miércoles, 28 de marzo de 2012

Cuaresma 5, jueves: Dios establece una alianza con Abraham, y por la fe genera una familia de los hijos de Dios que se lleva a cumplimiento en Jesús,

Libro de Génesis 17,3-9: Abrám cayó con el rostro en tierra, mientras Dios le seguía diciendo: "Esta será mi alianza contigo: tú serás el padre de una multitud de naciones. Y ya no te llamarás más Abrám: en adelante tu nombre será Abraham, para indicar que Yo te he constituido padre de una multitud de naciones. Te haré extraordinariamente fecundo: de ti suscitaré naciones, y de ti nacerán reyes. Estableceré mi alianza contigo y con tu descendencia a través de las generaciones. Mi alianza será una alianza eterna, y así yo seré tu Dios y el de tus descendientes. Yo te daré en posesión perpetua, a ti y a tus descendientes, toda la tierra de Canaán, esa tierra donde ahora resides como extranjero, y yo seré su Dios". Después, Dios dijo a Abraham: "Tú, por tu parte, serás fiel a mi alianza; tú, y también tus descendientes, a lo largo de las generaciones.

Salmo 105,4-9: ¡Recurran al Señor y a su poder, busquen constantemente su rostro; / recuerden las maravillas que Él obró, sus portentos y los juicios de su boca! / Descendientes de Abraham, su servidor, hijos de Jacob, su elegido: / el Señor es nuestro Dios, en toda la tierra rigen sus decretos. / Él se acuerda eternamente de su alianza, de la palabra que dio por mil generaciones, / del pacto que selló con Abraham, del juramento que hizo a Isaac.

Evangelio según San Juan 8,51-59: En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos: «En verdad, en verdad os digo: si alguno guarda mi Palabra, no verá la muerte jamás». Le dijeron los judíos: «Ahora estamos seguros de que tienes un demonio. Abraham murió, y también los profetas; y tú dices: “Si alguno guarda mi Palabra, no probará la muerte jamás”. ¿Eres tú acaso más grande que nuestro padre Abraham, que murió? También los profetas murieron. ¿Por quién te tienes a ti mismo?». Jesús respondió: «Si yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada; es mi Padre quien me glorifica, de quien vosotros decís: “Él es nuestro Dios”, y sin embargo no le conocéis, yo sí que le conozco, y si dijera que no le conozco, sería un mentiroso como vosotros. Pero yo le conozco, y guardo su Palabra. Vuestro padre Abraham se regocijó pensando en ver mi día; lo vio y se alegró». Entonces los judíos le dijeron: «¿Aún no tienes cincuenta años y has visto a Abraham?». Jesús les respondió: «En verdad, en verdad os digo: antes de que Abraham existiera, Yo Soy». Entonces tomaron piedras para tirárselas; pero Jesús se ocultó y salió del Templo.

Comentario: En el evangelio de hoy, Jesús se vincula a la gran historia que comienza en Abraham: «Abraham exultó esperando ver mi día. Lo vio y se alegró... Antes que naciera Abraham, “¡Yo soy!”». Es siempre ese “yo soy con vosotros”, una presencia divina en nuestra vida, por la Encarnación. Dirá Clemente de Alejandría: “ésta es la única manera de mantenerse sin tropiezo: tener presente que Dios está siempre a nuestro lado”.
1. Abraham rostro en tierra habla con Dios (se le llama “El-Saday”, que puede significar “Dios omnipotente”, “Dios de las montañas”, “Dios de la abundancia”). Nosotros también podemos hablar con Dios. Y Dios le habla: -“Esta es mi alianza contigo: Serás padre de una multitud de pueblos. Te haré fecundo sobremanera”. No era fecundo, y le es anunciada una fecundidad sobrehumana. Es su inmensa fecundidad espiritual: él es el «padre de los creyentes»: es el primero en haber creído... puso su fe en Dios... se lanzó a la mayor aventura espiritual de todos los tiempos, renunciando a apoyarse en sus propias luces y en sus propias fuerzas, para únicamente apoyarse en Dios; que le dice –por primera vez en la Biblia-: “sé perfecto”, llamada a la santidad que Jesús extiende a todos (cf. Mt 4,48). Es el hermoso riesgo de la Fe. La aventura de la Fe. Abandonar su país. Sus seguridades humanas. Entregarlo todo. Esperarlo todo de otro. Renunciar a sus aparentes certezas naturales, para confiarse a la Palabra y a la Promesa de otro.
-“Estableceré mi alianza entre nosotros dos, una alianza perpetua...” (Jesús dirá: «Si alguien guarda mi Palabra, no verá jamás la muerte»). Una alianza eterna entre Dios y el hombre. El hombre que no quiere morir, el hombre que se agarra excesivamente a la vida... es ridículo y loco. Hay quien lo tiene todo atado, y una enfermedad… y se descontrola todo, basta tener un accidente y todo se derrumba, si no se ve la mano de Dios. Abram cree. Dios –por primera vez también- cambia su nombre: se llamará “Abraham”, le hace padre de un linaje. Si no queremos morir, tenemos sólo un medio a nuestra disposición; se trata de un famoso salto a lo desconocido: aceptar un contrato con Dios, hacer «Alianza con Él», perpetuarnos –personalmente, en el cielo, y crear un linaje-: «En verdad, yo os digo: si alguien guarda mi Palabra, no verá jamás la muerte.» ¡Esa fue la apuesta de Abraham! La Fe. Abraham hizo esa apuesta, fue el primero entre esa categoría de hombres que juegan toda su vida a una carta: Dios. San Pablo dirá que Abraham apostó sobre «aquel que es capaz de resucitar a los muertos» (Rm 4, 18). Esperando contra toda esperanza, creyó, y pasó a ser padre de una multitud: “Yo seré tu Dios... y tú, guardarás mi alianza...” Dios, por su parte, es fiel. Pero nosotros, ¿somos fieles a la alianza? ¿De veras hemos apostado todo a Dios? ¿Confiamos, realmente, en su Palabra? Nuestra vida diaria, nuestros gustos y decisiones cotidianas no ponen de manifiesto, a menudo, que sólo nos fiamos de nosotros mismos? Señor, creo, pero haz que crezca mi Fe (Noel Quesson). Dios le da a Isaac, que significa: “Dios, sonríe”. Y la sonrisa de Dios llena de alegría el corazón del viejo patriarca. Jesús se declara el verdadero objeto de la promesa hecha a Abraham, la verdadera causa de su alegría, el Isaac espiritual, el hijo de Dios.
2. El salmo nos muestra a Dios, siempre fiel a pesar de las infidelidades de su Pueblo. Pero aun cuando Dios siempre está dispuesto a perdonar nuestras culpas, no podemos pensar que ha quedado sin efecto lo que le corresponde al Pueblo. El Salmo concluirá diciendo que si Dios ha sido fiel, al Pueblo corresponde obedecer sus mandamientos y practicar sus leyes. Dios siempre está a nuestro lado como Padre y como poderoso defensor. Busquémoslo sin descanso para vivir totalmente comprometidos con Él y no sólo para recibir sus beneficios. El mismo Cristo nos invita a buscar primero el Reino de Dios y su justicia, sabiendo que todo lo demás llegará a nosotros por añadidura.
3. Los judíos han entendido perfectamente la pretensión que hay en la afirmación de Jesús: que Él confiere la vida eterna, no es una persona "normal", sólo a Dios compete eso, y le llaman endemoniado. Sin fe, Jesús y los que lo siguen se valoran excesivamente, son “fanáticos”, piensan demasiado en Dios: "¿Pero tú, por quién te tienes?", será siempre la tentación, los del entorno nos dirán: procura ser “simplemente” una persona “normal”, no te creas “especial”. Jesús contesta: “si dijera "no lo conozco" sería, como vosotros, un embustero, pero yo lo conozco y guardo su palabra”. Jesús les dijo: “os aseguro –lo dice en fórmula solemne- que antes que naciera Abraham existo yo". Convivir con mil años antes es decir: “Yo existo desde siempre”, es asumir la manifestación del nombre que Dios hizo a Moisés, y éste es el tema de las lecturas que leemos desde el lunes: “yo soy el que está con nosotros”, “Dios con nosotros, el Emmanuel”, Jesús. El nombre de Dios era “impronunciable” para los judíos, como comenta Ratzinger: “No obstante, sigue siendo cierto que Dios no rechazó simplemente la petición de Moisés y, para entender este singular entrelazarse de nombre y no-nombre, hemos de tener claro lo que significa realmente un nombre. Podríamos decir sencillamente: el nombre crea la posibilidad de dirigirse a alguien, de invocarle. Establece una relación. Cuando Adán da nombre a los animales no significa que describa su naturaleza, sino que los incluye en su mundo humano, les da la posibilidad que ser llamados por él. A partir de ahí podemos entender de manera positiva lo que se quiere decir al hablar del nombre de Dios: Dios establece una relación entre Él y nosotros. Hace que lo podamos invocar. Él entra en relación con nosotros y da la posibilidad de que nosotros nos relacionemos con Él. Pero eso comporta que de algún modo se entrega a nuestro mundo humano. Se ha hecho accesible y, por ello, también vulnerable. Asume el riesgo de la relación, del estar con nosotros.
Lo que llega a su cumplimiento con la encarnación ha comenzado con la entrega del nombre. De hecho, al reflexionar sobre la oración sacerdotal de Jesús veremos que allí Él se presenta como el nuevo Moisés: «He manifestado tu nombre a los hombres.» (Jn 17, 6). Lo que comenzó en la zarza que ardía en el desierto del Sinaí se cumple en la zarza ardiente de la cruz. Ahora Dios se ha hecho verdaderamente accesible en su Hijo hecho hombre. Él forma parte de nuestro mundo, se ha puesto, por decirlo así, en nuestras manos.
De esto podemos entender lo que significa la exigencia de santificar el nombre de Dios. Ahora se puede abusar del nombre de Dios y, con ello, manchar a Dios mismo. Podemos apoderarnos del nombre de Dios para nuestros fines y desfigurar así la imagen de Dios. Cuanto más se entrega Él en nuestras manos, tanto más podemos oscurecer nosotros su luz; cuanto más cercano sea, tanto más nuestro abuso puede hacerlo irreconocible”. Martin Buber dijo en cierta ocasión que, con tanto abuso infame como se ha hecho del nombre de Dios, podríamos perder el valor de pronunciarlo. Pero silenciarlo sería un rechazo todavía mayor del amor que viene a nuestro encuentro. Buber dice entonces que sólo con gran respeto se podrían recoger de nuevo los fragmentos del nombre enfangado e intentar limpiarlos. Pero no podemos hacerlo solos. Únicamente podemos pedirle a Él mismo que no deje que la luz de su nombre se apague en este mundo.
“Y esta súplica de que sea Él mismo quien tome en sus manos la santificación de su nombre, de que proteja el maravilloso misterio de ser accesible para nosotros y de que, una y otra vez, aparezca en su verdadera identidad librándose de las deformaciones que le causamos, es una súplica que comporta siempre para nosotros un gran examen de conciencia: ¿cómo trato yo el santo nombre de Dios? ¿Me sitúo con respeto ante el misterio de la zarza que arde, ante lo inexplicable de su cercanía y ante su presencia en la Eucaristía, en la que se entrega totalmente en nuestras manos? ¿Me preocupo de que la santa cohabitación de Dios con nosotros no lo arrastre a la inmundicia, sino que nos eleve a su pureza y santidad?”
Las palabras de Jesús hoy nos recuerdan: "En el principio ya existía el Verbo y el Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios" (Jn 1). Dirá el Bautista: "vino después que yo, pero existía antes que yo" (Jn 1,30).
"Entonces cogieron piedras para tirárselas, pero Jesús se escondió y salió del templo". Jesús sale huyendo del templo. Y dice un comentarista: la shekina de Yavhé, la gloria de Dios, la presencia de Dios, se retiró para siempre del templo judío. Conducta lógica, cuando falta la fe. Hostilidad. Ambiente de homicidio. No se trata solamente de propósitos violentos: se busca camorra... llegarán a las manos... se pelearán. “Pero Jesús se ocultó y salió del Templo”. ¿Qué es lo que habías dicho, Señor, para suscitar un odio tal? ¿Qué papel pinta el demonio en la Historia? No sabemos, pero sí conocemos lo que “Jesús decía a los judíos: "En verdad os digo: si alguno guardare mi palabra, jamás verá la muerte."” Está invitando a no tener juicio, ir directos a la gloria, a los que quieren matarle…: la victoria de la vida sobre la muerte es difícil de entender, para nuestro corazón con restos de venganza. Jesús, te toman por loco, por poseso: me fío de Ti, hazme también loco de amor, dar el gran salto en lo desconocido. Ayúdanos a confiar en Ti, hasta en la muerte, hasta el último punto imaginable... hasta no reservar nada para sí. El núcleo del gran problema de la humanidad es éste: entregar o no la vida a Jesús, creer o no que es Dios, el único, en el fondo, escoger entre la vida como camino al "agujero negro" (a la nada) o al misterio del cielo (el todo), entre el abandono a la desesperanza o la alegría de vivir, entre conformarse con la derrota o quererlo todo (Noel Quesson, con adaptaciones mías): «Mira con amor, Señor, a los que han puesto su esperanza en tu misericordia» (oración), para vivir tus mandatos: «Guardad mi alianza, tú y tus descendientes» (1ª lectura), confiando en Ti: «El Señor se acuerda de su alianza eternamente» (salmo), pues dices: «Quien guarda mi palabra no sabrá qué es morir para siempre» (evangelio).
Esta alianza sellada próximamente con la sangre de Cristo nos da fuerzas para vivir la fidelidad, en un mundo de cambios (de marca, de automóvil, de trabajo, etc., que se extiende a la vida matrimonial). La Eucaristía es el memorial de esta alianza, de la fidelidad, de arriesgarlo todo, de sostener la palabra dada aun a costa de la propia vida, como reafirmamos en las promesas bautismales de la vigilia de Pascua. Con el Rosario, Via crucis, y principalmente la liturgia de estos días, nos acercamos al misterio de la Resurrección del Señor; pero no podremos participar de Ella, si no nos unimos a su Pasión y Muerte. Por eso, durante estos días, acompañemos a Jesús, con nuestra oración, en su vía dolorosa y en su muerte en la Cruz. Nosotros estamos ahí implicados, como protagonistas de aquellos horrores, porque Jesús cargó con nuestros pecados (1 Pedro 2, 24), con cada uno de ellos. Somos rescatados de las manos del demonio y de la muerte a gran precio (1 Corintios 6, 20), el de la Sangre de Cristo. Santo Tomás de Aquino decía: “La Pasión de Cristo basta para servir de guía y modelo a toda nuestra vida”. Al preguntarle a San Buenaventura de donde sacaba tan buena doctrina para sus obras, le contestó presentándole un Crucifijo, ennegrecido por los muchos besos que le había dado: “Este es el libro que me dicta todo lo que escribo; lo poco que sé aquí lo he aprendido”. Nos hace mucho bien contemplar la Pasión de Cristo... nos imaginamos presentes como espectadores, testigos, contemplar desde el corazón de la Virgen que antes se celebraba mañana en la advocación de la Virgen de los Dolores, porque el mejor ángulo de visión, la mejor perspectiva, el mejor encuadre para la semana santa, para contemplar a Cristo en la Cruz, es desde el corazón de su Madre, a su lado, al pie de la cruz, que lo tiene en brazos, que lo espera en su corazón, donde se le aparece en primer lugar resucitado. San León Magno añade: “el que quiera de verdad venerar la pasión del Señor debe contemplar de tal manera a Jesús crucificado con los ojos del alma, que reconozca su propia carne en la carne de Jesús”.
La alianza con Abraham tiene tres puntos: una descendencia, una tierra y sobre todo, una relación: "yo seré el Dios de tus descendientes". Aunque ciertamente lo más inmediato y visible es la tierra y la descendencia, es sobre todo ese modo de relación lo que va a resultar más durable y decisivo en la alianza cuyo comienzo presenciamos en esta primera lectura. La descendencia de Abraham es sobre todo Jesús. Todo miraba desde el principio a Jesús, aunque el mismo Abraham no lo tuviese del todo claro.
Pienso que hay como tres coordenadas en los textos de hoy: a) la tierra es:“yo soy con vosotros”, la presencia de Dios, se realiza plenamente en Cristo, ya no hacen falta signos, está Él, y por la Pascua se nos da como regalo en la Eucaristía: “estaré siempre con vosotros, cada día, hasta la consumación de los siglos”; b) la descendencia: la alianza fiel forma en la fecundidad de Jesús, por su amor, una nueva familia que estaba en Abraham anunciada; c) la relación: el núcleo de esta pertenencia a la familia, la perfección mejor dicho en su “vivencia”, es la ley del amor que Jesús instaura con su entrega y de modo especial su pasión.
La meditación de la Pasión de Cristo nos consigue innumerables frutos. En primer lugar nos ayuda a tener una aversión grande a todo pecado, pues Él fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados (Isaías 53, 5). Los padecimientos nos animan a huir de todo lo que pueda significar aburguesamiento y pereza; avivan nuestro amor y alejan la tibieza. Hacen nuestra alma mortificada, guardando mejor los sentidos. Y si alguna vez, el Señor permite el dolor, nos será de gran ayuda y alivio considerar los dolores de Cristo en su Pasión. Hagamos el propósito de estar más cerca de la Virgen estos días que preceden a la Pasión de su Hijo, y pidámosle que nos enseñe a contemplarle en esos momentos en los que tanto sufrió por nosotros (Francisco Fernández Carvajal).
Sí, Cristo en la Eucaristía se nos vuelve a dar totalmente. Cada Eucaristía es el signo de la fidelidad de la promesa de Dios: “Yo estaré contigo todos los días hasta el fin del mundo”. Dios no se olvida de sus promesas. Y cuando vemos a un Dios que se entrega de esta manera, no nos queda otro camino sino buscarlo sin descanso. Buscarlo sin descanso a través de la oración y, sobre todo, a través de la voluntad, que una vez que ha optado por Dios nuestro Señor, así se le mueva la tierra, no se altera, no varía; así no entienda qué es lo que está pasando ni sepa por dónde le está llevando el Señor, no cambia. Dios promete su presencia, pero Dios también pide. Y pide que por nuestra parte le seamos fieles en todo momento, nos mantengamos fieles a la palabra dada pase lo que pase. Romper esto es romper la verdad y la fidelidad de nuestra entrega a Cristo. Que la Eucaristía abra en nuestro corazón una opción decidida por nuestro Señor. Una opción decidida por vivir el camino que Él nos pone delante, con una gran fidelidad, con un gran amor, con una gran gratitud ante un Dios que por mí se hace hombre; ante un Dios que tolera el que yo muchas veces haya podido tener una piedra en la mano y me haya permitido, incluso, intentar arrojársela. Y sobre todo, una gratitud profunda porque permitió que mi vida, una vez más, lo vuelva a encontrar, lo vuelva a amar, consciente de que el Señor nunca olvida sus promesas. El Señor nos comunica su misma Vida para que nosotros seamos signos de vida en el mundo. A través del tiempo la Iglesia se esfuerza por hacer llegar la vida de Dios a todos los hombres, muchas veces deteriorados a causa del pecado. No podemos cerrar los ojos ante las injusticias, ante los crímenes que conmueven al mundo entero. ¿Cuál es la voz de la Iglesia ante estas angustias de la humanidad? Y la Iglesia no son sólo los pastores de la misma; lo somos todos los bautizados. Si no somos una luz que clarifique el camino del hombre en medio de tantas incertidumbres e interrogantes, si no somos motivo de esperanza para los decaídos ¿de qué nos sirve confesarnos como hombres de fe en Cristo? No podemos, por tanto, quedarnos sólo como aquellos que escuchan a su maestro y se olvidan de sus enseñanzas. Si hemos venido ante el Señor es porque nos queremos comprometer a trabajar para darle un nuevo rumbo a nuestra historia desde la fe que profesamos (www.homiliacatolica.com). Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de unir nuestra existencia a Jesucristo, con tal lealtad que en verdad podamos convertirnos en un signo de la vida nueva que Dios ofrece a la humanidad, hasta lograr alcanzar la plenitud de esa vida en la eternidad. Amén.

martes, 27 de marzo de 2012

Cuaresma 5, miércoles: Jesús y la auténtica liberación; la libertad interior del amor

Libro de Daniel 3,14-20.91-92.95: Nabucodonosor tomó la palabra y les dijo: "¿Es verdad Sadrac, Mesac y Abed-Negó, que vosotros no servís a mis dioses y no adoráis la estatua de oro que yo erigí? ¿Estáis dispuestos ahora, apenas oigáis el sonido de la trompeta, el pífano, la cítara, la sambuca, el laúd, la cornamusa y de toda clase de instrumentos, a postraros y adorar la estatua que yo hice? Porque si no la adoráis, seréis arrojados inmediatamente dentro de un horno de fuego ardiente. ¿Y qué Dios podrá salvaros de mi mano?" Sadrac, Mesac y Abed-Negó respondieron al rey Nabucodonosor, diciendo: "No tenemos necesidad de darte una respuesta acerca de este asunto. Nuestro Dios, a quien servimos, puede salvarnos del horno de fuego ardiente y nos librará de tus manos. Y aunque no lo haga, ten por sabido, rey, que nosotros no serviremos a tus dioses ni adoraremos la estatua de oro que tú has erigido". Nabucodonosor se llenó de furor y la expresión de su rostro se alteró frente a Sadrac, Mesac y Abed-Negó. El rey tomó la palabra y ordenó activar el horno siete veces más de lo habitual. Luego ordenó a los hombres más fuertes de su ejército que ataran a Sadrac, Mesac y Abed-Negó, para arrojarlos en el horno de fuego ardiente. Entonces el rey Nabucodonosor, estupefacto, se levantó a toda prisa y preguntó a sus consejeros: «¿No hemos echado nosotros al fuego a estos tres hombres atados?» Respondieron ellos: «Indudablemente, oh rey.» Dijo el rey: «Pero yo estoy viendo cuatro hombres que se pasean libremente por el fuego sin sufrir daño alguno, y el cuarto tiene el aspecto de un hijo de los dioses.» Nabucodonosor exclamó: «Bendito sea el Dios de Sadrak, Mesak y Abed-Negó, que ha enviado a su ángel a librar a sus siervos que, confiando en Él, quebrantaron la orden del rey y entregaron su cuerpo antes que servir y adorar a ningún otro fuera de su Dios.

Daniel 3,52-56: «Bendito seas, Señor, Dios de nuestros padres, loado, exaltado eternamente. Bendito el santo nombre de tu gloria, loado, exaltado eternamente. / Bendito seas en el templo de tu santa gloria, cantado, enaltecido eternamente. / Bendito seas en el trono de tu reino, cantado, exaltado eternamente. / Bendito Tú, que sondeas los abismos, que te sientas sobre querubines, loado, exaltado eternamente. / Bendito seas en el firmamento del cielo, cantado, glorificado eternamente.

Evangelio según San Juan 8,31-42: En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos que habían creído en Él: «Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres». Ellos le respondieron: «Nosotros somos descendencia de Abraham y nunca hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo dices tú: Os haréis libres?». Jesús les respondió: «En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado es un esclavo. Y el esclavo no se queda en casa para siempre; mientras el hijo se queda para siempre. Así pues, si el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres. Ya sé que sois descendencia de Abraham; pero tratáis de matarme, porque mi Palabra no prende en vosotros. Yo hablo lo que he visto donde mi Padre; y vosotros hacéis lo que habéis oído donde vuestro padre».
Ellos le respondieron: «Nuestro padre es Abraham». Jesús les dice: «Si sois hijos de Abraham, haced las obras de Abraham. Pero tratáis de matarme, a mí que os he dicho la verdad que oí de Dios. Eso no lo hizo Abraham. Vosotros hacéis las obras de vuestro padre». Ellos le dijeron: «Nosotros no hemos nacido de la prostitución; no tenemos más padre que a Dios». Jesús les respondió: «Si Dios fuera vuestro Padre, me amaríais a mí, porque yo he salido y vengo de Dios; no he venido por mi cuenta, sino que Él me ha enviado».
Comentario: 1. En los tiempos de Antíoco, los judíos fueron obligados a venerar otros dioses, pero hubo quienes no quisieron acatar el mandamiento del rey, y algunos fueron torturados. También responderá así san Pedro: «Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5,29). Es un canto de libertad en medio de la esclavitud (el Evangelio de hoy profundizará más en lo que es la libertad verdadera). Es precioso el ejemplo de fortaleza que nos dan esos tres jóvenes del horno de Babilonia, que en un ambiente hostil, pagano, saben pensar por libre, por encima de las órdenes y amenazas de la corte real en la que sirven. Las personas coherentes son admiradas y por eso su cántico es propuesto como modelo (además de la oración penitencial que leíamos el martes de la tercera semana, la alabanza a Dios que hoy leemos como salmo se canta en la hora de Laudes de los domingos, a trozos: el cántico de las criaturas). “Unas alabanzas así sólo pueden brotar de corazones realmente libres” (J. Aldazábal).
a) Es también un ejemplo de cómo la pertenencia a un sistema no determina el modo de actuar. La cultura dominante, que se convierte en una forma habitual de pensar y de actuar, un hábito, algo normal, espontáneo, casi inconsciente, puede producir ignorancia en muchos (como luego dirá el Evangelio, la persona acaba siendo esclava del pecado, dominada por él aun sin darse cuenta). En esa situación, la injusticia no es un pecado simplemente personal, forma parte del sistema social, es un pecado también social. Como en las imágenes de literatura (“Un mundo feliz”) o películas (“Matriz”, “Blade runer”) las personas se vuelven robots mecanizados a quienes se les impone una idea y una como religión del Estado. Está prohibido pensar de modo distinto que el partido en el poder o la cultura dominante, se genera un pensamiento único. El que se niega a ello es enviado al gran horno -los hornos crematorios de los totalitarismos de ayer, las difamaciones y calumnias de hoy-. Frente a intoxicaciones colectivas hay quien elige mantener una posición personal: no quieren someterse a nadie, sino sólo a Dios. También “El señor de los anillos” es un ejemplo de cómo unos débiles hobbits unidos a otros más poderosos, formando una comunidad, pueden afrontar esos poderes del mal y liberar a tantos ignorantes. Han hallado un «absoluto», un Sentido. Han encontrado una razón de vivir que es más importante que su propia vida. La muerte misma no les condiciona, no les da miedo, no empaña su libertad, ni es capaz de doblegarles. La historia está hecha por la gente sencilla, y algunos son escogidos para grandes cosas (como muestran los niños de las apariciones de Lourdes y Fátima), es el mundo de los sencillos, que creen, que son fieles a esa misión divina (también Juan Diego, ante la Virgen de Guadalupe). Y ante los ataques y calumnias, «atados»... cantan como los 3 jóvenes: «Bendito eres, Señor Dios de nuestros padres, a Ti el honor y la gloria para siempre». No se encadena al espíritu. Podemos preguntarnos en nuestro examen: ¿Tengo yo ese sentimiento de que es Dios quien me libera? Jesús en la cruz, sujetado también, clavado en la madera... era total e íntimamente libre. Señor, concédenos seguirte libremente, incluso si es preciso ir contra la corriente.
b) Las ocasiones de heroísmo son excepcionales. El martirio en su forma violenta se presenta raras veces, pero el martirio del día a día es más importante: permanecer fiel en cumplir los compromisos aceptados... continuar con nuestros compromisos lo mejor posible... seguir en la tarea comenzada aunque nos parezca que no avanzamos... empezar de nuevo, sin tregua el combate contra un defecto que nos hace sufrir... reemprender la resolución mil veces hecha. Señor, no confío en mí... creo y confío en Ti... (Noel Quesson). Con la ayuda de la gracia, como decimos en la Entrada: «Dios me libró de mis enemigos, me levantó sobre los que resistían y me salvó del hombre cruel» (Sal 17,48-49s). Y es lo que pedimos, acabando este tiempo de preparación, en la Colecta: «Ilumina, Señor, el corazón de tus fieles, purificado por las penitencias de Cuaresma; y Tú que nos infundes el piadoso deseo de servirte, escucha paternalmente nuestras súplicas». Pedimos obrar como justos, que obran libremente, por amor a Dios. Dice San Jerónimo: «Él, que promete estar con sus discípulos hasta la consumación de los siglos, manifiesta que ellos habrán de vencer siempre, y que Él nunca se habrá de separar de los que creen».
Estos tres son mártires en vistas de Jesús. Orígenes dirá: «El Señor nos libra del mal no cuando el enemigo deja de presentarnos batalla valiéndose de sus mil artes, sino cuando vencemos arrostrando valientemente las circunstancias». Todo es figura de Cristo en su Pasión. El fuego no toca a sus siervos. El condenado, el vencido, se levanta glorioso al tercer día de entre los muertos.
c) La Iglesia desde sus primeras persecuciones vio en los tres jóvenes arrojados al horno de Babilonia su propia imagen: los jóvenes perseguidos, castigados, condenados a muerte, perseveran en la alabanza divina y son protegidos por una brisa suave que los inmuniza del fuego mortal. También la Iglesia, en medio de sus persecuciones continúa alabando al Señor con el Cántico de Daniel: «A Ti gloria y alabanza por los siglos. Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres... Bendito tu nombre santo y glorioso. Bendito eres en el templo de tu santa gloria. Bendito sobre el trono de tu reino. Bendito eres Tú, que sentado sobre querubines, sondeas los abismos. Bendito eres en la bóveda del cielo. A Ti gloria y alabanza por los siglos».
La fe, el testimonio de estos jóvenes, capaces de arriesgarlo todo, hasta su propia vida, por su confianza absoluta en Dios, es algo maravilloso. Y no dependen de una especie de "negocio" con Dios, pues su oración es madura, no depende de los resultados: confían en Dios, pero no piden un milagro y que los salve, quieren ser fieles aun con la consecuencia de morir por ello. Sobrecogido de temor, el tirano descubre que hay un poder por encima de su poder, sucede con frecuencia que la fe, en su debilidad frente al poder externo, convierte con su fuerza interior. Las dificultades abren paso a la fe, la virtud mejora en la dificultad, a veces necesitamos que se arruinen nuestros planes para que admiremos la sabiduría, bondad y poder de Sus planes. A veces, ser vencidos es la única forma de salir ganando. La fidelidad, dirá Jesús, es lo que define al creyente: "Si permanecéis fieles a mi palabra..." (como veremos luego). San Alfonso María de Ligorio dice de los mandamientos: "¿pesan al cristiano los divinos mandamientos? Sí, como al ave sus alas". Las alas pesan, pero las alas son vuelo, vida. Unirse a la palabra de Dios, Jesús, “es vuelo, es vida, y es libertad” (Fray Nelson).
2. Juan Pablo II comentó abundantemente este cántico, que “refleja el alma religiosa universal, que percibe en el mundo la huella de Dios, y se alza en la contemplación del Creador. Pero en el contexto del libro de Daniel, el himno se presenta como agradecimiento pronunciado por tres jóvenes israelitas -Ananías, Azarías y Misael-, condenados a morir quemados en un horno por haberse negado a adorar la estatua de oro de Nabucodonosor. Milagrosamente fueron preservados de las llamas. En el telón de fondo de este acontecimiento se encuentra la historia especial de salvación en la que Dios escoge a Israel como a su pueblo y establece con él una alianza. Los tres jóvenes israelitas quieren precisamente permanecer fieles a esta alianza, aunque esto suponga el martirio en el horno ardiente. Su fidelidad se encuentra con la fidelidad de Dios, que envía a un ángel para alejar de ellos las llamas (cf. Daniel 3, 49)”, en la línea de los cánticos como el de Éxodo 15, y resuena como anticipación de la resurrección de Jesús y como ejemplo de oración dominical como recuerdan antiquísimos testimonios: “Las catacumbas romanas conservan vestigios iconográficos en los que se pueden ver a tres jóvenes que rezan incólumes entre las llamas, testimoniando así la eficacia de la oración y la certeza en la intervención del Señor”.
"Bendito eres en la bóveda del cielo: a Ti honor y alabanza por los siglos" (Daniel 3, 56): se siente el alma agradecida “no sólo por el don de la creación, sino también por el hecho de ser destinatario del cuidado paterno de Dios, que en Cristo le ha elevado a la dignidad de hijo.
Un cuidado paterno que permite ver con ojos nuevos a la misma creación y permite gozar de su belleza, en la que se entrevé, como distintivo, el amor de Dios. Con estos sentimientos, Francisco de Asís contemplaba la creación y elevaba su alabanza a Dios, manantial último de toda belleza. Espontáneamente la imaginación considera que el santo de Asís debió experimentar el eco de este texto bíblico cuando, en San Damián, después de haber alcanzado las cumbres del sufrimiento en el cuerpo y en el espíritu, compuso el "Cántico al hermano sol."”
Engarzada esta luminosa oración en forma de letanía, el cántico de las criaturas es de acción de gracias, por todas las maravillas del universo. El hombre se hace eco de toda la creación para alabar y dar gracias a Dios. “El dolor rudo y violento de la prueba desaparece, parece casi disolverse en presencia de la oración y de la contemplación. Precisamente esta actitud de confiado abandono suscita la intervención divina… Las pesadillas se deshacen como la niebla ante el sol, los miedos se disuelven, el sufrimiento es cancelado cuando todo el ser humano se convierte en alabanza y confianza, expectativa y esperanza. Esta es la fuerza de la oración cuando es pura, intensa, cuando está llena de abandono en Dios, providente y redentor”.
“Este himno es como una letanía, repetitiva y a la vez nueva: sus invocaciones suben hasta Dios como figuras espirales de humo de incienso, recorriendo el espacio con formas semejantes pero nunca iguales. La oración no tiene miedo de la repetición, como el enamorado no duda en declarar infinitas veces a la amada todo su cariño. Insistir en las mismas cuestiones es signo de intensidad y de los múltiples matices propios de los sentimientos, de los impulsos interiores, y de los afectos… Comienza con seis invocaciones dirigidas directamente a Dios”.
Nabucodonosor, el tremendo soberano babilonio que aniquiló la ciudad santa de Jerusalén en el año 586 a.c. y deportó a los israelitas «a orillas de los ríos de Babilonia» (Cf. Salmo 136), no puede nada ante ese poder de la fe, estandarte durante las persecuciones de los reyes sirio-helenos del siglo II a.c. Precisamente tuvo lugar entonces la valiente reacción de los Macabeos, combatientes por la libertad de la fe y de la tradición judía: “El cántico, tradicionalmente conocido como el de «los tres jóvenes», es como una llama que ilumina en la oscuridad del tiempo de la opresión y de la persecución, tiempo que con frecuencia se ha repetido en la historia de Israel y en la historia del cristianismo. Y nosotros sabemos que el perseguidor no asume siempre el rostro violento y macabro del opresor, sino que con frecuencia se complace en aislar al justo con el sarcasmo y la ironía, preguntándole con sarcasmo: «¿En dónde está tu Dios?» (Salmo 41, 4. 11).
En la bendición que los tres jóvenes elevan desde el crisol de su prueba al Señor Omnipotente quedan involucradas todas las criaturas. Entretejen una especie de tapiz multicolor en el que brillan los astros, se suceden las estaciones, se mueven los animales, se asoman los ángeles y, sobre todo, cantan los «siervos del Señor», los «santos» y los «humildes de corazón» (Cf. Daniel 3, 85.87).
El pasaje que acabamos de proclamar precede a esta magnífica evocación de todas las criaturas. Constituye la primera parte del cántico, que evoca la presencia gloriosa del Señor, transcendente y al mismo tiempo cercana. Sí, Dios está en los cielos, donde «sondea los abismos» (Cf. 3, 55), pero está también en «el templo santo glorioso» de Sión (Cf. 3, 53). Se sienta en el «trono de su reino» eterno e infinito (Cfr. 3, 54), pero también «sobre querubines» (Cf. 3, 55), en el arca de la alianza, colocada en el Santo de los Santos del templo de Jerusalén.
Es un Dios que está por encima de nosotros, capaz de salvarnos con su potencia, pero también un Dios cercano a su pueblo, en medio del cual ha querido morar en su «templo santo glorioso», manifestando así su amor. Un amor que revelará en plenitud para que «habite entre nosotros» su Hijo, Jesucristo, «lleno de gracia y de verdad» (Cf. Juan 1, 14). Él revelará en plenitud su amor al enviar entre nosotros al Hijo a compartir en todo, a excepción del pecado, nuestra condición marcada por pruebas, opresiones, soledad y muerte”. Esta alabanza continúa en la Iglesia, como Clemente Romano: «Tú abriste los ojos de nuestro corazón (Cf. Efesios 1, 18) / para que te conociéramos a Ti, el único (Cf. Juan 17, 3) / altísimo en lo altísimo de los cielos, / el Santo que estás entre los santos, / que humillas la violencia de los soberbios (Cf. Isaías 13, 11), / que deshaces los designios de los pueblos (Cf. Salmo 32, 10), / que exaltas a los humildes, / y humillas a los soberbios (Cf. Job 5, 11). / Tú, que enriqueces y empobreces, / que quitas y das la vida (Cf. Deuteronomio 32, 39), / benefactor único de los espíritus, / y Dios de toda carne, / que sondeas los abismos (Cf. Daniel 3, 55), / que observas las obras humanas, / que socorres a los que están en peligro, / y salvas a los desesperados (Cf. Judit 9, 11), / creador y custodio de todo espíritu, / que multiplicas los pueblos de la tierra, / y que entre todos escogiste a los que te aman / por medio de Jesucristo, / tu altísimo Hijo, / mediante el cual nos has educado, nos has santificado / y nos has honrado».
San Máximo el Confesor también rezará, tomando pie de este canto penitencial: «No nos abandones para siempre, por amor de tu nombre, no repudies tu alianza, no nos retires tu misericordia (Cf. Daniel 3, 34-35), por tu piedad, Padre nuestro que estás en los cielos, por la compasión de tu Hijo unigénito y por la misericordia de tu Santo Espíritu... No desoigas nuestra súplica, Señor, y no nos abandones para siempre. Nosotros no confiamos en nuestras obras de justicia, sino en tu piedad, por la que conservas nuestra estirpe... No detestes nuestra indignidad, más bien ten compasión de nosotros por tu gran piedad, y por la plenitud de tu misericordia cancela nuestros pecados para que sin condena nos acerquemos a tu santa gloria y podamos ser considerados dignos de la protección de tu unigénito Hijo… Sí, Señor dueño omnipotente, escucha nuestra súplica, pues no reconocemos a otro que fuera de Ti».
3. En el Evangelio, Jesús nos dice: "Si os mantenéis en mi palabra seréis de verdad discípulos míos". Quiere decir que la palabra de Jesús es como el espacio vital en que el hombre ha de mantenerse siempre. La palabra de Jesús es como la señal de tráfico para la vida del creyente. La señal única y definitiva. La norma suprema a la cual el creyente apuesta su vida. Y al discípulo auténtico y fiel le promete el conocimiento de la verdad y la libertad. "Conoceréis la verdad y la verdad os haré libres". Esta maravillosa sentencia de Jesús de la verdad que hace libres, forma ya parte del mejor patrimonio de la humanidad. Últimamente han dicho que es al revés, que es la libertad lo que nos hace verdaderos, en realidad son las dos cosas, la verdad nos hace libres y la libertad ha de ser la base de nuestra verdad, pues así como los seres tienen sus trascendentales (ser, verdad, belleza, bien) la persona tienen sus caracteres irreductibles personales (inteligencia, amor, libertad), y para que un acto sea humano ha de tener las tres condiciones: ser inteligente y por tanto abierto a la verdad, libre y fruto del amor. Sin referencia a la verdad auténtica no hay libertad y amor auténticos, pues mucha gente acude a estas palabras para imponer su verdad y su concepto de libertad y de amor a los demás. Aquí el evangelista no habla de una verdad teórica, para “saber”, sino de la verdad en la persona de Jesús. Para san Juan la verdad aparece vinculada total y absolutamente a la persona de Jesús. Y alcanzamos la máxima revelación de la Verdad, pues no es seguir un maestro, un portador de una verdad doctrinal, sino una vida-verdad (14, 6) pues Él, personalmente, es el camino, la verdad y la vida. Y esta verdad, o sea su Persona, es la que "hará libres", a los que aceptan y experimentan esta verdad. Esto es lo decisivo de la fe, la liberación.
Los judíos indican que tienen libertad interior, pues pueden vivir en regímenes adversos, pero Jesús les habla de esa libertad interior más profunda. No se trata en primer término de una liberación política o social (podemos vivir en cualquier sociedad humana), sino de una encarnación de la vida de Jesús, libres de las potencias de la muerte, del pecado, de las tinieblas, y una liberación del hombre de sí mismo. Experiencia de libertad radical, como Jesús, que no tiene miedo. Salvación y libertad son lo mismo aquí. Es un proyecto siempre abierto, con Jesús, camino de verdad y vida libre. ¡Estar en casa! Estar siempre en la casa del Padre, siempre con Dios, como recordábamos ayer, ese Dios que “soy el que soy con vosotros”, Dios aquí presente, en mi vida y nuestra historia: “Si el Hijo os libera, seréis verdaderamente libres”. Sucedía alguna vez que "un hijo de la casa", tramaba amistad con uno de sus esclavos, y sentía el deseo de "liberarle"... para que no continuara en situación de dependencia humillante. Es lo que ha hecho Jesús con nosotros. Nos ha introducido en "su casa", en "su familia". Él nos ha liberado, redimido. En aquel momento, los criados podían ser despedidos en cualquier momento, mientras que los miembros de la familia estaban firmemente vinculados a la casa. El Hijo nos saca de servidumbres, y trae la verdadera libertad y la regala; pero esto no significa que podemos abusar, pues sentirse libres requiere vivir la vida de Jesús, darse: "A vosotros, hermanos, os han llamado a la libertad, pero que esa libertad no dé pie a los bajos instintos. Al contrario, que el amor os tenga al servicio de los demás" (Gal 5, 13-14). La libertad característica del cristiano es la libertad de amar. "Soy libre, cierto, nadie es mi amo; sin embargo, me ha puesto al servicio de todos" (1Co 9,19). "El cristiano es un hombre libre, dueño de todas las cosas; no está sometido a nadie. El cristiano es un servidor lleno de obediencia, se somete a todos" (M. Lutero). Esto es paradójico, como todo el evangelio; la esclavitud a los demás es el signo de haber sido realizada la liberación de la esclavitud. Dice san Agustín: "La libertad es un placer. Mientras que tú haces el bien por miedo, no gozas de Dios. Mientras que estés obrando como un esclavo no puedes disfrutar. Que Dios te fascine y entonces serás libre", y aquí acabamos este itinerario de libertad, que se activa en el amor.
¿Hago yo esta experiencia? ¿Siento que el pecado me ata, me encadena? San Pablo decía: "No hago el bien que quisiera, y hago el mal que no quisiera... ¿Quién me librará?" (Rm 7,24). Señor:¡Dame amor a esta Palabra, libérame, Señor! Siguiéndote no caminamos hacia una esclavitud (como alguien dijo, que era una religión de esclavos), no hacia una "vida disminuida" (como dicen otros, que ser cristiano está en contra de la vida y sus placeres), sino que viviéndola tengo esta experiencia de libertad, dentro de mí veo esta expansión total, "vida en plenitud"... ¡Libre! Palabra preciosa que muchos artistas han querido retratar, como Matisse (en “La danza”), el padre del color quiso ir más allá de la impresión, captar la naturaleza y la persona en su mundo interior, pero pienso que su visión naturalista es muy pobre, cuando capta sólo un aspecto de la alegría de vivir, no ha podido reflejar lo que en profundidad significa ¡ser libre!, que es tener holgura interior, sin trabas ni obstáculos, sin tantas cosas que me encadenan: mis hábitos, mis límites, mis pecados... y esto no se consigue dejando los instintos de forma natural sino con la educación de las virtudes, la libertad es una conquista, un trabajo, como un cuadro, dejando que el pincel, cada uno, sea llevado por Dios: con esfuerzo y gracia: Hazme libre, Señor. La Cuaresma es un tiempo muy a propósito para la liberación. Hoy, ¿de qué atadura procuraré liberarme? ¿Qué cadenas voy a romper con tu ayuda?
“Yo hablo lo que he visto en el Padre”. Jesús es perfectamente libre, porque es perfectamente Hijo. Ama, y es libre porque ama: no está apegado a sí mismo. Nada le detiene, ninguna retrospección sobre sí mismo. Ningún egoísmo. Ningún obstáculo al amor.
“Yo no he venido de mí mismo”. El amor hace salir de uno, ¡libera! Amar al solo Dios verdadero. Someterse al solo Dios verdadero. Es el único medio de no estar sometido a nadie, sino a Dios, y de liberarse de cualquier ídolo. Líbrame, Señor, de mis ídolos, de todo lo que no tiene valor verdadero alguno, de todo lo que obstaculiza mi libertad (Noel Quesson). Jesús, te veo libre ante tu familia, ante los discípulos, ante las autoridades, ante los que entendían mal el mesianismo y querían hacerte rey. Libre para anunciar y para denunciar, para seguir tu camino con fidelidad, con alegría, con libertad interior. Cuando estás ante unos acusadores, eres mucho más libre que los que te condenan. Como lo era Pablo aunque muchas veces le tocara estar encadenado. Como lo fueron los admirables jóvenes de hoy en el ambiente pagano y en el horno de fuego. Como lo fueron tantos mártires, que iban a la muerte con el rostro iluminado y una opción gozosa de testimonio por Jesús. Celebrar la Pascua es dejarse comunicar la libertad por el Señor resucitado. Cuando cumplimos las “obligaciones” sociales, religiosas, ¿lo hacemos desde el amor, desde la libertad de los hijos, o desde la rutina o el miedo o la resignación?
Cuando rezamos el Padrenuestro deberíamos decir esas breves palabras con un corazón esponjado, un corazón no sólo de criaturas o de siervos, sino de hijos que se saben amados por el Padre y que le responden con su confianza y su propósito de vivir según su voluntad. Es la oración de los que aman. De los libres (J. Aldazábal). «El sacramento que acabamos de recibir sea medicina para nuestra debilidad» (comunión); «Dios nos ha trasladado al Reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la Redención, el perdón de los pecados» (Ant. Comunión: Col 1,13-14). San Agustín dice: «Eres, al mismo tiempo, siervo y libre: siervo porque fuiste hecho, libre porque eres amado de Aquel que te hizo, y también porque amas a tu Hacedor». Al terminar nuestra oración acudimos a la Virgen para que nos enseñe a vivir nuestra vocación de libertad –don y tarea- con Cristo en medio de nuestra vida ordinaria, con la mirada puesta en el cielo, en la libertad completa.

Cuaresma 5, martes: Dios se revela en Jesús, que en la Cruz nos salva, hemos de mirarle y creer en Él para recibir la Vida plena

Cuaresma 5, martes: Dios se revela en Jesús, que en la Cruz nos salva, hemos de mirarle y creer en Él para recibir la Vida plena

Libro de los Números 21,4-9: Los israelitas partieron del monte Hor por el camino del Mar Rojo, para bordear el territorio de Edóm. Pero en el camino, el pueblo perdió la paciencia y comenzó a hablar contra Dios y contra Moisés: "¿Por qué nos hicieron salir de Egipto para hacernos morir en el desierto? ¡Aquí no hay pan ni agua, y ya estamos hartos de esta comida miserable!". Entonces el Señor envió contra el pueblo unas serpientes abrasadoras, que mordieron a la gente, y así murieron muchos israelitas. El pueblo acudió a Moisés y le dijo: "Hemos pecado hablando contra el Señor y contra ti. Intercede delante del Señor, para que aleje de nosotros esas serpientes". Moisés intercedió por el pueblo, y el Señor le dijo: "Fabrica una serpiente abrasadora y colócala sobre un asta. Y todo el que haya sido mordido, al mirarla, quedará curado". Moisés hizo una serpiente de bronce y la puso sobre un asta. Y cuando alguien era mordido por una serpiente, miraba hacia la serpiente de bronce y quedaba curado.

Salmo 102,2-3.16-21: Señor, escucha mi oración y llegue a Ti mi clamor; / no me ocultes tu rostro en el momento del peligro; inclina hacia mí tu oído, respóndeme pronto, cuando te invoco. / Las naciones temerán tu Nombre, Señor, y los reyes de la tierra se rendirán ante tu gloria: / cuando el Señor reedifique a Sión y aparezca glorioso en medio de ella; / cuando acepte la oración del desvalido y no desprecie su plegaria. / Quede esto escrito para el tiempo futuro y un pueblo renovado alabe al Señor: / porque Él se inclinó desde su alto Santuario y miró a la tierra desde el cielo, / para escuchar el lamento de los cautivos y librar a los condenados a muerte. Los hijos de tus servidores tendrán una morada y su descendencia estará segura ante Ti.

Evangelio según San Juan 8,21-30: Jesús les dijo también: "Yo me voy, y ustedes me buscarán y morirán en su pecado. Adonde yo voy, ustedes no pueden ir". Los judíos se preguntaban: "¿Pensará matarse para decir: 'Adonde yo voy, ustedes no pueden ir'?". Jesús continuó: "Ustedes son de aquí abajo, yo soy de lo alto. Ustedes son de este mundo, yo no soy de este mundo. Por eso les he dicho: 'Ustedes morirán en sus pecados'. Porque si no creen que Yo Soy, morirán en sus pecados". Los judíos le preguntaron: "¿Quién eres Tú?". Jesús les respondió: "Esto es precisamente lo que les estoy diciendo desde el comienzo. De ustedes, tengo mucho que decir, mucho que juzgar. Pero aquel que me envió es veraz, y lo que aprendí de Él es lo que digo al mundo". Ellos no comprendieron que Jesús se refería al Padre. Después les dijo: "Cuando ustedes hayan levantado en alto al Hijo del hombre, entonces sabrán que Yo Soy y que no hago nada por mí mismo, sino que digo lo que el Padre me enseñó. El que me envió está conmigo y no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada". Mientras hablaba así, muchos creyeron en Él.

Comentario: La primera lectura nos presenta cómo, en el desierto, el pueblo de Israel realiza la experiencia de la dificultad de vivir la fe, de confiar en la promesa de Dios. Su rebelión le muestra cómo fuera de Dios no hay salvación (Misa dominical). En el evangelio de hoy, Jesús afirma que «debe ser levantado del suelo» y que será entonces un signo de salvación... La cruz. La serpiente de bronce era un anuncio de ese signo de salvación.
1. “Durante su marcha a través del desierto, el pueblo de Israel se desanimó... habló contra Dios y contra Moisés. A lo largo de toda la Biblia, el desierto es el lugar de la tentación y de las pruebas. La gran prueba es la de dudar de Dios mismo. Ese estado de duda en nuestras relaciones con Dios suele aparecer cuando nos sentimos excesivamente aplastados por el peso de nuestras preocupaciones. Y esto sucede, en verdad, también a los cristianos más generosos y a los apóstoles más ardientes. Con mayor razón esto puede explicar en parte el ateísmo y la incredulidad: ¡con el desánimo a cuestas, se acusa a Dios!” Como Moisés, rezamos por nuestros contemporáneos que prescinden de Dios: ¡Ten piedad, Señor! ¡Alivia la carga que pesa sobre ellos!
Llegan las “serpientes venenosas”. “La serpiente ha sido siempre símbolo de espanto. Animal sinuoso y deslizante, difícil de atrapar, que ataca siempre por sorpresa y cuya mordedura es venenosa: el veneno que inyecta en la sangre no guarda proporción con su herida aparentemente benigna. Se está tentado de atribuirlo a una potencia maléfica, casi mágica”. Fue serpiente la que tentó a Eva, y hay mujeres que tienen sus pesadillas con imágenes de serpientes (supongo que a causa de haberlas visto por el campo). Los antiguos interpretaban como un castigo del cielo las desgracias naturales que les sobrevenían, y de ahí que vean el mal en la serpiente: -“Hemos pecado contra el Señor y contra ti. Intercede ante el Señor para que aparte de nosotros las serpientes”. También nosotros queremos ser conscientes de nuestros pecados, ver claro; pero que la evidencia de nuestra culpa no nos deje sucumbir en el desaliento (Noel Quesson, la serpiente había sido divinizada, por ejemplo como símbolo de la fecundidad. Hoy vemos una re-interpretación más religiosa, quizá hubo en el templo una imagen hasta que el rey Ezequías mandó destruirla: cf. 2 R 18,4). En el Evangelio vemos que aquella figura era estandarte a imagen de Cristo en la Cruz: Él sí que nos cura y nos salva, cuando volvemos la mirada hacia Él, sobre todo cuando es elevado a la cruz en su Pascua. Jesús, el Salvador.
2. El autor del Salmo 101 es un pobre gravemente enfermo, pero que no ha perdido la confianza de ser salvado de su enfermedad, pues conoce las frecuentes visitas de Dios a su pueblo. Por profundo que sea nuestro abatimiento, alcemos nuestros ojos a Dios, como Israel los levantó al signo que le presentaba Moisés y contemplemos a Jesucristo, nuestra salvación, en la Cruz. El Señor nos librará, aunque por nuestros pecados nos sintamos condenados a muerte: «Señor, escucha mi oración, que mi grito llegue hasta Ti, no me escondas tu rostro el día de la desgracia. Inclina tu oído hacia mí, cuando te invoco, escúchame en seguida... Que el Señor ha mirado desde su excelso santuario, desde el cielo se ha fijado en la tierra, para escuchar los gemidos de los cautivos y librar a los condenados a muerte».
Es un clamor hacia la ternura de Dios, para que se haga presente en sus cuidados: “porque Él se inclinó desde su alto Santuario y miró a la tierra desde el cielo, / para escuchar el lamento de los cautivos y librar a los condenados a muerte”, y nos prepara “una morada… segura”. Queremos acercarnos con esperanza hacia esta morada, viviendo donde estamos, sabiendo que hasta ahí se “agacha” el Señor, y ahí lo podemos encontrar, podemos hacer nuestros “refugios”, figura de la Ciudad de Dios y encontrar al divino huésped: “Te amo, te abrazo, estoy orgulloso de ti. Me alegra vivir en ti, enseñarte a visitantes, dar tu nombre junto al mío al dar la dirección donde vivo, unir así tu nombre al mío en sacramento topográfico de matrimonio residencial. Tú eres mi ciudad, y yo soy tu ciudadano. Nos queremos”. Todo puede ser ocasión de encuentro con Dios: “Tus avenidas son sagradas, tus cruces son benditos, tus casas están ungidas con la presencia del hombre, hijo de Dios. Tú eres un templo en tu totalidad, y consagras con el sello del hombre que trabaja los paisajes vírgenes del planeta tierra.
Por ti rezo, ciudad querida, por tu belleza y por tu gloria; rezo a ese Dios cuyo templo eres y cuya majestad reflejas, para que repare los destrozos causados en ti por la insensatez del hombre y los estragos del tiempo y te haga resplandecer con la perfección final que yo sueño para ti y que Él, como Dueño y Señor tuyo, quiere también para ti… Mi propia vida parece a veces desmoronarse, y entonces me acojo a ti, me escondo en ti, me uno a ti. Cuando sufro, me acuerdo de tus sufrimientos; y cuando las sombras de la vida se me alargan, pienso en las sombras de tus ruinas. Y entonces pienso también en tus cimientos, firmes y permanentes desde tiempos antiguos; y en la permanencia de tu historia encuentro la fe que necesito para continuar mi vida.
Ciudad moderna de huelgas y disturbios, de explosiones de bombas y sirenas de policía. Sufro contigo y vivo contigo, con la esperanza de que nuestro sufrimiento traerá redención y llegaré a cantar libremente en ti las alabanzas del Señor que te hizo a ti y me hizo a mí” (Carlos Vallés), que nos ha hecho para ser felices en el paraíso que ya tocamos con los dedos cuando nos elevamos de puntillas y alargamos las manos con la esperanza.
3. Estamos leyendo capítulos centrales del cuarto Evangelio, de cuando Jesús sube a Jerusalén para la fiesta de las Tiendas (7,2.10), y las controversias entre Jesús y los judíos de Jerusalén culminarán en el intento de apedrear a Jesús al final del capítulo 8. Se trata de la validez del testimonio de Jesús sobre sí mismo. La tensión dramática del Evangelio llega aquí a un momento verdaderamente culminante; de hecho llevará a la muerte de Jesús. El contexto forma un trasfondo importante para entender el texto. La fiesta de las Chozas era para los judíos la fiesta por excelencia de la esperanza mesiánica. En ella la autoproclamación de Yahvé tenía una fuerza y centralidad sin igual, y la celebración venía a subrayar esta presencia poderosa de Yahvé en el templo con el majestuoso «Yo soy» de la liturgia. Jesús, en medio de este contexto, se autoproclama «Yo soy». La revelación no puede ser más clara. Y en estas palabras majestuosas, que quieren responder a la pregunta explícita: «¿Tú quién eres?» (25), se da precisamente la razón fundamental del escándalo y del rechazo judío: lo quieren apedrear. El cuarto Evangelio pone un contrapunto a esta actitud negativa radical, y el fragmento de hoy acaba diciendo: «muchos del pueblo creyeron en Él» (30). La revelación de Jesús ha provocado la división radical: unos la han aceptado y otros rechazado. Es la opción por Jesús, que es mucho más radical que la controversia, no es doctrinal sino algo vital (Oriol Tuñi): "Si no creéis que Yo soy, moriréis en vuestro pecado". Los oyentes morirán en su pecado si no creen que Yo soy. Es muy importante este presente: "Ego eimi=Yo soy" que aparece repetidas veces en S. Juan. Según los comentaristas todo parece indicar que la afirmación "Yo soy" había que entenderla desde las afirmaciones semejantes de Yahvé y muy especialmente desde la famosa revelación del nombre divino de Yahvé a Moisés en la visión de la zarza ardiente (Ex 3,14) que se traduce de esta forma: "Yo soy el que estoy aquí", no es por tanto una afirmación metafísica sino que subraya el aspecto de que Dios está presente, Dios está aquí, en la historia, en mi historia. Por eso, continuó: así hablarás a los hijos de Israel: "Yo estoy aquí" me envía a vosotros". "Yo soy" es una revelación cristológica: en Cristo, Dios está aquí, en mi historia. Jesús es “el sitio” de la presencia divina, el lugar en que el hombre puede encontrar a Dios en el mundo. Esta revelación se hará plena con el Espíritu Santo, fruto de la Cruz: "Cuando levantéis al Hijo del hombre sabréis que Yo soy". Una exaltación por su abajamiento, como veremos próximamente (según Fil 2). Con esta conexión establecida entre la cruz y la afirmación "Yo soy" queda definitivamente claro dónde hay que buscar y encontrar el lugar de la presencia salvadora de Dios: en Cristo crucificado.
-Con esta pregunta "¿Quién eres tú?" los enemigos de Jesús declaran que no han entendido la afirmación de Jesús acerca de su origen, ni tampoco su afirmación "Yo soy". A esta pregunta no hay respuesta por parte de Jesús. Es una opción de fe, no se puede forzar la libertad.
"Cuando levantéis al Hijo del hombre sabréis que Yo soy y que no hago nada por mi cuenta, sino que hablo como el Padre me ha enseñado": la cruz es el lugar en que se ha revelado al mundo de manera más plena y más aplastante el amor entrañable de Dios (cf. Jn 3,14-16: "Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre... Porque tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna"; Jn 19, 37: “Y se cumplió la Escritura: ‘Mirarán al que traspasaron’”: para ser salvado hay que "mirar" -con el corazón- a Cristo levantado en la cruz).
"Y cuando levantéis al Hijo del hombre sabréis también que Yo no hago nada por mi cuenta". Jesús mediante su muerte en la cruz proclama su obediencia a la voluntad del Padre. Y esa palabra tan fácil de decir "nada hago por mi cuenta" define exactamente la conducta de Jesús y en su muerte se confirma y se realiza de una manera perfecta, es la máxima realización de la voluntad divina, una oración existencial: "El que me envió está conmigo, no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada". Jesús está máximamente acompañado, el Padre " no me ha dejado solo", es decir, que la soledad de las palabras de Jesús en la cruz (Mt 27, 46) "Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" según los sinópticos, queda completado, para cortar los errores de interpretación, por esa verdad que explica S. Juan: el Padre no ha abandonado a su Hijo ni siquiera al ser izado en la cruz y la razón está en que "yo hago siempre lo que le agrada", es decir, cumplo siempre su voluntad. San Germán de Constantinopla contempla así esta obediencia de Cristo: «A raíz de que Cristo se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte y muerte de Cruz (cf. Flp 2,8), la Cruz viene a ser el leño de obediencia, ilumina la mente, fortalece el corazón y nos hace participar del fruto de la vida perdurable. El fruto de la obediencia hace desaparecer el fruto de la desobediencia. El fruto pecaminoso ocasionaba estar alejado de Dios, permanecer lejos del árbol de la vida y hallarse sometido a la sentencia condenatoria que dice: “volverá a la tierra de donde fuiste formado” (Gén 3,19). El fruto de la obediencia, en cambio, proporciona familiaridad con Dios, dando cumplimiento a estas palabras de Cristo: Cuando yo sea levantado en alto atraeré a todos a Mí (Jn 12,32). Esta promesa es verdad muy apetecible».
Jesús me enseña a estar enteramente "vuelto hacia otro", "dependiendo vitalmente de su Padre", "recibiendo todo de Él". Es Hijo de Dios, que me enseña a ser hijo en Él. No centrado en sí mismo, sino centrado en Otro. Es lo propio del amor. Dios es Amor. Es lo propio de la "filiación": recibir la vida de otro.
-Y el que me envió está "conmigo". No me ha dejado solo, porque Yo hago siempre lo que es de su agrado. Repetir y meditar largamente estas palabras... tan simples, y tan evocadoras. Por Jesús, y en Él me es ofrecida esta misma intimidad con Dios. ¿Me siento solo, quizá? Ayúdame, Señor, a vivir "contigo". "Hacer siempre lo que es de su agrado": he aquí una de las más perfectas expresiones del amor. Jesús es "amor del Padre". Y por esto es también "amor nuestro". Amaos los unos a los otros como yo os he amado (Noel Quesson).
“En este capitulo octavo, que empezamos a leer ayer, estamos ante el tema central del evangelio de Juan: ¿quién es Jesús? Él mismo responde: «Yo soy de allá arriba... Yo no soy de este mundo... cuando levantéis al Hijo del Hombre (en la cruz) sabréis que Yo soy». Los que crean en Él -los que le miren y vean en Él al enviado de Dios y le sigan- se salvarán. Y al revés: «si no creéis que Yo soy, moriréis en vuestro pecado». Quienes le oyen no parecen dispuestos a creer: se le oponen frontalmente y el conflicto es cada vez mayor”. Tocamos el tema de la semana Santa: «ser levantado» se refiere a toda la Pascua: no sólo a la cruz, sino también su glorificación y su entrada en la nueva existencia junto al Padre. “Es lo que los cristianos nos disponemos a celebrar en los próximos días. Miraremos a Cristo en la cruz con creciente intensidad y emoción en estos últimos días de la Cuaresma y en el Triduo Pascual. Le miraremos no con curiosidad, sino con fe, sabiendo interpretar el «yo soy» que nos ha repetido tantas veces en su evangelio. A nosotros no nos escandaliza, como a sus contemporáneos, que Él afirme su divinidad. Precisamente por eso le seguimos… creemos firmemente que, si miramos con fe al Cristo de la cruz, al Cristo pascual, en Él tenemos la curación de todos nuestros males y la fuerza para todas las luchas. Sobre todo nosotros, a quienes Él mismo se nos da como alimento en la Eucaristía, el sacramento en el que participamos de su victoria contra el mal” (J. Aldazábal): «Señor, escucha mi oración: no me escondas tu rostro» (salmo), «perdona nuestras faltas y guía Tú mismo nuestro corazón vacilante» (ofrendas). San León Magno dice: «¡Oh admirable poder de la Cruz!... En ella se encuentra el tribunal del Señor, el juicio del mundo, el poder del Crucificado. Atrajiste a todos hacia Ti, Señor, a fin de que el culto de todas las naciones del orbe celebrara mediante un sacramento pleno y manifiesto, lo que realizaban en el templo de Judea como sombra y figura... Porque tu Cruz es fuente de toda bendición, el origen de toda gracia; por ella, los creyentes reciben de la debilidad, la fuerza; del oprobio, la gloria; y de la muerte, la vida».
El paraíso tenía en el centro el árbol de la vida, y el nuevo paraíso que nos muestra ese “Dios presencia” es a través de la cruz, árbol de la vida por la que entramos en la Vida plena, como apunta San Teodoro Estudita: «La Cruz no encierra en sí mezcla del bien y del mal como el árbol del Edén, sino que toda ella es hermosa y agradable, tanto para la vista cuanto para el gusto. Se trata, en efecto, del leño que engendra la vida, no la muerte; que da luz, no tinieblas; que introduce en el Edén, no que hace salir de él...».
«Jesucristo es nuestro pontífice, su cuerpo precioso es nuestro sacrificio que Él ofreció en el ara de la Cruz para la salvación de todos los hombres» (San Juan Fisher).
Sus brazos abiertos, extendidos entre el cielo y la tierra, trazan el signo indeleble de su amistad con nosotros los hombres. Al verle así, alzado ante nuestra mirada pecadora, sabremos que Él es (cf. Jn 8,28), y entonces, como aquellos judíos que le escuchaban, también nosotros creeremos en Él. “Sólo la amistad de quien está familiarizado con la Cruz puede proporcionarnos la connaturalidad para adentrarnos en el Corazón del Redentor... Que nuestra mirada a la Cruz, mirada sosegada y contemplativa, sea una pregunta al Crucificado, en que sin ruido de palabras le digamos: «¿Quién eres tú?» (Jn 8,25). Él nos contestará que es «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6), la Vid a la que sin estar unidos nosotros, pobres sarmientos, no podemos dar fruto, porque sólo Él tiene palabras de vida eterna. Y así, si no creemos que Él es, moriremos por nuestros pecados. Viviremos, sin embargo, y viviremos ya en esta tierra vida de cielo si aprendemos de Él la gozosa certidumbre de que el Padre está con nosotros, no nos deja solos. Así imitaremos al Hijo en hacer siempre lo que al Padre le agrada” (Josep Maria Manresa).
Acabamos con propósitos de mirar a Cristo, de vida de piedad: buscar la fortaleza en el trato de amistad con Jesús, a través de la oración, de la presencia de Dios a lo largo de la jornada y en la visita al Santísimo Sacramento. El Señor quiere a los cristianos corrientes metidos en la entraña de la sociedad, laboriosos en sus tareas, en un trabajo que de ordinario ocupará de la mañana a la noche, pues Dios está ahí, Jesús espera que no nos olvidemos de Él mientras trabajamos, procuremos mantener su presencia a lo largo de la jornada, con recordatorios, esas “industrias humanas”: jaculatorias, actos de amor y desagravio, comuniones espirituales, miradas a la imagen de Nuestra Señora; cosas sencillas, pero de gran eficacia. Si perseveramos, llegaremos a estar en la presencia de Dios como algo normal y natural. Aunque siempre tendremos que poner lucha y empeño. Muchas veces vemos al Señor que se dirigía a su Padre Dios con una oración corta, amorosa, como una jaculatoria. Nosotros también podemos decirlas desde el fondo de nuestra alma, y que responden a necesidades o situaciones concretas por las que estamos pasando. Santa Teresa recuerda la huella que dejó en su vida una jaculatoria: “¡Para siempre, siempre, siempre!” Son impresionantes las palabras que evocan esa presencia, que pronunciaron aquellos discípulos de Emaús: “Quédate con nosotros, Señor, porque se hace de noche” (Lucas 24, 29), sin Ti, Señor, la vida es noche, todo es oscuridad cuando Tú no estás. La Virgen María nos dará ese camino seguro: “bendito es el fruto de tu vientre, Jesús” (Francisco Fernández Carvajal).

domingo, 25 de marzo de 2012

Domingo de la 5ª semana de Cuaresma (B): Jesús anuncia que su muerte es causa de salvación, y también nuestros sufrimientos unidos a su Cruz

Domingo de la 5ª semana de Cuaresma (B): Jesús anuncia que su muerte es causa de salvación, y también nuestros sufrimientos unidos a su Cruz

Lectura del Profeta Jeremías 31, 31-34: Mirad que llegan días -oráculo del Señor- en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva. No como la que hice con vuestros padres, cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto: Ellos, aunque yo era su Señor, quebrantaron mi alianza -oráculo del Señor-. Sino que así será la alianza que haré con ellos, después de aquellos días -oráculo del Señor-: Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Y no tendrá que enseñar uno a su prójimo, el otro a su hermano, diciendo: Reconoce al Señor. Porque todos me conocerán, desde el pequeño al grande-oráculo del Señor-, cuando perdone sus crímenes, y no recuerde sus pecados.

Salmo 50, 3-4. 12-13. 14-15. 18-19: R/. Oh Dios, crea en mí un corazón puro.
Misericordia, Dios mío, por tu bondad; / por tu inmensa compasión borra mi culpa, / lava del todo mi delito, / limpia mi pecado.
Oh Dios, crea en mí un corazón puro, / renuévame por dentro con espíritu firme; / no me arrojes lejos de tu rostro, / no me quites tu santo espíritu.
Devuélveme la alegría de tu salvación, / afiánzame con espíritu generoso. / Enseñaré a los malvados tus caminos, / los pecadores volverán a ti.
Los sacrificios no te satisfacen, / si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. / Mi sacrificio es un espíritu quebrantado, / un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias.

Carta a los Hebreos 5, 7-9: Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, cuando en su angustia fue escuchado. Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna.

Lectura del santo Evangelio según San Juan 12, 20-33: En aquel tiempo entre los que habían venido a celebrar la Fiesta había algunos gentiles; éstos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: -Señor, quisiéramos ver a Jesús.
Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús. Jesús les contestó: -Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre. Os aseguro, que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre le premiará. Ahora mi alma está agitada y, ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre.
Entonces vino una voz del cielo: -Lo he glorificado y volveré a glorificarlo.
La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel. Jesús tomó la palabra y dijo: -Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí. Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.

Comentario: 1. Jr 31, 31-34:
Este trozo del llamado "Libro de la Consolación" de Jeremías (cap. 30-33) es un canto de esperanza. El pueblo de Israel no es fiel a sus promesas con Dios. La verdadera raíz de la amistad, de la fidelidad... no radica en promesas hechas con la boca solamente sino que nace del interior humano (=tablilla del corazón: cfr. 2, 21; 17,1). La alianza no puede consistir en el cumplimiento de una serie de leyes sino que exige una relación entre las partes sincera, nacida del interior. Por eso la novedad de esta alianza consiste en la interiorización del compromiso, en la vivencia de una religión personal, interior, por todos y cada uno de los miembros de la comunidad. El pecado humano es siempre el gran obstáculo que impide la unión con el Señor, pero el perdón va a ser el fundamento y base del nuevo pacto (Dios lava la mancha: 2, 22 y crea un corazón y espíritus nuevos: Ez. 18, 31; 36,26). Esto no quiere decir que el pueblo de ahora en adelante sea inmune a la caída, no; pero el pacto de la venganza ha dejado paso al pacto de la misericordia divina. En la Última Cena, Jesús repite estas palabras de Jeremías para indicarnos que nos hallamos ante la última y plena alianza (Lc. 22, 20; I Cor. 11, 25). Y este nuevo pacto nunca podrá ser roto por la infidelidad humana porque el Señor siempre permanece fiel y nos perdona. Lo único que nos exige es la conversión (A. Gil Modrego). La antigua alianza ha sido un fracaso y ahora se trata de alcanzar el mismo objetivo por otro camino: No se escribirá la Ley en tablas de piedra sino en el corazón (2 Cor 3,3). Cada uno, bajo la influencia de la gracia de Dios, conocerá rectamente las exigencias de su Ley (cfr. Is 54, 23; Jn 6, 45). Todos, desde el pequeño al grande, conocerán al Señor, esto es, lo reconocerán como a tal Señor y cumplirán lo que Él manda (22, 16; Os 4, 1;5,4; 6,6). Esta interiorización de alianza con todo el pueblo, sitúa al individuo en relación inmediata con Dios y da origen a una comunidad espiritual; de manera que, superando los vínculos de la sangre y las fronteras nacionales será posible a la vez el individualismo y el universalismo religioso característico de los tiempos venideros a partir del exilio en Babilonia. Con todo, este ideal se cumpliría únicamente por Cristo, el mediador de la nueva alianza (Lc 22, 20; Heb 8, 6-13). Entonces ya no será necesaria la intervención de aquellos profetas que tuvieron tan poco éxito con sus amonestaciones (5, 4s). Pero esta alianza nueva, escrita en el corazón, sólo será posible si el mismo Dios purifica antes los corazones y perdona el pecado que en ellos está grabado (17, 1). La profecía de Jeremías adquiere todo su significado en la situación crítica en la que fue pronunciada. Recordemos que eran tiempos de ruina nacional, en los que el templo con todos sus símbolos se vino abajo (“Eucaristía 1988”).
Dice la Plegaria eucarística IV: "Reiteraste, además, tu alianza a los hombres; por los profetas los fuiste llevando con la esperanza de salvación". Eso es lo que expresa el fragmento del profeta Jeremías que leemos hoy como primera lectura. Todas las alianzas históricas que Dios ha ido pactando con los hombres y, de manera especial, con el pueblo de Israel, iban orientadas a establecer, en la plenitud de los tiempos, una "nueva Alianza", no escrita en tablas de piedra, sino "escrita en los corazones". Esta interiorización y universalización de la Alianza y de la Ley ha sido posible gracias a la obra de Cristo: "Y tanto amaste al mundo, Padre santo, que, al cumplirse la plenitud de los tiempos, nos enviaste como salvador a tu único Hijo". La salvación traída por Cristo posibilita que cada hombre y cada mujer pueda establecer una relación personal con Dios hecha de perdón por parte de Dios ("y no recuerde sus pecados"), y de "conocimiento o reconocimiento" por parte de los hombres ("porque todos me conocerán, desde el pequeño al grande": J. Llopis).
2. Salmo 50. «Contra ti, contra ti sólo pequé». Ese es mi dolor y mi vergüenza, Señor. Sé cómo ser bueno con los demás; soy una persona atenta y amable, y me precio de serlo; soy educado y servicial, me llevo bien con todos y soy fiel a mis amigos. No hago daño a nadie, no me gusta molestar o causar pena. Y, sin embargo, a ti, y a ti sólo, sí que te he causado pena. He traicionado tu amistad y he herido tus sentimientos. «Contra ti, contra ti sólo pequé». Si les preguntas a mis amigos, a la gente que vive conmigo y trabaja a mis órdenes, si tienen algo contra mí, dirán que no, que soy una buena persona; y sí, tengo mis defectos (¿quién no los tiene?), pero en general soy fácil de tratar, no levanto la voz y soy incapaz de jugarle una mala pasada a nadie; soy persona seria y de fiar, y mis amigos saben que pueden confiar en mí en todo momento. Nadie tiene ninguna queja seria contra mí. Pero Tú sí que la tienes, Señor. He faltado a tu ley, he desobedecido tu voluntad, te he ofendido. He llegado a desconocer tu sangre y deshonrar tu muerte. Yo, que nunca le falto a nadie, te he faltado a Ti. Esa es mi triste distinción. «Contra ti, contra ti sólo pequé». Fue pasión o fue orgullo, fue envidia o fue desprecio, fue avaricia o fue egoísmo...; en cualquier caso, era yo contra Ti, porque era yo contra tu ley, tu voluntad y tu creación. He sido ingrato y he sido rebelde. He despreciado el amor de mi Padre y las órdenes de mi Creador. No tengo excusa ante Ti, Señor. «Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces. En la sentencia tendrás razón, en el tribunal me condenarás justamente». Condena justa que acepto, ya que no puedo negar la acusación ni rechazar la sentencia. «En la culpa nací; pecador me concibió mi madre: Yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado». Confieso mi pecado y, yendo más adentro, me confieso pecador. Lo soy por nacimiento, por naturaleza, por definición. Me cuesta decirlo, pero el hecho es que yo, tal y como soy en este momento, alma y cuerpo y mente y corazón, me sé y me reconozco pecador ante Ti y ante mi conciencia. Hago el mal que no quiero, y dejo de hacer el bien que quiero. He sido concebido en pecado y llevo el peso de mi culpa a lo largo de la cuesta de mi existencia. Pero, si soy pecador, Tú eres Padre. Tú perdonas y olvidas y aceptas. A Ti vengo con fe y confianza, sabiendo que nunca rechazas a tus hijos cuando vuelven a Ti con dolor en el corazón. «Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa. Lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Rocíame con el hisopo y quedaré limpio; lávame y quedaré más blanco que la nieve. Hazme oír el gozo y la alegría, que se alegren los huesos quebrantados. Aparta de mi pecado tu vista, borra en mí toda culpa». Hazme sentirme limpio. Hazme sentirme perdonado, aceptado, querido. Si mi pecado ha sido contra Ti, mi reconciliación ha de venir de Ti. Dame tu paz, tu pureza y tu firmeza. Dame tu Espíritu. «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu; devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso». Dame la alegría de tu perdón para que yo pueda hablarles a otros de Ti y de tu misericordia y de tu bondad. «Señor, me abrirás los labios, y mi boca proclamará tu alabanza». Que mi caída sea ocasión para que me levante con más fuerza; que mi alejamiento de Ti me lleve a acercarme más a Ti. Me conozco ahora mejor a mí mismo, ya que conozco mi debilidad y mi miseria; y te conozco a Ti mejor en la experiencia de tu perdón y de tu amor. Quiero contarles a otros la amargura de mi pecado y la bendición de tu perdón. Quiero proclamar ante todo el mundo la grandeza de tu misericordia. «Enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores volverán a Ti». Que la dolorosa experiencia del pecado nos haga bien a todos los pecadores, Señor, a tu Iglesia entera, formada por seres sinceros que quieren acercarse a unos y a otros, y a Ti en todos, y que encuentran el negro obstáculo de la presencia del pecado sobre la tierra. Bendice a tu Pueblo, Señor. «Señor, por tu bondad, favorece a Sión; reconstruye las murallas de Jerusalén» (Carlos G. Vallés).
El salmo 50 es el salmo cuaresmal por excelencia. Merece la pena que nos detengamos en él para captar el simbolismo que lo impregna y la teología que transmite. Se le sitúa entre los salmos de súplica individual y data del final de la época monárquica. Habría sido compuesto para una liturgia penitencial presidida por el rey. Pero es obvio que ha servido de sustento a la oración de innumerables personas lo suficientemente religiosas para reconocerse en él. Desde el primer versículo es notable la orientación de esta oración. Lejos de querer declarar inocente al salmista, como hacen tantas "endechas", la súplica se dirige de entrada a Dios para pedir su misericordia, su amor. La salvación del pecador está por completo en las manos de ese Dios que el amor define radicalmente. Por supuesto, no se ignora que Dios es justo, que quiere la verdad y la sabiduría en el corazón del hombre, pero precisamente esta "justicia" de Dios se manifestará, ante todo, en el perdón concedido al pecador. Se podría decir que se trata nada menos que de su honor, ya que el pecador perdonado se convertirá en testigo de Dios: podrá mostrar a los pecadores el camino de la verdad, y "hacia Dios volverán los extraviados". El reconocimiento del pecado tiene, pues, también una dimensión profética. Forma parte de la "confesión" de las obras de Dios. Además, el salmista reconoce su falta sin rodeos. No teme contemplar ese pecado que siempre "está ante él". ¿Culpabilidad exagerada? ¿Énfasis literario? No, ya que el sentido profundo del pecado sólo existe para poder captar mejor la dimensión del perdón divino. El hombre ha pecado "contra Dios" y sólo contra Él... Sin duda, conoce las repercusiones sociales de su falta, pero en el acto litúrgico de la confesión pone el acento sobre Dios, que está en el origen de todas las cosas, tanto del perdón como del sentido último de todo pecado. ¡No se puede expresar mejor hasta qué punto está de acuerdo Dios con la vida humana y su condición existencial! La conciencia del salmista es tan viva que se reconoce "nacido en la culpa", "pecador desde el vientre de su madre". No parece que sea necesario buscar en estas expresiones una teología explícita del pecado original, y menos aún del modo como se transmite, ya que el que ora se sitúa aquí a un nivel existencial; tiene conciencia de pertenecer a una humanidad pecadora, a un pueblo pecador en el que ninguna existencia podría escapar al peso de la miseria. Lo veremos mejor cuando apele al Dios creador para que le salve de su culpa. La conciencia de pecado supera absolutamente la dosificación aparentemente justa que un juez podría hacer de las responsabilidades y las circunstancias atenuantes. Se trata nada menos que de la existencia "frente a Dios". Israel es un pueblo santo, y el pecado obstaculiza al mismo Dios. Son importantes los versículos 4, 9, 12 y 14. Si los dos primeros hacen probablemente alusión a un baño ritual de purificación, los otros interiorizan el proceso e indican que el rito es la cara visible de una profunda renovación del ser. De esta manera, el salmo se inscribe en una gran corriente de pensamiento que va desde los discípulos de Isaías hasta los evangelistas, para definir en términos de bautismo la restauración del hombre y del cosmos. Recordemos las grandes etapas de esta corriente de pensamiento. El tercer Isaías (65, 17) había anunciado la "creación de unos cielos nuevos y una tierra nueva". Jeremías había hablado de la restauración del pueblo y del individuo. Proclamaba una nueva era en la que la ley sería grabada en el corazón del hombre, subrayando así la comunión profunda que uniría a la humanidad nueva con Dios (32, 39). Ezequiel retoma la idea para hablar de una creación nueva y un espíritu nuevo (36, 25-27). Es él quien explicita mejor los lazos temáticos entre el agua y la vida. En su predicación debía de acordarse del río que, según el Génesis, ascendía del subsuelo para regar toda la superficie de la tierra. Según el profeta, llegará un día en que en la nueva Jerusalén manará una fuente que fecundará el desierto, y de la fuente brotará un torrente impetuoso en cuyas orillas nacerán árboles frutales maravillosos (cap. 47). De este modo, la vuelta de Yahvé estará marcada por la abundancia, simbolizada en los torrentes. Más tarde, el cuarto evangelio retomará este tema aplicándolo al cuerpo de Cristo, el nuevo templo. El agua es, pues, fuente de vida. Cuando el salmista suplica a Dios que le lave, lanza una llamada a la vida y a la renovación. Consiguientemente, puede imaginar el perdón como una danza de resurrección y un himno de alabanza (cfr. Ez. 37).
Interesante. Desde el versículo 10 comienza a desaparecer el concepto
y la palabra pecado y, en su sustitución, aparece y resplandece la
alegría.

Y no podía ser de otra manera. Los complejos de culpa pueblan de
tristeza el alma, una tristeza salada y amarga. Pero al despuntar la
Misericordia sobre el alma, al enterarse el hombre de que, a pesar de
sus excesos y demasías, no obstante está cercado por los brazos de la
predilección, y de que la ternura, una ternura enteramente gratuita,
inunda de perfume su casa, eran previsibles las consecuencias: la
tristeza desaparece igual que desaparecen las aves nocturnas a la
aclarada, y todo, los muros y los recintos interiores, se visten de un
aire primaveral, perfumado de gozo y alegría. Si Dios recrea el corazón del hombre borrando su pecado, hay que ver en el perdón una reanudación de toda la obra creadora. Los tiempos nuevos, manifestados por el don del Espíritu, son tiempos de resurrección y fiesta. La "confesión" es un acto en el que se manifiesta el Dios de la vida. Ante esto, ¿qué puede hacer el hombre sino maravillarse y dar gracias? ¡Proclamar la justicia de Dios! ¿Lo hará con sacrificios al modo antiguo? El salmo previene contra los cultos hipócritas en los que el corazón del hombre no queda totalmente comprometido. El hombre debe saber que el perdón de Dios no se compra, ya que supera toda medida humana. La única ofrenda que agrada a Dios es un espíritu convertido, roto y triturado: es decir, consciente de lo que es, sin pretensión de hacerse valer ante el Creador (“Dios cada día”,de Sal Terrae).
San Agustin comenta así ese espíritu quebrantado: “Yo reconozco mi culpa, dice el salmista. Si yo la reconozco, dígnate Tú perdonarla. No tengamos en modo alguno la presunción de que vivimos rectamente y sin pecado. Lo que atestigua a favor de nuestra vida es el reconocimiento de nuestras culpas. Los hombres sin remedio son aquellos que dejan de atender a sus propios pecados para fijarse en los de los demás. No buscan lo que hay que corregir, sino en qué pueden morder. Y, al no poderse excusar a sí mismos, están siempre dispuestos a acusar a los demás. No es así como nos enseña el salmo a orar y dar a Dios satisfacción, ya que dice: Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. El que así ora no atiende a los pecados ajenos, sino que se examina a sí mismo, y no de manera superficial, como quien palpa, sino profundizando en su interior. No se perdona a sí mismo, y por esto precisamente puede atreverse a pedir perdón… / Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado; tú no lo desprecias. Este es el sacrificio que has de ofrecer. No busques en el rebaño, no prepares navíos para navegar hasta las más lejanas tierras a buscar perfumes. Busca en tu corazón la ofrenda grata a Dios. El corazón es lo que hay que quebrantar. Y no temas perder el corazón al quebrantarlo, pues dice también el salmo: Oh Dios, crea en mi un corazón puro. Para que sea creado este corazón puro, hay que quebrantar antes el impuro. / Sintamos disgusto de nosotros mismos cuando pecamos, ya que el pecado disgusta a Dios. Y, ya que no estamos libres de pecado, por lo menos asemejémonos a Dios en nuestro disgusto por lo que a Él le disgusta. Así tu voluntad coincide en algo con la de Dios, en cuanto que te disgusta lo mismo que odia tu Hacedor.
Juan Pablo II comentaba: “La tradición judía puso este salmo en labios de David, impulsado a la penitencia por las severas palabras del profeta Natán (cf. Sal 50, 1-2; 2 S 11-12), que le reprochaba el adulterio cometido con Betsabé y el asesinato de su marido, Urías. Sin embargo, el Salmo se enriquece en los siglos sucesivos con la oración de otros muchos pecadores, que recuperan los temas del "corazón nuevo" y del "Espíritu" de Dios infundido en el hombre redimido, según la enseñanza de los profetas Jeremías y Ezequiel (cf. Sal 50, 12; Jr 31, 31-34; Ez 11, 19; 36, 24-28).
El salmo, en esta primera parte, aparece como un análisis del pecado, realizado ante Dios. Son tres los términos hebreos utilizados para definir esta triste realidad, que proviene de la libertad humana mal empleada.
El primer vocablo, hattá, significa literalmente "no dar en el blanco": el pecado es una aberración que nos lleva lejos de Dios -meta fundamental de nuestras relaciones- y, por consiguiente, también del prójimo. El segundo término hebreo es 'awôn, que remite a la imagen de "torcer", "doblar". Por tanto, el pecado es una desviación tortuosa del camino recto. Es la inversión, la distorsión, la deformación del bien y del mal, en el sentido que le da Isaías: "¡Ay de los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz y luz por oscuridad!" (Is 5, 20). Precisamente por este motivo, en la Biblia la conversión se indica como un "regreso" (en hebreo shûb) al camino recto, llevando a cabo un cambio de rumbo. La tercera palabra con que el salmista habla del pecado es peshá. Expresa la rebelión del súbdito con respecto al soberano, y por tanto un claro reto dirigido a Dios y a su proyecto para la historia humana.
Sin embargo, si el hombre confiesa su pecado, la justicia salvífica de Dios está dispuesta a purificarlo radicalmente. Así se pasa a la segunda región espiritual del Salmo, es decir, la región luminosa de la gracia (cf. vv. 12-19). En efecto, a través de la confesión de las culpas se le abre al orante el horizonte de luz en el que Dios se mueve. El Señor no actúa sólo negativamente, eliminando el pecado, sino que vuelve a crear la humanidad pecadora a través de su Espíritu vivificante: infunde en el hombre un "corazón" nuevo y puro, es decir, una conciencia renovada, y le abre la posibilidad de una fe límpida y de un culto agradable a Dios. Orígenes habla, al respecto, de una terapia divina, que el Señor realiza a través de su palabra y mediante la obra de curación de Cristo: "Como para el cuerpo Dios preparó los remedios de las hierbas terapéuticas sabiamente mezcladas, así también para el alma preparó medicinas con las palabras que infundió, esparciéndolas en las divinas Escrituras. (...) Dios dio también otra actividad médica, cuyo Médico principal es el Salvador, el cual dice de Sí mismo: "No son los sanos los que tienen necesidad de médico, sino los enfermos". Él era el médico por excelencia, capaz de curar cualquier debilidad, cualquier enfermedad"… algunos componentes fundamentales de una espiritualidad que debe reflejarse en la existencia diaria de los fieles. Ante todo está un vivísimo sentido del pecado, percibido como una opción libre, marcada negativamente a nivel moral y teologal: "Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces" (v. 6). Luego se aprecia en el salmo un sentido igualmente vivo de la posibilidad de conversión: el pecador, sinceramente arrepentido (cf. v. 5), se presenta en toda su miseria y desnudez ante Dios, suplicándole que no lo aparte de su presencia (cf. v. 13). Por último, en el Miserere, encontramos una arraigada convicción del perdón divino que "borra, lava y limpia" al pecador (cf. vv. 3-4) y llega incluso a transformarlo en una nueva criatura que tiene espíritu, lengua, labios y corazón transfigurados (cf. vv. 14-19). "Aunque nuestros pecados -afirmaba santa Faustina Kowalska- fueran negros como la noche, la misericordia divina es más fuerte que nuestra miseria. Hace falta una sola cosa: que el pecador entorne al menos un poco la puerta de su corazón... El resto lo hará Dios. Todo comienza en tu misericordia y en tu misericordia acaba".
Seguía diciendo Juan Pablo II que en ese salmo “se entra en la región tenebrosa del pecado para infundirle la luz del arrepentimiento humano y del perdón divino (cf. vv. 3-11). Luego se pasa a exaltar el don de la gracia divina, que transforma y renueva el espíritu y el corazón del pecador arrepentido. Ese arrepentimiento es lo que, por desgracia, muchos no realizan, como nos advierte Orígenes: "Hay algunos que, después de pecar, se quedan totalmente tranquilos, no se preocupan para nada de su pecado y no toman conciencia de haber obrado mal, sino que viven como si no hubieran hecho nada malo. Estos no pueden decir: "Tengo siempre presente mi pecado". En cambio, una persona que, después de pecar, se consume y aflige por su pecado, le remuerde la conciencia, y en cuyo interior se entabla una lucha continua, puede decir con razón: "no tienen descanso mis huesos a causa de mis pecados" (Sal 37, 4)... Así, cuando ponemos ante los ojos de nuestro corazón los pecados que hemos cometido, los repasamos uno a uno, los reconocemos, nos avergonzamos y arrepentimos de ellos, entonces desconcertados y aterrados podemos decir con razón: "no tienen descanso mis huesos a causa de mis pecados"”. Por consiguiente, el reconocimiento y la conciencia del pecado son fruto de una sensibilidad adquirida gracias a la luz de la palabra de Dios…
Es significativo, ante todo, notar que, en el original hebreo, resuena tres veces la palabra "espíritu", invocado de Dios como don y acogido por la criatura arrepentida de su pecado: "Renuévame por dentro con espíritu firme; (...) no me quites tu santo espíritu; (...) afiánzame con espíritu generoso" (vv. 12. 13. 14). En cierto sentido, utilizando un término litúrgico, podríamos hablar de una "epíclesis", es decir, una triple invocación del Espíritu que, como en la creación aleteaba por encima de las aguas (cf. Gn 1, 2), ahora penetra en el alma del fiel infundiendo una nueva vida y elevándolo del reino del pecado al cielo de la gracia.
Los Padres de la Iglesia ven en el "espíritu" invocado por el salmista la presencia eficaz del Espíritu Santo. Así, san Ambrosio está convencido de que se trata del único Espíritu Santo "que ardió con fervor en los profetas, fue insuflado (por Cristo) a los Apóstoles, y se unió al Padre y al Hijo en el sacramento del bautismo". Esa misma convicción manifiestan otros Padres, como Dídimo el Ciego de Alejandría de Egipto y Basilio de Cesarea en sus respectivos tratados sobre el Espíritu Santo.
También san Ambrosio, observando que el salmista habla de la alegría que invade su alma una vez recibido el Espíritu generoso y potente de Dios, comenta: "La alegría y el gozo son frutos del Espíritu y nosotros nos fundamos sobre todo en el Espíritu Soberano. Por eso, los que son renovados con el Espíritu Soberano no están sujetos a la esclavitud, no son esclavos del pecado, no son indecisos, no vagan de un lado a otro, no titubean en sus opciones, sino que, cimentados sobre roca, están firmes y no vacilan".
Después de experimentar este nuevo nacimiento interior, el orante se transforma en testigo; promete a Dios "enseñar a los malvados los caminos" del bien (cf. Sal 50, 15), de forma que, como el hijo pródigo, puedan regresar a la casa del Padre. Del mismo modo, san Agustín, tras recorrer las sendas tenebrosas del pecado, había sentido la necesidad de atestiguar en sus Confesiones la libertad y la alegría de la salvación.
Los que han experimentado el amor misericordioso de Dios se convierten en sus testigos ardientes, sobre todo con respecto a quienes aún se hallan atrapados en las redes del pecado. Pensamos en la figura de san Pablo, que, deslumbrado por Cristo en el camino de Damasco, se transforma en un misionero incansable de la gracia divina.
El salmo al meditarlo hace que “se convierta en un oasis de meditación, donde se pueda descubrir el mal que anida en la conciencia e implorar del Señor la purificación y el perdón. En efecto, como confiesa el salmista en otra súplica, "ningún hombre vivo es inocente frente a ti" (Sal 142, 2). En el libro de Job se lee: "¿Cómo un hombre será justo ante Dios?, ¿cómo será puro el nacido de mujer? Si ni la luna misma tiene brillo, ni las estrellas son puras a sus ojos, ¡cuánto menos un hombre, esa gusanera, un hijo de hombre, ese gusano!" (Jb 25, 4-6). Frases fuertes y dramáticas, que quieren mostrar con toda su seriedad y gravedad el límite y la fragilidad de la criatura humana, su capacidad perversa de sembrar mal y violencia, impureza y mentira. Sin embargo, el mensaje de esperanza del Miserere, que el Salterio pone en labios de David, pecador convertido, es este: Dios puede "borrar, lavar y limpiar" la culpa confesada con corazón contrito (cf. Sal 50, 2-3). Dice el Señor por boca de Isaías: "Aunque fueren vuestros pecados como la grana, como la nieve blanquearán. Y aunque fueren rojos como la púrpura, como la lana quedarán" (Is 1, 18)…Es bonito también el final del salmo 50, un final lleno de esperanza, porque el orante es consciente de que ha sido perdonado por Dios (cf. vv. 17-21). Sus labios ya están a punto de proclamar al mundo la alabanza del Señor, atestiguando de este modo la alegría que experimenta el alma purificada del mal y, por eso, liberada del remordimiento (cf. v. 17). El orante testimonia de modo claro otra convicción, remitiéndose a la enseñanza constante de los profetas (cf. Is 1, 10-17; Am 5, 21-25; Os 6, 6): el sacrificio más agradable que sube al Señor como perfume y suave fragancia (cf. Gn 8, 21) no es el holocausto de novillos y corderos, sino, más bien, el "corazón quebrantado y humillado" (Sal 50, 19).
La Imitación de Cristo, libro tan apreciado por la tradición espiritual cristiana, repite la misma afirmación del salmista: "La humilde contrición de los pecados es para Ti el sacrificio agradable, un perfume mucho más suave que el humo del incienso... Allí se purifica y se lava toda iniquidad".
3. En la segunda gran sección de Hebreos (1-5, 10) se desarrollan dos temas: Jesús fiel (3, 1-4, 14) y Jesús sumo sacerdote misericordioso (4, 14-5,10). Los dos subrayan la manera de ser de Jesús que le hace llevar a cabo la salvación humana. En esta forma de ser destaca un tema que aparece varias veces en la "carta": Jesús es mediador de salvación por ser semejante, igual, a los hombres. Este primer sentido del sacerdocio de Cristo no es algo cúltico, sino existencial. Es sacerdote porque es mediador, no por otra razón. Y es mediador porque es como los demás hombres. Eso es uno de los rasgos más típicos de Hebreos y que suele pasarse por alto ante la terminología sacerdotal que nos sugiere hoy día otras connotaciones, más bien de personas diferentes de las normales. Pero no es así en ese escrito. Y se subraya más porque en el momento histórico la aceptación de Jesús como Hijo de Dios era más aceptada que su dimensión humana. Era ésta la que había que destacar. En esta corta perícopa se dice una vez más que Cristo aprende a obedecer, que sufre, que clama ser salvado... es decir, dimensiones profundamente humanas. De este modo es "llevado a la consumación. Eso es expresión técnica para "ordenación sacerdotal", o sea, que Jesús es ordenado sacerdote, es constituido mediador, por su semejanza con los demás hombres. El momento cumbre de esa semejanza es la muerte. Y por la muerte salva a sus hermanos. Habla el texto de la oración con gritos y lágrimas. Muy verosímilmente se refiere a la oración del Huerto, por tanto, a cuando Jesús pide ser librado de la muerte. Curiosamente afirma el texto que fue escuchado. Y, sin embargo, sabemos que de hecho Jesús no fue liberado de la muerte. ¿Cómo puede afirmarse, entonces, esa audición de la plegaria de Cristo, de una clara oración de petición en un caso concreto? La respuesta, con toda probabilidad es que la oración de petición es escuchada no porque se concede lo que se pide sin más, sino porque Dios hace aceptar su voluntad referida al caso concreto, a quien pide algo, aunque esa voluntad no coincida con lo que se pide. Por este camino se puede reflexionar para entender en qué consiste la oración de petición, tan usada, pero tan poco entendida verdaderamente (F. Pastor).
El autor describe con palabras conmovedoras y llenas de realismo la oración y la angustia de Jesús. Evidentemente se refiere al trance de Getsemaní, cuando Jesús tuvo que experimentar en su propia carne la repugnancia natural ante una muerte que se acercaba. El que iba a ser constituido mediador y sacerdote de la nueva alianza se acercó a los hombres y bajó hasta lo más profundo de nuestro dolor. Aunque los tres evangelistas sinópticos parecen suponer que Jesús oró en Getsemaní "con gritos y lágrimas" (Mc 14, 32-42; Mt 26, 36-46; Lc 22, 40-46), es posible que el autor se haya inspirado también en otros textos bíblicos, sobre todo en los salmos. Sabemos que Jesús padeció y murió en la cruz después de su oración en Getsemaní. Si, no obstante, se dice aquí que fue escuchado, esto sólo puede tener dos sentidos igualmente válidos: que Jesús venció su repugnancia natural a la muerte y aceptó la voluntad del Padre y/o que el Padre lo libró de la muerte resucitándole al tercer día. Frecuentemente se habla en el NT de la obediencia de Jesús, pero ésta es la obediencia del Padre, que se muestra muchas veces como desobediencia a los hombres y a las leyes humanas. Por su obediencia al Padre hasta la muerte, y muerte de cruz, Jesús alcanzó una vida cumplida, perfecta, gloriosa, y fue constituido en Señor que ahora da la vida a todos cuantos le obedecen (“Eucaristía 1988”).
El cap. quinto de la carta a los hebreos, al que pertenece el texto, desarrolla una confrontación entre el ministerio del sumo sacerdote del AT y la acción salvífica de Cristo. La comparación se centra en dos elementos; la pertenencia a la humanidad y la elección. El texto tiene un parecido grande con Flp 2,6ss. Presenta a Jesús como verdadero hombre. Para ello escoge el día más oscuro de su vida. Aquél en el que con gritos y con lágrimas presentó oraciones y súplicas: la oración de Getsemaní. El objeto de este himno abarca no sólo la angustia mortal de Cristo en Getsemaní sino todo el arco de la Pasión. Desde la misión que el Padre le ha confiado se puede entender que Cristo, en cuanto hombre, haya debido aprender la obediencia a través del sufrimiento llegando hasta la muerte. Presenta una imagen de Jesús en todo igual a nosotros. Ha conocido el sufrimiento y la tentación, ha experimentado la condición humana. Desde esta imagen de Cristo sabemos cuál es el recorrido de nuestro caminar. Va del pecado a la salvación, pero pasa por el sufrimiento. Jesús fue escuchado no en orden a ser liberado de la muerte sino en orden a la superación de la muerte por la resurrección. Esa fue su perfección y por su entrada en la gloria es causa de salvación para todos los que le prestan obediencia. Ahora el camino hacia Dios es posible. Él nos ha abierto el acceso al Padre (P. Franquesa).
4. Jn 12, 20-33: Como también pasaba los dos domingos anteriores, el texto de hoy se sitúa en el marco de la Pascua, la fiesta judía por excelencia, que congregaba a gentes de los más variados países. El autor deja constancia de este hecho introduciendo a unos griegos (la traducción litúrgica ha empleado el término genérico de gentil). Pero al hacer esto, el autor nos remite a Jn. 7, 35, donde los judíos han hablado de griegos: "¿Querrá irse a la diáspora griega y enseñar a los griegos?" De la mano de esta referencia llegamos a esta otra en Jn. 10, 16: "Tengo otras ovejas que no son de este recinto; también a ésas tengo que conducirlas; escucharán mi voz y se hará un solo rebaño con un solo pastor". Los intermediarios son Felipe y Andrés, exactamente los mismos de los que se ha servido el autor para constatar la dificultad de dar de comer a la gran cantidad de gente que acudía a Jesús (Jn. 6, 5-9). La llegada de griegos para ver a Jesús es identificada con la hora de la glorificación del Hijo del Hombre. El domingo pasado escuchábamos que "lo mismo que Moisés elevó la serpiente, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre". Esta imagen es recogida explícitamente al final del texto de hoy: "Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí" (v. 32). El comentario final del autor disipa toda duda sobre el sentido de la imagen: "Esto lo decía significando (dando a entender) la muerte de que iba a morir" (v. 33). El autor emplea el verbo "significar". La referencia al signo por el que los judíos preguntaban a Jesús hace dos domingos es indudable: "¿Qué signo nos muestras para obrar así?" (Jn. 2, 18). El signo era el siguiente: "Destruid este templo, y en tres días lo levantaré" (Jn. 2, 19). También entonces el comentario del autor disipaba toda duda sobre el sentido del signo: "Él hablaba del templo de su cuerpo" (Jn.2, 21). La muerte de Jesús en cruz es, pues, el punto de mira del texto de hoy. De ella se habla empleando un símbolo espacial: elevación sobre la tierra. Y de ella se habla también empleando un símbolo agrícola: proceso de germinación de la simiente. Esta muerte es interpretada como triunfo, como glorificación de Jesús y del Padre que lo ha enviado. Una vez más aflora espontánea la referencia intertextual: "Cuando elevéis al Hijo del Hombre, entonces comprenderéis que Yo soy y que no hago nada por mí, sino que esto que digo me lo ha enseñado el Padre. Además, el que me envió está conmigo; nunca me ha dejado solo" (Jn. 8, 28-29). El texto de hoy quiere ser también reflejo de la comunión Hijo-Padre. Esta comunión puede, sin embargo, pasar desapercibida dentro del recinto (v.29). Desde fuera del recinto, en cambio, unos griegos han venido a ver a Jesús. Ellos son las otras ovejas que vienen a escuchar la voz del pastor Jesús. Desde este momento la muerte de Jesús en cruz es el triunfo, la glorificación del Hijo y del Padre. Un orden de cosas tan viejo como el mundo está siendo juzgado y condenado. El diablo, separador de hermanos (Caín contra Abel), "homicida desde el principio" (Jn. 8, 44), no tiene ya nada que hacer. Con Jesús levantado en alto empieza a dominar el sentido humano de la fraternidad (A. Benito).
Hoy estamos en el capítulo doce de una obra en la que el domingo pasado leíamos el capítulo tres. Si entre semana no hemos leído los capítulos intermedios nos será más difícil entender la situación de la que parte el texto de hoy. Esta ha sido preparada en Jn. 7, 35 (los judíos comentaban: ¿adonde querrá irse éste que no podamos nosotros encontrarlo? ¿Querrá irse con los emigrados a países griegos para enseñar a los griegos?) y en Jn. 10, 16 (Tengo otras ovejas que no son de este recinto; también a éstas tengo que conducirlas; escucharán mi voz y se hará un solo rebaño con un solo pastor). Los emigrados a países griegos, las otras ovejas están hoy aquí. Han venido a Jerusalén a celebrar la Pascua. Pero la Pascua no se celebra ya en el Templo sino donde está Jesús. El autor ha operado la eliminación-sustitución del Templo de la que hablaba hace dos domingos (cfr. Jn. 2, 13-25). Jesús es ahora el Templo. "Queremos ver a Jesús" lleva como contrapartida no querer ver el Templo. Esta situación provoca el comentario de Jesús, que comienza así: "Ha llegado la hora". En Jn/02/04 leemos: "Todavía no ha llegado mi hora". En Jn 4,23 leemos: "Pero se acerca la hora, o mejor dicho, ha llegado, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad". El verbo adorar de este último texto es el mismo que aparece en el versículo inicial de hoy, aunque la traducción litúrgica no lo refleje. Estamos, pues, ante una fiesta. Esta tiene un templo: Jesús. A él acuden las gentes, sean o no judíos. Un único rebaño con un solo pastor. En esta fiesta ya no corre el agua ritual, sino el vino del banquete (cfr. bodas de Caná). Es una exaltación, una glorificación. Pero es una fiesta paradójica. Y aquí la visión interpretativa de Juan adquiere cotas grandiosas. "Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí". Retorna el tema y el poder curativo de la serpiente levantada en alto del domingo pasado. "Si el grano de trigo cae en tierra y muere, da mucho fruto". La imagen médica deja paso ahora a la imagen agrícola. Pero ambas expresan la misma realidad salvadora, simbolizada en el grupo de griegos reunidos para ver a Jesús, es decir, para festejar a Jesús. Ellos son el fruto, ellos son los atraídos, los verdaderos adoradores. En la pluma de Juan, el momento adquiere contornos fantásticos, como de escena cósmica. Es una construcción grandiosa, que sin embargo no niega ni escamotea el realismo y la crudeza de la situación: la muerte de Jesús. Por eso se trata de una fiesta paradójica. ¿Cómo puede ser festiva la crucifixión de un condenado? CZ/FT: Y, sin embargo, la construcción de Juan no es una broma sádica. Al contrario. Es un maravilloso canto épico, con la diferencia respecto a la épica clásica de que en Juan el canto nace del realismo de la situación, realismo que el autor promete a todos los seguidores del héroe: "El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor". Pero este mismo realismo da consciencia a la construcción. Por eso la esperanza que genera es tanto más segura: "Ahora el príncipe de este mundo va a ser echado fuera". La muerte y todo poder mortal van a dejar de tener la última palabra (A. Benito).
Se llamaba "prosélitos de la puerta" o "temerosos de Dios" (cfr. Hech 10, 2; 13, 16; 16, 14; etc) a los gentiles que aceptaban la fe de Israel, pero no habían sido circuncidados. Podemos presumir que muchos de estos prosélitos se encontraban en Jerusalén con ocasión de la Pascua y que algunos, impresionados por lo que habían visto y oído del Nazareno, quisieron conocer más de cerca al famoso Maestro. Estos gentiles piensan que lo mejor para conseguir lo que desean es acudir primero a los discípulos de Jesús, concretamente a los que estuvieran familiarizados con su lenguaje o costumbres helenas. Felipe y Andrés (ambos llevan nombres griegos y el primero es de Betsaida, en la Decápolis, que era una región helenizada) parecen ser los más indicados.
Este episodio, que no tiene conexión alguna con lo que sigue en el relato sirve como explicación del enfado de los fariseos, que, llenos de envidia, cuchichean entre sí ante el éxito de Jesús: "Todo el mundo va detrás de él" (v. 19). Por otra parte, es como un anticipo de la propagación que tendría el evangelio entre los gentiles gracias a la misión de los Apóstoles.
Todo el clamor de la multitud y el triunfo que le acompaña no puede impedir que Jesús vaya en su interior profundamente preocupado; pues ha llegado la "hora" de su "exaltación", de su muerte y también de su verdadera glorificación en la cruz.
Es la hora señalada por el Padre para realizar la siembra necesaria, sin la que no es posible la cosecha. Y Jesús es el grano. Es preciso que muera para que se extienda por todo el mundo su obra de salvación. La cosecha que Jesús espera no es otra que la salvación del mundo por la fe en su evangelio.
Juan utiliza siempre la expresión "dar fruto" en este sentido misionero. La eficacia de la muerte de Jesús para la extensión del reino de Dios entre los hombres y los pueblos no es una eficacia automática: por lo tanto no ahorra a nadie la opción libre por el evangelio. Por eso Jesús, que ha cumplido en su vida y en su muerte la ley de la siembra, de la generosidad y la entrega, nos advierte que todos debemos hacer lo mismo que El si queremos entrar con El en la vida eterna. Pues el que sólo se cuida de sí mismo y no tiene más preocupaciones que la de salvar su vida, la pierde; en cambio, gana la vida eterna el que vive y muere por los demás.
Jesús obedeció al Padre cuando llegó su "hora". Jesús recuerda a sus discípulos que deben servirle y servir al evangelio siguiendo su camino hasta el final. Entonces también ellos llegarán al Padre, como Jesús, y el Padre les recompensará con la vida eterna. El corazón humano de Jesús se espanta y atemoriza ante la muerte: ¿qué puede hacer?, ¿acaso pedir al Padre que le libre de esa "hora" y aparte el cáliz amargo que le da a beber? Jesús pide tan sólo que se cumpla la voluntad del Padre, pues para eso ha venido al mundo. Pide que sea glorificado el nombre de Dios; es decir, que se manifieste a los hombres lo que Dios es y quiere ser para todos: el Amor. Pero esto no es posible sin la última prueba: "En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios entregó al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de Él" (1 Jn 4, 9); "pues tanto amó Dios al mundo que entregó a la muerte a su Unigénito" (Jn 3, 16). Es voluntad de Dios darnos la última prueba para que creamos que es Amor, para que glorifiquemos su nombre y alcancemos la vida por Jesucristo, el Señor.
Jesús sabe que el Padre siempre le escucha, pero es preciso que los hombres sepan que el Padre está siempre con Él. Por eso vino la voz del cielo.
Todo este pasaje (versillos 25-30) recuerda la agonía de Jesús en Getsemaní y su transfiguración en el Tabor. Juan, uno de los tres testigos en ambos casos, no dice nada expresamente al respecto; pero aquí recoge veladamente la misma experiencia.
La "hora de Jesús" es también la hora del mundo. En ella se manifiesta que Dios es Amor, pero también queda al descubierto el pecado del mundo. Es la hora de la exaltación de Jesús, de su muerte y de su gloria. Es la hora del juicio contra Satanás y su ralea, pero también la hora del perdón para cuantos creen en Él. Es la hora en la que Dios convoca a todos los elegidos en torno al que es "exaltado". Pues todo lo que podemos esperar y temer es fruto y consecuencia de la victoria y del juicio que acontece en la cruz de Cristo (“Eucaristía 1988”).
La utilización del fantasma de la muerte contra la vida estaba muy lejos del genuino sentido cristiano de la vida y de la muerte. Y desde luego difícilmente podía conseguir la aceptación de la muerte, cuando más bien provocaba miedo y rechazo. Y es que no se puede aceptar cristianamente la muerte si no se acepta cristianamente la vida, es decir, si no se toma en serio la vida y el compromiso que nos une indisolublemente a la suerte de todos los hermanos. La aceptación de la muerte, como punto final de la vida, cuando se vive "fuera de este mundo", no puede tener otro sentido que un simulacro de suicidio egoísta y cicatero.
Ese sentido fantasmal de la muerte no puede nacer de la esperanza cristiana. Aunque muy bien ha podido originarse en una mala interpretación de la pasión y muerte de Jesús, que ha enfatizado los aspectos trágicos y tremendistas de la crucifixión, olvidando los sentimientos profundos del Crucificado. Jesús, en efecto, aceptó la muerte, no precisamente en cuanto fin de la vida, sino en el colmo de su amor y obediencia al Padre y de su amor y servicio a los hombres. De manera que lo que acepta es la vida, el amor, la obediencia a Dios antes que a los hombres, el servicio a los hombres antes que su propio deseo.
Sólo así puede tener sentido cristiano la aceptación de la muerte. Aceptando la vida y su compromiso. No haciendo de la vida un botín o un sálvese el que pueda y menos aún tratando de sobrevivir a costa de lo que sea y de quien sea. Sino aceptando la vida como responsabilidad y solidaridad con todos, de suerte que la vida sea un acto de servicio al prójimo.
Aceptar la muerte no es retorcerse las meninges para comprender lo incomprensible o tratar de justificar lo injustificable. No es, pues, aceptar la muerte de los otros o la muerte contra los otros. Es vivir con tal generosidad y amor a los demás que se esté dispuesto a no cejar en el empeño hasta llegar al límite, al colmo de dar la vida, minuto a minuto y toda entera, en la lucha por la justicia, por la paz y por la fraternidad universal (“Eucaristía 1982”).
Hoy resuena el grito esperado de Jesús: «Ya ha llegado la hora.» Sí, ha llegado la hora, y estamos viviendo en ella, en que la antigua alianza cede el paso a la nueva, la alianza por la sangre de Cristo. En esta nueva alianza vivimos hoy los cristianos. Pero, ¿en qué consiste realmente? ¿Cuál es su esencia? ¿En qué se distingue de la antigua? Para que todo no quede en buenas palabras, una vez más la liturgia nos urge a una profunda reflexión a partir de los textos bíblicos, para que la realidad de la alianza sea lo mismo que fue para Cristo: filial obediencia al Padre y generosa ofrenda por la liberación de los hombres (Santos Benetti).