Lectura del Profeta Isaías 49,3.5-6. «Tú eres mi siervo (Israel) / de quien estoy orgulloso.»
Y ahora habla el Señor, / que desde el vientre me formó siervo suyo,
para que le trajese a Jacob, / para que le reuniese a Israel,
-tanto me honró el Señor / y mi Dios fue mi fuerza-.
Es poco que seas mi siervo / y restablezcas las tribus de Jacob
y conviertas a los supervivientes de Israel; / te hago luz de las naciones,
para que mi salvación alcance / hasta el confín de la tierra.
Sal 39,2 y 4ab. 7-8a. 8b-9. 10. R/. Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.
Yo esperaba con ansia al Señor; / El se inclinó y escuchó mi grito; / me puso en la boca un cántico nuevo, / un himno a nuestro Dios.
Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, / y en cambio me abriste el oído; / no pides sacrificio expiatorio, / entonces yo digo: «Aquí estoy / -como está escrito en mi libro-/ para hacer tu voluntad.
Dios mío, lo quiero, / y llevo tu ley en las entrañas. / He proclamado tu salvación
ante la gran asamblea; / no he cerrado los labios: / Señor, tú lo sabes.
Comienza la primera carta del Apóstol San Pablo a los Corintios 1,1-3. Yo Pablo llamado a ser apóstol de Jesucristo, por voluntad de Dios, y Sóstenes, nuestro hermano, escribimos a la Iglesia de Dios en Corinto, a los consagrados por Jesucristo, al pueblo santo que él llamó y a todos los demás que en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo Señor nuestro y de ellos. La gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo, sea con vosotros.
Evangelio, según San Juan 1,29-34. En aquel tiempo, al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó: -Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es aquél de quien yo dije: «Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo.» Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel.
Y Juan dio testimonio diciendo: -He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma y se posó sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: -Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ése es el que ha de bautizar con Espíritu Santo. Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios.
Comentario: 1. Is 49,3.5-6: Después de celebrar la Epifanía y el Bautismo del Señor, el evangelio más típico de este domingo es el de la tercera manifestación: las bodas de Cana (que escuchamos en el ciclo C). No hubiera extrañado, pues, que este domingo tuviese siempre este evangelio. Pero, para ampliar el contexto de esta lectura, para los ciclos A y B se ha optado por el texto del evangelio de Juan que precede inmediatamente al de la manifestación en Caná. Por eso, Juan, el profeta más próximo a Jesús, nos presenta al Mesías como "el Cordero de Dios" y da testimonio de que "es el Hijo de Dios". Invocamos así a Cristo, en el "Gloria", reconociéndolo como Señor, como Dios y como Hijo del Padre; es también como Cordero de Dios que le dirigimos repetidamente nuestra súplica en la letanía que acompaña a la fracción del pan eucarístico; y es como Cordero de Dios que nos es presentado Cristo cuando se nos invita a acercarnos a la mesa eucarística para recibir su Cuerpo como verdadero alimento. Deberemos tener presente, después, las referencias bíblicas que nos acercan a la comprensión del título de Cristo como "Cordero de Dios". Las encontramos en el libro del Éxodo (12,11-13) en el cordero de la Pascua antigua: su carne es alimento y su sangre salva de la muerte. También las encontramos en el Cántico del Siervo de Yahvé (Is 53,4-7.12), donde nos es presentado como el cordero inocente que carga con nuestras culpas. Un texto paralelo a este último es el de la primera lectura de hoy, donde el Siervo amado de Dios es reconocido como "luz de las naciones" y, así, el texto bíblico se adecua a la situación epifánica de este domingo. En el Nuevo Testamento tenemos la referencia de 1 Cor 5,7-8 (Cristo es nuestro cordero pascual inmolado). También en el Apocalipsis, especialmente en el himno de los redimidos (5,8-13), donde el Cordero inmolado es aclamado por la multitud celestial como digno de toda alabanza, y en el pasaje (Ap 22,23) donde el Cordero es considerado como luz del nuevo templo (Josep Urdeix).
Tiempos verdes, domingos normales, color de la esperanza…
El profeta del Antiguo Testamento pudo captar en el acontecimiento presente (en la circunstancia, la intervención de Ciro en la historia de Israel) las posibilidades de comunión y de alianza entre Dios y los hombres. Cristo mereció el título de profeta porque El, a su vez, reveló la salvación de Dios en los acontecimientos y en su propia persona. La Iglesia, a su vez, es profética en el sentido de que sitúa los acontecimientos del mundo actual dentro de la perspectiva del Reino futuro. Defiende su libertad de critica frente a todo sistema social, revolucionario o conservador, y les aplica sus criterios de apreciación: su capacidad para preparar la unidad fundamental de la humanidad en Jesucristo. La Iglesia no conoce la naturaleza del nexo que existe entre este mundo y el Reino. Pero sabe, al menos -y así lo proclama-, que el mundo tal como lo hagamos, infierno de odio y de sufrimiento o tierra habitable, será el material con el que Cristo tendrá que realizar su Reino.
Por consiguiente, dentro de esta perspectiva desempeñará, por su parte, el cristiano un papel profético en el mundo y en la Iglesia a la vez para leer en el mundo todo lo que prepara y obstaculiza al Reino y para someter a crítica dentro de la Iglesia todas las instituciones que están en contra de su carácter profético. Centro de la proclamación profética de la Palabra, la Eucaristía es, dentro de la Iglesia, la institución por excelencia que debería atraer incluso a quienes más vivamente critican algunas otras instituciones eclesiales y debería convencer a cada uno de su misión profética en el mundo (Maertens-Frisque).
El libro de la "Consolación de Israel" (Is 40-55) trata de abrir nuevos horizontes al pueblo abatido. Uno de los encargados será ese misterioso personaje que se llama "el siervo de Yahvé". Este siervo no es idéntico en cada uno de los cuatro cantos. En este segundo canto parece identificarse de una forma bastante clara a un solo personaje. La versión del texto hebreo no es muy clara. El sentido parece ser éste: Israel llegará a poseer la gloria del Señor en la persona del siervo. Por medio del siervo, Dios se sentirá orgulloso de Israel. De una cierta manera, el siervo se identifica o, mejor, representa en su persona a Israel como canalizador de la liberación que van a recibir todos los pueblos para gloria de Dios. Este "mediador" por excelencia lo será después Jesús.
Este tema del ser escogido desde el vientre de la madre es muy bíblico y signo de consagración profética (aparece ya en el v. 1; ver Jr 1; Lc 1). El creyente también está amorosamente destinado en los planes de Dios a que sea el encargado de ir haciendo camino a los hombres hasta que definitivamente lleguen a Dios.
Vuelve a aparecer el tema del nuevo éxodo, tan querido por los profetas del exilio. Ante el Dios que dispersa (cf. Ez 5,10, 6.9, 20,23), está el Dios que reúne (cf. Ez 11,17 34,13, 36, 24). Israel diezmado podrá regresar a Jerusalén, reconstruir el pueblo de Dios y volver a ser la luz de las naciones. Profecías que se han cumplido en la muerte de Jesús y que ahora hay que hacerlas vida en la tarea cristiana.
Esta proximidad del siervo para con Yahvé es la garantía de que los oráculos se cumplirán. De algún modo, el siervo queda constituido en prenda de salvación. Así ocurre con Jesús: en él tenemos la seguridad de que las promesas se cumplirán, de que su reino tiene sentido.
La progresión y distancia que hay entre los términos "desde el seno de la madre - hasta el confín de la tierra" es lo que se llama una fórmula de totalidad. Al siervo se le encomienda toda la tarea de llevar adelante la alianza que Dios ha hecho con su pueblo. A la luz de la resurrección, estas palabras adquieren verdadero sentido. En Jesús se ha cumplido todo esto con perfecta exactitud. Continuar la obra es tarea del cristiano (“Eucaristía 1993”).
2. Salmo 39: el orante acaba de ofrecer un sacrificio "ritual" en el templo, rodeado por una gran muchedumbre... pero ¿dónde está la víctima?" se preguntan. La respuesta es inaudita: Dios no quiere ya sacrificios de animales... Io que agrada a Dios es la docilidad de cada instante a su voluntad... El "don de sí por amor". La Epístola a los Hebreos, comentando el sacrificio que Jesús hizo de sí mismo, toma las palabras de este salmo. "Por eso Cristo al entrar en el mundo, dijo: no quieres sacrificio ni ofrendas, sino que me has dado un cuerpo. No te agradan los holocaustos ni las ofrendas, para quitar los pecados. Entonces dije: aquí estoy, tal como está escrito de Mí en el libro (precisamente en este salmo 39), para hacer tu voluntad, oh Dios..." (Hebreos 10, 5-10). En esta forma un texto inspirado por Dios nos revela que Jesús recitaba este salmo con predilección, encontrando en él una de las más claras expresiones del don de sí permanente al Padre y a sus hermanos, hasta la hora del don total "de sí mismo en la cruz." Y añadió: "mi alimento es hacer la voluntad del Padre... (Juan 4,34). Y en la hora misma de definir su sacrificio, repitió haciendo eco a este salmo: "¡Padre, que no se haga mi voluntad sino la tuya!" (Mateo 26,39). Y "por su obediencia somos salvados". (Romanos 5,19).
Este salmo, como lo hemos visto, es ante todo la "oración misma de Jesús". Pero también es la nuestra, a condición de no caer en el ritualismo: lo que Dios espera de nosotros, no son los sacrificios externos, las oraciones ajenas a nosotros... Sino, el ofrecimiento de nuestra carne y sangre, de nuestra vida cotidiana, del "sacrificio espiritual" (1P 2,5; Rm 12,1). Podemos decir, ampliando la afirmaci6n central de este salmo, que Dios espera más nuestros comportamientos cotidianos, que nuestras oraciones dominicales. Mi "acción de gracias" (Eucaristía) consiste en: -Estar feliz de mi fe. -Maravillarme de Dios. -Hacer su voluntad en lo profundo de mi vida. -Anunciar el evangelio, la buena nueva de su justicia, de su salvación, de su amor y de su verdad.
Una forma de recitar este salmo, sería dejarnos empapar por el ambiente de oración que respira, tal como se ha resaltado más arriba, para luego concretarlo en actitudes de "mi propia vida". Heme aquí, Señor, para hacer Tu voluntad (Noel Quesson).
Abre mis oídos, Señor, para que pueda oír tu palabra, obedecer tu voluntad y cumplir tu ley. Hazme prestar atención a tu voz, estar a tono con tu acento, para que pueda reconocer al instante tus mensajes de amor en medio de la selva de ruidos que rodea mi vida.
Abre mis oídos para que oigan tu palabra, tus escrituras, tu revelación en voz y sonido a la humanidad y a mí. Haz que yo ame la lectura de la escritura santa, me alegre de oír su sonido y disfrute con su repetición. Que sea música en mis oídos, descanso en mi mente y alegría en mi corazón. Que despierte en mí el eco instantáneo de la familiaridad, el recuerdo, la amistad. Que descubra yo nuevos sentidos en ella cada vez que la lea, porque tu voz es nueva y tu mensaje acaba de salir de tus labios. Que tu palabra sea revelación para mí, que sea fuerza y alegría en mi peregrinar por la vida. Dame oídos para captar, escuchar, entender. Hazme estar siempre atento a tu palabra en las escrituras.
Abre mis oídos también a tu palabra en la naturaleza. Tu palabra en los cielos y en las nubes, en el viento y en la lluvia, en las montañas heladas y en las entrañas de fuego de esta tierra que tú has creado para que yo viva en ella. Tu voz que es poder y es ternura, tu sonrisa en la flor y tu ira en la tempestad, tu caricia en la brisa y tus amenazas en el rugido del trueno. Tú hablas en tus obras, Señor, y yo quiero tener oídos de fe para entender su sentido y vivir su mensaje. Toda tu creación habla, y quiero ser oyente devoto de las ondas íntimas de tu lenguaje cósmico. La gramática de las galaxias, la sintaxis de las estrellas. Tu palabra, que asentó él universo, tiene que asentar ahora mi corazón con su bendición y su gracia. Llena mis oídos con los sonidos de tu creación y de tu presencia en ella, Señor.
Abre también mis oídos a tu palabra en mi corazón. El mensaje secreto, el roce íntimo, la presencia silenciosa. Divino «telex" de noticias de familia. Que funcione, que transmita, que me traiga minuto a minuto el vivo recuerdo de tu amor constante. Que pueda yo escuchar tu silencio en mi alma, adivinar tu sonrisa cuando frunces el ceño, anticipar tus sentimientos y responder a ellos con la delicadeza de la fe y del amor. Mantengamos el diálogo, Señor, sin interrupción, sin sospechas, sin malentendidos. Tu palabra eterna en mi corazón abierto.
Abre por fin mis oídos, Señor, y muy especialmente a tu palabra presente en mis hermanos para mí. Tú me hablas a través de ellos, de su presencia, de sus necesidades, de sus sufrimientos y sus gozos. Que escuche yo ahora por mi parte el concierto humano de mi propia raza a mi alrededor, las notas que me agradan y las que me desagradan, las melodías en contraste, los acordes valientes, el contrapunto exacto. Que me llegue cada una de las voces, que no me pierda ni uno de los acentos. Es tu voz, Señor. Quiero estar a tono con la armonía global de la historia y la sociedad, unirme a ella y dejar que mi vida también suene en el conjunto en acorde perfecto.
Abre mis oídos, Señor. Gracia de gracias en un mundo de sonidos (Carlos G. Vallés).
3. 1 Co 1, 1-3. La segunda lectura de este domingo es el saludo de la primera carta de Pablo a los Corintios, de la que escucharemos los dos primeros capítulos los domingos antes de Cuaresma. El texto de hoy nos lleva a hacer dos consideraciones. La primera es la definición que encontramos de lo que es la Iglesia: todos los consagrados por Cristo y que en cualquier lugar invocamos su nombre. Aquí encontramos nuestra identificación cristiana y nuestra vocación a la santidad, así como el hacer de nuestra vida un himno de alabanza al Cordero que nos ha redimido. La segunda es que, este mismo texto, nos urge (tanto como la semana que empieza mañana, día 18) a orar por la unidad de los cristianos, para que todos los que confesamos a Jesús como Señor y en todo lugar -desde cada una de las confesiones cristianas- le invocamos como redentor, lleguemos a conseguir vivir en la unidad que ha de llevar al mundo a creer que Jesús es el Mesías enviado por el Padre (cf. Jn 17,21), el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Josep Urdeix).
"Iglesia" significa asamblea, porque es la asamblea constituyente del pueblo de Dios. La Iglesia es "de Dios", porque Dios la convoca y la funda con su palabra. Dondequiera haya una asamblea que escucha el Evangelio, hay "Iglesia". La Iglesia en sentido pleno es siempre local: la Iglesia. En Corinto, en Éfeso, en Murcia... Y, sin embargo, no hay más que una sola Iglesia aquí y ahora, situada en el mundo. La Iglesia es una comunión de comuniones. Por eso, en la eucaristía se hace memoria de todos los hermanos en la fe (Comunicantes, Memento). En la Iglesia somos hermanos "consagrados por Jesucristo" y "pueblo santo". Esta santidad objetiva (esto es, esta elección de que hemos sido objeto por parte de Dios en el bautismo) es la razón y fundamento de una santidad moral y subjetiva.
v. 3: Se trata probablemente de una fórmula litúrgica para saludar a los hermanos. Hoy se escucha de nuevo en nuestras celebraciones. La paz que aquí se desea no es la tranquilidad que el mundo quiere, sino la paz de Dios en la justicia de Cristo. La paz de Dios, la que viene de Dios, puede traernos la guerra (“Eucaristía 1987”).
La primera carta a los corintios, que se lee durante los domingos después de Epifanía, fue redactada hacia el año 57. Enfoca los grandes problemas de vida cristiana en el seno del mundo pagano y de la sociedad particularmente decadente de Corinto.
a) El encabezamiento de la carta contiene ya los temas fundamentales de la epístola. Pablo comienza por revalorizar su misión de apóstol (v. 1): la autoridad que va a necesitar para disciplinar a los cristianos de Corinto no se fundamenta en el hecho de que sea fundador de una secta o pensador filósofo, sino en un llamamiento de Dios y sobre una tradición: las palabras que dirá no serán suyas, sino Palabras de Dios lealmente retransmitidas.
b) Los cristianos de Corinto tienen igualmente títulos particulares que han de tomar en consideración en la manera de resolver sus problemas. El primero de esos títulos es la santidad (v.2). La Iglesia de Corinto sucede así al antiguo Israel que había de mantenerse en santa asamblea ante su Dios (Ex. 19, 6-15; cf. 1 Cor 6, 2-4, 6, 11): la santidad obliga, pues, a los corintios a rechazar el amoralismo de su sociedad y a hacerse los representantes de la trascendencia divina en el corazón del mundo pagano.
c) La segunda situación a que deben atender los cristianos de Corinto es su solidaridad con aquellos que, a través del mundo, invocan el nombre del Señor. Esta invocación del nombre de Jahvé era el privilegio de Israel en el seno de las naciones (Jer. 10,25; cf. Is. 43, 7). Invocando el nombre de Jesús, los cristianos cargan con la responsabilidad de la salvación del mundo, puesto que, mediante su oración y su conducta, garantizan la realización de esa salvación en ellos y a su alrededor (Maertens-Frisque).
El gran problema de la carta a los Corintios, que comenzamos a leer en este domingo, es el que se llama de "la distancia cultural": Cómo enraizar el cristianismo en una cultura totalmente diferente a aquella que históricamente rodea al nacimiento del hecho cristiano. El peligro es que la cultura nueva absorba sólo elementos similares de la cultura primera y así se desvirtúe el mensaje cristiano.
Pablo luchará denodadamente contra esto. Ya, de primeras, invoca el título de apóstol. Pablo se sabe con un mensaje que transmitir (Rom 1), e incluso los creyentes también se encuentran en esa misma situación (Rom 1,7). Por eso, la fidelidad a esta gracia se pide de todo el que se siente llamado a difundir la fe.
"La Iglesia de Dios en Corinto" (= "la asamblea del Señor") es una expresión inspirada en el AT (Dt 23, 2-9). Era la reunión del pueblo convocado por Dios. Designa en este caso la Iglesia local en la que se hace la reunión. Pero la unión con la Iglesia universal está muy afirmada aquí. La comunidad eclesial es más amplia que las cuatro paredes de un templo. "Salvación para quienes invocan el nombre del Señor". Encontramos esto también en el AT (Jl 3,5), sólo que transfiriendo "Jesús" a "Dios" (también en Hch 2,21; Rom 10,13). Es una expresión que llegó a convertirse en algo característico de los cristianos. La obra de la nueva humanidad la hace el creyente confiando en la salvación que Jesús trae (“Eucaristía 1993”).
4. Jn 1,29-34. La secularización también ha hecho mella en el alma. Ahora ya no hay pecados, decía una ilustre entrevistada en la no menos ilustre televisión. Incluso se pretende hacer gracia utilizando la expresión "está de pecado" como variante del modo superlativo. Se ha perdido la conciencia de pecado. Lo que no se ha perdido es la mala conciencia. Y mucho me temo que sea ésta la que traiciona a los que más interés manifiestan en banalizar el pecado. Aunque también pudiera suceder que lo hagan para aliviar la conciencia, para disculparse. Pero, reconozcámoslo, somos culpables. Al menos, no somos inocentes en un mundo dividido, en una sociedad injusta, en un sistema deshumanizado. Vivimos en un mundo de pecado. Y en este caso "de pecado" no es un superlativo para designar un mundo fabuloso, sino una acusación de inhumano, de fratricida, de insolidario y de insensible... para los pobres, o mejor dicho, para con los empobrecidos. Porque la pobreza no es fruto del azar, sino del sistema elegido y protegido por la ley. El pecado del mundo está en sus estructuras, o sea, en el modelo de organización que hemos elegido y sostenemos, cueste lo que cueste, entre todos. El precio de este modelo, también llamado "sociedad del bienestar", es el pecado, es decir, la injusticia y la explotación o marginación (ahora se dice "exclusión") de un largo veinte por ciento de pobres del bienestar, amén de miles de millones de pobres del tercer mundo, el del "mal-estar". Pero culpar a las estructuras no es más que un modo de hablar y, por cierto, es también un bonito modo de querer lavarse las manos. Bien claramente lo decía Juan Pablo II en 1984: "Se trata de pecados muy personales de quien engendra, favorece o explota la iniquidad; de quien, pudiendo hacer algo para evitar, eliminar o, al menos, limitar determinados males sociales, omite el hacerlo por pereza, por miedo y encubrimiento, por complicidad solapada o por indiferencia; de quien busca refugio en una presunta imposibilidad de cambiar el mundo, y también de quien pretende eludir la fatiga y el sacrificio, alegando supuestas razones de orden superior". De manera que, por complicidad o por inhibición, por pasotismo o por angelicalismo, todos estamos metidos hasta el gorro en el pecado del mundo. Y, siendo esto así, nada tiene de extraño que el bosque -el pecado del mundo- no nos deje ver el árbol de nuestras propias culpas.
Pero no somos inocentes, aunque nos las demos de cándidos. Trivializar el pecado no nos puede servir de coartada frente al hambre, la miseria y la pobreza de los demás. Es muy cómodo confundir el pecado con los "pecadillos", identificándolos con ciertos excesos de celo tan clericales ayer, cuando recalaban en los aledaños de la honestidad en el vestir. Para recuperar el sentido del pecado hay que empezar por recuperar la conciencia de seres humanos, la conciencia de la igualdad de todos al nacer, la conciencia de la responsabilidad humana y de la solidaridad entre los hombres. Para desenmascarar nuestros pecados, celosamente camuflados en el pecado del mundo, no hay más que recorrer las tablas de la Ley de Moisés, ayer, o de la Declaración de los Derechos Humanos, hoy. La repetitiva, miserable e impune violación de todos y cada uno de los derechos y libertades, proclamados y aceptados por la totalidad de los países, son los pecados, nuestros vicios de hoy y de siempre.
Y el más grave de todos los pecados es la indiferencia con que vemos y la superficial inhibición con que se informa de la violación de los más elementales derechos allende nuestras fronteras, o sea, nuestros prejuicios. Porque un prejuicio es, y es culpable, el pretextado nacionalismo que nos exime de responsabilidades ante el hermano. ¿O acaso las fronteras valen más que la unidad del género humano? Mundo miserable, hipócrita y pecador, que celebra la apertura del muro de Berlín -el que levantaron "los otros"- y refuerza más cada día sus muros frente al Tercer Mundo, frente a los pobres y excluidos del desarrollo. ¡Cómo decir que ya no hay pecado!
En el evangelio que hoy se proclama aparece Juan Bautista dando testimonio de Jesús. La imagen de Juan con el brazo extendido y el dedo apuntando a Cristo ("Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo") es teológicamente más expresiva que aquella en que aparece con la concha en la mano, bautizando en las riberas del Jordán. Aquí encontramos ya un primer tema sugerente: a ejemplo de Juan, el creyente ha de ser para todos una mano amiga y un dedo indicador de lo trascendente en un mundo de tantos desorientados, donde la increencia va ganando adeptos. Juan identificó a Cristo; los bautizados tendremos que ser en medio de la masa identificadores y testimonio de fe cristiana. Juan, porque conoció antes a Cristo, lo anunció; los cristianos hemos de tener experiencia profunda de quién es Jesús, para testimoniarlo. Para poder conocer a Cristo, antes hay que haberlo visto desde la fe.
Jesús es el Cordero, el Siervo de Dios, que quita y borra el pecado del mundo. Es todo un símbolo de paz; de silencio, de docilidad, de obediencia. Isaías define al Mesías como cordero que no abre la boca cuando lo llevan al matadero y que herido soporta el castigo que nos trae la paz. Con la muerte del Cordero inocente, que puso su vida a disposición de Dios para liberar a los hombres de la esclavitud del pecado, se inaugura la única y definitiva ofrenda grata al Padre del cielo. A imitación de Jesús, el cristiano debe ser portador de salvación y liberador de esclavitudes que matan. En la pizarra de la sociedad actual, en la que se escriben y dibujan a diario con trazos desiguales tantas situaciones injustas y violentas, la fe y el amor del creyente han de ser borrados de los pecados de los hombres. Esta capacidad de limpieza religiosa purifica los borrones de la increencia estéril, que achata la óptica existencial (Andrés Pardo).
“Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado. / Él es el verdadero Cordero / que quitó el pecado del mundo; / muriendo destruyó nuestra muerte, / y resucitando restauró la vida” (Prefacio Pascual I).
Cristo no es el cordero que eligen los hombres y ofrecen en el Templo para que Dios perdone sus pecados, sino el Cordero que Dios elige para quitar el pecado del mundo. En el salmo responsorial de hoy se contrapone el culto exterior, los sacrificios y las ofrendas, al culto interior que compromete la persona del oferente como víctima de su propio sacrificio; es decir, en el cumplimiento de la voluntad de Dios. Y éste es el culto que Dios desea. Por eso Cristo que es el Cordero de Dios, el Sacrificio que Dios acepta, es también el Siervo de Yavé que Dios elige para que cumpla toda su divina voluntad. El autor de la carta a los Hebreos ve la superioridad del sacerdocio de Cristo sobre todo otro sacerdocio vétero-testamentario, precisamente en la identidad que en él se da entre el Sacerdocio y la Víctima. En esta misma carta se pone en boca de Cristo, apenas llegado a este mundo, las palabras de nuestro salmo responsorial: Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: He aquí que vengo a hacer, ¡Oh Dios!, tu voluntad (Hb10,6-7). La obediencia de Cristo, el Siervo de Yavé, se consuma en el sacrificio de Cristo, el Cordero de Dios (“Eucaristía 1972”).
Desde Jn. 1, 29 a Jn. 2, 11 nos encontramos ante una especie de tratado de la iniciación a la fe, que vale tanto como reflexión doctrinal sobre el catecumenado o sobre el nacimiento de una vocación. En efecto, todo gira en torno a la palabra "ver". Hay que "ver" los sucesos, a las personas que nos rodean y hay que aprender a conocerlas. La verdad es que no se las conoce, están entre nosotros y no las vemos, o nos equivocamos respecto a lo que son (1, 32; 2, 9). Las vemos, pero no las miramos. La primera condición de cualquier paso hacia la fe es ese sentido de observación de la gente y de las cosas: "Tú, ¿quién eres, qué dices de ti mismo?" (1, 19, 22). Pero una vez considerada esta pregunta no se le da una respuesta más que al final de una lenta conversión de la mirada, conseguida gracias a Dios. Este es el itinerario de la fe de Bautista que, al principio, no conoce (1, 31, 33); después descubre a Jesús como Mesías, Cordero o servidor (1, 29, 32), y por fin lo descubre en su personalidad humana-divina (1, 34). También es este el camino que siguen Juan y Andrés (/Jn/01/33-39, Evang. 2 ciclo), que empiezan viendo a Jesús-Cordero (1, 36) y terminan por ver dónde mora (1, 39), es decir, por comulgar con su intimidad, con sus relaciones con el Padre. La vocación de Natanael tiene el mismo desarrollo: ve a Jesús como simple hijo de José, únicamente en la dimensión humana de su existencia (1, 43), después lo que ve como Mesías (1, 49), pero el camino no llegará a su fin hasta el día en que le vea en la cruz, Dios e Hijo del hombre al mismo tiempo, ensalzado y destrozado. Finalmente, María pasa por las mismas etapas: ve a su Hijo como un simple taumaturgo (Jn. 2, 1-11, Evang. 3er. ciclo) capaz de ayudar a sus amigos y percibe la gran distancia que la separa todavía de la fe en el Hijo muerto y resucitado en la hora de su gloria.
La fe del bautizado y la vocación del militante o del ministro arrancan, pues, del análisis de los sucesos y de las situaciones concretas y humanas. Pero tienden a interpretar estos hechos y a descubrir en el misterio pascual del Hombre-Dios el mejor significado que hay que dar a las cosas. Queda entonces penetrar "tras" (1, 37; 1, 43) este Hombre-Dios, o "atestiguarlo" (1, 34).
Encaminarse así, no obstante, no puede hacerse más que en el diálogo con Dios y abriéndose a su influencia. Juan lo subraya en varias ocasiones, mostrando cómo la mirada de Cristo sobre sus discípulos transforma la mirada de estos. Es esa mirada que cambia a Simón en Pedro (1, 42), que cambia de doctor de la ley en creyente a Natanael (1, 47-48). Progresar en la fe y en la vocación no se puede hacer, pues, más que recibiendo las cosas y las personas como dones de Dios; la vocación no es cosa nuestra, surge del encuentro y de la acogida (Maertens-Frisque).
"El pecado del mundo", en singular. Ese singular es significativo. Jesús carga sobre él y hace desaparecer el conjunto de los pecados del mundo, la totalidad del pecado de la humanidad. Gracias, Jesús. ¿Cómo podría yo ayudarte, Señor, en esa gran labor? En primer lugar luchando contra el mal en mí... Y luego luchando contra el mal donde quiera que este se encuentre y yo pueda hacerlo... Me siento pobre y débil para hacerlo; Ven en mi ayuda. Ayúdame, Señor, a ser salvador contigo, en mi ambiente, en mi familia, en mis responsabilidades.
-Detrás de mí viene uno que es antes de mí, porque era primero que yo. Históricamente, humanamente, Juan ha sido concebido y ha nacido antes que Jesús. Pero hay que superar las apariencias, las evidencias. De hecho Juan Bautista percibe el origen divino de Jesús: ¡"era primero que yo"! El nacimiento "según la carne" en Belén, no es sino el eco de otro nacimiento eterno, "El es Dios, nacido del Padre, antes de todos los siglos". Quiero entretenerme contemplando, cuanto sea posible, la "Persona" de Cristo, que es divina, eterna, que preexistía desde siempre. Es en verdad el Verbo de Dios, el Hijo, engendrado, "no creado", que aparece humanamente en el tiempo, un día de la historia humana, en un lugar del planeta. "Eterno se inscribe en la evolución, y lo sucesivo, y lo pasajero... Te veremos, pues, nacer, crecer, morir. El omnipresente se limita a un solo lugar y acepta no pisar sino una parcela de la Tierra, un pequeño país del Oriente Medio. Pero fundará una Iglesia para representarle, en todos los tiempos y en todos los lugares. La Iglesia es la continuación de la Encarnación.
-Yo vi el Espíritu descender del cielo y posarse sobre Él. Jesús está investido, lleno, desbordante... del Espíritu. Es el Hijo de Dios. Detrás de las particularidades banales de ese "ciudadano de Nazaret", se esconde todo un misterio. Su persona no se limita a lo que aparenta. "Creéis conocerle, pero hay en El un secreto: su personalidad está sumergida en Dios... En medio de vosotros está Aquel a quien vosotros no conocéis".
-Es aquel que bautiza (sumerge) en el Espíritu Santo. No olvidemos que la palabra griega "baptizo" significa "yo sumerjo". Los primeros cristianos, como Juan Bautista, bautizaban sumergiendo totalmente al candidato al bautismo en el agua de un río. ¡Espíritu, sumérgeme en ti! (Noel Quesson).
Es muy probable que el Bautista conociera personalmente a Jesús, con el que (según Lucas) estaba emparentado como hombre. Por eso cuando dice: «Yo no lo conocía», en realidad quiere decir: Yo no sabía que este hijo de un humilde carpintero era el esperado de Israel. El no lo sabe, pero tiene una triple presciencia para su propia misión. En primer lugar sabe que el que viene después de él es el importante, incluso el único importante, pues «existía antes que él», es decir: procede de la eternidad de Dios. Por eso es consciente también de la provisionalidad de su misión. (Que él, que es anterior, ha recibido su misión, ya en el seno materno, del que viene detrás de él, tampoco lo sabe). En segundo lugar conoce el contenido de su misión: dar a conocer a Israel, mediante su bautismo con agua, al que viene detrás de él. Con lo que conoce también el contenido de su tarea, aunque no conozca la meta y el cumplimiento de la misma. Y en tercer lugar ha tenido un punto de referencia para percibir el instante en que comienza dicho cumplimiento: cuando el Espíritu Santo en forma de paloma descienda y se pose sobre el elegido. Gracias a estas tres premoniciones puede Juan dar su testimonio total: si el que viene detrás de mí «existía antes que yo», debe venir de arriba, debe proceder de Dios: «Doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios». Si él ha de bautizar con el Espíritu Santo, entonces «éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Sacar semejantes conclusiones de tales indicios es, junto con la gracia de Dios, la obra suprema del Bautista. Juan retoma la profecía de Isaías: «Yo te hago luz de las naciones para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra».
El Bautista es el modelo del testimonio de los cristianos que, de otra manera, deben ser también precursores y testigos del que viene detrás de ellos (cfr. Lc lO,1). Por eso Pablo los bendice en la segunda lectura. Ellos saben más de Jesús que lo que sabía el Bautista, pero también ellos tienen que conformarse con los indicios que se les dan y que son al mismo tiempo promesas. Al principio también ellos están lejos de conocer a aquel del que dan testimonio como lo conocerán en su día gracias a la ejecución de su tarea: cuanto mejor cumplen su tarea, tanto más descollará aquél sobre su pequeña acción como el "semper maior". Entonces reconocerán su insignificancia y provisionalidad, pero al mismo tiempo experimentarán el gozo de haber podido cooperar por la gracia al cumplimiento de la tarea principal del Cristo: «Por eso mi alegría ha llegado a su colmo» (Jn 3,29) (Hans Urs von Balthasar). Llucià Pou Sabaté, con textos tomados de mercaba.org.
viernes, 21 de enero de 2011
1ª semana, sábado: «La Palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo», y «los mandatos del Señor son rectos y alegran el cora
Hebreos 4: 12 – 16: 12 Ciertamente, es viva la Palabra de Dios y eficaz, y más cortante que espada alguna de dos filos. Penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas; y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón. 13 No hay para ella criatura invisible: todo está desnudo y patente a los ojos de Aquel a quien hemos de dar cuenta. 14 Teniendo, pues, tal Sumo Sacerdote que penetró los cielos - Jesús, el Hijo de Dios - mantengamos firmes la fe que profesamos. 15 Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado. 16 Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para una ayuda oportuna.
Salmo 19: 8 - 10, 15: 8 La ley de Yahveh es perfecta, consolación del alma, el dictamen de Yahveh, veraz, sabiduría del sencillo. 9 Los preceptos de Yahveh son rectos, gozo del corazón; claro el mandamiento de Yahveh, luz de los ojos. 10 El temor de Yahveh es puro, por siempre estable; verdad, los juicios de Yahveh, justos todos ellos, 15 ¡Sean gratas las palabras de mi boca, y el susurro de mi corazón, sin tregua ante ti, Yahveh, roca mía, mi redentor.
Marcos 2: 13 – 17:13 Salió de nuevo por la orilla del mar, toda la gente acudía a él, y él les enseñaba. 14 Al pasar, vio a Leví, el de Alfeo, sentado en el despacho de impuestos, y le dice: «Sígueme.» El se levantó y le siguió. 15 Y sucedió que estando él a la mesa en casa de Leví, muchos publicanos y pecadores estaban a la mesa con Jesús y sus discípulos, pues eran muchos los que le seguían. 16 Al ver los escribas de los fariseos que comía con los pecadores y publicanos, decían a los discípulos: «¿Qué? ¿Es que come con los publicanos y pecadores?» 17 Al oír esto Jesús, les dice: «No necesitan médico los que están fuertes, sino los que están mal; no he venido a llamar a justos, sino a pecadores.»
Comentario: 1.- Hb 4, 12-16. a) La carta a los Hebreos aduce dos argumentos para exhortar una vez más a sus lectores a la fidelidad y la perseverancia. Ante todo, la fuerza de la Palabra de Dios, que sigue viva, penetrante, tajante, y nos conoce hasta el tondo. Es como una espada de dos filos, que llega hasta la juntura de la carne y el hueso, que lo ve todo. Dios nos conoce por dentro, sabe nuestra intención más profunda. Si somos fieles nos premiará. Si vamos cayendo en la incredulidad, quedamos descubiertos ante sus ojos.
b) Cada día nos ponemos a la luz de la Palabra viva y penetrante de Dios. Palabra eficaz, como la del Génesis («dijo y se hizo»). Nos dejamos iluminar por dentro. Nos miramos a su espejo. Unas veces nos acaricia y consuela. Otras nos juzga y nos invita a un discernimiento más claro de nuestras actuaciones. O nos condena cuando nuestros caminos no son los caminos de Dios. Eso es lo que nos va sosteniendo en nuestro camino de fe.
Nos debería resultar de gran ayuda para superar nuestros cansancios o nuestras tentaciones de cada día el recordar al Mediador que tenemos ante Dios, un Mediador que nos conoce, que sabe lo difícil que es nuestra vida. Él experimentó el trabajo y el cansancio, la soledad y la amistad, las incomprensiones y los éxitos, el dolor y la muerte. Puede com-padecerse de nosotros porque se ha acercado hasta las raíces mismas de nuestro ser. Por eso es un buen Pontífice y Mediador, y nos puede ayudar en nuestra tentación y en los momentos de debilidad y fracaso. Se encarnó en serio en nuestra existencia y ahora nos acepta tal como somos, débiles y frágiles, para ayudarnos a nuestra maduración humana y cristiana.
Los primeros cristianos procedentes del judaísmo profesaban la fe en Cristo al mismo tiempo que seguían siendo celosos observadores de la Ley (cf. Act 321, 20). Para ellos, la fe no era distinta de la religión judía hasta el punto de que les obligase a abandonar sus hábitos. Por eso seguían frecuentando el Templo (Act 3, 1-4; 2, 46; 21, 26) y muchos sacerdotes se hacían discípulos de Cristo sin dejar sus funciones (Act 6,7). Las nociones de sacerdocio y de sacrificio que parecen hoy tan esenciales eran entonces todavía muy imprecisas. Y no es seguro que los medios salidos del judaísmo descubrieran ya en la Eucaristía que celebraban los valores sacerdotales y sacrificiales que la teología posterior descubrirá en ella.
Pero la persecución de los cristianos por los judíos (Act 6; 11, 19) obliga a los primeros a alejarse de Jerusalén y de su templo. El verse privados así del sacerdocio legal y de la posibilidad de sacrificar a Dios constituye una prueba difícil para esos "hebreos". San Pablo les asegura que no han perdido ni el contacto con la Palabra de Dios y su relación, con el sacerdocio ni la posibilidad de sacrificar, puesto que la palabra está siempre disponible y el verdadero gran sacerdote no es ya el que celebra en el Santo de los Santos, sino Jesucristo, que ha oficiado una vez para siempre, y el verdadero sacrificio no consiste ya en la inmolación de los toros y de los carneros, sino en la ofrenda incesante de la comunidad de los creyentes.
a) Los hebreos están habituados a medir la eficacia de la Palabra de Dios (cf. Is 55, 11); se manifiesta en primer término en quienes la proclaman; transforma, al precio a veces de una lucha violenta (Jer 20,7; Ez 3, 26-27), al profeta en un testigo auténtico y hasta en una palabra activa de la palabra (Is 8, 1-17; Os 1-3; Sal 68/69, 12). Esta potencia de la Palabra en el profeta se verifica todavía más en Jesús, identificado en este punto con la Palabra, que es en El su propio comportamiento, signo y salvación para todos los hombres (Heb 1, 1-2).
Mas lo que la Palabra ha realizado en los profetas y en Jesús, lo realiza igualmente en cada cristiano, desvelando sus intenciones más secretas y obligándole a tomar partido. En este sentido, la Palabra es juicio, no solo porque juzga desde fuera la conducta del hombre, tal como lo haría una norma legislativa, sino, más profundamente, porque invita al hombre a elegir entre sus deseos y las exigencias de la Palabra. En este sentido es una espada (/Lc/02/35) que obliga al cristiano a los desprendimientos más radicales.
El pasaje de este día reproduce la primera de estas dos afirmaciones: el cristiano no tiene ya necesidad del sacerdocio del templo, porque Jesucristo es su único mediador. A partir del v. 14, el autor recuerda el contenido de la profesión de fe cristiana; que Cristo es "heredero de todas las cosas" y que está unido al Padre ("sentido a su diestra") (Heb 1, 2-3). Recuerda a continuación que Cristo es sacerdote y mediador (Heb 4, 15-5, 10). La argumentación del autor es doble: por una parte, Cristo representa a la humanidad, puesto que se ha hecho hombre (vv. 15-16); por otra parte, como Hijo de Dios que es, sentado a la diestra del Padre, es igualmente representativo del mundo divino (v. 1). Es, pues, un mediador perfecto. Cristo representa a la humanidad, puesto que la ha asumido en su integridad: ha conocido sus fracasos, ha sufrido sus limitaciones, ha experimentado sus tentaciones. Pero ha transfigurado esa debilidad para dar plenitud a su sacerdocio; pero entonces, ¿por qué los fieles no habrán de gozar, a su vez, de esos privilegios? La respuesta se impone por sí sola: caminemos con confianza hacia el "trono de la gracia" (v. 16; cf. Heb 10, 22), es decir, hacia un rey de bondad que perdona incluso al culpable y ofrece su benevolencia a los que la solicitan (cf. Est 4, 11; 5, 1-2). ¡Pero no basta que Cristo se muestre acogedor y bueno! Ha de reconciliar además a la humanidad con Dios y realizar de ese modo un ministerio típicamente sacerdotal y sacrificial (v. 1). El sacrificio es, en efecto, el signo de la comunión entre Dios y el hombre y solo puede realizarlo quien está perfectamente acreditado cerca del uno y del otro. Por otra parte, no puede ser perfecto si la víctima no forma parte de ambos mundos, ofreciéndose a sí misma en toda su humanidad y bajo la influencia del Espíritu de Dios. Esto es lo que hace del sacerdocio y del sacrificio de Cristo un acto único y decisivo, al que los fieles se asocian en su vida y por medio de la Eucaristía (Rom 12, 1; Heb 13, 10-15; 1 Pe 2, 5: Maertens-Frisque).
-Ciertamente ¡es viva la Palabra de Dios! «¡Viva!» Seamos siempre conscientes de que, al ponernos en oración, no somos nunca un solitario que toma un libro de su biblioteca. Somos un amigo que va a encontrar a su amigo: la oración nos coloca verdaderamente ante alguien... somos «dos» que viven frente a frente. «Dios, ante quien estoy, ¡es el Dios vivo!». No estoy ante una letra impresa, una tinta seca y muerta. Percibo su Soplo en mi rostro. No es un libro... ¡es una Palabra viva!
-Enérgica y más cortante que una espada de dos filos. Se nos ha puesto en guardia contra la falta de fe. La Palabra de Dios pasa a ser justiciera, no sólo «viva», sino «enérgica y cortante» cuando es rehusada voluntariamente. «El que me rechaza y no acepta mis palabras ya tiene quien lo juzgue: el mensaje que he comunicado, ése lo juzgará el último día» (Jn 12,48).
-La Palabra de Dios penetra a lo más profundo del alma, hasta las junturas y médulas; juzga los sentimientos y pensamientos del corazón. No hay para ella criatura invisible: todo está desnudo y patente a la mirada de Aquel a quien hemos de dar cuenta. Las imágenes concretas de este texto son las de un luchador vencido, reducido a la impotencia, verdaderamente «dominado», ¡desnudo y sin defensa! En efecto, por desgracia, sucede a menudo que como Jacob en el vado de Yabok tratamos de resistir a la Palabra de Dios luchando contra Dios toda una noche (Génesis 32, 23-33). Señor, que tu Palabra sea eficaz en mí. Que en vez de resistir me deje moldear por ella. Ayúdame a aceptar que tu Palabra desenmascare mis intenciones secretas y mis escapatorias... ¡Que me transforme y me conduzca a ponerme de tu parte!
-En Jesús, el Hijo de Dios, tenemos al sumo sacerdote por excelencia. Es pues inútil echar de menos a los sacerdotes del templo. Jesús los reemplaza ventajosamente: las modestas eucaristías que los primeros cristianos vivían sencillamente en sus casas, tienen más valor que las solemnes liturgias de Jerusalén, de las que los hebreos sentían nostalgia. El autor se propone desarrollar su tesis central: ¿por qué Jesucristo es el único «sacerdote»?
-El Hijo de Dios... que penetró más allá de los cielos. 1º De una parte, Cristo es Dios. Su mediación no será una mediación del exterior, como la de un intermediario que viene a discutir con las dos partes presentes; Jesús es, en sí mismo, «representativo» de lo divino: pertenece al partido de Dios... está del lado de Dios... es Dios.. «penetró más allá de los cielos». Imagen significativa, que no hay que tomar en sentido material ni espacial, pues, en otros pasajes el mismo autor dirá: «penetró en los cielos» (Hb 8, 1; 9, 24).
-Pues no tenemos a un Sumo Sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, menos en el pecado. 2º de otra parte. Cristo es hombre. Tampoco aquí su mediación será exterior. Cristo es verdaderamente «representante» de la humanidad que reconciliará con Dios.
-Avancemos pues confiadamente hacia Dios todopoderoso y dador de gracia. Esta es la conclusión que se impone (Noel Quesson).
2. El salmo hace eco a la lectura, cantando a esta Palabra penetrante de Dios: «tus palabras son espíritu y vida», «los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón». Pero hay un segundo motivo para que los cristianos no pierdan los ánimos y perseveren en su fidelidad a Dios: la presencia de Jesús como nuestro Mediador y Sacerdote. Podemos sentirnos débiles y estar rodeados de tentaciones, en medio de un mundo que no nos ayuda precisamente a vivir en cristiano. Pero tenemos un Sacerdote que conoce todo esto, que sabe lo frágiles que somos los humanos y lo sabe por experiencia. Eso nos debe dar confianza a la hora de acercarnos a la presencia de Dios. Jesús, por su muerte, ha entrado en el santuario del cielo -como el sacerdote del Templo atravesaba la cortina para entrar en el espacio sagrado interior- y está ante el Padre intercediendo por nosotros. Es un Sacerdote que es «capaz de compadecerse de nuestras debilidades, porque ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado».
3.- Mc 2, 13-17: a) La llamada que hace Jesús a Mateo (a quien Marcos llama Leví) para ser su discípulo, ocasiona la segunda confrontación con los fariseos. Antes le habían atacado porque se atrevía a perdonar pecados. Ahora, porque llama a publicanos y además come con ellos. Es interesante ver cómo Jesús no aprueba las catalogaciones corrientes que en su época originaban la marginación de tantas personas. Si leíamos anteayer que tocó y curó a un leproso, ahora se acerca y llama como seguidor suyo nada menos que a un recaudador de impuestos, un publicano, que además ejercía su oficio a favor de los romanos, la potencia ocupante. Un «pecador» según todas las convenciones de la época. Pero Jesús le llama y Mateo le sigue inmediatamente. Ante la reacción de los fariseos, puritanos, encerrados en su autosuficiencia y convencidos de ser los perfectos, Jesús afirma que «no necesitan médico los sanos, sino los enfermos; no he venido a llamar justos, sino pecadores». Es uno de los mejores retratos del amor misericordioso de Dios, manifestado en Cristo Jesús. Con una libertad admirable, él va por su camino, anunciando la Buena Noticia a los pobres, atendiendo a unos y otros, llamando a «pecadores» a pesar de que prevé las reacciones que va a provocar su actitud. Cumple su misión: ha venido a salvar a los débiles y los enfermos.
b) A todos los que no somos santos nos consuela escuchar estas palabras de Jesús. Cristo no nos acepta porque somos perfectos, sino que nos acoge y nos llama a pesar de nuestras debilidades y de la fama que podamos tener. El ha venido a salvar a los pecadores, o sea, a nosotros. Como la Eucaristía no es para los perfectos: por eso empezamos siempre nuestra celebración con un acto penitencial. Antes de acercarnos a la comunión, pedimos en el Padrenuestro: «Perdónanos». Y se nos invita a comulgar asegurándonos que el Señor a quien vamos a recibir como alimento es «el que quita el pecado del mundo». Precisamente estos días contemplaremos a Jesús como el Cordero inmaculado que nos libera de todo pecado. También nos debe estimular este evangelio a no ser como los fariseos, a no creernos los mejores, escandalizándonos por los defectos que vemos en los demás. Sino como Jesús, que sabe comprender, dar un voto de confianza, aceptar a las personas como son y no como quería que fueran, para ayudarles a partir de donde están a dar pasos adelante. A todos nos gusta ser jueces y criticar. Tenemos los ojos muy abiertos a los defectos de los demás y cerrados a los nuestros. Cristo nos va a ir dando una y otra vez en el evangelio la lección de la comprensión y de la tolerancia (J. Aldazábal).
-Jesús salió de nuevo a las orillas del mar; toda la muchedumbre se llegó a El y les enseñaba. Marcos no busca ser original. Sus relatos son como unos clichés. Esta repetición constante del papel de Jesús es sorprendente: Jesús enseña.
-Al pasar, Jesús vio a Leví, hijo de Alfeo, sentado en el telonio (oficina de la Aduana) y le dijo: "Sígueme." Será otro de los primeros a quien Jesús llama. Va completando su grupo; y ahora escoge a un "aduanero". Roma había organizado sistemáticamente la recaudación de impuestos y tarifas. Un procedimiento ordinario era apostar a un recaudador con una escuadra de soldados; a la entrada de las ciudades, para cobrar las tarifas de las mercancías que entraban o salían de la ciudad. Es uno de esos "publicanos", mal vistos de la población a quien Jesús llama. Leví no es otro que Mateo, el que más tarde escribirá un evangelio: estaba habituado a las "escrituras", era un hombre "sentado a la mesa" de la recaudación pública de Cafarnaúm.
-Este hombre se levantó y siguió a Jesús. Jesús se sentó a la mesa en casa de éste. Muchos publicanos y pecadores estaban recostados con "El y sus discípulos". He aquí una revelación de Dios que merece señalarse. Jesús no juzga a los que se acercan; no hace diferencias entre los hombres. No entra en las clasificaciones habituales de la opinión de su tiempo; es un hombre de ideas amplias, un hombre tolerante y comprensivo. Yo soy también un pecador. Gracias, Señor, por no juzgarme, y sentarte a mi mesa, e invitarme a la tuya. Pienso concretamente en mis pecados... Sé que tú me conoces, Señor, y que tú no me desprecias. Gracias. Los escribas del partido de los fariseos, viendo que Jesús comía con pecadores y publicanos... El "partido de los fariseos" era una especie de cofradía, o de movimiento religioso, que se dedicaba al conocimiento de la Ley y de la Tradición para promover su estricta aplicación. En particular, pedían, siguiendo a Moisés, no frecuentar ciertas personas para no comprometer su pureza legal: tenían empeño en ser unos separados, unas gentes íntegras y puras... Señor, ayúdanos a evitar cualquier clase de orgullo.
-Dijeron a sus discípulos: "¿Por qué come con publicanos y pecadores?" Ellos apuntan a Jesús; pero dirigen la pregunta a sus discípulos. Así empezamos a ver un grupo solidario: "Jesús y sus discípulos" frente a los adversarios. Durante toda la fase siguiente del evangelio según san Marcos observaremos ese triángulo que se ha formado: 1) Jesús y sus discípulos. 2) La muchedumbre. 3) Los adversarios: escribas y fariseos ¿Me mantengo al lado de Jesús? ¿Solidario con El para lo mejor y para lo peor?
-Y, oyéndolo Jesús, les dijo: "No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Yo no he venido a llamar a los "justos", sino a los "pecadores". La pregunta se hizo a los discípulos; pero es Jesús quien contesta. La solidaridad se da en ambos sentidos. Jesús defiende a su grupo. ¿Cuál es mi actitud frente a los pecadores? Me repito a mí mismo la palabra de Jesús (Noel Quesson).
Un exégeta alemán decía: “la esencia del cristianismo es comer juntos”. Rafael Aguirre ha escrito “La mesa compartida”. Así que eso de compartir la mesa tiene más “miga” de la que nos pudiera parecer. Otros estudiosos, a saber, los que enseñan y escriben sobre la Eucaristía, se demoran, antes de hablar de la última cena de Jesús, en las comidas en que tomó parte durante su ministerio. En unas era un invitado. Aquí, burlando la vigilancia de los sesudos estudiosos, podemos mezclar varias de las referencias y relatos: las bodas de Caná, este banquete en casa de Leví, las invitaciones de fariseos aceptadas por Jesús, el episodio de los trajines de la hacendosa Marta y la regalada escucha de su hermana María, el convite en casa de Zaqueo..., sin olvidar la comida preparada por la suegra de Pedro. Amén de todos esos momentos, los cuatro evangelios nos narran la multiplicación de los panes en que Jesús ejerce de anfitrión. En las parábolas es recurrente el motivo del banquete. Y en cierta ocasión Jesús defenderá a sus discípulos poco propensos al ayuno diciendo que mientras estaba el novio no había que ayunar, que todo tiene su tiempo. ¡Pero si a él mismo se lo llamó comilón y borracho!
La comensalidad, es decir, el comer juntos, la confraternización, pertenece a la esencia del banquete, y también la alegría, la música, y la abundancia y calidad de los manjares. Todo ello era símbolo de la plenitud que llegaba con Jesús, una plenitud que no se servía al puñado de los cuatro justos-y-adustos que están ahítos de sobriedades. Es una plenitud que se desbordaba sobre todos, en especial sobre los “enfermos”, los alejados, los denostados y quizá envidiados colaboracionistas del imperio, los pecadores. Incluso, aunque a primera vista a regañadientes, sobre la hija de la sirofenicia y sobre los perrillos que se acercan a la mesa del amo para comer las migajas y huesos enjundiosos que caen de las bien provistas bandejas y los platos (Pablo Largo).
Los fariseos se sorprenden al ver a Jesús sentarse a comer con toda clase de personas: ¿Porqué come con publicanos y pecadores? (Marcos 2, 13-17). Jesús se siente bien con todo el mundo, porque ha venido a salvar a todos. No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. En esta escena contemplamos cómo el Señor no rehúye el trato social; más bien lo busca. Su afán salvador se extiende a todas las criaturas de cualquier clase y condición. Jesús mostró un gran aprecio a la familia, donde se ha de ejercer en primer término la convivencia, con las virtudes que ésta requiere, y donde tiene lugar el primero y principal trato social. Jesús es un ejemplo vivo para nosotros porque debemos aprender a convivir con todos, por encima de sus defectos, ideas y modos de ser. Debemos aprender de Él a ser personas abiertas, con capacidad de amistad, dispuestos siempre a comprender y a disculpar. Un cristiano que sigue a Cristo no puede estar encerrado en sí mismo, y despreocupado de lo que sucede a su alrededor.
Nosotros tenemos a lo largo del día muchos encuentros esporádicos y fugaces con diversas personas. Para un cristiano son importantes, pues es una ocasión de mostrarles aprecio porque son hijos de Dios. Y lo hacemos normalmente a través de esas muestras de educación y cortesía. La virtud de la afabilidad -que encierra en sí a muchas otras, según enseña Santo Tomás-, ordena “las relaciones de los hombres con sus semejantes, tanto en los hechos como en las palabras” (Suma Teológica), nos lleva a hacer la vida más grata a quienes vemos todos los días. El cristiano sabrá convertir los múltiples detalles de la virtud humana de la afabilidad en otros actos de la virtud de la caridad, al hacerlos también por amor a Dios.
Son muchas las virtudes que facilitan y hacen posible la convivencia: la benignidad y la indulgencia, la gratitud, la cordialidad y la amistad, la alegría y el respeto mutuo. El ejemplo de Jesús nos inclina a vivir amablemente abiertos hacia los demás; a comprenderlos, a mirarlos con simpatía inicial y siempre, con una mirada que alcanza las profundidades del corazón y sabe encontrar la parte de bondad que existe en todos. Y muy cercana a la comprensión está la capacidad de disculpar con prontitud. Hoy sábado, hacemos el propósito, en honor de la Virgen, el cuidar con esmero todos los detalles de fina caridad con el prójimo (Francisco Fernández Carvajal). Llucià Pou Sabaté
Salmo 19: 8 - 10, 15: 8 La ley de Yahveh es perfecta, consolación del alma, el dictamen de Yahveh, veraz, sabiduría del sencillo. 9 Los preceptos de Yahveh son rectos, gozo del corazón; claro el mandamiento de Yahveh, luz de los ojos. 10 El temor de Yahveh es puro, por siempre estable; verdad, los juicios de Yahveh, justos todos ellos, 15 ¡Sean gratas las palabras de mi boca, y el susurro de mi corazón, sin tregua ante ti, Yahveh, roca mía, mi redentor.
Marcos 2: 13 – 17:13 Salió de nuevo por la orilla del mar, toda la gente acudía a él, y él les enseñaba. 14 Al pasar, vio a Leví, el de Alfeo, sentado en el despacho de impuestos, y le dice: «Sígueme.» El se levantó y le siguió. 15 Y sucedió que estando él a la mesa en casa de Leví, muchos publicanos y pecadores estaban a la mesa con Jesús y sus discípulos, pues eran muchos los que le seguían. 16 Al ver los escribas de los fariseos que comía con los pecadores y publicanos, decían a los discípulos: «¿Qué? ¿Es que come con los publicanos y pecadores?» 17 Al oír esto Jesús, les dice: «No necesitan médico los que están fuertes, sino los que están mal; no he venido a llamar a justos, sino a pecadores.»
Comentario: 1.- Hb 4, 12-16. a) La carta a los Hebreos aduce dos argumentos para exhortar una vez más a sus lectores a la fidelidad y la perseverancia. Ante todo, la fuerza de la Palabra de Dios, que sigue viva, penetrante, tajante, y nos conoce hasta el tondo. Es como una espada de dos filos, que llega hasta la juntura de la carne y el hueso, que lo ve todo. Dios nos conoce por dentro, sabe nuestra intención más profunda. Si somos fieles nos premiará. Si vamos cayendo en la incredulidad, quedamos descubiertos ante sus ojos.
b) Cada día nos ponemos a la luz de la Palabra viva y penetrante de Dios. Palabra eficaz, como la del Génesis («dijo y se hizo»). Nos dejamos iluminar por dentro. Nos miramos a su espejo. Unas veces nos acaricia y consuela. Otras nos juzga y nos invita a un discernimiento más claro de nuestras actuaciones. O nos condena cuando nuestros caminos no son los caminos de Dios. Eso es lo que nos va sosteniendo en nuestro camino de fe.
Nos debería resultar de gran ayuda para superar nuestros cansancios o nuestras tentaciones de cada día el recordar al Mediador que tenemos ante Dios, un Mediador que nos conoce, que sabe lo difícil que es nuestra vida. Él experimentó el trabajo y el cansancio, la soledad y la amistad, las incomprensiones y los éxitos, el dolor y la muerte. Puede com-padecerse de nosotros porque se ha acercado hasta las raíces mismas de nuestro ser. Por eso es un buen Pontífice y Mediador, y nos puede ayudar en nuestra tentación y en los momentos de debilidad y fracaso. Se encarnó en serio en nuestra existencia y ahora nos acepta tal como somos, débiles y frágiles, para ayudarnos a nuestra maduración humana y cristiana.
Los primeros cristianos procedentes del judaísmo profesaban la fe en Cristo al mismo tiempo que seguían siendo celosos observadores de la Ley (cf. Act 321, 20). Para ellos, la fe no era distinta de la religión judía hasta el punto de que les obligase a abandonar sus hábitos. Por eso seguían frecuentando el Templo (Act 3, 1-4; 2, 46; 21, 26) y muchos sacerdotes se hacían discípulos de Cristo sin dejar sus funciones (Act 6,7). Las nociones de sacerdocio y de sacrificio que parecen hoy tan esenciales eran entonces todavía muy imprecisas. Y no es seguro que los medios salidos del judaísmo descubrieran ya en la Eucaristía que celebraban los valores sacerdotales y sacrificiales que la teología posterior descubrirá en ella.
Pero la persecución de los cristianos por los judíos (Act 6; 11, 19) obliga a los primeros a alejarse de Jerusalén y de su templo. El verse privados así del sacerdocio legal y de la posibilidad de sacrificar a Dios constituye una prueba difícil para esos "hebreos". San Pablo les asegura que no han perdido ni el contacto con la Palabra de Dios y su relación, con el sacerdocio ni la posibilidad de sacrificar, puesto que la palabra está siempre disponible y el verdadero gran sacerdote no es ya el que celebra en el Santo de los Santos, sino Jesucristo, que ha oficiado una vez para siempre, y el verdadero sacrificio no consiste ya en la inmolación de los toros y de los carneros, sino en la ofrenda incesante de la comunidad de los creyentes.
a) Los hebreos están habituados a medir la eficacia de la Palabra de Dios (cf. Is 55, 11); se manifiesta en primer término en quienes la proclaman; transforma, al precio a veces de una lucha violenta (Jer 20,7; Ez 3, 26-27), al profeta en un testigo auténtico y hasta en una palabra activa de la palabra (Is 8, 1-17; Os 1-3; Sal 68/69, 12). Esta potencia de la Palabra en el profeta se verifica todavía más en Jesús, identificado en este punto con la Palabra, que es en El su propio comportamiento, signo y salvación para todos los hombres (Heb 1, 1-2).
Mas lo que la Palabra ha realizado en los profetas y en Jesús, lo realiza igualmente en cada cristiano, desvelando sus intenciones más secretas y obligándole a tomar partido. En este sentido, la Palabra es juicio, no solo porque juzga desde fuera la conducta del hombre, tal como lo haría una norma legislativa, sino, más profundamente, porque invita al hombre a elegir entre sus deseos y las exigencias de la Palabra. En este sentido es una espada (/Lc/02/35) que obliga al cristiano a los desprendimientos más radicales.
El pasaje de este día reproduce la primera de estas dos afirmaciones: el cristiano no tiene ya necesidad del sacerdocio del templo, porque Jesucristo es su único mediador. A partir del v. 14, el autor recuerda el contenido de la profesión de fe cristiana; que Cristo es "heredero de todas las cosas" y que está unido al Padre ("sentido a su diestra") (Heb 1, 2-3). Recuerda a continuación que Cristo es sacerdote y mediador (Heb 4, 15-5, 10). La argumentación del autor es doble: por una parte, Cristo representa a la humanidad, puesto que se ha hecho hombre (vv. 15-16); por otra parte, como Hijo de Dios que es, sentado a la diestra del Padre, es igualmente representativo del mundo divino (v. 1). Es, pues, un mediador perfecto. Cristo representa a la humanidad, puesto que la ha asumido en su integridad: ha conocido sus fracasos, ha sufrido sus limitaciones, ha experimentado sus tentaciones. Pero ha transfigurado esa debilidad para dar plenitud a su sacerdocio; pero entonces, ¿por qué los fieles no habrán de gozar, a su vez, de esos privilegios? La respuesta se impone por sí sola: caminemos con confianza hacia el "trono de la gracia" (v. 16; cf. Heb 10, 22), es decir, hacia un rey de bondad que perdona incluso al culpable y ofrece su benevolencia a los que la solicitan (cf. Est 4, 11; 5, 1-2). ¡Pero no basta que Cristo se muestre acogedor y bueno! Ha de reconciliar además a la humanidad con Dios y realizar de ese modo un ministerio típicamente sacerdotal y sacrificial (v. 1). El sacrificio es, en efecto, el signo de la comunión entre Dios y el hombre y solo puede realizarlo quien está perfectamente acreditado cerca del uno y del otro. Por otra parte, no puede ser perfecto si la víctima no forma parte de ambos mundos, ofreciéndose a sí misma en toda su humanidad y bajo la influencia del Espíritu de Dios. Esto es lo que hace del sacerdocio y del sacrificio de Cristo un acto único y decisivo, al que los fieles se asocian en su vida y por medio de la Eucaristía (Rom 12, 1; Heb 13, 10-15; 1 Pe 2, 5: Maertens-Frisque).
-Ciertamente ¡es viva la Palabra de Dios! «¡Viva!» Seamos siempre conscientes de que, al ponernos en oración, no somos nunca un solitario que toma un libro de su biblioteca. Somos un amigo que va a encontrar a su amigo: la oración nos coloca verdaderamente ante alguien... somos «dos» que viven frente a frente. «Dios, ante quien estoy, ¡es el Dios vivo!». No estoy ante una letra impresa, una tinta seca y muerta. Percibo su Soplo en mi rostro. No es un libro... ¡es una Palabra viva!
-Enérgica y más cortante que una espada de dos filos. Se nos ha puesto en guardia contra la falta de fe. La Palabra de Dios pasa a ser justiciera, no sólo «viva», sino «enérgica y cortante» cuando es rehusada voluntariamente. «El que me rechaza y no acepta mis palabras ya tiene quien lo juzgue: el mensaje que he comunicado, ése lo juzgará el último día» (Jn 12,48).
-La Palabra de Dios penetra a lo más profundo del alma, hasta las junturas y médulas; juzga los sentimientos y pensamientos del corazón. No hay para ella criatura invisible: todo está desnudo y patente a la mirada de Aquel a quien hemos de dar cuenta. Las imágenes concretas de este texto son las de un luchador vencido, reducido a la impotencia, verdaderamente «dominado», ¡desnudo y sin defensa! En efecto, por desgracia, sucede a menudo que como Jacob en el vado de Yabok tratamos de resistir a la Palabra de Dios luchando contra Dios toda una noche (Génesis 32, 23-33). Señor, que tu Palabra sea eficaz en mí. Que en vez de resistir me deje moldear por ella. Ayúdame a aceptar que tu Palabra desenmascare mis intenciones secretas y mis escapatorias... ¡Que me transforme y me conduzca a ponerme de tu parte!
-En Jesús, el Hijo de Dios, tenemos al sumo sacerdote por excelencia. Es pues inútil echar de menos a los sacerdotes del templo. Jesús los reemplaza ventajosamente: las modestas eucaristías que los primeros cristianos vivían sencillamente en sus casas, tienen más valor que las solemnes liturgias de Jerusalén, de las que los hebreos sentían nostalgia. El autor se propone desarrollar su tesis central: ¿por qué Jesucristo es el único «sacerdote»?
-El Hijo de Dios... que penetró más allá de los cielos. 1º De una parte, Cristo es Dios. Su mediación no será una mediación del exterior, como la de un intermediario que viene a discutir con las dos partes presentes; Jesús es, en sí mismo, «representativo» de lo divino: pertenece al partido de Dios... está del lado de Dios... es Dios.. «penetró más allá de los cielos». Imagen significativa, que no hay que tomar en sentido material ni espacial, pues, en otros pasajes el mismo autor dirá: «penetró en los cielos» (Hb 8, 1; 9, 24).
-Pues no tenemos a un Sumo Sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, menos en el pecado. 2º de otra parte. Cristo es hombre. Tampoco aquí su mediación será exterior. Cristo es verdaderamente «representante» de la humanidad que reconciliará con Dios.
-Avancemos pues confiadamente hacia Dios todopoderoso y dador de gracia. Esta es la conclusión que se impone (Noel Quesson).
2. El salmo hace eco a la lectura, cantando a esta Palabra penetrante de Dios: «tus palabras son espíritu y vida», «los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón». Pero hay un segundo motivo para que los cristianos no pierdan los ánimos y perseveren en su fidelidad a Dios: la presencia de Jesús como nuestro Mediador y Sacerdote. Podemos sentirnos débiles y estar rodeados de tentaciones, en medio de un mundo que no nos ayuda precisamente a vivir en cristiano. Pero tenemos un Sacerdote que conoce todo esto, que sabe lo frágiles que somos los humanos y lo sabe por experiencia. Eso nos debe dar confianza a la hora de acercarnos a la presencia de Dios. Jesús, por su muerte, ha entrado en el santuario del cielo -como el sacerdote del Templo atravesaba la cortina para entrar en el espacio sagrado interior- y está ante el Padre intercediendo por nosotros. Es un Sacerdote que es «capaz de compadecerse de nuestras debilidades, porque ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado».
3.- Mc 2, 13-17: a) La llamada que hace Jesús a Mateo (a quien Marcos llama Leví) para ser su discípulo, ocasiona la segunda confrontación con los fariseos. Antes le habían atacado porque se atrevía a perdonar pecados. Ahora, porque llama a publicanos y además come con ellos. Es interesante ver cómo Jesús no aprueba las catalogaciones corrientes que en su época originaban la marginación de tantas personas. Si leíamos anteayer que tocó y curó a un leproso, ahora se acerca y llama como seguidor suyo nada menos que a un recaudador de impuestos, un publicano, que además ejercía su oficio a favor de los romanos, la potencia ocupante. Un «pecador» según todas las convenciones de la época. Pero Jesús le llama y Mateo le sigue inmediatamente. Ante la reacción de los fariseos, puritanos, encerrados en su autosuficiencia y convencidos de ser los perfectos, Jesús afirma que «no necesitan médico los sanos, sino los enfermos; no he venido a llamar justos, sino pecadores». Es uno de los mejores retratos del amor misericordioso de Dios, manifestado en Cristo Jesús. Con una libertad admirable, él va por su camino, anunciando la Buena Noticia a los pobres, atendiendo a unos y otros, llamando a «pecadores» a pesar de que prevé las reacciones que va a provocar su actitud. Cumple su misión: ha venido a salvar a los débiles y los enfermos.
b) A todos los que no somos santos nos consuela escuchar estas palabras de Jesús. Cristo no nos acepta porque somos perfectos, sino que nos acoge y nos llama a pesar de nuestras debilidades y de la fama que podamos tener. El ha venido a salvar a los pecadores, o sea, a nosotros. Como la Eucaristía no es para los perfectos: por eso empezamos siempre nuestra celebración con un acto penitencial. Antes de acercarnos a la comunión, pedimos en el Padrenuestro: «Perdónanos». Y se nos invita a comulgar asegurándonos que el Señor a quien vamos a recibir como alimento es «el que quita el pecado del mundo». Precisamente estos días contemplaremos a Jesús como el Cordero inmaculado que nos libera de todo pecado. También nos debe estimular este evangelio a no ser como los fariseos, a no creernos los mejores, escandalizándonos por los defectos que vemos en los demás. Sino como Jesús, que sabe comprender, dar un voto de confianza, aceptar a las personas como son y no como quería que fueran, para ayudarles a partir de donde están a dar pasos adelante. A todos nos gusta ser jueces y criticar. Tenemos los ojos muy abiertos a los defectos de los demás y cerrados a los nuestros. Cristo nos va a ir dando una y otra vez en el evangelio la lección de la comprensión y de la tolerancia (J. Aldazábal).
-Jesús salió de nuevo a las orillas del mar; toda la muchedumbre se llegó a El y les enseñaba. Marcos no busca ser original. Sus relatos son como unos clichés. Esta repetición constante del papel de Jesús es sorprendente: Jesús enseña.
-Al pasar, Jesús vio a Leví, hijo de Alfeo, sentado en el telonio (oficina de la Aduana) y le dijo: "Sígueme." Será otro de los primeros a quien Jesús llama. Va completando su grupo; y ahora escoge a un "aduanero". Roma había organizado sistemáticamente la recaudación de impuestos y tarifas. Un procedimiento ordinario era apostar a un recaudador con una escuadra de soldados; a la entrada de las ciudades, para cobrar las tarifas de las mercancías que entraban o salían de la ciudad. Es uno de esos "publicanos", mal vistos de la población a quien Jesús llama. Leví no es otro que Mateo, el que más tarde escribirá un evangelio: estaba habituado a las "escrituras", era un hombre "sentado a la mesa" de la recaudación pública de Cafarnaúm.
-Este hombre se levantó y siguió a Jesús. Jesús se sentó a la mesa en casa de éste. Muchos publicanos y pecadores estaban recostados con "El y sus discípulos". He aquí una revelación de Dios que merece señalarse. Jesús no juzga a los que se acercan; no hace diferencias entre los hombres. No entra en las clasificaciones habituales de la opinión de su tiempo; es un hombre de ideas amplias, un hombre tolerante y comprensivo. Yo soy también un pecador. Gracias, Señor, por no juzgarme, y sentarte a mi mesa, e invitarme a la tuya. Pienso concretamente en mis pecados... Sé que tú me conoces, Señor, y que tú no me desprecias. Gracias. Los escribas del partido de los fariseos, viendo que Jesús comía con pecadores y publicanos... El "partido de los fariseos" era una especie de cofradía, o de movimiento religioso, que se dedicaba al conocimiento de la Ley y de la Tradición para promover su estricta aplicación. En particular, pedían, siguiendo a Moisés, no frecuentar ciertas personas para no comprometer su pureza legal: tenían empeño en ser unos separados, unas gentes íntegras y puras... Señor, ayúdanos a evitar cualquier clase de orgullo.
-Dijeron a sus discípulos: "¿Por qué come con publicanos y pecadores?" Ellos apuntan a Jesús; pero dirigen la pregunta a sus discípulos. Así empezamos a ver un grupo solidario: "Jesús y sus discípulos" frente a los adversarios. Durante toda la fase siguiente del evangelio según san Marcos observaremos ese triángulo que se ha formado: 1) Jesús y sus discípulos. 2) La muchedumbre. 3) Los adversarios: escribas y fariseos ¿Me mantengo al lado de Jesús? ¿Solidario con El para lo mejor y para lo peor?
-Y, oyéndolo Jesús, les dijo: "No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Yo no he venido a llamar a los "justos", sino a los "pecadores". La pregunta se hizo a los discípulos; pero es Jesús quien contesta. La solidaridad se da en ambos sentidos. Jesús defiende a su grupo. ¿Cuál es mi actitud frente a los pecadores? Me repito a mí mismo la palabra de Jesús (Noel Quesson).
Un exégeta alemán decía: “la esencia del cristianismo es comer juntos”. Rafael Aguirre ha escrito “La mesa compartida”. Así que eso de compartir la mesa tiene más “miga” de la que nos pudiera parecer. Otros estudiosos, a saber, los que enseñan y escriben sobre la Eucaristía, se demoran, antes de hablar de la última cena de Jesús, en las comidas en que tomó parte durante su ministerio. En unas era un invitado. Aquí, burlando la vigilancia de los sesudos estudiosos, podemos mezclar varias de las referencias y relatos: las bodas de Caná, este banquete en casa de Leví, las invitaciones de fariseos aceptadas por Jesús, el episodio de los trajines de la hacendosa Marta y la regalada escucha de su hermana María, el convite en casa de Zaqueo..., sin olvidar la comida preparada por la suegra de Pedro. Amén de todos esos momentos, los cuatro evangelios nos narran la multiplicación de los panes en que Jesús ejerce de anfitrión. En las parábolas es recurrente el motivo del banquete. Y en cierta ocasión Jesús defenderá a sus discípulos poco propensos al ayuno diciendo que mientras estaba el novio no había que ayunar, que todo tiene su tiempo. ¡Pero si a él mismo se lo llamó comilón y borracho!
La comensalidad, es decir, el comer juntos, la confraternización, pertenece a la esencia del banquete, y también la alegría, la música, y la abundancia y calidad de los manjares. Todo ello era símbolo de la plenitud que llegaba con Jesús, una plenitud que no se servía al puñado de los cuatro justos-y-adustos que están ahítos de sobriedades. Es una plenitud que se desbordaba sobre todos, en especial sobre los “enfermos”, los alejados, los denostados y quizá envidiados colaboracionistas del imperio, los pecadores. Incluso, aunque a primera vista a regañadientes, sobre la hija de la sirofenicia y sobre los perrillos que se acercan a la mesa del amo para comer las migajas y huesos enjundiosos que caen de las bien provistas bandejas y los platos (Pablo Largo).
Los fariseos se sorprenden al ver a Jesús sentarse a comer con toda clase de personas: ¿Porqué come con publicanos y pecadores? (Marcos 2, 13-17). Jesús se siente bien con todo el mundo, porque ha venido a salvar a todos. No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. En esta escena contemplamos cómo el Señor no rehúye el trato social; más bien lo busca. Su afán salvador se extiende a todas las criaturas de cualquier clase y condición. Jesús mostró un gran aprecio a la familia, donde se ha de ejercer en primer término la convivencia, con las virtudes que ésta requiere, y donde tiene lugar el primero y principal trato social. Jesús es un ejemplo vivo para nosotros porque debemos aprender a convivir con todos, por encima de sus defectos, ideas y modos de ser. Debemos aprender de Él a ser personas abiertas, con capacidad de amistad, dispuestos siempre a comprender y a disculpar. Un cristiano que sigue a Cristo no puede estar encerrado en sí mismo, y despreocupado de lo que sucede a su alrededor.
Nosotros tenemos a lo largo del día muchos encuentros esporádicos y fugaces con diversas personas. Para un cristiano son importantes, pues es una ocasión de mostrarles aprecio porque son hijos de Dios. Y lo hacemos normalmente a través de esas muestras de educación y cortesía. La virtud de la afabilidad -que encierra en sí a muchas otras, según enseña Santo Tomás-, ordena “las relaciones de los hombres con sus semejantes, tanto en los hechos como en las palabras” (Suma Teológica), nos lleva a hacer la vida más grata a quienes vemos todos los días. El cristiano sabrá convertir los múltiples detalles de la virtud humana de la afabilidad en otros actos de la virtud de la caridad, al hacerlos también por amor a Dios.
Son muchas las virtudes que facilitan y hacen posible la convivencia: la benignidad y la indulgencia, la gratitud, la cordialidad y la amistad, la alegría y el respeto mutuo. El ejemplo de Jesús nos inclina a vivir amablemente abiertos hacia los demás; a comprenderlos, a mirarlos con simpatía inicial y siempre, con una mirada que alcanza las profundidades del corazón y sabe encontrar la parte de bondad que existe en todos. Y muy cercana a la comprensión está la capacidad de disculpar con prontitud. Hoy sábado, hacemos el propósito, en honor de la Virgen, el cuidar con esmero todos los detalles de fina caridad con el prójimo (Francisco Fernández Carvajal). Llucià Pou Sabaté
1ª semana, viernes: “Empeñémonos en entrar en el descanso de Dios”, el de la fidelidad como Jesús: «Que pongan en Dios su confianza y no olviden las a
Hebreos 4: 1 - 5, 11: 1 Temamos, pues; no sea que, permaneciendo aún en vigor la promesa de entrar en su descanso, alguno de vosotros parezca llegar rezagado. 2 También nosotros hemos recibido una buena nueva, lo mismo que ellos. Pero la palabra que oyeron no aprovechó nada a aquellos que no estaban unidos por la fe a los que escucharon. 3 De hecho, hemos entrado en el descanso los que hemos creído, según está dicho: Por eso juré en mi cólera: ¡No entrarán en mi descanso! Y eso que las obras de Dios estaban terminadas desde la creación del mundo, 4 pues en algún lugar dice acerca del día séptimo: Y descansó Dios el día séptimo de todas sus obras. 5 Y también en el pasaje citado: ¡No entrarán en mi descanso! 11 Esforcémonos, pues, por entrar en ese descanso, para que nadie caiga imitando aquella desobediencia.
Salmo 78: 3,4,6-8: 3 Lo que hemos oído y que sabemos, lo que nuestros padres nos contaron, 4 no se lo callaremos a sus hijos, a la futura generación lo contaremos: Las alabanzas de Yahveh y su poder, las maravillas que hizo; 6 que la generación siguiente lo supiera, los hijos que habían de nacer; y que éstos se alzaran y se lo contaran a sus hijos, 7 para que pusieran en Dios su confianza, no olvidaran las hazañas de Dios, y sus mandamientos observaran; 8 para que no fueran, lo mismo que sus padres, una generación rebelde y revoltosa, generación de corazón voluble y de espíritu desleal a Dios.
Marcos 2: 1 – 12: 1 Entró de nuevo en Cafarnaúm; al poco tiempo había corrido la voz de que estaba en casa. 2 Se agolparon tantos que ni siquiera ante la puerta había ya sitio, y él les anunciaba la Palabra. 3 Y le vienen a traer a un paralítico llevado entre cuatro. 4 Al no poder presentárselo a causa de la multitud, abrieron el techo encima de donde él estaba y, a través de la abertura que hicieron, descolgaron la camilla donde yacía el paralítico. 5 Viendo Jesús la fe de ellos, dice al paralítico: «Hijo, tus pecados te son perdonados.» 6 Estaban allí sentados algunos escribas que pensaban en sus corazones: 7 «¿Por qué éste habla así? Está blasfemando. ¿Quién puede perdonar pecados, sino Dios sólo?» 8 Pero, al instante, conociendo Jesús en su espíritu lo que ellos pensaban en su interior, les dice: «¿Por qué pensáis así en vuestros corazones? 9 ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: "Tus pecados te son perdonados", o decir: "Levántate, toma tu camilla y anda?" 10 Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados - dice al paralítico -: 11 "A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa."» 12 Se levantó y, al instante, tomando la camilla, salió a la vista de todos, de modo que quedaban todos asombrados y glorificaban a Dios, diciendo: «Jamás vimos cosa parecida.»
Comentario: 1. Este pasaje trata de convencer a los nuevos cristianos procedentes del judaísmo y dispersos entre las naciones de que no piensen en volver a Jerusalén, como si esta ciudad fuese aún para ellos el ideal escatológico del reposo. A este propósito se sirve del Sal 94/95, pero dejando en la sombra el tema de Meribá para detenerse especialmente en el tema de la entrada en Canaán. Ese reposo que los hebreos del desierto no llegaron a conocer (v. 3; Sal 94/95, 11) y que los cristianos se exponían a no conocer tampoco si persisten en sus murmuraciones y en su falta de fe, en un momento en que el "reposo" de Jerusalén y de la Tierra Prometida parece írseles de las manos (v.1). La falta de fe ha privado efectivamente a los antepasados de la entrada en el descanso (v.3), pero los cristianos están llamados a un descanso muy superior, que no es ya el de la Tierra Prometida y de Jerusalén, sino el de la vida con Dios (vv. 4-5): el "reposo" inaugurado en el octavo día de la creación como terminación y coronamiento de esta.
Cabe sorprenderse de ver la vida con Dios presentada en forma de reposo, como si el trabajo siguiera vinculado a una alienación tal que solo el reposo pudiera liberarlo de ella y como si el ideal de la felicidad eterna consistiese en vivir en ella como en un "pensionado". Toda una tradición bíblica, representada de modo particular por Jn 5, 17, ha dicho claramente que Dios no cesaba de trabajar y ha subrayado con toda claridad que la felicidad consistiría en unas responsabilidades cada vez mayores (Mt 24, 47; 25, 21). Por consiguiente, hay que entender el reposo en un sentido más amplio, el que la mentalidad judía atribuía a esta palabra cuando la constituía en símbolo de la paz, de la concordia y de la alegría.
El concepto que el mundo moderno tiene del ocio corresponde perfectamente a esta idea cuando asocia ocio y cultura, recuperando así un valor que la industrialización había desvirtuado en el siglo último. En efecto, mientras que el artesano del siglo XVI encontraba su cultura en el corazón mismo de su trabajo, que era creación y arte, folklore y culto, el obrero del siglo XX realiza un trabajo en cadena del que queda excluida toda promoción y toda cultura. Por eso reivindica un "ocio" cada vez más prolongado, no solo para descansar físicamente, sino también para recuperar una necesidad de cultura a la que no responde el trabajo industrial. Ante la imposibilidad de dar una respuesta a esta necesidad, la civilización occidental ha reservado la cultura a las clases sociales que podían dedicarse a un trabajo creador, es decir, exclusivamente a las clases intelectuales. Las democracias populares, afortunadamente, han señalado el camino hacia un retorno a la cultura popular y de masas, y puede decirse que el proceso ha comenzado a imponerse incluso en los medios occidentales.
Pero todavía está por hacer. Cuando el ocio se reduce a la ociosidad, cuando se destina a otra actividad profesional no menos alienante, cuando se limita exclusivamente al consumo pasivo de ficción o de irrealidad en el cinema o a la asistencia de un partido de fútbol, el ocio está muy lejos de responder a lo que cabe exigir de él: una ocasión de compromiso político o social, un medio de descubrir nuevas formas de sociabilidad, un descubrimiento más personal de lo hermoso y de lo bueno. Sí, hay que penetrar en el "reposo" de Dios, pero ha de ser un reposo en el que Dios trabaje en la promoción del hombre. Y se efectuará así confiando en las técnicas de animación todavía adormecidas en nuestro mundo industrializado e individualista (Maertens-Frisque).
La falta de fe ha privado efectivamente a los antepasados de la entrada en el descanso, pero los cristianos están llamados a un descanso muy superior, que no es ya el de la tierra prometida, sino el de la vida con Dios; este es el reposo inaugurado en el octavo día de la creación como terminación y coronamiento de la misma. No endurezcáis los corazones por la incredulidad -viene a decirnos el autor de la carta a los Hebreos- porque nosotros, los que creemos, entramos en el descanso de Dios. Para llegar al descanso es condición indispensable la fe. ¿Cuál es el descanso prometido? No es el descanso eterno que deseamos a los seres queridos que abandonan este mundo. Entrar en el descanso de Dios es entablar una relación íntima con el Dios que nos ama de una manera infinita. Mt 11,28-30 "venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera". La voluntad de Dios se vuelve ligera si uno se entrega a Jesús. Jesús promete el descanso para el peso abrumador de la vida diaria, para el cumplimiento de la voluntad de Dios en todas las cosas pequeñas.
"En el corazón está nuestro sábado. Muchos tienen los miembros ociosos, mientras se fatigan en la conciencia. Ningún malvado puede tener sábado, pues nunca le deja descansar la conciencia. Es menester que viva perturbado. Mas el que tiene buena conciencia, está tranquilo y la misma tranquilidad es el sábado de su corazón" (Sal 91, 2).
-Hermanos, permaneciendo aún en vigor la promesa de entrar en su descanso, debemos temer que alguno de vosotros no llegue demasiado tarde. Toda la meditación del día de hoy tratará sobre el «descanso». Es la traducción del término «sabbat» en hebreo. En el judaísmo el descanso semanal era obligatorio y religioso. ¡Dios quiere que el hombre descanse! Ya naturalmente, la vida del hombre está hecha de alternación de trabajo y descanso, de movimiento y de paro. El verdadero descanso no es solamente un «cese», una actitud negativa, es el cumplimiento de la actividad. Las posturas hieráticas del Yoga son una buena imagen de un descanso que es «concentración» suprema, y, por lo tanto, una toma de conciencia al máximo. El «descanso de Dios», de que hablará esta página a los hebreos, es todo lo contrario de la inacción, del aburrimiento, de la pasividad, de la pereza: es la felicidad estable y altamente consciente de existir. La mayor parte de las veces, nosotros, seres humanos, vivimos sólo a medias, en una especie de vaguedad brumosa. Debemos aprender de Dios a «vivir intensamente».
-Ciertamente, hemos recibido la buena noticia lo mismo que aquellos que salieron de Egipto. Pero a ellos no les sirvió de nada oír la palabra porque lo que oyeron no la recibieron en ellos por la fe. Toda la diferencia está entre «oír» y «escuchar». Efectivamente en nuestros diálogos humanos, como en nuestras plegarias, nos falta esa concentración que nos permitiría «recibir» intensamente la palabra del interlocutor. La fe es estar a la escucha intensa de Dios con todo el ser. . .
-Pero, los que hemos creído, hemos entrado en el descanso. Después de la larga y penosa marcha en el desierto, la tierra prometida era la figura y el anuncio del «descanso definitivo»: el cielo. En Jesús, el cielo ha comenzado ya: «Acercaos, todos los que estáis rendidos y abrumados, yo os daré respiro "descanso" (Mt. 11, 28). La oración es a la vez un momento de intensa concentración y un momento de descanso en profundidad. Una madre de familia numerosa, llena de ocupaciones, decía que no podía pasar sin el rato que dedicaba cada día a la oración: «Es mi mejor momento de la jornada. .. el que vigoriza todo lo restante... ¡es mi mejor descanso!»
-Dijo Dios: «Por eso juré en mi cólera: ¡no entrarán en mi descanso!» Por su falta de atención, por su falta de fe, la «generación del desierto» no pudo entrar en el descanso de Dios. Jesús expresó a menudo esa condenación (Mateo 11, 26; 12, 39; 16, 4; Lucas 11, 29; Marcos 8, 12). La peor condena, incluso humanamente, es el «stress», la agitación. Uno de los signos del desequilibrio moderno es esa temible incapacidad de dormir sin somníferos. ¿Por qué Dios, que creó al hombre para vivir con El, no puede ser un profundo factor de equilibrio y por tanto factor también de descanso? «¡Marta, Marta, te inquietas y agitas por demasiadas cosas!» (Lucas 10, 41) «No os inquietéis, como los paganos... buscad primero el Reino de Dios... y todo lo demás se os dará por añadidura...» (Mateo 6, 25-34).
-«Esforcémonos pues, por entrar en ese descanso, para que nadie caiga, imitando a los que desobedecieron.» (Noel Quesson).
2. Sal. 78 (77). Los creyentes sí entraron en el descanso. Los incrédulos y rebeldes, no. ¿Nos sentimos acaso nosotros asegurados contra el fracaso y la posibilidad de desperdiciar la gracia de Dios? Cuando rezamos este salmo: «no olviden las acciones de Dios, sino que guarden sus mandamientos, para que no imiten a sus padres, generación rebelde y pertinaz», ¿lo aplicamos fácilmente a los judíos, o nos sentimos amonestados nosotros mismos ahora? Ser buenos un día, o una temporada, es relativamente fácil. Lo difícil es la perseverancia. El haber empezado bien no es garantía de llegar a la meta. Por estar bautizados o rezar algo no funciona automáticamente nuestra salvación y nuestra entrada en el reposo último. Escuchamos la Palabra, celebramos los Sacramentos y decimos oraciones: pero lo hemos de hacer bien, con fe, y llevando a nuestra existencia el estilo de vida que Dios quiere de nosotros. Es lo que nos invita a hacer la carta a los Hebreos.
Dios nos llama a entrar en una vida íntima con Él. Y lo ha hecho por medio de su Hijo, Jesús. En Él se nos ha abierto el camino que nos une con Dios. No hay otro nombre, ni en el cielo, ni en la tierra, ni en lo profundo del abismo, en el que podamos alcanzar la salvación, sino sólo en Jesús, Hijo de Dios y Hermano nuestro. Dios se ha manifestado para con nosotros con gran amor y misericordia, pues nos ha trasladado del reino de las tinieblas al Reino de la Luz, el Reino de su Hijo amado. No olvidemos de dónde nos ha sacado el Señor. Recordemos siempre el gran amor que nos ha tenido y demos testimonio de Él ante las generaciones que vienen después de nosotros, de tal forma que, sin olvidar nuestras obligaciones temporales, aprendamos a vivir con la mirada puesta en los bienes eternos, dirigiendo hacia ellos nuestros pasos no sólo mediante la oración, sino con nuestro amor fiel al Señor, sabiendo escuchar su Palabra y poniéndola en práctica conscientes de que somos sus hijos.
3.- Mc 2, 1-12 (ver domingo 7B). Es simpático y lleno de intención teológica el episodio del paralítico a quien le bajan por un boquete en el tejado y a quien Jesús cura y perdona. Es de admirar, ante todo, la fe y la amabilidad de los que echan una mano al enfermo y le llevan ante Jesús, sin desanimarse ante la dificultad de la empresa. A esta fe responde la acogida de Jesús y su prontitud en curarle y también en perdonarle. Le da una doble salud: la corporal y la espiritual. Así aparece como el que cura el mal en su manifestación exterior y también en su raíz interior. A eso ha venido el Mestas: a perdonar. Cristo ataca el mal en sus propias raíces. La reacción de los presentes es variada. Unos quedan atónitos y dan gloria a Dios. Otros no: ya empiezan las contradicciones. Es la primera vez, en el evangelio de Marcos, que los letrados se oponen a Jesús. Se escandalizan de que alguien diga que puede perdonar los pecados, si no es Dios. Y como no pueden aceptar la divinidad de Jesús, en cierto modo es lógica su oposición. Marcos va a contarnos a partir de hoy cinco escenas de controversia de Jesús con los fariseos: no tanto porque sucedieran seguidas, sino agrupadas por él con una intención catequética.
Lo primero que tendríamos que aplicarnos es la iniciativa de los que llevaron al enfermo ante Jesús. ¿A quién ayudamos nosotros? ¿a quién llevamos para que se encuentre con Jesús y le libere de su enfermedad, sea cual sea? ¿o nos desentendemos, con la excusa de que no es nuestro problema, o que es difícil de resolver? Además, nos tenemos que alegrar de que también a nosotros Cristo nos quiere curar de todos nuestros males, sobre todo del pecado, que está en la raíz de todo mal. La afirmación categórica de que «el Hijo del Hombre tiene poder para perdonar pecados» tiene ahora su continuidad y su expresión sacramental en el sacramento de la Reconciliación. Por mediación de la Iglesia, a la que él ha encomendado este perdón, es él mismo, Cristo, lleno de misericordia, como en el caso del paralítico, quien sigue ejercitando su misión de perdonar. Tendríamos que mirar a este sacramento con alegría. No nos gusta confesar nuestras culpas. En el fondo, no nos gusta convertirnos. Pero aquí tenemos el más gozoso de los dones de Dios, su perdón y su paz. ¿En qué personaje de la escena nos sentimos retratados? ¿en el enfermo que acude confiado a Jesús, el perdonador? ¿en las buenas personas que saben ayudar a los demás? ¿en los escribas que, cómodamente sentados, sin echar una mano para colaborar, sí son rápidos en criticar a Jesús por todo lo que hace y dice? ¿o en el mismo Jesús, que tiene buen corazón y libera del mal al que lo necesita? (J. Aldazábal).
“El interés tiene pies”. “Querer es poder”. “El que quiere azul celeste que le cueste”. Estas tres sentencias de la filosofía popular fueron aplicadas con éxito por los parientes del paralítico. Jesús estaba en una casa “atrapado” por las multitudes: imposible el acceso por los caminos convencionales. Así que: ¡fuera techo! Los familiares del paralítico buscaban la salud para el cuerpo de un pariente. Jesús le dio más y le otorgó también la del alma, mucho más valiosa. Sólo Cristo puede devolver a nuestras vidas el estado de gracia. Sólo él cura nuestras heridas con el bálsamo de su amor. ¡Qué afortunados somos, pues no tenemos que desmantelar tejados para obtener su perdón! Nosotros mismos podemos acudir sin que nadie tenga que llevarnos... (H. Vicente David Yanes).Llucià Pou Sabaté
Salmo 78: 3,4,6-8: 3 Lo que hemos oído y que sabemos, lo que nuestros padres nos contaron, 4 no se lo callaremos a sus hijos, a la futura generación lo contaremos: Las alabanzas de Yahveh y su poder, las maravillas que hizo; 6 que la generación siguiente lo supiera, los hijos que habían de nacer; y que éstos se alzaran y se lo contaran a sus hijos, 7 para que pusieran en Dios su confianza, no olvidaran las hazañas de Dios, y sus mandamientos observaran; 8 para que no fueran, lo mismo que sus padres, una generación rebelde y revoltosa, generación de corazón voluble y de espíritu desleal a Dios.
Marcos 2: 1 – 12: 1 Entró de nuevo en Cafarnaúm; al poco tiempo había corrido la voz de que estaba en casa. 2 Se agolparon tantos que ni siquiera ante la puerta había ya sitio, y él les anunciaba la Palabra. 3 Y le vienen a traer a un paralítico llevado entre cuatro. 4 Al no poder presentárselo a causa de la multitud, abrieron el techo encima de donde él estaba y, a través de la abertura que hicieron, descolgaron la camilla donde yacía el paralítico. 5 Viendo Jesús la fe de ellos, dice al paralítico: «Hijo, tus pecados te son perdonados.» 6 Estaban allí sentados algunos escribas que pensaban en sus corazones: 7 «¿Por qué éste habla así? Está blasfemando. ¿Quién puede perdonar pecados, sino Dios sólo?» 8 Pero, al instante, conociendo Jesús en su espíritu lo que ellos pensaban en su interior, les dice: «¿Por qué pensáis así en vuestros corazones? 9 ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: "Tus pecados te son perdonados", o decir: "Levántate, toma tu camilla y anda?" 10 Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados - dice al paralítico -: 11 "A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa."» 12 Se levantó y, al instante, tomando la camilla, salió a la vista de todos, de modo que quedaban todos asombrados y glorificaban a Dios, diciendo: «Jamás vimos cosa parecida.»
Comentario: 1. Este pasaje trata de convencer a los nuevos cristianos procedentes del judaísmo y dispersos entre las naciones de que no piensen en volver a Jerusalén, como si esta ciudad fuese aún para ellos el ideal escatológico del reposo. A este propósito se sirve del Sal 94/95, pero dejando en la sombra el tema de Meribá para detenerse especialmente en el tema de la entrada en Canaán. Ese reposo que los hebreos del desierto no llegaron a conocer (v. 3; Sal 94/95, 11) y que los cristianos se exponían a no conocer tampoco si persisten en sus murmuraciones y en su falta de fe, en un momento en que el "reposo" de Jerusalén y de la Tierra Prometida parece írseles de las manos (v.1). La falta de fe ha privado efectivamente a los antepasados de la entrada en el descanso (v.3), pero los cristianos están llamados a un descanso muy superior, que no es ya el de la Tierra Prometida y de Jerusalén, sino el de la vida con Dios (vv. 4-5): el "reposo" inaugurado en el octavo día de la creación como terminación y coronamiento de esta.
Cabe sorprenderse de ver la vida con Dios presentada en forma de reposo, como si el trabajo siguiera vinculado a una alienación tal que solo el reposo pudiera liberarlo de ella y como si el ideal de la felicidad eterna consistiese en vivir en ella como en un "pensionado". Toda una tradición bíblica, representada de modo particular por Jn 5, 17, ha dicho claramente que Dios no cesaba de trabajar y ha subrayado con toda claridad que la felicidad consistiría en unas responsabilidades cada vez mayores (Mt 24, 47; 25, 21). Por consiguiente, hay que entender el reposo en un sentido más amplio, el que la mentalidad judía atribuía a esta palabra cuando la constituía en símbolo de la paz, de la concordia y de la alegría.
El concepto que el mundo moderno tiene del ocio corresponde perfectamente a esta idea cuando asocia ocio y cultura, recuperando así un valor que la industrialización había desvirtuado en el siglo último. En efecto, mientras que el artesano del siglo XVI encontraba su cultura en el corazón mismo de su trabajo, que era creación y arte, folklore y culto, el obrero del siglo XX realiza un trabajo en cadena del que queda excluida toda promoción y toda cultura. Por eso reivindica un "ocio" cada vez más prolongado, no solo para descansar físicamente, sino también para recuperar una necesidad de cultura a la que no responde el trabajo industrial. Ante la imposibilidad de dar una respuesta a esta necesidad, la civilización occidental ha reservado la cultura a las clases sociales que podían dedicarse a un trabajo creador, es decir, exclusivamente a las clases intelectuales. Las democracias populares, afortunadamente, han señalado el camino hacia un retorno a la cultura popular y de masas, y puede decirse que el proceso ha comenzado a imponerse incluso en los medios occidentales.
Pero todavía está por hacer. Cuando el ocio se reduce a la ociosidad, cuando se destina a otra actividad profesional no menos alienante, cuando se limita exclusivamente al consumo pasivo de ficción o de irrealidad en el cinema o a la asistencia de un partido de fútbol, el ocio está muy lejos de responder a lo que cabe exigir de él: una ocasión de compromiso político o social, un medio de descubrir nuevas formas de sociabilidad, un descubrimiento más personal de lo hermoso y de lo bueno. Sí, hay que penetrar en el "reposo" de Dios, pero ha de ser un reposo en el que Dios trabaje en la promoción del hombre. Y se efectuará así confiando en las técnicas de animación todavía adormecidas en nuestro mundo industrializado e individualista (Maertens-Frisque).
La falta de fe ha privado efectivamente a los antepasados de la entrada en el descanso, pero los cristianos están llamados a un descanso muy superior, que no es ya el de la tierra prometida, sino el de la vida con Dios; este es el reposo inaugurado en el octavo día de la creación como terminación y coronamiento de la misma. No endurezcáis los corazones por la incredulidad -viene a decirnos el autor de la carta a los Hebreos- porque nosotros, los que creemos, entramos en el descanso de Dios. Para llegar al descanso es condición indispensable la fe. ¿Cuál es el descanso prometido? No es el descanso eterno que deseamos a los seres queridos que abandonan este mundo. Entrar en el descanso de Dios es entablar una relación íntima con el Dios que nos ama de una manera infinita. Mt 11,28-30 "venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera". La voluntad de Dios se vuelve ligera si uno se entrega a Jesús. Jesús promete el descanso para el peso abrumador de la vida diaria, para el cumplimiento de la voluntad de Dios en todas las cosas pequeñas.
"En el corazón está nuestro sábado. Muchos tienen los miembros ociosos, mientras se fatigan en la conciencia. Ningún malvado puede tener sábado, pues nunca le deja descansar la conciencia. Es menester que viva perturbado. Mas el que tiene buena conciencia, está tranquilo y la misma tranquilidad es el sábado de su corazón" (Sal 91, 2).
-Hermanos, permaneciendo aún en vigor la promesa de entrar en su descanso, debemos temer que alguno de vosotros no llegue demasiado tarde. Toda la meditación del día de hoy tratará sobre el «descanso». Es la traducción del término «sabbat» en hebreo. En el judaísmo el descanso semanal era obligatorio y religioso. ¡Dios quiere que el hombre descanse! Ya naturalmente, la vida del hombre está hecha de alternación de trabajo y descanso, de movimiento y de paro. El verdadero descanso no es solamente un «cese», una actitud negativa, es el cumplimiento de la actividad. Las posturas hieráticas del Yoga son una buena imagen de un descanso que es «concentración» suprema, y, por lo tanto, una toma de conciencia al máximo. El «descanso de Dios», de que hablará esta página a los hebreos, es todo lo contrario de la inacción, del aburrimiento, de la pasividad, de la pereza: es la felicidad estable y altamente consciente de existir. La mayor parte de las veces, nosotros, seres humanos, vivimos sólo a medias, en una especie de vaguedad brumosa. Debemos aprender de Dios a «vivir intensamente».
-Ciertamente, hemos recibido la buena noticia lo mismo que aquellos que salieron de Egipto. Pero a ellos no les sirvió de nada oír la palabra porque lo que oyeron no la recibieron en ellos por la fe. Toda la diferencia está entre «oír» y «escuchar». Efectivamente en nuestros diálogos humanos, como en nuestras plegarias, nos falta esa concentración que nos permitiría «recibir» intensamente la palabra del interlocutor. La fe es estar a la escucha intensa de Dios con todo el ser. . .
-Pero, los que hemos creído, hemos entrado en el descanso. Después de la larga y penosa marcha en el desierto, la tierra prometida era la figura y el anuncio del «descanso definitivo»: el cielo. En Jesús, el cielo ha comenzado ya: «Acercaos, todos los que estáis rendidos y abrumados, yo os daré respiro "descanso" (Mt. 11, 28). La oración es a la vez un momento de intensa concentración y un momento de descanso en profundidad. Una madre de familia numerosa, llena de ocupaciones, decía que no podía pasar sin el rato que dedicaba cada día a la oración: «Es mi mejor momento de la jornada. .. el que vigoriza todo lo restante... ¡es mi mejor descanso!»
-Dijo Dios: «Por eso juré en mi cólera: ¡no entrarán en mi descanso!» Por su falta de atención, por su falta de fe, la «generación del desierto» no pudo entrar en el descanso de Dios. Jesús expresó a menudo esa condenación (Mateo 11, 26; 12, 39; 16, 4; Lucas 11, 29; Marcos 8, 12). La peor condena, incluso humanamente, es el «stress», la agitación. Uno de los signos del desequilibrio moderno es esa temible incapacidad de dormir sin somníferos. ¿Por qué Dios, que creó al hombre para vivir con El, no puede ser un profundo factor de equilibrio y por tanto factor también de descanso? «¡Marta, Marta, te inquietas y agitas por demasiadas cosas!» (Lucas 10, 41) «No os inquietéis, como los paganos... buscad primero el Reino de Dios... y todo lo demás se os dará por añadidura...» (Mateo 6, 25-34).
-«Esforcémonos pues, por entrar en ese descanso, para que nadie caiga, imitando a los que desobedecieron.» (Noel Quesson).
2. Sal. 78 (77). Los creyentes sí entraron en el descanso. Los incrédulos y rebeldes, no. ¿Nos sentimos acaso nosotros asegurados contra el fracaso y la posibilidad de desperdiciar la gracia de Dios? Cuando rezamos este salmo: «no olviden las acciones de Dios, sino que guarden sus mandamientos, para que no imiten a sus padres, generación rebelde y pertinaz», ¿lo aplicamos fácilmente a los judíos, o nos sentimos amonestados nosotros mismos ahora? Ser buenos un día, o una temporada, es relativamente fácil. Lo difícil es la perseverancia. El haber empezado bien no es garantía de llegar a la meta. Por estar bautizados o rezar algo no funciona automáticamente nuestra salvación y nuestra entrada en el reposo último. Escuchamos la Palabra, celebramos los Sacramentos y decimos oraciones: pero lo hemos de hacer bien, con fe, y llevando a nuestra existencia el estilo de vida que Dios quiere de nosotros. Es lo que nos invita a hacer la carta a los Hebreos.
Dios nos llama a entrar en una vida íntima con Él. Y lo ha hecho por medio de su Hijo, Jesús. En Él se nos ha abierto el camino que nos une con Dios. No hay otro nombre, ni en el cielo, ni en la tierra, ni en lo profundo del abismo, en el que podamos alcanzar la salvación, sino sólo en Jesús, Hijo de Dios y Hermano nuestro. Dios se ha manifestado para con nosotros con gran amor y misericordia, pues nos ha trasladado del reino de las tinieblas al Reino de la Luz, el Reino de su Hijo amado. No olvidemos de dónde nos ha sacado el Señor. Recordemos siempre el gran amor que nos ha tenido y demos testimonio de Él ante las generaciones que vienen después de nosotros, de tal forma que, sin olvidar nuestras obligaciones temporales, aprendamos a vivir con la mirada puesta en los bienes eternos, dirigiendo hacia ellos nuestros pasos no sólo mediante la oración, sino con nuestro amor fiel al Señor, sabiendo escuchar su Palabra y poniéndola en práctica conscientes de que somos sus hijos.
3.- Mc 2, 1-12 (ver domingo 7B). Es simpático y lleno de intención teológica el episodio del paralítico a quien le bajan por un boquete en el tejado y a quien Jesús cura y perdona. Es de admirar, ante todo, la fe y la amabilidad de los que echan una mano al enfermo y le llevan ante Jesús, sin desanimarse ante la dificultad de la empresa. A esta fe responde la acogida de Jesús y su prontitud en curarle y también en perdonarle. Le da una doble salud: la corporal y la espiritual. Así aparece como el que cura el mal en su manifestación exterior y también en su raíz interior. A eso ha venido el Mestas: a perdonar. Cristo ataca el mal en sus propias raíces. La reacción de los presentes es variada. Unos quedan atónitos y dan gloria a Dios. Otros no: ya empiezan las contradicciones. Es la primera vez, en el evangelio de Marcos, que los letrados se oponen a Jesús. Se escandalizan de que alguien diga que puede perdonar los pecados, si no es Dios. Y como no pueden aceptar la divinidad de Jesús, en cierto modo es lógica su oposición. Marcos va a contarnos a partir de hoy cinco escenas de controversia de Jesús con los fariseos: no tanto porque sucedieran seguidas, sino agrupadas por él con una intención catequética.
Lo primero que tendríamos que aplicarnos es la iniciativa de los que llevaron al enfermo ante Jesús. ¿A quién ayudamos nosotros? ¿a quién llevamos para que se encuentre con Jesús y le libere de su enfermedad, sea cual sea? ¿o nos desentendemos, con la excusa de que no es nuestro problema, o que es difícil de resolver? Además, nos tenemos que alegrar de que también a nosotros Cristo nos quiere curar de todos nuestros males, sobre todo del pecado, que está en la raíz de todo mal. La afirmación categórica de que «el Hijo del Hombre tiene poder para perdonar pecados» tiene ahora su continuidad y su expresión sacramental en el sacramento de la Reconciliación. Por mediación de la Iglesia, a la que él ha encomendado este perdón, es él mismo, Cristo, lleno de misericordia, como en el caso del paralítico, quien sigue ejercitando su misión de perdonar. Tendríamos que mirar a este sacramento con alegría. No nos gusta confesar nuestras culpas. En el fondo, no nos gusta convertirnos. Pero aquí tenemos el más gozoso de los dones de Dios, su perdón y su paz. ¿En qué personaje de la escena nos sentimos retratados? ¿en el enfermo que acude confiado a Jesús, el perdonador? ¿en las buenas personas que saben ayudar a los demás? ¿en los escribas que, cómodamente sentados, sin echar una mano para colaborar, sí son rápidos en criticar a Jesús por todo lo que hace y dice? ¿o en el mismo Jesús, que tiene buen corazón y libera del mal al que lo necesita? (J. Aldazábal).
“El interés tiene pies”. “Querer es poder”. “El que quiere azul celeste que le cueste”. Estas tres sentencias de la filosofía popular fueron aplicadas con éxito por los parientes del paralítico. Jesús estaba en una casa “atrapado” por las multitudes: imposible el acceso por los caminos convencionales. Así que: ¡fuera techo! Los familiares del paralítico buscaban la salud para el cuerpo de un pariente. Jesús le dio más y le otorgó también la del alma, mucho más valiosa. Sólo Cristo puede devolver a nuestras vidas el estado de gracia. Sólo él cura nuestras heridas con el bálsamo de su amor. ¡Qué afortunados somos, pues no tenemos que desmantelar tejados para obtener su perdón! Nosotros mismos podemos acudir sin que nadie tenga que llevarnos... (H. Vicente David Yanes).Llucià Pou Sabaté
Jueves de la semana 1ª del tiempo ordinario:
Lectura de la carta a los Hebreos 3,7–14: 7 Por eso, como dice el Espíritu Santo: Si oís hoy su voz, 8 no endurezcáis vuestros corazones como en la Querella, el día de la provocación en el desierto, 9 donde me provocaron vuestros padres y me pusieron a prueba, aun después de haber visto mis obras 10 durante cuarenta años. Por eso me irrité contra esa generación y dije: Andan siempre errados en su corazón; no conocieron mis caminos. 11 Por eso juré en mi cólera: ¡No entrarán en mi descanso! 12 ¡Mirad, hermanos!, que no haya en ninguno de vosotros un corazón maleado por la incredulidad que le haga apostatar de Dios vivo; 13 antes bien, exhortaos mutuamente cada día mientras dure este hoy, para que ninguno de vosotros se endurezca seducido por el pecado. 14 Pues hemos venido a ser partícipes de Cristo, a condición de que mantengamos firme hasta el fin la segura confianza del principio.
Salmo 95, 6-11: 6 Entrad, adoremos, prosternémonos, ¡de rodillas ante Yahveh que nos ha hecho! 7 Porque él es nuestro Dios, y nosotros el pueblo de su pasto, el rebaño de su mano. ¡Oh, si escucharais hoy su voz!: 8 «No endurezcáis vuestro corazón como en Meribá, como el día de Massá en el desierto, 9 donde me pusieron a prueba vuestros padres, me tentaron aunque habían visto mi obra. 10 «Cuarenta años me asqueó aquella generación, y dije: Pueblo son de corazón torcido, que mis caminos no conocen. 11 Y por eso en mi cólera juré: ¡No han de entrar en mi reposo!»
Evangelio según Marcos 1,40-45: 40 Se le acerca un leproso suplicándole y, puesto de rodillas, le dice: «Si quieres, puedes limpiarme.» 41 Compadecido de él, extendió su mano, le tocó y le dijo: «Quiero; queda limpio.» 42 Y al instante, le desapareció la lepra y quedó limpio. 43 Le despidió al instante prohibiéndole severamente: 44 «Mira, no digas nada a nadie, sino vete, muéstrate al sacerdote y haz por tu purificación la ofrenda que prescribió Moisés para que les sirva de testimonio.» 45 Pero él, así que se fue, se puso a pregonar con entusiasmo y a divulgar la noticia, de modo que ya no podía Jesús presentarse en público en ninguna ciudad, sino que se quedaba a las afueras, en lugares solitarios. Y acudían a él de todas partes
Comentario: 1-2.- Hb 3, 7-14/Salmo 94/95: Siguiendo la línea de pensamiento del Salmo 94 -que, por ello, es también el responsorial de hoy-, la lectura bíblica invita a los cristianos a no caer en la misma tentación de los israelitas en el desierto: el desánimo, el cansancio, la dureza de corazón.
Cristo es el arquitecto de la casa, el patriarca Moisés no era más que el ejecutor. También Pablo en 2 Cor 10 habla como aquí de las murmuraciones de Israel en el desierto (Sal 94/95,7-11; Ex 15,23-24; Num 20,5), y la murmuración era como entonces una tentación seria, como en el desierto habían de huir de Jerusalén a raíz de la persecución de Esteban (Act 11,19-20). Murmurar era no aceptar su estado, era querer volver al pasado, negarse a descubrir la presencia de Dios en la situación actual, volver al judaísmo confortable y "reposante". Cuesta a veces mantener la fe, la tentación de los cristianos en un mundo desacralizado hoy día es también fuerte: tomar distancias del Magisterio, dejarse llevar por modas y “cabezas locas”, como dice el texto de hoy (Maertens-Frisque). La fidelidad de Jesús es un ejemplo para todos: aquí se nos invita a la constancia, con palabras del salmo 95.
-"Atención, hermanos! Que ninguno de vosotros tenga un corazón incrédulo... engañado por el pecado". Nosotros somos los cristianos de la segunda generación. Una generación que ha nacido cristiana. ¿Y cuál es el ambiente que reina en toda generación que ha nacido cristiana? La negligencia, la despreocupación, la típica indiferencia del que se sabe creyente y nunca ha pensado abandonar la fe precisamente porque ya no le preocupa. Es la situación de mediocridad totalmente contraria tanto a la tensión de la conversión como a la de la apostasía expresa. Por eso el autor dice: mirad que no haya penetrado en vuestro corazón el pecado de la incredulidad. Porque la incredulidad puede esconderse en el corazón en medio de la más absoluta tranquilidad. La despreocupación de los cristianos viejos por la vida auténticamente cristiana no es una simple cuestión de poca generosidad: es un problema de fe.
«Si oís hoy la voz del Señor, no endurezcáis vuestros corazones...» La «voz de Dios» se hace oír HOY. Con frecuencia no sabemos escucharla y endurecemos nuestro corazón. Perdón, Señor. Cada momento de cada una de nuestras jornadas nos trae una voluntad de Dios, una llamada, una invitación divina. Haznos atentos a tu voz, Señor.
-“Después de haber visto mis obras durante cuarenta años... vuestros padres me desafiaron y me provocaron... entonces dije: "nunca entrarán en mi descanso..."”. Dios quería hacer entrar a los hombres en su descanso, en su paz, en su «tierra prometida», en su propia intimidad. Esto es «la obra» de Dios, su trabajo cotidiano, HOY todavía. Dame, Señor, ese descanso interior.
-¡Velad, hermanos! que no haya en ninguno de vosotros un corazón pervertido por la incredulidad que le haga apostatar del Dios vivo. La Fe nos hace corresponder a la voluntad y al pensamiento de Dios. De ahí la gravedad de la incredulidad voluntaria que es en verdad un «abandono», una separación del Dios vivo... una «perversión». Creemos, Señor, pero aumenta nuestra fe. Ciertamente no tenemos derecho a juzgar a nuestros hermanos no creyentes, pues nadie conoce la responsabilidad de sus hermanos.
-Antes bien mientras dure ese hoy del salmo exhortaos mutuamente cada día para que ninguno de vosotros se endurezca seducido por el pecado. Dios vive en un «DÍA de HOY» perpetuo. De ahí la importancia de no considerar las páginas de la Escritura, como documentos antiguos y pasados de moda. Son palabras actuales de Dios. Nunca reflexionaremos bastante sobre esto: Dios es nuestro contemporáneo. No debemos buscar a Dios en el pasado sino en el presente, en el DÍA de HOY.
-Porque hemos venido a ser compañeros de Cristo. Sí, Cristo nos «acompaña», minuto tras minuto, día tras día. La fe es definida aquí como una «camaradería»: un vivir con. ¿Verdaderamente, es así?
-A condición de que mantengamos firme hasta el fin la segura confianza del principio. Los destinatarios de esa Epístola a los Hebreos eran manifiestamente judíos convertidos al cristianismo que parecen añorar las hermosas liturgias anteriores, del Templo de Jerusalén. Toda la Epístola va destinada a ayudarlos a no volverse atrás: «mantened firme vuestra segura confianza del principio». Es inútil volver a Jerusalén, Jesús murió fuera de la ciudad (Hebr 13,12). Es inútil añorar los sacrificios anteriores, Jesús se ofreció una vez por todas (Hebr 10,6-8). Es inútil soñar en los sacerdotes anteriores, porque ha nacido un nuevo sacerdocio (Hebr 9,15). Ayúdanos, Señor, a permanecer fieles a lo esencial en medio de las formas nuevas que toma entre nosotros el «DÍA de HOY de Dios» (Noel Quesson).
Sobre este sentido del tiempo, decía Juan Pablo II: “La revelación de Dios se inserta, pues, en el tiempo y la historia, más aún, la encarnación de Jesucristo tiene lugar en la «plenitud de los tiempos» (Ga 4, 4). A dos mil años de distancia de aquel acontecimiento, siento el deber de reafirmar con fuerza que «en el cristianismo el tiempo tiene una importancia fundamental». En él tiene lugar toda la obra de la creación y de la salvación y, sobre todo destaca el hecho de que con la encarnación del Hijo de Dios vivimos y anticipamos ya desde ahora lo que será la plenitud del tiempo (cf. Hb 1, 2).
La verdad que Dios ha comunicado al hombre sobre sí mismo y sobre su vida se inserta, pues, en el tiempo y en la historia. Es verdad que ha sido pronunciada de una vez para siempre en el misterio de Jesús de Nazaret. Lo dice con palabras elocuentes la Constitución Dei Verbum: «Dios habló a nuestros padres en distintas ocasiones y de muchas maneras por los profetas. “Ahora en esta etapa final nos ha hablado por el Hijo” (Hb 1, 1-2). Pues envió a su Hijo, la Palabra eterna, que alumbra a todo hombre, para que habitara entre los hombres y les contara la intimidad de Dios (cf. Jn 1, 1-18). Jesucristo, Palabra hecha carne, “hombre enviado a los hombres”, habla las palabras de Dios (Jn 3, 34) y realiza la obra de la salvación que el Padre le encargó (cf. Jn 5, 36; 17, 4). Por eso, quien ve a Jesucristo, ve al Padre (cf. Jn 14, 9); él, con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación».
La historia, pues, es para el Pueblo de Dios un camino que hay que recorrer por entero, de forma que la verdad revelada exprese en plenitud sus contenidos gracias a la acción incesante del Espíritu Santo (cf. Jn 16, 13). Lo enseña asimismo la Constitución Dei Verbum cuando afirma que «la Iglesia camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad, hasta que se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios».
Así pues, la historia es el lugar donde podemos constatar la acción de Dios en favor de la humanidad. Él se nos manifiesta en lo que para nosotros es más familiar y fácil de verificar, porque pertenece a nuestro contexto cotidiano, sin el cual no llegaríamos a comprendernos.
La encarnación del Hijo de Dios permite ver realizada la síntesis definitiva que la mente humana, partiendo de sí misma, ni tan siquiera hubiera podido imaginar: el Eterno entra en el tiempo, el Todo se esconde en la parte y Dios asume el rostro del hombre. La verdad expresada en la revelación de Cristo no puede encerrarse en un restringido ámbito territorial y cultural, sino que se abre a todo hombre y mujer que quiera acogerla como palabra definitivamente válida para dar sentido a la existencia. Ahora todos tienen en Cristo acceso al Padre; en efecto, con su muerte y resurrección, Él ha dado la vida divina que el primer Adán había rechazado (cf. Rm 5, 12-15). Con esta Revelación se ofrece al hombre la verdad última sobre su propia vida y sobre el destino de la historia: «Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado», afirma la Constitución Gaudium et spes. Fuera de esta perspectiva, el misterio de la existencia personal resulta un enigma insoluble. ¿Dónde podría el hombre buscar la respuesta a las cuestiones dramáticas como el dolor, el sufrimiento de los inocentes y la muerte, sino no en la luz que brota del misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo?”
2. Sal 95 (94). Olvidándose de lo que Dios había hecho por ellos, los israelitas «endurecieron sus corazones», «se les extravió el corazón», «no conocieron los caminos de Dios» y «desertaron del Dios vivo», murmurando de él y añorando la vida de Egipto. Dios se enfadó y no les permitió que entraran en la Tierra prometida.
Corazón duro, oídos sordos, desvío progresivo hasta perder la fe. Es lo que les pasó a los de Israel. Lo que puede pasar a los cristianos si no están atentos.
También nosotros podemos caer en la tentación del desánimo y enfriarnos en la fe inicial.
Escuchemos con seriedad el aviso: «no endurezcáis vuestros corazones como en el desierto», «oíd hoy su voz». Dios ha sido fiel. Cristo ha sido fiel. Los cristianos debemos ser fieles y escarmentar del ejemplo de los israelitas en el desierto.
Es difícil ser cristianos en el mundo de hoy. Puede describirse nuestra existencia en tonos parecidos a la travesía de los israelitas por el desierto, durante tantos años. Los entusiasmos de primera hora -en nuestra vida cristiana, religiosa, vocacional o matrimonial- pueden llegar a ser corroídos por el cansancio o la rutina, o zarandeados por las tentaciones de este mundo. Podemos caer en la mediocridad, que quiere decir pereza, indiferencia, conformismo con el mal, desconfianza. Incluso podemos llegar a perder la fe.
Se empieza por la flojera y el abandono, y se llega a perder de vista a Dios, oscureciéndose nuestra mente y endureciéndose nuestro corazón.
Por eso nos viene bien la invitación de esta carta: oíd su voz, permaneced firmes, mantened «el temple primitivo de vuestra fe». Nadie está asegurado contra la tentación.
Hay que seguir luchando y manteniendo una sana tensión en la vida.
Para esta lucha tenemos ante todo la ayuda de Cristo Jesús: «Somos partícipes de Cristo». Pero además tenemos otra fuente de fortaleza: «Animaos los unos a los otros». El ejemplo y la palabra amiga de los demás me dan fuerza a mí. Por tanto, mis palabras de ánimo pueden también tener una influencia decisiva en los demás para el mantenimiento de su fe. Como mi ejemplo les ayuda a mantener la esperanza. El apoyo fraterno es uno de los elementos más eficaces en nuestra vida de fe (J. Aldazábal).
Dios, como a nuestros antiguos padres, nos justifica únicamente por la fe. Y nuestra fe se deposita en Cristo, cuya voz escuchamos y ponemos en práctica, pues de nada nos servirá el vivir como discípulos descuidados. El Señor quiere que en todo hagamos su voluntad, pues, aun cuando la salvación no nos viene por nuestras obras, sino por creer en Cristo Jesús, sin embargo el que lleva una vida desordenada está indicando con sus malas obras que está y vive lejos del Señor; en cambio, el que lleva una vida según Dios, está indicando con sus buenas obras que ha escuchado al Señor y que le vive fiel. Entonces Dios llevará consigo a los que le pertenecen y viven conforme a sus enseñanzas. Hoy la salvación ya es nuestra en Cristo Jesús; ojalá y no despreciemos la oportunidad que Dios nos da para entrar, junto con su Hijo, a la posesión de la patria eterna.
3.- El Evangelio (Mc 1,40-45, ver también domingo 6º del año, ciclo B) nos habla de este tiempo nuestro, en el que la misericordia divina en Jesús se vierte sobre la tierra: Se van sucediendo, en el primer capítulo de Marcos, los diversos episodios de curaciones y milagros de Jesús. Hoy, la del leproso: «sintiendo lástima, extendió la mano» y lo curó. La lepra era la peor enfermedad de su tiempo. Nadie podía tocar ni acercarse a los leprosos. Jesús sí lo hace, como protestando contra las leyes de esta marginación. El evangelista presenta, por una parte, cómo Jesús siente compasión de todas las personas que sufren. Y por otra, cómo es el salvador, el que vence toda manifestación del mal: enfermedad, posesión diabólica, muerte. La salvación de Dios ha llegado a nosotros. El que Jesús no quiera que propalen la noticia -el «secreto mesiánico»- se debe a que la reacción de la gente ante estas curaciones la ve demasiado superficial. Él quisiera que, ante el signo milagroso, profundizaran en el mensaje y llegaran a captar la presencia del Reino de Dios. A esa madurez llegarán más tarde.
Para cada uno de nosotros Jesús sigue siendo el liberador total de alma y cuerpo. El que nos quiere comunicar su salud pascual, la plenitud de su vida. Cada Eucaristía la empezamos con un acto penitencial, pidiéndole al Señor su ayuda en nuestra lucha contra el mal. En el Padre nuestro suplicamos: «Líbranos del mal». Cuando comulgamos recordamos las palabras de Cristo: «El que me come tiene vida». Pero hay también otro sacramento, el de la Penitencia o Reconciliación, en que el mismo Señor Resucitado, a través de su ministro, nos sale al encuentro y nos hace participes, cuando nos ve preparados y convertidos, de su victoria contra el mal y el pecado. Nuestra actitud ante el Señor de la vida no puede ser otra que la de aquel leproso, con su oración breve y llena de confianza: «Señor, si quieres, puedes curarme». San Josemaría hablaba de estas “expresiones, lanzadas al Señor como saeta, iaculata: jaculatorias, que aprendemos en la lectura atenta de la historia de Cristo: Domine, si vis, potes me mundare, Señor, si quieres, puedes curarme; Domine, tu omnia nosti, tu scis quia amo te, Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo; Credo, Domine, sed adiuva incredulitatem meam, creo, Señor, pero ayuda mi incredulidad, fortalece mi fe; Domine, non sum dignus, ¡Señor, no soy digno!; Dominus meus et Deus meus, ¡Señor mío y Dios mío!… U otras frases, breves y afectuosas, que brotan del fervor íntimo del alma, y responden a una circunstancia concreta”. Y oiremos, a través de la mediación de la Iglesia, la palabra eficaz: «quiero, queda limpio», «yo te absuelvo de tus pecados». La lectura de hoy nos invita también a examinarnos sobre cómo tratamos nosotros a los marginados, a los «leprosos» de nuestra sociedad, sea en el sentido que sea. El ejemplo de Jesús es claro. Como dice una de las plegarias Eucarísticas: «Él manifestó su amor para con los pobres y los enfermos, para con los pequeños y los pecadores. El nunca permaneció indiferente ante el sufrimiento humano» (plegaria eucarística V/c). Nosotros deberíamos imitarle: «que nos preocupemos de compartir en la caridad las angustias y las tristezas, las alegrías y las esperanzas de los hombres, y así les mostremos el camino de la salvación» (ibídem: J. Aldazábal). San Josemaría veía a Jesús como Rey, Maestro, Amigo, Médico… “Es Médico y cura nuestro egoísmo, si dejamos que su gracia penetre hasta el fondo del alma. Jesús nos ha advertido que la peor enfermedad es la hipocresía, el orgullo que lleva a disimular los propios pecados. Con el Médico es imprescindible una sinceridad absoluta, explicar enteramente la verdad y decir: Domine, si vis, potes me mundare , Señor, si quieres -y Tú quieres siempre-, puedes curarme. Tú conoces mi flaqueza; siento estos síntomas, padezco estas otras debilidades. Y le mostramos sencillamente las llagas; y el pus, si hay pus. Señor, Tú, que has curado a tantas almas, haz que, al tenerte en mi pecho o al contemplarte en el Sagrario, te reconozca como Médico divino”
Hemos leído esta semana pasajes de la carta a los Hebreos, que nos presentaban a Jesucristo, la Palabra de Dios hecha carne, hermano nuestro y solidario de nuestros males y sufrimientos, nuestro intercesor y mediador ante el Padre. Ahora lo vemos haciendo milagros, ante la petición de la gente: «Si quieres, puedes limpiarme» (evangelio)… «Él manifestó su amor para con los pobres y los enfermos, para con los pequeños y los pecadores» (plegaria eucarística V, c). La lepra se le quitó y quedó limpio. El Evangelio nos recuerda que también hay leprosos en nuestro tiempo, como en los de Cristo. Y como en su época, también en la nuestra los segregamos, no queremos ni verlos, está prohibido tocarlos, hablarles, los dejamos solos con su enfermedad, son excluidos. Podemos ser también nostoros, la pobreza de nuestra condición humana la experimentamos y nos la topamos a diario: las asperezas de nuestro carácter que dificultan nuestras relaciones con los demás; la dificultad y la inconstancia en la oración; la debilidad de nuestra voluntad, que aun teniendo buenos propósitos se ve abatida por el egoísmo, la sensualidad, la soberbia ... Triste condición si estuviéramos destinados a vivir bajo el yugo de nuestra miseria humana. Sin embargo, el caso del leproso nos muestra otra realidad que sobrepasa la frontera de nuestras limitaciones humanas: Cristo. El leproso es consciente de su limitación y sufre por ella, como nosotros con las nuestras, pero al aparecer Cristo se soluciona todo. Cristo conoce su situación y no se siente ajeno a ella, más aún se enternece, como lo hace la mejor de las madres. Quizá nosotros mismos lo hemos visto de cerca. Cuando una madre tiene a su hijo enfermo es cuando más cuidados le brinda, pasa más tiempo con él, le ofrece más cariño, se desvela por él, etc. Así ocurre con Cristo. Y este evangelio nos lo demuestra; el leproso no es despreciado ni se va defraudado, sino que recibe de Cristo lo que necesita y se va feliz, compartiendo a los demás lo que el amor de Dios tiene preparado para sus hijos. Pongamos con sinceridad nuestra vida en manos de Dios con sus méritos y flaquezas para arrancar de su bondad las gracias que necesitamos.
En la primera lectura de la lectio divina me quedé con la frase “no se lo digas a nadie”. Me preguntaba por qué Jesús, con frecuencia, decía esto a la gente que sanaba. No decirlo a nadie, cuando, por el contrario, la sanación producida por el milagro era algo para pregonarlo por el mundo entero. Sin embargo, a medida que fui avanzando en la lectio el Señor me dio la respuesta. Primero, una respuesta ligada a su tiempo. Jesús no le interesaba mostrarse como el “gran salvador” del pueblo de Israel; no era un político de nuestro tiempo. Conocía su misión y sabía que tenía el tiempo para cumplirse. Segundo, una respuesta que todavía es válida en nuestros días, y muy ligada a la primera, viene por el lado de las expectativas. Jesús no quería sanar basado en las expectativas que la gente pudiera tener de su poder. Quería sanar, liberar, transformar basado en una experiencia de fe. En una experiencia de amor. Por eso, en cierto sentido, sabemos por la lectura en otro pasaje del evangelio, que en su ciudad natal, no hizo muchos milagros. La gente tenía expectativas, pero le faltaba amor. Muchas veces, nosotros también queremos que Jesús nos ayude en algo, por que a otra persona le ayudó y no porque creamos firmemente que él puede hacerlo. Señor, enséñame a amarte y a conocerte, para que así vea tu brazo haciendo maravillas en mi vida desde el silencio (Miguel Ángel Andrés Ugalde).
Acerquémonos a Cristo con la misma confianza y apertura con que el enfermo se acerca al médico. No tengamos miedo en presentarle las heridas más profundas y putrefactas de nuestra propia vida. Él es el único Enviado del Padre, en quien nosotros encontramos el perdón y la más grande manifestación de la misericordia de Dios para con nosotros. Por eso vayamos a Él sabiendo que Él no vino a condenarnos, sino a salvarnos a costa, incluso, de la entrega de su propia vida por nosotros. Habiendo recibido tan gran muestra de misericordia de Dios para con nosotros, Él nos ha confiado la reconciliación de toda la humanidad a través de la historia. La Iglesia de Cristo no puede cumplir con la misión que el Señor le ha confiado para buscar el aplauso de los demás. No puede hacerse publicidad a sí misma mediante el cumplimiento de su misión; no puede querer caer en gracia de los demás haciéndoles el bien y socorriéndoles en sus necesidades. Su servicio ha de ser un servicio callado no en nombre propio, sino en Nombre del Señor. A Él sea dado todo honor y toda gloria, ahora y por siempre. Por eso, aprendamos a retirarnos a tiempo, para ir al Señor y ofrecerle lo que Él mismo hizo por medio nuestro. A pesar de que nosotros hemos abandonado muchas veces los caminos del Señor, Él jamás se ha olvidado de nosotros, pues su amor por nosotros es un amor eterno. Por eso jamás podemos decir que Dios nos ha rechazado. Dios siempre está junto a nosotros como un Padre lleno de amor y de ternura por sus hijos. Hoy nos hemos reunido para celebrar el Sacramento de su amor por nosotros. Él no nos rechaza por habernos encontrado cargados de miserias que han deteriorado nuestra vida, o con las que hemos contribuido a deteriorar la vida familiar o social. A Él lo único que le interesa y le llena de gozo es el habernos encontrado. Por eso, si somos sinceros con el Señor; si en verdad hemos venido a esta Eucaristía para encontrarnos con Él y reorientar nuestra vida, le hemos de pedir, con humildad diciendo: Señor, si tú quieres, puedes curarme. Y Dios tendrá compasión de nosotros. Pero, así como nosotros hemos sido amados por Dios, así hemos de amarnos los unos a los otros. Por muy grandes que sean los pecados de los demás, jamás los hemos de condenar, sino más bien ir a ellos con el mismo amor y la misma compasión que Dios nos ha manifestado a nosotros. Tocar a los enfermos, significará acercarnos a ellos para conocer aquello que realmente les aqueja, para dar una respuesta a sus miserias, no desde nuestras imaginaciones, sino desde su realidad, desde su cultura, desde su vida concreta. Esto nos habla de aquello que el Magisterio de la Iglesia nos ha propuesto: inculturizar el Evangelio. Y, aún cuando no hemos de caer en una relectura ideologizada del Evangelio, el anuncio del mismo no podrá ser eficaz mientras no conozcamos al hombre en su caminar diario; entonces podremos no sólo serle fieles a Dios, sino también al hombre.
Dios ha tenido compasión de nosotros, y nos ha enviado a su propio Hijo, el cual, hecho uno de nosotros, no sólo ha venido a remediar nuestros padecimientos corporales, o a remediar nuestros males materiales socorriendo a los pobres, sino que ha venido a liberarnos de la esclavitud al pecado y a la muerte. Unidos a Él somos hechos hijos de Dios, y no podemos guardar silencio respecto al amor que Dios nos ha manifestado. Por eso hemos de proclamar ante el mundo entero lo misericordioso que ha sido Dios para con nosotros, de tal forma que todos vayan a Cristo y encuentren en Él la salvación, sin importar lo grave de las maldades de su vida pasada, pues el Señor no ha venido a condenarnos sino a buscar y a salvar todo lo que se había perdido. El Señor ha tocado nuestra vida, nuestra naturaleza humana deteriorada por el pecado, no para contaminarse, sino para salvarnos. Pongamos en Él todo nuestro amor y toda nuestra confianza.En este día el Señor nos manifiesta su amor y nos invita a la conversión para que volvamos a entrar en comunión de vida con Él. Este es el día que Él nos ofrece para que seamos limpios de todo aquello que nos alejó de su presencia. Él jamás ha dejado de amarnos; Él nos quiere para siempre a su derecha, unidos a su Hijo. Y en esta celebración se vuelve a realizar esta Alianza entre Dios y nosotros; hoy el Señor está dispuesto a recibirnos, libres de toda maldad y de toda culpa. Él jamás nos guardará rencor perpetuamente, pues es nuestro Dios y Padre y no enemigo a la puerta. Por eso hemos de venir no sólo a ponernos de rodillas y a bendecir al Señor, sino también dispuestos a escuchar su Palabra y a ponerla en práctica. Reconozcamos, pues los caminos del Señor y no nos extraviemos lejos de Él, hasta que, yendo tras las huellas de Cristo, lleguemos algún día al Descanso eterno. Así como nosotros hemos sido amados por Dios, así hemos de amarnos los unos a los otros. Por muy grandes que sean los pecados de los demás, jamás los hemos de condenar, sino más bien ir a ellos con el mismo amor y la misma compasión que Dios nos ha manifestado a nosotros en Cristo Jesús. Tocar a los enfermos, significará acercarnos a ellos para conocer aquello que realmente les aqueja, para dar una respuesta a sus miserias, no desde nuestras imaginaciones, sino desde su realidad, desde su cultura, desde su vida concreta. Esto nos habla de aquello que el Magisterio de la Iglesia nos ha propuesto: inculturizar el Evangelio. Y, aún cuando no hemos de caer en una relectura ideologizada del Evangelio, el anuncio del mismo no podrá ser eficaz mientras no conozcamos al hombre en su caminar diario; entonces podremos no sólo serle fieles a Dios, sino también serle fieles a la persona concreta. Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de vivir en una continua cercanía a Dios para escuchar su Palabra y ponerla en práctica; y en una continua cercanía al hombre para conocerle en su vida concreta, y poderle ayudar a que Cristo se convierta en la Luz que ilumine su camino hacia el encuentro de nuestro Dios y Padre. Amén (homiliacatolica.com). Llucià Pou Sabaté (con textos tomados de mercaba.org).
Salmo 95, 6-11: 6 Entrad, adoremos, prosternémonos, ¡de rodillas ante Yahveh que nos ha hecho! 7 Porque él es nuestro Dios, y nosotros el pueblo de su pasto, el rebaño de su mano. ¡Oh, si escucharais hoy su voz!: 8 «No endurezcáis vuestro corazón como en Meribá, como el día de Massá en el desierto, 9 donde me pusieron a prueba vuestros padres, me tentaron aunque habían visto mi obra. 10 «Cuarenta años me asqueó aquella generación, y dije: Pueblo son de corazón torcido, que mis caminos no conocen. 11 Y por eso en mi cólera juré: ¡No han de entrar en mi reposo!»
Evangelio según Marcos 1,40-45: 40 Se le acerca un leproso suplicándole y, puesto de rodillas, le dice: «Si quieres, puedes limpiarme.» 41 Compadecido de él, extendió su mano, le tocó y le dijo: «Quiero; queda limpio.» 42 Y al instante, le desapareció la lepra y quedó limpio. 43 Le despidió al instante prohibiéndole severamente: 44 «Mira, no digas nada a nadie, sino vete, muéstrate al sacerdote y haz por tu purificación la ofrenda que prescribió Moisés para que les sirva de testimonio.» 45 Pero él, así que se fue, se puso a pregonar con entusiasmo y a divulgar la noticia, de modo que ya no podía Jesús presentarse en público en ninguna ciudad, sino que se quedaba a las afueras, en lugares solitarios. Y acudían a él de todas partes
Comentario: 1-2.- Hb 3, 7-14/Salmo 94/95: Siguiendo la línea de pensamiento del Salmo 94 -que, por ello, es también el responsorial de hoy-, la lectura bíblica invita a los cristianos a no caer en la misma tentación de los israelitas en el desierto: el desánimo, el cansancio, la dureza de corazón.
Cristo es el arquitecto de la casa, el patriarca Moisés no era más que el ejecutor. También Pablo en 2 Cor 10 habla como aquí de las murmuraciones de Israel en el desierto (Sal 94/95,7-11; Ex 15,23-24; Num 20,5), y la murmuración era como entonces una tentación seria, como en el desierto habían de huir de Jerusalén a raíz de la persecución de Esteban (Act 11,19-20). Murmurar era no aceptar su estado, era querer volver al pasado, negarse a descubrir la presencia de Dios en la situación actual, volver al judaísmo confortable y "reposante". Cuesta a veces mantener la fe, la tentación de los cristianos en un mundo desacralizado hoy día es también fuerte: tomar distancias del Magisterio, dejarse llevar por modas y “cabezas locas”, como dice el texto de hoy (Maertens-Frisque). La fidelidad de Jesús es un ejemplo para todos: aquí se nos invita a la constancia, con palabras del salmo 95.
-"Atención, hermanos! Que ninguno de vosotros tenga un corazón incrédulo... engañado por el pecado". Nosotros somos los cristianos de la segunda generación. Una generación que ha nacido cristiana. ¿Y cuál es el ambiente que reina en toda generación que ha nacido cristiana? La negligencia, la despreocupación, la típica indiferencia del que se sabe creyente y nunca ha pensado abandonar la fe precisamente porque ya no le preocupa. Es la situación de mediocridad totalmente contraria tanto a la tensión de la conversión como a la de la apostasía expresa. Por eso el autor dice: mirad que no haya penetrado en vuestro corazón el pecado de la incredulidad. Porque la incredulidad puede esconderse en el corazón en medio de la más absoluta tranquilidad. La despreocupación de los cristianos viejos por la vida auténticamente cristiana no es una simple cuestión de poca generosidad: es un problema de fe.
«Si oís hoy la voz del Señor, no endurezcáis vuestros corazones...» La «voz de Dios» se hace oír HOY. Con frecuencia no sabemos escucharla y endurecemos nuestro corazón. Perdón, Señor. Cada momento de cada una de nuestras jornadas nos trae una voluntad de Dios, una llamada, una invitación divina. Haznos atentos a tu voz, Señor.
-“Después de haber visto mis obras durante cuarenta años... vuestros padres me desafiaron y me provocaron... entonces dije: "nunca entrarán en mi descanso..."”. Dios quería hacer entrar a los hombres en su descanso, en su paz, en su «tierra prometida», en su propia intimidad. Esto es «la obra» de Dios, su trabajo cotidiano, HOY todavía. Dame, Señor, ese descanso interior.
-¡Velad, hermanos! que no haya en ninguno de vosotros un corazón pervertido por la incredulidad que le haga apostatar del Dios vivo. La Fe nos hace corresponder a la voluntad y al pensamiento de Dios. De ahí la gravedad de la incredulidad voluntaria que es en verdad un «abandono», una separación del Dios vivo... una «perversión». Creemos, Señor, pero aumenta nuestra fe. Ciertamente no tenemos derecho a juzgar a nuestros hermanos no creyentes, pues nadie conoce la responsabilidad de sus hermanos.
-Antes bien mientras dure ese hoy del salmo exhortaos mutuamente cada día para que ninguno de vosotros se endurezca seducido por el pecado. Dios vive en un «DÍA de HOY» perpetuo. De ahí la importancia de no considerar las páginas de la Escritura, como documentos antiguos y pasados de moda. Son palabras actuales de Dios. Nunca reflexionaremos bastante sobre esto: Dios es nuestro contemporáneo. No debemos buscar a Dios en el pasado sino en el presente, en el DÍA de HOY.
-Porque hemos venido a ser compañeros de Cristo. Sí, Cristo nos «acompaña», minuto tras minuto, día tras día. La fe es definida aquí como una «camaradería»: un vivir con. ¿Verdaderamente, es así?
-A condición de que mantengamos firme hasta el fin la segura confianza del principio. Los destinatarios de esa Epístola a los Hebreos eran manifiestamente judíos convertidos al cristianismo que parecen añorar las hermosas liturgias anteriores, del Templo de Jerusalén. Toda la Epístola va destinada a ayudarlos a no volverse atrás: «mantened firme vuestra segura confianza del principio». Es inútil volver a Jerusalén, Jesús murió fuera de la ciudad (Hebr 13,12). Es inútil añorar los sacrificios anteriores, Jesús se ofreció una vez por todas (Hebr 10,6-8). Es inútil soñar en los sacerdotes anteriores, porque ha nacido un nuevo sacerdocio (Hebr 9,15). Ayúdanos, Señor, a permanecer fieles a lo esencial en medio de las formas nuevas que toma entre nosotros el «DÍA de HOY de Dios» (Noel Quesson).
Sobre este sentido del tiempo, decía Juan Pablo II: “La revelación de Dios se inserta, pues, en el tiempo y la historia, más aún, la encarnación de Jesucristo tiene lugar en la «plenitud de los tiempos» (Ga 4, 4). A dos mil años de distancia de aquel acontecimiento, siento el deber de reafirmar con fuerza que «en el cristianismo el tiempo tiene una importancia fundamental». En él tiene lugar toda la obra de la creación y de la salvación y, sobre todo destaca el hecho de que con la encarnación del Hijo de Dios vivimos y anticipamos ya desde ahora lo que será la plenitud del tiempo (cf. Hb 1, 2).
La verdad que Dios ha comunicado al hombre sobre sí mismo y sobre su vida se inserta, pues, en el tiempo y en la historia. Es verdad que ha sido pronunciada de una vez para siempre en el misterio de Jesús de Nazaret. Lo dice con palabras elocuentes la Constitución Dei Verbum: «Dios habló a nuestros padres en distintas ocasiones y de muchas maneras por los profetas. “Ahora en esta etapa final nos ha hablado por el Hijo” (Hb 1, 1-2). Pues envió a su Hijo, la Palabra eterna, que alumbra a todo hombre, para que habitara entre los hombres y les contara la intimidad de Dios (cf. Jn 1, 1-18). Jesucristo, Palabra hecha carne, “hombre enviado a los hombres”, habla las palabras de Dios (Jn 3, 34) y realiza la obra de la salvación que el Padre le encargó (cf. Jn 5, 36; 17, 4). Por eso, quien ve a Jesucristo, ve al Padre (cf. Jn 14, 9); él, con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación».
La historia, pues, es para el Pueblo de Dios un camino que hay que recorrer por entero, de forma que la verdad revelada exprese en plenitud sus contenidos gracias a la acción incesante del Espíritu Santo (cf. Jn 16, 13). Lo enseña asimismo la Constitución Dei Verbum cuando afirma que «la Iglesia camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad, hasta que se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios».
Así pues, la historia es el lugar donde podemos constatar la acción de Dios en favor de la humanidad. Él se nos manifiesta en lo que para nosotros es más familiar y fácil de verificar, porque pertenece a nuestro contexto cotidiano, sin el cual no llegaríamos a comprendernos.
La encarnación del Hijo de Dios permite ver realizada la síntesis definitiva que la mente humana, partiendo de sí misma, ni tan siquiera hubiera podido imaginar: el Eterno entra en el tiempo, el Todo se esconde en la parte y Dios asume el rostro del hombre. La verdad expresada en la revelación de Cristo no puede encerrarse en un restringido ámbito territorial y cultural, sino que se abre a todo hombre y mujer que quiera acogerla como palabra definitivamente válida para dar sentido a la existencia. Ahora todos tienen en Cristo acceso al Padre; en efecto, con su muerte y resurrección, Él ha dado la vida divina que el primer Adán había rechazado (cf. Rm 5, 12-15). Con esta Revelación se ofrece al hombre la verdad última sobre su propia vida y sobre el destino de la historia: «Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado», afirma la Constitución Gaudium et spes. Fuera de esta perspectiva, el misterio de la existencia personal resulta un enigma insoluble. ¿Dónde podría el hombre buscar la respuesta a las cuestiones dramáticas como el dolor, el sufrimiento de los inocentes y la muerte, sino no en la luz que brota del misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo?”
2. Sal 95 (94). Olvidándose de lo que Dios había hecho por ellos, los israelitas «endurecieron sus corazones», «se les extravió el corazón», «no conocieron los caminos de Dios» y «desertaron del Dios vivo», murmurando de él y añorando la vida de Egipto. Dios se enfadó y no les permitió que entraran en la Tierra prometida.
Corazón duro, oídos sordos, desvío progresivo hasta perder la fe. Es lo que les pasó a los de Israel. Lo que puede pasar a los cristianos si no están atentos.
También nosotros podemos caer en la tentación del desánimo y enfriarnos en la fe inicial.
Escuchemos con seriedad el aviso: «no endurezcáis vuestros corazones como en el desierto», «oíd hoy su voz». Dios ha sido fiel. Cristo ha sido fiel. Los cristianos debemos ser fieles y escarmentar del ejemplo de los israelitas en el desierto.
Es difícil ser cristianos en el mundo de hoy. Puede describirse nuestra existencia en tonos parecidos a la travesía de los israelitas por el desierto, durante tantos años. Los entusiasmos de primera hora -en nuestra vida cristiana, religiosa, vocacional o matrimonial- pueden llegar a ser corroídos por el cansancio o la rutina, o zarandeados por las tentaciones de este mundo. Podemos caer en la mediocridad, que quiere decir pereza, indiferencia, conformismo con el mal, desconfianza. Incluso podemos llegar a perder la fe.
Se empieza por la flojera y el abandono, y se llega a perder de vista a Dios, oscureciéndose nuestra mente y endureciéndose nuestro corazón.
Por eso nos viene bien la invitación de esta carta: oíd su voz, permaneced firmes, mantened «el temple primitivo de vuestra fe». Nadie está asegurado contra la tentación.
Hay que seguir luchando y manteniendo una sana tensión en la vida.
Para esta lucha tenemos ante todo la ayuda de Cristo Jesús: «Somos partícipes de Cristo». Pero además tenemos otra fuente de fortaleza: «Animaos los unos a los otros». El ejemplo y la palabra amiga de los demás me dan fuerza a mí. Por tanto, mis palabras de ánimo pueden también tener una influencia decisiva en los demás para el mantenimiento de su fe. Como mi ejemplo les ayuda a mantener la esperanza. El apoyo fraterno es uno de los elementos más eficaces en nuestra vida de fe (J. Aldazábal).
Dios, como a nuestros antiguos padres, nos justifica únicamente por la fe. Y nuestra fe se deposita en Cristo, cuya voz escuchamos y ponemos en práctica, pues de nada nos servirá el vivir como discípulos descuidados. El Señor quiere que en todo hagamos su voluntad, pues, aun cuando la salvación no nos viene por nuestras obras, sino por creer en Cristo Jesús, sin embargo el que lleva una vida desordenada está indicando con sus malas obras que está y vive lejos del Señor; en cambio, el que lleva una vida según Dios, está indicando con sus buenas obras que ha escuchado al Señor y que le vive fiel. Entonces Dios llevará consigo a los que le pertenecen y viven conforme a sus enseñanzas. Hoy la salvación ya es nuestra en Cristo Jesús; ojalá y no despreciemos la oportunidad que Dios nos da para entrar, junto con su Hijo, a la posesión de la patria eterna.
3.- El Evangelio (Mc 1,40-45, ver también domingo 6º del año, ciclo B) nos habla de este tiempo nuestro, en el que la misericordia divina en Jesús se vierte sobre la tierra: Se van sucediendo, en el primer capítulo de Marcos, los diversos episodios de curaciones y milagros de Jesús. Hoy, la del leproso: «sintiendo lástima, extendió la mano» y lo curó. La lepra era la peor enfermedad de su tiempo. Nadie podía tocar ni acercarse a los leprosos. Jesús sí lo hace, como protestando contra las leyes de esta marginación. El evangelista presenta, por una parte, cómo Jesús siente compasión de todas las personas que sufren. Y por otra, cómo es el salvador, el que vence toda manifestación del mal: enfermedad, posesión diabólica, muerte. La salvación de Dios ha llegado a nosotros. El que Jesús no quiera que propalen la noticia -el «secreto mesiánico»- se debe a que la reacción de la gente ante estas curaciones la ve demasiado superficial. Él quisiera que, ante el signo milagroso, profundizaran en el mensaje y llegaran a captar la presencia del Reino de Dios. A esa madurez llegarán más tarde.
Para cada uno de nosotros Jesús sigue siendo el liberador total de alma y cuerpo. El que nos quiere comunicar su salud pascual, la plenitud de su vida. Cada Eucaristía la empezamos con un acto penitencial, pidiéndole al Señor su ayuda en nuestra lucha contra el mal. En el Padre nuestro suplicamos: «Líbranos del mal». Cuando comulgamos recordamos las palabras de Cristo: «El que me come tiene vida». Pero hay también otro sacramento, el de la Penitencia o Reconciliación, en que el mismo Señor Resucitado, a través de su ministro, nos sale al encuentro y nos hace participes, cuando nos ve preparados y convertidos, de su victoria contra el mal y el pecado. Nuestra actitud ante el Señor de la vida no puede ser otra que la de aquel leproso, con su oración breve y llena de confianza: «Señor, si quieres, puedes curarme». San Josemaría hablaba de estas “expresiones, lanzadas al Señor como saeta, iaculata: jaculatorias, que aprendemos en la lectura atenta de la historia de Cristo: Domine, si vis, potes me mundare, Señor, si quieres, puedes curarme; Domine, tu omnia nosti, tu scis quia amo te, Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo; Credo, Domine, sed adiuva incredulitatem meam, creo, Señor, pero ayuda mi incredulidad, fortalece mi fe; Domine, non sum dignus, ¡Señor, no soy digno!; Dominus meus et Deus meus, ¡Señor mío y Dios mío!… U otras frases, breves y afectuosas, que brotan del fervor íntimo del alma, y responden a una circunstancia concreta”. Y oiremos, a través de la mediación de la Iglesia, la palabra eficaz: «quiero, queda limpio», «yo te absuelvo de tus pecados». La lectura de hoy nos invita también a examinarnos sobre cómo tratamos nosotros a los marginados, a los «leprosos» de nuestra sociedad, sea en el sentido que sea. El ejemplo de Jesús es claro. Como dice una de las plegarias Eucarísticas: «Él manifestó su amor para con los pobres y los enfermos, para con los pequeños y los pecadores. El nunca permaneció indiferente ante el sufrimiento humano» (plegaria eucarística V/c). Nosotros deberíamos imitarle: «que nos preocupemos de compartir en la caridad las angustias y las tristezas, las alegrías y las esperanzas de los hombres, y así les mostremos el camino de la salvación» (ibídem: J. Aldazábal). San Josemaría veía a Jesús como Rey, Maestro, Amigo, Médico… “Es Médico y cura nuestro egoísmo, si dejamos que su gracia penetre hasta el fondo del alma. Jesús nos ha advertido que la peor enfermedad es la hipocresía, el orgullo que lleva a disimular los propios pecados. Con el Médico es imprescindible una sinceridad absoluta, explicar enteramente la verdad y decir: Domine, si vis, potes me mundare , Señor, si quieres -y Tú quieres siempre-, puedes curarme. Tú conoces mi flaqueza; siento estos síntomas, padezco estas otras debilidades. Y le mostramos sencillamente las llagas; y el pus, si hay pus. Señor, Tú, que has curado a tantas almas, haz que, al tenerte en mi pecho o al contemplarte en el Sagrario, te reconozca como Médico divino”
Hemos leído esta semana pasajes de la carta a los Hebreos, que nos presentaban a Jesucristo, la Palabra de Dios hecha carne, hermano nuestro y solidario de nuestros males y sufrimientos, nuestro intercesor y mediador ante el Padre. Ahora lo vemos haciendo milagros, ante la petición de la gente: «Si quieres, puedes limpiarme» (evangelio)… «Él manifestó su amor para con los pobres y los enfermos, para con los pequeños y los pecadores» (plegaria eucarística V, c). La lepra se le quitó y quedó limpio. El Evangelio nos recuerda que también hay leprosos en nuestro tiempo, como en los de Cristo. Y como en su época, también en la nuestra los segregamos, no queremos ni verlos, está prohibido tocarlos, hablarles, los dejamos solos con su enfermedad, son excluidos. Podemos ser también nostoros, la pobreza de nuestra condición humana la experimentamos y nos la topamos a diario: las asperezas de nuestro carácter que dificultan nuestras relaciones con los demás; la dificultad y la inconstancia en la oración; la debilidad de nuestra voluntad, que aun teniendo buenos propósitos se ve abatida por el egoísmo, la sensualidad, la soberbia ... Triste condición si estuviéramos destinados a vivir bajo el yugo de nuestra miseria humana. Sin embargo, el caso del leproso nos muestra otra realidad que sobrepasa la frontera de nuestras limitaciones humanas: Cristo. El leproso es consciente de su limitación y sufre por ella, como nosotros con las nuestras, pero al aparecer Cristo se soluciona todo. Cristo conoce su situación y no se siente ajeno a ella, más aún se enternece, como lo hace la mejor de las madres. Quizá nosotros mismos lo hemos visto de cerca. Cuando una madre tiene a su hijo enfermo es cuando más cuidados le brinda, pasa más tiempo con él, le ofrece más cariño, se desvela por él, etc. Así ocurre con Cristo. Y este evangelio nos lo demuestra; el leproso no es despreciado ni se va defraudado, sino que recibe de Cristo lo que necesita y se va feliz, compartiendo a los demás lo que el amor de Dios tiene preparado para sus hijos. Pongamos con sinceridad nuestra vida en manos de Dios con sus méritos y flaquezas para arrancar de su bondad las gracias que necesitamos.
En la primera lectura de la lectio divina me quedé con la frase “no se lo digas a nadie”. Me preguntaba por qué Jesús, con frecuencia, decía esto a la gente que sanaba. No decirlo a nadie, cuando, por el contrario, la sanación producida por el milagro era algo para pregonarlo por el mundo entero. Sin embargo, a medida que fui avanzando en la lectio el Señor me dio la respuesta. Primero, una respuesta ligada a su tiempo. Jesús no le interesaba mostrarse como el “gran salvador” del pueblo de Israel; no era un político de nuestro tiempo. Conocía su misión y sabía que tenía el tiempo para cumplirse. Segundo, una respuesta que todavía es válida en nuestros días, y muy ligada a la primera, viene por el lado de las expectativas. Jesús no quería sanar basado en las expectativas que la gente pudiera tener de su poder. Quería sanar, liberar, transformar basado en una experiencia de fe. En una experiencia de amor. Por eso, en cierto sentido, sabemos por la lectura en otro pasaje del evangelio, que en su ciudad natal, no hizo muchos milagros. La gente tenía expectativas, pero le faltaba amor. Muchas veces, nosotros también queremos que Jesús nos ayude en algo, por que a otra persona le ayudó y no porque creamos firmemente que él puede hacerlo. Señor, enséñame a amarte y a conocerte, para que así vea tu brazo haciendo maravillas en mi vida desde el silencio (Miguel Ángel Andrés Ugalde).
Acerquémonos a Cristo con la misma confianza y apertura con que el enfermo se acerca al médico. No tengamos miedo en presentarle las heridas más profundas y putrefactas de nuestra propia vida. Él es el único Enviado del Padre, en quien nosotros encontramos el perdón y la más grande manifestación de la misericordia de Dios para con nosotros. Por eso vayamos a Él sabiendo que Él no vino a condenarnos, sino a salvarnos a costa, incluso, de la entrega de su propia vida por nosotros. Habiendo recibido tan gran muestra de misericordia de Dios para con nosotros, Él nos ha confiado la reconciliación de toda la humanidad a través de la historia. La Iglesia de Cristo no puede cumplir con la misión que el Señor le ha confiado para buscar el aplauso de los demás. No puede hacerse publicidad a sí misma mediante el cumplimiento de su misión; no puede querer caer en gracia de los demás haciéndoles el bien y socorriéndoles en sus necesidades. Su servicio ha de ser un servicio callado no en nombre propio, sino en Nombre del Señor. A Él sea dado todo honor y toda gloria, ahora y por siempre. Por eso, aprendamos a retirarnos a tiempo, para ir al Señor y ofrecerle lo que Él mismo hizo por medio nuestro. A pesar de que nosotros hemos abandonado muchas veces los caminos del Señor, Él jamás se ha olvidado de nosotros, pues su amor por nosotros es un amor eterno. Por eso jamás podemos decir que Dios nos ha rechazado. Dios siempre está junto a nosotros como un Padre lleno de amor y de ternura por sus hijos. Hoy nos hemos reunido para celebrar el Sacramento de su amor por nosotros. Él no nos rechaza por habernos encontrado cargados de miserias que han deteriorado nuestra vida, o con las que hemos contribuido a deteriorar la vida familiar o social. A Él lo único que le interesa y le llena de gozo es el habernos encontrado. Por eso, si somos sinceros con el Señor; si en verdad hemos venido a esta Eucaristía para encontrarnos con Él y reorientar nuestra vida, le hemos de pedir, con humildad diciendo: Señor, si tú quieres, puedes curarme. Y Dios tendrá compasión de nosotros. Pero, así como nosotros hemos sido amados por Dios, así hemos de amarnos los unos a los otros. Por muy grandes que sean los pecados de los demás, jamás los hemos de condenar, sino más bien ir a ellos con el mismo amor y la misma compasión que Dios nos ha manifestado a nosotros. Tocar a los enfermos, significará acercarnos a ellos para conocer aquello que realmente les aqueja, para dar una respuesta a sus miserias, no desde nuestras imaginaciones, sino desde su realidad, desde su cultura, desde su vida concreta. Esto nos habla de aquello que el Magisterio de la Iglesia nos ha propuesto: inculturizar el Evangelio. Y, aún cuando no hemos de caer en una relectura ideologizada del Evangelio, el anuncio del mismo no podrá ser eficaz mientras no conozcamos al hombre en su caminar diario; entonces podremos no sólo serle fieles a Dios, sino también al hombre.
Dios ha tenido compasión de nosotros, y nos ha enviado a su propio Hijo, el cual, hecho uno de nosotros, no sólo ha venido a remediar nuestros padecimientos corporales, o a remediar nuestros males materiales socorriendo a los pobres, sino que ha venido a liberarnos de la esclavitud al pecado y a la muerte. Unidos a Él somos hechos hijos de Dios, y no podemos guardar silencio respecto al amor que Dios nos ha manifestado. Por eso hemos de proclamar ante el mundo entero lo misericordioso que ha sido Dios para con nosotros, de tal forma que todos vayan a Cristo y encuentren en Él la salvación, sin importar lo grave de las maldades de su vida pasada, pues el Señor no ha venido a condenarnos sino a buscar y a salvar todo lo que se había perdido. El Señor ha tocado nuestra vida, nuestra naturaleza humana deteriorada por el pecado, no para contaminarse, sino para salvarnos. Pongamos en Él todo nuestro amor y toda nuestra confianza.En este día el Señor nos manifiesta su amor y nos invita a la conversión para que volvamos a entrar en comunión de vida con Él. Este es el día que Él nos ofrece para que seamos limpios de todo aquello que nos alejó de su presencia. Él jamás ha dejado de amarnos; Él nos quiere para siempre a su derecha, unidos a su Hijo. Y en esta celebración se vuelve a realizar esta Alianza entre Dios y nosotros; hoy el Señor está dispuesto a recibirnos, libres de toda maldad y de toda culpa. Él jamás nos guardará rencor perpetuamente, pues es nuestro Dios y Padre y no enemigo a la puerta. Por eso hemos de venir no sólo a ponernos de rodillas y a bendecir al Señor, sino también dispuestos a escuchar su Palabra y a ponerla en práctica. Reconozcamos, pues los caminos del Señor y no nos extraviemos lejos de Él, hasta que, yendo tras las huellas de Cristo, lleguemos algún día al Descanso eterno. Así como nosotros hemos sido amados por Dios, así hemos de amarnos los unos a los otros. Por muy grandes que sean los pecados de los demás, jamás los hemos de condenar, sino más bien ir a ellos con el mismo amor y la misma compasión que Dios nos ha manifestado a nosotros en Cristo Jesús. Tocar a los enfermos, significará acercarnos a ellos para conocer aquello que realmente les aqueja, para dar una respuesta a sus miserias, no desde nuestras imaginaciones, sino desde su realidad, desde su cultura, desde su vida concreta. Esto nos habla de aquello que el Magisterio de la Iglesia nos ha propuesto: inculturizar el Evangelio. Y, aún cuando no hemos de caer en una relectura ideologizada del Evangelio, el anuncio del mismo no podrá ser eficaz mientras no conozcamos al hombre en su caminar diario; entonces podremos no sólo serle fieles a Dios, sino también serle fieles a la persona concreta. Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de vivir en una continua cercanía a Dios para escuchar su Palabra y ponerla en práctica; y en una continua cercanía al hombre para conocerle en su vida concreta, y poderle ayudar a que Cristo se convierta en la Luz que ilumine su camino hacia el encuentro de nuestro Dios y Padre. Amén (homiliacatolica.com). Llucià Pou Sabaté (con textos tomados de mercaba.org).
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No endurezcais vuestro corazón
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