los peregrinos que iban hacia Santiago de Compostela los divulgaron. Así, por ejemplo, en Italia se han contado más de ciento cincuenta iglesias o capillas dedicadas a la Virgen de Montserrat, bajo cuya advocación se erigieron algunas de las primeras iglesias de México, Chile y Perú, y con el nombre de Montserrat han sido bautizados monasterios, pueblos, montes e islas en América.
Descubrimiento
No se conoce el origen de la estatua. Cuenta la leyenda que unos pastores estaban pastando sus ovejas cerca de Montserrat y descubrieron la imagen de madera en una cueva, en medio de un misterioso resplandor y cantos angelicales. Por órdenes del obispo de llevarla a la catedral, comenzó la procesión, pero no llegó a su destino, ya que la estatua se empezó a poner increíblemente pesada y difícil de manejar. Entonces fue depositada en una ermita cercana, y permaneció allí hasta que se construyó el actual monasterio benedictino.
Descripción de la Imagen
La virgen es de talla románica de madera. Casi toda la estatua es dorada, excepto la cara y las manos de la Virgen y del Niño. Estas partes tienen un color entre negro y castaño. A diferencia de muchas estatuas antiguas que son negras debido a la naturaleza de la madera o a los efectos de la pintura original, el color oscuro de Ntra. Sra. de Montserrat se le atribuye a las innumerables velas y lámparas que durante siglos se han encendido ante la imagen día y noche. En virtud de esta coloración, la Virgen está catalogada entre las vírgenes negras. Por esto la llaman por cariño La Morenita. La estatua goza de gran estima como un tesoro religioso y por su valor artístico. 
La estatua está sentada y mide 95 cm., un poco más de tres pies de altura. De acuerdo con el estilo románico, la figura es delgada, de cara alargada y delicada expresión. Una corona descansa sobre la cabeza de la Virgen y otra adorna la cabeza del Niño Jesús, que está sentado en sus piernas. Tiene un cojín que le sirve de banquillo o taburete para los pies y ella está sentada en un banquillo de patas grandes, con adornos en forma de cono.
El vestido consiste en una túnica y un manto de diseño dorado y sencillo. La cabeza de la Virgen la cubre un velo que va debajo de la corona y cae ligeramente sobre los hombros. Este velo también es dorado, pero lo realzan diseños geométricos de estrellas, cuadrados y rayas, acentuadas con sombras tenues. La mano derecha de la Virgen sostiene una esfera, mientras la izquierda se extiende hacia adelante con un gesto gracioso. El Niño Jesús está vestido de modo similar, por su puesto, con excepción del velo. Tiene la mano derecha levantada, dando la bendición, y la izquierda sostiene un objeto descrito como un cono de pino.
La estatua está ubicada en lo alto de la pared de una alcoba que queda detrás del altar principal. Directamente detrás de esta alcoba y de la estatua se encuentra un cuarto grande, llamado el Camarín de la Virgen. Este camarín puede acomodar a un grupo grande de personas, y desde ahí se puede rezar junto al trono de la Stma. Madre. A este cuarto se llega subiendo una monumental escalera de mármol, decorada con entalladuras y mosaicos.
El nombre de Montserrat, catalán, se refiere a la configuración de las montañas en donde se ubica su monasterio. Las piedras allí se elevan hacia el cielo en forma de sierra. Monte + sierra: Montserrat.
Visitada por los santos
Entre los santos que visitaron el lugar venerado se encuentran S. Pedro Nolasco, S. Raymundo de Peñafort, S. Vicente Ferrer, S. Francisco de Borja, S. Luis Gonzaga, S. José de Calasanz, S. Antonio María Claret y S. Ignacio de Loyola, que, siendo aún caballero, se confesó con uno de los monjes y pasó una noche orando ante la imagen de la Virgen. A unas cuantas millas queda Manresa, un santuario de peregrinación para la Compañía de Jesús, la orden Jesuita fundada por San Ignacio, pues encierra la cueva en donde el Santo se retiró del mundo y escribió sus Ejercicios Espirituales.
Artistas
Los grandes poetas Goethe y Federico Schiller escribieron acerca de la montaña; y Beethoven murió en Viena, en una casa que había sido un antiguo estado feudal de Montserrat. Además de esto, el lugar se hizo famoso gracias a Richard Wagner, quien utilizó el sitio para dos de sus óperas, Parsifal y Lohengrin.
Oración a Ntra. Sra. de Montserrat
Oh Madre Santa, Corazón de amor, Corazón de misericordia,
que siempre nos escucha y consuela, atiende a nuestras
súplicas. Como hijos tuyos, imploramos tu intercesión ante
tu Hijo Jesús.
Recibe con comprensión y compasión las peticiones que hoy
te presentamos, especialmente [se hace la petición].
¡Qué consuelo saber que tu Corazón está siempre abierto
para quienes recurren a ti!
Confiamos a tu tierno cuidado e intercesión a nuestros
seres queridos y a todos los que se sienten
enfermos, solos o heridos.
Ayúdanos, Santa Madre, a llevar nuestras cargas en esta vida
hasta que lleguemos a participar de la gloria eterna y la paz con Dios. Amén.
Nuestra Señora de Montserrat, ruega por nosotros.