Cuaresma 4, miércoles: Dios, Señor de la historia, en Jesús nos muestra su misericordia, y nos da la Vida
Libro de Isaías 49,8-15: Así habla el Señor: En el tiempo favorable, yo te respondí, en el día de la salvación, te socorrí. Yo te formé y te destiné a ser la alianza del pueblo, para restaurar el país, para repartir las herencias devastadas, para decir a los cautivos: "¡Salgan!", y a los que están en las tinieblas: "¡Manifiéstense!". Ellos se apacentarán a lo largo de los caminos, tendrán sus pastizales hasta en las cumbres desiertas. No tendrán hambre, ni sufrirán sed, el viento ardiente y el sol no los dañarán, porque el que se compadece de ellos los guiará y los llevará hasta las vertientes de agua. De todas mis montañas yo haré un camino y mis senderos serán nivelados. Sí, ahí vienen de lejos, unos del norte y del oeste, y otros, del país de Siním. ¡Griten de alegría, cielos, regocíjate, tierra! ¡Montañas, prorrumpan en gritos de alegría, porque el Señor consuela a su pueblo y se compadece de sus pobres! Sión decía: "El Señor me abandonó, mi Señor se ha olvidado de mí". ¿Se olvida una madre de su criatura, no se compadece del hijo de sus entrañas? ¡Pero aunque ella se olvide, yo no te olvidaré!
Salmo 145,8-9.13-14.17-18: El Señor es bondadoso y compasivo, lento para enojarse y de gran misericordia; / el Señor es bueno con todos y tiene compasión de todas sus criaturas. / Tu reino es un reino eterno, y tu dominio permanece para siempre. El Señor es fiel en todas sus palabras y bondadoso en todas sus acciones. / El Señor sostiene a los que caen y endereza a los que están encorvados. / El Señor es justo en todos sus caminos y bondadoso en todas sus acciones; / está cerca de aquellos que lo invocan, de aquellos que lo invocan de verdad.
Evangelio según San Juan 5,17-30: El les respondió: "Mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo". Pero para los judíos esta era una razón más para matarlo, porque no sólo violaba el sábado, sino que se hacía igual a Dios, llamándolo su propio Padre. Entonces Jesús tomó la palabra diciendo: "Les aseguro que el Hijo no puede hacer nada por sí mismo sino solamente lo que ve hacer al Padre; lo que hace el Padre, lo hace igualmente el Hijo. Porque el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que hace. Y le mostrará obras más grandes aún, para que ustedes queden maravillados. Así como el Padre resucita a los muertos y les da vida, del mismo modo el Hijo da vida al que él quiere. Porque el Padre no juzga a nadie: él ha puesto todo juicio en manos de su Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo, no honra al Padre que lo envió. Les aseguro que el que escucha mi palabra y cree en aquel que me ha enviado, tiene Vida eterna y no está sometido al juicio, sino que ya ha pasado de la muerte a la Vida. Les aseguro que la hora se acerca, y ya ha llegado, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oigan, vivirán. Así como el Padre dispone de la Vida, del mismo modo ha concedido a su Hijo disponer de ella, y le dio autoridad para juzgar porque él es el Hijo del hombre. No se asombren: se acerca la hora en que todos los que están en las tumbas oirán su voz y saldrán de ellas: los que hayan hecho el bien, resucitarán para la Vida; los que hayan hecho el mal, resucitarán para el juicio. Nada puedo hacer por mí mismo. Yo juzgo de acuerdo con lo que oigo, y mi juicio es justo, porque lo que yo busco no es hacer mi voluntad, sino la de aquel que me envió.
Comentario: 1. En la primera lectura el profeta Isaías describe el retorno del Exilio -signo y prenda de la liberación mesiánica- con los temas y las imágenes renovados del antiguo éxodo de Egipto. El amor eterno del Señor por su pueblo, parecido al amor de una madre por sus hijos, se expresa de una manera concreta en toda su gratuidad y fidelidad indefectible (Misa dominical). Isaías prometía ya esos bienes mesiánicos, para la vuelta del exilio.
a) El amor de Dios es maternal. Nos dice por el profeta: -“En tiempo favorable, te escucharé, el día de la salvación, te asistiré”. Sabemos que el conjunto de la población judía, entre los años 587 al 538 antes de Jesucristo, fue deportada a Babilonia, lejos de su patria. Esa experiencia trágica fue objeto de numerosas reflexiones. Los profetas vieron en ella el símbolo del destino de la humanidad: somos, también nosotros, unos cautivos... el pecado es una especie de esclavitud... esperamos nuestra liberación. Es momento para detenerme, una vez más, en la experiencia de mis limitaciones, mis cadenas, mis constricciones, no para estar dándole vueltas y machacando inútilmente, sino para poder escuchar de veras el anuncio de mi liberación.
-“Yo te formé, para levantar el país..., para decir a los presos: «Salid». No tendrán más hambre ni sed, ni les dañará el bochorno ni el sol”. Anuncios del Reino de Dios «en el que no habrá llanto, ni grito, ni sufrimiento, ni muerte», como pedimos en el padrenuestro: ¡Señor! venga a nosotros tu Reino. Con la resurrección de Jesús, se repitió esas mismas promesas: "llega la hora en que muchos se levantarán de sus tumbas...".
-“¡Aclamad cielos y exulta tierra! Prorrumpan los montes en gritos de alegría. Pues el Señor consuela a su pueblo, y de sus pobres se compadece”. ¿Cómo puedo yo estar en ese plan? En medio de todas mis pruebas, ¿cómo vivir en ese clima? Y en el contexto del mundo, tan frecuentemente trágico, ¿cómo permanecer alegre, sin dejarse envenenar por el ambiente de derrota y de morosidad? Comprometerme, en lo que está de mi parte, a que crezca la alegría del mundo. Dar «una» alegría a alguien... a muchos.
-“Sión decía: «El Señor me ha olvidado». ¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Aunque una llegase a olvidarlo, Yo, no te olvidaré. Palabra del Señor todopoderoso”. Hay que detenerse indefinidamente ante esas frases ardientes, que Jesús nos recordará, para darnos pistas de cómo entrar en el corazón de Dios, que nos ama con amor maternal. Dios no nos olvida nunca: gracias, Señor, porque Tú no me olvidas jamás (Noel Quesson).
b) Dios es Señor de la historia. El texto tiene dos partes; en la primera (48,12-21) se describe cómo el persa Ciro, que destruye los enemigos persas, es instrumento de Dios: «Yo mismo, yo he hablado, yo lo he llamado, lo he traído y he dado éxito a su empresa» (48,15). Pienso que no es que Dios quiera las cosas que están sometidas a la malicia humana, o que provoque cosas que dependen de la libertad de las personas, pero sí que –sabiendo lo que va a pasar- aprovecha el resultado para reconducirlo hacia el bien, como enseña san Pablo en Romanos 8.
En la segunda parte (49,9b-13), Dios se ve como pastor que guía su pueblo. La identidad de Israel reside en escuchar y seguir la palabra creadora de Dios, el factor más importante de la fe bíblica. Yahvé está a nuestro lado, en todo momento histórico. Esta es la base de la teología de la historia. A diferencia del movimiento cíclico e impersonal de los griegos, la historia de salvación tiene un comienzo, la alianza y la creación; un plan propuesto por Dios, y un fin; y Dios está inmanente a todo: «Desde el principio no os he hablado en secreto; cuando las cosas se hacían, allí estaba yo. Y ahora Yahvé me ha enviado...» (48,16b). No es simplemente historia, sino historia de salvación, porque Yahvé ha estado siempre presente. En la historia de Israel, como en la nuestra, podemos ver una serie de oportunidades desaprovechadas; pensamos que el pasado es irreversible, pero en realidad Yahvé siempre sale a nuestro encuentro para “reciclar” aquellas situaciones adversas, para que de lo malo salga lo bueno; el bien vence al mal: «Exulta, cielo, y alégrate; romped en exclamaciones, montañas, porque ha consolado Yahvé a su pueblo, ha tenido compasión de los desamparados» (49,13)” (F. Raurell).
c) Cristo, el Siervo de Yahvé. Este poema de Isaías, uno de los cuatro cánticos del Siervo de Yahvé, nos prepara para ver luego en Cristo al enviado de Dios. El amor misericordioso se realiza plenamente en la venida de Jesucristo; en estos días se expresa con la preparación al bautismo, y con la penitencia, como predica San Agustín: «La penitencia purifica el alma, eleva el pensamiento, somete la carne al espíritu, hace al corazón contrito y humillado, disipa las nebulosidades de la concupiscencia, apaga el fuego de las pasiones y enciende la verdadera luz de la castidad». (Sermón 73).
2. Diremos en la Entrada: «Mi oración se dirige hacia ti, Dios mío, el día de tu favor; que me escuche tu gran bondad, que tu fidelidad me ayude» (Sal 68,14). El salmo profundiza en este mensaje, central de hoy: «el Señor es clemente y misericordioso... el Señor es bueno con todos, es fiel a sus palabras, el Señor sostiene a los que van a caer». Con tal que sepamos acoger ese amor, como nos dirá Jesús: "el que escucha mi palabra tiene la vida eterna, no es juzgado, ha pasado de la muerte a la vida". La muerte ha sido vencida con su muerte, que conecta con lo que hemos leído: "los muertos oirán su voz...", y se refiere también a los muertos espiritualmente, que son vivificados por la palabra de Jesús (aquellos que escuchan su palabra y creen, tienen la vida eterna, y para ellos, la experiencia de la muerte y del juicio está superada), como expresa la Colecta (del misal anterior, y antes del Gelasiano y Gregoriano): «Señor, Dios nuestro, que concedes a los justos el premio de sus méritos, y a los pecadores que hacen penitencia les perdonas sus pecados, ten piedad de nosotros y danos, por la humilde confesión de nuestras culpas, tu paz y tu perdón». Esta idea sigue en la Comunión («Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él»: Jn 3,17) y en la Postcomunión: «No permitas, Señor, que estos sacramentos que hemos recibido sean causa de condenación para nosotros, pues los instituiste como auxilios de nuestra salvación».
Juan Pablo II comentaba que el Salmo 145 “es un «aleluya», el primero de los cinco Salmos que cierran el Salterio”. Nos muestra “una verdad consoladora: no estamos abandonados a nosotros mismos, las vicisitudes de nuestros días no están dominadas por el caos o el hado, los acontecimientos no representan una mera sucesión de actos sin sentido y meta”. Canta el amor y la bondad de Dios. “Dios es el creador del cielo y de la tierra, es el custodio fiel del pacto que lo une a su pueblo, es el que hace justicia a los oprimidos, da el pan a los hambrientos y libera a los cautivos. Abre los ojos a los ciegos, levanta a los caídos, ama a los justos, protege al extranjero, sustenta al huérfano y a la viuda. Trastorna el camino de los malvados y reina soberano sobre todos los seres y sobre todos los tiempos. Se trata de doce afirmaciones teológicas que -con su número perfecto- quieren expresar la plenitud y la perfección de la acción divina. El Señor no es un soberano alejado de sus criaturas, sino que queda involucrado en su historia, luchando por la justicia, poniéndose de parte de los últimos, de las víctimas, de los oprimidos, de los infelices…
Es necesario vivir en la adhesión a la voluntad divina, ofrecer el pan a los hambrientos, visitar a los prisioneros, apoyar y consolar a los enfermos, defender y acoger a los extranjeros, dedicarse a los pobres y míseros. En la práctica, es el mismo espíritu de las Bienaventuranzas: decidirse por esa propuesta de amor que nos salva ya en esta vida y que después será objeto de nuestro examen en el juicio final, que sellará la historia. Entonces seremos juzgados por la opción de servir a Cristo en el hambriento, en el sediento, en el forastero, en el desnudo, en el enfermo, en el encarcelado. «Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mateo 25, 40), dirá entonces el Señor”.
3. El evangelio anuncia las maravillas de "vida" que marcan el Reino inaugurado: el Hijo da la vida a los muertos.
a) "Pero Jesús les dijo: Mi padre sigue trabajando y yo también trabajo". Era doctrina corriente en el judaísmo que Dios no podía haber interrumpido del todo su actividad el séptimo día, porque su actividad funda la del cualquier ser creado. “Jesús amplía esta concepción: El Padre no conoce sábado, no ha cesado de trabajar, porque mientras el hombre está oprimido por el pecado y privado de libertad, es decir, mientras no tenga plenitud de vida, no está realizado su proyecto creador. Dios sigue comunicando vida al hombre, su amor está siempre activo. Jesús actúa como el Padre, no acepta leyes que limiten su actividad en favor del hombre”. También la cultura de hoy debería abrirse a estas palabras, como decía Ratzinger: “Según el modelo de pensamiento dominante, Dios no podría entrar en la trama de nuestra vida cotidiana. En las palabras de Jesús: «Mi Padre trabaja siempre», está el desmentido. Un hombre abierto a la presencia de Dios se da cuenta de que Dios actúa siempre, y actúa hoy: debemos por lo tanto dejarlo entrar y dejarlo trabajar. Y es así como nacen las cosas que suscitan un acontecimiento y renuevan la Humanidad”.
b) "Por eso los judíos tenían más ganas de matarlo: porque no sólo violaba el sábado sino también llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios" (v. 18). Jesús tiene una filiación divina peculiar, eminente y única. Y reclama una autoridad por la que "se hace igual a Dios". Se pone en peligro la Torá, como decía Ratzinger: “El tema cristológico (teológico) y el social están indisolublemente relacionados entre sí. Si Jesús es Dios, tiene el poder y el título para tratar la Torá como Él lo hace. Sólo en este caso puede reinterpretar el ordenamiento mosaico de los mandamientos de Dios de un modo tan radical, como sólo Dios mismo, el Legislador, puede hacerlo.
Pero entonces se plantea la pregunta: ¿Fue bueno y justo crear una nueva comunidad de discípulos fundada totalmente en El? ¿Era justo dejar de lado el orden social del «Israel eterno» que desde Abraham, Isaac y Jacob se funda sobre los lazos de la carne y existe gracias a ellos, declarándolo —como dirá Pablo— «el Israel según la carne»? ¿Qué sentido se podría reconocer en todo esto?
Ahora bien, si leemos la Torá junto con todo el canon del Antiguo Testamento, los Profetas, los Salmos y los Libros Sapienciales, resulta muy claro algo que objetivamente ya se anuncia en la Torá: Israel no existe simplemente para sí mismo, para vivir en las disposiciones «eternas» de la Ley, existe para ser luz de los pueblos: tanto en los Salmos como en los Libros proféticos oímos cada vez con mayor claridad la promesa de que la salvación de Dios llegará a todos los pueblos. Oímos cada vez más claramente que el Dios de Israel, que es el mismo único Dios, el verdadero Dios, el creador del cielo y de la tierra, el Dios de todos los pueblos y de todos los hombres, en cuyas manos está su destino, en definitiva que ese Dios no quiere abandonar a los pueblos a su suerte. Oímos que todos lo reconocerán, que Egipto y Babilonia —las dos potencias mundiales opuestas a Israel— tenderán la mano a Israel y con él adorarán a un solo Dios. Oímos que caerán las fronteras y que el Dios de Israel será reconocido y adorado por todos los pueblos como su Dios, como el único Dios”.
c) Luego Jesús va explicando su identidad con el Padre, y de cómo están en sintonía perfecta, incluso en resucitar muertos y dar. El relato acontece luego de levantar al inválido que leíamos ayer, dándole la salud y libertad; y no sólo tiene potestad sobre la vida y la muerte, la curación del cuerpo y del alma, sino también sobre el juicio final, que ya se anticipa en la toma de posición de cada uno frente a Jesús: "Os lo aseguro; quien escucha mi palabra y cree al que me envió, posee la vida eterna y no será condenado, porque ha pasado ya de la muerte a la vida" (v. 24), saliendo de ese estar muerto, que es "vivir sin Dios y sin esperanza en el mundo" (Ef 2, 12; cf. J. Aldazábal).
Así comentaba S. Agustín: «No se enfurecían porque dijera que Dios era su Padre, sino porque le decía Padre de manera muy distinta de como se lo dicen los hombres. Mirad cómo los judíos ven lo que los arrianos no quieren ver. Los arrianos dicen que el Hijo no es igual al Padre, y de aquí la herejía que aflige a la Iglesia.Ved cómo hasta los mismos ciegos y los mismos que mataron a Cristo entendieron el sentido de las palabras de Cristo. No vieron que Él era Cristo ni que era Hijo de Dios; sino que vieron en aquellas palabras que Hijo de Dios tenía que ser igual a Dios. No era Él quien se hacía igual a Dios. Era Dios quien lo había engendrado igual a Él. Si se hubiera hecho Él igual a Dios, esta usurpación le habría hecho caer; pues aquel que se quiso hacer igual a Dios, no siéndolo, cayó y de ángel se hizo diablo y dio a beber al hombre esta soberbia, que fue la que le derribó».
Jesús «obra» en nombre de Dios, su Padre. Igual que Dios da vida, Jesús ha venido a comunicar vida, a curar, a resucitar. Su voz, que es voz del Padre, será eficaz, y como ha curado al paralítico, seguirá curando a enfermos y hasta resucitando a muertos. Es una revelación cada vez más clara de su condición de enviado de Dios. Más aun, de su divinidad, como Hijo del Padre. Los que crean en Jesús y le acepten como al enviado de Dios son los que tendrán vida. Los que no, ellos mismos se van a ver excluidos. El regalo que Dios ha hecho a la humanidad en su Hijo es, a la vez, don y juicio (J. Aldazábal).
miércoles, 21 de marzo de 2012
martes, 20 de marzo de 2012
Cuaresma 4, martes: Jesús es el agua que da vida; Él cura nuestra parálisis, y nos hace sentirnos responsables de la curación de los demás.
Cuaresma 4, martes: Jesús es el agua que da vida; Él cura nuestra parálisis, y nos hace sentirnos responsables de la curación de los demás.
Libro de Ezequiel 47,1-9.12: El hombre me hizo volver a la entrada de la Casa, y vi que salía agua por debajo del umbral de la Casa, en dirección al oriente, porque la fachada de la Casa miraba hacia el oriente. El agua descendía por debajo del costado derecho de la Casa, al sur del Altar. Luego me sacó por el camino de la puerta septentrional, y me hizo dar la vuelta por un camino exterior, hasta la puerta exterior que miraba hacia el oriente. Allí vi que el agua fluía por el costado derecho. Cuando el hombre salió hacia el este, tenía una cuerda en la mano. Midió quinientos metros y me hizo caminar a través del agua, que me llegó a los tobillos. Midió otros quinientos metros y me hizo caminar a través del agua, que me llegó a las rodillas. Midió otros quinientos metros y me hizo caminar a través del agua, que me llegó a la cintura. Luego midió otros quinientos metros, y ya era un torrente que no pude atravesar, porque el agua había crecido: era un agua donde había que nadar, un torrente intransitable. El hombre me dijo: "¿Has visto, hijo de hombre?", y me hizo volver a la orilla del torrente. Al volver, vi que a la orilla del torrente, de uno y otro lado, había una inmensa arboleda. Entonces me dijo: "Estas aguas fluyen hacia el sector oriental, bajan hasta la estepa y van a desembocar en el Mar. Se las hace salir hasta el Mar, para que sus aguas sean saneadas. Hasta donde llegue el torrente, tendrán vida todos los seres vivientes que se mueven por el suelo y habrá peces en abundancia. Porque cuando esta agua llegue hasta el Mar, sus aguas quedarán saneadas, y habrá vida en todas parte adonde llegue el torrente. Al borde del torrente, sobre sus dos orillas, crecerán árboles frutales de todas las especies. No se marchitarán sus hojas ni se agotarán sus frutos, y todos los meses producirán nuevos frutos, porque el agua sale del Santuario. Sus frutos servirán de alimento y sus hojas de remedio".
Salmo 46,2-3.5-6.8-9: El Señor es nuestro refugio y fortaleza, una ayuda siempre pronta en los peligros. / Por eso no tememos, aunque la tierra se conmueva y las montañas se desplomen hasta el fondo del mar; / los canales del Río alegran la Ciudad de Dios, la más santa Morada del Altísimo. / El Señor está en medio de ella: nunca vacilará; él la socorrerá al despuntar la aurora. / El Señor de los ejércitos está con nosotros, nuestro baluarte es el Dios de Jacob. / Vengan a contemplar las obras del Señor, él hace cosas admirables en la tierra.
Evangelio según San Juan 5,1-16: Después de esto, se celebraba una fiesta de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Junto a la puerta de las Ovejas, en Jerusalén, hay una piscina llamada en hebreo Betesda, que tiene cinco pórticos. Bajo estos pórticos yacía una multitud de enfermos, ciegos, paralíticos y lisiados, que esperaban la agitación del agua. Había allí un hombre que estaba enfermo desde hacía treinta y ocho años. Al verlo tendido, y sabiendo que hacía tanto tiempo que estaba así, Jesús le preguntó: "¿Quieres curarte?". El respondió: "Señor, no tengo a nadie que me sumerja en la piscina cuando el agua comienza a agitarse; mientras yo voy, otro desciende antes". Jesús le dijo: "Levántate, toma tu camilla y camina". En seguida el hombre se curó, tomó su camilla y empezó a caminar. Era un sábado, y los judíos dijeron entonces al que acababa de ser curado: "Es sábado. No te está permitido llevar tu camilla". El les respondió: "El que me curó me dijo: 'Toma tu camilla y camina'". Ellos le preguntaron: "¿Quién es ese hombre que te dijo: 'Toma tu camilla y camina?'". Pero el enfermo lo ignoraba, porque Jesús había desaparecido entre la multitud que estaba allí. Después, Jesús lo encontró en el Templo y le dijo: "Has sido curado; no vuelvas a pecar, de lo contrario te ocurrirán peores cosas todavía". El hombre fue a decir a los judíos que era Jesús el que lo había curado. Ellos atacaban a Jesús, porque hacía esas cosas en sábado.
Comentario: En esta primera lectura, el profeta utiliza la imagen del torrente. Los torrentes son en el A.T. símbolo de la vida que Dios da, especialmente en los tiempos mesiánicos. Ezequiel utiliza la imagen de la corriente de agua milagrosa que mana del lado derecho del templo (el lugar de la presencia de Dios y el centro del culto que le es agradable), y todo lo inunda con su salud y fecundidad. En san Juan (7. 35-37) este agua es el Espíritu que mana de Cristo glorificado (Misa dominical).
1. a) El agua, como principio de vida, es una imagen que se encuentra con frecuencia en los libros sagrados (por ejemplo, Jl 4,18 Zac 14,8; Is 35, etc.). Las aguas que brotan del Templo, o sea, que vienen de Dios, lo purifican y lo curan todo a su paso, hacen que los campos produzcan fértiles frutos y que el mar muerto se llene de vida. Es una de las mejores imágenes del libro de Ezequiel, hermoso simbolismo que recuerda la visión de los huesos revitalizados del c. 37 (sólo que allí es el Espíritu quien da vida, aquí es el agua que da fertilidad a las aguas muertas, pero como veremos más adelante también simboliza Jesús y su Espíritu), imagen que volveremos a encontrar en la Vigilia Pascual. El río recuerda el paraíso (Gn 2,10-14), recuerdo de añoranza, al paraíso inicial de la humanidad, regado por los cuatro brazos de agua, y, por otra, al futuro mesiánico, que será como un nuevo paraíso.
El agua que crece se refiere al poder vivificante que se ha ido desarrollando, ganando en fecundidad y en calidad. Su salubridad llega hasta curar todo lo que toca, incluido el Mar Muerto (v 8), a que broten gran cantidad de árboles que producen toda clase de frutos y hasta una cosecha por mes; y en ella viven gran cantidad y variedad de peces: es un final apoteósico, de vuelta al paraíso perdido. Adán dejó yermo el Paraíso al ser echado fuera por su pecado, y el agua de aquí es prototipo de la de los últimos tiempos abiertos por Cristo: «Quien tenga sed, que se acerque a mí y beba. Quien crea en mí, ríos de agua viva brotarán de su entraña» (Jn 7,37-38). En Él se ha cumplido esta profecía de Ezequiel; de Él nos viene la gran efusión del Espíritu que simbolizaba el agua. Únicamente de Él nos puede venir la fecundidad, la vida, a nivel personal y a nivel colectivo. “Todo ha de pasar forzosamente a través de Él. La única salvación, la única solución se encuentra en Cristo, según indicó Pedro al pueblo de Jerusalén: «La salvación no está en ningún otro, es decir, que bajo el cielo no tenemos los hombres otro diferente de Él al que debamos invocar para salvarnos» (Hch 4,12)” (J. Pedrós). Los santos Padres ven ahí las aguas bautismales, las que brotan del costado abierto de Jesús en la Cruz: “esto significa que nosotros bajamos al agua repletos de pecados e impureza y subimos cargados de frutos en nuestro corazón, llevando en nuestro espíritu el temor y la esperanza de Jesús” (Epístola de Bernabé; lo veremos con más detalle al comentar el Evangelio de hoy).
b) la abundancia (imagen del cielo): la cosecha significa que Dios no retiene sus bienes, los reparte a profusión… río que va creciendo para evocar las gracias que cada día irrumpen en abundancia sobre la humanidad... sobre mí... “Sin cesar, Dios vierte la abundancia de su vida en mí. ¿Qué atención presto? ¿Cómo respondo a ese don?
-¿Has visto, hijo de hombre? Efectivamente, a menudo no veo. Haz que vea, Señor. HOY, trataré de ver ese río de gracia. En mi oración de la noche, trataré de recapitular, y de decir: «Gracias».
-Mira, a la orilla del torrente, a ambos lados, había gran cantidad de árboles... toda clase de árboles frutales, cuyo follaje no se marchitará. Todos los meses producirán frutos nuevos. Visión maravillosa. Es el comenzar de nuevo del paraíso terrestre: el desierto de Judá, al sur de Jerusalén se cubre «de árboles de la vida». No dan solamente «una» cosecha, sino «doce» cosechas... ¡una por mes! Decididamente, ¡no habrá hambre! Es un sueño.
¿Es realidad? Por contraste, no puedo dejar de pensar en los que sufren, en los que no tienen agua, ni frutos, en los que pasan toda su vida en la miseria. Realiza, Señor, tu promesa.
-Esta agua desemboca en el «Mar Muerto» cuyas aguas quedan saneadas... así como las tierras en las que penetra, y la vida aparece por dondequiera que pase el torrente.
Hay que haber visto el «Mar Muerto» y su paisaje desolado para captar toda la metamorfosis prometida. Las aguas de este mar, verdaderamente «muerto», tienen tal cantidad de sales, que ningún pez tiene vida en ellas y en sus alrededores también reina la muerte.
He aquí pues un «agua nueva» que tiene como un poder de resurrección: suscita seres vivos. Es un agua que da vida.
c) Su signo actual es el bautismo. En el fondo, ¿por qué no creeríamos en esa fuerza divina? ¿Acaso no sería Dios capaz de transformar el desierto de nuestros corazones en jardines florecientes de vida? ¡Oh Dios, impregna nuestras vidas de tu vida! Mi bautismo es una fuente de Vida. ¿Cómo la haría yo más abundante, más exultante, más llena de vida?” (Noel Quesson). La lectura profética nos ayuda a entender la escena del evangelio: el agua que cura y salva, y por tanto, en el marco de la Cuaresma, el recuerdo de nuestro Bautismo, que tendrá su actualización más densa en la Vigilia Pascual.
2. Lo que dice el salmo se refiere a nuestra pequeña historia: «el correr de las acequias alegra la ciudad de Dios... teniendo a Dios en medio, no vacila». El agua salvadora de Dios es su palabra, su gracia, sus sacramentos, su Eucaristía, la ayuda de los hermanos, la oración. La aspersión bautismal de los domingos, y sobre todo la de la Vigilia Pascual, nos quiere comunicar simbólica y realmente esta agua salvadora del Señor, y sigue lo dicho en la primera lectura: «Del umbral del templo manaba agua, y habrá vida dondequiera que llegue la corriente».
Este Dios “sublime y terrible, emperador de toda la tierra”, aclamación inicial que es repetida con tonos diferentes, es «nuestro refugio y nuestra fuerza». Juan Pablo II al comentarlo se refería a este doble sentido: un Dios sublime, y al mismo tiempo cercano a sus criaturas. Este himno al Señor, rey del mundo y de la humanidad, al igual que otras composiciones semejantes del Salterio (cf. Salmo 92; 95-98), supone una atmósfera de celebración litúrgica. Nos encontramos, por tanto, en el corazón espiritual de la alabanza de Israel, que se eleva al cielo partiendo del templo, el lugar en el que el Dios infinito y eterno se revela y encuentra a su pueblo”.
a) “Primero se ve al Dios sublime... (vv. 2-6) cuando con gozo se aclama al Señor "sublime y terrible" (v. 3). Exaltan la trascendencia divina, la primacía absoluta en el ser, la omnipotencia. También Cristo resucitado exclamará: "Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra" (Mateo 28, 18). “El orante descubre su presencia particular en Israel, el pueblo de la elección divina, "el predilecto", la herencia más preciosa y querida por el Señor (cf. versículo 5). Israel se siente, por tanto, objeto de un amor particular de Dios que se ha manifestado con la victoria sobre las naciones hostiles. Durante la batalla, la presencia del arca de la alianza entre las tropas de Israel les aseguraba la ayuda de Dios; después de la victoria, el arca se subía al monte Sión (cf. Salmo 67, 19) y todos proclamaban: "Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas" (Salmo 46, 6)”.
b) se presenta como un himno al Señor soberano del universo y de la historia. "Dios es el rey del mundo... Dios reina sobre las naciones”, como un Dios cercano a sus criaturas (vv. 8-9): se abre con otra ola de alabanza y de canto festivo; se alaba al Señor, sentado en su trono en la plenitud de su realeza. Este trono es definido "santo", pues es inalcanzable por el hombre limitado y pecador. Pero también es un trono celeste el arca de la alianza, presente en el área más sagrada del templo de Sión. De este modo, el Dios lejano y trascendente, santo e infinito, se acerca a sus criaturas, adaptándose al espacio y al tiempo (cf. 1 Reyes 8, 27.30).
3. Durante tres días vamos a leer el capítulo quinto de Juan. Hoy “se trata de la historia del hombre que yace enfermo desde hace treinta y ocho años, y espera curarse al entrar en la piscina de Betesda, pero no encuentra a nadie que le ayude a entrar en ella. Jesús lo cura con su poder ilimitado; El realiza en el enfermo lo que éste esperaba que ocurriera al entrar en contacto con el agua curativa”, dice Benedicto XVI al tratar una de las grandes imágenes temáticas de San Juan, el agua. Aunque dice que aquí aparece más bien de soslayo, en realidad toca a fondo el "signo" del bautismo, de la filiación divina, es decir la Nueva Ley. Podemos comentar tres perspectivas del mensaje de hoy: Jesús como nueva ley del sábado, sentido del agua, y nuestra curación (personal y colectiva).
a) El sábado, el domingo, y su aspecto social: día para obrar el bien. Esta relación se puede observar al realizar el milagro en sábado; es un lenguaje simbólico, no lo hace únicamente por motivos humanitarios, sino porque Él viene a salvar, porque se presenta como liberador (el sábado estaba consagrado al recuerdo de la liberación de Egipto: Dt 5. 12-15). Concretamente su liberación consiste en emancipar al hombre de las prácticas formalistas y elevarlo por encima de los avatares de la vida. Liberación que se adquiere no por medios mágicos, como el correr del agua, sino mediante un encuentro personal con el Señor (Misa dominical).
Benedicto XVI comenta que lo que al rabino Neusner le inquieta del mensaje de Jesús sobre el sábado “no es sólo la centralidad de Jesús mismo; la expone claramente pero, con todo, no es eso lo que objeta, sino sus consecuencias para la vida concreta de Israel: el sábado pierde su gran función social. Es uno de los elementos primordiales que mantienen unido al pueblo de Israel como tal. El hacer de Jesús el centro rompe esta estructura sacra y pone en peligro un elemento esencial para la cohesión del pueblo.
La reivindicación de Jesús comporta que la comunidad de los discípulos de Jesús es el nuevo Israel. ¿Acaso no debe inquietar esto a quien lleva en el corazón al «Israel eterno»? También se encuentra relacionada con la cuestión sobre la pretensión de Jesús de ser Él mismo la Torá y el templo en persona, el tema de Israel, la cuestión de la comunidad viva del pueblo, en el cual se realiza la palabra de Dios”. Según él, se plantea también para el cristiano la siguiente cuestión: “¿era justo poner en peligro la gran función social del sábado, romper el orden sacro de Israel en favor de una comunidad de discípulos que sólo se pueden definir, por así decirlo, a partir de la figura de Jesús? Esta cuestión se podría y se puede aclarar sólo en la comunidad de discípulos que se ha ido formando: la Iglesia”. La resurrección de Jesús «el primer día de la semana» hizo que, para los cristianos, ese «primer día» —el comienzo de la creación— se convirtiera en el «día del Señor», en el cual confluyeron por sí mismos —mediante la comunión de la mesa con Jesús— los elementos esenciales del sábado veterotestamentario: “Que en el curso de este proceso la Iglesia haya asumido así de modo nuevo la función social del sábado —orientada siempre al «Hijo del hombre»— se vio claramente cuando Constantino, en su reforma jurídica de inspiración cristiana, asoció también a este día algunas libertades para los esclavos e introdujo así en el sistema legal basado en principios cristianos el día del Señor como el día de la libertad y el descanso. A mí me parece sumamente preocupante que los modernos liturgistas quieran dejar de nuevo a un lado esta función social del domingo, que está en continuidad con la Torá de Israel, considerándola una desviación de Constantino. Pero aquí se plantea todo el problema de las relaciones entre fe y orden social, entre fe y política”. De eso hablaremos al tratar “la familia de Jesús” cuando le hablan de que su madre y hermanos han venido a verle.
b) El agua. “Volvemos al gran tema del agua viva, agua que vive y da la Vida. Como el agua de Caná y la del pozo de Jacob, también la de Betesda era estéril; no podía curar al enfermo. Como el agua de la piscina, tampoco la ley de Moisés podía dar vida al pecador: sólo podía mostrarle sus transgresiones y confirmar la pobreza de la condición humana. En lugar de salvarle, le encerraba, le mantenía en su pasado. Paralizado desde hacía treinta y ocho años...
Jesús pasó: "¿Quieres quedar sano?". El Hijo descendió a la morada de la muerte y cargó con nuestras enfermedades. En medio de las quejas mantuvo la promesa. Incluso el mar Muerto, condenado a la esterilidad, va a poder dar peces milagrosos. El hombre que estaba paralítico desde hacía treinta y ocho años, encadenado a su pasado de desdicha, se pone de pie. La tierra es recreada; los árboles, cuyas hojas no conocen ya los efectos del hielo, dan nuevos frutos cada mes. Cuando Dios da el agua viva, el viejo mundo desaparece.... Dios ha hecho que brotase del costado de su Amado sangre y agua, río de vida que purifica todo cuanto penetra. Nuestra vida reverdece cuando el Espíritu nos inunda. Hemos sido bautizados en la muerte y resurrección de Jesús y pertenecemos a una tierra liberada. Nos ha hecho atravesar el mar y nos ha sumergido en el río de la vida. Pertenecemos al mundo nuevo. En la noche de Pascua, Cristo enterrará nuestras obras estériles, y oiremos el grito de la victoria” (“Dios cada día”, de Sal Terrae).
c) La enfermedad y el milagro. Sobre el número 38, los años de enfermedad, San Agustín propone un significado místico: cuarenta es el número de los días de Cuaresma que nos traen la salud, cincuenta es el número de días ya de salud, que siguen a Pascua, hasta Pentecostés, la paga de los trabajadores en la viña, es la posesión de Dios. El pueblo está enfermo desde hace 38 años, le quedan dos cosas que le sanarán, dos mandamientos que la ley de Moisés le había ya escrito en el corazón, y cuyo alcance profundo consiguen con Cristo: "Amarás al Señor, tu Dios y al prójimo como a ti mismo". El amor de Dios, hecho visible en la persona de Cristo, ha de apoderarse del corazón del hombre, enfermo por el pecado, a fin de inflamarlo y llevarlo por los caminos de la penitencia: "¡Levántate, toma tu camilla y anda!". Es decir: “¡Levántate, recorre el camino de la penitencia, el camino de la cruz, que lleva a Dios! Entonces serás curado, te verás sano, tendrás la vida eterna. Entonces habrás dado el primer paso para salir de tu enfermedad de treinta y ocho años, y al momento, de un salto, te vas a poner no sólo en la salud de la Cuaresma, sino también en la bendita Quincuagésima, el Pentecostés que sigue a Pascua.
Entonces vas ya a marchar sano por la tierra de Dios, por la tierra de la verdadera vida, y tus apetitos desordenados, tus pasiones, a los que antes estabas atado como a un lecho, quedarán ahora dominados”. Cristo hoy “desciende al torbellino del sufrimiento y de la muerte humana, y, como el ángel de Dios, pone este mar en saludable efervescencia, lo vivifica con su muerte. De sepulcro del pecado lo torna seno maternal de la nueva vida. Viene, coge al enfermo "que no tiene a nadie", lo toma Él mismo sobre sus hombros -se reviste del cuerpo de Adán, enfermo por el pecado-, baja con él a la corriente de la muerte y lo vuelve a subir consigo, sano y salvo a la luz. Desciende cual viejo y enfermo Adán y vuelve a subir nuevo y regenerado.
Por tales razones, la presencia mística de Dios, que nos proporciona el Santo Sacrificio, es una auténtica fuente de juventud para todos los fieles, quienes constantemente están expuestos a la contaminación del mal y a la enfermedad del pecado. En el santo sacrificio, el agua del Bautismo vuelve a brillar para el fiel cristiano y le recuerda aquella hora en la que Cristo bajó a por él, le tomó consigo y lo sanó en el agua.
Le exhorta a que procure hacer duradera la salud allí recibida, y si por su ligereza volviese a correr peligro, tan sólo una cosa podrá salvarle: es la hora presente, en la cual el médico divino se le acerca de nuevo, le brinda el baño salvador de su propia sangre y le dice: "¡Levántate y anda!".
Esto lo dice al pecador, nos lo dice a nosotros, pues ¿quién de entre nosotros está sin pecado? Su palabra nos invita a emprender, animosos, el camino del arrepentimiento y de la penitencia; nos llama para obligarnos a salir de la calentura del pecado, para que tomemos sobre nuestros hombros el lecho de nuestra enfermedad y nos apresuremos, a través del desierto de este mundo, hacia Dios y hacia la vida eterna”. ¡Qué alegría, sentirse sanos después de largos años de enfermedad! “¡Qué esperanza, qué infinito agradecimiento al pensar que el médico les quiere sanar otra vez y al darse cuenta de que a diario baja para remover el baño de la salud” (Emiliana Löhr). Es lo que nos concede cuando remueve las aguas de nuestro corazón, nos da su gracia en el sacramento de la Reconciliación, fomenta en nosotros el deseo de perdón y el corazón para perdonar.
d) un nuevo pueblo, libre de enfermedad. Hemos hecho antes referencia a Jesús, que se pone en lugar del sábado, ya que es la nueva Ley (5,10); el tema de todo el cap 5 que se va a leer durante tres días, es la sustitución de la ley por la persona de Jesús, y al final se hará mención de Moisés, el dador de la Ley; esto hace ver que los cinco pórticos son un símbolo de los cinco libros de la Ley, bajo cuya opresión vivía el pueblo: "Y allí estaban echados muchos enfermos, ciegos, cojos, paralíticos"; “los tres adjetivos no designan tres clases de enfermos, sino tres males que los afligen a todos: están ciegos por obra de la tiniebla, que les impide conocer el designio de Dios; tullidos, es decir, privados de movilidad/libertad de movimientos, reducidos a la impotencia; resecos, carentes de vida: son un pueblo muerto.
Era una fiesta de los judíos, pero la multitud tirada en los pórticos está, por tanto, excluida de la fiesta, de la alegría de la vida, de la felicidad.
-"Estaba también allí un hombre que llevaba 38 años enfermo". Este hombre es la personificación de la muchedumbre. La curación que va a efectuar Jesús no va dirigida únicamente a un individuo; la curación de este hombre es el signo de la liberación de la multitud sometida a la ley. Así se explica la violenta reacción de los dirigentes, que, inmediatamente, pensarán en matarlo. "Llevaba 38 años enfermo"”, es decir toda una vida (40 es el tiempo de una generación), mucho tiempo (40 años del desierto donde murió toda la generación sin conocer la libertad esperada). "Jesús, al verlo echado y sabiendo que ya llevaba mucho tiempo, le dice: ¿Quieres quedar sano?" Jesús inmediatamente le da la salud y con ella la capacidad de actuar por sí mismo, sin la camilla que lo tenía inmóvil. La camilla era lo viejo, “Jesús lo hace dueño de aquello que lo dominaba; le hace poseer aquello que lo poseía.” (Noel Quesson).
e) Uno de los males de nuestros días es la soledad (existencial), como el enfermo al que Jesús acudió. “Todos estamos expuestos a sentirnos desamparados en los momentos duros, o en la cotidianidad de nuestro trabajo diario. Sin embargo, Cristo nos sale al encuentro. Nos cura y hace que cambie nuestra vida. Porque Él quiere permanecer con nosotros en nuestras almas, por medio de la gracia. Dios llama al corazón para que yo vuelva, para que yo aprenda a descubrir la importancia, la trascendencia que tiene en mi existencia esa dimensión interior”. Para vivir la cuaresma hay que ensanchar el corazón, dejarse amar por Dios, sentir esta solidaridad con los hombres, y al pensar en el hambre en el mundo, el despilfarro de occidente, ver que toda nuestra sociedad está enferma, paralítica, solitaria, que necesita el milagro de Jesús, que se muevan las aguas de la justicia social, que nos movamos todos a la entrega y al compromiso, volver a la propia vocación cristiana en todas sus dimensiones. “Y para lograrlo es necesario abrir primero nuestro espíritu a Dios y comprender la gravedad del pecado: del pecado de omisión, de indiferencia, de superficialidad, de ligereza. Es ineludible volver a la dimensión interior de nuestro espíritu, en definitiva, no ir caminando por la vida sin darnos cuenta que en nosotros hay un corazón que está esperando ensancharse con el amor de Dios” (Cipriano Sánchez). Dios, en la Pascua de este año, quiere convertir nuestro jardín particular, y el de toda la Iglesia, por reseco y raquítico que esté, en un vergel lleno de vida. Si hace falta, Él quiere que salgamos de nuestra soledad, de nuestra parálisis, como la del sepulcro antes de la resurrección de Jesús. “Pero, además, ¿ayudaremos a otros a que se puedan acercar a esta piscina de agua medicinal que es Cristo, si no son capaces de moverse ellos mismos («no tengo a nadie que me ayude»)?” (J. Aldazábal). Es una llamada a la responsabilidad, a la solidaridad y la evangelización, al apostolado cristiano.
Libro de Ezequiel 47,1-9.12: El hombre me hizo volver a la entrada de la Casa, y vi que salía agua por debajo del umbral de la Casa, en dirección al oriente, porque la fachada de la Casa miraba hacia el oriente. El agua descendía por debajo del costado derecho de la Casa, al sur del Altar. Luego me sacó por el camino de la puerta septentrional, y me hizo dar la vuelta por un camino exterior, hasta la puerta exterior que miraba hacia el oriente. Allí vi que el agua fluía por el costado derecho. Cuando el hombre salió hacia el este, tenía una cuerda en la mano. Midió quinientos metros y me hizo caminar a través del agua, que me llegó a los tobillos. Midió otros quinientos metros y me hizo caminar a través del agua, que me llegó a las rodillas. Midió otros quinientos metros y me hizo caminar a través del agua, que me llegó a la cintura. Luego midió otros quinientos metros, y ya era un torrente que no pude atravesar, porque el agua había crecido: era un agua donde había que nadar, un torrente intransitable. El hombre me dijo: "¿Has visto, hijo de hombre?", y me hizo volver a la orilla del torrente. Al volver, vi que a la orilla del torrente, de uno y otro lado, había una inmensa arboleda. Entonces me dijo: "Estas aguas fluyen hacia el sector oriental, bajan hasta la estepa y van a desembocar en el Mar. Se las hace salir hasta el Mar, para que sus aguas sean saneadas. Hasta donde llegue el torrente, tendrán vida todos los seres vivientes que se mueven por el suelo y habrá peces en abundancia. Porque cuando esta agua llegue hasta el Mar, sus aguas quedarán saneadas, y habrá vida en todas parte adonde llegue el torrente. Al borde del torrente, sobre sus dos orillas, crecerán árboles frutales de todas las especies. No se marchitarán sus hojas ni se agotarán sus frutos, y todos los meses producirán nuevos frutos, porque el agua sale del Santuario. Sus frutos servirán de alimento y sus hojas de remedio".
Salmo 46,2-3.5-6.8-9: El Señor es nuestro refugio y fortaleza, una ayuda siempre pronta en los peligros. / Por eso no tememos, aunque la tierra se conmueva y las montañas se desplomen hasta el fondo del mar; / los canales del Río alegran la Ciudad de Dios, la más santa Morada del Altísimo. / El Señor está en medio de ella: nunca vacilará; él la socorrerá al despuntar la aurora. / El Señor de los ejércitos está con nosotros, nuestro baluarte es el Dios de Jacob. / Vengan a contemplar las obras del Señor, él hace cosas admirables en la tierra.
Evangelio según San Juan 5,1-16: Después de esto, se celebraba una fiesta de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Junto a la puerta de las Ovejas, en Jerusalén, hay una piscina llamada en hebreo Betesda, que tiene cinco pórticos. Bajo estos pórticos yacía una multitud de enfermos, ciegos, paralíticos y lisiados, que esperaban la agitación del agua. Había allí un hombre que estaba enfermo desde hacía treinta y ocho años. Al verlo tendido, y sabiendo que hacía tanto tiempo que estaba así, Jesús le preguntó: "¿Quieres curarte?". El respondió: "Señor, no tengo a nadie que me sumerja en la piscina cuando el agua comienza a agitarse; mientras yo voy, otro desciende antes". Jesús le dijo: "Levántate, toma tu camilla y camina". En seguida el hombre se curó, tomó su camilla y empezó a caminar. Era un sábado, y los judíos dijeron entonces al que acababa de ser curado: "Es sábado. No te está permitido llevar tu camilla". El les respondió: "El que me curó me dijo: 'Toma tu camilla y camina'". Ellos le preguntaron: "¿Quién es ese hombre que te dijo: 'Toma tu camilla y camina?'". Pero el enfermo lo ignoraba, porque Jesús había desaparecido entre la multitud que estaba allí. Después, Jesús lo encontró en el Templo y le dijo: "Has sido curado; no vuelvas a pecar, de lo contrario te ocurrirán peores cosas todavía". El hombre fue a decir a los judíos que era Jesús el que lo había curado. Ellos atacaban a Jesús, porque hacía esas cosas en sábado.
Comentario: En esta primera lectura, el profeta utiliza la imagen del torrente. Los torrentes son en el A.T. símbolo de la vida que Dios da, especialmente en los tiempos mesiánicos. Ezequiel utiliza la imagen de la corriente de agua milagrosa que mana del lado derecho del templo (el lugar de la presencia de Dios y el centro del culto que le es agradable), y todo lo inunda con su salud y fecundidad. En san Juan (7. 35-37) este agua es el Espíritu que mana de Cristo glorificado (Misa dominical).
1. a) El agua, como principio de vida, es una imagen que se encuentra con frecuencia en los libros sagrados (por ejemplo, Jl 4,18 Zac 14,8; Is 35, etc.). Las aguas que brotan del Templo, o sea, que vienen de Dios, lo purifican y lo curan todo a su paso, hacen que los campos produzcan fértiles frutos y que el mar muerto se llene de vida. Es una de las mejores imágenes del libro de Ezequiel, hermoso simbolismo que recuerda la visión de los huesos revitalizados del c. 37 (sólo que allí es el Espíritu quien da vida, aquí es el agua que da fertilidad a las aguas muertas, pero como veremos más adelante también simboliza Jesús y su Espíritu), imagen que volveremos a encontrar en la Vigilia Pascual. El río recuerda el paraíso (Gn 2,10-14), recuerdo de añoranza, al paraíso inicial de la humanidad, regado por los cuatro brazos de agua, y, por otra, al futuro mesiánico, que será como un nuevo paraíso.
El agua que crece se refiere al poder vivificante que se ha ido desarrollando, ganando en fecundidad y en calidad. Su salubridad llega hasta curar todo lo que toca, incluido el Mar Muerto (v 8), a que broten gran cantidad de árboles que producen toda clase de frutos y hasta una cosecha por mes; y en ella viven gran cantidad y variedad de peces: es un final apoteósico, de vuelta al paraíso perdido. Adán dejó yermo el Paraíso al ser echado fuera por su pecado, y el agua de aquí es prototipo de la de los últimos tiempos abiertos por Cristo: «Quien tenga sed, que se acerque a mí y beba. Quien crea en mí, ríos de agua viva brotarán de su entraña» (Jn 7,37-38). En Él se ha cumplido esta profecía de Ezequiel; de Él nos viene la gran efusión del Espíritu que simbolizaba el agua. Únicamente de Él nos puede venir la fecundidad, la vida, a nivel personal y a nivel colectivo. “Todo ha de pasar forzosamente a través de Él. La única salvación, la única solución se encuentra en Cristo, según indicó Pedro al pueblo de Jerusalén: «La salvación no está en ningún otro, es decir, que bajo el cielo no tenemos los hombres otro diferente de Él al que debamos invocar para salvarnos» (Hch 4,12)” (J. Pedrós). Los santos Padres ven ahí las aguas bautismales, las que brotan del costado abierto de Jesús en la Cruz: “esto significa que nosotros bajamos al agua repletos de pecados e impureza y subimos cargados de frutos en nuestro corazón, llevando en nuestro espíritu el temor y la esperanza de Jesús” (Epístola de Bernabé; lo veremos con más detalle al comentar el Evangelio de hoy).
b) la abundancia (imagen del cielo): la cosecha significa que Dios no retiene sus bienes, los reparte a profusión… río que va creciendo para evocar las gracias que cada día irrumpen en abundancia sobre la humanidad... sobre mí... “Sin cesar, Dios vierte la abundancia de su vida en mí. ¿Qué atención presto? ¿Cómo respondo a ese don?
-¿Has visto, hijo de hombre? Efectivamente, a menudo no veo. Haz que vea, Señor. HOY, trataré de ver ese río de gracia. En mi oración de la noche, trataré de recapitular, y de decir: «Gracias».
-Mira, a la orilla del torrente, a ambos lados, había gran cantidad de árboles... toda clase de árboles frutales, cuyo follaje no se marchitará. Todos los meses producirán frutos nuevos. Visión maravillosa. Es el comenzar de nuevo del paraíso terrestre: el desierto de Judá, al sur de Jerusalén se cubre «de árboles de la vida». No dan solamente «una» cosecha, sino «doce» cosechas... ¡una por mes! Decididamente, ¡no habrá hambre! Es un sueño.
¿Es realidad? Por contraste, no puedo dejar de pensar en los que sufren, en los que no tienen agua, ni frutos, en los que pasan toda su vida en la miseria. Realiza, Señor, tu promesa.
-Esta agua desemboca en el «Mar Muerto» cuyas aguas quedan saneadas... así como las tierras en las que penetra, y la vida aparece por dondequiera que pase el torrente.
Hay que haber visto el «Mar Muerto» y su paisaje desolado para captar toda la metamorfosis prometida. Las aguas de este mar, verdaderamente «muerto», tienen tal cantidad de sales, que ningún pez tiene vida en ellas y en sus alrededores también reina la muerte.
He aquí pues un «agua nueva» que tiene como un poder de resurrección: suscita seres vivos. Es un agua que da vida.
c) Su signo actual es el bautismo. En el fondo, ¿por qué no creeríamos en esa fuerza divina? ¿Acaso no sería Dios capaz de transformar el desierto de nuestros corazones en jardines florecientes de vida? ¡Oh Dios, impregna nuestras vidas de tu vida! Mi bautismo es una fuente de Vida. ¿Cómo la haría yo más abundante, más exultante, más llena de vida?” (Noel Quesson). La lectura profética nos ayuda a entender la escena del evangelio: el agua que cura y salva, y por tanto, en el marco de la Cuaresma, el recuerdo de nuestro Bautismo, que tendrá su actualización más densa en la Vigilia Pascual.
2. Lo que dice el salmo se refiere a nuestra pequeña historia: «el correr de las acequias alegra la ciudad de Dios... teniendo a Dios en medio, no vacila». El agua salvadora de Dios es su palabra, su gracia, sus sacramentos, su Eucaristía, la ayuda de los hermanos, la oración. La aspersión bautismal de los domingos, y sobre todo la de la Vigilia Pascual, nos quiere comunicar simbólica y realmente esta agua salvadora del Señor, y sigue lo dicho en la primera lectura: «Del umbral del templo manaba agua, y habrá vida dondequiera que llegue la corriente».
Este Dios “sublime y terrible, emperador de toda la tierra”, aclamación inicial que es repetida con tonos diferentes, es «nuestro refugio y nuestra fuerza». Juan Pablo II al comentarlo se refería a este doble sentido: un Dios sublime, y al mismo tiempo cercano a sus criaturas. Este himno al Señor, rey del mundo y de la humanidad, al igual que otras composiciones semejantes del Salterio (cf. Salmo 92; 95-98), supone una atmósfera de celebración litúrgica. Nos encontramos, por tanto, en el corazón espiritual de la alabanza de Israel, que se eleva al cielo partiendo del templo, el lugar en el que el Dios infinito y eterno se revela y encuentra a su pueblo”.
a) “Primero se ve al Dios sublime... (vv. 2-6) cuando con gozo se aclama al Señor "sublime y terrible" (v. 3). Exaltan la trascendencia divina, la primacía absoluta en el ser, la omnipotencia. También Cristo resucitado exclamará: "Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra" (Mateo 28, 18). “El orante descubre su presencia particular en Israel, el pueblo de la elección divina, "el predilecto", la herencia más preciosa y querida por el Señor (cf. versículo 5). Israel se siente, por tanto, objeto de un amor particular de Dios que se ha manifestado con la victoria sobre las naciones hostiles. Durante la batalla, la presencia del arca de la alianza entre las tropas de Israel les aseguraba la ayuda de Dios; después de la victoria, el arca se subía al monte Sión (cf. Salmo 67, 19) y todos proclamaban: "Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas" (Salmo 46, 6)”.
b) se presenta como un himno al Señor soberano del universo y de la historia. "Dios es el rey del mundo... Dios reina sobre las naciones”, como un Dios cercano a sus criaturas (vv. 8-9): se abre con otra ola de alabanza y de canto festivo; se alaba al Señor, sentado en su trono en la plenitud de su realeza. Este trono es definido "santo", pues es inalcanzable por el hombre limitado y pecador. Pero también es un trono celeste el arca de la alianza, presente en el área más sagrada del templo de Sión. De este modo, el Dios lejano y trascendente, santo e infinito, se acerca a sus criaturas, adaptándose al espacio y al tiempo (cf. 1 Reyes 8, 27.30).
3. Durante tres días vamos a leer el capítulo quinto de Juan. Hoy “se trata de la historia del hombre que yace enfermo desde hace treinta y ocho años, y espera curarse al entrar en la piscina de Betesda, pero no encuentra a nadie que le ayude a entrar en ella. Jesús lo cura con su poder ilimitado; El realiza en el enfermo lo que éste esperaba que ocurriera al entrar en contacto con el agua curativa”, dice Benedicto XVI al tratar una de las grandes imágenes temáticas de San Juan, el agua. Aunque dice que aquí aparece más bien de soslayo, en realidad toca a fondo el "signo" del bautismo, de la filiación divina, es decir la Nueva Ley. Podemos comentar tres perspectivas del mensaje de hoy: Jesús como nueva ley del sábado, sentido del agua, y nuestra curación (personal y colectiva).
a) El sábado, el domingo, y su aspecto social: día para obrar el bien. Esta relación se puede observar al realizar el milagro en sábado; es un lenguaje simbólico, no lo hace únicamente por motivos humanitarios, sino porque Él viene a salvar, porque se presenta como liberador (el sábado estaba consagrado al recuerdo de la liberación de Egipto: Dt 5. 12-15). Concretamente su liberación consiste en emancipar al hombre de las prácticas formalistas y elevarlo por encima de los avatares de la vida. Liberación que se adquiere no por medios mágicos, como el correr del agua, sino mediante un encuentro personal con el Señor (Misa dominical).
Benedicto XVI comenta que lo que al rabino Neusner le inquieta del mensaje de Jesús sobre el sábado “no es sólo la centralidad de Jesús mismo; la expone claramente pero, con todo, no es eso lo que objeta, sino sus consecuencias para la vida concreta de Israel: el sábado pierde su gran función social. Es uno de los elementos primordiales que mantienen unido al pueblo de Israel como tal. El hacer de Jesús el centro rompe esta estructura sacra y pone en peligro un elemento esencial para la cohesión del pueblo.
La reivindicación de Jesús comporta que la comunidad de los discípulos de Jesús es el nuevo Israel. ¿Acaso no debe inquietar esto a quien lleva en el corazón al «Israel eterno»? También se encuentra relacionada con la cuestión sobre la pretensión de Jesús de ser Él mismo la Torá y el templo en persona, el tema de Israel, la cuestión de la comunidad viva del pueblo, en el cual se realiza la palabra de Dios”. Según él, se plantea también para el cristiano la siguiente cuestión: “¿era justo poner en peligro la gran función social del sábado, romper el orden sacro de Israel en favor de una comunidad de discípulos que sólo se pueden definir, por así decirlo, a partir de la figura de Jesús? Esta cuestión se podría y se puede aclarar sólo en la comunidad de discípulos que se ha ido formando: la Iglesia”. La resurrección de Jesús «el primer día de la semana» hizo que, para los cristianos, ese «primer día» —el comienzo de la creación— se convirtiera en el «día del Señor», en el cual confluyeron por sí mismos —mediante la comunión de la mesa con Jesús— los elementos esenciales del sábado veterotestamentario: “Que en el curso de este proceso la Iglesia haya asumido así de modo nuevo la función social del sábado —orientada siempre al «Hijo del hombre»— se vio claramente cuando Constantino, en su reforma jurídica de inspiración cristiana, asoció también a este día algunas libertades para los esclavos e introdujo así en el sistema legal basado en principios cristianos el día del Señor como el día de la libertad y el descanso. A mí me parece sumamente preocupante que los modernos liturgistas quieran dejar de nuevo a un lado esta función social del domingo, que está en continuidad con la Torá de Israel, considerándola una desviación de Constantino. Pero aquí se plantea todo el problema de las relaciones entre fe y orden social, entre fe y política”. De eso hablaremos al tratar “la familia de Jesús” cuando le hablan de que su madre y hermanos han venido a verle.
b) El agua. “Volvemos al gran tema del agua viva, agua que vive y da la Vida. Como el agua de Caná y la del pozo de Jacob, también la de Betesda era estéril; no podía curar al enfermo. Como el agua de la piscina, tampoco la ley de Moisés podía dar vida al pecador: sólo podía mostrarle sus transgresiones y confirmar la pobreza de la condición humana. En lugar de salvarle, le encerraba, le mantenía en su pasado. Paralizado desde hacía treinta y ocho años...
Jesús pasó: "¿Quieres quedar sano?". El Hijo descendió a la morada de la muerte y cargó con nuestras enfermedades. En medio de las quejas mantuvo la promesa. Incluso el mar Muerto, condenado a la esterilidad, va a poder dar peces milagrosos. El hombre que estaba paralítico desde hacía treinta y ocho años, encadenado a su pasado de desdicha, se pone de pie. La tierra es recreada; los árboles, cuyas hojas no conocen ya los efectos del hielo, dan nuevos frutos cada mes. Cuando Dios da el agua viva, el viejo mundo desaparece.... Dios ha hecho que brotase del costado de su Amado sangre y agua, río de vida que purifica todo cuanto penetra. Nuestra vida reverdece cuando el Espíritu nos inunda. Hemos sido bautizados en la muerte y resurrección de Jesús y pertenecemos a una tierra liberada. Nos ha hecho atravesar el mar y nos ha sumergido en el río de la vida. Pertenecemos al mundo nuevo. En la noche de Pascua, Cristo enterrará nuestras obras estériles, y oiremos el grito de la victoria” (“Dios cada día”, de Sal Terrae).
c) La enfermedad y el milagro. Sobre el número 38, los años de enfermedad, San Agustín propone un significado místico: cuarenta es el número de los días de Cuaresma que nos traen la salud, cincuenta es el número de días ya de salud, que siguen a Pascua, hasta Pentecostés, la paga de los trabajadores en la viña, es la posesión de Dios. El pueblo está enfermo desde hace 38 años, le quedan dos cosas que le sanarán, dos mandamientos que la ley de Moisés le había ya escrito en el corazón, y cuyo alcance profundo consiguen con Cristo: "Amarás al Señor, tu Dios y al prójimo como a ti mismo". El amor de Dios, hecho visible en la persona de Cristo, ha de apoderarse del corazón del hombre, enfermo por el pecado, a fin de inflamarlo y llevarlo por los caminos de la penitencia: "¡Levántate, toma tu camilla y anda!". Es decir: “¡Levántate, recorre el camino de la penitencia, el camino de la cruz, que lleva a Dios! Entonces serás curado, te verás sano, tendrás la vida eterna. Entonces habrás dado el primer paso para salir de tu enfermedad de treinta y ocho años, y al momento, de un salto, te vas a poner no sólo en la salud de la Cuaresma, sino también en la bendita Quincuagésima, el Pentecostés que sigue a Pascua.
Entonces vas ya a marchar sano por la tierra de Dios, por la tierra de la verdadera vida, y tus apetitos desordenados, tus pasiones, a los que antes estabas atado como a un lecho, quedarán ahora dominados”. Cristo hoy “desciende al torbellino del sufrimiento y de la muerte humana, y, como el ángel de Dios, pone este mar en saludable efervescencia, lo vivifica con su muerte. De sepulcro del pecado lo torna seno maternal de la nueva vida. Viene, coge al enfermo "que no tiene a nadie", lo toma Él mismo sobre sus hombros -se reviste del cuerpo de Adán, enfermo por el pecado-, baja con él a la corriente de la muerte y lo vuelve a subir consigo, sano y salvo a la luz. Desciende cual viejo y enfermo Adán y vuelve a subir nuevo y regenerado.
Por tales razones, la presencia mística de Dios, que nos proporciona el Santo Sacrificio, es una auténtica fuente de juventud para todos los fieles, quienes constantemente están expuestos a la contaminación del mal y a la enfermedad del pecado. En el santo sacrificio, el agua del Bautismo vuelve a brillar para el fiel cristiano y le recuerda aquella hora en la que Cristo bajó a por él, le tomó consigo y lo sanó en el agua.
Le exhorta a que procure hacer duradera la salud allí recibida, y si por su ligereza volviese a correr peligro, tan sólo una cosa podrá salvarle: es la hora presente, en la cual el médico divino se le acerca de nuevo, le brinda el baño salvador de su propia sangre y le dice: "¡Levántate y anda!".
Esto lo dice al pecador, nos lo dice a nosotros, pues ¿quién de entre nosotros está sin pecado? Su palabra nos invita a emprender, animosos, el camino del arrepentimiento y de la penitencia; nos llama para obligarnos a salir de la calentura del pecado, para que tomemos sobre nuestros hombros el lecho de nuestra enfermedad y nos apresuremos, a través del desierto de este mundo, hacia Dios y hacia la vida eterna”. ¡Qué alegría, sentirse sanos después de largos años de enfermedad! “¡Qué esperanza, qué infinito agradecimiento al pensar que el médico les quiere sanar otra vez y al darse cuenta de que a diario baja para remover el baño de la salud” (Emiliana Löhr). Es lo que nos concede cuando remueve las aguas de nuestro corazón, nos da su gracia en el sacramento de la Reconciliación, fomenta en nosotros el deseo de perdón y el corazón para perdonar.
d) un nuevo pueblo, libre de enfermedad. Hemos hecho antes referencia a Jesús, que se pone en lugar del sábado, ya que es la nueva Ley (5,10); el tema de todo el cap 5 que se va a leer durante tres días, es la sustitución de la ley por la persona de Jesús, y al final se hará mención de Moisés, el dador de la Ley; esto hace ver que los cinco pórticos son un símbolo de los cinco libros de la Ley, bajo cuya opresión vivía el pueblo: "Y allí estaban echados muchos enfermos, ciegos, cojos, paralíticos"; “los tres adjetivos no designan tres clases de enfermos, sino tres males que los afligen a todos: están ciegos por obra de la tiniebla, que les impide conocer el designio de Dios; tullidos, es decir, privados de movilidad/libertad de movimientos, reducidos a la impotencia; resecos, carentes de vida: son un pueblo muerto.
Era una fiesta de los judíos, pero la multitud tirada en los pórticos está, por tanto, excluida de la fiesta, de la alegría de la vida, de la felicidad.
-"Estaba también allí un hombre que llevaba 38 años enfermo". Este hombre es la personificación de la muchedumbre. La curación que va a efectuar Jesús no va dirigida únicamente a un individuo; la curación de este hombre es el signo de la liberación de la multitud sometida a la ley. Así se explica la violenta reacción de los dirigentes, que, inmediatamente, pensarán en matarlo. "Llevaba 38 años enfermo"”, es decir toda una vida (40 es el tiempo de una generación), mucho tiempo (40 años del desierto donde murió toda la generación sin conocer la libertad esperada). "Jesús, al verlo echado y sabiendo que ya llevaba mucho tiempo, le dice: ¿Quieres quedar sano?" Jesús inmediatamente le da la salud y con ella la capacidad de actuar por sí mismo, sin la camilla que lo tenía inmóvil. La camilla era lo viejo, “Jesús lo hace dueño de aquello que lo dominaba; le hace poseer aquello que lo poseía.” (Noel Quesson).
e) Uno de los males de nuestros días es la soledad (existencial), como el enfermo al que Jesús acudió. “Todos estamos expuestos a sentirnos desamparados en los momentos duros, o en la cotidianidad de nuestro trabajo diario. Sin embargo, Cristo nos sale al encuentro. Nos cura y hace que cambie nuestra vida. Porque Él quiere permanecer con nosotros en nuestras almas, por medio de la gracia. Dios llama al corazón para que yo vuelva, para que yo aprenda a descubrir la importancia, la trascendencia que tiene en mi existencia esa dimensión interior”. Para vivir la cuaresma hay que ensanchar el corazón, dejarse amar por Dios, sentir esta solidaridad con los hombres, y al pensar en el hambre en el mundo, el despilfarro de occidente, ver que toda nuestra sociedad está enferma, paralítica, solitaria, que necesita el milagro de Jesús, que se muevan las aguas de la justicia social, que nos movamos todos a la entrega y al compromiso, volver a la propia vocación cristiana en todas sus dimensiones. “Y para lograrlo es necesario abrir primero nuestro espíritu a Dios y comprender la gravedad del pecado: del pecado de omisión, de indiferencia, de superficialidad, de ligereza. Es ineludible volver a la dimensión interior de nuestro espíritu, en definitiva, no ir caminando por la vida sin darnos cuenta que en nosotros hay un corazón que está esperando ensancharse con el amor de Dios” (Cipriano Sánchez). Dios, en la Pascua de este año, quiere convertir nuestro jardín particular, y el de toda la Iglesia, por reseco y raquítico que esté, en un vergel lleno de vida. Si hace falta, Él quiere que salgamos de nuestra soledad, de nuestra parálisis, como la del sepulcro antes de la resurrección de Jesús. “Pero, además, ¿ayudaremos a otros a que se puedan acercar a esta piscina de agua medicinal que es Cristo, si no son capaces de moverse ellos mismos («no tengo a nadie que me ayude»)?” (J. Aldazábal). Es una llamada a la responsabilidad, a la solidaridad y la evangelización, al apostolado cristiano.
domingo, 18 de marzo de 2012
Domingo 4º de Cuaresma, B: domingo laetare, de alegría por la venida del Señor, que con su Cruz es salvación, el nuevo árbol de la Vida, para darnos a
Domingo 4º de Cuaresma, B: domingo laetare, de alegría por la venida del Señor, que con su Cruz es salvación, el nuevo árbol de la Vida, para darnos alimento y entrar en la nueva Jerusalén que es su Cuerpo, con la luz de la fe y las buenas obras
Lectura del segundo libro de las Crónicas 36,14-16. 19-23.
En aquellos días, todos los jefes de los sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades, según las costumbres abominables de los gentiles, y mancharon la Casa del Señor, que él se había construido en Jerusalén.
El Señor, Dios de sus padres, les envió desde el principio avisos por medio de sus mensajeros, porque tenía compasión de su pueblo y de su Morada. Pero ellos se burlaron de los mensajeros de Dios, despreciaron sus palabras y se mofaron de sus profetas, hasta que subió la ira del Señor contra su pueblo a tal punto que ya no hubo remedio.
Incendiaron la Casa de Dios y derribaron las murallas de Jerusalén; pegaron fuego a todos sus palacios y destruyeron todos sus objetos preciosos. Y a los que escaparon de la espada los llevaron cautivos a Babilonia, donde fueron esclavos del rey y de sus hijos hasta la llegada del reino de los persas; para que se cumpliera lo que dijo Dios por boca del Profeta Jeremías: «Hasta que el país haya pagado sus sábados, / descansará todos los días de la desolación, / hasta que se cumplan los setenta años.»
En el año primero de Ciro, rey de Persia, en cumplimiento de la Palabra del Señor, por boca de Jeremías, movió el Señor el espíritu de Ciro, rey de Persia, que mandó publicar de palabra y por escrito en todo su reino: «Así habla Ciro, rey de Persia: / El Señor, el Dios de los cielos, / me ha dado todos los reinos de la tierra. / Él me ha encargado / que le edifique una Casa en Jerusalén, en Judá. / Quien de entre vosotros pertenezca a su pueblo, / sea su Dios con él y suba!
Salmo 136,1-2.3.4.5.6: R/. Que se me pegue la lengua al paladar / si no me acuerdo de ti.
Junto a los canales de Babilonia / nos sentamos a llorar con nostalgia de Sión; / en los sauces de sus orillas / colgábamos nuestras cítaras.
Allí los que nos deportaron / nos invitaban a cantar, / nuestros opresores, a divertirlos: / «Cantadnos un cantar de Sión.»
¡Cómo cantar un cántico del Señor / en tierra extranjera! / Si me olvido de ti, Jerusalén, / que se me paralice la mano derecha.
Que se me pegue la lengua al paladar / si no me acuerdo de ti, / si no pongo a Jerusalén / en la cumbre de mis alegrías.
Lectura de la carta del Apóstol San Pablo a los Efesios 2,4-10: Hermanos: Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó: estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo -por pura gracia estáis salvados-, nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con él.
Así muestra en todos los tiempos la inmensa riqueza de su gracia, su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. Porque estáis salvados por su gracia y mediante la fe. Y no se debe a vosotros, sino que es un don de Dios; y tampoco se debe a las obras, para que nadie pueda presumir.
Somos, pues, obra suya. Dios nos ha creado en Cristo Jesús, para que nos dediquemos a las buenas obras, que él determinó practicásemos.
Lectura del santo Evangelio según San Juan 3,14-21. En aquel tiempo dijo Jesús a Nicodemo: -Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna.
Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna.
Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él.
El que cree en Él, no será condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.
Esta es la causa de la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas.
Pues todo el que obra perversamente detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios.
Comentario: 1. 2 Cro 36,14-16.19-23: También el autor de 2 R 25 narra el final del reino de Judá, pero sólo enumera los hechos históricos renunciando a cualquier interpretación teológica. El cronista nos deja este sumario teológico (36.12-16.21) en el que da su juicio sobre el final del reino del Sur. La vida y el futuro de la nación elegida -nos dirá- depende de la actitud que adopten ante el Señor. Un día, David dijo a su hijo Salomón: "Si lo buscas (al Señor), se dejará encontrar; si lo abandonas, te rechazará definitivamente" (1Cr 28,29). Y estas palabras davídicas continúan siendo válidas para el rey, para las autoridades, para cualquier miembro del pueblo. La conducta tanto del rey Sedecías (vv. 11-13) como de las autoridades y del pueblo (vv. 14-16) no ha podido ser peor. Todos los males acaecidos sobre el reino y sus habitantes (caída del reino y deportación del pueblo: vv. 17-20) son la lógica consecuencia de no haber escuchado a Dios y a sus profetas (cf. vv. 12-21). Sedecías -elevado al rango de rey por Nabucodonosor al reprimir una rebelión de Joaquín- no es malo, pero carece de personalidad. Consulta y cree al profeta Jeremías, pero no se atreve a ser consecuente por miedo a sus ministros, partidarios de Egipto. Estos le incitan a la rebelión, se niega a pagar el tributo a Babilonia y así provoca el asedio de Jerusalén del año 587 (cf. Jr 27-28). Me parece interesante que aparece siempre Egipto como signo de escapar de un Dios exigente, cuando el pueblo prefiere esa esclavitud que tiene comodidades… A Jeremías le toca vivir la última etapa de su vida. Es ya hombre curtido en la aflicción; a través del oprobio y mofa de sus paisanos, de la persecución del pérfido dictador Joaquín, el profeta ha llegado a su madurez humana y profética… muchas veces encarcelado (en orden cronológico, ver Jr 34.1-7; 37.3-16,17-21; 38,24-28; 38,1-13; 39,15-18; 38,14-23). El rey es el eterno indeciso… la clase dirigente, y el pueblo, han profanado el templo con cultos paganos. Dios es misericordioso y no les castiga, sino que les envía a los profetas para amonestarles. Su misión es inútil, ya que no les escuchan y llegan a despreciar incluso sus palabras (vv. 14-16). La última palabra de Dios no es destruir, sino edificar (cf. Jr 1). Con el destierro, el Señor intenta construir un nuevo pueblo; los vv. 22-23 (cf. Esdras 1,1-3) nos presentan un final optimista: el primer año de Ciro surge una nueva comunidad. Los que se marcharon al destierro, y no los que quedaron en Judá, constituirán el auténtico Israel, la verdadera comunidad en torno al templo de Jerusalén y que luchará con todas sus fuerzas para no caer en las atrocidades de los vv. 14-16. Este recuerdo del pasado va dirigido a la comunidad actual, para que escarmentemos en cabeza ajena (1 Co 10,1-13), para la salvación del hombre; por eso le invitan a una penitencia auténtica, a una conversión sincera (cf. 2 Cro 30,6-9), a un desechar el mal y practicar el bien (A. Gil Modrego). Evoquemos también nuestro propio exilio. No vivimos la plenitud que anhelamos. Sentimos nuestra limitación, la debilidad de nuestra condición humana, y sentimos también el pecado que hay en nosotros (muy probablemente no estamos en situación de pecado definitivo, de ruptura con Dios; pero sí sentimos la distancia entre nosotros y aquél que es Amor Total). Sentirnos así, darnos cuenta de esta realidad, es nuestro "castigo", nuestra condición exiliada. Y ahí revivimos nuestro anhelo de retorno, sentimos que sólo este anhelo nos puede dar vida. Y escuchamos el anuncio: no es un rey extranjero, es el propio Hijo de Dios quien nos llama al retorno, quien cotidianamente nos hace regresar. En la Pascua celebramos el gran momento del regreso, pero cada día lo volvemos a celebrar (J. Lligadas). Como continuando las lecturas de los últimos domingos (alianza con Noé, Abraham, Moisés y la ley), aquí se nos dice que pese a la culpa y al castigo, Dios sigue siendo fiel a sus promesas. Y lo que era consecuencia del pecado del pueblo pasa a ser purificación religiosa y causa de mayor libertad: a la vuelta del exilio, tras la intervención de Ciro, los judíos se dedicarán a una restauración del sentido religioso de su vocación como pueblo de Dios (ver los libros de Esdras y Nehemías). No hay mal que por bien no venga…
La actualización de esta lección de la historia de Israel puede tomar un doble sentido. Primero: el nuevo pueblo de Dios, que es la Iglesia, está continuamente expuesto a apartarse del amor y de la alianza de Dios a través de las múltiples infidelidades individuales y colectivas que cometemos los cristianos. Hay que reconocer este hecho con sinceridad y realismo. Pero, al mismo tiempo, hay que tener una visión esperanzada y optimista, porque estamos seguros de que la fidelidad de Dios es más fuerte que nuestras faltas, y que su amor supera todos nuestros egoísmos. Segundo: la purificación religiosa del pueblo de Israel tuvo lugar debido a unos acontecimientos políticos producidos por ingerencias extranjeras y no causados por una especie de evolución interior y pacífica. De un modo parecido, la Iglesia normalmente es purificada por medio de acontecimientos que no siempre han sido planificados o controlados por ella, sino que provienen del exterior, a veces con toda la potencia adversa del odio y la persecución. La comunidad cristiana debe vivir atenta a los acontecimientos del "mundo", tanto si a primera vista le parecen favorables como si le parecen adversos, sabiendo que sólo de este contacto real con la historia -y no a través de un "splendid isolement"- vendrá la purificación necesaria para la salvación. Vistas desde este ángulo, las llamadas "crisis" actuales de la Iglesia son absolutamente necesarias para su crecimiento (J. Llopis).
v. 14: Cf. Jr 7., en donde encontramos la famosa diatriba de Jeremías contra los sacerdotes y los poderosos (año 608 a.C.) que expolian a los pobres y confían vanamente en el Templo, al que han convertido en un refugio de bandoleros. El Templo santificado por la presencia de Yahvé (1 Rom. 8, 10 s.) podía parecer indestructible, y el fracaso de Senaquerib (año 701) frente a las murallas de Jerusalén había puesto en claro la protección de Yahvé dispensada a la Ciudad Santa (II Rom. 19, 32-34). De ahí que se presumiera una seguridad falsa, olvidándose de que la única seguridad de Judá sólo podía estar en cumplir los mandatos del Señor. Las palabras de Jeremías provocaron un alboroto en el pueblo, que trató de asesinarlo por amenazar al Templo (cf. cap. 26). Sin embargo, pocos años después el Templo fue destruido y los habitantes de Jerusalén deportados a Babilonia. En este pasaje se ve hasta dónde había llegado la corrupción moral y religiosa y qué profunda era la obcecación de Judá ante las advertencias de los profetas. Yahvé obligó a caminar hacia el destierro a un pueblo que no quiso andar por los caminos de la Ley.
v. 16: Alusión a Jr 27. 7, en donde se dice que la cautividad duraría todo el tiempo del reinado de Nabucodonosor, de su hijo y de su nieto, es decir, mientras dure su dinastía y Babilonia fuera dominada por "pueblos fuertes y grandes reyes". Asimismo se alude a Jr 51. 44-50, en donde ya se anuncia la liberación de los cautivos. Ciro, rey de los persas, conquistó Babilonia el año 539 antes de Cristo.
v. 21: Entre las transgresiones de la Ley por las que fueron castigados los judíos está la profanación del descanso sabático.
Por eso la tierra descansaría después necesariamente y no podrían cultivarla durante setenta años, cumpliéndose lo que había anunciado Jeremías (25. 11) y la pena establecida en estos casos por el Levítico (26. 34 ss.; “Eucaristía 1970”).
2. Salmo 136: lamentaciones de la supresión de Jerusalén, canto que complementa la primera lectura. Juan Casiano, para explicar los sentidos de las Escrituras, ponía el ejemplo de Jerusalén: en sentido histórico o literal es aquella ciudad de Judea, en sentido espiritual es la Iglesia de la tierra; en sentido anagógico (escatológico) es la gloriosa ciudad celestial (Ap 21); en sentido moral e individual es el alma, y entonces las torres y almenas son las virtudes, y los ejércitos asaltantes son las tentaciones o pecados. En los cuatro sentidos, este salmo canta la nostalgia de Jerusalén, la tristeza por ella, el amor y fidelidad a ella, y a la vez la certeza de que -aunque parezca derruida- tiene un futuro espléndido, mientras Babilonia, pese a su momentáneo esplendor, ha de desaparecer del todo. El cristiano se sabe desterrado "mientras peregrina lejos del Señor" (2 Co 5,6). Todos los santos, sin perder el gozo espiritual y la paz profunda, han experimentado el anhelo de la santidad no alcanzada y el ardiente deseo del cielo. Tristeza y alegría son en el cristiano, a menudo, inversas de las del mundo. Hay una «tristeza según Dios» (2 Co 7,10). Los judíos que lloran y rezan junto al Muro de las Lamentaciones son un emocionante ejemplo actual de la fidelidad que respira este salmo. Los judíos eran de una Jerusalén que en unas épocas era espléndida y en otras estaba destruida. Nosotros somos de una Jerusalén que, según como se mire, es maravillosa, pero según cómo nos parece desastrosa. Tiene la belleza y la santidad que ha puesto en ella Jesucristo al purificarla con su sangre, y la miseria y el barro que le echamos nosotros con nuestros pecados. Pero tenemos la certeza de que al fin prevalecerá la santidad. En la liturgia, y particularmente en la Eucaristía, pregustamos este término escatológico: ...et futurae gloriae nobis pignus datur (antífona O sacrum convivium, del oficio de Corpus). Jerusalén es la Iglesia universal, pero también es la particular o local: diócesis, parroquia, comunidad religiosa, grupo apostólico. Hay que cantar el salmo 121 y el 136. Si sólo cantáramos el 121, seríamos triunfalistas; si sólo cantáramos el 136, seríamos derrotistas. Junto a los canales de Babilonia nos sentamos para reflexionar sobre los males que aquejan a la Iglesia, o a nuestra comunidad. En los sauces de sus orillas dejamos colgados el optimismo ingenuo y el vano triunfalismo, y la hemos mirado con realismo. Los ciudadanos de Babilonia querían que participáramos de su alegría superficial y que les dedicáramos los cantos que sólo pueden decirse de Jerusalén. Pero no se pueden confundir las dos ciudades y nuestra distinta relación con cada una de ellas: aunque estemos en Babilonia, nosotros somos de Jerusalén. Babilonia nos tienta con sus muros, sus jardines, sus palacios, su riqueza y sus placeres. Contrasta con las ruinas de Jerusalén. Pero hemos de anteponer los dolores de Jerusalén a los gozos de Babilonia. Porque estas dos ciudades, más que dos lugares geográficos, son dos estilos de vida o sistemas de valores: el del mundo y el del evangelio. Si yo me olvido de Jerusalén y del evangelio, que se me pegue la lengua al paladar y se me paralice la diestra, hasta que me dé cuenta de cuán equivocado es mi camino. Las ruinas de Jerusalén me han de ser más preciosas que todo el esplendor de Babilonia (Hilari Raguer).
Un poema de “Nostalgia de Cristo” actualiza el canto: Junto a los canales de Babilonia, / junto a las riberas del Sena / y las playas del Mediterráneo, / por las avenidas de New York, / entre escaparates y rascacielos, / en los bares y museos, / cines y salas de fiesta, / máquinas de ganancia y diversión, / sentíamos ganas de llorar. // La gente nos miraba estupefacta / y no entendía el por qué de nuestras lágrimas. / Era gente superficial, sin fe, / que se mueve a los dictados del consumo. // La gente nos exigía / que hiciéramos como ella: / que hay que vivir la vida y disfrutarla, / que las rosas sólo duran un momento / y los sentidos deben ser acariciados. // Festejad a la vida que explosiona, / nos decían, con nosotros; / cantad al amor que embriaga los sentidos; / cambiad vuestros tristes cantos gregorianos / por ritmos alegres y desenfadados; / que ya pasaron los dioses inhumanos, / y somos enteramente libres. // Pero ¿qué sabrá esa gente / lo que es alegría y libertad? / Son esclavos e infelices, / siempre insatisfechos, / vendidos a la droga de cada día. // ¿Y qué sabrán de amor? / Confunden el amor con el deseo, / reducen el amor a las alcobas. // Nosotros cantaremos, sí, el amor y libertad; / nuestra alegría será un manantial inagotable, / desde Cristo. // Que se paralice mi cerebro, / si yo me olvido de Cristo. / Que se me pare el corazón, / si no amo al ritmo de Cristo. / Que todas mis alegrías se vuelvan penas, / si no brotan del Espíritu de Cristo. / Que me convierta en esclavo, / si no soy libre para servir como Cristo. // Y a los ídolos del consumo, / voraces, venales e insaciables, / los desenmascaramos y los mostraremos / como son ante la faz del mundo: / vacíos, sin entrañas (Caritas).
El salmo 136 es uno de los más bellos poemas de la literatura universal: quizá jamás el amor apasionado por la patria haya sido cantado con acentos de tanta nostalgia y tanta violencia. Lo confesamos abiertamente: este salmo nos desconcierta, hasta tal punto que quisiéramos suavizarlo y conservar tan sólo las cuatro primeras estrofas. El deseo salvaje de represalia que alientan las dos últimas estrofas es a menudo puesto entre paréntesis, cuando se canta este salmo en público: es difícil "orar" con estas dos últimas estrofas... Por esto, para no impresionar, se suprime. Se reconoce en ellas la ley del Talión: "ojo por ojo, diente por diente" (Gn 4,23-Ex 21,23-25-Lev 24,18-21). Este salmo es una forma de súplica, utilizada probablemente cada año, el día del "duelo nacional" que Israel celebraba con ocasión del aniversario de la destrucción de Jerusalén por los ejércitos de Nabucodonosor, en el 587. El profeta Jeremías, que vivió en carne propia el sitio de 18 meses, lo describe en todo su horror, fechando minuciosamente el comienzo y el fin del drama (Jr 39,1-10). La catástrofe nacional estaba presente en todas las mentes cuando se cantaba este salmo: el Templo incendiado a la par que los palacios reales y las casas de las ciudades... Destrucción sistemática, a golpe de pico, de todas las murallas (como se puede ver hoy en los bajos relieves caldeos en el museo de Louvre)... "El rey de Babilonia hizo degollar a los hijos de Sedecías en presencia de éste y luego les arrancó los ojos..." (Jer 39,6-7)... Finalmente, deportación masiva de toda la población... Un exilio que duró más de 50 años y durante el cual Jerusalén fue tan sólo un montón de ruinas. Estos son los hechos que dieron origen a este salmo candente y violento. La plegaria anual de Israel era una súplica para que esto no se reprodujera "jamás". Y en este contexto, se pedía a Dios se "acordara del día de la destrucción de Jerusalén". "Acuérdate, Señor". Según la psicología religiosa de la época, se trata de una real execración cultual, destinada a lanzar una maldición contra Babilonia, para que nunca más en el futuro volviera a profanar el Templo de Dios. No olvidemos, por otra parte, que el odio que se expresa en este salmo es el anverso de un amor apasionado: en cada estrofa se repite amorosamente la palabra "Sión" o "Jerusalén". El meollo positivo de este salmo, es en el fondo, una fantástica y enérgica protesta de fidelidad: "¡Si te olvido, Jerusalén, que la maldición caiga sobre mí!". Antes de extirpar el "mal" de los otros, se pide que primero lo sea del propio corazón .
¿Podemos imaginar que Jesús recitara este salmo? Sin duda alguna, pero lo hacía a su manera. Y ésta es, para nosotros hoy día, la única forma de recitarlo con Él. ¡Jamás pactar con el mal! Jesús profirió palabras violentas para recordarnos la fidelidad a toda prueba: "A cualquiera que haga caer en pecado uno de estos pequeños que creen en Mí, más le valiera que lo hundieran en lo profundo del mar con una gran piedra de molino atada al cuello" (Mt 18,6). "Si tu mano o tu pie te inducen al pecado, córtalos y arrójalos lejos de ti" (18,8). Perdonar a aquellos que nos hacen el mal. Jesús mismo pidió estas dos cosas, que no son contradictorias... Aunque difíciles de vivir al mismo tiempo. "Yo os digo: amad a vuestros enemigos, orad por los que os persiguen... (Mt 5,44). "Si no perdonáis, vuestro Padre tampoco perdonará vuestros pecados..." (Mateo 6,14). Amar nuestra ciudad, nuestro país, pero sobre todo la "fidelidad de Dios". Jesús lloró cuando previó la segunda destrucción de Jerusalén por su rechazo a la visita de Dios: "Cuando llegó cerca de la ciudad y la vio, Jesús lloró por ella diciendo: ¡Si tú supieras! Vendrán días en que tus enemigos te arrasarán y no dejarán de ti piedra sobre piedra porque no reconociste el día en que Dios vino a visitarte" (Lc 41,44). Ser fiel sin compromiso. Un día pidieron también a Jesús que "entonara un cántico de Sión". Estaba "encadenado", prisionero. Hubiera podido, a lo mejor, congraciarse con Herodes, "haciendo algún milagro", tal como éste le pedía (Lc 23,8-9). Jesús se resistió a este juego de Herodes. "No hay que echar las perlas a los puercos", había dicho un día (Mt 7,6).
Querer apasionadamente la destrucción del mal. So pretexto de tolerancia, nos quedamos mudos. Babel, el nombre peyorativo de Babilonia, es la "anti-ciudad", la "anti-paz", símbolo de violencia, de dominación y de opresión injusta por la fuerza... En tanto que Sión, el nombre amoroso de Jerusalén, es "la ciudad-tipo", el lugar de la paz, el símbolo de la comunión entre los hombres... En nuestro mundo actual, existen "Babilonias" de impiedad contra Dios y de injusticia contra los hombres: este salmo nos alienta a orar y actuar para que el mal sea extirpado de la humanidad y ante todo de nuestro propio corazón. Jamás olvidarse de "Jerusalén". San Juan nos ha revelado que la verdadera Jerusalén es "la de arriba". Jamás debe olvidar el cristiano que vive como un desterrado y que su verdadera patria es el cielo. Satanás querría que cantáramos las canciones de la alegría mundana. Y los compromisos con el ambiente pagano son siempre actuales: hacer como todo el mundo... Adaptarse por inercia a la opinión circundante... Adoptar la mentalidad pagana del medio... Olvidar a Dios... Perder la fe... ¡Tentaciones permanentes y muy actuales! No, no me instalaré en el exilio. La mayor tentación de los judíos deportados, fue la de plegarse al paganismo babilónico e instalarse en el exilio. La gran tentación del hombre es instalarse aquí abajo (N. Quesson).
Así lo recordaba Juan Pablo II: “El texto evoca la tragedia vivida por el pueblo judío durante la destrucción de Jerusalén, que tuvo lugar en el año 586 a. C., y el sucesivo exilio en Babilonia. Nos encontramos ante un canto nacional de dolor, caracterizado por una seca nostalgia de lo que se perdió. Esta sentida invocación al Señor para que libere a sus fieles de la esclavitud de Babilonia expresa también sentimientos de esperanza y de espera en la salvación con los que hemos comenzado el camino del Adviento. La primera parte del Salmo (1-4) tiene como telón de fondo la tierra del exilio, con sus ríos y canales, que regaban la llanura de Babilonia, sede de los judíos deportados. Es como una anticipación simbólica de los campos de exterminio en los que el pueblo judío -en el siglo que acabamos de concluir- fue conducido hacia una operación infame de muerte, que ha quedado como una vergüenza indeleble en la historia de la humanidad. La segunda parte del Salmo (5-6) está llena del recuerdo amoroso de Sión, la ciudad perdida, pero que sigue estando viva en el corazón de los deportados. En las palabras del salmista quedan involucrados la mano, la lengua, el paladar, la voz, las lágrimas. La mano es indispensable para quien toca la cítara: pero ha quedado paralizada (5) por el dolor, porque además las cítaras han sido colgadas en los sauces. El cantor necesita la lengua, pero ahora se encuentra pegada al paladar (6). Los cantares de Sión son cánticos del Señor (3-4), no son canciones folklóricas y de espectáculo. Sólo en la liturgia y en la libertad de un pueblo pueden subir al cielo.
Dios, que es el último árbitro de la historia, sabrá comprender y acoger, según su justicia, el grito de las víctimas, más allá de los tonos ásperos que a veces adquiere. Queremos encomendar a san Agustín una ulterior meditación sobre nuestro salmo. “Si somos ciudadanos de Jerusalén… y tenemos que vivir en esta tierra, en la confusión del mundo presente, en la Babilonia presente, donde no vivimos como ciudadanos sino que somos prisioneros, es necesario que lo que dice el Salmo no sólo lo cantemos, sino que lo vivamos: esto se hace con una aspiración profunda del corazón, deseoso plena y religiosamente de la ciudad eterna”. Y haciendo referencia a la «ciudad terrestre llamada Babilonia» añade: en ella «hay personas que, movidas por el amor a ella, se las ingenian para garantizar la paz -paz temporal-, sin nutrir otra esperanza en el corazón que la alegría de trabajar por la paz. Y nosotros les vemos hacer todo esfuerzo para ser útiles a la sociedad terrena. Ahora bien, si se comprometen con conciencia pura en estas tareas, Dios no permitirá que perezcan con Babilonia, al haberles predestinado a ser ciudadanos de Jerusalén: a condición, sin embargo, de que viviendo en Babilonia, no busquen la soberbia, los fastos caducos y la arrogancia... Él ve su servicio y les mostrará la otra ciudad, hacia la que tienen que suspirar verdaderamente y orientar todo esfuerzo». Pidamos al Señor que en todos nosotros despierte este deseo, esta apertura hacia Dios, y que también los que no conocen a Cristo puedan quedar tocados por su amor, de manera que todos juntos peregrinemos hacia la Ciudad definitiva y la luz de esta Ciudad pueda brillar también en nuestro tiempo y en nuestro mundo.
3. Ef 2, 4-10: El autor de la carta expone el cambio operado en el hombre al pasar a la fe. Dios, rico en misericordia, nos ha hecho vivir con Cristo y nos ha salvado por pura gracia; nos dice que incluso nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con él. Pero entenderíamos mal estas palabras si, desconociendo todo lo que en ellas hay aún de promesa, respondiéramos con una fe triunfalista. Así lo entendieron, por ejemplo, los corintios, y San Pablo los reprende severamente y con cierta gracia: "¡Ya estáis hartos! ¡Ya sois ricos! ¡Os habéis hecho reyes sin nosotros!" (I Cor. 4, 8). Los corintios se comportan como si ya estuvieran en el Reino de Dios, por eso sigue San Pablo: "¡Y ojalá reinaseis, para que también nosotros (los apóstoles) reináramos con vosotros!". Los corintios se habían constituido ya en reyes, pero sin los apóstoles, lo cual es imposible. Por eso, San Pablo trata de hacerles volver los ojos a la realidad cristiana y ésta no es otra que la cruz. El necio entusiasmo de los corintios no puede ser auténtico, su triunfalismo exaltado no encaja bien con los sufrimientos que todavía soporta, en su propia carne, el Apóstol. Así pues, las palabras que hoy hemos escuchado de San Pablo no podemos interpretarlas en este sentido triunfalista. "Dios ya nos ha sentado en el cielo con Cristo", pero todo esto por gracia y mediante la fe; es decir, en la medida en que no la convirtamos en una especie de propiedad privada para descansar acá en la tierra, sino en la medida en que al caminar vayamos realizando esta salvación que graciosamente hemos recibido. Porque sólo el que realiza la verdad se acerca a la luz. Hemos sido salvados en Cristo. Él es uno de nosotros. Más aún: es Él nuestra cabeza, a Él estamos unidos por la fe, por la esperanza y por la caridad, y si Dios corona nuestra Cabeza, todos en Él hemos sido coronados. Figuraos que un pueblo recibe la noticia de una victoria decisiva sobre sus enemigos. El pueblo ya ha sido salvado, pero la guerra todavía sigue y a veces puede resultar muy peligroso, aunque ya se haya decidido la victoria. Algo así ocurre en nuestro caso. Con la muerte de Cristo, el Hijo de Dios, todos hemos sido ya salvados, pero sería prematuro el cruzarnos de brazos para celebrar la victoria (“Eucaristía 1970”).
Así comentaba S. Agustín: “Hermanos, si queréis eructar gracia, bebed gracia. ¿Qué significa «bebed gracia»? Conoced la gracia, comprendedla. Antes de existir, nosotros no existíamos en absoluto; con todo, fuimos hechos hombres, siendo así que antes no éramos nada. Después, hechos hombres del vástago de aquel pecador, éramos malvados y, por naturaleza, hijos de la ira como todos los demás (Ef 2,3). Centremos, pues, nuestra atención en la gracia de Dios, no sólo en aquella por la que nos hizo, sino también en la otra por la que nos rehizo. Al mismo a quien debemos el ser debemos también el ser justos. Nadie atribuya a Dios su ser, y a sí mismo el ser justo, pues es mejor lo que pretendes atribuirte a ti mismo que lo que atribuyes a Dios. Eres mejor en cuanto eres justo que en cuanto eres hombre. Por tanto, es inferior lo que atribuyes a Dios que lo que te atribuyes a ti. Atribúyele a él todo y alábale en todo; no te apartes de la mano del artífice. ¿Quién hizo que existieses? ¿No está escrito que Dios tomó limo de la tierra y formó al hombre? Antes de ser hombre eras barro, y antes de ser barro no eras nada. Pero no des gracias a tu artífice únicamente por esta hechura; considera otra obra suya por la que te hizo: No por las obras -dice el apóstol- para que nadie se engría. El que eso dijo, ¿qué más había recordado antes? Por gracia habéis sido salvados, mediante la fe; y esto no es obra vuestra. Son palabras del Apóstol, no mías: Por gracia habéis sido salvados, mediante la fe; y esto -el ser salvados mediante la fe- no es obra vuestra. Ya había dicho por gracia y, por tanto, no es obra vuestra; mas, para que nadie lo interpretase de modo distinto, se dignó exponerlo más claramente. Preséntame un buen entendedor; para él lo ha dicho todo: Por gracia habéis sido salvados. Al oír la palabra gracia, has de entender gratuitamente. Luego, si se trata de algo gratuito, tú nada aportaste, nada mereciste, porque si se dio algo en virtud de los méritos, es recompensa, no gracia. Dice: Por gracia habéis sido salvados mediante la fe. Explícanos esto más claramente en consideración a los soberbios, a los que se agradan a sí, a los que ignoran la justicia de Dios y pretenden establecer la propia. Escucha lo mismo con mayor claridad. Y esto, es decir, que por gracia habéis sido salvados, no es obra vuestra sino don de Dios. Pero quizá hicimos nosotros algo para merecer los dones de Dios. Dice: No por las obras, para que nadie se engría. Entonces ¿qué? ¿No somos nosotros quienes obramos el bien? Es cierto que lo obramos. Pero ¿cómo? Con la fuerza de aquel que obra en nosotros, puesto que por la fe damos cabida en nuestro corazón a quien obra en nosotros y por nosotros el bien. Escucha de dónde te viene el obrar el bien: Somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para las obras buenas a fin de que caminemos en ellas (Ef 2,10). Ésta es la abundante suavidad que deriva del hecho de que Él se acuerde de nosotros. Eructando esta suavidad, sus predicadores exultarán por su justicia, no por la propia. ¿Qué hiciste con nosotros, Señor, a quien alabamos, para que existamos, te alabemos, exultemos en tu justicia y eructemos el recuerdo de tu abundante suavidad? Digámoslo y el decirlo sea nuestra alabanza”.
4. Jn 3,14-21 (tb. en la Solemnidad de la S. Trinidad, ciclo A: Jn 3, 16-18): El domingo pasado decíamos que Juan entendía la expulsión de vendedores y cambistas como eliminación-sustitución del Templo por Jesús. En el texto de hoy el autor profundiza en el significado de este Jesús que sustituye al Templo. Lo hace sirviéndose de un diálogo entre el propio Jesús y Nicodemo, autoridad religiosa. El diálogo de hoy presupone el texto de Nm 21,9: "Moisés hizo una serpiente de bronce y la colocó en un estandarte". Fue una medida salvadora. "Cuando una serpiente mordía a uno, éste miraba a la serpiente de bronce y quedaba curado". El correlativo de la serpiente de bronce en el estandarte es Jesús en la cruz (por eso se lee este Evangelio en la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz); el correlativo de mirar es creer. Jesús tiene que ser levantado en alto. ¡Honda y misteriosa necesidad! Para que al levantar la vista hacia esa altura quedemos salvados. El autor habla en perspectiva de presente. Vida eterna no significa lo que nosotros solemos llamar vida después de la muerte. En la expresión de Juan, eterno no se contrapone a temporal. Vida eterna es sinónimo de calidad de vida; eterno designa plenitud, totalidad. Vida eterna es la vida propia de una existencia feliz, de un tiempo y un mundo nuevo. Jesús levantado en alto hace posible este tipo de existencia para todo el que levanta sus ojos hacia él, para todo el que cree en él. El designio del Padre, continúa Juan, su voluntad es que tengamos una existencia así. Parece un sueño. Sólo con pensarlo un indescriptible relajamiento se apodera de uno. Jesús levantado en alto acaba con toda situación y sensación de existencia echada a perder. Existencia echada a perder es lo contrario de vida eterna.
Mirar a la serpiente levantada en alto suponía la curación. Lo contrario es igualmente válido: dejar de mirar a la serpiente suponía no curarse. Es decir, excluirse uno a sí mismo de ser curado. Esto es exactamente lo que dice Juan cuando escribe que los hombres han preferido la tiniebla a la luz. Lo cual significa que el hombre es el único responsable de su destino y que Dios no es ni su contrincante ni su juez. Dios es sencillamente un padre, cuyo hijo único ha sido levantado en lo alto de una cruz. Pero para fortuna nuestra, al mirar a este hijo quedamos salvados (A. Benito).
El mejor comentario a este texto lo hace Juan en su primera carta (4, 9s). Se contrapone aquí "perdición" (o muerte) y "vida", lo mismo que en el versillo siguiente "condenación" (o juicio) y "salvación". El hombre sólo puede escapar de la perdición y de la condena, si, creyendo en Jesucristo, recibe la vida y la salvación. Dios envía a su hijo para salvar al mundo y no para condenarlo, Dios quiere la salvación de todos los hombres, y Jesús es, como afirma la Samaritana, el "salvador del mundo" (4, 42). Frente a cualquier dualismo de buenos y malos, Dios ofrece a todos la salvación y no sólo a una minoría privilegiada. El nombre del Hijo único de Dios es "Jesús", que significa "Dios salva". Creer en el "nombre", es creer en la misión salvadora de Jesús. Dios quiere la salvación de todos; si, no obstante, algunos se condenan es porque no creen en el nombre de su hijo y rechazan la salvación. Es característico de Juan lo que se ha llamado "escatología presente", esto es, el considerar el juicio de Dios como algo que acontece ya cuando el hombre resiste al Evangelio con su incredulidad; pues el que no cree, a sí mismo se condena y se priva de la última oportunidad de alcanzar la vida. Según esto, lo que llamamos "juicio final" no sería otra cosa que la confirmación divina de aquella sentencia a la perdición y a la muerte. Frente a las "tinieblas", que se presentan aquí como una personificación del mal, se alza la "luz" que es el mismo Hijo de Dios en persona (1, 4s). La venida de la "luz" al mundo denuncia la existencia de las "tinieblas" y, aunque el hijo de Dios no viene a juzgar a nadie, su presencia establece inevitablemente un juicio. La "luz" -y, por lo tanto, la proclamación del evangelio- cuestiona a los hombres y les obliga a decidir entre la fe y la salvación, o la incredulidad y la perdición. Muchos se deciden por la incredulidad, porque sus obras no son buenas. Se habla aquí de "hacer la verdad"; pues para Juan la verdad, lo mismo que la mentira, no son dos teorías opuestas, sino dos modos contradictorios de vivir. Los que obran perversamente se oponen a la verdad con la mentira de su vida y esconden sus malas obras huyendo de la luz. En cambio, los que hacen la verdad buscan la luz, para que se vean sus obras buenas (“Eucaristía”).
"Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo Unigénito". ¡Profundas palabras, en las que el alma debe abismarse! Dios da. Este es el hecho fundamental de nuestra fe; sobre él descansa la revelación. De Dios sólo sabemos que da; se nos da a Sí mismo. Pues Dios no tiene algo, sino que Él lo es todo. Si da, sólo puede darse a Sí mismo; y con Él se nos da ciertamente todo. En todo lo que recibimos como don de la naturaleza o regalo de la gracia se da Dios a Sí mismo. Y sólo en la medida en que lo reconocemos, poseemos lo que nos es dado. Todo lo que nos es dado puede sernos arrebatado de nuevo. Pero somos poseedores del don en tanto que reconocemos a Dios como la fuente de lo que nos da. Dios se convierte en don. Primero, dentro de su mismo Ser; pues al engendrar a su Hijo, se da a Sí mismo. Y el Hijo, al reconocer y amar a su causa generatriz, se vuelve a dar al Padre. La tercera persona divina, el Espíritu vital que sopla y fluye por doquier, el Espíritu Santo, es don entre Padre e Hijo. Pero el amor generoso de Dios sale de Sí mismo; en el Hijo se entrega al mundo. El Padre "da al Hijo" para la encarnación, la pasión y la muerte; para que su muerte borre los pecados del mundo, dejando en él lugar para Dios, que se entrega al mundo. Pero esto no basta; es preciso que los recipientes estén vacíos. Cuando Dios se da, es demasiado grande para que un hombre pueda comprenderle y poseerle. Es un don de tal categoría, que el mismo don nos concede la gracia de recibirlo. Nuestra naturaleza, aunque creada a imagen de Dios, no puede llegar a eso. Dios ha de dilatarla, elevarla. Más aún; ha de crearnos de nuevo, ha de darnos parte en su propia vida divina, en su Espíritu, para que nosotros podamos comprender y recibir lo que sobrepasa nuestra naturaleza. Con los dones divinos nos otorga la fuerza, también divina, para comprenderlos y guardarlos; la "virtus divina" que corresponde al "donum Dei". Esta fuerza para recibir y guardar los dones, es ya parte del don mismo, es un principio de la vida divina que ha de sernos dada; en una palabra, es la fe, que se nos da como comienzo de la vida divina en nosotros y cuya plenitud atrae sobre nosotros (Emiliana Löhr).
Uno de los símbolos preferidos de Juan: Cristo es la Luz, el que le sigue no anda en tinieblas. Este motivo de la luz -como también el otro, la serpiente/cruz- lo tenemos que relacionar decididamente con la celebración de la Vigilia Pascual, donde la luz va a ser uno de los gestos simbólicos fundamentales para comprender y celebrar el Misterio de la Pascua. La progresiva iluminación a partir del Cirio Pascual, y la presencia de este símbolo a lo largo de toda la cincuentena, es un modo expresivo de significar la Nueva Vida de Cristo, comunicada esa noche a los cristianos. Pero también hay que aterrizar en la otra vertiente del símbolo: no sólo Cristo es "Luz Pascual", sino que todos los cristianos somos invitados a convertirnos en "hijos de la luz". Pablo nos ha dicho que Dios nos hace nacer con Cristo en la Pascua para que nos dediquemos a las buenas obras. Un cristiano es el que no sólo está bautizado (y ya en la celebración del Bautismo juega un papel importante el simbolismo de la vela y la luz), sino que intenta vivir asociado a Cristo Resucitado, en su nuevo modo y estilo de vida. En medio de un mundo desorientado, medio en tinieblas, el cristiano -la comunidad entera- se compromete en cada Pascua a ser luz. Y las "obras de la luz" pueden ser muy bien entre nosotros, con más urgencia que nunca, el amor, la fraternidad, la verdad, la lucha contra la injusticia... (J. Aldazábal).
Todavía no hace mucho tiempo que leíamos en los catecismos -y lo aprendíamos- que los enemigos del alma son tres: mundo, demonio y carne. Nada cabría objetar a tan feliz simplificación de algo tan terriblemente complejo como es el pecado del mundo. Pero ocurre que, en ocasiones, las simplificaciones van desplazando progresivamente a lo simplificado y se viene a caer en tergiversaciones y equívocos. Así parece haber ocurrido. Con la fórmula antedicha llegamos a reducir la carne al sexo. Del demonio hemos creado un personajillo, muy malo, eso sí, pero ridículo. Y en cuanto al mundo, casi siempre lo reducimos al mundo de los espectáculos y frivolidades, o a un mundo tan maravilloso que "podría distraernos" de nuestro ser cristianos. De ahí ha surgido, sin duda alguna, esa actitud de miedo secular por parte de los creyentes, que les empuja a huir del mundo o a protegerse contra el mundo. Por eso resulta sorprendente releer en el Evangelio que Dios ama al mundo hasta el punto de haberle entregado su propio Hijo. Es cierto que, al decir esto, el Evangelio se refiere al mundo humano. Pero, por otra parte, esto tampoco significa que se refiera sólo a los hombres, sino al mundo creado por Dios y entregados al quehacer de la razón y sentimientos humanos. O sea que, de este mundo -todo lo malo y peligroso que se quiera- se dice que es objeto del amor de Dios. Por eso mismo precisamente nos consta que también el mundo es objeto de salvación. El amor de Dios es el que cambia y transforma, el que santifica cuanto ama. Y es de suponer que sólo una actitud de acercamiento y de amor al mundo -por parte de los creyentes- podrá salvarlo del pecado. Porque los que odian y desprecian al mundo sólo pueden contribuir a su destrucción y perversión. Sin embargo, el que ama al mundo es capaz, por amor, de reconstruirlo, de purificarlo, de santificarlo. Si un día nos decidiésemos a amar de verdad al mundo (a amarlo más que para apropiárnoslo y mejor que para explotarlo) es posible que descubriésemos cómo este mundo tan malo -tan enrarecido y empecatado, tan hostil y cubierto de injusticias- empezaba a ser mejor. A ser como Dios quiere. Si Dios ama al mundo, ¿por qué nosotros no? (“Eucaristía 1988”).
Dividir a los hombres en dos grandes grupos o clases y al mundo en dos mitades, o bloques, y decir: aquí está la luz y allí las tinieblas, éstos son los buenos y aquellos los malos, es por supuesto una simplicidad, una ofuscación de la mente y del corazón, un tremendo error maniqueo. Pero es, sobre todo y en demasiadas ocasiones, una ideología para la guerra. En efecto, el esquema amigo-enemigo y el choque frontal hasta la destrucción física de una de las partes, trata de justificarse diciendo que unos son los buenos sin tacha y otros malos sin remedio.
Cristo en la Cruz es para nosotros cátedra de sabiduría, lección magistral para nuestra vida, medicina y remedio para nuestros males. Ahí, en la Cruz de Cristo, es donde entendemos qué significa el amor de Dios y qué respuesta espera de nosotros. Y también de ahí proviene la Luz, que es Cristo, que quiere iluminar nuestra existencia. En la Vigilia Pascual encenderemos la luz del Cirio Pascual que es imagen de Cristo, y nosotros mismos, con cirios más pequeños, iremos recibiendo participación de esa luz. Es todo un símbolo de lo que la Pascua quiere producir en nosotros: que reedifiquemos nuestra vida, que nos dejemos iluminar por Cristo, que renovemos nuestra Alianza, y que vivamos pascualmente, como hijos de la luz. En medio de un mundo en muchos aspectos desorientado, los cristianos reorientamos nuestra vida según la Alianza de Dios en Cristo Jesús (J. Aldazábal).
Lectura del segundo libro de las Crónicas 36,14-16. 19-23.
En aquellos días, todos los jefes de los sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades, según las costumbres abominables de los gentiles, y mancharon la Casa del Señor, que él se había construido en Jerusalén.
El Señor, Dios de sus padres, les envió desde el principio avisos por medio de sus mensajeros, porque tenía compasión de su pueblo y de su Morada. Pero ellos se burlaron de los mensajeros de Dios, despreciaron sus palabras y se mofaron de sus profetas, hasta que subió la ira del Señor contra su pueblo a tal punto que ya no hubo remedio.
Incendiaron la Casa de Dios y derribaron las murallas de Jerusalén; pegaron fuego a todos sus palacios y destruyeron todos sus objetos preciosos. Y a los que escaparon de la espada los llevaron cautivos a Babilonia, donde fueron esclavos del rey y de sus hijos hasta la llegada del reino de los persas; para que se cumpliera lo que dijo Dios por boca del Profeta Jeremías: «Hasta que el país haya pagado sus sábados, / descansará todos los días de la desolación, / hasta que se cumplan los setenta años.»
En el año primero de Ciro, rey de Persia, en cumplimiento de la Palabra del Señor, por boca de Jeremías, movió el Señor el espíritu de Ciro, rey de Persia, que mandó publicar de palabra y por escrito en todo su reino: «Así habla Ciro, rey de Persia: / El Señor, el Dios de los cielos, / me ha dado todos los reinos de la tierra. / Él me ha encargado / que le edifique una Casa en Jerusalén, en Judá. / Quien de entre vosotros pertenezca a su pueblo, / sea su Dios con él y suba!
Salmo 136,1-2.3.4.5.6: R/. Que se me pegue la lengua al paladar / si no me acuerdo de ti.
Junto a los canales de Babilonia / nos sentamos a llorar con nostalgia de Sión; / en los sauces de sus orillas / colgábamos nuestras cítaras.
Allí los que nos deportaron / nos invitaban a cantar, / nuestros opresores, a divertirlos: / «Cantadnos un cantar de Sión.»
¡Cómo cantar un cántico del Señor / en tierra extranjera! / Si me olvido de ti, Jerusalén, / que se me paralice la mano derecha.
Que se me pegue la lengua al paladar / si no me acuerdo de ti, / si no pongo a Jerusalén / en la cumbre de mis alegrías.
Lectura de la carta del Apóstol San Pablo a los Efesios 2,4-10: Hermanos: Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó: estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo -por pura gracia estáis salvados-, nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con él.
Así muestra en todos los tiempos la inmensa riqueza de su gracia, su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. Porque estáis salvados por su gracia y mediante la fe. Y no se debe a vosotros, sino que es un don de Dios; y tampoco se debe a las obras, para que nadie pueda presumir.
Somos, pues, obra suya. Dios nos ha creado en Cristo Jesús, para que nos dediquemos a las buenas obras, que él determinó practicásemos.
Lectura del santo Evangelio según San Juan 3,14-21. En aquel tiempo dijo Jesús a Nicodemo: -Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna.
Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna.
Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él.
El que cree en Él, no será condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.
Esta es la causa de la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas.
Pues todo el que obra perversamente detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios.
Comentario: 1. 2 Cro 36,14-16.19-23: También el autor de 2 R 25 narra el final del reino de Judá, pero sólo enumera los hechos históricos renunciando a cualquier interpretación teológica. El cronista nos deja este sumario teológico (36.12-16.21) en el que da su juicio sobre el final del reino del Sur. La vida y el futuro de la nación elegida -nos dirá- depende de la actitud que adopten ante el Señor. Un día, David dijo a su hijo Salomón: "Si lo buscas (al Señor), se dejará encontrar; si lo abandonas, te rechazará definitivamente" (1Cr 28,29). Y estas palabras davídicas continúan siendo válidas para el rey, para las autoridades, para cualquier miembro del pueblo. La conducta tanto del rey Sedecías (vv. 11-13) como de las autoridades y del pueblo (vv. 14-16) no ha podido ser peor. Todos los males acaecidos sobre el reino y sus habitantes (caída del reino y deportación del pueblo: vv. 17-20) son la lógica consecuencia de no haber escuchado a Dios y a sus profetas (cf. vv. 12-21). Sedecías -elevado al rango de rey por Nabucodonosor al reprimir una rebelión de Joaquín- no es malo, pero carece de personalidad. Consulta y cree al profeta Jeremías, pero no se atreve a ser consecuente por miedo a sus ministros, partidarios de Egipto. Estos le incitan a la rebelión, se niega a pagar el tributo a Babilonia y así provoca el asedio de Jerusalén del año 587 (cf. Jr 27-28). Me parece interesante que aparece siempre Egipto como signo de escapar de un Dios exigente, cuando el pueblo prefiere esa esclavitud que tiene comodidades… A Jeremías le toca vivir la última etapa de su vida. Es ya hombre curtido en la aflicción; a través del oprobio y mofa de sus paisanos, de la persecución del pérfido dictador Joaquín, el profeta ha llegado a su madurez humana y profética… muchas veces encarcelado (en orden cronológico, ver Jr 34.1-7; 37.3-16,17-21; 38,24-28; 38,1-13; 39,15-18; 38,14-23). El rey es el eterno indeciso… la clase dirigente, y el pueblo, han profanado el templo con cultos paganos. Dios es misericordioso y no les castiga, sino que les envía a los profetas para amonestarles. Su misión es inútil, ya que no les escuchan y llegan a despreciar incluso sus palabras (vv. 14-16). La última palabra de Dios no es destruir, sino edificar (cf. Jr 1). Con el destierro, el Señor intenta construir un nuevo pueblo; los vv. 22-23 (cf. Esdras 1,1-3) nos presentan un final optimista: el primer año de Ciro surge una nueva comunidad. Los que se marcharon al destierro, y no los que quedaron en Judá, constituirán el auténtico Israel, la verdadera comunidad en torno al templo de Jerusalén y que luchará con todas sus fuerzas para no caer en las atrocidades de los vv. 14-16. Este recuerdo del pasado va dirigido a la comunidad actual, para que escarmentemos en cabeza ajena (1 Co 10,1-13), para la salvación del hombre; por eso le invitan a una penitencia auténtica, a una conversión sincera (cf. 2 Cro 30,6-9), a un desechar el mal y practicar el bien (A. Gil Modrego). Evoquemos también nuestro propio exilio. No vivimos la plenitud que anhelamos. Sentimos nuestra limitación, la debilidad de nuestra condición humana, y sentimos también el pecado que hay en nosotros (muy probablemente no estamos en situación de pecado definitivo, de ruptura con Dios; pero sí sentimos la distancia entre nosotros y aquél que es Amor Total). Sentirnos así, darnos cuenta de esta realidad, es nuestro "castigo", nuestra condición exiliada. Y ahí revivimos nuestro anhelo de retorno, sentimos que sólo este anhelo nos puede dar vida. Y escuchamos el anuncio: no es un rey extranjero, es el propio Hijo de Dios quien nos llama al retorno, quien cotidianamente nos hace regresar. En la Pascua celebramos el gran momento del regreso, pero cada día lo volvemos a celebrar (J. Lligadas). Como continuando las lecturas de los últimos domingos (alianza con Noé, Abraham, Moisés y la ley), aquí se nos dice que pese a la culpa y al castigo, Dios sigue siendo fiel a sus promesas. Y lo que era consecuencia del pecado del pueblo pasa a ser purificación religiosa y causa de mayor libertad: a la vuelta del exilio, tras la intervención de Ciro, los judíos se dedicarán a una restauración del sentido religioso de su vocación como pueblo de Dios (ver los libros de Esdras y Nehemías). No hay mal que por bien no venga…
La actualización de esta lección de la historia de Israel puede tomar un doble sentido. Primero: el nuevo pueblo de Dios, que es la Iglesia, está continuamente expuesto a apartarse del amor y de la alianza de Dios a través de las múltiples infidelidades individuales y colectivas que cometemos los cristianos. Hay que reconocer este hecho con sinceridad y realismo. Pero, al mismo tiempo, hay que tener una visión esperanzada y optimista, porque estamos seguros de que la fidelidad de Dios es más fuerte que nuestras faltas, y que su amor supera todos nuestros egoísmos. Segundo: la purificación religiosa del pueblo de Israel tuvo lugar debido a unos acontecimientos políticos producidos por ingerencias extranjeras y no causados por una especie de evolución interior y pacífica. De un modo parecido, la Iglesia normalmente es purificada por medio de acontecimientos que no siempre han sido planificados o controlados por ella, sino que provienen del exterior, a veces con toda la potencia adversa del odio y la persecución. La comunidad cristiana debe vivir atenta a los acontecimientos del "mundo", tanto si a primera vista le parecen favorables como si le parecen adversos, sabiendo que sólo de este contacto real con la historia -y no a través de un "splendid isolement"- vendrá la purificación necesaria para la salvación. Vistas desde este ángulo, las llamadas "crisis" actuales de la Iglesia son absolutamente necesarias para su crecimiento (J. Llopis).
v. 14: Cf. Jr 7., en donde encontramos la famosa diatriba de Jeremías contra los sacerdotes y los poderosos (año 608 a.C.) que expolian a los pobres y confían vanamente en el Templo, al que han convertido en un refugio de bandoleros. El Templo santificado por la presencia de Yahvé (1 Rom. 8, 10 s.) podía parecer indestructible, y el fracaso de Senaquerib (año 701) frente a las murallas de Jerusalén había puesto en claro la protección de Yahvé dispensada a la Ciudad Santa (II Rom. 19, 32-34). De ahí que se presumiera una seguridad falsa, olvidándose de que la única seguridad de Judá sólo podía estar en cumplir los mandatos del Señor. Las palabras de Jeremías provocaron un alboroto en el pueblo, que trató de asesinarlo por amenazar al Templo (cf. cap. 26). Sin embargo, pocos años después el Templo fue destruido y los habitantes de Jerusalén deportados a Babilonia. En este pasaje se ve hasta dónde había llegado la corrupción moral y religiosa y qué profunda era la obcecación de Judá ante las advertencias de los profetas. Yahvé obligó a caminar hacia el destierro a un pueblo que no quiso andar por los caminos de la Ley.
v. 16: Alusión a Jr 27. 7, en donde se dice que la cautividad duraría todo el tiempo del reinado de Nabucodonosor, de su hijo y de su nieto, es decir, mientras dure su dinastía y Babilonia fuera dominada por "pueblos fuertes y grandes reyes". Asimismo se alude a Jr 51. 44-50, en donde ya se anuncia la liberación de los cautivos. Ciro, rey de los persas, conquistó Babilonia el año 539 antes de Cristo.
v. 21: Entre las transgresiones de la Ley por las que fueron castigados los judíos está la profanación del descanso sabático.
Por eso la tierra descansaría después necesariamente y no podrían cultivarla durante setenta años, cumpliéndose lo que había anunciado Jeremías (25. 11) y la pena establecida en estos casos por el Levítico (26. 34 ss.; “Eucaristía 1970”).
2. Salmo 136: lamentaciones de la supresión de Jerusalén, canto que complementa la primera lectura. Juan Casiano, para explicar los sentidos de las Escrituras, ponía el ejemplo de Jerusalén: en sentido histórico o literal es aquella ciudad de Judea, en sentido espiritual es la Iglesia de la tierra; en sentido anagógico (escatológico) es la gloriosa ciudad celestial (Ap 21); en sentido moral e individual es el alma, y entonces las torres y almenas son las virtudes, y los ejércitos asaltantes son las tentaciones o pecados. En los cuatro sentidos, este salmo canta la nostalgia de Jerusalén, la tristeza por ella, el amor y fidelidad a ella, y a la vez la certeza de que -aunque parezca derruida- tiene un futuro espléndido, mientras Babilonia, pese a su momentáneo esplendor, ha de desaparecer del todo. El cristiano se sabe desterrado "mientras peregrina lejos del Señor" (2 Co 5,6). Todos los santos, sin perder el gozo espiritual y la paz profunda, han experimentado el anhelo de la santidad no alcanzada y el ardiente deseo del cielo. Tristeza y alegría son en el cristiano, a menudo, inversas de las del mundo. Hay una «tristeza según Dios» (2 Co 7,10). Los judíos que lloran y rezan junto al Muro de las Lamentaciones son un emocionante ejemplo actual de la fidelidad que respira este salmo. Los judíos eran de una Jerusalén que en unas épocas era espléndida y en otras estaba destruida. Nosotros somos de una Jerusalén que, según como se mire, es maravillosa, pero según cómo nos parece desastrosa. Tiene la belleza y la santidad que ha puesto en ella Jesucristo al purificarla con su sangre, y la miseria y el barro que le echamos nosotros con nuestros pecados. Pero tenemos la certeza de que al fin prevalecerá la santidad. En la liturgia, y particularmente en la Eucaristía, pregustamos este término escatológico: ...et futurae gloriae nobis pignus datur (antífona O sacrum convivium, del oficio de Corpus). Jerusalén es la Iglesia universal, pero también es la particular o local: diócesis, parroquia, comunidad religiosa, grupo apostólico. Hay que cantar el salmo 121 y el 136. Si sólo cantáramos el 121, seríamos triunfalistas; si sólo cantáramos el 136, seríamos derrotistas. Junto a los canales de Babilonia nos sentamos para reflexionar sobre los males que aquejan a la Iglesia, o a nuestra comunidad. En los sauces de sus orillas dejamos colgados el optimismo ingenuo y el vano triunfalismo, y la hemos mirado con realismo. Los ciudadanos de Babilonia querían que participáramos de su alegría superficial y que les dedicáramos los cantos que sólo pueden decirse de Jerusalén. Pero no se pueden confundir las dos ciudades y nuestra distinta relación con cada una de ellas: aunque estemos en Babilonia, nosotros somos de Jerusalén. Babilonia nos tienta con sus muros, sus jardines, sus palacios, su riqueza y sus placeres. Contrasta con las ruinas de Jerusalén. Pero hemos de anteponer los dolores de Jerusalén a los gozos de Babilonia. Porque estas dos ciudades, más que dos lugares geográficos, son dos estilos de vida o sistemas de valores: el del mundo y el del evangelio. Si yo me olvido de Jerusalén y del evangelio, que se me pegue la lengua al paladar y se me paralice la diestra, hasta que me dé cuenta de cuán equivocado es mi camino. Las ruinas de Jerusalén me han de ser más preciosas que todo el esplendor de Babilonia (Hilari Raguer).
Un poema de “Nostalgia de Cristo” actualiza el canto: Junto a los canales de Babilonia, / junto a las riberas del Sena / y las playas del Mediterráneo, / por las avenidas de New York, / entre escaparates y rascacielos, / en los bares y museos, / cines y salas de fiesta, / máquinas de ganancia y diversión, / sentíamos ganas de llorar. // La gente nos miraba estupefacta / y no entendía el por qué de nuestras lágrimas. / Era gente superficial, sin fe, / que se mueve a los dictados del consumo. // La gente nos exigía / que hiciéramos como ella: / que hay que vivir la vida y disfrutarla, / que las rosas sólo duran un momento / y los sentidos deben ser acariciados. // Festejad a la vida que explosiona, / nos decían, con nosotros; / cantad al amor que embriaga los sentidos; / cambiad vuestros tristes cantos gregorianos / por ritmos alegres y desenfadados; / que ya pasaron los dioses inhumanos, / y somos enteramente libres. // Pero ¿qué sabrá esa gente / lo que es alegría y libertad? / Son esclavos e infelices, / siempre insatisfechos, / vendidos a la droga de cada día. // ¿Y qué sabrán de amor? / Confunden el amor con el deseo, / reducen el amor a las alcobas. // Nosotros cantaremos, sí, el amor y libertad; / nuestra alegría será un manantial inagotable, / desde Cristo. // Que se paralice mi cerebro, / si yo me olvido de Cristo. / Que se me pare el corazón, / si no amo al ritmo de Cristo. / Que todas mis alegrías se vuelvan penas, / si no brotan del Espíritu de Cristo. / Que me convierta en esclavo, / si no soy libre para servir como Cristo. // Y a los ídolos del consumo, / voraces, venales e insaciables, / los desenmascaramos y los mostraremos / como son ante la faz del mundo: / vacíos, sin entrañas (Caritas).
El salmo 136 es uno de los más bellos poemas de la literatura universal: quizá jamás el amor apasionado por la patria haya sido cantado con acentos de tanta nostalgia y tanta violencia. Lo confesamos abiertamente: este salmo nos desconcierta, hasta tal punto que quisiéramos suavizarlo y conservar tan sólo las cuatro primeras estrofas. El deseo salvaje de represalia que alientan las dos últimas estrofas es a menudo puesto entre paréntesis, cuando se canta este salmo en público: es difícil "orar" con estas dos últimas estrofas... Por esto, para no impresionar, se suprime. Se reconoce en ellas la ley del Talión: "ojo por ojo, diente por diente" (Gn 4,23-Ex 21,23-25-Lev 24,18-21). Este salmo es una forma de súplica, utilizada probablemente cada año, el día del "duelo nacional" que Israel celebraba con ocasión del aniversario de la destrucción de Jerusalén por los ejércitos de Nabucodonosor, en el 587. El profeta Jeremías, que vivió en carne propia el sitio de 18 meses, lo describe en todo su horror, fechando minuciosamente el comienzo y el fin del drama (Jr 39,1-10). La catástrofe nacional estaba presente en todas las mentes cuando se cantaba este salmo: el Templo incendiado a la par que los palacios reales y las casas de las ciudades... Destrucción sistemática, a golpe de pico, de todas las murallas (como se puede ver hoy en los bajos relieves caldeos en el museo de Louvre)... "El rey de Babilonia hizo degollar a los hijos de Sedecías en presencia de éste y luego les arrancó los ojos..." (Jer 39,6-7)... Finalmente, deportación masiva de toda la población... Un exilio que duró más de 50 años y durante el cual Jerusalén fue tan sólo un montón de ruinas. Estos son los hechos que dieron origen a este salmo candente y violento. La plegaria anual de Israel era una súplica para que esto no se reprodujera "jamás". Y en este contexto, se pedía a Dios se "acordara del día de la destrucción de Jerusalén". "Acuérdate, Señor". Según la psicología religiosa de la época, se trata de una real execración cultual, destinada a lanzar una maldición contra Babilonia, para que nunca más en el futuro volviera a profanar el Templo de Dios. No olvidemos, por otra parte, que el odio que se expresa en este salmo es el anverso de un amor apasionado: en cada estrofa se repite amorosamente la palabra "Sión" o "Jerusalén". El meollo positivo de este salmo, es en el fondo, una fantástica y enérgica protesta de fidelidad: "¡Si te olvido, Jerusalén, que la maldición caiga sobre mí!". Antes de extirpar el "mal" de los otros, se pide que primero lo sea del propio corazón .
¿Podemos imaginar que Jesús recitara este salmo? Sin duda alguna, pero lo hacía a su manera. Y ésta es, para nosotros hoy día, la única forma de recitarlo con Él. ¡Jamás pactar con el mal! Jesús profirió palabras violentas para recordarnos la fidelidad a toda prueba: "A cualquiera que haga caer en pecado uno de estos pequeños que creen en Mí, más le valiera que lo hundieran en lo profundo del mar con una gran piedra de molino atada al cuello" (Mt 18,6). "Si tu mano o tu pie te inducen al pecado, córtalos y arrójalos lejos de ti" (18,8). Perdonar a aquellos que nos hacen el mal. Jesús mismo pidió estas dos cosas, que no son contradictorias... Aunque difíciles de vivir al mismo tiempo. "Yo os digo: amad a vuestros enemigos, orad por los que os persiguen... (Mt 5,44). "Si no perdonáis, vuestro Padre tampoco perdonará vuestros pecados..." (Mateo 6,14). Amar nuestra ciudad, nuestro país, pero sobre todo la "fidelidad de Dios". Jesús lloró cuando previó la segunda destrucción de Jerusalén por su rechazo a la visita de Dios: "Cuando llegó cerca de la ciudad y la vio, Jesús lloró por ella diciendo: ¡Si tú supieras! Vendrán días en que tus enemigos te arrasarán y no dejarán de ti piedra sobre piedra porque no reconociste el día en que Dios vino a visitarte" (Lc 41,44). Ser fiel sin compromiso. Un día pidieron también a Jesús que "entonara un cántico de Sión". Estaba "encadenado", prisionero. Hubiera podido, a lo mejor, congraciarse con Herodes, "haciendo algún milagro", tal como éste le pedía (Lc 23,8-9). Jesús se resistió a este juego de Herodes. "No hay que echar las perlas a los puercos", había dicho un día (Mt 7,6).
Querer apasionadamente la destrucción del mal. So pretexto de tolerancia, nos quedamos mudos. Babel, el nombre peyorativo de Babilonia, es la "anti-ciudad", la "anti-paz", símbolo de violencia, de dominación y de opresión injusta por la fuerza... En tanto que Sión, el nombre amoroso de Jerusalén, es "la ciudad-tipo", el lugar de la paz, el símbolo de la comunión entre los hombres... En nuestro mundo actual, existen "Babilonias" de impiedad contra Dios y de injusticia contra los hombres: este salmo nos alienta a orar y actuar para que el mal sea extirpado de la humanidad y ante todo de nuestro propio corazón. Jamás olvidarse de "Jerusalén". San Juan nos ha revelado que la verdadera Jerusalén es "la de arriba". Jamás debe olvidar el cristiano que vive como un desterrado y que su verdadera patria es el cielo. Satanás querría que cantáramos las canciones de la alegría mundana. Y los compromisos con el ambiente pagano son siempre actuales: hacer como todo el mundo... Adaptarse por inercia a la opinión circundante... Adoptar la mentalidad pagana del medio... Olvidar a Dios... Perder la fe... ¡Tentaciones permanentes y muy actuales! No, no me instalaré en el exilio. La mayor tentación de los judíos deportados, fue la de plegarse al paganismo babilónico e instalarse en el exilio. La gran tentación del hombre es instalarse aquí abajo (N. Quesson).
Así lo recordaba Juan Pablo II: “El texto evoca la tragedia vivida por el pueblo judío durante la destrucción de Jerusalén, que tuvo lugar en el año 586 a. C., y el sucesivo exilio en Babilonia. Nos encontramos ante un canto nacional de dolor, caracterizado por una seca nostalgia de lo que se perdió. Esta sentida invocación al Señor para que libere a sus fieles de la esclavitud de Babilonia expresa también sentimientos de esperanza y de espera en la salvación con los que hemos comenzado el camino del Adviento. La primera parte del Salmo (1-4) tiene como telón de fondo la tierra del exilio, con sus ríos y canales, que regaban la llanura de Babilonia, sede de los judíos deportados. Es como una anticipación simbólica de los campos de exterminio en los que el pueblo judío -en el siglo que acabamos de concluir- fue conducido hacia una operación infame de muerte, que ha quedado como una vergüenza indeleble en la historia de la humanidad. La segunda parte del Salmo (5-6) está llena del recuerdo amoroso de Sión, la ciudad perdida, pero que sigue estando viva en el corazón de los deportados. En las palabras del salmista quedan involucrados la mano, la lengua, el paladar, la voz, las lágrimas. La mano es indispensable para quien toca la cítara: pero ha quedado paralizada (5) por el dolor, porque además las cítaras han sido colgadas en los sauces. El cantor necesita la lengua, pero ahora se encuentra pegada al paladar (6). Los cantares de Sión son cánticos del Señor (3-4), no son canciones folklóricas y de espectáculo. Sólo en la liturgia y en la libertad de un pueblo pueden subir al cielo.
Dios, que es el último árbitro de la historia, sabrá comprender y acoger, según su justicia, el grito de las víctimas, más allá de los tonos ásperos que a veces adquiere. Queremos encomendar a san Agustín una ulterior meditación sobre nuestro salmo. “Si somos ciudadanos de Jerusalén… y tenemos que vivir en esta tierra, en la confusión del mundo presente, en la Babilonia presente, donde no vivimos como ciudadanos sino que somos prisioneros, es necesario que lo que dice el Salmo no sólo lo cantemos, sino que lo vivamos: esto se hace con una aspiración profunda del corazón, deseoso plena y religiosamente de la ciudad eterna”. Y haciendo referencia a la «ciudad terrestre llamada Babilonia» añade: en ella «hay personas que, movidas por el amor a ella, se las ingenian para garantizar la paz -paz temporal-, sin nutrir otra esperanza en el corazón que la alegría de trabajar por la paz. Y nosotros les vemos hacer todo esfuerzo para ser útiles a la sociedad terrena. Ahora bien, si se comprometen con conciencia pura en estas tareas, Dios no permitirá que perezcan con Babilonia, al haberles predestinado a ser ciudadanos de Jerusalén: a condición, sin embargo, de que viviendo en Babilonia, no busquen la soberbia, los fastos caducos y la arrogancia... Él ve su servicio y les mostrará la otra ciudad, hacia la que tienen que suspirar verdaderamente y orientar todo esfuerzo». Pidamos al Señor que en todos nosotros despierte este deseo, esta apertura hacia Dios, y que también los que no conocen a Cristo puedan quedar tocados por su amor, de manera que todos juntos peregrinemos hacia la Ciudad definitiva y la luz de esta Ciudad pueda brillar también en nuestro tiempo y en nuestro mundo.
3. Ef 2, 4-10: El autor de la carta expone el cambio operado en el hombre al pasar a la fe. Dios, rico en misericordia, nos ha hecho vivir con Cristo y nos ha salvado por pura gracia; nos dice que incluso nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con él. Pero entenderíamos mal estas palabras si, desconociendo todo lo que en ellas hay aún de promesa, respondiéramos con una fe triunfalista. Así lo entendieron, por ejemplo, los corintios, y San Pablo los reprende severamente y con cierta gracia: "¡Ya estáis hartos! ¡Ya sois ricos! ¡Os habéis hecho reyes sin nosotros!" (I Cor. 4, 8). Los corintios se comportan como si ya estuvieran en el Reino de Dios, por eso sigue San Pablo: "¡Y ojalá reinaseis, para que también nosotros (los apóstoles) reináramos con vosotros!". Los corintios se habían constituido ya en reyes, pero sin los apóstoles, lo cual es imposible. Por eso, San Pablo trata de hacerles volver los ojos a la realidad cristiana y ésta no es otra que la cruz. El necio entusiasmo de los corintios no puede ser auténtico, su triunfalismo exaltado no encaja bien con los sufrimientos que todavía soporta, en su propia carne, el Apóstol. Así pues, las palabras que hoy hemos escuchado de San Pablo no podemos interpretarlas en este sentido triunfalista. "Dios ya nos ha sentado en el cielo con Cristo", pero todo esto por gracia y mediante la fe; es decir, en la medida en que no la convirtamos en una especie de propiedad privada para descansar acá en la tierra, sino en la medida en que al caminar vayamos realizando esta salvación que graciosamente hemos recibido. Porque sólo el que realiza la verdad se acerca a la luz. Hemos sido salvados en Cristo. Él es uno de nosotros. Más aún: es Él nuestra cabeza, a Él estamos unidos por la fe, por la esperanza y por la caridad, y si Dios corona nuestra Cabeza, todos en Él hemos sido coronados. Figuraos que un pueblo recibe la noticia de una victoria decisiva sobre sus enemigos. El pueblo ya ha sido salvado, pero la guerra todavía sigue y a veces puede resultar muy peligroso, aunque ya se haya decidido la victoria. Algo así ocurre en nuestro caso. Con la muerte de Cristo, el Hijo de Dios, todos hemos sido ya salvados, pero sería prematuro el cruzarnos de brazos para celebrar la victoria (“Eucaristía 1970”).
Así comentaba S. Agustín: “Hermanos, si queréis eructar gracia, bebed gracia. ¿Qué significa «bebed gracia»? Conoced la gracia, comprendedla. Antes de existir, nosotros no existíamos en absoluto; con todo, fuimos hechos hombres, siendo así que antes no éramos nada. Después, hechos hombres del vástago de aquel pecador, éramos malvados y, por naturaleza, hijos de la ira como todos los demás (Ef 2,3). Centremos, pues, nuestra atención en la gracia de Dios, no sólo en aquella por la que nos hizo, sino también en la otra por la que nos rehizo. Al mismo a quien debemos el ser debemos también el ser justos. Nadie atribuya a Dios su ser, y a sí mismo el ser justo, pues es mejor lo que pretendes atribuirte a ti mismo que lo que atribuyes a Dios. Eres mejor en cuanto eres justo que en cuanto eres hombre. Por tanto, es inferior lo que atribuyes a Dios que lo que te atribuyes a ti. Atribúyele a él todo y alábale en todo; no te apartes de la mano del artífice. ¿Quién hizo que existieses? ¿No está escrito que Dios tomó limo de la tierra y formó al hombre? Antes de ser hombre eras barro, y antes de ser barro no eras nada. Pero no des gracias a tu artífice únicamente por esta hechura; considera otra obra suya por la que te hizo: No por las obras -dice el apóstol- para que nadie se engría. El que eso dijo, ¿qué más había recordado antes? Por gracia habéis sido salvados, mediante la fe; y esto no es obra vuestra. Son palabras del Apóstol, no mías: Por gracia habéis sido salvados, mediante la fe; y esto -el ser salvados mediante la fe- no es obra vuestra. Ya había dicho por gracia y, por tanto, no es obra vuestra; mas, para que nadie lo interpretase de modo distinto, se dignó exponerlo más claramente. Preséntame un buen entendedor; para él lo ha dicho todo: Por gracia habéis sido salvados. Al oír la palabra gracia, has de entender gratuitamente. Luego, si se trata de algo gratuito, tú nada aportaste, nada mereciste, porque si se dio algo en virtud de los méritos, es recompensa, no gracia. Dice: Por gracia habéis sido salvados mediante la fe. Explícanos esto más claramente en consideración a los soberbios, a los que se agradan a sí, a los que ignoran la justicia de Dios y pretenden establecer la propia. Escucha lo mismo con mayor claridad. Y esto, es decir, que por gracia habéis sido salvados, no es obra vuestra sino don de Dios. Pero quizá hicimos nosotros algo para merecer los dones de Dios. Dice: No por las obras, para que nadie se engría. Entonces ¿qué? ¿No somos nosotros quienes obramos el bien? Es cierto que lo obramos. Pero ¿cómo? Con la fuerza de aquel que obra en nosotros, puesto que por la fe damos cabida en nuestro corazón a quien obra en nosotros y por nosotros el bien. Escucha de dónde te viene el obrar el bien: Somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para las obras buenas a fin de que caminemos en ellas (Ef 2,10). Ésta es la abundante suavidad que deriva del hecho de que Él se acuerde de nosotros. Eructando esta suavidad, sus predicadores exultarán por su justicia, no por la propia. ¿Qué hiciste con nosotros, Señor, a quien alabamos, para que existamos, te alabemos, exultemos en tu justicia y eructemos el recuerdo de tu abundante suavidad? Digámoslo y el decirlo sea nuestra alabanza”.
4. Jn 3,14-21 (tb. en la Solemnidad de la S. Trinidad, ciclo A: Jn 3, 16-18): El domingo pasado decíamos que Juan entendía la expulsión de vendedores y cambistas como eliminación-sustitución del Templo por Jesús. En el texto de hoy el autor profundiza en el significado de este Jesús que sustituye al Templo. Lo hace sirviéndose de un diálogo entre el propio Jesús y Nicodemo, autoridad religiosa. El diálogo de hoy presupone el texto de Nm 21,9: "Moisés hizo una serpiente de bronce y la colocó en un estandarte". Fue una medida salvadora. "Cuando una serpiente mordía a uno, éste miraba a la serpiente de bronce y quedaba curado". El correlativo de la serpiente de bronce en el estandarte es Jesús en la cruz (por eso se lee este Evangelio en la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz); el correlativo de mirar es creer. Jesús tiene que ser levantado en alto. ¡Honda y misteriosa necesidad! Para que al levantar la vista hacia esa altura quedemos salvados. El autor habla en perspectiva de presente. Vida eterna no significa lo que nosotros solemos llamar vida después de la muerte. En la expresión de Juan, eterno no se contrapone a temporal. Vida eterna es sinónimo de calidad de vida; eterno designa plenitud, totalidad. Vida eterna es la vida propia de una existencia feliz, de un tiempo y un mundo nuevo. Jesús levantado en alto hace posible este tipo de existencia para todo el que levanta sus ojos hacia él, para todo el que cree en él. El designio del Padre, continúa Juan, su voluntad es que tengamos una existencia así. Parece un sueño. Sólo con pensarlo un indescriptible relajamiento se apodera de uno. Jesús levantado en alto acaba con toda situación y sensación de existencia echada a perder. Existencia echada a perder es lo contrario de vida eterna.
Mirar a la serpiente levantada en alto suponía la curación. Lo contrario es igualmente válido: dejar de mirar a la serpiente suponía no curarse. Es decir, excluirse uno a sí mismo de ser curado. Esto es exactamente lo que dice Juan cuando escribe que los hombres han preferido la tiniebla a la luz. Lo cual significa que el hombre es el único responsable de su destino y que Dios no es ni su contrincante ni su juez. Dios es sencillamente un padre, cuyo hijo único ha sido levantado en lo alto de una cruz. Pero para fortuna nuestra, al mirar a este hijo quedamos salvados (A. Benito).
El mejor comentario a este texto lo hace Juan en su primera carta (4, 9s). Se contrapone aquí "perdición" (o muerte) y "vida", lo mismo que en el versillo siguiente "condenación" (o juicio) y "salvación". El hombre sólo puede escapar de la perdición y de la condena, si, creyendo en Jesucristo, recibe la vida y la salvación. Dios envía a su hijo para salvar al mundo y no para condenarlo, Dios quiere la salvación de todos los hombres, y Jesús es, como afirma la Samaritana, el "salvador del mundo" (4, 42). Frente a cualquier dualismo de buenos y malos, Dios ofrece a todos la salvación y no sólo a una minoría privilegiada. El nombre del Hijo único de Dios es "Jesús", que significa "Dios salva". Creer en el "nombre", es creer en la misión salvadora de Jesús. Dios quiere la salvación de todos; si, no obstante, algunos se condenan es porque no creen en el nombre de su hijo y rechazan la salvación. Es característico de Juan lo que se ha llamado "escatología presente", esto es, el considerar el juicio de Dios como algo que acontece ya cuando el hombre resiste al Evangelio con su incredulidad; pues el que no cree, a sí mismo se condena y se priva de la última oportunidad de alcanzar la vida. Según esto, lo que llamamos "juicio final" no sería otra cosa que la confirmación divina de aquella sentencia a la perdición y a la muerte. Frente a las "tinieblas", que se presentan aquí como una personificación del mal, se alza la "luz" que es el mismo Hijo de Dios en persona (1, 4s). La venida de la "luz" al mundo denuncia la existencia de las "tinieblas" y, aunque el hijo de Dios no viene a juzgar a nadie, su presencia establece inevitablemente un juicio. La "luz" -y, por lo tanto, la proclamación del evangelio- cuestiona a los hombres y les obliga a decidir entre la fe y la salvación, o la incredulidad y la perdición. Muchos se deciden por la incredulidad, porque sus obras no son buenas. Se habla aquí de "hacer la verdad"; pues para Juan la verdad, lo mismo que la mentira, no son dos teorías opuestas, sino dos modos contradictorios de vivir. Los que obran perversamente se oponen a la verdad con la mentira de su vida y esconden sus malas obras huyendo de la luz. En cambio, los que hacen la verdad buscan la luz, para que se vean sus obras buenas (“Eucaristía”).
"Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo Unigénito". ¡Profundas palabras, en las que el alma debe abismarse! Dios da. Este es el hecho fundamental de nuestra fe; sobre él descansa la revelación. De Dios sólo sabemos que da; se nos da a Sí mismo. Pues Dios no tiene algo, sino que Él lo es todo. Si da, sólo puede darse a Sí mismo; y con Él se nos da ciertamente todo. En todo lo que recibimos como don de la naturaleza o regalo de la gracia se da Dios a Sí mismo. Y sólo en la medida en que lo reconocemos, poseemos lo que nos es dado. Todo lo que nos es dado puede sernos arrebatado de nuevo. Pero somos poseedores del don en tanto que reconocemos a Dios como la fuente de lo que nos da. Dios se convierte en don. Primero, dentro de su mismo Ser; pues al engendrar a su Hijo, se da a Sí mismo. Y el Hijo, al reconocer y amar a su causa generatriz, se vuelve a dar al Padre. La tercera persona divina, el Espíritu vital que sopla y fluye por doquier, el Espíritu Santo, es don entre Padre e Hijo. Pero el amor generoso de Dios sale de Sí mismo; en el Hijo se entrega al mundo. El Padre "da al Hijo" para la encarnación, la pasión y la muerte; para que su muerte borre los pecados del mundo, dejando en él lugar para Dios, que se entrega al mundo. Pero esto no basta; es preciso que los recipientes estén vacíos. Cuando Dios se da, es demasiado grande para que un hombre pueda comprenderle y poseerle. Es un don de tal categoría, que el mismo don nos concede la gracia de recibirlo. Nuestra naturaleza, aunque creada a imagen de Dios, no puede llegar a eso. Dios ha de dilatarla, elevarla. Más aún; ha de crearnos de nuevo, ha de darnos parte en su propia vida divina, en su Espíritu, para que nosotros podamos comprender y recibir lo que sobrepasa nuestra naturaleza. Con los dones divinos nos otorga la fuerza, también divina, para comprenderlos y guardarlos; la "virtus divina" que corresponde al "donum Dei". Esta fuerza para recibir y guardar los dones, es ya parte del don mismo, es un principio de la vida divina que ha de sernos dada; en una palabra, es la fe, que se nos da como comienzo de la vida divina en nosotros y cuya plenitud atrae sobre nosotros (Emiliana Löhr).
Uno de los símbolos preferidos de Juan: Cristo es la Luz, el que le sigue no anda en tinieblas. Este motivo de la luz -como también el otro, la serpiente/cruz- lo tenemos que relacionar decididamente con la celebración de la Vigilia Pascual, donde la luz va a ser uno de los gestos simbólicos fundamentales para comprender y celebrar el Misterio de la Pascua. La progresiva iluminación a partir del Cirio Pascual, y la presencia de este símbolo a lo largo de toda la cincuentena, es un modo expresivo de significar la Nueva Vida de Cristo, comunicada esa noche a los cristianos. Pero también hay que aterrizar en la otra vertiente del símbolo: no sólo Cristo es "Luz Pascual", sino que todos los cristianos somos invitados a convertirnos en "hijos de la luz". Pablo nos ha dicho que Dios nos hace nacer con Cristo en la Pascua para que nos dediquemos a las buenas obras. Un cristiano es el que no sólo está bautizado (y ya en la celebración del Bautismo juega un papel importante el simbolismo de la vela y la luz), sino que intenta vivir asociado a Cristo Resucitado, en su nuevo modo y estilo de vida. En medio de un mundo desorientado, medio en tinieblas, el cristiano -la comunidad entera- se compromete en cada Pascua a ser luz. Y las "obras de la luz" pueden ser muy bien entre nosotros, con más urgencia que nunca, el amor, la fraternidad, la verdad, la lucha contra la injusticia... (J. Aldazábal).
Todavía no hace mucho tiempo que leíamos en los catecismos -y lo aprendíamos- que los enemigos del alma son tres: mundo, demonio y carne. Nada cabría objetar a tan feliz simplificación de algo tan terriblemente complejo como es el pecado del mundo. Pero ocurre que, en ocasiones, las simplificaciones van desplazando progresivamente a lo simplificado y se viene a caer en tergiversaciones y equívocos. Así parece haber ocurrido. Con la fórmula antedicha llegamos a reducir la carne al sexo. Del demonio hemos creado un personajillo, muy malo, eso sí, pero ridículo. Y en cuanto al mundo, casi siempre lo reducimos al mundo de los espectáculos y frivolidades, o a un mundo tan maravilloso que "podría distraernos" de nuestro ser cristianos. De ahí ha surgido, sin duda alguna, esa actitud de miedo secular por parte de los creyentes, que les empuja a huir del mundo o a protegerse contra el mundo. Por eso resulta sorprendente releer en el Evangelio que Dios ama al mundo hasta el punto de haberle entregado su propio Hijo. Es cierto que, al decir esto, el Evangelio se refiere al mundo humano. Pero, por otra parte, esto tampoco significa que se refiera sólo a los hombres, sino al mundo creado por Dios y entregados al quehacer de la razón y sentimientos humanos. O sea que, de este mundo -todo lo malo y peligroso que se quiera- se dice que es objeto del amor de Dios. Por eso mismo precisamente nos consta que también el mundo es objeto de salvación. El amor de Dios es el que cambia y transforma, el que santifica cuanto ama. Y es de suponer que sólo una actitud de acercamiento y de amor al mundo -por parte de los creyentes- podrá salvarlo del pecado. Porque los que odian y desprecian al mundo sólo pueden contribuir a su destrucción y perversión. Sin embargo, el que ama al mundo es capaz, por amor, de reconstruirlo, de purificarlo, de santificarlo. Si un día nos decidiésemos a amar de verdad al mundo (a amarlo más que para apropiárnoslo y mejor que para explotarlo) es posible que descubriésemos cómo este mundo tan malo -tan enrarecido y empecatado, tan hostil y cubierto de injusticias- empezaba a ser mejor. A ser como Dios quiere. Si Dios ama al mundo, ¿por qué nosotros no? (“Eucaristía 1988”).
Dividir a los hombres en dos grandes grupos o clases y al mundo en dos mitades, o bloques, y decir: aquí está la luz y allí las tinieblas, éstos son los buenos y aquellos los malos, es por supuesto una simplicidad, una ofuscación de la mente y del corazón, un tremendo error maniqueo. Pero es, sobre todo y en demasiadas ocasiones, una ideología para la guerra. En efecto, el esquema amigo-enemigo y el choque frontal hasta la destrucción física de una de las partes, trata de justificarse diciendo que unos son los buenos sin tacha y otros malos sin remedio.
Cristo en la Cruz es para nosotros cátedra de sabiduría, lección magistral para nuestra vida, medicina y remedio para nuestros males. Ahí, en la Cruz de Cristo, es donde entendemos qué significa el amor de Dios y qué respuesta espera de nosotros. Y también de ahí proviene la Luz, que es Cristo, que quiere iluminar nuestra existencia. En la Vigilia Pascual encenderemos la luz del Cirio Pascual que es imagen de Cristo, y nosotros mismos, con cirios más pequeños, iremos recibiendo participación de esa luz. Es todo un símbolo de lo que la Pascua quiere producir en nosotros: que reedifiquemos nuestra vida, que nos dejemos iluminar por Cristo, que renovemos nuestra Alianza, y que vivamos pascualmente, como hijos de la luz. En medio de un mundo en muchos aspectos desorientado, los cristianos reorientamos nuestra vida según la Alianza de Dios en Cristo Jesús (J. Aldazábal).
Etiquetas:
El nuevo arbol de la vida
sábado, 17 de marzo de 2012
Cuaresma 3, sábado: la misericordia divina se vuelca en nuestro corazón, cuando nos dejamos querer por Dios y llenar de su misericordia
Cuaresma 3, sábado: la misericordia divina se vuelca en nuestro corazón, cuando nos dejamos querer por Dios y llenar de su misericordia
Profeta Oseas 6, 1-6: “Esto dice el Señor a su pueblo, previendo cómo acudirá a Él en su aflicción: madrugarán para buscarme, y se dirán: ¡Ea, volvamos al Señor! Él nos desgarró, él nos curará; él nos hirió, él nos vendará. En dos días nos sanará, el tercero nos resucitará y viviremos delante de Él. Esforcémonos por conocer al Señor: su amanecer es como la aurora, y su sentencia surge como la luz…
Esto dice el Señor: Yo os herí por medio de profetas, y si os condené fue por las palabras de mi boca; y lo hice porque quiero misericordia y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos”
Salmo responsorial 50, 3-4.18-19.20-21ab: Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado… / Los sacrificios no te satisfacen; si te ofreciera un holocausto no lo querrías. / Mi sacrificio es un espíritu quebrantado: un corazón quebrantado y humillado Tú no lo desprecias. / Señor, por tu bondad, favorece a Sión, reconstruye las murallas de Jerusalén: entonces aceptaras los sacrificios rituales, ofrendas y holocaustos.
Texto del Evangelio (Lc 18,9-14): En aquel tiempo, Jesús dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: ‘¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias’. En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: ‘¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!’. Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce será humillado; y el que se humille será ensalzado».
Comentario: 1. Hoy también es el profeta Oseas el que nos invita a convertirnos a los caminos de Dios, pero una conversión que esta vez vaya en serio, pues el pueblo volvía una y otra vez a sus desvaríos (como su mujer). Una vez más se nos dice en qué ha de consistir la conversión: no en ritos exteriores, sino en la actitud interior de la misericordia, esa es la luz del alma: «su amanecer es como la aurora y su sentencia surge como la luz». Como siempre estos días, coinciden algunas ideas de la primera lectura con el Salmo, donde se dicen de modo poético, y la central de hoy es: De ningún modo los ritos y las ceremonias nos harán ser agradables a Dios. Lo que Dios espera de nosotros es que le amemos. «Es amor lo que quiero». Un amor que se transforme en misericordia, a imagen de Dios, y que empape todos los actos de nuestras vidas, incluidos los ritos y las ceremonias, pero sobre todo nuestros actos ordinarios.
“El profeta Oseas, como todos los profetas, como Jesús, opone el amor de Dios a los ritos celebrados sin amor.
Es verdad y hay que confesarlo ¡Cuántas veces salimos de misa sin haber encontrado a Dios! ¡Sin haberle conocido y amado más! ¡Cuántas misas, a las que llegamos tarde y no se tiene tiempo de situarse en presencia del Invisible!
-Venid, volvamos al Señor. Corramos al conocimiento del Señor. El tema del «conocimiento» de Dios es muy corriente en el profeta Oseas. No hay que oponer "amor" a «conocimiento»: no va uno sin el otro. Quien conoce a otro, será más capaz de amarle. Quien ama a otro quiere conocerlo mejor. Señor, danos ese deseo de conocerte más y más. Nunca acabamos de descubrirte. Estas meditaciones de tu Palabra, regulares, reiterativas son un medio, entre otros, de conocerte mejor. Ayúdame a proseguir en ellas, no mecánicamente, sino con amor, con fidelidad. Sin formalismo. Con amor.
-Cierta como la aurora es su venida. La regularidad de los ritmos de la naturaleza era, para los semitas, un asesoramiento de la regularidad de Dios. La certeza de la llegada de la aurora al final de la noche... es una imagen de la certeza de la «venida» de Dios. Dios, una aurora. El día que viene.
-Su venida será para nosotros como el aguacero, como las lluvias tardías que riegan la tierra. Evoco en mis recuerdos las imágenes aquí propuestas. Una lluvia de primavera por la que reverdecen los prados y corren los riachuelos. Así Dios para nuestras vidas invernales y a menudo resecas... ¡es una promesa de vida!
-Vuestro amor es fugitivo como la bruma mañanera. Como el rocío que se evapora al apuntar el día. Dios espera nuestro amor; y a menudo le decepcionamos. Hoy escucho su queja... trato de oírla y me la aplico: «Tu amor, el tuyo... (aquí pongo mi nombre) es fugitivo». Ayúdame, Señor, a amarte, a corresponder a tu amor” (Noel Quesson).
Por eso nos dice hoy el profeta, para que vivamos hoy: «Ea, volvamos al Señor». Nos ha invitado a conocer mejor a Dios. A organizar nuestra vida más según las actitudes interiores -la misericordia hacia los demás- que según los actos exteriores. Entonces sí que la Cuaresma será una aurora de luz y una primavera de vida nueva.
2. El salmo "Miserere" es una de las oraciones más célebres del Salterio, “el salmo penitencial más intenso y repetido, el canto del pecado y del perdón, la meditación más profunda sobre la culpa y su gracia”, como recordaba en su comentario Juan Pablo II (en la Liturgia de las Horas lo recitamos en Laudes todos los viernes): “La tradición judía ha puesto el salmo 50 en labios de David, quien fue invitado a hacer penitencia por las palabras severas del profeta Natán (cf. versículos 1-2; 2 Samuel 11-12), que le reprochaba el adulterio cometido con Betsabé y el asesinato de su marido Urías. El salmo, sin embargo, se enriquece en los siglos sucesivos con la oración de otros muchos pecadores que recuperan los temas del "corazón nuevo" y del "Espíritu" de Dios infundido en el hombre redimido, según la enseñanza de los profetas Jeremías y Ezequiel (cf. v. 12; Jeremías 31,31-34; Ezequiel 11,19; 36, 24-28)”.
Su composición presenta dos horizontes: “Ante todo, aparece la región tenebrosa del pecado (cf. versículos 3-11)”, pero si “el hombre confiesa su pecado, la justicia salvífica de Dios se demuestra dispuesta a purificarlo radicalmente. De este modo, se pasa a la segunda parte espiritual del salmo, la luminosa de la gracia (cf. versículos 12-19). A través de la confesión de las culpas se abre de hecho para el orante un horizonte de luz en el que Dios actúa. El Señor no obra sólo negativamente, eliminando el pecado, sino que vuelve a crear la humanidad pecadora a través de su Espíritu vivificante: infunde en el hombre un "corazón" nuevo y puro, es decir, una conciencia renovada, y le abre la posibilidad de una fe límpida y de un culto agradable a Dios.
Orígenes habla en este sentido de una terapia divina, que el Señor realiza a través de su palabra mediante la obra sanadora de Cristo: "Al igual que Dios predispuso los remedios para el cuerpo de las hierbas terapéuticas sabiamente mezcladas, así también preparó para el alma medicinas con las palabras infusas, esparciéndolas en las divinas Escrituras... Dios otorgó también otra actividad médica de la que es primer exponente el Salvador, quien dice de sí: "No tienen necesidad de médico los sanos; sino los enfermos". Él es el médico por excelencia capaz de curar toda debilidad, toda enfermedad”. Hoy se pone el acento en este sentido, según los versículos escogidos para mostrar “una arraigada convicción del perdón divino que "borra", "lava", "limpia" al pecador (cf. versículos 3-4) y llega incluso a transformarlo en una nueva criatura de espíritu, lengua, labios, corazón transfigurados (cf. versículos 14-19). "Aunque nuestros pecados fueran negros como la noche -afirmaba santa Faustina Kowalska-, la misericordia divina es más fuerte que nuestra miseria. Sólo hace falta una cosa: que el pecador abra al menos un poco la puerta de su corazón... el resto lo hará Dios... Todo comienza en tu misericordia y en tu misericordia termina”.
En la última parte del salmo 50 se termina el itinerario de nuestra realidad pecadora -«no es justo ante Ti ningún viviente», Señor (salmo 142, 2); «¿cómo un hombre será justo ante Dios?, ¿cómo puro el nacido de mujer? Si ni la luna misma tiene brillo, ni las estrellas son puras a sus ojos, ¡cuánto menos un hombre, esa gusanera, un hijo de hombre, ese gusano!» (Job 25, 4-6)- en una actitud de confianza en Dios, en su misericordia: “Frases fuertes y dramáticas que quieren mostrar con toda seriedad el límite y la fragilidad de la criatura humana, su capacidad perversa para sembrar el mal y la violencia, la impureza y la mentira. Sin embargo, el mensaje de esperanza del «Miserere», que el Salterio pone en labios de David, pecador convertido, es éste: Dios «borra», «lava», «limpia» la culpa confesada con corazón contrito (Cf. Salmo 50, 2-3). Con la voz de Isaías, el Señor dice: «Así fueran vuestros pecados como la grana, cual la nieve blanquearán. Y así fueran rojos como el carmesí, cual la lana quedarán» (1,18)”.
El final del salmo 50 está, pues, “lleno de esperanza, pues el orante es consciente de haber sido perdonado por Dios (17-21). Su boca está a punto de proclamar al mundo la alabanza del Señor, atestiguando de este modo la alegría que experimenta el alma purificada del mal y, por ello, liberada del remordimiento (17).
El orante testimonia de manera clara otra convicción, relacionada con la enseñanza reiterada por los profetas (Cf. Isaías 1, 10-17; Amós 5, 21-25; Oseas 6, 6): el sacrificio más grato que se eleva hasta el Señor como delicado perfume (Cf. Génesis 8, 21) no es el holocausto de toros o de corderos, sino más bien el «corazón quebrantado y humillado» (Salmo 50, 19)”. La «Imitación de Cristo» señala: «La contrición de los pecados es para Ti sacrificio grato, un perfume mucho más delicado que el perfume del incienso... En ella se purifica y se lava toda iniquidad» (III, 52,4).
“El salmo concluye de manera inesperada con una perspectiva totalmente diferente, que parece incluso contradictoria (Cf. versículos 20-21). De la última súplica de un pecador se pasa a una oración en la que se pide la reconstrucción de toda la ciudad de Jerusalén, transportándonos de la época de David a la de la destrucción de la ciudad, siglos después. Por otra parte, tras haber expresado en el versículo 18 el rechazo divino de las inmolaciones de los animales, el salmo anuncia en el versículo 21 que a Dios le agradarán estas mismas inmolaciones.
Está claro que este pasaje final es un añadido posterior de tiempos del exilio, que en cierto sentido quiere corregir o al menos completar la perspectiva del salmo de David. Lo hace en dos aspectos: por una parte, no quiere que el salmo se reduzca a una oración individual; era necesario pensar también en la situación penosa de toda la ciudad. Por otra parte, quiere redimensionar el rechazo divino de los sacrificios rituales; este rechazo no podía ser completo ni definitivo pues se trataba de un culto prescrito por el mismo Dios en la Torá. Quien completó el salmo tuvo una válida intuición: comprendió la necesidad en que se encuentran los pecadores, la necesidad de la mediación de un sacrificio. Los pecadores no son capaces de purificarse por sí mismos; no son suficientes los buenos sentimientos. Se necesita una mediación exterior eficaz. El Nuevo Testamento revelará en sentido pleno esta intuición, mostrando que, con la entrega de su vida, Cristo ha realizado una mediación de sacrificio perfecto.
En sus «Homilías sobre Ezequiel», san Gregorio Magno comprendió bien la diferencia de perspectiva que se da entre los versículos 19 y 21 del «Miserere». Propone una interpretación que podemos hacer nuestra, concluyendo así nuestra reflexión. San Gregorio aplica el versículo 19, que habla de espíritu contrito, a la existencia terrena de la Iglesia, mientras que refiere el versículo 21, que habla de holocausto, a la Iglesia en el cielo. Estas son las palabras de aquel gran pontífice: «La santa Iglesia tiene dos vidas: una en el tiempo y otra en la eternidad; una de fatiga en la tierra, otra de recompensa en el cielo; una en la que se gana los méritos, otra en la que goza de los méritos ganados. Tanto en una como en la otra vida ofrece el sacrificio: aquí el sacrificio de la compunción y allá arriba el sacrificio de alabanza. Sobre el primer sacrificio se ha dicho: «Mi sacrificio a Dios es un espíritu quebrantado» (Salmo 50, 19); sobre el segundo está escrito: «entonces aceptarás los sacrificios rituales, ofrendas y holocaustos» (Salmo 50, 21)… En ambos casos se ofrece la carne, pues aquí la oblación de la carne es la mortificación del cuerpo, mientras que allá arriba la oblación de la carne es la gloria de la resurrección en la alabanza a Dios. Allá arriba se ofrecerá la carne como holocausto, cuando transformada en la incorruptibilidad eterna, ya no se dé ningún conflicto ni haya nada mortal, pues perdurará totalmente encendida de amor por Él, en la alabanza sin fin».
3. El Evangelio se centra en la parábola del fariseo y el publicano, dos posturas, dos actitudes que definen dos tipos personas. Jesús no compara un pecador con un justo, sino un pecador humilde con un justo satisfecho de sí mismo. Vuelve a resonar ese motivo… El que se enaltece a sí mismo, será humillado. El que se humilla, será enaltecido por Dios: Jesús «dijo esta parábola por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás». Palabras que nos tocan a fondo, pues podemos caer en la tentación de ofrecer a Dios actos externos de Cuaresma: el ayuno, la oración, la limosna, y no darnos cuenta de que lo principal que se nos pide es algo interior: por ejemplo, la misericordia, el amor a los demás, como se nos recuerda a fondo estos días (J. Aldazábal). San Agustín dice: «El Señor es excelso y dirige su mirada a las cosas humildes. A los que se ensalzan, como aquel fariseo, los conoce, en cambio, de lejos. Las cosas elevadas las conoces desde lejos, pero en ningún modo las desconoce.
Mira de cerca la humildad del publicano. Es poco decir que se mantenía en pie a lo lejos, ni siquiera alzaba los ojos al cielo; para no ser mirado, rehuía él mirar. No se atrevía a levantar la vista hacia arriba; le oprimía la conciencia y la esperanza lo levantaba... Pon atención a Quién ruega. ¿Por qué te admiras de que Dios perdone cuando el pecador se reconoce como tal? Has oído la controversia sobre el fariseo y el publicano, escucha la sentencia. Escuchaste al acusador soberbio y al reo humilde. Escucha ahora al Juez: “En verdad os digo que aquel publicano descendió del templo justificado, más que aquel fariseo”».
Hoy, inmersos en la cultura de la imagen, el Evangelio que se nos propone tiene una profunda carga de contenido: “En el pasaje que contemplamos vemos que en la persona hay un nudo con tres cuerdas, de tal manera que es imposible deshacerlo si uno no tiene presentes las tres cuerdas mencionadas. La primera nos relaciona con Dios; la segunda, con los otros; y la tercera, con nosotros mismos. Fijémonos en ello: aquéllos a quienes se dirige Jesús «se tenían por justos y despreciaban a los demás» (Lc 18,9) y, de esta manera, rezaban mal. ¡Las tres cuerdas están siempre relacionadas! ¿Cómo fundamentar bien estas relaciones? ¿Cuál es el secreto para deshacer el nudo? Nos lo dice la conclusión de esa incisiva parábola: la humildad. Así mismo lo expresó santa Teresa de Ávila: «La humildad es la verdad». Es cierto: la humildad nos permite reconocer la verdad sobre nosotros mismos. Ni hincharnos de vanagloria, ni menospreciarnos. La humildad nos hace reconocer como tales los dones recibidos, y nos permite presentar ante Dios el trabajo de la jornada. La humildad reconoce también los dones del otro. Es más, se alegra de ellos. Finalmente, la humildad es también la base de la relación con Dios. Pensemos que, en la parábola de Jesús, el fariseo lleva una vida irreprochable, con las prácticas religiosas semanales e, incluso, ¡ejerce la limosna! Pero no es humilde y esto carcome todos sus actos” (David Compte i Verdaguer).
Estos días nos vamos acercando al momento cumbre de la humildad de Jesús, en la Cruz: «El Señor crucificado es un testimonio insuperable de amor paciente y de humilde mansedumbre» (Juan Pablo II). Allí veremos uno de esos pecadores que rezan aprovechando, Dimas: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino» (Lc 23,42), y el Señor responde con un premio “rápido”: «En verdad te digo, hoy mismo estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). Jesús es el espejo para que nos situemos «en verdad», nos dice: «quiero amor, no sacrificio». Las páginas del Evangelio están llenas de ejemplos vivos: Magdalena, Zaqueo, Mateo… van saliendo al hilo de las lecturas de esos días pasados, y seguirán saliendo.
El peligro del fariseísmo está siempre vivo en nuestro corazón y en la Iglesia: evitar el pecado, multiplicar los sacrificios y las buenas obras, estar en regla, vivir las reglas. Estar en regla con Dios, merecer el amor de Dios, el cielo… el Señor se rodea de pecadores. Ya sabemos que el publicano era un traidor, maldito, pecador público, sanguijuela de su pueblo y que se queda con una parte de las contribuciones… "¡Dios mío, ten misericordia de mí, que soy un pecador!" -Os digo que bajó este "justificado" a su casa y no aquél.
“Le sigo con la mirada: regresa a su casa, apaciguado, curado, "justificado" por Dios, perdonado, feliz. Y ¿qué ha hecho para obtener este resultado? Ha reconocido su pecado: "Ten misericordia de mí que soy un pecador". Señor, ayúdame a saber reconocer mis pecados, mis miserias. Devuelve el valor y el ánimo a todos los desesperados. Que nadie dude de tu amor a pesar de todas las apariencias contrarias. Jesús, revélate tal como eres, a todos nosotros, pobres pecadores” (Noel Quesson).
Aunque no correspondamos bien, Dios se mueve a base de "misericordia" ("jésed" que significa también "lealtad", "fidelidad", "piedad" y "gracia"...): “Indica la dulzura de un lenguaje común, algo así como esa atmósfera de entendimiento en el amor que tienen quienes comparten unas mismas convicciones, unos mismos afectos, es decir: los que están en comunión. Cuando el Señor dice: "yo quiero jésed y no sacrificios", está refiriéndose a esa relación entrañable de proximidad y amor. Los "sacrificios" son un modo de establecer un pacto con Dios, un modo de negociar con él. Y eso es detestable para quien quiere que exista una atmósfera de amor y comunión. Por eso la "jésed" va unida a la "da-aht", que suele ser traducida por "conocimiento" de Dios”. El amor no entiende de “te doy para que me des” (“"Da-aht" alude a "estar despierto", "ser consciente, abrir los ojos, darse cuenta". El sacrifico y el holocausto tienen una lógica que puede volverse ciega y mezquina en su repetición: hago esto y Dios hará aquello. Es necesario tener "da-ath"; es preciso estar conscientes, darse cuenta de Quién es el que nos llama y con Quién estamos tratando. No es una ley anónima, no es una energía sin nombre, no es destino ciego: es el Dios vivo y verdadero y hay que saber Quién es él y qué quiere para agradarle y vivir la "jésed" que él espera de nosotros”).
El amor es lo que marca las distancias, los conceptos de lo cercano y lo lejano. “El fariseo se creía cercano y estaba muy lejos; el publicano parecía distante pero su oración, que era apenas un susurro, alcanzó los oídos del Altísimo.
Hay una relación aquí con el tema de la jésed que hemos explicado antes. El publicano no se apoya en sí mismo para hablar a Dios. Este es su gran acierto. Deja a Dios ser Dios; es consciente de quién es Aquél a quien está hablando y por eso entra en una relación de piedad desde su miseria, que no oculta.
El fariseo, por su parte, habla desde sí mismo. Apoyado en lo que cree que son sus méritos tiene bastante que admirar en su propia vida y no le queda ánimo para admirar la misericordia del Dios que lo recibe en su casa. Por lo visto, Dios existe ante todo para admirarlo a él y para aplaudirle su buena vida. En su ignorancia, este pobre habla solo; no habla con Dios”. Es el dejarse llenar de Dios y de su amor, o de amor a uno mismo. Pero tampoco podemos decir: "te alabo, Señor, porque no soy como ese ridículo fariseo...". “¿Qué solución queda, entonces? Pedir misericordia para todos: para el publicano que somos y para el fariseo que duerme en nosotros” (Fray Nelson).
El Señor se conmueve y derrocha sus gracias ante un corazón humilde. La soberbia es el mayor obstáculo que el hombre pone a la gracia divina. Y es el vicio capital más peligroso: se insinúa y tiende a infiltrarse hasta en las buenas obras, haciéndoles perder su condición y su mérito sobrenatural; su raíz está en lo más profundo del hombre (en el amor propio desordenado), y nada tan difícil de desarraigar e incluso de llegar a reconocer con claridad.
El Señor recomendará a sus discípulos: No hagáis como los fariseos. Todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres (Mateo 23, 5). Para ser humildes no podemos olvidar jamás que quien presencia nuestra vida y nuestras obras es el Señor, a quien hemos de procurar agradar en cada momento. La soberbia tiene manifestaciones en todos los aspectos de la vida: nos hace susceptibles e impacientes, injustos en nuestros juicios y en nuestras palabras. Se deleita en hablar de las propias acciones, luces, dificultades y sufrimientos. Inclina a compararse y creerse mejor que los demás y a negarles las buenas cualidades. Hace que nos sintamos ofendidos cuando somos humillados, o no nos obsequian como esperábamos. Nosotros, con la gracia de Dios, hemos de alejarnos de la oración del fariseo que se complacía en sí mismo, y repetir la oración del publicano: Dios mío, ten misericordia de mí, que soy un pecador.
Nuestra oración debe ser como la del publicano (Lucas 18, 9-14): humilde, atenta, confiada, procurando que no sea un monólogo en el que nos damos vueltas a nosotros mismos, a las virtudes que creemos poseer. La humildad es el fundamento de toda nuestra relación con Dios y con los demás. Es la primera piedra de este edificio que es nuestra vida interior. La ayuda de la Virgen Santísima es nuestra mejor garantía para ir adelante en esta virtud. Cuando contemplamos su humilde ejemplo, podemos acabar nuestra oración con esta petición: “Señor, quita la soberbia de mi vida; quebranta mi amor propio, este querer afirmarme yo e imponerme a los demás. Haz que el fundamento de mi personalidad sea la identificación contigo” (San Josemaría Escrivá; cf. Francisco Fernández Carvajal).
Llucià Pou Sabaté
Profeta Oseas 6, 1-6: “Esto dice el Señor a su pueblo, previendo cómo acudirá a Él en su aflicción: madrugarán para buscarme, y se dirán: ¡Ea, volvamos al Señor! Él nos desgarró, él nos curará; él nos hirió, él nos vendará. En dos días nos sanará, el tercero nos resucitará y viviremos delante de Él. Esforcémonos por conocer al Señor: su amanecer es como la aurora, y su sentencia surge como la luz…
Esto dice el Señor: Yo os herí por medio de profetas, y si os condené fue por las palabras de mi boca; y lo hice porque quiero misericordia y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos”
Salmo responsorial 50, 3-4.18-19.20-21ab: Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado… / Los sacrificios no te satisfacen; si te ofreciera un holocausto no lo querrías. / Mi sacrificio es un espíritu quebrantado: un corazón quebrantado y humillado Tú no lo desprecias. / Señor, por tu bondad, favorece a Sión, reconstruye las murallas de Jerusalén: entonces aceptaras los sacrificios rituales, ofrendas y holocaustos.
Texto del Evangelio (Lc 18,9-14): En aquel tiempo, Jesús dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: ‘¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias’. En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: ‘¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!’. Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce será humillado; y el que se humille será ensalzado».
Comentario: 1. Hoy también es el profeta Oseas el que nos invita a convertirnos a los caminos de Dios, pero una conversión que esta vez vaya en serio, pues el pueblo volvía una y otra vez a sus desvaríos (como su mujer). Una vez más se nos dice en qué ha de consistir la conversión: no en ritos exteriores, sino en la actitud interior de la misericordia, esa es la luz del alma: «su amanecer es como la aurora y su sentencia surge como la luz». Como siempre estos días, coinciden algunas ideas de la primera lectura con el Salmo, donde se dicen de modo poético, y la central de hoy es: De ningún modo los ritos y las ceremonias nos harán ser agradables a Dios. Lo que Dios espera de nosotros es que le amemos. «Es amor lo que quiero». Un amor que se transforme en misericordia, a imagen de Dios, y que empape todos los actos de nuestras vidas, incluidos los ritos y las ceremonias, pero sobre todo nuestros actos ordinarios.
“El profeta Oseas, como todos los profetas, como Jesús, opone el amor de Dios a los ritos celebrados sin amor.
Es verdad y hay que confesarlo ¡Cuántas veces salimos de misa sin haber encontrado a Dios! ¡Sin haberle conocido y amado más! ¡Cuántas misas, a las que llegamos tarde y no se tiene tiempo de situarse en presencia del Invisible!
-Venid, volvamos al Señor. Corramos al conocimiento del Señor. El tema del «conocimiento» de Dios es muy corriente en el profeta Oseas. No hay que oponer "amor" a «conocimiento»: no va uno sin el otro. Quien conoce a otro, será más capaz de amarle. Quien ama a otro quiere conocerlo mejor. Señor, danos ese deseo de conocerte más y más. Nunca acabamos de descubrirte. Estas meditaciones de tu Palabra, regulares, reiterativas son un medio, entre otros, de conocerte mejor. Ayúdame a proseguir en ellas, no mecánicamente, sino con amor, con fidelidad. Sin formalismo. Con amor.
-Cierta como la aurora es su venida. La regularidad de los ritmos de la naturaleza era, para los semitas, un asesoramiento de la regularidad de Dios. La certeza de la llegada de la aurora al final de la noche... es una imagen de la certeza de la «venida» de Dios. Dios, una aurora. El día que viene.
-Su venida será para nosotros como el aguacero, como las lluvias tardías que riegan la tierra. Evoco en mis recuerdos las imágenes aquí propuestas. Una lluvia de primavera por la que reverdecen los prados y corren los riachuelos. Así Dios para nuestras vidas invernales y a menudo resecas... ¡es una promesa de vida!
-Vuestro amor es fugitivo como la bruma mañanera. Como el rocío que se evapora al apuntar el día. Dios espera nuestro amor; y a menudo le decepcionamos. Hoy escucho su queja... trato de oírla y me la aplico: «Tu amor, el tuyo... (aquí pongo mi nombre) es fugitivo». Ayúdame, Señor, a amarte, a corresponder a tu amor” (Noel Quesson).
Por eso nos dice hoy el profeta, para que vivamos hoy: «Ea, volvamos al Señor». Nos ha invitado a conocer mejor a Dios. A organizar nuestra vida más según las actitudes interiores -la misericordia hacia los demás- que según los actos exteriores. Entonces sí que la Cuaresma será una aurora de luz y una primavera de vida nueva.
2. El salmo "Miserere" es una de las oraciones más célebres del Salterio, “el salmo penitencial más intenso y repetido, el canto del pecado y del perdón, la meditación más profunda sobre la culpa y su gracia”, como recordaba en su comentario Juan Pablo II (en la Liturgia de las Horas lo recitamos en Laudes todos los viernes): “La tradición judía ha puesto el salmo 50 en labios de David, quien fue invitado a hacer penitencia por las palabras severas del profeta Natán (cf. versículos 1-2; 2 Samuel 11-12), que le reprochaba el adulterio cometido con Betsabé y el asesinato de su marido Urías. El salmo, sin embargo, se enriquece en los siglos sucesivos con la oración de otros muchos pecadores que recuperan los temas del "corazón nuevo" y del "Espíritu" de Dios infundido en el hombre redimido, según la enseñanza de los profetas Jeremías y Ezequiel (cf. v. 12; Jeremías 31,31-34; Ezequiel 11,19; 36, 24-28)”.
Su composición presenta dos horizontes: “Ante todo, aparece la región tenebrosa del pecado (cf. versículos 3-11)”, pero si “el hombre confiesa su pecado, la justicia salvífica de Dios se demuestra dispuesta a purificarlo radicalmente. De este modo, se pasa a la segunda parte espiritual del salmo, la luminosa de la gracia (cf. versículos 12-19). A través de la confesión de las culpas se abre de hecho para el orante un horizonte de luz en el que Dios actúa. El Señor no obra sólo negativamente, eliminando el pecado, sino que vuelve a crear la humanidad pecadora a través de su Espíritu vivificante: infunde en el hombre un "corazón" nuevo y puro, es decir, una conciencia renovada, y le abre la posibilidad de una fe límpida y de un culto agradable a Dios.
Orígenes habla en este sentido de una terapia divina, que el Señor realiza a través de su palabra mediante la obra sanadora de Cristo: "Al igual que Dios predispuso los remedios para el cuerpo de las hierbas terapéuticas sabiamente mezcladas, así también preparó para el alma medicinas con las palabras infusas, esparciéndolas en las divinas Escrituras... Dios otorgó también otra actividad médica de la que es primer exponente el Salvador, quien dice de sí: "No tienen necesidad de médico los sanos; sino los enfermos". Él es el médico por excelencia capaz de curar toda debilidad, toda enfermedad”. Hoy se pone el acento en este sentido, según los versículos escogidos para mostrar “una arraigada convicción del perdón divino que "borra", "lava", "limpia" al pecador (cf. versículos 3-4) y llega incluso a transformarlo en una nueva criatura de espíritu, lengua, labios, corazón transfigurados (cf. versículos 14-19). "Aunque nuestros pecados fueran negros como la noche -afirmaba santa Faustina Kowalska-, la misericordia divina es más fuerte que nuestra miseria. Sólo hace falta una cosa: que el pecador abra al menos un poco la puerta de su corazón... el resto lo hará Dios... Todo comienza en tu misericordia y en tu misericordia termina”.
En la última parte del salmo 50 se termina el itinerario de nuestra realidad pecadora -«no es justo ante Ti ningún viviente», Señor (salmo 142, 2); «¿cómo un hombre será justo ante Dios?, ¿cómo puro el nacido de mujer? Si ni la luna misma tiene brillo, ni las estrellas son puras a sus ojos, ¡cuánto menos un hombre, esa gusanera, un hijo de hombre, ese gusano!» (Job 25, 4-6)- en una actitud de confianza en Dios, en su misericordia: “Frases fuertes y dramáticas que quieren mostrar con toda seriedad el límite y la fragilidad de la criatura humana, su capacidad perversa para sembrar el mal y la violencia, la impureza y la mentira. Sin embargo, el mensaje de esperanza del «Miserere», que el Salterio pone en labios de David, pecador convertido, es éste: Dios «borra», «lava», «limpia» la culpa confesada con corazón contrito (Cf. Salmo 50, 2-3). Con la voz de Isaías, el Señor dice: «Así fueran vuestros pecados como la grana, cual la nieve blanquearán. Y así fueran rojos como el carmesí, cual la lana quedarán» (1,18)”.
El final del salmo 50 está, pues, “lleno de esperanza, pues el orante es consciente de haber sido perdonado por Dios (17-21). Su boca está a punto de proclamar al mundo la alabanza del Señor, atestiguando de este modo la alegría que experimenta el alma purificada del mal y, por ello, liberada del remordimiento (17).
El orante testimonia de manera clara otra convicción, relacionada con la enseñanza reiterada por los profetas (Cf. Isaías 1, 10-17; Amós 5, 21-25; Oseas 6, 6): el sacrificio más grato que se eleva hasta el Señor como delicado perfume (Cf. Génesis 8, 21) no es el holocausto de toros o de corderos, sino más bien el «corazón quebrantado y humillado» (Salmo 50, 19)”. La «Imitación de Cristo» señala: «La contrición de los pecados es para Ti sacrificio grato, un perfume mucho más delicado que el perfume del incienso... En ella se purifica y se lava toda iniquidad» (III, 52,4).
“El salmo concluye de manera inesperada con una perspectiva totalmente diferente, que parece incluso contradictoria (Cf. versículos 20-21). De la última súplica de un pecador se pasa a una oración en la que se pide la reconstrucción de toda la ciudad de Jerusalén, transportándonos de la época de David a la de la destrucción de la ciudad, siglos después. Por otra parte, tras haber expresado en el versículo 18 el rechazo divino de las inmolaciones de los animales, el salmo anuncia en el versículo 21 que a Dios le agradarán estas mismas inmolaciones.
Está claro que este pasaje final es un añadido posterior de tiempos del exilio, que en cierto sentido quiere corregir o al menos completar la perspectiva del salmo de David. Lo hace en dos aspectos: por una parte, no quiere que el salmo se reduzca a una oración individual; era necesario pensar también en la situación penosa de toda la ciudad. Por otra parte, quiere redimensionar el rechazo divino de los sacrificios rituales; este rechazo no podía ser completo ni definitivo pues se trataba de un culto prescrito por el mismo Dios en la Torá. Quien completó el salmo tuvo una válida intuición: comprendió la necesidad en que se encuentran los pecadores, la necesidad de la mediación de un sacrificio. Los pecadores no son capaces de purificarse por sí mismos; no son suficientes los buenos sentimientos. Se necesita una mediación exterior eficaz. El Nuevo Testamento revelará en sentido pleno esta intuición, mostrando que, con la entrega de su vida, Cristo ha realizado una mediación de sacrificio perfecto.
En sus «Homilías sobre Ezequiel», san Gregorio Magno comprendió bien la diferencia de perspectiva que se da entre los versículos 19 y 21 del «Miserere». Propone una interpretación que podemos hacer nuestra, concluyendo así nuestra reflexión. San Gregorio aplica el versículo 19, que habla de espíritu contrito, a la existencia terrena de la Iglesia, mientras que refiere el versículo 21, que habla de holocausto, a la Iglesia en el cielo. Estas son las palabras de aquel gran pontífice: «La santa Iglesia tiene dos vidas: una en el tiempo y otra en la eternidad; una de fatiga en la tierra, otra de recompensa en el cielo; una en la que se gana los méritos, otra en la que goza de los méritos ganados. Tanto en una como en la otra vida ofrece el sacrificio: aquí el sacrificio de la compunción y allá arriba el sacrificio de alabanza. Sobre el primer sacrificio se ha dicho: «Mi sacrificio a Dios es un espíritu quebrantado» (Salmo 50, 19); sobre el segundo está escrito: «entonces aceptarás los sacrificios rituales, ofrendas y holocaustos» (Salmo 50, 21)… En ambos casos se ofrece la carne, pues aquí la oblación de la carne es la mortificación del cuerpo, mientras que allá arriba la oblación de la carne es la gloria de la resurrección en la alabanza a Dios. Allá arriba se ofrecerá la carne como holocausto, cuando transformada en la incorruptibilidad eterna, ya no se dé ningún conflicto ni haya nada mortal, pues perdurará totalmente encendida de amor por Él, en la alabanza sin fin».
3. El Evangelio se centra en la parábola del fariseo y el publicano, dos posturas, dos actitudes que definen dos tipos personas. Jesús no compara un pecador con un justo, sino un pecador humilde con un justo satisfecho de sí mismo. Vuelve a resonar ese motivo… El que se enaltece a sí mismo, será humillado. El que se humilla, será enaltecido por Dios: Jesús «dijo esta parábola por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás». Palabras que nos tocan a fondo, pues podemos caer en la tentación de ofrecer a Dios actos externos de Cuaresma: el ayuno, la oración, la limosna, y no darnos cuenta de que lo principal que se nos pide es algo interior: por ejemplo, la misericordia, el amor a los demás, como se nos recuerda a fondo estos días (J. Aldazábal). San Agustín dice: «El Señor es excelso y dirige su mirada a las cosas humildes. A los que se ensalzan, como aquel fariseo, los conoce, en cambio, de lejos. Las cosas elevadas las conoces desde lejos, pero en ningún modo las desconoce.
Mira de cerca la humildad del publicano. Es poco decir que se mantenía en pie a lo lejos, ni siquiera alzaba los ojos al cielo; para no ser mirado, rehuía él mirar. No se atrevía a levantar la vista hacia arriba; le oprimía la conciencia y la esperanza lo levantaba... Pon atención a Quién ruega. ¿Por qué te admiras de que Dios perdone cuando el pecador se reconoce como tal? Has oído la controversia sobre el fariseo y el publicano, escucha la sentencia. Escuchaste al acusador soberbio y al reo humilde. Escucha ahora al Juez: “En verdad os digo que aquel publicano descendió del templo justificado, más que aquel fariseo”».
Hoy, inmersos en la cultura de la imagen, el Evangelio que se nos propone tiene una profunda carga de contenido: “En el pasaje que contemplamos vemos que en la persona hay un nudo con tres cuerdas, de tal manera que es imposible deshacerlo si uno no tiene presentes las tres cuerdas mencionadas. La primera nos relaciona con Dios; la segunda, con los otros; y la tercera, con nosotros mismos. Fijémonos en ello: aquéllos a quienes se dirige Jesús «se tenían por justos y despreciaban a los demás» (Lc 18,9) y, de esta manera, rezaban mal. ¡Las tres cuerdas están siempre relacionadas! ¿Cómo fundamentar bien estas relaciones? ¿Cuál es el secreto para deshacer el nudo? Nos lo dice la conclusión de esa incisiva parábola: la humildad. Así mismo lo expresó santa Teresa de Ávila: «La humildad es la verdad». Es cierto: la humildad nos permite reconocer la verdad sobre nosotros mismos. Ni hincharnos de vanagloria, ni menospreciarnos. La humildad nos hace reconocer como tales los dones recibidos, y nos permite presentar ante Dios el trabajo de la jornada. La humildad reconoce también los dones del otro. Es más, se alegra de ellos. Finalmente, la humildad es también la base de la relación con Dios. Pensemos que, en la parábola de Jesús, el fariseo lleva una vida irreprochable, con las prácticas religiosas semanales e, incluso, ¡ejerce la limosna! Pero no es humilde y esto carcome todos sus actos” (David Compte i Verdaguer).
Estos días nos vamos acercando al momento cumbre de la humildad de Jesús, en la Cruz: «El Señor crucificado es un testimonio insuperable de amor paciente y de humilde mansedumbre» (Juan Pablo II). Allí veremos uno de esos pecadores que rezan aprovechando, Dimas: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino» (Lc 23,42), y el Señor responde con un premio “rápido”: «En verdad te digo, hoy mismo estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). Jesús es el espejo para que nos situemos «en verdad», nos dice: «quiero amor, no sacrificio». Las páginas del Evangelio están llenas de ejemplos vivos: Magdalena, Zaqueo, Mateo… van saliendo al hilo de las lecturas de esos días pasados, y seguirán saliendo.
El peligro del fariseísmo está siempre vivo en nuestro corazón y en la Iglesia: evitar el pecado, multiplicar los sacrificios y las buenas obras, estar en regla, vivir las reglas. Estar en regla con Dios, merecer el amor de Dios, el cielo… el Señor se rodea de pecadores. Ya sabemos que el publicano era un traidor, maldito, pecador público, sanguijuela de su pueblo y que se queda con una parte de las contribuciones… "¡Dios mío, ten misericordia de mí, que soy un pecador!" -Os digo que bajó este "justificado" a su casa y no aquél.
“Le sigo con la mirada: regresa a su casa, apaciguado, curado, "justificado" por Dios, perdonado, feliz. Y ¿qué ha hecho para obtener este resultado? Ha reconocido su pecado: "Ten misericordia de mí que soy un pecador". Señor, ayúdame a saber reconocer mis pecados, mis miserias. Devuelve el valor y el ánimo a todos los desesperados. Que nadie dude de tu amor a pesar de todas las apariencias contrarias. Jesús, revélate tal como eres, a todos nosotros, pobres pecadores” (Noel Quesson).
Aunque no correspondamos bien, Dios se mueve a base de "misericordia" ("jésed" que significa también "lealtad", "fidelidad", "piedad" y "gracia"...): “Indica la dulzura de un lenguaje común, algo así como esa atmósfera de entendimiento en el amor que tienen quienes comparten unas mismas convicciones, unos mismos afectos, es decir: los que están en comunión. Cuando el Señor dice: "yo quiero jésed y no sacrificios", está refiriéndose a esa relación entrañable de proximidad y amor. Los "sacrificios" son un modo de establecer un pacto con Dios, un modo de negociar con él. Y eso es detestable para quien quiere que exista una atmósfera de amor y comunión. Por eso la "jésed" va unida a la "da-aht", que suele ser traducida por "conocimiento" de Dios”. El amor no entiende de “te doy para que me des” (“"Da-aht" alude a "estar despierto", "ser consciente, abrir los ojos, darse cuenta". El sacrifico y el holocausto tienen una lógica que puede volverse ciega y mezquina en su repetición: hago esto y Dios hará aquello. Es necesario tener "da-ath"; es preciso estar conscientes, darse cuenta de Quién es el que nos llama y con Quién estamos tratando. No es una ley anónima, no es una energía sin nombre, no es destino ciego: es el Dios vivo y verdadero y hay que saber Quién es él y qué quiere para agradarle y vivir la "jésed" que él espera de nosotros”).
El amor es lo que marca las distancias, los conceptos de lo cercano y lo lejano. “El fariseo se creía cercano y estaba muy lejos; el publicano parecía distante pero su oración, que era apenas un susurro, alcanzó los oídos del Altísimo.
Hay una relación aquí con el tema de la jésed que hemos explicado antes. El publicano no se apoya en sí mismo para hablar a Dios. Este es su gran acierto. Deja a Dios ser Dios; es consciente de quién es Aquél a quien está hablando y por eso entra en una relación de piedad desde su miseria, que no oculta.
El fariseo, por su parte, habla desde sí mismo. Apoyado en lo que cree que son sus méritos tiene bastante que admirar en su propia vida y no le queda ánimo para admirar la misericordia del Dios que lo recibe en su casa. Por lo visto, Dios existe ante todo para admirarlo a él y para aplaudirle su buena vida. En su ignorancia, este pobre habla solo; no habla con Dios”. Es el dejarse llenar de Dios y de su amor, o de amor a uno mismo. Pero tampoco podemos decir: "te alabo, Señor, porque no soy como ese ridículo fariseo...". “¿Qué solución queda, entonces? Pedir misericordia para todos: para el publicano que somos y para el fariseo que duerme en nosotros” (Fray Nelson).
El Señor se conmueve y derrocha sus gracias ante un corazón humilde. La soberbia es el mayor obstáculo que el hombre pone a la gracia divina. Y es el vicio capital más peligroso: se insinúa y tiende a infiltrarse hasta en las buenas obras, haciéndoles perder su condición y su mérito sobrenatural; su raíz está en lo más profundo del hombre (en el amor propio desordenado), y nada tan difícil de desarraigar e incluso de llegar a reconocer con claridad.
El Señor recomendará a sus discípulos: No hagáis como los fariseos. Todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres (Mateo 23, 5). Para ser humildes no podemos olvidar jamás que quien presencia nuestra vida y nuestras obras es el Señor, a quien hemos de procurar agradar en cada momento. La soberbia tiene manifestaciones en todos los aspectos de la vida: nos hace susceptibles e impacientes, injustos en nuestros juicios y en nuestras palabras. Se deleita en hablar de las propias acciones, luces, dificultades y sufrimientos. Inclina a compararse y creerse mejor que los demás y a negarles las buenas cualidades. Hace que nos sintamos ofendidos cuando somos humillados, o no nos obsequian como esperábamos. Nosotros, con la gracia de Dios, hemos de alejarnos de la oración del fariseo que se complacía en sí mismo, y repetir la oración del publicano: Dios mío, ten misericordia de mí, que soy un pecador.
Nuestra oración debe ser como la del publicano (Lucas 18, 9-14): humilde, atenta, confiada, procurando que no sea un monólogo en el que nos damos vueltas a nosotros mismos, a las virtudes que creemos poseer. La humildad es el fundamento de toda nuestra relación con Dios y con los demás. Es la primera piedra de este edificio que es nuestra vida interior. La ayuda de la Virgen Santísima es nuestra mejor garantía para ir adelante en esta virtud. Cuando contemplamos su humilde ejemplo, podemos acabar nuestra oración con esta petición: “Señor, quita la soberbia de mi vida; quebranta mi amor propio, este querer afirmarme yo e imponerme a los demás. Haz que el fundamento de mi personalidad sea la identificación contigo” (San Josemaría Escrivá; cf. Francisco Fernández Carvajal).
Llucià Pou Sabaté
Etiquetas:
Dejarnos amar por Dios
Suscribirse a:
Comentarios (Atom)