domingo, 16 de septiembre de 2018

Domingo 24 de tiempo ordinario; ciclo B


Domingo de la semana 24 de tiempo ordinario; ciclo B


Jesús dio la vida por mí, y yo tengo que darla por Él y por amor los demás.
«Salió Jesús con sus discípulos hacia las aldeas de Cesarea de Filipo. Y en el camino preguntaba a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que soy yo?». Ellos le respondieron: «Unos que Juan el Bautista, otros que Elías y otros que uno de los profetas». Entonces él les pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Respondiendo Pedro, le dice: «Tú eres el Cristo». Y les ordenó que no hablasen a nadie sobre esto. Y comenzó a enseñarles que el Hijo del Hombre debía padecer mucho, ser rechazado por los ancianos, por los príncipes de los sacerdotes y por los escribas, y ser muerto, y resucitar después de tres días. Hablaba de esto abiertamente. Pedro, tomándolo apane, se puso a reprenderle. Pero él, volviéndose y mirando a sus discípulos, increpó a Pedro y le dijo: «¡Apártate de mí, Satanás!, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres». Y llamando a la muchedumbre junto con sus discípulos, les dijo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que perdiera su vida por míy por el Evangelio, la salvará». (Mc 8, 27-35)
1. En el Evangelio vemos a Jesús que hace una encuesta, “preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo?» Ellos le contestaron: «Unos, Juan Bautista; otros, Elías; y otros, uno de los profetas.» Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?» Pedro le contestó: «Tú eres el Mesías.»”, el enviado por Dios, el ungido, el que viene a salvarnos. Es una expresión hermosa de nuestra fe, la que hace Pedro. Pero todavía es débil. Lo que pasa es que pensaban entonces que quería decir un guerrero, por eso se inventa un nombre (el “hijo del Hombre”) para que piensen que viniendo de Dios, era también el “siervo de Yavhé” sufriente, y les dice Jesús: “«El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días.»”
Les dice dos cosas: que era el Hijo de Dios de la profecía de Daniel (que venía del cielo) pero que tenía que sufrir, y esto provoca la protesta del jefe de filas: “Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Jesús se volvió y, de cara a los discípulos, increpó a Pedro: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!» Después llamó a la gente y a sus discípulos, y les dijo: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará.»”
-El Hijo del Hombre sufriente: Comienza una nueva revelación, que ha de morir en la cruz por nosotros, y que nosotros también hemos de tomar la cruz de cada día, pequeñas mortificaciones, no ser caprichosos, levantarnos puntuales, cosas que ayuden a los demás como hacer pequeños servicios o encargos en casa, obedecer a la primera, hacer los deberes o estudiar cuando toca, sonreír cuando nos cuesta, y ofrecer esas pequeñas cosas, como un sacrificio. A veces nos costará tener buen carácter, dejar los problemas del trabajo fuera de la casa, como aquel que se imaginaba que los colgaba de un árbol que tenía en el jardín, para estar con la familia con  buen humor. Hoy te pido, Señor, tener la mortificación de la sonrisa. Que no me enfade, o me desenfade enseguida, con la sencillez del niño, que olvida enseguida los enfados para volver a sus juegos, porque a veces me quedo como “encasquillado”, primero me enfado y luego al darme cuenta de la tontería me enfado por haberme enfadado. Quiero arreglar las faltas de amor con actos de amor, sin darle vuelta a las cosas... Unidos al sacrificio de Jesús, eso tiene mucho valor, que podemos meter en el banco de la comunión de los santos, que es como un banco de sangre espiritual, para ayudar a los que están sufriendo en tantos lugares del mundo, o para interceder para que no haya guerras, o no mueran de hambre, o las almas del purgatorio vayan al cielo…
2. Isaías cantaba un poema del siervo de Yahvé, imagen de Jesús, desterrado y azotado, escupido y abofeteado, que supo obedecer, supo aguantar como Jesús ante Pilato: “yo no resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos. El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado. Tengo cerca a mi defensor… el Señor me ayuda, ¿quién me condenará?” Así hemos de hacer cuando sentimos las violencias físicas, podemos completar lo que falta a la pasión de Cristo. Y en medio del sufrimiento el siervo experimenta la ayuda de Dios, que lo hace más fuerte que el dolor. Por eso practica la no resistencia a través del sufrimiento: confía sólo en Dios, que está con él. "...A quien te golpee la mejilla... ofrécele la otra..." como hizo Jesús, «siervo de Dios»: «porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos».
Hoy cantamos el Salmo que los judíos cantan al acabar la comida de Pascua, pues recuerda la liberación de la esclavitud de Egipto. Cómo Dios los ayudó a  escapar del grave peligro: Israel era prisionero en las redes del terrible faraón, sin ninguna libertad, se sentía muy "pequeño y débil" y "gritó". Y Dios lo escuchó y lo liberó a Israel, y lo hizo entrar en la "tierra del reposo", "la tierra de los vivos"... en que se vive a gusto: “Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida”, pero podemos pensar que es el cielo, porque “Amo al Señor, porque escucha mi voz suplicante, porque inclina su oído hacia mí el día que lo invoco”.
Y así podemos rezar cuando nos vemos en peligro nosotros, Dios viene y nos saca del pozo: “Me envolvían redes de muerte, me alcanzaron los lazos del abismo, caí en tristeza y angustia. Invoqué el nombre del Señor: «Señor, salva mi vida»”. Y es que “El Señor es benigno y justo, nuestro Dios es compasivo; el Señor guarda a los sencillos: estando yo sin fuerzas, me salvó. Arrancó mi alma de la muerte, mis ojos de las lágrimas, mis pies de la caída.” Por eso me propongo desde hoy: “Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida”.
Jesús cantó la tarde del Jueves Santo este salmo al instituir la Eucaristía: "Amo al Señor... Me envolvían redes de muerte, me alcanzaron los lazos del Abismo, caí en tristeza y angustia. Invoqué el nombre del Señor: `¡Señor, salva mi vida!'» y es que Jesús se preparaba a morir por mí… Me acerco a este salmo con profunda reverencia…
3. Santiago dice: “¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras?” Está claro,  es como al ver un perro que se mueve, sabemos que está vivo. “¿Es que esa fe lo podrá salvar? Supongamos que un hermano o una hermana andan sin ropa y faltos del alimento diario, y que uno de vosotros les dice: «Dios os ampare; abrigaos y llenaos el estómago», y no les dais lo necesario para el cuerpo; ¿de qué sirve? Esto pasa con la fe: si no tiene obras, por sí sola está muerta” O sea que si yo no tengo amor a los demás mi fe es como si estuviera muerta… entiendo que si no me ocupo de un necesitado y digo que amo a Dios es que es todo de boquilla pero no de verdad... “Alguno dirá: «Tú tienes fe, y yo tengo obras. Enséñame tu fe sin obras, y yo, por las obras, te probaré mi fe.»” Es aquello de que por sus frutos los conoceréis…
Virgen Santa, Madre mía, ayúdame a que mi fe sea viva, llena de amor y esperanza. Ayúdame a rezarle ahora de corazón esta oración a tu Hijo:
Señor, ayúdame a servir
Jesús,
quiero seguir tu camino.
Vivir alegre y dispuesto
para servir a mis hermanos.
En el lugar que me pidas.
En mi familia,
con mis amigos,
en la escuela,
en el club o en el barrio.
Quiero vivir atento
a las necesidades de los demás.
En especial muy atento
a todas las personas que sufren.
Quiero ser como Tú,
servidor de todos.
Ayúdame a lograrlo.

(Marcelo Muría)
Llucià Pou Sabaté

San Cornelio, papa, y san Cipriano, obispo, mártires

San Cipriano era africano, cartaginés. Tuvo como maestro a Tertuliano. Pero a diferencia del maestro, duro polemista, Cipriano buscaba siempre la armonía y la paz. Es una gran figura de la Iglesia occidental. Como escritor es inferior a Tertuliano. Su objetivo es convencer, exhortar.
Había nacido de una familia pagana. Estudiaba para triunfar. Pero era un alma noble y vio que el paganismo no le satisfacía. Entonces se dedicó a estudiar la doctrina cristiana. El Evangelio fue para él una revelación. El sacerdote Cecilio le instruyó y se bautizó como Cecilio Cipriano.
Su conversión fue radical. Repartió sus bienes a los pobres e hizo voto de castidad. Tenía un talento excepcional y una gran integridad de vida. El pueblo se fijó en él y fue nombrado obispo de Cartago.
Un edicto de Decio desencadenó la persecución. La cristiandad del norte de Africa era floreciente - unos cien obispos - pero le faltaba madurez. Apenas publicado el edicto, muchos acudieron al Capitolio para ofrecer sacrificios a Júpiter. Incluso obispos y sacerdotes claudicaron.
Hubo también muchos cristianos generosos que se mantuvieron fieles en los tormentos. Otros muchos huyeron. Cuando la multitud se juntaba en el anfiteatro, muchos gritaban: "Cipriano a los leones". Cipriano también huyó. Parecía que así podría defender mejor a su grey, que lo necesitaba.
Cuando volvió a su sede, se encontró con un grave problema: Que hacer con los lapsi o apóstatas y con los libeláticos que querían volver? Los libeláticos eran los que se procuraban un libelo de apostasía, como si hubieran sacrificado, para liberarse de la persecución.
Había un partido de intransigentes, encabezados por Novaciano, que luego se hizo elegir antipapa contra Cornelio. Otros en cambio eran demasiado indulgentes, capitaneados por Donato y Felicísimo. En un concilio reunido en Cartago se dieron normas con soluciones firmes e indulgentes.
Tuvo algún conflicto con el Papa Esteban, pues Cipriano se negaba a que los obispos libeláticos Basílides de Astorga y Marcial de Mérida, que habían sido depuestos, volvieran a sus sedes. También defendía Cipriano que había que rebautizar, a los herejes que se convertían. Poco después se reconciliaba con Sixto II y moría mártir. Por lo demás, siempre defendió la unión con Roma, con la cátedra de Pedro: "No puede tener a Dios por Padre, quien no tiene a la Iglesia por Madre". Así se cerraba el "caso cipriánico" y se le puede llamar "el defensor de la romanidad".
Una nueva persecución fue promovida por Valeriano. En su nombre le interrogó Paterno. Cipriano fue desterrado a Curubis. Luego Galerio Máximo le hizo volver a Cartago para tenerlo más cerca y vigilarlo mejor Cipriano sigue solícito la vida de sus fieles y a la vez está atento a los sucesos de la Iglesia universal. Se cartea con el clero de Roma, defiende a Cornelio, influye en las Galias, interviene en las Iglesias ibéricas.
Es un modelo de gobernante y pastor. Les pide prudencia en la persecución. Cuando iba a ser ejecutado muchos cristianos le siguieron. Cipriano se arrodilló y se puso a rezar. Dispuso que diesen 25 monedas de oro al verdugo, y recibió el golpe mortal. Era el 14 de septiembre del 258.
San Cornelio, de origen romano, fue elegido Papa el año 251, en plena persecución de Decio, para suceder al Papa mártir San Fabián. Dos años después muere San Cornelio en Civitavecchia, desterrado por Cristo, el mismo día, aunque no el mismo año, que San Cipriano, como dice San Jerónimo.

viernes, 14 de septiembre de 2018

Sábado semana 23 de tiempo ordinario; año par


Sábado de la semana 23 de tiempo ordinario; año par

Llena de gracia
“En aquel tiempo, decía Jesús a sus discípulos: -«No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano. Cada árbol se conoce por su fruto; porque no se cosechan higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos. El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque lo que rebosa del corazón, lo habla la boca. ¿Por qué me llamáis "Señor, Señor", y no hacéis lo que digo? El que se acerca a mi, escucha mis palabras y las pone por obra, os voy a decir a quién se parece: se parece a uno que edificaba una casa: cavó, ahondó y puso los cimientos sobre roca; vino una crecida, arremetió el río contra aquella casa, y no pudo tambalearla, porque estaba sólidamente construida. El que escucha y no pone por obra se parece a uno que edificó una casa sobre tierra, sin cimiento; arremetió contra ella el río, y en seguida se derrumbó y quedó hecha una gran ruina»” (Lucas 6,43-49).  
I. El Corazón de nuestra Madre Santa María fue colmado de gracias por el Espíritu Santo. Salvo Cristo, jamás se dio ni se dará un árbol con savia tan buena como la vida de la Virgen. Todas las gracias nos han llegado y vienen ahora por medio de Ella; sobre todo, nos llegó el mismo Jesús, fruto bendito de las entrañas purísimas de Santa María. De sus labios han nacido las mejores alabanzas a Dios, las más gratas, las de mayor ternura. De Ella hemos recibido los hombres el mejor consejo: Haced lo que El os diga (Juan 2, 5), un consejo que nos repite calladamente en la intimidad del corazón. En el misterio de Cristo, María está ya presente “antes de la creación del mundo” como aquella que el Padre “ha elegido” como Madre de su Hijo en la Encarnación, y junto con el Padre la ha elegido el Hijo, confiándola eternamente al Espíritu de santidad” (JUAN PABLO II, Redemptoris Mater)
II. Afirma Santo Tomás que el bien de una gracia es mayor que el bien natural de todo el universo (Suma Teológica). Existe en la gracia una participación en la vida íntima de Dios, que es superior a todos los milagros. La Virgen es, de un modo muy profundo, trono de la gracia; y también de misericordia por quien nos llegan todas las gracias. María es la savia que no cesa de dar fruto en ese árbol que Dios quiso plantar con tanto amor. Es el tesoro inmenso de María, que beneficia continuamente a sus hijos. La plenitud de gracia con que Dios quiso llenar su alma es también un regalo inmenso para nosotros. Démosle gracias por habernos dado a su Madre como Madre nuestra, por haberla creado tan excepcionalmente hermosa en todo su ser. Aprendamos a imitarla en el amor a su Hijo, en su plena disponibilidad para lo que a Dios se refiere.
III. El tesoro de gracias que recibió María en el instante mismo de la creación de su alma santa fue inmenso, el Señor se complació plenamente en Ella y la colmó sobreabundantemente de todas sus gracias, “más que a todos los espíritus angélicos y que a todos los santos”. Además el contacto maternal con la Humanidad Santísima de Cristo, constituye para Ella una fuente continua e inagotable de crecimiento en gracia. A la plenitud de gracia de la Virgen correspondió una plenitud de libertad –se es más libre cuanto más santo se es-, y, en consecuencia, una respuesta fidelísima a estos dones de Dios, por la cual obtuvo una inmensidad de méritos. Pidamos a Nuestra Madre que nos ayude a corresponder como Ella a las gracias que Dios nos da continuamente.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Nuestra Señora, la Virgen de los Dolores. Santa Catalina de Génova

La piedad cristiana meditó desde antiguo la escena de Santa María al pie de la Cruz de su Hijo, donde se cumplen las palabras proféticas de Simeón: una espada atravesará tu corazón. Hacia el siglo XIII aparece la secuencia Stabat Mater dolorosa, que recoge el valor correndentor de los sufrimientos de María. Los Servitas celebraban esta fiesta con gran solemnidad desde el siglo XVI, y Pío VII, en el año 1814, la extendió a toda la Iglesia. Con la reforma de San Pío X se fijó la fiesta en el día de hoy, octava de la Natividad de María. Antes de la última reforma litúrgica, el viernes de Pasión se veneraba también la Transfixión de la Virgen Santa María al pie de la Cruz.
“En aquel tiempo, junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y Maria, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre: -«Mujer, ahí tienes a tu hijo.» Luego, dijo al discípulo: -«Ahí tienes a tu madre.» Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa” (Juan 19,25-27).
O bien: Su padre y su madre estaban sorprendidos por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo y dijo a María su madre: -Mira, éste está puesto para que en Israel unos caigan y otros se levanten, y como bandera discutida -y a ti, una espada atravesará tu alma (tus anhelos te los truncará una espada)-; así quedarán al descubierto las ideas de muchos” (Lucas 2,33-35).
I. ¡­Oh Madre, fuente de amor!, // hazme sentir tu dolor // para que llore contigo: // y que, por mi Cristo amado, // mi corazón abrasado // más viva en Él que conmigo.
Quiso el Señor asociar a su Madre a la obra de la Redención, haciéndola partícipe de su dolor supremo. Al celebrar hoy este sufrimiento corredentor de María, nos invita la Iglesia a ofrecer, por la salvación propia y la ajena, los mil dolores, casi siempre pequeños, de la vida, y las mortificaciones voluntarias. María, asociada a la obra de salvación de Jesús, no sufrió sólo como una buena madre que contempla a su hijo en los mayores sufrimientos y en la misma muerte. Su dolor tiene el mismo carácter que el de Jesús: es un dolor redentor. El sufrimiento de María, la esclava del Señor, purísima y llena de gracia, eleva sus actos hasta el punto de que todos ellos, en unión profundísima con su Hijo, tienen un valor casi infinito.
Nunca comprenderemos del todo la inmensidad de su amor por Jesús, causa de sus dolores. Por eso, la Liturgia aplica a la Virgen dolorosa, como al mismo Jesús, las palabras del profeta Jeremías: Oh vosotros, cuantos por aquí pasáis, mirad y ved si hay dolor comparable a mi dolor, al dolor con que soy atormentada.
El dolor de Nuestra Señora era mayor por su eminente santidad. Su amor a Jesús le permitió sufrir los padecimientos de su Hijo como propios: «Si hieren con golpes el cuerpo de Jesús, María siente todas estas heridas; si atraviesan con espinas su cabeza, María se siente desgarrada por las puntas; si le presentan hiel y vinagre, María apura toda su amargura; si extienden su cuerpo sobre la cruz, María sufre toda esta violencia». Cuanto más se ama a una persona, más se siente su pérdida. «Más aflige la muerte de un hermano que la de un irracional, más la de un hijo que la de un amigo. Ahora bien (...), para comprender cuán grande fue el dolor de María en la muerte de su Hijo, habría que conocer la grandeza del amor que le tenía. Y ¿quién podrá nunca medir tal amor?».
El mayor dolor de Cristo, el que le sumió en profunda agonía en Getsemaní, el que le hizo sufrir como ningún otro, fue el conocimiento profundo del pecado como ofensa a Dios y de su maldad frente a la santidad de Dios. Y la Virgen penetró y participó más que ninguna otra criatura en este conocimiento de la maldad y de la fealdad del pecado, que fue la causa de la Pasión. Su corazón sufrió una mortal agonía causada por el horror al pecado, a nuestros pecados. María se vio anegada en un mar de dolor. «Y dado que cada uno de nosotros hemos contribuido en gran parte a acrecentarlos, ¿no debe acaso agradarnos el meditarlos detenida y afectuosamente para compadecernos y reparar así las heridas infligidas al Corazón de María y al Corazón de Jesús?».
II. Desde el comienzo, parece como si el Señor nos hubiera querido enseñar a través de las criaturas que más amó en esta vida, María y José, que la felicidad y la eficacia redentora no están nunca lejos de la Cruz. Y aunque toda la vida de Nuestra Señora estuvo, como la de su Hijo, dirigida al Calvario, hay un momento especial en que le es revelada con particular claridad su participación en los sufrimientos del Mesías, su Hijo. María, acompañada de José, había venido al Templo para purificarse de una mancha legal que no había contraído y a ofrecer a su Hijo al Altísimo. En esta inmolación que hacía de su Hijo, María vislumbró la inmensidad de su sacrificio redentor, como había sido profetizado. Pero Dios quiso además revelarle la profundidad de este sacrificio y su propia participación en él por medio de un hombre justo, Simeón, que movido por el Espíritu Santo dijo a María: Mira, éste ha sido puesto para ruina y salvación de muchos en Israel, y para signo de contradicción y tu misma alma la traspasará una espada, a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones.
Las palabras dirigidas a María anuncian con claridad que su vida habría de estar íntimamente unida a la obra de su Hijo. «El anuncio de Simeón comenta Juan Pablo II parece como un segundo anuncio a María, dado que le indica la concreta dimensión histórica en la cual el Hijo cumplirá su misión, es decir, en la incomprensión y en el dolor (...). Le revela también que deberá vivir en el sufrimiento su obediencia de fe al lado del Salvador que sufre, y que su maternidad será oscura y dolorosa». El Señor no quiso evitar a su Madre la zozobra de una huida precipitada a Egipto cuando, con el Niño y con José, ya quizá estaba instalada en una casa modesta en Belén y comenzaba a gozar de una vida familiar en torno a Jesús. Dios no la dispensó del exilio en una tierra extraña para Ella, ni de tener que recomenzar de nuevo con lo poco que pudieron llevarse en aquel viaje apresurado... Y luego, instalados de nuevo en Nazareth, la inquietud de aquellos días, buscando a Jesús en Jerusalén, a la edad de doce años. ¡Qué momentos de angustia para el Corazón de la Madre! Y más tarde, durante los años del ministerio público del Señor, los rumores y calumnias que llegarían a sus oídos, las asechanzas por parte de los judíos de las que tendría noticia, las incomprensiones... Luego, las noticias, una a una, cada vez más terribles, que se van sucediendo en la noche de la traición, los gritos que piden su muerte en la mañana siguiente, la soledad y el abandono en que ve a su Hijo, el encuentro camino del Calvario... ¿Quién podrá comprender jamás la inmensidad del dolor que anega el corazón de la Virgen Santísima?... Allí está Nuestra Señora... Ve cómo clavan a su Hijo en la cruz... Y luego los insultos, la larga agonía de un crucificado... ¡Oh! ¡Cuán triste y cuán aflicta se vio la Madre bendita de tantos tormentos llena! // ¡Cuando triste contemplaba y dolorosa miraba del Hijo amado la pena! // Y ¿cuál hombre no llorara si en la Madre contemplara de Cristo tanto dolor? // Y ¿quién no se estremeciera, piadosa Madre, si os viera sujeta a tanto rigor?.
Al considerar que nuestros pecados no son ajenos, sino parte activa, en este dolor de Nuestra Madre, le pedimos hoy que nos ayude a compartir su dolor, a sentir un profundo horror a todo pecado, a ser más generosos en la reparación por nuestros pecados y por los que todos los días se cometen en el mundo.
III. La fiesta de hoy nos invita a aceptar los sufrimientos y contrariedades de la vida para purificar nuestro corazón y corredimir con Cristo. La Virgen nos enseña a no quejarnos de los males, pues Ella jamás lo hizo; nos anima a unirlos a la Cruz redentora de su Hijo y convertirlos en un bien para la propia familia, para la Iglesia, para toda la Humanidad.
El dolor que habremos de santificar consistirá frecuentemente en las pequeñas contrariedades diarias: esperas que se prolongan, cambios de planes, proyectos que no se realizan... Otras veces se presentará en forma de pobreza, de carencia incluso de lo necesario, en la falta quizá de un empleo con el que sacar la familia adelante. Y esta pobreza será un gran medio para unirnos más a Cristo, para imitarle en su desprendimiento absoluto de las cosas, incluso de las necesarias. Miraremos a la Virgen que contempla a su Hijo desposeído hasta de aquella túnica que Ella conocía bien por haberla tejido con sus manos. Y hallaremos consuelo y fuerzas para seguir adelante con paz y serenidad.
También puede llegar la enfermedad, y pediremos la gracia de verla como un tesoro, una caricia de Dios, y de dar gracias por el tiempo en el que quizá no supimos apreciar del todo el don de la salud. La enfermedad, en cualquiera de sus formas, también la psíquica, puede ser la piedra de toque que muestre la solidez del amor al Señor y de la confianza en Él. Mientras estamos enfermos podemos crecer más rápidamente en las virtudes, principalmente en las teologales: en la fe, pues aprendemos a ver también en ese estado la mano providente de nuestro Padre Dios; en la esperanza, pues siempre estamos en sus manos, pero especialmente cuando más débiles y necesitados nos encontramos; en la caridad, ofreciendo el dolor, siendo ejemplares en la alegría con que amamos ese estado que Dios quiere o permite para nuestro bien.
Frecuentemente, lo más difícil de la enfermedad es la forma en que se presenta: «su inusitada duración, la impotencia a que nos reduce, la dependencia a que nos obliga, el malestar que proviene de la soledad, la imposibilidad de cumplir los deberes de estado y para un sacerdote, por ejemplo, la imposibilidad de continuar sus obras de apostolado; para un religioso seguir la regla; para una madre de familia ocuparse de sus hijos. Todas estas situaciones son duras y angustiosas a nuestra naturaleza. A pesar de todo, y después de haber empleado todos los medios que aconseja la prudencia para recuperar la salud, es preciso repetir con los santos: "¡Oh Dios mío! Acepto todas esas modalidades: lo que quieras, cuando quieras y como quieras"». Le pediremos más amor y le diremos despacio, con un completo abandono: «¿Lo quieres, Señor?... ¡Yo también lo quiero!», como tantas veces y en circunstancias tan diversas quizá le hemos dicho.
Cuando sintamos que la carga se nos hace demasiado pesada para nuestras pocas fuerzas, recurriremos a Santa María en demanda de auxilio y de consuelo, «pues Ella sigue siendo la amorosa consoladora de tantos dolores físicos y morales que afligen y atormentan a la humanidad. Ella conoce bien nuestros dolores y nuestras penas, pues también Ella ha sufrido desde Belén hasta el Calvario: una espada te traspasará el corazón. María es nuestra Madre espiritual, y la madre comprende siempre a sus hijos y les consuela en sus necesidades.
»Por otro lado, Ella ha recibido de Jesús en la Cruz la misión específica de amarnos, sólo y siempre amarnos para salvarnos. María nos consuela sobre todo mostrándonos el crucifijo y el paraíso (...).
»Oh Madre Consoladora, consuélanos a todos, haz que todos comprendamos que la clave de la felicidad está en la bondad y en el seguimiento fiel de tu Hijo Jesús». Él sabe siempre cuál es el camino mejor para cada uno, en el que debemos seguirle.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
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SANTA CATALINA DE GÉNOVA
El Papa Benedicto XVI , en la Audiencia General celebrada en el Aula Pablo VI
Basílica Vaticana
Jueves 13 de enero de 2011
Queridos hermanos y hermanas,
Hoy querría hablar de otra santa que como Catalina de Siena y Catalina de Bolonia, también lleva el nombre de Catalina; hablo de Catalina de Génova, que destaca sobre todo por sus visiones del purgatorio.
El texto que nos cuenta su vida y su pensamiento, viene publicado en la ciudad ligure en el 1551; está dividido en tres partes: la Vita, propiamente dicha, la Dimostratione et dechiaratione del purgatorio – más conocida como Trattato- y el Dialogo tra l'anima e il corpo . El compilador de la obra de Catalina fue su confesor, el sacerdote Cattaneo Marabotto.
Catalina nació en Génova, en 1447; última de cinco hijos, perdió a su padre, Giacomo Fieschi, a su más tierna infancia. La madre, Francesca di Negro, les educó cristianamente, tanto es así que la mayor de las dos hijas se hizo religiosa.. a los dieciséis años, Catalina fue casada con Giuliano Adorno, un hombre que, tras varias experiencias en el ramo del comercio y en el mundo militar en Medio Oriente, había vuelto a Génova para casarse. La vida conyugal no fue fácil, sobre todo por el carácter del marido, quien gustaba de los juegos de azar. Catalina misma fue inducida, al principio, a llevar un tipo de vida mundana, en la cual no consiguió encontrar serenidad. Después de diez años, en su corazón había una sensación profunda de vacío y de amargura.
La conversión se inició el 20 de marzo de 1473, gracias a una insólita experiencia. Catalina fue a la iglesia de San Benito y al monasterio de Nuestra Señora de las Gracias, para confesarse, y arrodillándose ante el sacerdote, “recibí”, como escribe ella misma, “una herida en el corazón del inmenso amor de Dios”, y tal clara visión de sus miserias y defectos, y a la vez, de la bondad de Dios, que casi se desmaya. Fue herida en el corazón con el conocimiento de sí misma, de la vida que llevaba y de la bondad de Dios. De esta experiencia nació la decisión que orientó toda su vida, que expresada en palabras fue: “No más mundo, no más pecado” (cfr Vita mirabile, 3rv). Catalina entonces, se fue dejando interrumpida la confesión. Cuando volvió a casa, fue a la habitación más apartada y pensó durante mucho tiempo. En ese momento fue instruida interiormente sobre la oración y tuvo conciencia del amor de Dios hacia ella que era pecadora, una experiencia espiritual que no conseguía expresar en palabras (cfr Vita mirabile, 4r). Es en esta ocasión que se le apareció Jesús sufriente, cargado con la cruz, como a menudo se representa en la iconografía de la Santa. Pocos días después, volvió donde el sacerdote para realizar, finalmente, una buena confesión. Inició aquí la “vida de purificación” que, durante tanto tiempo, le hizo sufrir un dolor constante por los pecados cometidos y la empujó a imponerse penitencias y sacrificios para mostrar su amor a Dios.
En este camino, Catalina se iba acercando cada vez más al Señor, hasta entrar en la que se conoce como “vida unitiva”, es decir, una relación de unión profunda con Dios. En la  Vita  está escrito que su alma era guiada y amaestrada sólo por el dulce amor de Dios, que le daba todo lo que necesitaba. Catalina se abandonó de tal modo en las manos del Señor que vivió, casi veinticinco años, como ella escribió, “sin necesidad de criatura alguna, sólo instruida y gobernada por Dios”(Vita, 117r-118r), nutrida sobre todo, de la oración constante y de la Santa Comunión recibida todos los días, algo no común en esa época. Sólo años más tarde, el Señor le dio un sacerdote que cuidase su alma.
Catalina fue siempre reacia a confiar y manifestar su experiencia de comunión mística con Dios, sobre todo por la profunda humildad que sentía frente a las gracias del Señor. Sólo desde la perspectiva de darle gloria y poder ayudar a otros en su camino espiritual, se animó a contar lo que le había sucedido en el momento de su conversión, que es su experiencia original y fundamental.
El lugar de su ascensión a las cumbres místicas fue el hospital de Pammatone, el complejo hospitalario más grande de Génova, del que fue directora y animadora. Por tanto Catalina vivió una existencia totalmente activa, no obstante la profundidad de su vida interior. En Pammatone se formó en torno a ella un grupo de seguidores, discípulos y colaboradores, fascinados por su vida de fe y su caridad. Consiguió que su mismo marido, Giuliano Adorno, dejara la vida disipada, se hiciera terciario franciscano y se transfiriera al hospital para ayudar a su mujer. La participación de Catalina en el cuidado de los enfermos se prolongó hasta los últimos días de su camino terreno, el 15 de septiembre de 1510. Desde su conversión hasta su muerte, no hubo sucesos extraordinarios, sólo dos elementos caracterizaron su existencia entera: por una parte la experiencia mística, es decir, la profunda unión con Dios, vivida como una unión esponsal, y por la otra las asistencia a los enfermos, la organización del hospital, el servicio al prójimo, especialmente a los más abandonados y necesitados. Estos dos polos- Dios y el prójimo- colmaron toda su vida, transcurrida prácticamente dentro de los muros del hospital.
Queridos amigos, no debemos olvidar que cuanto más amamos a Dios y somos constantes en la oración, tanto más amaremos verdaderamente a quien está alrededor nuestro, a quien está cerca de nosotros, porque seremos capaces de ver en cada persona el rostro del Señor, que ama sin límites ni distinciones. La mística no crea distancias con el otro, no crea una vida abstracta, sino que acerca al otro porque se comienza a ver y a actuar con los ojos, con el corazón de Dios.
El pensamiento de Catalina sobre el purgatorio, por el que es particularmente conocida, está condensado en las últimas dos partes del libro citado al inicio: el Tratado sobre el purgatorio y el Diálogo entre el alma y el cuerpo. Es importante observar que Catalina, en su experiencia mística, nunca tuvo revelaciones específicas sobre el purgatorio o sobre las almas que se están purificando en él. Con todo, en los escritos inspirados por nuestra Santa es un elemento central, y la manera de describirlo tiene características originales respecto a su época. El primer rasgo original se refiere al “lugar” de la purificación de las almas. En su tiempo se representaba principalmente con el recurso a imágenes ligadas al espacio: se pensaba en un cierto espacio, donde se encontraría el purgatorio. En Catalina, en cambio, el purgatorio no está presentado como un elemento del paisaje de las entrañas de la tierra: es un fuego no exterior, sino interior. Esto es el purgatorio, un fuego interior. La Santa habla del camino de purificación del alma hacia la comunión plena con Dios, partiendo de su propia experiencia de profundo dolor por los pecados cometidos, en contraste con el infinito amor de Dios (cfr Vita mirabile, 171v). Hemos escuchado sobre el momento de la conversión, donde Catalina siente de repente la bondad de Dios, la distancia infinita de su propia vida de esta bondad y un fuego abrasador dentro de ella. Y este es el fuego que purifica, es el fuego interior del purgatorio. También aquí hay un rasgo original respecto al pensamiento de la época. No se parte, de hecho, del más allá para narrar los tormentos del purgatorio – como era habitual en ese tiempo y quizás también hoy – y después indicar el camino para la purificación o la conversión, sino que nuestra Santa parte de la experiencia propia interior de su vida en camino hacia la eternidad. El alma – dice Catalina – se presenta a Dios aún ligada a los deseos y a la pena que derivan del pecado, y esto le hace imposible gozar de la visión beatífica de Dios. Catalina afirma que Dios es tan puro y santo que el alma con las manchas del pecado no puede encontrarse en presencia de la divina majestad (cfr Vita mirabile, 177r). Y también nosotros nos damos cuenta de cuán alejados estamos, cómo estamos llenos de tantas cosas, de manera que no podemos ver a Dios. El alma es consciente del inmenso amor y de la perfecta justicia de Dios y, en consecuencia, sufre por no haber respondido de modo correcto y perfecto a ese amor, y por ello el amor mismo a Dios se convierte en llama, el amor mismo la purifica de sus escorias de pecado.
En Catalina se percibe la presencia de fuentes teológicas y místicas a las que era normal recurrir en su época. En particular se encuentra una imagen de Dionisio el Areopagita, la del hilo de oro que une el corazón humano con Dios mismo. Cuando Dios ha purificado al hombre, lo ata con un hilo finísimo de oro, que es su amor, y lo atrae hacia sí con un afecto tan fuerte, que el hombre se queda como “superado y vencido y todo fuera de sí”. Así el corazón humano es invadido por el amor de Dios, que se convierte en la única guía, el único motor de su existencia (cfr Vita mirabile, 246rv). Esta situación de elevación hacia Dios y de abandono a su voluntad, expresada en la imagen del hilo, es utilizada por Catalina para expresar la acción de la luz divina sobre las almas del purgatorio, luz que las purifica y las eleva hacia los esplendores de los rayos resplandecientes de Dios (cfr Vita mirabile, 179r).
Queridos amigos, los santos, en su experiencia de unión con Dios, alcanzan un “saber” tan profundo de los misterios divinos, en el que amor y conocimiento se compenetran, que son de ayuda a los mismos teólogos en su tarea de estudio, de intelligentia fidei, deintelligentia de los misterios de la fe, de profundización real de los misterios, por ejemplo de qué es el purgatorio.
Con su vida, santa Catalina nos enseña que cuanto más amamos a Dios y entramos en intimidad con Él en la oración, tanto más Él se deja conocer y enciende nuestro corazón con su amor. Escribiendo sobre el purgatorio, la Santa nos recuerda una verdad fundamental de la fe que se convierte para nosotros en invitación a rezar por los difuntos para que puedan llegar a la visión bendita de Dios en la comunión de los santos (cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 1032). El servicio humilde, fiel y generoso, que la Santa prestó durante toda su vida en el hospital de Pammatone, además, es un luminoso ejemplo de caridad para todos y un aliento especial para las mujeres que dan una contribución fundamental a la sociedad y a la Iglesia con su preciosa obra, enriquecida por su sensibilidad y por la atención hacia los más pobres y necesitados. Gracias.
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1 cfr Libro de la Vita mirabile et dottrina santa, de la beata Caterinetta da Genoa. Nel quale si contiene una utile et catholica dimostratione et dechiaratione del purgatorio, Genova 1551.
©Libreria Editrice Vaticana

jueves, 13 de septiembre de 2018

Jueves semana 23 de tiempo ordinario; año par


Jueves de la semana 23 de tiempo ordinario; año par

El mérito de la buenas obras
“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: -«A los que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian. Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo hacen. Y si prestáis sólo cuando esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo. ¡No! Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; tendréis un gran premio y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos. Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida que uséis, la usarán con vosotros»” (Lucas 6,27-38).  
I. La vida es un tiempo para merecer; en el Cielo ya no se merece, sino que se goza de la recompensa; tampoco se adquieren méritos en el Purgatorio, donde las almas se purifican de la huella que dejaron sus pecados. En el Evangelio de la Misa de Hoy (Lucas 6, 27-38) nos enseña el Señor que las obras del cristiano han de ser superiores a la de los paganos para obtener esa recompensa sobrenatural. Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tendréis?, Pues también los pecadores aman a quienes los aman. La caridad debe abarcar a todos los hombres, sin limitación alguna, y no sólo debe extenderse a quienes nos hacen bien, porque para esto no sería necesaria la ayuda de la gracia: también los paganos aman a quienes los aman a ellos. Mis elegidos no trabajarán nunca en vano, nos dice en Señor en boca del Profeta Isaías (65, 23). Ahora es el tiempo de merecer.
II. La más pequeña obra de cada día ofrecida al Señor, puede ser meritoria por los infinitos merecimientos que Cristo nos alcanzó en su vida aquí en la tierra, pues de su plenitud recibimos todos gracia sobre gracia. (Juan 1, 16). A unos dones se añaden otros, en la medida en que correspondemos; y todos brotan de la misma fuente única que es Cristo, cuya plenitud de gracia no se agota nunca. Una sola gota de Su Sangre, enseña la Iglesia, habría bastado para la Redención de todo el género humano. Nadie como la Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra, participó con tanta plenitud de los méritos de su Hijo. Debe darnos una gran alegría considerar con frecuencia los méritos infinitos de Cristo, la fuente de nuestra vida espiritual, y contemplar también las gracias que María nos ha ganado con su inmensa fe y perfecta caridad.
III. Nuestros actos merecen, en virtud del querer de Dios, una recompensa que supera todos los honores y toda la gloria que el mundo pueda ofrecernos. El cristiano en estado de gracia logra con su vida corriente, cumpliendo sus deberes, un aumento de gracia en su alma y la vida eterna. Nuestras obras son meritorias si las realizamos bien y con rectitud de intención, buscando sólo la gloria de Dios; nos apropiamos así las gracias de valor infinito que el Señor nos alcanzó principalmente en la cruz y los de su Madre, que tan singularmente corredimió con Él. ¿Procuramos ofrecer todo al Señor? ¿Aprovechemos todas las oportunidades para ayudar a los demás en su camino hacia el Cielo. Alegraos y regocijaos en aquel día, porque es muy grande vuestra recompensa (Lucas 6, 20-26). Nuestra Madre nos ayudará a pensar en el Cielo y enderezar nuestros pasos hacia él.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Juan Crisóstomo, obispo y doctor de la Iglesia

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 19 septiembre 2007 (ZENIT.org).- Intervención de Benedicto XVI durante la audiencia general de este miércoles, celebrada en la plaza de San Pedro en el Vaticano, dedicada a presentar las claves de la doctrina de San Juan Crisóstomo.
¡Queridos hermanos y hermanas!
Este año se cumple el decimosexto centenario de la muerte de San Juan Crisóstomo (407-2007). Juan de Antioquía, llamado Crisóstomo, esto es, «Boca de oro» por su elocuencia, puede decirse que sigue vivo hoy, también por sus obras. Un anónimo copista dejó escrito que éstas «atraviesan todo el orbe como rayos fulminantes». Sus escritos también nos permiten a nosotros, como a los fieles de su tiempo, que repetidamente se vieron privados de él a causa de sus exilios, vivir con sus libros, a pesar de su ausencia. Es cuanto él mismo sugería desde el exilio en una carta (Cf. A Olimpiade, Carta 8,45).
Nacido en torno al año 349 en Antioquía de Siria (actualmente Antakya, en el sur de Turquía), desarrolló allí el ministerio presbiteral durante cerca de once años, hasta el año 397, cuando, nombrado obispo de Constantinopla, ejerció en la capital del Imperio el ministerio episcopal antes de los dos exilios, seguidos en breve distancia uno del otro, entre el año 403 y el 407. Nos limitamos hoy a considerar los años antioquenos del Crisóstomo.
Huérfano de padre en tierna edad, vivió con su madre, Antusa, quien le transmitió una exquisita sensibilidad humana y una profunda fe cristiana. Frecuentados los estudios inferiores y superiores, coronados por los cursos de filosofía y de retórica, tuvo como maestro a Libanio, pagano, el más célebre rétor del tiempo. En su escuela, Juan se convirtió en el más grande orador de la antigüedad tardía griega. Bautizado en el año 368 y formado en la vida eclesiástica por el obispo Melecio, fue por él instituido lector en 371. Este hecho marcó la entrada oficial de Crisóstomo en el cursus eclesiástico. Frecuentó, de 367 a 372, el Asceterio, un tipo de seminario de Antioquía, junto a un grupo de jóvenes, algunos de los cuales fueron después obispos, bajo la guía del famoso exégeta Diodoro de Tarso, que encaminó a Juan a la exégesis histórico-literal, característica de la tradición antioquena.
Se retiró después durante cuatro años entre los eremitas del cercano monte Silpio. Prosiguió aquel retiro otros dos años que vivió solo en una gruta bajo la guía de un «anciano». En ese período se dedicó totalmente a meditar «las leyes de Cristo», los Evangelios y especialmente las Cartas de Pablo. Enfermándose, se encontró en la imposibilidad de cuidar de sí mismo y por ello tuvo que regresar a la comunidad cristiana de Antioquia (Cf. Palladio, Vita, 5). El Señor –explica el biógrafo— intervino con la enfermedad en el momento justo para permitir a Juan seguir su verdadera vocación. En efecto, escribirá él mismo que, puesto en la alternativa de elegir entre el gobierno de la Iglesia y la tranquilidad de la vida monástica, habría preferido mil veces el servicio pastoral (Cf. Sobre el sacerdocio, 6,7): precisamente a éste se sentía llamado el Crisóstomo. Y aquí se realizó el giro decisivo de su historia vocacional: ¡pastor de almas a tiempo completo! La intimidad con la Palabra de Dios, cultivada durante los años del eremitismo, había madurado en él la urgencia de predicar el Evangelio, de dar a los demás cuanto él había recibido en los años de meditación. El ideal misionero le lanzó así, alma de fuego, a la atención pastoral.
Entre el año 378 y el 379 regresó a la ciudad. Diácono en 381 y presbítero en 386, se convirtió en célebre predicador en las iglesias de su ciudad. Pronunció homilías contra los arrianos, seguidas de aquellas conmemorativas de los mártires antioquenos y de otras sobre las principales festividades litúrgicas: se trata de una gran enseñanza de la fe en Cristo, también a la luz de sus Santos. El año 387 fue el «año heroico» de Juan, el de la llamada «revuelta de las estatuas». El pueblo derribó las estatuas imperiales en señal de protesta contra el aumento de los impuestos. En aquellos días de Cuaresma y de angustia con motivo de los inminentes castigos por parte del emperador, pronunció sus veintidós vibrantes Homilías de las estatuas, orientadas a la penitencia y a la conversión. Le siguió el período de serena atención pastoral (387-397).
El Crisóstomo se sitúa entre los Padres más prolíficos: de él nos han llegado 17 tratados, más de 700 homilías auténticas, los comentarios a Mateo y a Pablo (Cartas a los Romanos, a los Corintios, a los Efesios y a los Hebreos) y 241 cartas. No fue un teólogo especulativo. Transmitió, en cambio, la doctrina tradicional y segura de la Iglesia en una época de controversias teológicas suscitadas sobre todo por el arrianismo, esto es, por la negación de la divinidad de Cristo. Es por lo tanto un testigo fiable del desarrollo dogmático alcanzado por la Iglesia en el siglo IV-V. Su teología es exquisitamente pastoral; en ella es constante la preocupación de la coherencia entre el pensamiento expresado por la palabra y la vivencia existencial. Es éste, en particular, el hilo conductor de las espléndidas catequesis con las que preparaba a los catecúmenos a recibir el Bautismo. Próximo a la muerte, escribió que el valor del hombre está en el «conocimiento exacto de la verdad y rectitud en la vida» (Carta desde el exilio). Las dos cosas, conocimiento de la verdad y rectitud de vida, van juntas: el conocimiento debe traducirse en vida. Toda intervención suya se orientó siempre a desarrollar en los fieles el ejercicio de la inteligencia, de la verdadera razón, para comprender y traducir en la práctica las exigencias morales y espirituales de la fe.
Juan Crisóstomo se preocupa de acompañar con sus escritos el desarrollo integral de la persona, en las dimensiones física, intelectual y religiosa. Las diversas etapas del crecimiento son comparadas a otros tantos mares de un inmenso océano: «El primero de estos mares es la infancia» (Homilía 81,5 sobre el Evangelio de Mateo). En efecto «precisamente en esta primera edad se manifiestan las inclinaciones al vicio y a la virtud». Por ello la ley de Dios debe ser desde el principio impresa en el alma «como en una tablilla de cera» (Homilía 3,1 sobre el Evangelio de Juan): de hecho es ésta la edad más importante. Debemos tener presente cuán fundamental es que en esta primera fase de la vida entren realmente en el hombre las grandes orientaciones que dan la perspectiva justa a la existencia. Crisóstomo por ello recomienda: «Desde la más tierna edad abasteced a los niños de armas espirituales y enseñadles a persignar la frente con la mano» (Homilía 12,7 sobre la Primera Carta a los Corintios). Llegan después la adolescencia y la juventud: «A la infancia le sigue el mar de la adolescencia, donde los vientos soplan violentos..., porque en nosotros crece... la concupiscencia» (Homilía 81,5 sobre el Evangelio de Mateo). Llegan finalmente el noviazgo y el matrimonio: «A la juventud le sucede la edad de la persona madura, en la que sobrevienen los compromisos de familia: es el tiempo de buscar esposa» (Ibíd. ). Del matrimonio él recuerda los fines, enriqueciéndolos –con la alusión a la virtud de la templanza-- de una rica trama de relaciones personalizadas. Los esposos bien preparados cortan así el camino al divorcio: todo se desarrolla con gozo y se pueden educar a los hijos en la virtud. Cuando nace el primer hijo, éste es «como un puente; los tres se convierten en una sola carne, dado que el hijo reúne a las dos partes» (Homilía 12,5 sobre la Carta a los Colosenses), y los tres constituyen «una familia, pequeña Iglesia» (Homilía 20,6 sobre la Carta a los Efesios).
La predicación del Crisóstomo tenía lugar habitualmente en el curso de la liturgia, «lugar» en el que la comunidad se construye con la Palabra y la Eucaristía. Aquí la asamblea reunida expresa la única Iglesia (Homilía 8,7 sobre la Carta a los Romanos), la misma palabra se dirige en todo lugar a todos (Homilía 24,2 sobre la Primera Carta a los Corintios) y la comunión eucarística se hace signo eficaz de unidad (Homilía 32,7 sobre el Evangelio de Mateo). Su proyecto pastoral se insertaba en la vida de la Iglesia, en la que los fieles laicos con el Bautismo asumen el oficio sacerdotal, real y profético. Al fiel laico él dice: «También a ti el Bautismo te hace rey, sacerdote y profeta» (Homilía 3,5 sobre la Segunda Carta a los Corintios). Surge de aquí el deber fundamental de la misión, porque cada uno en alguna medida es responsable de la salvación de los demás: «Éste es el principio de nuestra vida social... ¡no interesarnos sólo en nosotros!» (Homilía 9,2 sobre el Génesis). Todo se desenvuelve entre dos polos: la gran Iglesia y la «pequeña Iglesia», la familia, en recíproca relación.
Como podéis ver, queridos hermanos y hermanas, esta lección del Crisóstomo sobre la presencia auténticamente cristiana de los fieles laicos en la familia y en la sociedad, es hoy más actual que nunca. Roguemos al Señor para que nos haga dóciles a las enseñanzas de este gran Maestro de la fe.

martes, 11 de septiembre de 2018

Miércoles semana 23 de tiempo ordinario; año par


Miércoles de la semana 23 de tiempo ordinario; año par

Paz en la contradicción
“En aquel tiempo, Jesús, levantando los ojos hacia sus discípulos, les dijo: -«Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis. Dichosos vosotros, cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten, y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas. Pero, ¡ay de vosotros, los ricos!, porque ya tenéis vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados!, porque tendréis hambre. ¡Ay de los que ahora reís!, porque haréis duelo y lloraréis. ¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que hacían vuestros padres con los falsos profetas»(Lucas 6,20-26).  
I. En su camino a la santidad, el cristiano encontrará a veces un clima de hostilidad, que el Señor no dudó en llamar con una palabra dura: persecución (J. ORLANDIS, Bienaventuranzas) Ésta puede presentarse de diferentes formas, en todas las épocas y lugares, y es resello de autenticidad en el seguimiento de Cristo, de que las personas y las obras van por buena senda. Las contrariedades que surjan en nuestro camino, no deben quitarnos la paz ni deben sorprendernos. Pueden presentarse como persecución abierta –la calumnia o difamación-, o solapadamente, en forma de ironía que trata de ridiculizar los valores cristianos, o la presión ambiental que pretende amedrentar a quienes se atreven a mantener una visión cristiana de la vida y les desprestigia ante la opinión pública. Entonces debemos agradecer al Señor esa confianza que ha tenido con nosotros al considerarnos capaces de padecer algo –poca cosa será- por Él.
II. Cuesta entender la calumnia o la persecución –abierta o solapada- en una época que se habla tanto de tolerancia, de comprensión, de convivencia y de paz. Pero son más difíciles de entender las contradicciones cuando llegan de hombres “buenos”; cuando el cristiano persigue –no importa el modo- al cristiano, y el hermano al hermano. El Señor previno a los suyos para esos momentos en los que quienes difaman, calumnian o entorpecen la labor apostólica no son paganos, ni enemigos, sino hermanos en la fe, que piensan que con ello hacen un servicio a Dios (Juan 16, 2). La contradicción de los buenos es especialmente dolorosa, y a quien Dios permite padecerla, ha de perdonar, desagraviar y a actuar con rectitud de intención, con la mirada puesta en Cristo. “Busca sólo la gloria de Dios y, amando a todos, no te preocupe que otros te entiendan” (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja).
III. De las contradicciones hemos de sacar muchos frutos. No sólo no deben hacernos perder la paz, ni ser causa de desaliento o de pesimismo, sino que han de servirnos para enriquecer el alma, para ganar en madurez interior, en fortaleza, en caridad, en espíritu de reparación y de desagravio, en comprensión; podemos esforzarnos en nuestros deberes cotidianos; hacer un apostolado más eficaz. El Señor se valdrá de esas horas de dolor para hacer el bien a otras personas. La Virgen Nuestra Madre, que nos ayuda en todo momento, nos oirá particularmente en los más difíciles, “... pídele que te obtenga de la trinidad Beatísima más gracias..... para que cuando en la vida parezca que sopla un viento fuerte, seco, capaz de agostar esas flores del alma, no agoste las tuyas, ni la de tus hermanos” (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja)
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Santísimo Nombre de María

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI A MUNICH, ALTÖTTING Y RATISBONA
(9-14 DE SEPTIEMBRE DE 2006)
SANTA MISA EN LA EXPLANADA DE ISLING
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
 Ratisbona, martes 12 de septiembre de 2006
"El que cree nunca está solo". Permitidme repetir una vez más el lema de estos días y expresar mi alegría porque podemos verlo realizado aquí:  la fe nos reúne y nos regala una fiesta. Nos da la alegría en Dios, la alegría por la creación y por estar juntos. Sé que esta fiesta ha requerido mucho empeño y mucho trabajo previo. Por las noticias de los periódicos he podido conocer un poco cuántas personas han dedicado su tiempo y sus fuerzas para preparar esta explanada de un modo tan digno; gracias a ellos está la cruz aquí, sobre la colina, como signo de Dios para la paz del mundo; los caminos de entrada y de salida están libres; la seguridad y el orden están garantizados; se han preparado alojamientos, etc.
No podía imaginar —e incluso ahora lo sé sólo sucintamente— cuánto trabajo, hasta los mínimos detalles, ha sido necesario para que pudiéramos reunirnos todos hoy aquí. Por todo ello quiero decir sencillamente:  "¡Gracias de todo corazón!". Que el Señor os lo pague todo y que la alegría que ahora podemos experimentar gracias a vuestra preparación vuelva centuplicada a cada uno de vosotros.
Me conmovió conocer cuántas personas, especialmente de las escuelas profesionales de Weiden y Amberg, así como empresas y particulares, hombres y mujeres, han colaborado para embellecer mi casa y mi jardín. Me emociona tanta bondad, y también en este caso quiero decir solamente un humilde "¡gracias!" por este esfuerzo. No habéis hecho todo esto por un hombre, por mi pobre persona; en definitiva, lo habéis hecho por la solidaridad de la fe, impulsados por el amor a Cristo y a la Iglesia. Todo esto es un signo de verdadera humanidad, que brota de haber sido tocados por Jesucristo.
Nos hemos reunido para una fiesta de la fe. Ahora, sin embargo, surge la pregunta:  ¿Pero qué es lo que creemos en realidad? ¿Qué significa creer? ¿Puede existir todavía, de hecho, algo así en el mundo moderno? Viendo las grandes "Sumas" de teología redactadas en la Edad Media o pensando en la cantidad de libros escritos cada día a favor o contra la fe, podemos sentir la tentación de desalentarnos y pensar que todo esto es demasiado complicado. Al final, por ver los árboles, ya no se ve el bosque.
Es verdad:  la visión de la fe abarca el cielo y la tierra; el pasado, el presente, el futuro, la eternidad; por ello no se puede agotar jamás. Ahora bien, en su núcleo es muy sencilla. El Señor mismo habló de ella con el Padre diciendo:  "Has revelado estas cosas a los pequeños, a los que son capaces de ver con el corazón" (cf. Mt 11, 25). La Iglesia, por su parte, nos ofrece una pequeña "Suma", en la cual se expresa todo lo esencial:  es el así llamado "Credo de los Apóstoles". Se divide normalmente en doce artículos, como el número de los Apóstoles, y habla de Dios, creador y principio de todas las cosas; de Cristo y de su obra de la salvación, hasta la resurrección de los muertos y la vida eterna. Pero en su concepción de fondo, el Credo sólo se compone de tres partes principales y, según su historia, no es sino una amplificación de la fórmula bautismal, que el Señor resucitado entregó a los discípulos para todos los tiempos cuando les dijo:  "Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28, 19).
Esta visión demuestra dos cosas: en primer lugar, que la fe es sencilla. Creemos en Dios, principio y fin de la vida humana. En el Dios que entra en relación con nosotros, los seres humanos; que es nuestro origen y nuestro futuro. Así, la fe es al mismo tiempo esperanza, es la certeza de que tenemos un futuro y de que no caeremos en el vacío. Y la fe es amor, porque el amor de Dios quiere "contagiarnos". Esto es lo primero:  nosotros simplemente creemos en Dios, y esto lleva consigo también la esperanza y el amor.
La segunda constatación es la siguiente:  el Credo no es un conjunto de afirmaciones, no es una teoría. Está, precisamente, anclado en el acontecimiento del bautismo, un acontecimiento de encuentro entre Dios y el hombre. Dios, en el misterio del bautismo, se inclina hacia el hombre; sale a nuestro encuentro y así también nos acerca los unos a los otros. Porque el bautismo significa que Jesucristo, por decirlo así, nos adopta como hermanos y hermanas suyos, acogiéndonos así como hijos en la familia de Dios. Por consiguiente, de este modo hace de todos nosotros una gran familia en la comunidad universal de la Iglesia. Sí, el que cree nunca está solo. Dios nos sale al encuentro.
Encaminémonos también nosotros hacia Dios, pues así nos acercaremos los unos a los otros. En la medida de nuestras posibilidades, no dejemos solo a ninguno de los hijos de Dios.
Creemos en Dios. Esta es nuestra opción fundamental. Pero, nos preguntamos de nuevo:  ¿es posible esto aún hoy? ¿Es algo razonable? Desde la Ilustración, al menos una parte de la ciencia se dedica con empeño a buscar una explicación del mundo en la que Dios sería superfluo. Y si eso fuera así, Dios sería inútil también para nuestra vida. Pero cada vez que parecía que este intento había tenido éxito, inevitablemente resultaba evidente que las cuentas no cuadran. Las cuentas sobre el hombre, sin Dios, no cuadran; y las cuentas sobre el mundo, sobre todo el universo, sin él no cuadran. En resumidas cuentas, quedan dos alternativas:  ¿Qué hay en el origen? La Razón creadora, el Espíritu creador que obra todo y suscita el desarrollo, o la Irracionalidad que, carente de toda razón, produce extrañamente un cosmos ordenado de modo matemático, así como el hombre y su razón. Esta, sin embargo, no sería más que un resultado casual de la evolución y, por tanto, en el fondo, también algo irracional.
Los cristianos decimos:  "Creo en Dios Padre, Creador del cielo y de la tierra", creo en el Espíritu Creador. Creemos que en el origen está el Verbo eterno, la Razón y no la Irracionalidad. Con esta fe no tenemos necesidad de escondernos, no debemos tener miedo de encontrarnos con ella en un callejón sin salida. Nos alegra poder conocer a Dios. Y tratamos de hacer ver también a los demás la racionalidad de la fe, como san Pedro exhortaba explícitamente, en su primera carta (cf. 1 P 3, 15), a los cristianos de su tiempo, y también a nosotros.
Creemos en Dios. Lo afirman las partes principales del Credo y lo subraya sobre todo su primera parte. Pero ahora surge inmediatamente la segunda pregunta:  ¿en qué Dios? Pues bien, creemos precisamente en el Dios que es Espíritu Creador, Razón creadora, del que proviene todo y del que provenimos también nosotros.
La segunda parte del Credo nos dice algo más. Esta Razón creadora es Bondad. Es Amor. Tiene un rostro. Dios no nos deja andar a tientas en la oscuridad. Se ha manifestado como hombre. Es tan grande que se puede permitir hacerse muy pequeño. "El que me ha visto a mí, ha visto al Padre", dice Jesús (Jn 14, 9). Dios ha asumido un rostro humano. Nos ama hasta el punto de dejarse clavar por nosotros en la cruz, para llevar los sufrimientos de la humanidad hasta el corazón de Dios. Hoy, que conocemos las patologías y las enfermedades mortales de la religión y de la razón, las destrucciones de la imagen de Dios a causa del odio y del fanatismo, es importante decir con claridad en qué Dios creemos y profesar con convicción este rostro humano de Dios. Sólo esto nos impide tener miedo a Dios, un sentimiento que en definitiva es la raíz del ateísmo moderno. Sólo este Dios nos salva del miedo del mundo y de la ansiedad ante el vacío de la propia vida. Sólo mirando a Jesucristo, nuestro gozo en Dios alcanza su plenitud, se hace gozo redimido. Durante esta solemne celebración de la Eucaristía dirijamos nuestra mirada al Señor, que está aquí ante nosotros clavado en la cruz, y pidámosle el gran gozo que él prometió a sus discípulos en el momento de su despedida (cf. Jn 16, 24).
La segunda parte del Credo concluye con la perspectiva del Juicio final, y la tercera parte con la de la resurrección de los muertos. Juicio:  ¿se nos quiere infundir de nuevo el miedo con esta palabra? Pero, ¿acaso no deseamos todos que un día se haga justicia a todos los condenados injustamente, a cuantos han sufrido a lo largo de la vida y han muerto después de una vida llena de dolor? ¿Acaso no queremos todos que el exceso de injusticia y sufrimiento, que vemos en la historia, al final desaparezca; que todos en definitiva puedan gozar, que todo cobre sentido?
Este triunfo de la justicia, esta unión de tantos fragmentos de historia que parecen carecer de sentido, integrándose en un todo en el que dominen la verdad y el amor, es lo que se entiende con el concepto de Juicio del mundo. La fe no quiere infundirnos miedo; pero quiere llamarnos a la responsabilidad. No debemos desperdiciar nuestra vida, ni abusar de ella; tampoco debemos conservarla sólo para nosotros mismos. Ante la injusticia no debemos permanecer indiferentes, siendo conniventes o incluso cómplices. Debemos percibir nuestra misión en la historia y tratar de corresponder a ella. No se trata de miedo, sino de responsabilidad; se necesita responsabilidad y preocupación por nuestra salvación y por la salvación de todo el mundo. Cada uno debe contribuir a esto. Pero cuando la responsabilidad y la preocupación tiendan a convertirse en miedo, recordemos las palabras de san Juan:  "Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre:  a Jesucristo, el Justo" (1 Jn 2, 1). "En caso de que nos condene nuestra conciencia, Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo" (1 Jn 3, 20).
Celebramos hoy la fiesta del "Nombre de María". A quienes llevan este nombre —mi mamá y mi hermana lo llevaban, como ha recordado el Obispo— quisiera expresarles mi más cordial felicitación por su onomástico. María, la Madre del Señor, recibió del pueblo fiel el título de "Abogada", pues es nuestra abogada ante Dios. Desde las bodas de Caná la conocemos como la mujer benigna, llena de solicitud materna y de amor, la mujer que percibe las necesidades ajenas y, para ayudar, las lleva ante el Señor.
Hoy hemos escuchado en el evangelio cómo el Señor la entrega como Madre al discípulo predilecto y, en él, a todos nosotros. En todas las épocas los cristianos han acogido con gratitud este testamento de Jesús, y junto a la Madre han encontrado siempre la seguridad y la confiada esperanza que nos llenan de gozo en Dios y en nuestra fe en él.
Acojamos también nosotros a María como la estrella de nuestra vida, que nos introduce en la gran familia de Dios. Sí, el que cree nunca está solo. Amén.
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“Venid a mí, los que me amáis, y saciaos de mis frutos; mi nombre es más dulce que la miel, y mi herencia, mejor que los panales” (Eclesiástico 24,20).
El 12 de septiembre se celebra la memoria del Santísimo Nombre de María. San Buenaventura, dirigiéndose a la Virgen, dice: “Dichoso el que ama tu nombre santo, pues es fuente de gracia que refresca el alma sedienta y la hace fecunda en frutos de justicia”.
Los cristianos glorificamos al Padre, ante todo, por el “Nombre de Jesús”, el Verbo encarnado, el Salvador: “le pondrás por nombre Jesús”, dice el ángel a María (Lucas 1,31). En Jesús se nos ha revelado y se nos ha dado en la carne el Nombre de Dios Santo (cf Catecismo 2812). En la Carta a los Filipenses se afirma que el Padre concedió a Jesús el “nombre que está sobre todo nombre”, el nombre de Dios, “para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos” (Filipenses 2,9-10).
Dios también es glorificado por el “Nombre de María”, por la persona y por la misión de la Madre del Redentor. Su nombre es celebrado por la Liturgia como glorioso y santo, como maternal y providente.
El beato Ramón Llull, en su obra Blanquerna, cuenta la historia de un monje que sólo tenía por oficio dirigir, tres veces al día, una salutación a Nuestra Señora: “¡Ave, María! Salúdate tu siervo de parte de los ángeles y de los patriarcas y los profetas y los mártires y los confesores y las vírgenes, y salúdate por todos los santos de la gloria. ¡Ave, María! Saludos te traigo de todos los cristianos, justos y pecadores […] ¡Ave, María! Saludos te traigo de los sarracenos, judíos, griegos, mongoles, tártaros, búlgaros […] Todos ellos y muchos otros infieles te saludan por ministerio mío, cuyo procurador soy…". Ojalá que, al invocar el Santo Nombre de María, también nosotros nos hagamos procuradores de los demás hombres, para que Ella sea la estrella luminosa que nos guíe a todos.

Oración
Oh Dios, cuyo Hijo, al expirar en la cruz, quiso que la Virgen María, elegida por él como Madre suya, fuese en adelante nuestra Madre, concédenos a quienes recurrimos a su protección ser confortados por la invocación de su santo nombre. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Guillermo Juan Morado.
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MARÍA, EL NOMBRE DE LA VIRGEN
“Y el nombre de la Virgen era María”, nos dirá el Evangelio. En la Sagrada Escritura y en la liturgia el nombre tiene un sentido más profundo que el usual en el lenguaje de nuestros días. Es la expresión de la personalidad del que lo lleva, de la misión que Dios le encomienda al nacer, la razón de ser de su vida.
El nombre de la Madre de Dios no fue escogido al azar. Fue traído del cielo. Todos los siglos han invocado el nombre de María con el mayor respeto, confianza y amor... Si los nombres de personajes bíblicos juegan papel tan importante en el drama de nuestra redención y están llenos de sentido, ¡cuánto más el de María!... Madre del Salvador, tenía que ser el más simbólico y representativo de su tarea en mundo y eternidad. El más dulce y suave, y, al mismo tiempo, el más bello de cuantos nombres se han pronunciado en la tierra después del de Jesús. Sólo para los nombres de María y Jesús ha establecido la liturgia una fiesta especial en su calendario.
España se anticipó en solicitar y obtener de la Santa Sede la celebración de la fiesta del Dulce Nombre de María. Nuestros cruzados, después de ocho siglos de Reconquista, apenas descubierta América, pidieron su celebración en 1513. Cuenca fue la primera diócesis que la solemnizó.

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“Y el nombre de la Virgen era María”, nos dirá el Evangelio. En la Sagrada Escritura y en la liturgia el nombre tiene un sentido más profundo que el usual en el lenguaje de nuestros días. Es la expresión de la personalidad del que lo lleva, de la misión que Dios le encomienda al nacer, la razón de ser de su vida.
El nombre de la Madre de Dios no fue escogido al azar. Todos los siglos han invocado el nombre de María con el mayor respeto, confianza y amor... Si los nombres de personajes bíblicos juegan un papel tan importante en el drama de nuestra redención y están llenos de sentido, ¡cuánto más el de María!... la Madre del Salvador, tenía que ser el más simbólico y representativo de su tarea en el mundo y en la eternidad. El más dulce y suave, y, al mismo tiempo, el más bello de cuantos nombres se han pronunciado en la tierra después del de Jesús. Sólo para los nombres de María y Jesús ha establecido la liturgia una fiesta especial en su calendario.
España, fue la primera en solicitar y obtener de la Santa Sede autorización para celebrar la fiesta del Santísimo Nombre de Maria. Y esto acaeció el año 1513. Cuenca fue la diócesis que primeramente solemnizó dicha fiesta, siguiendo su ejemplo, en seguida, las demás, porque el amor a la Virgen Maria es efusivo y prende con facilidad en terrenos de sincera devoción.
Fue el papa Inocencio XI, quien decretó, el 25 de noviembre del año 1683, que toda la Iglesia celebrara solemnemente la fiesta del Santísimo nombre de Maria.
San Bernardo de Claraval en una oración dice así: No apartes tu mirada del resplandor de esta estrella, si no quieres sucumbir entre las olas del mundo. Cuando soplen vientos de tentaciones o te abatan tribulaciones, mira a la estrella, invoca a María. Cuando olas furiosas de soberbia, ambición o envidia amenacen tragarte, mira a la estrella, invoca a María. Si la ira, avaricia o impureza quieren hundir la nave de tu alma, mira a la estrella, llama a María. Si, desesperado por la multitud de tus pecados, anegado por tus miserias, empiezas a desconfiar de tu salvación, piensa en María. En los peligros, en los sufrimientos, en tus trabajos y luchas, piensa en María, invoca a María. Que su nombre no se aleje de tu corazón ni se separe de tus labios».
Deliciosamente narra sor María Jesús de Ágreda, en su Mística Ciudad de Dios, la escena en la cual la Santísima Trinidad, determina dar a la "Niña Reina" un nombre. Y dice que los ángeles oyeron la voz del Padre Eterno, que anunciaba: "María se ha de llamar nuestra electa y este nombre ha de ser maravilloso y magnífico. Los que la invoquen con afecto devoto, recibirán copiosísimas gracias; los que la estimen y pronuncien con reverencia, serán consolados y vivificados; y todos hallarán en él remedio de sus dolencias, tesoros con que enriquecerse, luz para que los encamine a la vida eterna".
«Dios te salve, María...» Es tu santo, el de todos tus hijos. Recibe nuestra felicitación emocionada, llena de confianza en el poder de tu nombre santísimo. Unámonos a la Iglesia y con ella alegrémonos venerando el nombre de María para merecer llegar a las eternas alegrías del cielo.

La Virgen en sus distintas advocaciones, coronada de estrellas o atravesada de espadas dolorosas, resume en su culto los amores de la Península Ibérica. Creció bajo su manto, desde las montañas de Covadonga al iniciar la gran cruzada de Occidente, hasta terminarla invocando su nombre en aguas de Lepanto. La carabela de Colón descubriendo América, la prodigiosa de Magallanes dando la primera vuelta al mundo, bordarán también entre los pliegues de sus velas henchidas al viento, el dulce nombre de María, Reina y Auxilio de los cristianos.
Después de la derrota de Lepanto, los turcos se retiran hacia el interior de Persia. Cien años más tarde, con inesperado coraje, reaccionan y ponen sitio a Viena. Alborea límpido y radiante el sol del 12 de septiembre de 1663. El ejército cruzado ‑sólo unos miles de hombres‑ se consagra a María. El rey polaco Juan Sobieski ayuda la misa con brazos en cruz. Sus guerreros le imitan. Después de comulgar, tras breve oración, se levanta y exclama lleno de fe: ¡Marchemos bajo la poderosa protección de la Virgen Santa María!»
Se lanzan al ataque de los sitiadores. Una tormenta de granizo cae inesperada y violenta sobre el campamento turco. Antes de anochecer, el prodigio se ha realizado. La victoria sonríe a las fuerzas cristianas que se habían lanzado al combate invocando el nombre de María, vencedora en cien batallas. Inocencio XI extiende a toda la iglesia la festividad del dulce y santísimo nombre de María para conmemorar este triunfo de la Virgen.
«Y el nombre de la Virgen era María»... Preguntas: «¿quién eres?»> Con suavidad te responde: «Yo, como una viña, di aroma fragante. Mis flores y frutos son bellos y abundantes. Soy la madre del amor hermoso, del temor, de la santa esperaza. Tengo la gracia del camino y de la verdad. En mí está la esperanza de la vida» (cf. Si 24, 16‑21).

ESTRELLA, LUZ, DULZURA
María, Estrella del mar. En las tormentas de la vida, cuando la galerna ruge y encrespa olas, cuando la navecilla del alma está a punto de naufragar: Dios te salve, María, Estrella del mar.
María, Esperanza. Eso significa también su nombre arco iris de ilusión y anhelo que une el cielo con la tierra. «Feliz el que ama tu santo nombre ‑grita San Buenaventura , pues es fuente de gracia que refresca el alma sedienta y la hace fecunda en frutos de justicia».
Está llena de luz y transparencia. Sostiene en sus brazos a la luz del mundo (cf. Jn 8, 12). Irradia pureza. El nombre de María indica castidad, apunta Pedro Crisólogo. Azucenas y jazmines, nardos y lirios, embalsaman el ambiente con la fragancia de sus perfumes. Pero María, iluminada y pura, nos embriaga con el aroma de su virginidad incontaminada. Nos invita a todos: ,Venid a mí los que me amáis, saciaos de mis frutos. Mi recuerdo es más dulce que la. miel, mi heredad mejor que los panales» (Si 24, 19‑20).
María, mar amargo, simboliza asimismo su nombre. Asociada a la redención dolorosa de Cristo, su corazón es mar de amargura inundado de sufrimientos. Pide reparación y amor aún hoy, en Fátima y Lourdes. Dios te salve María, mar amargo de dolores. Angustia de madre, que ve con tristeza que sus hijos se condenan...
«María, nombre cargado de divinas dulzuras» (San Alfonso de Ligorio, ‑ 1 de agosto). «Puede el Altísimo fabricar un mundo mayor, extender un cielo más espacioso ‑exclama Conrado de Sajonia‑, pero una madre mejor y más excelente no puede hacerla»». Años antes, San Anselmo (‑‑ 21 de abril), prorrumpía lleno de admiración: «Nada hay igual a ti, de cuanto existe, o está sobre ti o debajo de ti. Sobre ti, sólo Dios. Debajo de ti, cuanto no es Dios>.
«Dios te salve, María...» San Bernardo (.‑ 20 de agosto), entusiasmado al mirarla, siente su corazón arrebatarse en amor. Cantaba un día la Salve con sus monjes en un anochecer misterioso. Llenos de melancolía y esperanza, los cistercienses despiden el día rodeando a la Virgen. Al llegar a la petición final ‑‑‑después de este destierro, muéstranos a jesús, fruto bendito de tu vientre‑, Bernardo sigue solo balbuceando lleno de Júbilo, loco de amor: <«¡Oh clementísima, oh piadosísima, oh dulce Virgen María...!»
MIRA A LA ESTRELLA, INVOCA A MARÍA
Estrella de los mares. Ave, Maris stella», le canta la Iglesia. La estrella irradia luz sin corromperse. De María nace Jesús sin mancillar su pureza virginal. Ni el rayo de luz disminuye la claridad de la estrella, ni el Hijo de la Virgen marchita su integridad. María es la noble y brillante estrella que baña en su luz todo el orbe. Su resplandor ilumina la tierra. Enardece corazones, florecen virtudes, se amortiguan pasiones y se ahogan los vicios.
Es la estrella bella y hermosa reluciendo en las tinieblas del mundo y marcándonos la ruta del cielo. «<Mi recuerdo durará por los siglos. El que me come, tendrá más hambre; el que me bebe, tendrá más sed. El que me escucha, no se avergonzará. El que trabaja conmigo, no pecará. Los que me den a conocer, tendrán la vida eterna» (cf. Si 24, 20‑22).
San Bernardo nos dice en este día del Santísimo y Dulce Nombre de María: ,No apartes tu mirada del resplandor de esta estrella, si no quieres sucumbir entre las olas del mundo. Cuando soplen vientos de tentaciones o te abatan tribulaciones, mira a la estrella, invoca a María. Cuando olas furiosas de soberbia, ambición o envidia amenacen tragarte, mira a la estrella, invoca a María. Si la ira, avaricia o impureza quieren hundir la nave de tu alma, mira a la estrella, llama a María. Si, desesperado por la multitud de tus pecados, anegado por tus miserias, empiezas a desconfiar de tu salvación, piensa en María. En los peligros, en los sufrimientos, en tus trabajos y luchas, piensa en María, invoca a María. Que su nombre no se aleje de tu corazón ni se separe de tus labios».
«Dios te salve, María...» Es tu santo, el de todos tus hijos. Recibe nuestra felicitación emocionada, llena de confianza en el poder de tu nombre santísimo. Unámonos a la Iglesia y con ella alegrémonos venerando el nombre de María para merecer llegar a las eternas alegrías del cielo.
El Santísimo y Dulce Nombre de María será para nosotros emblema de victoria. Así ella va delante señalando luminosa el camino... Nos apropiamos las palabras de San Bernardo que continúan su segunda homilía de la Anunciación. <,,Siguiéndola a ella, no te desviarás. Rogándola, serás fuerte. Mirándola, no te equivocarás. Agarrándote, no caerás. Siendo ella protectora, no temerás. Capitana, no te fatigarás. Siendo propicia, llegarás».
Padre Tomás Morales, s. j.

lunes, 10 de septiembre de 2018

Martes semana 23 de tiempo ordinario año par

Martes de la semana 23 de tiempo ordinario; año par

La oración de Cristo. Nuestra oración
“Por aquellos días subió Jesús al monte a orar, y se pasó la noche en la oración de Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, y eligió doce de entre ellos, a los que llamó también apóstoles. A Simón, a quien llamó Pedro, y a su hermano Andrés; a Santiago y Juan, a Felipe y Bartolomé, a Mateo y Tomás, a Santiago de Alfeo y Simón, llamado Zelotes; a Judas de Santiago, y a Judas Iscariote, que llegó a ser un traidor. Bajando con ellos se detuvo en un paraje llano; había una gran multitud de discípulos suyos y gran muchedumbre del pueblo, de toda Judea, de Jerusalén y de la región costera de Tiro y Sidón, que habían venido para oírle y ser curados de sus enfermedades. Y los que eran molestados por espíritus inmundos quedaban curados. Toda la gente procuraba tocarle, porque salía de él una fuerza que sanaba a todos.” (Lucas 6,12-19)
I. En muchos pasajes evangélicos se nos muestra Cristo unido al Padre Celestial en una íntima y confiada plegaria. Su oración siempre fue escuchada (SANTO TOMÁS, Suma Teológica), y sus discípulos conocían bien este poder de la oración del Señor. En su oración sacerdotal de la Última Cena suplica el Señor a su Padre por todos los que han de creer en Él a través de los siglos. Pidió el Señor por nosotros y su gracia no nos falta. En todo momento nos envuelve, a nosotros y al mundo entero, el amor de este corazón que tanto ha amado a los hombres y que es tan poco correspondido por ellos (JUAN PABLO II, Homilía en la Basílica del Sagrado Corazón de Montmartre, París) ¡Qué alegría pensar que Cristo, siempre vivo, no cesa de interceder por nosotros! (Hebreos 7, 25) Que podemos unir nuestras oraciones y nuestro trabajo a su oración, y que junto a ella alcanzan un valor infinito.
II. El Maestro nos enseñó con su ejemplo la necesidad de hacer oración. Repitió una y otra vez que es necesario orar y no desfallecer. Cuando también nosotros nos recogemos para orar nos acercamos sedientos a la fuente de las aguas vivas (Salmo 41, 2). Allí encontramos la paz y las fuerzas necesarias para seguir con optimismo y alegría en este caminar de la vida. ¡Cuánto bien hacemos a la Iglesia y al mundo con nuestra oración! Se ha dicho que quienes hacen oración son “como las columnas del mundo”, sin las cuales todo se vendría abajo. San Juan de la Cruz enseñaba bellamente que “es más precioso delante de Dios y del alma un poquito de este amor puro, y más provecho hace a la Iglesia, aunque parece que no hace nada, que todas esas obras juntas” (Cántico espiritual, Canción 29), que poco o nada valdrían fuera de Cristo. El diálogo íntimo de Jesús con Dios Padre fue continuo: a eso debemos aspirar nosotros, a tratar a Dios siempre, en los momentos que tenemos dedicados especialmente para ello, y a lo largo de las situaciones que tejen nuestra jornada.
III. El Señor nos dio ejemplo de aprecio por la oración vocal: en cuanto hombre, debió aprender de labio de su Madre muchas plegarias que se habían transmitido por generaciones en el pueblo hebreo. En su última plegaria al Padre utilizará las palabras de un Salmo. Y nos enseñó la oración por excelencia, el Padrenuestro, donde se contiene todo lo que debemos pedir. La oración vocal nos ayuda a mantener viva la presencia de Dios durante el día. Para evitar la rutina nos puede ayudar este consejo: “procura recitarlas con el mismo amor con que habla por primera vez el enamorado..., y como si fuera la última ocasión en que pudieras dirigirte al Señor” (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja).

Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal

domingo, 9 de septiembre de 2018

Lunes semana 23 de tiempo ordinario año par

Lunes de la semana 23 de tiempo ordinario; año par

Extiende tu mano
“Un sábado, entró Jesús en la sinagoga a enseñar. Había allí un hombre que tenla parálisis en el brazo derecho. Los escribas y los fariseos estaban al acecho para ver si curaba en sábado, y encontrar de qué acusarlo. Pero él, sabiendo lo que pensaban, dijo al hombre del brazo paralítico: -«Levántate y ponte ahí en medio.» Él se levantó y se quedó en pie. Jesús les dijo: -«Os voy a hacer una pregunta: ¿Qué está permitido en sábado, hacer el bien o el mal, salvar a uno o dejarlo morir?» Y, echando en torno una mirada a todos, le dijo al hombre: -«Extiende el brazo.» Él lo hizo, y su brazo quedó restablecido. Ellos se pusieron furiosos y discutían qué había que hacer con Jesús” (Lucas 6,6-11).
I. San Lucas (6, 6-11) nos narra hoy que el Señor curó la mano derecha seca de un hombre que había venido a la sinagoga con la esperanza puesta en Él, con la sola condición de hacer el esfuerzo de extenderla. Así son los milagros de la gracia: ante defectos que nos parecen insuperables, frente a metas apostólicas que se ven excesivamente altas o difíciles, el Señor pide esta misma actitud: confianza en Él, manifestada en el uso de los recursos sobrenaturales, y en poner por obra aquello que está a nuestro alcance y que el Maestro nos insinúa en la intimidad de la oración o a través de la dirección espiritual. Si nos empeñamos, la gracia realiza maravillas con nuestros esfuerzos que parecen poca cosa. Las virtudes se forjan día a día, la santidad se labra siendo fieles en lo menudo, en lo corriente, en acciones que podrían parecer irrelevantes, si no estuvieran vivificadas por la gracia.
II. La tibieza paraliza el ejercicio de las virtudes, mientras que éstas con el amor cobran alas. La tibieza hace que parezcan irrealizables los más pequeños esfuerzos. La persona tibia piensa que, aunque el Señor le pide que extienda su mano, ella no puede. Y, como consecuencia, no la extiende... y no se cura. La caridad se afianza en actos que parecen de poco relieve: hacer buena cara, sonreír, crear un clima amable alrededor aunque estemos cansados, evitar esa palabra que puede molestar. Los defectos arraigados ( pereza, envidia), se vencen, tratando de vivir la escena evangélica y recordando el mandato de Cristo: Extiende tu mano. Un día le preguntaron a Santo Tomás, hombre de pocas palabras, qué es lo que se necesitaba para ser santos; él contestó: QUERER. Hoy pedimos al Señor que de verdad queramos ir cada día a Él con renovado amor.
III. La dirección espiritual se engarza con la íntima acción del Espíritu Santo en el alma, que sugiere de continuo esos pequeños vencimientos que nos ayudan eficazmente a disponernos para nuevas gracias. La santidad no es para gente excepcional, el Señor nos llama a todos: a la atareada ama de casa, al empresario, al estudiante, a la dependienta de unos grandes almacenes o a la que está al frente de un puesto de verduras. El Espíritu Santo nos dice a todos: ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación. A nuestra Madre Santa María le pedimos que nos ayude a ser cada vez más dóciles al Espíritu Santo, a crecer en las virtudes, luchando en las pequeñas metas de cada día.

Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.