domingo, 27 de mayo de 2012

Domingo de Pentecostes B

Lectura de los Hechos de los Apóstoles 2,1-11. Todos los discípulos estaban juntos el día de Pentecostés. De repente un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería. Se encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las naciones de la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma. Enormemente sorprendidos preguntaban: -¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay partos, medos y elamitas, otros vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia o en Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene; algunos somos forasteros de Roma, otros judíos o prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua.

Salmo 103,1ab y 24ac.29bc-30.31 y 34. R/. Envía tu espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.

Bendice, alma mía, al Señor. / ¡Dios mío, qué grande eres! / Cuántas son tus obras, Señor; / la tierra está llena de tus criaturas. / Les retiras el aliento, y expiran, / y vuelven a ser polvo; / envías tu aliento y los creas, / y repueblas la faz de la tierra.

Gloria a Dios para siempre, / goce el Señor con sus obras. / Que le sea agradable mi poema, / y yo me alegraré con el Señor.

Lectura de la primera carta del Apóstol San Pablo a los Corintios 12,3b-7.12-13. Hermanos: Nadie puede decir «Jesús es Señor», si no es bajo la acción del Espíritu Santo. Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de servicios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Porque, lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu.

Lectura del santo Evangelio según San Juan 20,19-23. Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. En esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».

Comentario: 1. Se trata de una descripción que utiliza esquemas y elementos de la literatura escatológica. El viento, el fuego, el ruido los utiliza el AT para describir la irrupción súbita de Dios, pero en esta descripción hay algo nuevo. Como en la mañana de la creación, pero en un estadio más avanzado de la historia de la salvación, Dios establece un nuevo principio, una nueva creación. En este texto hay frecuentes alusiones a la alianza y a la asamblea del Sinaí. Pentecostés, inauguración de la nueva alianza entre Dios y su pueblo reunido en asamblea. La fiesta judía de Pentecostés, Shavuot o Fiesta de las semanas, celebraba el don de la Ley recibida en el Sinaí cincuenta días después de la Pascua. Y también era la última de las tres fiestas judías anuales con peregrinación al Templo, tras Sucot (Tabernáculos) y Pesach (Pascua). Los judíos llamaban "pentecostés" a todo el tiempo festivo de la pascua, pero sobre todo a la conclusión solemne de este tiempo que culminaba a los cincuenta días de haber comenzado. Entonces se celebraba una de las tres grandes festividades ordenadas por la Ley (Ex 23,16). Esta era la "fiesta de la siega" o de la cosecha de los cereales (Lv 23,15-21; Dt 16, 9-12 El día de Pentecostés, precisamente a los cincuenta días de la resurrección del Señor, descendió sobre los apóstoles el Espíritu Santo que les había sido prometido (Jn 14,16). El grano de trigo caído en tierra, Jesús muerto y sepultado, ha dado mucho fruto y este fruto es el Espíritu Santo. En la actualidad, igual que entonces, el pueblo judío ha celebrado Shavuot el pasado viernes, al término de la cosecha de cebada y el comienzo de la de trigo. Esta fiesta es observada por los judíos ortodoxos con un estudio religioso maratoniano y, en Jerusalén, con una convocatoria masiva a la oración festiva ante el Muro. La fiesta de Shavuot, en los kibutzim, marca el clímax de la nueva cosecha de cereales y la maduración de los primeros frutos, incluidas las siete especies mencionadas en la Biblia (trigo, cebada, vid, higo, granada, olivo y dátil).

Ahora, cincuenta días después de la inmolación de Cristo y de su resurrección, se derrama el Espíritu sobre los apóstoles. El primer elemento de esta escena es el viento que en la tradición bíblica indicaba la presencia y la acción de Dios (Gn 1,2; 2.7) y era símbolo del Espíritu de Dios (1 R 19,11s) y lo asume Jesús en Jn 3,5-8. Las lenguas de fuego indican también el Espíritu de Dios (Mt 3,11) o la presencia eficaz de Dios (Ex 3,2; 19,18; Is 6,6; Ez 1,4). También aquí hay una relación con el Sinaí. Hablar lenguas. El fenómeno puede ser la glosolalia. Los apóstoles empiezan a expresarse al modo de los antiguos profetas (Nm 11,25-29; 1 S 10,5-6). Hablan en estado extático como en Hch 10,46; 19,6 y 1 Co 10-14. Puede también referirse a la capacidad que el Espíritu comunica a la comunidad de entenderse, de formar comunidad, a pesar de las diferencias personales. Según una tradición judía la voz de Dios en el Sinaí la oyeron todos los pueblos de la tierra. También ahora todos los pueblos son testigos de la acción del Espíritu en Pentecostés. La enumeración que nos ofrece Lucas va de este a oeste, con Judá-Jerusalén en el centro. Así Lucas simboliza la totalidad del mundo habitado y la universalidad del mensaje (Pere Franquesa).

Una primitiva tradición eclesial caracterizó al escritor Lucas como "pintor entre los evangelistas". Acertó en un rasgo esencial: muchas afirmaciones que los demás escritores neotestamentarios expresan sólo formalmente, en un lenguaje nada intuitivo, los presenta Lucas en cuadros impresionantes. La afirmación central "se llenaron todos del Espíritu Santo" no se nos da escuetamente, sino descrita con fenómenos sensibles que acompañan al acontecimiento. Un ruido, como de un viento fuerte, y lenguas de fuego sirven para presentarnos -al igual que lo hace el Antiguo Testamento con la zarza ardiente, la columna de fuego o la tempestad la cercanía de Dios. Un texto rabínico cuenta que la voz de Dios se dividió en el Sinaí en setenta lenguas, de suerte que la ley fue proclamada a todos los pueblos en sus propios idiomas. Lucas se sirve de los medios literarios que le ofrece el ambiente cultural de su tiempo para exponer de forma gráfica e intuitiva la venida del Espíritu Santo que no está al alcance de los sentidos.

Lucas piensa en un prodigio, no de oír, sino de hablar (v.4). No parece que se trate aquí de la "glosolalia" que se nos describe como ininteligible y necesitada de interpretación. El efecto del vino que hace actuar al borracho de una forma que normalmente no haría (no lo hace él, sino el vino que lleva dentro) puede servir para comprender la realidad del Espíritu Santo que hace obrar y hablar a los que lo poseen de forma diferente (v.15). Lucas mantiene en los Hechos que la misión entre los no judíos se impuso poco a poco en la comunidad primitiva. Previamente, ha puesto en boca del Resucitado el esquema de todo su libro: "Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo... y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra" (Hch 1,8). De donde resulta, para la adecuada inteligencia del relato de Pentecostés, que el Espíritu Santo es, sí, el principio básico de la Iglesia y de su misión universal, pero esta misión universal no comienza a realizarse de hecho el mismo día de Pentecostés. Aunque Lucas nombra grupos de todas las naciones, dice que se trata solamente de judíos de la diáspora. El texto no pretende constatar detalles históricos ocurridos en un lugar y día determinados ante millares de ojos, sino, sobre todo, hacer una afirmación teológica sobre la presencia del Espíritu Santo en la comunidad. Pedro, que es el único que toma la palabra, explica que el plan de Dios se ha cumplido en Jesucristo y en la infusión de su Espíritu. El éxito está en el bautismo de tres mil judíos (v.41), que prueba que la Iglesia crece por dentro y por fuera gracias al Espíritu Santo. En la medida que la Iglesia cumple su tarea, lo hace por virtud de este mismo Espíritu que es el motor y la fuerza de la Nueva Ley de cada discípulo de Jesús (“Eucaristía 1990”).

La venida del Espíritu fue un acontecimiento en la historia de la salvación, que es una historia de la fe y para la fe. Los signos externos con los que se describe aquí este misterio nos muestran la irrupción de la fuerza de Dios, el Espíritu, en el mundo de los hombres y presagian la expansión del evangelio entre todos los pueblos. Las "lenguas de fuego" que se distribuyen sobre las cabezas de los discípulos de Jesús revelan que todos participan en la comunión de un mismo Espíritu e interpretan el sentido de esa comunicación. Recordemos que ese mismo Espíritu descendió sobre la cabeza de Jesús en el Jordán y que, después, comenzó su vida pública. Ahora va a comenzar la misión de los apóstoles. El Espíritu hizo que aquellos hombres medrosos y asustados salieran a la calle y predicaran desde las azoteas y en las plazas lo que apenas se atrevían a decir al oído. Mejor que lenguas extranjeras, es decir, lenguas humanas conocidas, se trata aquí de lenguas extrañas o de un modo nuevo de hablar (cfr. Mc 16,17). Probablemente es una alusión a lo que Pablo llama "don de lenguas" (1 Cor 14,2;14-17). Esta manera de hablar bajo la acción del Espíritu sólo pueden comprenderla aquellos que reciben también el mismo Espíritu. Porque el que da capacidad de hablar a los testigos es el que da a los creyentes la posibilidad de escucharles. De ahí que muchos griegos y gentiles entendieran a Pedro no obstante la diversidad de idiomas, mientras que otros, incluidos muchos judíos, que se expresaban en el mismo idioma que Pedro, no comprendieran nada y fuera para ellos como si hablara en chino o estuviera borracho. En Pentecostés sucedió lo contrario de lo que se dice de Babel, donde los hombres que intentaron escalar el cielo terminaron sin entenderse los unos a los otros. Y es que los hombres sólo pueden entenderse entre sí cuando cada uno se abre a la sorprendente gracia de Dios y no cuando luchan como titanes para alzarse sobre las nubes. Si en Babel se dispersó la humanidad, el adviento del Espíritu y su acogida por los hombres significa el principio de una nueva y definitiva reunión. Sobre la diversidad conflictiva, sobre el caos lingüístico, se cierne el Espíritu de Dios. Cuando lo recibamos de verdad, cuando todos tengamos un mismo Espíritu, nos entenderemos aunque hablemos diferentes idiomas. Y surgirá la nueva creación. Porque el problema está en la división de los espíritus, en las mentalidades opuestas y en el enfrentamiento de los intereses (“Eucaristía 1986”).

La Pascua de Pentecostés es un nuevo matiz de la gran Pascua de Cristo resucitado. No hay más que una Pascua, que se prolonga durante cincuenta días. Un día festivo extraordinariamente grande: doce horas son muy pocas para tanta alegría; por eso, nuestro «gran Domingo» (San Atanasio) tiene mil doscientas horas. Un milenario exultante, anticipado. Pentecostés es el cumplimiento de todas las promesas. Se prendió por fin la hoguera que Cristo tanto deseaba. Se abrieron los surtidores y las fuentes inagotables que se habían anunciado. Ya pueden bañarse todos y bautizarse en las aguas del Espíritu. El vino bueno que sobriamente embriaga, ya se sirve en todas las mesas. Dones abundantes, frutos sabrosos y tesoros escondidos, se ofrecen gratuitamente para aquellos que los quieran. Ya todo es posible. Las visiones y los sueños de los profetas se hacen realidad. Es la era de la paz y del Espíritu. Los hombres han aprendido a hablar la misma lengua. Así comenta S. Agustín: “Hoy celebramos la llegada del Espíritu Santo. En efecto, el Señor envió desde el cielo el Espíritu Santo prometido ya en la tierra. De esta manera había prometido ya enviarlo desde el cielo: Él no puede venir en tanto no me vaya yo; mas, una vez que yo me haya ido, os lo enviaré (Jn 16,7). Por eso padeció, murió, resucitó y ascendió; sólo le quedaba cumplir la promesa. Era lo que esperaban sus discípulos, ciento veinte personas, según está escrito; es decir, diez veces el número de los apóstoles. Eligió, en efecto, a doce y envió el Espíritu sobre ciento veinte. A la espera de esta promesa, estaban reunidos en oración en una casa, puesto que deseaban ya con la fe lo mismo que con la oración y anhelo espiritual. Eran odres nuevos a la espera del vino nuevo del cielo, que llegó. Aquel gran racimo había sido ya pisado y glorificado. Leemos, en efecto, en el evangelio: Aún no se había dado el Espíritu, porque Jesús aún no había sido glorificado (Jn 7,39). Ya habéis escuchado cuál fue su respuesta: un gran milagro. Ninguno de los presentes había aprendido más de una lengua. Vino el Espíritu Santo, los llenó a todos, y comenzaron a hablar en las distintas lenguas de todos los pueblos, que ni conocían ni habían aprendido. Se las enseñaba, el que había venido; entró a ellos y los llenó hasta rebosar. Y ésta era entonces la señal: todo el que recibía el Espíritu, nada más sentirse lleno de él, hablaba en las lenguas de todos. Y esto no sólo los ciento veinte. Las mismas Escrituras nos informan de que luego creyeron otros hombres, que fueron bautizados, recibieron el Espíritu Santo y hablaron en las lenguas de todos los pueblos. Los presentes se asustaron, unos admirándose, otros burlándose, hasta el punto de decir: Esos están borrachos y llenos de vino (Hch 2,1-13). Lo decían en plan de burla, pero algo cierto decían: eran odres llenos de vino nuevo. Cuando se leyó el evangelio oísteis: Nadie echa el vino nuevo en odres viejos (Mt 9,17). El hombre carnal no comprende las cosas del Espíritu. La carne es vetustez, la gracia novedad. Cuanto más se renueve el hombre para mejor, tanto más comprenderá, porque gustará de lo verdadero. Borbotaba el mosto, y de este borboteo fluían las lenguas de los pueblos. ¿Acaso, hermanos, no se otorga ahora el Espíritu Santo? Quien así piense, no es digno de recibirlo. También ahora se da. «¿Por qué, entonces, nadie habla en las lenguas de todos los pueblos, como las hablaban los que entonces estaban llenos del Espíritu Santo? ¿Por qué? Porque se ha cumplido lo significado mediante aquel hecho. ¿Qué cosa? Recordad que cuando celebramos el día cuarenta después de Pascua, os indiqué que nuestro Señor Jesucristo nos confió la Iglesia, y luego ascendió a los cielos. Le preguntaron los discípulos cuándo tendría lugar el fin del mundo. Él les respondió: No os corresponde a vosotros conocer el tiempo, que el Padre se reservó en su poder. Entonces aún hacía la promesa que se cumplió hoy: Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, y en toda Judea, y Samaria, y hasta los confines de la tierra (Hch 1,7-8). La Iglesia, reunida entonces en una casa, recibió el Espíritu Santo: constaba de pocos hombres, pero estaba presente en las lenguas del mundo entero. He aquí lo que se buscaba entonces. En efecto, el que aquella minúscula Iglesia hablase las lenguas de todos los hombres, ¿qué significaba sino que esta gran Iglesia habla las lenguas de todos los hombres desde la salida del sol hasta su ocaso? Ahora se cumple lo que entonces era una promesa. Escuchamos la promesa y vemos su cumplimiento. Escucha, hija, mira. A la reina misma se dijo: Escucha, hija; mira (Sal 44,11). Escucha la promesa, mírala realizada. No te ha engañado Dios, no te ha engañado tu esposo, no te ha engañado quien dio como dote su propia sangre, no te ha engañado quien de fea te hizo hermosa, y de ramera, virgen. Tú has recibido una promesa que eres tú misma; promesa recibida cuando constabas de pocos y cumplida ahora que posees a tantos. Que nadie diga, pues: «He recibido el Espíritu Santo, ¿por qué no hablo las lenguas de todos los pueblos?». Si queréis poseer el Espíritu Santo, prestad atención, hermanos míos. Nuestro espíritu, gracias al cual vive todo hombre, se llama alma. Y ya veis cuál es la función del alma respecto al cuerpo. Da vigor a todos los miembros; ella ve por los ojos, oye por los oídos, huele por las narices, habla por la lengua, obra mediante las manos y camina sirviéndose de los pies; está presente en todos los miembros al mismo tiempo para mantenerlos en vida; da vida a todos y a cada uno su función. No oye el ojo, ni ve el oído ni la lengua, ni habla el oído o el ojo; pero, en todo caso, viven: vive el oído, vive la lengua: son diversas las funciones, pero una misma la vida. Así es la Iglesia de Dios: en unos santos hace milagros, en otros proclama la verdad, en otros guarda la virginidad, en otros la castidad conyugal; en unos una cosa y en otros otra; cada uno realiza su función propia, pero todos tienen la misma vida. Lo que es el alma respecto al cuerpo del hombre, eso mismo es el Espíritu Santo respecto al cuerpo de Cristo que es la Iglesia. El Espíritu Santo obra en la Iglesia lo mismo que el alma en todos los miembros de un único cuerpo. Mas ved de qué debéis guardaros, qué tenéis que cumplir y qué habéis de temer. Acontece que en un cuerpo humano, mejor, de un cuerpo humano, hay que amputar un miembro: una mano, un dedo, un pie. ¿Acaso el alma va tras el miembro cortado? Mientras estaba en el cuerpo vivía; una vez cortado, perdió la vida. De idéntica manera el cristiano es católico mientras vive en el cuerpo; el hacerse hereje equivale a ser amputado, y el alma no sigue a un miembro amputado. Por tanto, si queréis recibir la vida del Espíritu Santo, conservad la caridad, amad la verdad y desead la unidad para llegar a la eternidad. Amén”.

2. Salmo 103. Hay similitud con un himno egipcio en honor de Aton-Ra, el dios sol, compuesto por Amenofis IV. Vació, grosso modo, su lenguaje en el molde de los seis días del Génesis, introduciendo un gran optimismo ante la naturaleza... Poniendo en guardia finalmente ante el "mal" que la libertad humana puede hacer, y que finalmente debe desaparecer. Imaginemos a Jesús. "El hombre-Dios, que vino a vivir en medio de los seres que había creado, paseándose en sus dominios, en su obra maestra, mirando el mar, el sol, los animales, los seres vivientes. ¡Las parábolas nos hablan de muchos de ellos! La alusión al "pan" y al "vino", en la obra del hombre, nos recuerda la Cena, en la cual Jesús tomó en sus manos estos dos elementos para que lo representaran. La evocación del "soplo" de Dios que da vida, hizo que se seleccionara este salmo para la fiesta de Pentecostés: "Oh Señor, envía tu Espíritu para que renueve la faz de la tierra". Jesús, la tarde de Pascua, "sopló sobre sus apóstoles y les dijo: recibid el Espíritu Santo" (Juan 20,22).

La "creación" es un acto siempre actual "de Dios": Dios mantiene permanentemente el ser a cuanto existe... ¡Crea sin cesar, en este instante! Y el Génesis afirma que Dios no hace nada sin nosotros, claro está, bajo su dependencia: "¡dominad la tierra y sometedla!" Todas estas maravillas evocadas por el salmo, pueden ser destruidas por el hombre; de allí la petición final: "que desaparezcan de la tierra los malvados". El pensamiento cristiano es fundamentalmente optimista (la creación es buena: "ella alegra a Dios", ¡dice el salmo!... No se trata de un optimismo beato e ingenuo: el perfeccionamiento de la creación es un combate: "contra el mal".

Nada tan tenue como el aliento. Pero la fragilidad es inseparable de la condición de los vivientes. Es su manera —extrema— de hacerse presentes. Lo extremadamente tenue es lo extremadamente presente. Sin duda, lo sólido e inmóvil posee también la calidad de presente, como las grandes masas del cosmos. Quien dice «vida», dice «precariedad sostenida y mantenida», el «ahora» que es la «persistencia de un instante»: “escondes tu rostro, y se espantan; les retiras el aliento, y expiran, y vuelven a ser polvo (vv. 27-29). Nuestra fugacidad, nuestra misma mortalidad queda exactamente vinculada de este modo a lo íntimo de nuestra condición de imagen de Dios, que es su contrario. Dios hace su imagen como un presente fugaz, pues Dios es Dios y su imagen no puede subsistir sino en la medida en que se recibe a sí misma de Dios. No habrá imagen de Dios si ésta se recibe de sí misma; la imagen de Dios no pasa de ser una mentira si Dios no le está presente, si Dios no le ama. Vivir como precariedad mantenida es la única condición posible de la imagen. Porque eso es vivir del amor de Dios, pues no puede haber imagen de Dios sin el amor ni imagen de Dios aparte de Dios. Este nexo entre la precariedad y la esencia de la imagen se expresa en el hecho de que el aliento, que es la precariedad misma, es también lo divino esencial, si es verdad que la vida es aliento de Dios: “Envías tu aliento, y los creas, y repueblas la faz de la tierra” (v. 30). En virtud del aliento, rostro de Dios e imagen de Dios (el ser vivo) hacen algo más que asemejarse: se tocan. Que la faz de la tierra «se renueva» significa, en el horizonte de nuestro salmo, esto: los vivientes pueden ser segados casi cada día, pero Dios no dejará de enviar a otros su aliento. La «creación» se manifiesta en el hecho de que hay incesantemente seres vivos, pues la vida tiene el poder de renovarse. Crear es aquí el término reservado (único caso en que aparece) a ese poder de mantener sobre la tierra la novedad de la vida, las jornadas siempre nuevas, los vivientes siempre nuevos (Paul Beauchand).

El salmo canta la grandeza de Dios en las obras maravillosas de la creación. Es un himno celebrativo que brota de un corazón ardiente de fe que sabe reconocer la presencia del creador en la naturaleza y su providencia en la asistencia que presta a las diferentes criaturas. Hay otros salmos que comparten con éste la labor de alabar al creador a partir de sus obras: 8,18 (v.2-7), 28 y 148. Pero este salmo, a diferencia de los demás, hace una presentación amplia y sistemática de las maravillas de la creación, lo que motiva que algún comentarista lo haya situado al lado de Gn 1 y Gn 2, como una tercera relación de la obra creadora de Dios. La liturgia le da un carácter marcadamente pascual. El domingo es el día de la resurrección pero lo es también de la creación; y en este marco lo reza la comunidad cristiana. En el v.30 la liturgia descubre una alusión al aliento de la nueva creación: el Espíritu pentecostal. Una clave de lectura y de interpretación cristiana del salmo la puede aportar Pablo en su carta a los Romanos: "Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios" (8,19-21). La visión de Pablo complementa la del salmista: el hombre nuevo, del que Jesucristo resucitado es ya la primicia, libre del pecado, aportará una nueva relación con la naturaleza (Jordi Latorre).

3. 1 Cor 12. Un solo Espíritu..., un solo Señor..., un solo Dios. Dios es la fuente de los diversos dones que tienen los creyentes, y es además el modelo de cómo la diversidad se compagina con la unidad. Una larga comparación con el cuerpo viviente permite entender lo que es la Iglesia y, al mismo tiempo, nos muestra cómo tenemos que complementarnos y respetarnos unos a otros. No hay comunidad auténtica, si cada uno no participa activamente en la vida de esa comunidad, poniendo su talento al servicio de todos. Hasta el cristiano más humilde, o más pobre, puede tener riquezas de orden moral, artístico, etc., con que puede servir a los demás. Cuando uno se compromete en la vida cristiana, el Espíritu despierta en él nuevas capacidades, muchas veces inesperadas. Si sabemos demostrar más atención a las riquezas propias de cada uno, y despertarle la conciencia de su dignidad y de su responsabilidad, veremos brotar en la Iglesia una multitud de iniciativas, fruto del Espíritu (“Eucaristía 1989”).

Pablo recuerda a los corintios los fenómenos religiosos del paganismo en su culto a los "ídolos mudos" (v.2). Para que aprendan a distinguir entre estos fenómenos y lo que es un verdadero don del Espíritu, les da este criterio: la confesión de que Jesús es el Señor. Porque ésta es la señal y el símbolo de la nueva vida, de la fe que nos salva (cfr. Rm 10,0; Hech 2,36; Flp 2,6-11). Donde se verifica esta fe actúa el Espíritu. Porque hace falta toda la fuerza de Dios para confesar, sobre todo en un mundo en el que los emperadores se hacían llamar "Dominus et Deus", que Jesús es el único Señor.

El autor pasa a hablar ahora de los "carismas" o gracias que edifican la comunidad. Siendo el amor que Dios nos tiene un amor personal es un amor que distingue a cada uno con su favor. Todos tienen su carisma, aunque todos lo tienen para bien de la comunidad. Por eso nadie debe ser marginado, o marginarse, de la comunidad de Jesús. Los que desprecian el carisma del hermano atentan contra la integridad del cuerpo de Cristo. Puede ocurrir que los carismáticos -y todos lo son en el sentido expuesto- se vean tentados a valorar cada cual sus propias dotes o dones, poniendo así en peligro la unidad. Pablo recuerda por eso que todos los carismas tienen un mismo destino, la comunidad, y un mismo principio. El Espíritu, el Señor (Jesús) y Dios (el Padre, en este contexto) no son tres causas independientes, son "uno" en la diversidad de personas. El misterio de Dios, uno y trino, está por encima de nuestras divisiones y de nuestras unidades. Lo que más se asemeja a este misterio es la unidad del amor, en la que todos somos "nosotros". Con esta imagen del cuerpo, usada ya en la literatura clásica de los estoicos para explicar tanto la unidad política como la del universo, se nos enseña que todos somos miembros vivos y, por lo tanto, activos de la iglesia, cuya cabeza es Cristo. Por encima de todas las diferencias nacionales, religiosas y sociales (Gá 3,28), el Espíritu construye y anima la unidad de la iglesia. En ese Espíritu hemos sido sumergidos (alusión al bautismo) y de ese Espíritu bebemos todos (alusión a la eucaristía) (“Eucaristía 1986”).

S. Agustín comenta: “Cuando se leyó el evangelio, oímos estas palabras del Señor: Si me amáis, guardad mis mandamientos, y yo rogaré al Padre y os dará otro consolador para que esté con vosotros eternamente: el Espíritu de Verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le conoceréis porque morará con vosotros y estará dentro de vosotros (Jn 14,15-17). Muchas son las cosas que es preciso indagar en estas breves palabras del Señor; pero es mucho para nosotros buscar todo lo que hay que buscar en ellas o hallar todo lo que en ellas buscamos. No obstante, prestando atención a lo que yo debo decir y vosotros debéis oír, según lo que el Señor se digna concedernos y de acuerdo con mi capacidad y la vuestra, recibid, amadísimos, lo que yo os puedo decir, y pedidle a él lo que no puedo daros. Cristo prometió el Espíritu Santo a los apóstoles, pero debemos advertir de qué modo se lo prometió. Dice: Si me amáis, guardad mis mandamientos, y yo rogaré al Padre y os dará otro consolador, que es el Espíritu de verdad, para que permanezca con vosotros eternamente. Éste es, sin duda, el Espíritu Santo de la Trinidad, al que la fe católica confiesa coeterno y consustancial al Padre y al Hijo, y el mismo de quien dice el Apóstol: El amor de Dios se ha difundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado (Rom 5,5).

¿Por qué, pues, dice el Señor: Si me amáis, guardad mis mandamientos, y yo rogaré al Padre y os dará otro consolador, si afirma que, si no tenemos el Espíritu Santo, no podemos amar a Dios ni guardar sus mandamientos? ¿Cómo hemos de amar para recibirlo, si no podemos amar sin tenerlo? ¿O cómo guardaremos los mandamientos para recibirlo, si no es posible observarlos sin tenerle con nosotros? ¿Acaso debe preceder en nosotros el amor que tenemos a Cristo, para que, amándolo y observando sus preceptos, merezcamos recibir al Espíritu Santo, a fin de que no ya la caridad de Cristo, que ha precedido, sino la caridad del Padre se derrame en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado? Esta afirmación es perversa. Quien cree amar al Hijo y no ama al Padre, no ama verdaderamente al Hijo, sino lo que él se ha imaginado. Porque nadie -dice el Apóstol- dice Señor Jesús si no es en el Espíritu Santo (1 Cor 12,3). ¿Y quién dice «Jesús es el Señor» del modo que lo dio a entender el Apóstol sino aquel que le ama? Muchos lo pronuncian con la lengua y lo arrojan del corazón y de sus obras, según lo que afirma de ellos el Apóstol: Confiesan conocer a Dios, pero lo niegan con sus hechos (Tit 1,16). Por tanto, si con los hechos se puede negar, también con ellos se puede afirmar. Nadie, pues, puede decir Señor Jesús de forma provechosa con la mente, con la palabra, con la obra, con el corazón, con la boca, con los hechos, si no es en el Espíritu Santo; y de este modo sólo lo puede decir el que ama. De este modo decían ya los apóstoles: Señor Jesús. Y si lo decían sin fingimiento, confesándolo con su voz, con su corazón y con sus hechos, es decir, si lo decían con verdad, era porque amaban ciertamente. Y ¿cómo podían amar, sino por el Espíritu Santo? Con todo, a ellos se les mandaba amarle y guardar sus mandamientos para recibir al Espíritu Santo, sin cuya presencia en sus almas no podrían amar ni guardar sus mandamientos. No queda más que decir que quien ama tiene consigo al Espíritu Santo y que teniéndole, merece tenerle más abundantemente, y que teniéndole con mayor abundancia es más intenso su amor. Los discípulos tenían ya consigo el Espíritu Santo prometido por el Señor, sin el cual no podían llamarle «Señor»; pero no lo tenían aún con la plenitud que el Señor prometía. Lo tenían y no lo tenían, porque aún no lo tenían con la plenitud con que debían tenerlo. Lo tenían en pequeña cantidad, y había de serles dado con mayor abundancia. Lo tenían ocultamente, y debían recibirlo manifiestamente, porque es un don mayor del Espíritu Santo hacer que ellos se diesen cuenta de que lo tenían. De este don dice el Apóstol: Nosotros no hemos recibido el Espíritu de este mundo, sino el Espíritu que procede de Dios, para conocer los dones que Dios nos ha dado (1 Cor 2,12). Y el Señor les infundió el Espíritu manifiestamente no una, sino dos veces. Poco después de haber resucitado, dijo soplando sobre ellos: Recibid el Espíritu Santo (Jn 20,22). ¿Acaso por habérselo dado entonces no les envió después también al que les había prometido? ¿O no es el mismo Espíritu Santo el que entonces les insufló y el que después les envió desde el cielo? De aquí nace otra cuestión: ¿Por qué esa donación manifiesta fue doble? Quizá en atención a los dos preceptos del amor: el amor de Dios y el amor del prójimo. Y para que entendamos que el amor pertenece al Espíritu hizo esa doble manifestación de su don. Y, si hay que buscar otra causa, no por eso hemos de alargar este sermón más de lo conveniente, con tal que tengamos bien presente que, sin el Espíritu Santo, nosotros no podemos amar a Cristo ni guardar sus mandamientos, y que tanto menos podremos hacerlo cuanto menor participación tengamos de él, y que lo haremos con tanta mayor plenitud cuanto más participemos de él. No sin motivo, por consiguiente, se promete, no sólo al que no lo tiene, sino también al que ya lo tiene: al que no lo tiene, para que lo tenga, y al que ya lo tiene, para que lo tenga con mayor abundancia. Porque si no pudiera uno tenerle más abundantemente que otro, no hubiera dicho Eliseo al santo profeta Elías: Duplíquese en mí el Espíritu que mora en ti (2 Re 2,9).

4. Jn 20,19-23. La resurrección señala el inicio de una nueva creación, se pasa del tiempo de Cristo al tiempo del Espíritu. El resucitado actúa en la comunidad con el poder y la actividad del Espíritu. En Pentecostés el Espíritu hace que el pequeño núcleo de discípulos se presente en público, asuma el lugar que le toca en la historia de la salvación y que no lo abandone hasta el retorno del Señor. La misión de los discípulos es anunciar el don de la reconciliación y de la paz. Hay cuatro hechos principales:

1. El saludo, el don de la paz, que ahora es la paz mesiánica prometida para los tiempos escatológicos. Paz que, para los discípulos reunidos, quiere decir perdón por la infidelidad durante la pasión, superación de la incredulidad y victoria sobre el miedo.

2. La identificación de Cristo. Es aquel con quien convivieron, al que crucificaron... sus manos y sus pies...

3. La misión. La paz y el perdón que ellos reciben deben transmitirlo a todos los hombres.

4. El "aliento" que indica la realidad y la naturaleza del don que se les ha hecho. "Recibid el Espíritu". Al principio de la creación el espíritu planeaba sobre las aguas -Gn 1. 2-, es el soplo de Dios que ha dado vida al hombre (Gn 2. 7). Así ahora el Espíritu plasma el hombre nuevo e inaugura la nueva creación (Pere Franquesa).

Viernes Santo, pascua de resurrección, ascensión y pentecostés: en esta secuencia temporal celebra la fe el único misterio pascual de la exaltación de Jesús y de la salvación del hombre. También el envío del Espíritu pertenece al acontecimiento pascual y se proclama en el evangelio de Juan el domingo de pascua. El saludo pascual del resucitado es "¡Paz!"; su don es la alegría. Ambas cosas son frutos del Espíritu Santo (cf. Gál 5,22); él es el gran don pascual que encierra en sí todos los demás dones. El Espíritu une para siempre a todos los discípulos con su Maestro, con su Señor resucitado; reúne a todos entre sí e inaugura un mundo nuevo por medio del perdón de los pecados. Lo dicho anteriormente se expresa en la narración de Juan con un gesto: el soplo de Jesús sobre sus discípulos. Esto evoca el episodio del Génesis (2,7), donde se dice que Dios exhaló su aliento sobre Adán y éste comenzó a vivir. Aquí también se trata de una creación, una nueva vida, que es posible al hombre después de la resurrección. La conversión y el perdón de los pecados aparecen siempre en la primera predicación apostólica impulsada por el Espíritu Santo (“Eucaristía 1989”).

Los discípulos tienen miedo a los judíos y se encierran a cal y canto en una casa. Allí permanecen hasta que la fuerza del Espíritu, como un viento impetuoso, los eche a la calle y los disperse por toda la tierra. También nosotros, no obstante creer que Jesús ha resucitado, seguimos teniendo miedo. Sobre todo, miedo a la vida y a la libertad. Se nos ha educado en el miedo. Se nos ha dicho muchas veces que la vida es un peligro, y nos hemos olvidado que el mayor peligro es renunciar a la vida... por miedo. Contra el miedo que guarda la ropa e inventa sistemas de seguridad, Jesús nos ofrece la paz verdadera en medio de los peligros del camino y aun en medio de las persecuciones. Nos ofrece la paz de los testigos, la paz y el coraje del que predica el evangelio y confiesa que el mundo no puede dar. Jesús les muestra las llagas para que comprueben que es Él mismo, el que fue crucificado y ahora sigue viviendo. Todo el evangelio es la gozosa proclamación de esa identidad: Jesús, el que padeció bajo Poncio Pilato y no otro, es el Señor. En esta alegría se cumple lo que Jesús les había prometido (Jn 16,20-22;17,13). Con esta alegría deberán anunciar a todo el mundo que han visto al Señor y que el Señor vive. Evangelizar es anunciar la buena noticia, la mejor de todas. Y esto sólo puede hacerse con inmensa alegría. Jesús los envía al mundo lo mismo que Él fue enviado por el Padre. La misión de los discípulos, la evangelización, no será posible sin la fuerza del Espíritu Santo. El gesto de Jesús encuentra su antecedente en Gn 2.7. donde se dice que Dios exhaló su aliento sobre el rostro de Adán y éste comenzó a vivir. También ahora comienza una nueva vida, una nueva creación. Esta nueva creación proclamada por el evangelio es obra del Espíritu. Pero la vida nueva no es posible sin el perdón de Dios como base de reconciliación entre todos los hombres. Predicar el evangelio es reconciliar con la fuerza del Espíritu Santo, es recrear todas las cosas (“Eucaristía 1986”).

S. Agustín comenta: “Grata es para Dios esta solemnidad en que la piedad recobra vigor y el amor ardor, como efecto de la presencia del Espíritu Santo, según enseña el Apóstol al decir: El amor de Dios se ha difundido en nuestros corazones mediante el Espíritu Santo que se nos ha dado (Rom, 5,5). La llegada del Espíritu Santo significó que los ciento veinte hombres reunidos en el lugar se vieron llenos de él. En la lectura de los Hechos de los Apóstoles escuchamos que estaban reunidos en una sala ciento veinte personas a la espera de la promesa de Cristo. Se les había dicho que permaneciesen en la ciudad hasta que fuesen revestidos del poder de lo alto. Pues yo -les dijo el Señor- os enviaré mi promesa. Él es fiel prometiendo y bondadoso cumpliendo. Lo que prometió en la tierra, lo envió después de ascendido al cielo. Tenemos una prenda de la vida eterna futura y del reino de los cielos. Si no nos engañó en esta primera promesa, ¿va a defraudarnos en lo que esperamos para el futuro? Todos los hombres, cuando hacen un negocio y difieren el pagar, la mayor parte de las veces reciben o dan unas arras, que dan fe de que luego llegará aquello a lo que anteceden como garantía. Cristo nos dio las arras del Espíritu Santo; Él, que no podía engañarnos, nos otorgó la plena seguridad cuando nos entregó esas arras, aunque cumpliría lo prometido, aun sin habérnoslas dejado. ¿Qué prometió? La vida eterna, dejándonos las arras del Espíritu. La vida eterna es la posesión de los moradores, mientras que las arras son un consuelo para los peregrinos. Es más apropiado hablar de arras que de prenda. Estas dos cosas parecen idénticas, pero entre ellas hay diferencia no despreciable. Si se dan las arras o una prenda es con vistas a cumplir lo prometido; mas cuando se da una prenda, el hombre devuelve lo que se le dio; en cambio, cuando se dan las arras, no se las recupera, sino que se les añade lo necesario hasta llegar a lo convenido. Tenemos, pues, las arras; tengamos sed de la fuente misma de donde manan las arras. Tenemos como arras cierta rociada del Espíritu Santo en nuestros corazones, para que si alguien advierte este rocío, desee llegar hasta la fuente. ¿Para qué tenemos, pues, las arras sino para no desfallecer de hambre y sed en esta peregrinación? Si reconocemos ser peregrinos, sin duda sentiremos hambre y sed. Quien es peregrino y tiene conciencia de ello desea la patria y, mientras dura ese deseo, la peregrinación le resulta molesta. Si ama la peregrinación, olvida la patria y no quiere regresar a ella. Nuestra patria no es tal que pueda anteponérsele alguna otra cosa. Sucede a veces que los hombres se hacen ricos en el tiempo de la peregrinación. Quienes sufrían necesidad en su patria, se hacen ricos en el destierro y no quieren regresar. Nosotros hemos nacido como peregrinos lejos de nuestro Señor que inspiró el aliento de vida al primer hombre. Nuestra patria está en el cielo, donde los ciudadanos son los ángeles. Desde nuestra patria nos han llegado cartas invitándonos a regresar, cartas que se leen a diario en todos los pueblos. Resulte despreciable el mundo y ámese al autor del mundo.

Si sobre María desciende el Espíritu Santo y nace Cristo, por obra y gracia del Espíritu Santo, sobre el Cenáculo desciende el Espíritu Santo con los apóstoles reunidos con María y nace la Iglesia: una, santa, católica y apostólica. Pentecostés nos recuerda que, cuando la Iglesia vive en el Cenáculo y se abre a la acción del Espíritu Santo, Señor y dador de vida, es una permanente primavera donde florece la santidad. Pentecostés nos recuerda que es en el Cenáculo donde Cristo instituye la Eucaristía, donde nos lava los pies, donde se nos da el mandamiento nuevo del amor, donde la Iglesia vive unida por la paz y la gracia del Espíritu Santo, unida a María, desde donde se lanza la Iglesia sin miedo a evangelizar. Es el trampolín desde donde mirar al mundo tan necesitado de la ternura de Dios. En Pentecostés se realiza la perenne primavera de vivir en el amor de la Iglesia, porque se habla el lenguaje del amor, que es el lenguaje que todo el mundo entiende y que es el lenguaje que, cuando lo hablan los cristianos, florece una nueva vida. Hoy existen en la Iglesia muchos signos de que sigue siendo Pentecostés y primavera en la Iglesia. Se repite Pentecostés cuando vivimos desde Cristo, muerto y resucitado, y entregamos nuestra vida para que los hombres conozcan el amor de Dios. Pentecostés nos recuerda que toda la fecundidad de nuestra vida en la Iglesia nace del Cenáculo. Cuando vivimos en la docilidad al Espíritu Santo. Esto nos lleva a la verdadera evangelización. Si los apóstoles se hubieran dedicado a teorizar, a tratar de hacer sólo planes pastorales, seguramente que estarían todavía reunidos. Es necesario mirar al Señor de la vida. Con María, amar profundamente a la Iglesia y, sobre todo, la comunión se realiza cuando nos unimos todos en el mismo Corazón de Cristo y vivimos con sus sentimientos. No hay evangelización sin Cenáculo, es decir, sin la Iglesia, sin María, sin la Eucaristía, sin la oración, sin el Papa y los obispos reunidos en el Cenáculo, sin caridad. Hoy queremos evangelizar sin Cenáculo, y ocurre que no sólo no evangelizamos, es decir, no transmitimos a Cristo, sino que muchas veces transmitimos ideologías religiosas, que no salvan, porque sólo nos salva Cristo. ¿No será ésta una de las dificultades que tenemos hoy en la Iglesia? Queremos evangelizar sin la conversión que se realiza en el Cenáculo, y nos quedamos en palabras y no salimos al mundo a dar la vida para que nuestro mundo no se pierda a Cristo, que es lo mejor de la vida. Enfrentados en temas intraeclesiales, y el mundo se muere de sed, de frío, de amor. Pentecostés es la fiesta de la cosecha, como lo celebraba el pueblo de Israel. Nuestro fruto es Cristo y nos recuerda que hay que unir Cenáculo y Pentecostés, oración y vida, fe y obras, interioridad y evangelización, y entonces, de pronto, vuelve a estallar la vida, es siempre Pentecostés en la Iglesia (Francisco Cerro Chaves).

Ven, Espíritu divino, / manda tu luz desde el cielo. / Padre amoroso del pobre; / don, en tus dones, espléndido; / luz que penetra las almas; / fuente del mayor consuelo. / Ven, dulce huésped del alma, / descanso de nuestro esfuerzo, / tregua en el duro trabajo, / brisa en las horas de fuego, / gozo que enjuga las lágrimas / y reconforta en los duelos. / Entra hasta el fondo del alma, / divina luz, y enriquécenos. / Mira el vacío del hombre, / si Tú le faltas por dentro; / mira el poder del pecado, / cuando no envías tu aliento. / Riega la tierra en sequía, / sana el corazón enfermo, / lava las manchas, / infunde calor de vida en el hielo, / doma el espíritu indómito, / guía al que tuerce el sendero. / Reparte tus siete dones, / según la fe de tus siervos; / por tu bondad y tu gracia, / dale al esfuerzo su mérito; / salva al que busca salvarse / y danos tu gozo eterno. Amén

Hoy acabamos el himno pascual Aleluya, compuesto de dos voces hebreas: “Hallelu” (que significa “alabad”) y “Yah” (uno de los 10 nombres del Dios inefable). Es una palabra de fiesta que no se quiso traducir, sino conservarla como cantaban los primeros cristianos, con el sabor original de alabanza a Dios. Ya no era con motivo de la milagrosa liberación judía de Pesach, que conmemoraban la liberación de la servidumbre y angustia de la muerte, en que los hijos de Israel sacrificaban el cordero pascual y celebraban un banquete de acción de gracias durante el que cantaban el grande y pequeño hallel, ahora terminamos la fiesta por la que Jesús nos ha salvado y hecho hijos de Dios, nos da su Espíritu y nos espera en el cielo (Diethild Eickhoff). Esta es la paz anunciada una vez más hoy: "Con esto —comenta san Cirilo de Alejandría— quiere decir: os daré el Pneuma y estaré presente en los que por mí lo reciban. Que la paz de Cristo sea su Pneuma, no hacen falta largos discursos para probarlo" "Ahora, después que en la Pascua de Cristo se ha rasgado el velo de la carne, podemos ver con toda claridad la realidad de la promesa, la paz del Señor es su Pneuma, su vida divina, Él mismo en cuanto exaltado a Kyrios y convertido ya, incluso por lo que se refiere a su naturaleza humana, en Pneuma. En este saludo de paz de la Pascua, esa fuerza de vida divina se derrama sobre los Apóstoles. No sin profundo motivo narra el Evangelista: "Habiendo Jesús dicho esto (es decir, "la paz sea con vosotros"), sopló sobre ellos y dijo: Recibid el Pneuma Santo" (Juan, 20,22). Palabra y aliento, Logos y Pneuma, son, según la tradición de la Escritura, los instrumentos generadores y vivificantes de Dios. Dijo Dios —y el cosmos fue hecho. Y al hombre "le inspiró en el rostro aliento de vida, y así fue el hombre un ser viviente" (Génesis, 2,7). Lo que sucedió entonces en la creación primera, se repite ahora: tiene lugar una nueva creación. Los Padres dicen: "Adán debía ser convertido en nueva criatura, de igual modo que fue creado y formado en el paraíso". Al soplo vital del Cristo de Pascua, florece la nueva creación, la Ecclesia de Dios” (Diethild Eickhoff). Ha terminado el tiempo en que estuvo con los discípulos y comió con ellos, y mientras no caiga el velo de nuestra corporalidad ya no le vemos… pero está aquí, tenemos su Espíritu…

sábado, 26 de mayo de 2012


SÁBADO DE LA SÉPTIMA SEMANA DE PASCUA: confiar en Jesús y seguirle, proclamar su Reino, es el camino de la felicidad: el Espíritu Santo viene a darnos esta alegría y abandono en el amor de Dios.

1ª: Hch 28, 16-20. 30-31: 16Cuando llegamos a Roma le fue permitido a Pablo vivir en casa particular con un soldado que le custodiara.
            17Tres días después convocó a los principales judíos, y una vez reunidos les dijo: Hermanos, sin haber hecho nada contra el pueblo ni contra las tradiciones de los padres fui apresado en Jerusalén y entregado en manos de los romanos, 18que después de interrogarme querían ponerme en libertad por no haber en mí ninguna causa de muerte. 19Pero ante la oposición de los judíos, me vi obligado a apelar al César, no para acusar de nada a los de mi nación. 20Por esta razón os he pedido veros y hablaros, pues llevo estas cadenas por la esperanza de Israel.
            30Pablo permaneció dos años completos en el lugar que había alquilado y recibía a todos los que acudían a él. 31Predicaba el Reino de Dios y enseñaba lo relativo al Señor Jesucristo con toda libertad y sin ningún estorbo

Salmo responsorial: 10,5-7: El Señor examina al justo y al impío, / y aborrece al que ama la violencia. / Hará llover ascuas y azufre sobre los impíos; / un viento abrasador será la porción de su copa. / El Señor es justo / y ama la justicia; / los rectos verán su rostro.

Jn 21, 20-25: Volviéndose Pedro vio que le seguía aquel discípulo que Jesús amaba, el que en la cena se había recostado en su pecho y le había preguntado: Señor, ¿quién es el que te entregará? Viéndole Pedro dijo a Jesús: Señor, ¿y éste qué? Jesús le respondió: Si yo quiero que él permanezca hasta que yo vuelva, ¿a ti qué? Tú sígueme. Por eso surgió entre los hermanos el rumor de que aquel discípulo no moriría. Pero Jesús no le dijo que no moriría, sino: Si yo quiero que él permanezca hasta que yo vuelva, ¿a ti qué?
            Este es el discípulo que da testimonio de estas cosas y las ha escrito, y sabemos que su testimonio es verdadero. Hay, además, otras muchas cosas que hizo Jesús, y que si se escribieran una por una, pienso que ni aun el mundo podría contener los libros que se tendrían que escribir.

Comentario: 1. Nos encontramos delante del pasaje final del libro de los Hechos. En él se nos informa, sucesivamente de la llegada de Pablo a Roma acompañado desde el Foro de Apio y Tres Tabernas por los hermanos de la ciudad, que habían salido a su encuentro; de la situación de arresto domiciliario en que queda (vv 15-16), y del encuentro, alocución y reto final a los judíos (17-29). De pronto, el libro se cierra bruscamente indicando que, a pesar de todo, durante dos años siguió predicando Pablo el reino de Dios y enseñando lo que se refiere al Señor Jesús con toda libertad y sin estorbos.
-Cuando entramos en Roma, se le permitió a Pablo vivir en una casa particular con un soldado que le custodiara... Permaneció dos años enteros... en una casa que había alquilado. Mientras espera su juicio y su muerte. En sólo dos años la huella de Pablo quedará en Roma, lo mismo que la de Pedro que morirá allá también. Pablo se encuentra ahora en el centro. El centro de un inmenso Imperio pagano. Hoy todavía son dignos de contemplar la suntuosidad de las ruinas de los Foros y de los numerosos Templos. En esa civilización brillante y decadente a la vez y que aparece a la luz del día, segura de su fuerza... Pablo humildemente, obstinadamente, desde su casita particular desconocida, propaga el evangelio en el corazón de algunos hombres y mujeres, una «levadura que levantará toda la pasta». A menudo suelo pensar, Señor, que HOY todavía tu evangelio se encuentra frente a un mundo impermeable; masivamente alejado de las perspectivas de la fe. Concédenos, Señor, confiar en el progreso de tu evangelio, sin acciones ruidosas, por el apostolado humilde, por la oración perseverante de los cristianos que te han encontrado. San Pablo, tan sólo con algunas decenas de cristianos, en la Roma inmensa... ¡rogad por nosotros!
-Tres días después de nuestra llegada, convocó a los principales judíos... «Hermanos, no he hecho nada contra «nuestro» pueblo... pues precisamente por la esperanza de Israel, llevo yo esas cadenas.» Sin pérdida de tiempo, emprende la evangelización de Roma. Tres días después de su llegada convoca a cuantos puede. Y como de costumbre empieza por los de «su» pueblo, y se apoya en la escritura para poner de manifiesto que la fe en Jesús es la prolongación de toda la tradición de Israel. "Innovador" y a la vez «tradicionalista»... Tiene toda la novedad del evangelio, infusa en toda la fidelidad a la tradición recibida de las generaciones precedentes. El Antiguo Testamento era portador de una "esperanza", que Jesús ha realizado. El Antiguo Testamento era una preparación: Conservado violentamente como norma intangible, pasó a ser caduco... leído y releído en la perspectiva de la novedad de Jesucristo, conserva todo su valor.
-“Recibía a todos los que iban a verle, proclamando el Reino de Dios y enseñaba con toda valentía lo referente al Señor Jesús”. Ayúdanos, Señor, a que sepamos aprovechar toda ocasión para proclamar la «buena nueva». Y en primer lugar ayúdanos a conocer mejor ese «reino» de Dios, a conocer mejor «todo lo concerniente a Jesús». Ante todo, Señor, que yo te deje «reinar» en mí, que tu voluntad se haga en mi propia vida a fin de que pueda hablar válidamente de ti a todos aquellos que de algún modo se acerquen a mí, como lo hacía Pablo en su casa de Roma. Fue durante esos dos años de su presencia en Roma cuando Pablo escribió sus Epístolas a los Colosenses, a los Efesios y el breve escrito a Filemón.
Los Hechos de los Apóstoles terminan aquí. La historia final de Pablo acaba en algo vago, en la noche. Posiblemente al cabo de dos años sería liberado... emprendería un nuevo viaje misionero... Encarcelado otra vez, morirá en Roma, bajo la persecución de Nerón, hacia el año 67 (F. Casal/Noel Quesson). En ciertas ocasiones podemos sentirnos también nosotros en parte coartados por la sociedad o por sus leyes, o mal interpretados en nuestras intenciones. Pero si de veras creemos en el Resucitado, que sigue presente, y confiamos en su Espíritu, que sigue siendo vida, fuego, savia y alegría de la comunidad eclesial, la energía de la Pascua debería durarnos y notársenos a lo largo de todo el año en nuestro estilo de vida (J. Aldazábal).
Muchos autores se preguntan por qué Lucas no narra el destino final de Pablo, si fue liberado o muerto. Algunos piensan que el libro termina abruptamente, que posiblemente se perdió el final del libro, que el texto quedó truncado, que el libro fue terminado antes de que se produjera el desenlace final del juicio de Pablo. Estas afirmaciones nacen de una mala comprensión de Hch. Lucas no pretende escribir una biografía de Pablo. En ese caso era lógico que narrara su liberación final o su condenación. Tampoco Lucas quiere narrar la historia de la misión o de los orígenes del Cristianismo. En ese caso sería una muy mala historia, pues omite cantidad de datos fundamentales para dicha reconstrucción histórica. Lo que Lucas realmente nos narra es el triunfo de la misión, el triunfo de la Palabra de Dios, el triunfo del Espíritu Santo, desde Jerusalén hasta Roma como punto de partida para la misión hasta el extremo de tierra (1, 8). Lo que Lucas especialmente nos narra, al interior de esa historia de la misión, es la conversión al Espíritu de los personajes claves de la misión: Pedro, Esteban, Felipe, Bernabé, Marcos, y finalmente Pablo. Cuando estos personajes se convierten al Espíritu, ya no se habla más de ellos en Hch. Ahora que Pablo se convierte finalmente al Espíritu, Lucas puede ya terminar tranquilamente su obra. Ahora, al final de su obra, nos narra la conversión final de Pablo al Espíritu: su orientación misionera definitiva hacia los gentiles. Las dos últimas palabras de Hch son fundamentales y finales: "con toda valentía sin obstáculo alguno". La valentía (parresía) en relación al Espíritu Santo (cf.4, 29)  significa confianza, la de un niño que se abandona en su padre (la de la oración del Padrenuestro). Pablo está ahora totalmente en la estrategia del Espíritu. La ausencia total de obstáculos (akolutos) se refiere a los obstáculos que el mismo Pablo ponía a la misión. El principal obstáculo para la misión a los gentiles era el carácter prioritario y necesario que Pablo daba a la conversión del pueblo judío. Ahora que Pablo deja esta estrategia y da definitivamente razón al Espíritu Santo, desaparece el obstáculo que Pablo mismo colocaba a la misión. La fidelidad al Espíritu es la nota final con la cual termina el libro de Lucas. Es un final lógico y coherente. ¿Predicamos nosotros hoy el Reino de Dios y enseñamos todo lo referente al Señor Jesús con toda valentía y sin estorbo alguno? ¿Logramos nosotros hoy en la Iglesia esa plenitud espiritual a la cual llegó Pablo? Al terminar la lectura de los Hch podemos ya decir que tenemos este libro en nuestras manos, en nuestra mente y en nuestro corazón. Después de entender lo que Lucas, a través del relato de Hch, comunica a su Iglesia (representada por Teófilo), podemos también nosotros hoy discernir, a través del mismo relato de Hch, lo que el Espíritu comunica a nuestra Iglesia de hoy. Terminada la lectura del texto comienza el trabajo principal de descubrir el sentido espiritual del texto para nuestra Iglesia hoy (mercaba.org).
2. Sal. 10. Dios se deleita en los justos, a quienes ve como a sus hijos amados en quienes Él se complace. Pero no se olvida de los pecadores. Él no quiere castigar ni destruir al pecador sino que se convierta y viva. En su gran amor hacia nosotros nos envió a su propio Hijo, para el perdón de nuestros pecados y para hacernos participar de su Vida y de su Espíritu, haciéndonos así hijos suyos. Aprovechemos este tiempo de gracia del Señor, pues Él ha venido a buscar y a salvar todo lo que se había perdido; Él es el Buen Pastor que busca la oveja descarriada, hasta encontrarla para llevarla sobre sus hombros de vuelta al redil. Dejémonos encontrar, salvar y amar por el Señor de tal forma que, renovados en Cristo, seamos una continua alabanza del Nombre de nuestro Dios y Padre. “La alabanza conclusiva refleja la esperanza del justo. Ver el ‘rostro’ de Dios significa aquí tener libre y confiado acceso a Dios en el Templo, de modo parecido a como la expresión ‘ver el rostro del rey’ indica en otros pasajes del AT poder acceder a él libre y confiadamente (cf. Gn 43,3.5;44.23-26; 2 S 3,13). Jesús en las Bienaventuranzas promete asimismo a los limpios de corazón que verán a Dios (cf. Mt 5,8)” (Biblia de Navarra). Esta “promesa supera toda felicidad… en la Escritura, ver es poseer… el que ve a Dios obtiene todos los bienes que se pueden concebir” (S. Gregorio de Nisa).
3. Jn. 21, 20-25. Dice S. Ireneo que Juan vivió mucho tiempo, alcanzando el imperio de Trajano (98-117). Jesús nunca habla de manera curiosa o inútil del futuro, sino de lo que necesitamos para ser fieles.
Jesús acaba de anunciar a Pedro el "género de muerte" que va a tener: una muerte violenta, forzada, un martirio, una coerción. Pedro que sabe cómo murió Jesús, hace cincuenta días, podría tenerse por dichoso de "dar gloria a Dios" por una muerte parecida a la de Jesús. Pero, y es muy natural, tiene miedo. Y en su turbación hace una pregunta: "Y Juan, ¿morirá mártir?" Dame, Señor, la gracia de vivir mi destino personal, el que Tú has escogido para mí, sin compararme con los demás.
Lo que es precisamente sorprendente es que unos hombres frágiles, parecidos a la media de la humanidad, hubieran podido fundar una obra que perdura aún. Hay aquí una fuerza más que humana. En medio de sus errores han estado protegidos en lo esencial: podemos confiar en la Iglesia... ella tiene la verdad esencial y puede transmitirla a veces a través de expresiones aproximativas.
Y nosotros mismos, en el día de hoy, estamos "rodeados de flaqueza" (Hb 5, 2). Algunas de nuestras opiniones pueden falsearse por interpretaciones demasiado humanas. Resulta verdad ahora igual que entonces, que la Verdad de Dios pasa poco a poco a través de la Iglesia.
Es volviendo a meditar constantemente el evangelio, es decir, las palabras de Jesús, como la Iglesia verifica su Fe... en la humildad, en la docilidad a esta Palabra. Este relato ha sido probablemente compuesto después de la muerte de Pedro en Roma. ¿Quién debía sucederle? Algunos pensaban que Juan, único superviviente de los doce, debía ser el sucesor.
Sabemos, históricamente, que la Iglesia de aquel tiempo hizo otra elección: un humilde sucesor de Pedro en Roma, tomó de hecho la sucesión... ¡incluso en vida de otro apóstol, Juan! En lugar de un Apóstol "inmortal", designado para siempre y que regiría la Iglesia hasta el fin de los tiempos -utopía sostenida por los partidarios de Juan, apoyándose en una Palabra mal comprendida de Jesús-, la Iglesia, seguidora de Jesús prefirió la permanencia del Espíritu en una sucesión de distintos hombres... asegurando así a la Iglesia una mayor facultad de adaptación. Mañana celebramos la Pascua de Pentecostés. Te ruego, Señor, por esta Iglesia, tan humana y tan divina, testigo de tu Verdad, en medio incluso de sus balbuceos y de sus búsquedas de todos los tiempos.
La muerte de Pedro, hacia los años 64-67 en los jardines de Nerón debió de plantear a la Iglesia primitiva una engorrosa cuestión: su "primado" tan evidente en todos los relatos del evangelio, era una prerrogativa personal que se acababa con él... o debía pasar a sus sucesores... y ¿a quién elegir como sucesor...? Esta cuestión es central en el Ecumenismo. Mañana, es ¡Pentecostés! La Iglesia es incomprensible sin el Espíritu. Hoy todavía, así creo yo, este mismo Espíritu anima las decisiones aparentemente más humanas de tu Iglesia. Mi Fe es una inmensa confianza en tu obra: Tú estás siempre presente, tú trabajas siempre en el corazón del mundo (Noel Quesson).
El evangelio de Juan termina afirmando que Jesús «hizo muchas otras cosas», pero que no caben en los libros. Pero las palabras señaladas son las que necesitamos para –como Pedro- madurar por obra del Espíritu, y así él nos dio más tarde magníficos testimonios de su amor a Jesús. Irá a Roma como Pablo… Mientras tanto, el evangelio de Juan parece como si no acabara: hay muchas otras cosas de Cristo que no caben en los libros. Ahí estamos nosotros, los que creemos en Jesús dos mil años después, los que no le hemos visto pero le seguimos. Los que estamos desplegando la Pascua en la historia que nos toca vivir. Los que hemos celebrado estas siete semanas, que concluirán con el don mejor del Resucitado, su Espíritu. Nosotros, que estamos intentando vivir en cristiano y anunciar ante el mundo que Cristo Jesús es el que da sentido a toda la historia y a nuestra vida. Y que nos estamos dejando llevar por el Espíritu de Jesús a la verdad plena, a la verdad encarnada en cada generación. Porque la finalidad de todo el evangelio, como dice Juan en su primera conclusión, es que todos crean «que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengan vida en su nombre» (Jn 20,31) (J. Aldazábal).
El “discípulo amado”, el que ha estado firme al pie de la cruz y ha recibido de Jesús moribundo el encargo de velar por su madre, el que después de una noche infructuosa de pesca ha sido el primero en reconocer a Jesús en el hombre misterioso que les pregunta si tienen algo para comer, sigue a Pedro y a Jesús que dialogan (Pedro y Jesús siempre dialogan, y a los demás nos toca seguirles). Y es objeto de una extraña profecía: que si Jesús quiere que él permanezca hasta su vuelta, a Pedro no le debe importar. Es la gratuidad del amor: a Pedro se le anuncia el martirio, al discípulo amado un destino glorioso; no porque haya hecho cosas mejores que Pedro, sino simplemente porque también ha amado mucho al Señor, hasta merecer tan honroso título. Al final de la lectura nos enteramos de que este discípulo amado es el que ha dado testimonio de todo lo que contiene el evangelio y de que él mismo lo ha escrito. Y los primeros cristianos que leyeron el 4º evangelio estaban convencidos de la veracidad de su testimonio. Tal vez ellos mismos añadieron la nota según la cual los hechos y las palabras de Jesús fueron muchos más de los narrados; que de escribirse todos no habría lugar suficiente en el mundo para los libros que los contuvieran. Por el bautismo que nos asocia íntimamente a la muerte y resurrección de Jesús, también fuimos hechos apóstoles, fuimos enviados a predicar el Evangelio como Pedro, como Juan, Como Pablo. No podemos vivir nuestra fe de cristianos en el anonimato y en la pasividad. Debemos, al contrario, abrirnos a testimoniar nuestra fe, a difundir el evangelio, la alegre noticia del amor de Dios por todos nosotros (Diario Bíblico. Cicla). «Si quiero que se quede hasta que yo venga» (Jn 21,22) puede indicar más esta continuidad que un elemento cronológico en el espacio y el tiempo. S. Agustín interpreta este privilegio de Jesús para su íntimo amigo, diciendo: "Tú (Pedro) sígueme, sufriendo conmigo los males temporales; él (Juan), en cambio, quédese como está, hasta que Yo venga a darle los bienes eternos". La Iglesia celebra, además del 27 de diciembre, como fiesta de este gran Santo y modelo de suma perfección cristiana, el 6 de mayo como fecha del martirio en que S. Juan, sumergido en una caldera de aceite hirviente, salvó milagrosamente su vida. Durante mucho tiempo se creyó que sólo se había dormido en su sepulcro (Fillion). El discípulo amado se convierte en testigo de todo ello en la medida en que es consciente de que el Señor permanece con él en toda ocasión. Ésta es la razón por la que puede escribir y su palabra es verdadera, porque glosa con su pluma la experiencia continuada de aquellos que viven su misión en medio del mundo, experimentando la presencia de Jesucristo. Cada uno de nosotros puede ser el discípulo amado en la medida en que nos dejemos guiar por el Espíritu Santo, que nos ayuda a descubrir esta presencia (Fidel Catalán). Este texto nos prepara ya para celebrar mañana domingo la Solemnidad de Pentecostés, el Don del Espíritu: «Y el Paráclito vino del cielo: el custodio y santificador de la Iglesia, el administrador de las almas, el piloto de quienes naufragan, el faro de los errantes, el árbitro de quienes luchan y quien corona a los vencedores» (San Cirilo de Jerusalén). El pecado es el gran drama de este siglo XXI. Aunque volvamos la mirada al activismo que nos domina, o al placer en el que creemos encontrar consuelo, la muerte (¡la de verdad!), sonríe irónicamente ante los “imprescindibles”, los “necesarios”, los “indispensables”… y promueve, muy sutilmente, todo tipo de “urgencias” que habían de realizarse “ayer”. Un cristiano (¡el de verdad!), no sólo predica que Jesucristo ha vencido al pecado y a la muerte, sino que con su propia vida es capaz de decir “¡no!” a todo aquello que le aparte de su Señor.
“Señor, y éste ¿qué?”. A veces nos paramos en las comparaciones que no vienen a cuento. Hablamos de “mentiras piadosas”, “envidias buenas”… pero, en realidad, seguimos buscando el tesoro en el lugar inadecuado. Otros tienen cosas de las que nosotros carecemos, un buen motivo para dar gracias a Dios, sí, pero además es conveniente recordar las mismas palabras que dirigió Jesús a Pedro: “¿a ti qué? Tú sígueme”. ¿Es que somos tan torpes de “entendederas” para comprender que sólo Cristo es capaz de colmar todas mis ambiciones y deseos? ¡Mira que somos “cabezotas”! No sólo necesitamos tropezar doscientas veces en la misma piedra, porque aunque un ángel de Dios me recordara “en carne mortal” mis continuas torpezas, aún sería lo suficientemente hábil para razonarle lo contrario.
Mañana es Pentecostés. Es hora de ponernos en marcha, junto con toda la Iglesia, para anunciar los grandes dones de Dios. No nos importen los “dimes” y “diretes” de lo que opinen otros. Nosotros a lo nuestro: unidos a María, Madre de la Iglesia, y esposa del Espíritu Santo, somos reconocidos como predilectos de Dios: “El Señor está en su templo santo, el Señor tiene su trono en el cielo; sus ojos están observando, sus pupilas examinan a los hombres”.
Mientras dura la espera de la venida del Espíritu Santo, Nuestra Señora vive como un segundo Adviento, a la vez muy semejante y muy diferente al primero, el que preparó el nacimiento de Jesús. En ambos se da la oración, el recogimiento, la fe en la promesa, el deseo ardiente de que ésta se realice. En el primero, María llevaba a Jesús oculto en su seno, permanecía en el silencio de su contemplación. Ahora, Nuestra Señora vive profundamente unida a su Hijo glorificado, en compañía de los apóstoles y de las santas mujeres, todos en el cenáculo, animados de un mismo amor y de una sola esperanza. La tradición, al meditar esta escena, ha visto la maternidad espiritual de la Virgen sobre toda la Iglesia. Nosotros esperamos la llegada del Paráclito muy unidos a nuestra Señora rezando el Santo Rosario, contemplando sus misterios.
El Espíritu Santo, que ha habitado en María desde el misterio de su Concepción Inmaculada y la llenó de su gracia, que la cubrió con su sombra (Lc 1, 35) cuando concibió a su Hijo Jesús, ahora, en el día de Pentecostés vino a fijar en Ella su morada de una manera nueva, con una plenitud única. Su corazón era el más puro, el más desprendido, el que de modo incomparable amaba más a la Trinidad Beatísima. La Virgen es la criatura más amada de Dios. Pues si a nosotros, a pesar de tantas ofensas, nos recibe como el padre al hijo pródigo; si a nosotros siendo pecadores, nos ama con amor infinito y nos llena de bienes cada vez que correspondemos a sus gracias, ¿qué hará para honrar a su Madre Inmaculada, Virgo Fidelis, Virgen Santísima, siempre fiel? (J. Escrivá de Balaguer). Todo cuanto se ha hecho en la Iglesia desde su nacimiento hasta nuestros días, es obra del Espíritu Santo. “Lo que el alma es al cuerpo del hombre, eso es el Espíritu Santo en el Cuerpo de Jesucristo que es la Iglesia. El Espíritu Santo hace en la iglesia lo que el alma hace en los miembros de un cuerpo” (San Agustín). El Espíritu Santo es también el santificador de nuestra alma. Después de Pentecostés la Virgen es “como el corazón de la iglesia naciente” (R. Garrigou-Lagrange). El Espíritu Santo, que la había preparado para ser Madre de Dios, ahora, en Pentecostés, la dispone para ser Madre de la Iglesia y de cada uno de nosotros. Santa María, Madre de la Iglesia, ruega por nosotros y ayúdanos a preparar la venida del Paráclito en nuestra alma (F. Fernández Carvajal).
Esta semana entre la Ascensión y Pentecostés podemos meditar hasta saturarnos que Jesús es el Señor: ha resucitado (es más fuerte que la muerte y el pecado), ha subido a la gloria de Dios y allí nos prepara las habitaciones para nosotros, si nos portamos bien. Quiere que le ayudemos a decir a todos que hemos de ser felices en el cielo, después de creer, de rezar, de amar aquí en la tierra. ¡Qué pena, que mucha gente no conoce a Jesús! ¡Muchos no saben que somos hijos de Dios! Que las penas también sirven, para unirlas a la cruz de Jesús, y resucitar con Él. Nosotros no vemos a Jesús, pero tenemos la esperanza que ha puesto en nuestro corazón, vamos a decirle: "Jesús, quiero estar siempre contigo, aquí en la tierra y después en el cielo, y quiero ayudar a muchos a ser felices, a ir al cielo". Jesús nos dice: ... “que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo»" (Jn 16,33). Hoy vemos cómo el egoísmo parece que se hace más grande en las familias, en los amigos, en el mundo... la gente no es más feliz sino todo lo contrario, porque le falta Dios, no rezan y por eso la gente se enfada más, tiene más violencia, agresividad... pero Jesús nos dice que tengamos confianza: «¡Ánimo!» Él ha ido al cielo a prepararnos un lugar feliz, y está pendiente de que aquí no estemos solos, se ha quedado en la Eucaristía, ese maravilloso sacramento: Él está ahí, en la Misa, en el sagrario, para que podamos comerlo y hacernos como Él, para acompañarle como nuestro mejor amigo. Y nos manda el Espíritu Santo, el Amor, para poder seguir viviendo dentro de nosotros. Como es Dios, puede hacerlo.
 No queda aquí espacio para hablar del Decenario al Espíritu Santo, que en otro momento trataremos: estos 10 días antes de la fiesta del Espíritu Santo, podemos rezarle y pedirle sus dones, para poder vivir esta docilidad: seguir a Jesús.
“Sígueme”. Nuestro seguimiento del Señor debe ser consecuencia de haberlo conocido, de amarlo y de estar totalmente comprometidos con Él y con su Evangelio. Nosotros debemos ser los primeros en hacer nuestra la Vida nueva que Dios nos ha ofrecido en Cristo Jesús, su Hijo, Hermano y Señor nuestro. Pero esa vida que Dios nos ha comunicado no podemos encerrarla, sino que la hemos de proclamar al mundo entero para que a todos llegue la salvación de Dios. A través del tiempo la Iglesia de Cristo continuará escribiendo esa historia del amor de Dios no sólo mediante sus palabras, sino también mediante sus obras, sus actitudes y su vida misma. Esto nos debe llevar a no romper la unidad en la Iglesia, y a saber respetar los carismas que Dios ha derramado a manos llenas en su Iglesia para el bien de la misma. Son Pedro y los apóstoles, al igual que sus sucesores, quienes sabrán discernir esos carismas e impulsarlos para que cada uno, a la medida de la gracia recibida, pueda colaborar para que el Reino de Dios llegue cada día con mayor fuerza entre nosotros. Así, unidos en torno a Cristo, caminando tras sus huellas llegaremos, finalmente ahí donde Él, nuestra Cabeza y Principio, nos ha precedido.
Reunidos en torno a Cristo para celebrar la Eucaristía no venimos como extraños que sólo se dedican a rezar. Venimos como los amigos íntimos de Cristo para escucharlo y para ser testigos de su Muerte y Resurrección. Venimos a fortalecer nuestra unión en el amor fraterno. Venimos para alimentarnos en la Mesa en que el Señor mismo se convierte en nuestro Pan de Vida. En la Eucaristía resuena en nuestro corazón aquel mandato de Cristo: Ámense los unos a los otros como yo los he amado. Para el cumplimiento de esta misión el Señor nos comunica su Espíritu Santo, que no es un espíritu de cobardía sino de valentía y de fortaleza para que vayamos a dar testimonio de la verdad en el mundo.
La Iglesia, que somos nosotros, extendida hasta el último rincón de la tierra, debe hacer cercano a Cristo a todos los pueblos. Por medio de la Iglesia el mundo debe continuar escuchando a Cristo, debe seguirlo tocando, debe seguirlo contemplando. Nosotros tenemos esta altísima dignidad, pero también esa gravísima responsabilidad. Tal vez muchos traten de apagar la voz del enviado y acabar con la vida del testigo. Pero no tengamos miedo. No podemos, por querer ganarnos el aprecio de los malvados, que no quieren convertirse, hacer acomodos o relecturas de la Palabra de Dios. El Señor nos quiere como testigos de su amor, de su gracia, de su misericordia. Todo esto debe generar una auténtica conversión en aquellos que escuchan a Cristo por medio de su Iglesia. Si por dar testimonio de la verdad somos crucificados, no olvidemos que detrás de la cruz está la resurrección y la vida eterna. Roguémosle al Señor, por intercesión de 

jueves, 24 de mayo de 2012


VIERNES DE LA SÉPTIMA SEMANA DE PASCUA: Pedro, pescador y pecador, por la misericordia divina es ahora pastor, su vida es llevar a las almas a Dios.

Hechos de los apóstoles 25, 13-21: Pasados algunos días llegaron a Cesarea el rey Agripa y Berenice y fueron a saludar a Festo. 14Como se detuvieron allí unos días, Festo mencionó al rey el asunto de Pablo, diciendo: Hay aquí un hombre que Félix dejó en prisión, 15contra quien presentaron acusación los Sumos Sacerdotes y los ancianos de los judíos, cuando estuve en Jerusalén, pidiendo sentencia condenatoria. 16Yo les contesté que no es costumbre entre romanos entregar a un hombre antes de que el acusado tenga delante de él a sus acusadores y la oportunidad de defenderse de la acusación. 17Cuando llegaron a mí, me senté al día siguiente en el tribunal, sin ninguna dilación, y ordené que trajeran a aquel hombre. 18Los acusadores se presentaron ante él, pero no alegaban ninguna acusación de los delitos que yo sospechaba. 19Tenían contra él ciertas cuestiones de su religión y de un tal Jesús, ya muerto, de quien Pablo afirma que vive. 20Perplejo por estas cuestiones, le propuse si deseaba ir a Jerusalén para ser juzgado allí de estas cosas. 21Pero como Pablo apeló para que su causa sea reservada a la decisión del César, mandé custodiarlo hasta que lo pueda enviar al César.

Salmo responsorial: 103/102, 1-2.11-12.19-20: Bendice, alma mía, al Señor, / y con todo mi ser a su Nombre santo. / Bendice, alma mía, al Señor, no olvides ninguno de tus beneficios. / Pues cuando se elevan los cielos sobre la tierra, / Así prevalece su misericordia con los que le temen. / Cuanto dista el oriente del occidente, / así aleja de nosotros nuestras iniquidades. / El Señor estableció su trono en los cielos, / su reino domina todas las cosas. / Bendecid al Señor, ángeles suyos, / fuertes guerreros, que ejecutáis sus mandatos, prestos a obedecer a la voz de su palabra.

Evangelio según san Juan 21, 15-19 (Jn 21,1-19 se lee en el 3º domingo de Pascua C): Después de la resurrección, habiéndose aparecido Jesús a sus discípulos junto al mar de Tiberíades, y comiendo con ellos, preguntó a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos? Pedro contestó: sí, Señor, Tú sabes que te quiero. Y Jesús le dijo: apacienta mis corderos. Por segunda vez le pregunta: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Él le contestó: sí, Señor, Tú sabes que te quiero. Y Él le dijo: apacienta mis ovejas. Por tercera vez le preguntó: Simón, hijo de Juan, ¿me quieres? Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez si lo quería, y le contestó: Señor, Tú lo conoces todo, Tú sabes que te quiero. Jesús le dijo: apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad te digo: cuando eras más joven te ceñías tú mismo e ibas a donde querías; pero cuando envejezcas extenderás tus manos y otro te ceñirá y llevará a donde no quieras. Esto lo dijo Jesús indicando con qué muerte había de glorificar a Dios. Y dicho esto, añadió: sígueme.

Comentario: 1. Los personajes históricos que se van citando en estas páginas últimas de los Hechos -gobernadores, oficiales, soldados- se conocen por los documentos civiles de la época: en Cesarea, por ejemplo, se ha encontrado recientemente una inscripción que indica el asiento que ocupaba «Pontius Pilatus» cuando asistía a las representaciones teatrales. Allí Pablo encontró al gobernador Felix, luego al gobernador Festus, después a Agripa… Al ver Pablo que Festo había ido ya demasiado lejos, apeló al César haciendo uso de nuevo de su derecho de ciudadano romano y bloqueando su proceso en el punto en que se encontraba.
Pablo afirma que Jesús está vivo. Y ciertamente Él no se ha alejado de entre nosotros; sólo se ha hecho invisible, pero continúa con nosotros; más aún: habita en nuestro propio interior. Por Él debemos estar dispuestos a ir hasta el último rincón de la tierra para proclamar su Evangelio. Pues el cumplimiento de la misión que el Señor nos ha confiado debe impulsarnos no sólo a darlo a conocer, sino a esforzarnos denodadamente para que su salvación y su vida lleguen a toda la humanidad, y surja así una humanidad nueva en Él.
2. Sal. 102. Bendigamos al Señor por su bondad y su misericordia para con nosotros. Él nos ha hecho el mayor de todos los beneficios y ha ido más allá de nuestras esperanzas, pues por medio de su Hijo no sólo nos ha perdonado nuestros pecados, sino que nos ha hecho hijos suyos. Nuestra alabanza al Señor no la daremos sólo con nuestros labios, sino con todo nuestro ser, pues a pesar de que Dios tiene su trono santo en el cielo, no nos contempla como juez, ni conforme a los criterios de los gobernantes de este mundo, sino como un Padre lleno de amor y de ternura por sus hijos.
“La bendición a Dios expresada en este salmo, una de las piezas más bellas y de espiritualidad más profunda dentro del Antiguo Testamento, es asumida, adquiriendo nuevas dimensiones, en la bendición del comienzo de la Carta a los Efesios. Ahí, en efecto, se alaba a Dios por colmarnos de toda clase de bendiciones en Cristo (Ef 1,2; Sal 103,3-5), porque nos ha redimido mediante su sangre de todos nuestros delitos (Ef 1,7; Sal 103,10), y porque no sólo nos ha tratado como hijos (Sal 103,13), sino que incluso nos ha hecho sus hijos de adopción (Ef 1,5)” (Biblia de Navarra). La Iglesia lo proclama también en la fiesta del Sagrado Corazón, pues se proclama aquí la inmensidad de la misericordia divina (vv. 11-12), imagen de la que Dios nos da en Jesús.
3. Jn. 21, 15-19. Puesto que ya hemos leído la Pasión según san Juan el Viernes Santo... y las apariciones de Jesús resucitado en los días de Pascua... saltamos hoy y mañana seguidamente, a las dos últimas páginas del evangelio de san Juan. Ya habíamos leído esta aparición en la primera semana de Pascua -por tanto el final de la Pascua conecta con su principio- pero hoy escuchamos el diálogo «de sobremesa» que tuvo lugar después de la pesca milagrosa y el encuentro de Jesús con los suyos, con el amable desayuno que les preparó. El diálogo tiene como protagonista a Pedro, con las tres preguntas de Jesús y las tres respuestas del apóstol que le había negado. Y a continuación Jesús le anuncia «la clase de muerte con que iba a dar gloria a Dios».
-“Simón, ¿me amas más que éstos?” Tres fueron las negaciones de Pedro, y para que no esté triste tres son las veces que Jesús pregunta a Pedro si le quiere. Jesús necesita que le digamos no tres sino 33 veces cada día que le queremos. Las faltas de amor no nos han de agobiar, se arreglan con actos de amor. Esto nos hace pensar en el sacramento del perdón, para confesar nuestros pecados, y tener una alegría inmensa. Jesús, a las orillas del lago, acaba de comer con sus discípulos; que los momentos de desafección acaben así, con una fiesta. En la gran corriente de la Historia del mundo, de que hablan la prensa y la radio se halla esta "mi" aventura personal que se desarrolla desde "mi" fe. "¿Me amas, Tú?" No puedo refugiarme en la respuesta de los demás. Es a mí a quien concierne, soy yo el preguntado: -“Sí, Señor, Tú sabes... Es así... también el Señor conoce muy bien la debilidad de Pedro. Pero Pedro apela a ese conocimiento aun más profundo que Jesús tiene de él: "¡Tú bien sabes que yo te amo!"
-“Apacienta mis corderos”. Después del perdón, vuelta al trabajo… La intimidad de la Fe y la respuesta de amor de Pedro no se han escrito para ser saboreadas sentimentalmente sino para ser transformadas en responsabilidad. La relación personal con Jesús, ciertamente indispensable no es un "dúo afectivo" que se cierra sobre "los dos". Este amor es la fuente de un lanzamiento hacia los demás. Puesto que amas a Dios, sé responsable de los demás; sé su pastor... vela sobre ellos... condúceles a los verdes pastos.
-“Tres veces Jesús le preguntó "¿Me amas, tú?" Las tres preguntas sucesivas quizá recuerdan a Pedro las tres veces que había negado a su Maestro. Jesús usa dos veces el verbo amar (agapás me) y Pedro contesta siempre con otro verbo: te quiero (filo se), no se atreve a decir que ama con un amor tan grande como el que Jesús nos ama. La tercera vez Jesús toma el verbo de Pedro: me quieres (filéis me). También usa el Señor verbos distintos: boske y póimaine, que traducimos respectivamente apacienta y pastorea (así también de la Torre), teniendo el segundo un sentido más dinámico: llevar a los pastos. En cuanto a corderos (arnía) y ovejas (próbata) - el probátia: ovejuelas, que algunos prefieren la segunda vez, no añade nada (cf. Pirot) - indican matices que han sido interpretados muy diversamente. Según Teofilacto, los corderos serían las almas principiantes, y las ovejas las proficientes. Según otros, representan la totalidad de los fieles, incluso los pastores de la Iglesia. Pirot hace notar la relación con el redil del Buen Pastor (10, 1 - 16; cf. Gál. 2, 7 - 10). El Concilio Vaticano invocó este pasaje al proclamar el universal primado de Pedro (Denz. 1822), cuya tradición testifica autorizadamente S. Ireneo, obispo y mártir. Ello no obstante es de notar la humildad con que Pedro sigue llamándose simplemente copresbítero de sus hermanos en el apostolado (I Pedr. 5, 1; cf. Hech. 10, 23 y 26 y notas), a pesar de ser el Pastor supremo. Él había afirmado en la Ultima Cena que, aunque todos abandonaran a Jesús, él no lo abandonaría. Pero luego lo negó tres veces, jurando que ni le conocía. Ahora, a la pregunta de Jesús: «Pedro, ¿me amas más que éstos?», tiene que contestar con mucha más humildad: «Señor, tú sabes que te quiero». Se cuida mucho de no añadir que «más que los demás». “Pedro se entristeció de que le preguntara por tercera vez”. La triple negación es ahora una triple pregunta. Esto es lo que evidentemente piensa Pedro. Un buen responsable en la Iglesia o en un grupo cualquiera. Ciertamente no es el que aplasta a los otros con su superioridad... es el que conoce su propia debilidad y cuenta más con la amistad de Dios que con sus propias fuerzas humanas. En la Iglesia sobre todo, el Papado o el Episcopado deben distinguirse por esta señal: ser conscientes de sus propios límites, amar, acordarse de su propia debilidad. El primado de Pedro, su responsabilidad sobre sus hermanos, es una carga que Cristo le confió, y que se apoya en una "profesión de amor": Jesús le ha pedido incluso ser superiormente amante... "¿Me amas tú, más que éstos?"
El momento será inolvidable. Están los ocho alrededor de las brasas. Tienen frío y hambre, aunque no se atreven a comer. Jesús les anima sonriendo. El ambiente tiene un clima familiar y cálido propicio para las confidencias. Jesús va repartiendo el pan, como un recuerdo del pan de cada día prometido.
Sólo una vez finalizado el almuerzo, cuando todos hubieron reparado sus fuerzas, el Maestro comenzó a hablar. Le gusta hacerlo en esa intimidad. Jesús se dirige a Simón para confirmarle en la vocación de apóstol y otorgarle el primado. La conversación está llena de matices; pues en ella se mezcla la ternura, el perdón y la llamada a una mayor entrega. Y ocurre a orillas del mismo lago donde tres años antes le había dicho: "Sígueme", y dejándolo todo, le había seguido.
Jesucristo interroga a Pedro, por tres veces, como si quisiera darle una repetida posibilidad de reparar la triple negación. La primera pregunta se inicia con el nombre antiguo de Pedro al decirle Jesús: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?" Pedro debió sentir un sobresalto al sentirse llamado Simón, aunque no era infrecuente que Jesús lo hiciese; pero sintió como si Jesús le dijese: "acuérdate de tus orígenes, si quieres puedes volver a tu tranquila vida anterior. ¿Te acuerdas de tus antiguas preocupaciones?". Y Pedro recuerda todo, incluidas sus negaciones. "Sí, Señor, tú sabes que te amo" es la respuesta de Pedro, quizá pronunciada en voz baja. (cf. Josemaría Escrivá). ¡Qué lejos quedan los alardes de entusiasmo y fervor!; pero no es menos sincero que antes. Ahora Pedro no se ha atrevido a responder a todo lo que el Señor le preguntaba; por esto respondió ´Yo te amo´, sin decir ´más que estos´. No quiso exponerse de nuevo. Él podía responder de su propio corazón; no debía ser juez del corazón ajeno. La lección de humildad ha sido aprendida, debe confiar mucho en Dios y poco en sí mismo si quiere ser fiel, y, desde luego, no compararse con nadie.
"Apacienta mis corderos" es la respuesta de Jesús. En las tres ocasiones que interroga a Pedro sobre su amor confirma su misión como pastor a semejanza de Cristo.
“Las dos siguientes dice el Señor: “Pastorea y apacienta mis ovejas”. Los matices son importantes. Lo primero es nombrarle pastor. Al llamarle después de la primera pesca milagrosa le dice que será “pescador de hombres”, ahora le nombra “pastor”. Cristo nunca habla de sí mismo como pescador, en cambio muy frecuentemente se muestra como "el buen pastor", el que cuida las ovejas, el que busca buenos pastos, y defiende el rebaño de los lobos, no es un asalariado que huye ante el peligro, llama a cada oveja por su nombre, va delante de ellas; las ovejas conocen su voz pues es el pastor único que forma un sólo rebaño. Pedro será Pastor del rebaño de Cristo” (Enrique Cases).
¿Qué significa que “el pescador” es ahora “pastor”? Benedicto XVI trató del tema al comienzo de su pontificado, cuando tiene lugar “la entrega del anillo del pescador. La llamada de Pedro a ser pastor, que hemos oído en el Evangelio, viene después de la narración de una pesca abundante; después de una noche en la que echaron las redes sin éxito, los discípulos vieron en la orilla al Señor resucitado. Él les manda volver a pescar otra vez, y he aquí que la red se llena tanto que no tenían fuerzas para sacarla; había 153 peces grandes y, “aunque eran tantos, no se rompió la red” (Jn 21, 11). Este relato al final del camino terrenal de Jesús con sus discípulos, se corresponde con uno del principio: tampoco entonces los discípulos habían pescado nada durante toda la noche; también entonces Jesús invitó a Simón a remar mar adentro. Y Simón, que todavía no se llamaba Pedro, dio aquella admirable respuesta: “Maestro, por tu palabra echaré las redes”. Se le confió entonces la misión: “No temas, desde ahora serás pescador de hombres” (Lc 5, 1.11). También hoy se dice a la Iglesia y a los sucesores de los apóstoles que se adentren en el mar de la historia y echen las redes, para conquistar a los hombres para el Evangelio, para Dios, para Cristo, para la vida verdadera. Los Padres han dedicado también un comentario muy particular a esta tarea singular. Dicen así: para el pez, creado para vivir en el agua, resulta mortal sacarlo del mar. Se le priva de su elemento vital para convertirlo en alimento del hombre. Pero en la misión del pescador de hombres ocurre lo contrario. Los hombres vivimos alienados, en las aguas saladas del sufrimiento y de la muerte; en un mar de oscuridad, sin luz. La red del Evangelio nos rescata de las aguas de la muerte y nos lleva al resplandor de la luz de Dios, en la vida verdadera. Así es, efectivamente: en la misión de pescador de hombres, siguiendo a Cristo, hace falta sacar a los hombres del mar salado por todas las alienaciones y llevarlo a la tierra de la vida, a la luz de Dios. Así es, en verdad: nosotros existimos para enseñar Dios a los hombres. Y únicamente donde se ve a Dios, comienza realmente la vida. Sólo cuando encontramos en Cristo al Dios vivo, conocemos lo que es la vida. No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario. Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con Él. La tarea del pastor, del pescador de hombres, puede parecer a veces gravosa. Pero es gozosa y grande, porque en definitiva es un servicio a la alegría, a la alegría de Dios que quiere hacer su entrada en el mundo.
Quisiera ahora destacar todavía una cosa: tanto en la imagen del pastor como en la del pescador, emerge de manera muy explícita la llamad a la unidad. “Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo Pastor” (Jn 10, 16), dice Jesús al final del discurso del buen pastor. Y el relato de los 153 peces grandes termina con la gozosa constatación: “Y aunque eran tantos, no se rompió la red” (Jn 21, 11). ¡Ay de mí, Señor amado! ahora la red se ha roto, quisiéramos decir doloridos. Pero no, ¡no debemos estar tristes! Alegrémonos por tu promesa que no defrauda y hagamos todo lo posible para recorrer el camino hacia la unidad que Tú has prometido. Hagamos memoria de ella en la oración al Señor, como mendigos; sí, Señor, acuérdate de lo que prometiste. ¡Haz que seamos un solo pastor y una sola grey! ¡No permitas que se rompa tu red y ayúdanos a ser servidores de la unidad!”
-“Cuando eras joven te ceñías e ibas adonde querías; cuando envejezcas, otro te ceñirá y llevará adonde no quieras”. Una última parábola de Jesús, sobre la "juventud" y la "vejez", sobre la "libertad" y la "coerción". Llega una edad en la que no puede hacerse todo lo que se quisiera. ¿Cuál es la significación, el valor de todo esto?
-“Jesús lo dijo indicando con qué muerte había de glorificar a Dios”. Toda coerción, todo lo que nos conduce "allá donde no quisiéramos ir", puede transformarse en "martirio", en "testimonio" de amor: valor inmenso del sufrimiento aceptado, participación en la redención universal de Jesús. Yo te ofrezco, Señor, todas mis coerciones y limitaciones del día de hoy… (Noel Quesson).
Pedro, el apóstol impulsivo, que quería de veras a Jesús, aunque se había mostrado débil por miedo a la muerte, tiene aquí la ocasión de reparar su triple negación con una triple profesión de amor. Jesús le rehabilita delante de todos: «apacienta mis corderos... apacienta mis ovejas». A partir de aquí, como hemos visto en el libro de los Hechos, Pedro dará testimonio de Jesús ante el pueblo y ante los tribunales, en la cárcel y finalmente con su martirio en Roma. Al final de la Pascua, cada uno de nosotros podemos reconocer que muchas veces hemos sido débiles, y que hemos callado por miedo o vergüenza, y no hemos sabido dar testimonio de Jesús, aunque tal vez no le hayamos negado tan solemnemente como Pedro. Tenemos la ocasión hoy, y en los dos días que quedan de Pascua, y cada día, para reafirmar ante Jesús nuestra fe y nuestro amor, y para sacar las consecuencias en nuestra vida, de modo que este testimonio no sólo sea de palabras, sino también de obras: un seguimiento más fiel del Evangelio de Jesús en nuestra existencia. También a nosotros nos dice el Señor: «sígueme». Desde nuestra debilidad podemos contestar al Resucitado, con las palabras de Pedro: «Señor, Tú sabes que te amo». Y también, imitando esta vez a Pablo, podemos reafirmar que «creemos que Jesús, ese a quien el mundo da por difunto, está vivo» (J. Aldazábal).
Con Juan Pablo II vimos este seguimiento a la voz de Dios por parte de ese Papa grande, en muchas cosas: en su testamento dijo que no dejaba nada material: en realidad, todos sabemos que lo ha dado todo, y lo que es más, que se ha dado del todo. El Cardenal Ratzinger dijo en el funeral que desde que Karol escuchó la voz del Señor: “¡Sígueme!” comenzó aquella respuesta a la vocación que fue dando con su vida, en una respuesta total a la llamada divina (cf. Juan 15, 16), como el buen pastor que “da su vida por las ovejas” (Juan 10, 11) y les lleva a permanecer en el amor (cf. Juan 15, 9). El recuerdo de la entrega de este gigante de la Historia puede aprovecharnos, para sacar propósitos de santidad: «¡Levantaos, vamos!», nos decía hace poco con las palabras que Jesús dirigió a sus apóstoles somnolientos; palabras que hoy resuenan en nuestros oídos con un tono especial de más exigencia, para “levantarnos” en una entrega al ritmo de la suya, pues lo hemos visto luchar sin cansancio hasta el final, superando todo tipo de dificultades, fiel hasta la muerte, en una vida llena. No se reservó nada para él, quiso darse del todo. “El amor de Cristo fue la fuerza dominante en nuestro querido Santo Padre; quien lo ha visto rezar, quien lo ha oído predicar, lo sabe”, sigue diciendo Ratzinger: A Juan Pablo II le pasó como a san Pedro, a quien Jesús dijo: “«cuando eras joven…, ibas adonde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras» (Juan 21, 18)... En el primer período de su pontificado el Santo Padre, todavía joven y repleto de fuerzas, bajo la guía de Cristo fue hasta los confines del mundo. Pero después compartió cada vez más los sufrimientos de Cristo, comprendió cada vez mejor la verdad de las palabras: «Otro te ceñirá...». Y precisamente en esta comunión con el Señor que sufre anunció el Evangelio infatigablemente y con renovada intensidad el misterio del amor hasta el fin”.
Jesús profetiza a Pedro el martirio en la cruz, lo que ocurrió en el año 67 en Roma, en el sitio donde hoy se levanta la Basílica de S. Pedro (cf. II Pedr. 1, 12 - 15. Véase 13, 23). Con Pedro y María, vamos preparando la fiesta de la Pentecostés: Ven, Espíritu divino, espíritu de este amor para seguir a Jesús haciendo nuestra su vida de entrega... Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero. Y también nosotros “encontramos consuelo en este poder de las llaves que Jesucristo otorga a todos sus sacerdotes-ministros, para volver a abrir las puertas de su amistad. —Señor, veo que un desamor se arregla con un acto de amor inmenso. Todo ello, nos conduce a valorar la joya inmensa del sacramento del perdón para confesar nuestros pecados, que realmente son “des-amor”.
El amor a Cristo no puede ser auténtico mientras no se traduzca en un verdadero servicio a nuestro prójimo. Cuidar, velar de él, procurar su bien, defenderlo del mal y de las insidias de los malvados, estará indicando el grado de amor que realmente le tenemos a Cristo. Si en verdad amamos a Cristo debemos dejarnos conducir por su Espíritu. Mientras uno es joven, inmaduro, va por los propios caminos, por los propios caprichos e imaginaciones. Una fe madura debe llevarnos a dejarnos conducir por el Espíritu que, como el viento, nos llevará por donde Él quiera. Entonces podremos ser auténticos testigos de Cristo, dispuestos incluso a derramar nuestra sangre por Él en favor de nuestro prójimo, a quien amaremos como nosotros hemos sido amados por el Señor. En la Eucaristía el Señor nos comunica su Vida, su Amor para que realmente podamos transformarnos por obra de su Espíritu en nosotros. El Señor espera de nosotros no sólo un momento de oración, tal vez muy devota; Él quiere de nosotros un auténtico compromiso de amor que nos lleve a amar y servir a nuestro prójimo hasta el extremo, como nosotros hemos sido amados por Cristo. El Señor nos pide que vayamos tras sus huellas de servicio, de entrega en favor de los demás. Junto con Él nuestra vida se ha de entregar por los demás y nuestra sangre se ha de derramar para el perdón de sus pecados. Unidos al Sacrificio redentor de Cristo estamos aceptando darlo todo, con amor, para que el Reino de Dios y su salvación llegue a todos. Cristo ha velado por nosotros, por nuestro bien, por nuestra salvación. Ahora quiere que su Iglesia continúe con esa misma obra a través del tiempo. Vivamos totalmente comprometidos con la obra de salvación que el Señor nos ha confiado. Por eso, quienes vivimos la Eucaristía debemos ir hacia nuestro prójimo como testigos de la Resurrección de Cristo, hombres renovados y nacidos del Espíritu para estar al servicio del Evangelio, amando, socorriendo, perdonando, levantando a nuestro prójimo. Ir tras las huellas de Cristo no puede quedarse en un estar con Él en algunos actos de piedad; ir tras las huellas de Cristo nos debe hacer testigos de Él con la vida y las obras. Velar por nuestro prójimo no puede quedarse sólo en remediarle sus necesidades materiales o corporales; mientras no procuremos que el amor a Dios y al prójimo se haga realidad en ellos, mientras Cristo no signifique todo para ellos, mientras no se dejen conducir por el Espíritu Santo, mientras no les enseñemos a ir tras las huellas de Cristo estaremos errando en la finalidad principal del anuncio del Evangelio. Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de saber vivir en un auténtico amor a Dios, convirtiéndonos en templos suyos, de tal forma que, desde ese amor y presencia del Señor en nosotros, podamos vivir también con autenticidad el compromiso de salvación que debemos cumplir en favor de nuestro prójimo. Amén (www.homiliacatolica.com)