jueves, 15 de marzo de 2012

Cuaresma 3, viernes: el amor de Dios está por encima de todo; dejarnos amar por Él, dejar que brote de nuestro corazón, el amor a los demás

Cuaresma 3, viernes: el amor de Dios está por encima de todo; dejarnos amar por Él, dejar que brote de nuestro corazón, el amor a los demás

1ª: Os 14, 2-10: Israel, vuelve al Señor, tu Dios, porque por tu culpa te ha hecho caer. Buscad palabras y volved al Señor. Decidle: Perdona todas nuestras culpas para que recobremos la felicidad y te ofrezcamos en sacrificio palabras de alabanza. Asiria no nos puede salvar; no montaremos ya en los caballos, y no diremos más «dios nuestro» a la obra de nuestras manos, pues en Ti encuentra compasión el huérfano.
Yo los curaré de su apostasía, los amaré de todo corazón, pues mi ira se ha apartado ya de ellos. Seré como el rocío para Israel; él florecerá como el lirio y echará sus raíces como el olmo. Sus ramas se extenderán lejos, hermosas como el ramaje del olivo, y su fragancia será como la del Líbano. Volverán a sentarse en mi sombra; cultivarán el trigo, florecerán como la viña y su renombre será como el del vino del Líbano. Efraín..., ¿qué tengo yo que ver con los ídolos? Yo lo atenderé y lo protegeré. Yo soy como un pino siempre verde; de mí procede todo fruto. Que el sabio comprenda estas cosas, que el inteligente las entienda, porque los caminos del Señor son rectos; por ellos caminarán los justos, mas los injustos tropezarán en ellos.

Salmo 80: Oigo un lenguaje desconocido: / "retiré sus hombros de la carga, / y sus manos dejaron la espuerta. / Clamaste en la aflicción, y te libré, / te respondí oculto entre los truenos, / te puse a prueba junto a la fuente de Meribá. / Escucha, pueblo mío, doy testimonio contra ti; / ¡ojalá me escuchases Israel! / No tendrás un dios extraño, / no adorarás un dios extranjero; / yo soy el Señor, Dios tuyo, / que saqué del país de Egipto; / abre la boca que te la llene. ¡Ojalá me escuchase mi pueblo / y caminase Israel por mi camino!: …/ te alimentaría con flor de harina, / te saciaría con miel silvestre.

Texto del Evangelio (Mc 12,28b-34): En aquel tiempo, uno de los maestros de la Ley se acercó a Jesús y le hizo esta pregunta: «¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?». Jesús le contestó: «El primero es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No existe otro mandamiento mayor que éstos».
Le dijo el escriba: «Muy bien, Maestro; tienes razón al decir que Él es único y que no hay otro fuera de Él, y amarle con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios». Y Jesús, viendo que le había contestado con sensatez, le dijo: «No estás lejos del Reino de Dios». Y nadie más se atrevía ya a hacerle preguntas.

Comentario: 1. Oseas –después de sus desgracias, la más fuerte es la mujer amada que lo traiciona- termina su libro con ese canto a la conversión al Dios del amor. El perdón del profeta, que vuelve a tomar su esposa, es símbolo del amor que Dios tiene a su pueblo. “Israel, con quien Dios se ha desposado, se ha conducido como una mujer infiel, como una prostituta, y ha provocado el furor y los celos de su esposo divino. Este sigue queriéndola, y si la castiga, es para atraerla hacia sí y devolverle la alegría del primer amor.
Con una audacia que sorprende y una pasión que impresiona, el alma tierna y violenta de Oseas expresa por vez primera las relaciones de Dios con Israel mediante la imagen y terminología del matrimonio. Todo su mensaje tiene como tema fundamental el amor de Dios despreciado por su Pueblo.
Oseas arremete con furia mal contenida contra todo cuanto en la historia de Israel ha sido desprecio para el Señor. Sus críticas a las clases dirigentes, a los sacerdotes y a los explotadores son duras. Habla desde su propia rabia convertida ahora en símbolo: la Palabra de Dios adquiere ahora en su lengua todo el fuego pasional de un marido engañado”. Esa entrega es signo del amor de Cristo con su Iglesia; y los místicos cristianos como Teresa de Ávila y Juan de la Cruz la extendieron a todas las almas fieles, esposas amadas de Cristo. Este es el contexto de las palabras que hoy meditamos. “El corazón de Oseas se ha ido vaciando poco a poco, a lo largo de trece capítulos, de toda la ira y amargura que se almacenaron en su alma. Han sido palabras en las que se mezclaron el símbolo y la realidad de su dolor. Pero no son la palabra última de su corazón creyente.
El Dios de Oseas, tan herido, tan maltratado por su pueblo, no se consume en lamentos estériles y rencorosos, sino que al final de tanto desprecio, queda brillando en este último capítulo la esperanza de que el pueblo se volverá al Señor al cabo de una larga experiencia”. Para este retorno a Dios es necesario una confesión de los equivocados caminos que se han seguido, una rectificación: "Israel, conviértete al Señor Dios tuyo porque tropezaste con tu pecado. Preparad vuestro discurso, volved al Señor y decidle: perdona del todo la iniquidad". Lo mismo que el menor de la parábola, debemos preparar nuestras palabras: "Me levantaré, iré a mi Padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo".
“La mayor falta de todas es la resistencia a encontrar a Dios en la vida diaria. El pecado es negarse a ver a Dios en la historia. Por eso la conversión esencial no consiste en hacer cosas sino en que vivamos cada acontecimiento de cada día como iniciativa de Dios.
"Rectos son los caminos del Señor: los justos andan por ellos; los pecadores tropiezan en ellos" (Os 14, 10). El camino del Señor es su Palabra viniendo a nosotros los hombres, para que el hombre pueda por ella volver a Dios”.
“La respuesta del Señor representa el triunfo del amor, del cual Oseas era el gran teólogo y poeta. Este amor gratuito de Dios será como el beso del rocío que devuelve el frescor y la vida. La más bella glosa a la teología del amor, de la conversión y del perdón, según Oseas, podría ser la parábola del padre misericordioso, que no habla solamente de la mutación de sentimientos, sino que expone además la respuesta de Dios a la conversión. El padre, lleno de gozo, acoge a aquel hijo perdido que rehace el camino: «Estaba muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y se le ha encontrado» (Lc 15,32). Quien no encuentra el camino de Dios, quien no se deja hallar como oveja perdida, pierde el sentido de la vida” (F. Raurell).
“Oseas, en el Antiguo Testamento, era también el profeta y el poeta del amor. Ese amor es aún más hermoso. No es sólo un amor que promete la felicidad, si se es fiel. Es un amor que perdona y que pide «Volver».
-Has tropezado a causa de tu pecado... Pero ¡vuelve al Señor! El profeta Oseas vivió esa experiencia en su propio hogar. El mismo narra en su libro que su propia mujer lo había abandonado. Y cuenta cómo vio en ello una parábola del sufrimiento de Dios, abandonado por nosotros frecuentemente. Dios le pidió que aceptase de nuevo a esa mujer a pesar de haberle traicionado... para simbolizar con ello lo que Él mismo está haciendo sin parar.
Después de cada una de nuestras faltas, Dios es capaz de volver de nuevo a amarnos. Nos dice: «¡Vuelve!». Como dos esposos que se perdonan. Como dos amigos que reemprenden su amistad después de una temporada de frialdad. -Queremos reparar... No montaremos ya caballos de guerra... Eres Tú quien se apiada de nosotros. El hombre tiende siempre a querer contar con sus propias fuerzas, con «sus caballos de guerra». Pero, quebrantado, reconoce a veces, como Israel, que el único salvador es Dios.
-Entonces sanaré sus infidelidades; les amaré generosamente. Dios, amor decepcionado, es quien dice esas cosas. He de escuchar esas palabras de ternura.
-Seré como rocío para Israel que florecerá como el lirio. Hundirá sus raíces como el cedro del Líbano, cuyas ramas se desplegarán. Su belleza será la del olivo: su fragancia, la del Líbano. Volverán a sentarse a su sombra. Florecerán como la vid; su renombre será como el del vino del Líbano. Sorprendente acumulación de imágenes de prosperidad y de felicidad. Frescor. Fecundidad. Belleza. Fragancia. Flores. Solidez. Hay que "saborear" cada una de las imágenes: el rocío... el lirio... el árbol frondoso... el vino... los perfumes... las frutas... Y estamos en plena cuaresma, en medio de la cuaresma. ¡Y Dios nos promete todas esas cosas!” (Noel Quesson).
Como es propio del viernes, día penitencial por excelencia, se nos habla de la conversión: «perdona nuestra iniquidad, recibe el sacrificio de nuestros labios».
Seguimos teniendo la tentación de controlar todo, -“montar a caballo”: poner nuestra confianza en medios humanos-, tener ídolos en los que ponemos el corazón. La clave será mirar nuestro corazón y ver ¿cómo va nuestro amor? «Que sepamos dominar nuestro egoísmo y secundar las inspiraciones que nos vienen del cielo» (oración), pues el amor será el que guía nuestro caminar: «Rectos son los caminos del Señor, los justos andan por ellos» (1ª lectura), para ello tenemos la fuerza de la oración: «Ojalá me escuchase mi pueblo y caminase por mi camino» (salmo). “La misma conversión es obra del amor gratuito y generoso de Dios. Él sugiere las palabras, sana la infidelidad, es el rocío vivificador, el fruto procede de su gran compasión. En definitiva, triunfa su infinito Amor”, y nos lleva a un paraíso, por haber sido capaces de recibir la Palabra de Dios en el corazón: ése es elemento fundamental, nuestra conciencia.
2. A ello nos lleva el salmo, que toma las ideas de antes, y las pone en lenguaje poético, siguiendo con la imagen de la tentación del agua, que esta semana sigue como imagen de fondo, al igual que el camino de Dios. Todo ello confluye en hacer la voluntad divina, vivir el mandamiento del amor. Juan Pablo II lo comentaba en torno a dos polos: “Por una parte, está el don divino de la libertad que se ofrece a Israel oprimido e infeliz: "Clamaste en la aflicción, y te libré" (v. 8). Se alude también a la ayuda que el Señor prestó a Israel en su camino por el desierto, es decir, al don del agua en Meribá, en un marco de dificultad y prueba.
Sin embargo, por otra parte, además del don divino, el salmista introduce otro elemento significativo. La religión bíblica no es un monólogo solitario de Dios, una acción suya destinada a permanecer estéril. Al contrario, es un diálogo, una palabra a la que sigue una respuesta, un gesto de amor que exige adhesión. Por eso, se reserva gran espacio a las invitaciones que Dios dirige a Israel.
El Señor lo invita ante todo a la observancia fiel del primer mandamiento, base de todo el Decálogo, es decir, la fe en el único Señor y Salvador, y la renuncia a los ídolos (cf. Ex 20, 3-5). En el discurso del sacerdote en nombre de Dios se repite el verbo "escuchar", frecuente en el libro del Deuteronomio, que expresa la adhesión obediente a la Ley del Sinaí y es signo de la respuesta de Israel al don de la libertad.
Efectivamente, en nuestro salmo se repite: "Escucha, pueblo mío. (...) Ojalá me escuchases, Israel (...). Pero mi pueblo no escuchó mi voz, Israel no quiso obedecer. (...) Ojalá me escuchase mi pueblo" (Sal 80, 9. 12. 14).
Sólo con su fidelidad en la escucha y en la obediencia el pueblo puede recibir plenamente los dones del Señor. Por desgracia, Dios debe constatar con amargura las numerosas infidelidades de Israel. El camino por el desierto, al que alude el salmo, está salpicado de estos actos de rebelión e idolatría, que alcanzarán su culmen en la fabricación del becerro de oro (cf. Ex 32, 1-14).
La última parte del salmo (cf. vv. 14-17) tiene un tono melancólico. En efecto, Dios expresa allí un deseo que aún no se ha cumplido: "Ojalá me escuchase mi pueblo, y caminase Israel por mi camino" (v. 14). Con todo, esta melancolía se inspira en el amor y va unida a un deseo de colmar de bienes al pueblo elegido. Si Israel caminase por las sendas del Señor, él podría darle inmediatamente la victoria sobre sus enemigos (cf. v. 15), y alimentarlo "con flor de harina" y saciarlo "con miel silvestre" (v. 17).
Sería un alegre banquete de pan fresquísimo, acompañado de miel que parece destilar de las rocas de la tierra prometida, representando la prosperidad y el bienestar pleno, como a menudo se repite en la Biblia (cf. Dt 6, 3; 11, 9; 26, 9. 15; 27, 3; 31, 20). Evidentemente, al abrir esta perspectiva maravillosa, el Señor quiere obtener la conversión de su pueblo, una respuesta de amor sincero y efectivo a su amor tan generoso.
En la relectura cristiana, el ofrecimiento divino se manifiesta en toda su amplitud. En efecto, Orígenes nos brinda esta interpretación: el Señor "los hizo entrar en la tierra de la promesa; no los alimentó con el maná como en el desierto, sino con el grano de trigo caído en tierra (cf. Jn 12, 24-25), que resucitó... Cristo es el grano de trigo; también es la roca que en el desierto sació con su agua al pueblo de Israel. En sentido espiritual, lo sació con miel, y no con agua, para que los que crean y reciban este alimento tengan la miel en su boca".
Como siempre en la historia de la salvación, la última palabra en el contraste entre Dios y el pueblo pecador nunca es el juicio y el castigo, sino el amor y el perdón. Dios no quiere juzgar y condenar, sino salvar y librar a la humanidad del mal. Sigue repitiendo las palabras que leemos en el libro del profeta Ezequiel: "¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado y no más bien en que se convierta de su conducta y viva? (...) ¿Por qué habéis de morir, casa de Israel? Yo no me complazco en la muerte de nadie, sea quien fuere, oráculo del Señor. Convertíos y vivid" (Ez 18, 23. 31-32).
La liturgia se transforma en el lugar privilegiado donde se escucha la invitación divina a la conversión, para volver al abrazo del Dios "compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad" (Ex 34, 6)”. Esta es la memoria que debe hacer Israel: “Un pueblo que olvida sus orígenes pierde su identidad”, como pasó en Egipto hasta que los sacó el Señor. El sentido espiritual es evidente para nosotros, pues es la nueva vida que constituye la identidad que tenemos como cristianos (Carlos G. Vallés).
3. La Ley de Cristo es el amor a Dios y al prójimo. San Bernardo dice: «El amor, basta por sí solo, satisface por sí solo y por causa de sí. Su mérito y su premio se identifican con él mismo. El amor no requiere otro motivo fuera de él mismo, ni tampoco ningún provecho; su fruto consiste en su misma práctica. Amo porque amo, amo para amar. Gran cosa es el amor, con tal de que recurra a su principio y origen, con tal de que vuelva siempre a su fuente y sea una continua emanación de la misma». Esa fuente no es otra que Dios. “Hemos de aprender a amar en nuestra vida ordinaria: a través del espíritu de servicio, con el trabajo bien hecho, con una conversación amable, con la serenidad en los momentos difíciles, agradeciendo los dones a Dios y al prójimo”. El amor es quien nos liberará de los ídolos de piedra hechos por nuestras manos, valores que absolutizamos: el dinero, el éxito, el placer, la comodidad, las estructuras, nuestra propia persona.
«No existe otro mandamiento mayor que éstos». Es más, es la razón de nuestra existencia: «El alma no puede vivir sin amor, siempre quiere amar alguna cosa, porque está hecha de amor, que yo por amor la creé» (Santa Catalina de Siena), nos dice el Dios que es amor todopoderoso, amor hasta el extremo, amor crucificado: «Es en la cruz donde puede contemplarse esta verdad» (Benedicto XVI). “Este Evangelio no es sólo una autorrevelación de cómo Dios mismo -en su Hijo- quiere ser amado. Con un mandamiento del Deuteronomio: «Ama al Señor, tu Dios» (Dt 6,5) y otro del Levítico: «Ama a los otros» (Lev 19,18), Jesús lleva a término la plenitud de la Ley. Él ama al Padre como Dios verdadero nacido del Dios verdadero y, como Verbo hecho hombre, crea la nueva Humanidad de los hijos de Dios, hermanos que se aman con el amor del Hijo.
La llamada de Jesús a la comunión y a la misión pide una participación en su misma naturaleza, es una intimidad en la que hay que introducirse. Jesús no reivindica nunca ser la meta de nuestra oración y amor. Da gracias al Padre y vive continuamente en su presencia. El misterio de Cristo atrae hacia el amor a Dios -invisible e inaccesible- mientras que, a la vez, es camino para reconocer, verdad en el amor y vida para el hermano visible y presente. Lo más valioso no son las ofrendas quemadas en el altar, sino Cristo que se quema como único sacrificio y ofrenda para que seamos en Él un solo altar, un solo amor.
Esta unificación de conocimiento y de amor tejida por el Espíritu Santo permite que Dios ame en nosotros y utilice todas nuestras capacidades, y a nosotros nos concede poder amar como Cristo, con su mismo amor filial y fraterno. Lo que Dios ha unido en el amor, el hombre no lo puede separar. Ésta es la grandeza de quien se somete al Reino de Dios: el amor a uno mismo ya no es obstáculo sino éxtasis para amar al único Dios y a una multitud de hermanos” (Pere Montagut).
Jesús resume hoy toda la ley en el amor: -Vuelve, Israel, al Señor, tu Dios. “El amor es esencial del evangelio y de la vida evangélica. Es la "buena nueva" que mi vida toda debería estar proclamando. ¿Amo yo, efectivamente? ¿A quién amo? ¿A quién dejo de amar? ¿Cómo se traduce este amor? ¿Quién es mi prójimo? Como tú mismo... Como tú misma...", ¡no es decir poco! ¿Cómo me amo a mí mismo/a? ¿Qué deseo yo para mí? ¿Cuáles son mis aspiraciones profundas? ¿A qué cosas estoy más aferrado? ¿Qué es lo que más me falta? Y todo esto quererlo también para mi prójimo. No debo pasar muy rápidamente sobre todas estas cuestiones. Debo tomar, sobre ellas, una decisión en este tiempo de cuaresma.
-Díjole el escriba “Muy bien, Maestro, tienes razón...” Viendo Jesús cuán atinadamente había respondido, le dijo: "No estás lejos del reino de Dios." ¡Jesús felicitó a un escriba! En cualquier conversación, saber reconocer los aciertos en las intervenciones de los otros para valorarlos y estimularlos es una forma humilde de amor al prójimo, que Jesús pone aquí en práctica. "El Reino de Dios" = ¡amar!, ¡a Dios y a los hermanos! Este es también el contenido esencial de la Iglesia y que la liturgia cristiana expresa. Cada asamblea eucarística debería ser a la vez: -Un lugar de encuentro y de amor de Dios. -Un lugar de encuentro y de amor fraterno” (Noel Quesson).
La caracterización del amor, y su intensidad, si queremos que en él se cumpla la voluntad de Dios, ha de ser: “Único: dirigido al único Dios y Señor. Si se divide, entre Dios y el diablo, no es válido. De todo corazón: sin resquicio alguno, y poniendo en tensión todas las vísceras. Con toda el alma: abrazando cuerpo y espíritu, exterioridad e interioridad profunda. Con toda tu mente: que no consista en meros impulsos sino que goce de luz, de verdad, para que ideas engañosas, egoístas y manipuladoras, no turben la unidad y armonía. Y esa misma intensidad del amor habría que aplicarla gradualmente a nuestra relación mutua entre los hombres: en solidaridad, justicia, gratuidad, sacrificio, desprendimiento, cercanía. Jesús nos ha puesto las cosas muy difíciles, pero por ahí va el camino de la perfección o santidad de vida. Seamos perfectos en el amor, como nuestro Padre celestial es perfecto” (Gratis date). Como decimos en la Comunión, «Amar a Dios con todo corazón y al prójimo como a ti mismo vale más que todos los sacrificios» (cf. Mc 12,33), y pedimos luego que sea prenda de lo que será: «Señor, que la acción de tu poder en nosotros penetre íntimamente nuestro ser, para que lleguemos un día a la plena posesión de lo que ahora recibimos en la Eucaristía» (Postcomunión).
¡Tantas veces se ha hecho el encontradizo! En la alegría y en el dolor. Como muestra de amor nos dejó los sacramentos, “canales de la misericordia divina”. Nos perdona en la Confesión y se nos da en la Sagrada Eucaristía. Nos ha dado a su Madre por Madre nuestra. También nos ha dado un Ángel para que nos proteja. Y Él nos espera en el Cielo donde tendremos una felicidad sin límites y sin término. Pero amor con amor se paga. Y decimos con Francisca Javiera: “Mil vidas si las tuviera daría por poseerte, y mil... y mil... más yo diera... por amarte si pudiera... con ese amor puro y fuerte con que Tú siendo quien eres... nos amas continuamente” (Decenario al Espíritu Santo).
Dios espera de cada hombre una respuesta sin condiciones a su amor por nosotros. Nuestro amor a Dios se muestra en las mil incidencias de cada día: amamos a Dios a través del trabajo bien hecho, de la vida familiar, de las relaciones sociales, del descanso... Todo se puede convertir en obras de amor. Cuando correspondemos al amor a Dios los obstáculos se vencen; y al contrario, sin amor hasta las más pequeñas dificultades parecen insuperables. El amor a Dios ha de ser supremo y absoluto. Dentro de este amor caben todos los amores nobles y limpios de la tierra, según la peculiar vocación recibida, y cada uno en su orden. La señal externa de nuestra unión con Dios es el modo como vivimos la caridad con quienes están junto a nosotros. Pidámosle hoy a la Virgen que nos enseñe a corresponder al amor de su Hijo, y que sepamos también amar con obras a sus hijos, nuestros hermanos (Francisco Fernández Carvajal).
Este es el fondo de la conversión que se nos pide: aprender a confiar en el amor de Dios, apoyarnos ahí, roca firme, que nunca nos va a engañar, que no se va a quebrar, y al interiorizar ese don se hace vida, y el amor brota para los demás.
Llucià Pou Sabaté

miércoles, 14 de marzo de 2012

Cuaresma 3, miércoles: Hemos de alabar a Dios que nos protege, en Jesús que lleva la ley a cumplimiento en la nueva ley de la libertad de los hijos de

Cuaresma 3, miércoles: Hemos de alabar a Dios que nos protege, en Jesús que lleva la ley a cumplimiento en la nueva ley de la libertad de los hijos de Dios

Deuteronomio 4,1.5-9: Y ahora, Israel, escucha los preceptos y las leyes que yo les enseño para que las pongan en práctica. Así ustedes vivirán y entrarán a tomar posesión de la tierra que les da el Señor, el Dios de sus padres. Tengan bien presente que ha sido el Señor, mi Dios, el que me ordenó enseñarles los preceptos y las leyes que ustedes deberán cumplir en la tierra de la que van a tomar posesión. Obsérvenlos y pónganlos en práctica, porque así serán sabios y prudentes a los ojos de los pueblos, que al oír todas estas leyes, dirán: "¡Realmente es un pueblo sabio y prudente esta gran nación!". ¿Existe acaso una nación tan grande que tenga sus dioses cerca de ella, como el Señor, nuestro Dios, está cerca de nosotros siempre que lo invocamos? ¿Y qué gran nación tiene preceptos y costumbres tan justas como esta Ley que hoy promulgo en presencia de ustedes? Pero presta atención y ten cuidado, para no olvidar las cosas que has visto con tus propios ojos, ni dejar que se aparten de tu corazón un sólo instante. Enséñalas a tus hijos y a tus nietos.

Salmo 147,12-13.15-16.19-20: ¡Glorifica al Señor, Jerusalén, alaba a tu Dios, Sión! / Él reforzó los cerrojos de tus puertas y bendijo a tus hijos dentro de ti; / Envía su mensaje a la tierra, su palabra corre velozmente; / reparte la nieve como lana y esparce la escarcha como ceniza. / Revela su palabra a Jacob, sus preceptos y mandatos a Israel: / a ningún otro pueblo trató así ni le dio a conocer sus mandamientos. ¡Aleluya!

Evangelio (Mt 5,17-19): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase una i o una tilde de la Ley sin que todo suceda. Por tanto, el que traspase uno de estos mandamientos más pequeños y así lo enseñe a los hombres, será el más pequeño en el Reino de los Cielos; en cambio, el que los observe y los enseñe, ése será grande en el Reino de los Cielos».

Comentario: 1. Los caminos que Dios señala son en verdad justos y sensatos, por ellos se llega a la felicidad y a la vida. Dios se dirige a los hombres como a una persona amada, por su nombre: «Escucha, Israel...» En estos días de cuaresma trato de estar «a la escucha». «Para vivir» plenamente... “Escuchar a Dios para vivir en plenitud. Ayúdame, Señor: que yo experimente, que tu Palabra escuchada sea «vida» para mí... como una respiración vital cotidiana y de ningún modo un triste deber cotidiano obligatorio”. Para así "entrar en posesión de la tierra que Dios da", en un sentido «interior», un espacio vital sagrado. “Que tu Palabra, Señor, sea mi "sabiduría", un alimento de mi espíritu. Que tus pensamientos lleguen a ser también mis pensamientos. Que tu manera de ver impregne mis modos de ver. Y todo ello en plena libertad. No como una coacción exterior obligatoria... sino como una fuente vivificante y profunda. No como un "mandamiento" tiránico y humillante... sino como una necesidad interior aceptada de buen grado”. Sin embargo, a veces dudamos: “Tú te callas, pareces estar lejos de nosotros. Pero lo sé, estás ahí. Tú me miras en este mismo momento. Te interesas por mí y estás más cerca de mí que mi propio corazón” (Noel Quesson).
2. El inicio del salmo de hoy se ha hecho famoso en parte por haber sido llevado con frecuencia a la música en latín: «Lauda, Jerusalem, Dominum». Lo comentaba así Juan Pablo II: “Estas palabras iniciales constituyen la típica invitación de los himnos de los salmos a alabar al Señor. Jerusalén, personificación del pueblo, es interpelada para que exalte y glorifique a su Dios (Cf. versículo 12).
Ante todo se menciona el motivo por el que la comunidad orante debe elevar al Señor su alabanza. Es de carácter histórico: ha sido Él, el Liberador de Israel del exilio de Babilonia, quien ha dado seguridad a su pueblo, reforzando «los cerrojos de las puertas» de la ciudad (Cf. versículo 13).
Cuando Jerusalén se derrumbó ante el asalto del ejército del rey Nabucodonosor en el año 586 a. c., el libro de las Lamentaciones presentó al mismo Señor como juez del pecado de Israel, mientras «decidió destruir la muralla de la hija de Sión... Él deshizo y rompió sus cerrojos» (Lamentaciones 2, 8.9). Ahora, el Señor vuelve a construir la ciudad santa; en el templo resurgido vuelve a bendecir a sus hijos. Se menciona así la obra realizada por Nehemías (Cf. Nehemías 3, 1-38), quien restableció los muros de Jerusalén para que volviera a ser oasis de serenidad y paz.
De hecho, la paz, «shalom», es evocada inmediatamente, pues es contenida simbólicamente en el mismo nombre de Jerusalén. El profeta Isaías ya había prometido a la ciudad: «Te pondré como gobernantes la paz, y por gobierno la justicia» (60, 17).
Pero, además de reconstruir los muros de la ciudad, de bendecirla y de pacificarla en la seguridad, Dios ofrece a Israel otros dones fundamentales: así lo describe el final del Salmo. Se recuerdan los dones de la Revelación, de la Ley de las prescripciones divinas: «Anuncia su palabra a Jacob, sus decretos y mandatos a Israel; con ninguna nación obró así, ni les dio a conocer sus mandatos» (Salmo 147, 19).
De este modo, se celebra la elección de Israel y su misión única entre los pueblos: proclamar al mundo la Palabra de Dios. Es una misión profética y sacerdotal, pues «¿cuál es la gran nación cuyos preceptos y normas sean tan justos como toda esta Ley que yo os expongo hoy?» (Deuteronomio 4, 8). A través de Israel y, por tanto, también a través de la comunidad cristiana, es decir, la Iglesia, la Palabra de Dios puede resonar en el mundo y convertirse en norma y luz de vida para todos los pueblos (Cf. Salmo 147, 20).
Hasta este momento hemos descrito el primer motivo de la alabanza que hay que elevar al Señor: es una motivación histórica, ligada a la acción liberadora y reveladora de Dios con su pueblo.
Hay, además, otra razón para exultar y alabar: es de carácter cósmico, es decir, ligada a la acción creadora de Dios. La Palabra divina irrumpe para dar vida al ser. Como un mensajero, recorre los espacios inmensos de la tierra (Cf. Salmo 147, 15). E inmediatamente hace florecer maravillas.
De este modo, llega el invierno, presentado en sus fenómenos atmosféricos con un toque de poesía: la nieve es como lana por su candor, la escarcha recuerda al polvo del desierto (Cf. versículo 16), el granizo se parece a las migajas de pan echadas al suelo, el hielo congela la tierra y bloquea la vegetación (Cf. versículo 17). Es un cuadro invernal que invita a descubrir las maravillas de la creación y que será retomado en una página sumamente pintoresca por otro libro bíblico, el Eclesiástico (43,18-20).
Ahora bien, la acción de la Palabra divina también hace reaparecer la primavera: el hielo se deshace, el viento caluroso sopla y hace discurrir las aguas (Cf. Salmo 147, 18), repitiendo así el perenne ciclo de las estaciones y, por tanto, la misma posibilidad de vida para hombres y mujeres.
Naturalmente no han faltado lecturas metafóricas de estos dones divinos: La «flor de harina» ha hecho pensar en el don del pan eucarístico. Es más, el gran escritor cristiano del siglo III, Orígenes, vio en esa harina un signo del mismo Cristo, y en particular, de la Sagrada Escritura.
Este es su comentario: «Nuestro Señor es el grano de trigo que cae a tierra y se multiplicó por nosotros. Pero este grano de trigo es superlativamente copioso. La Palabra de Dios es superlativamente copiosa, recoge en sí misma todas las delicias. Todo lo que quieres, proviene de la Palabra de Dios, como narran los judíos: cuando comían el maná sentían en su boca el sabor de lo que cada quien deseaba. Lo mismo sucede con la carne de Cristo, palabra de la enseñanza, es decir, la comprensión de las santas Escrituras: cuanto más grande es nuestro deseo, más grande es el alimento que recibimos. Si eres santo, encuentras refrigerio; si eres pecador, tormento» (Orígenes - Jerónimo, «74 homilías sobre el libro de los Salmos» («74 omelie sul libro dei Salmi»), Milán 1993, pp. 543-544).
Por tanto, el Señor actúa con su Palabra no sólo en la creación, sino también en la historia. Se revela con el lenguaje mudo de la naturaleza (Cf. Salmo 18, 2-7), pero se expresa de manera explícita a través de la Biblia y a través de su comunicación personal por medio de los profetas y en plenitud por medio del Hijo (Cf. Hebreos 1,1-2). Son dos dones de su amor diferentes, pero convergentes.
Por este motivo todos los días debe elevarse hacia el cielo nuestra alabanza, y por eso se reza en los Laudes de la Liturgia de las Horas, “para bendecir al Señor de la vida y de la libertad, de la existencia y de la fe, de la creación y de la redención”.
En la sagrada Escritura la creación a menudo está vinculada también a la Palabra divina que irrumpe y actúa: "Él envía su mensaje a la tierra; su palabra corre veloz" (Sal 147, 15). En la literatura sapiencial veterotestamentaria la Sabiduría divina, personificada, es la que da origen al cosmos, actuando el proyecto de la mente de Dios (cf. Pr 8, 22-31). Estamos en un momento plural con distintas religiones, que buscan la trascendencia, la verdad, el sentido profundo de la vida. En la revelación judeo-cristiana, es Dios quien busca al hombre, le dirige su Palabra, como dice Moisés: «¿Hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está Yahvé nuestro Dios siempre que le invocamos?» (Dt 4,7). El salmo nos invita a alabar a Dios («glorifica al Señor, Jerusalén») porque ha bendecido a su pueblo comunicándole su palabra: «él envía su mensaje a la tierra y su palabra corre veloz... anuncia su palabra a Jacob, sus decretos y mandatos a Israel: con ninguna nación obró así», sigue por tanto la idea de la primera lectura, al modo poético, como todos estos días. Y, todavía, el salmista canta que Dios «revela a Jacob su palabra, sus preceptos y sus juicios a Israel: no hizo tal con ninguna nación, ni una sola conoció sus juicios » (Sal 147,19-20). En la Entrada pedimos: «Asegura mis pasos con tu promesa. Que ninguna maldad me domine» (Sal 118,133).
3. Jesús continúa hoy con el Sermón de la montaña, pero con una nota de continuidad al Antiguo Testamento, sin quedarse en las aplicaciones circunstanciales o rituales de ceremonias, sino yendo al sentido profundo, perenne, pues entre los primeros cristianos tenían pugnas sobre si también debían vivir aquellas concreciones. Por eso nos dice: «No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas, sino a dar cumplimiento»… Recuerda a este respecto Benedicto XVI que del Mesías se esperaba que trajera una nueva Torá, su Torá, que es ley de libertad (como veremos al comentar las cartas a los Romanos y Gálatas). “La mayor parte del Sermón de la Montaña (cf. Mt 5, 17-7, 27) está dedicada al mismo tema: tras una introducción programática, que son las Bienaventuranzas, nos presenta, por así decirlo, la Torá del Mesías”. Mateo escribió su Evangelio para judeocristianos y pensando en el mundo judío, para dar nuevo vigor al gran impulso que había llegado con Jesús. “A través de su Evangelio, Jesús habla de modo nuevo y de continuo a Israel. En el momento histórico de Mateo, habla muy especialmente a los judeocristianos, que reconocen así la novedad y la continuidad de la historia de Dios con la humanidad, comenzada con Abraham, y del cambio profundo introducido en ella por Jesús; así deben encontrar el camino de la vida”.
“Pero, ¿cómo es esa Torá del Mesías? Al comienzo, y como encabezamiento y clave de interpretación, nos encontramos, por así decirlo, con unas palabras siempre sorprendentes y que aclaran de modo inequívoco la fidelidad de Dios a sí mismo y la lealtad de Jesús a la fe de Israel: «No creáis que he venido a abolir la Ley o los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la Ley. El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres, será el menos importante en el reino de los cielos. Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos» (Mt 5, 17-19). Es una ley de libertad, como decía Jacques Philippe en “La libertad interior”: “considero esencial que cada cristiano descubra que, incluso en las circunstancias externas más adversas, dispone en su interior de un espacio de libertad que nadie puede arrebatarle, porque Dios es su fuente y su garantía. Sin este descubrimiento, nos pasaremos la vida agobiados y no llegaremos a gozar nunca de la auténtica felicidad. Por el contrario, si hemos sabido desarrollar dentro de nosotros este espacio interior de libertad, sin duda serán muchas las cosas que nos hagan sufrir, pero ninguna logrará hundimos ni agobiamos del todo”. Se trata de tener un “oasis” en nuestro corazón: “el hombre conquista su libertad interior en la misma medida en que se fortalecen en él la fe, la esperanza y la caridad… el dinamismo de lo que tradicionalmente se han denominado las «virtudes teologales» constituye el centro de la vida espiritual”; esto coloca en un papel decisivo en el desempeño de nuestro crecimiento interior la virtud de la esperanza: una virtud que sólo puede cultivarse unida a la pobreza de corazón, resumida en la primera bienaventuranza: “Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”. Para ser dóciles a esa maravillosa renovación interior que el Espíritu Santo quiere obrar en los corazones con el fin de hacemos acceder a la gloriosa libertad de los hijos de Dios –“donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad”-, es importante acudir a María: «Ofreceremos a Dios nuestra voluntad, nuestra razón, nuestra inteligencia, todo nuestro ser a través de las manos y el corazón de la Santísima Virgen. Entonces nuestro espíritu poseerá esta preciada libertad del alma, tan ajena a la ansiedad, a la tristeza, a la depresión, al encogimiento, a la pobreza de espíritu. Navegaremos en el abandono, liberándonos de nosotros mismos para atarnos a Él, el Infinito» (Madre Yvonne-Airnée de Malestroit).
Interiorizar la ley, sin formalismos. No es fácil. No he venido a "abrogar" la ley, sino a "consumarla"... samaritanos, publicanos, extranjeros, leprosos. El evangelio está lleno de controversias de Jesús con los escribas, muy aferrados a la letra de la Ley. Jesús luchaba contra todo formalismo, contra toda estrechez de miras. Sin embargo, obrando así, pero no para destruir la Ley, sino para salvarla, mejorarla para que cumpliera su fin. “Nada es pequeño delante de Dios, según el texto de la Sagrada Escritura. No hay "pequeños deberes" sobre lo que nos pide la Palabra de Dios.
"Considerar las cosas pequeñas como grandes, a causa de Jesús que es quien las hace en nosotros”(B. Pascal). Jesús nos invita a no soñar con cosas grandes: lo que a diario hacemos es a menudo pequeño, minúsculo. Todo depende de lo que nuestro corazón pone en ello.
Santa Teresa de Lisieux entró en el Carmelo a los quince años con todo el entusiasmo de su adolescencia. Lo que le esperaba fue: barrer los claustros, hacer la colada, acompañar al refectorio a una hermana vieja y enferma. Pequeñas cosas. La vida humilde, la dedicada a trabajos pesados y fáciles, es una obra de selección que requiere mucho amor.
-El que practicare y enseñare -esos mandamientos mínimos- será "grande" en el reino de los cielos.
"Las obras deslumbrantes me están prohibidas. Para dar pruebas de mi amor no tengo otro medio que el de no dejar escapar ningún pequeño sacrificio, ninguna mirada, ninguna palabra; de aprovechar las más pequeñas acciones y hacerlas por amor.' (Santa Teresita) Lo que es "pequeño" a los ojos de los hombres, puede ser "grande" a los ojos de Dios.
Ayúdame, Señor, a saber apreciar cualquier cosa, como Tú. Modesta actualidad de cada día. Banalidad cotidiana enaltecida. Una vez más, Jesús insiste en el "hacer"... practicar... poner en práctica... Es fácil el ilusionarse con bellas palabras. Uno se cree bueno porque se siente capaz de hablar bien de "espiritualidad" o incluso de discutir sobre doctrina teológica... Jesús nos reconduce a la realidad de nuestros actos cotidianos. Hacer la voluntad de Dios, aun en los mínimos detalles. Esfuerzo de cuaresma (Noel Quesson), para ver, como decía san Teófilo de Antioquía: «Dios es visto por los que pueden verle; sólo necesitan tener abiertos los ojos del espíritu (...), pero algunos hombres los tienen empañados». Para poder purificar el corazón y poder ver, pedimos en la Colecta (en la nueva redacción, con elementos del Gelasiano y del Sermón 40,4 de San León Magno): «Penetrados del sentido cristiano de la Cuaresma y alimentados con tu Palabra, te pedimos, Señor, que te sirvamos fielmente con nuestras penitencias y perseveremos unidos en la plegaria». Y también en la Postcomunión: «Santifícanos, Señor, con este pan del cielo que hemos recibido, para que, libres de nuestros errores, podamos alcanzar las promesas eternas».
Llucià Pou Sabaté

lunes, 12 de marzo de 2012

Cuaresma 3ª semana, martes: cuando perdonamos, nos hacemos dignos de la misericordia divina

Cuaresma 3ª semana, martes: cuando perdonamos, nos hacemos dignos de la misericordia divina

Libro de Daniel 3,25.34-43: Él replicó: "Sin embargo, yo veo cuatro hombres que caminan libremente por el fuego sin sufrir ningún daño, y el aspecto del cuarto se asemeja a un hijo de los dioses". - «Por el honor de tu nombre, no nos desampares para siempre, no rompas tu alianza, no apartes de nosotros tu misericordia. Por Abraham, tu amigo; por Isaac, tu siervo; por Israel, tu consagrado; a quienes prometiste multiplicar su descendencia como las estrellas del cielo, como la arena de las playas marinas. Pero ahora, Señor, somos el más pequeño de todos los pueblos; hoy estamos humillados por toda la tierra a causa de nuestros pecados. En este momento no tenemos príncipes, ni profetas, ni jefes; ni holocausto, ni sacrificios, ni ofrendas, ni incienso; ni un sitio donde ofrecerte primicias, para alcanzar misericordia. Por eso, acepta nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde, como un holocausto de carneros y toros o una multitud de corderos cebados. Que éste sea hoy nuestro sacrificio, y que sea agradable en tu presencia: porque los que en ti confían no quedan defraudados. Ahora te seguimos de todo corazón, te respetamos y buscamos tu rostro, no nos defraudes, Señor. Trátanos según tu piedad, según tu gran misericordia. Líbranos con tu poder maravilloso y da gloria a tu nombre, Señor.»

Salmo 25,4-9: Muéstrame, Señor, tus caminos, enséñame tus senderos. / Guíame por el camino de tu fidelidad; enséñame, porque tú eres mi Dios y mi salvador, y yo espero en ti todo el día. / Acuérdate, Señor, de tu compasión y de tu amor, porque son eternos. / No recuerdes los pecados ni las rebeldías de mi juventud: Por tu bondad, Señor, acuérdate de mí según tu fidelidad. / El Señor es bondadoso y recto: por eso muestra el camino a los extraviados; / Él guía a los humildes para que obren rectamente y enseña su camino a los pobres.

Texto del Evangelio (Mt 18,21-35): En aquel tiempo, Pedro se acercó y le dijo: «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?». Dícele Jesús: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.
Por eso el Reino de los Cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. Al empezar a ajustarlas, le fue presentado uno que le debía 10.000 talentos. Como no tenía con qué pagar, ordenó el señor que fuese vendido él, su mujer y sus hijos y todo cuanto tenía, y que se le pagase. Entonces el siervo se echó a sus pies, y postrado le decía: ‘Ten paciencia conmigo, que todo te lo pagaré’. Movido a compasión el señor de aquel siervo, le dejó en libertad y le perdonó la deuda.
Al salir de allí aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros, que le debía cien denarios; le agarró y, ahogándole, le decía: ‘Paga lo que debes’. Su compañero, cayendo a sus pies, le suplicaba: ‘Ten paciencia conmigo, que ya te pagaré’. Pero él no quiso, sino que fue y le echó en la cárcel, hasta que pagase lo que debía. Al ver sus compañeros lo ocurrido, se entristecieron mucho, y fueron a contar a su señor todo lo sucedido. Su señor entonces le mandó llamar y le dijo: ‘Siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?’. Y encolerizado su señor, lo entregó a los verdugos hasta que pagase todo lo que le debía. Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano»

Comentario: 1. La plegaria de Daniel se apoya por entero en la «misericordia» de Dios. La época de Daniel es un período de prueba, de mucha humillación. Los judíos han sido deportados a Babilonia. Son perseguidos. No existe ninguna estructura ni institución: «ni jefe, ni profeta, ni príncipe, ni holocausto, ni sacrificio de ofrenda, ni incienso, ni siquiera un lugar para rezar. . .» En esta situación de desolación, es cuando Daniel eleva a Dios su plegaria. La historia del pueblo de Dios está jalonada de hechos parecidos. No es una historia de poder: los medios humanos han fallado a menudo... los fracasos eran habituales... Sobre ellos, los sucesos se abatían duros y desconcertantes... Y, en esa situación, la impresión turbadora de «estar abandonado de Dios»... la peor tentación para el que ha puesto en Dios su confianza. -Somos los más pequeños de todas las naciones... Humillados hoy en el mundo entero a causa de nuestros pecados. ¡Ánimo! también yo, una vez más, he de considerar mi "pequeñez". Atreverme a hacer el balance de mis mezquindades, de mis infortunios, de mis pecados. Esa lucidez es ya un inicio de plegaria. Lo pienso sosegadamente... ¿Por qué taparse la cara? ¿Por qué hacerse ilusiones?
-Para los que confían en ti, no hay confusión... Ahora nosotros te seguimos con todo nuestro corazón, te tememos y buscamos tu rostro... «Busco tu rostro, el rostro del Señor». Yo y todos los hombres tenemos necesidad de ti, Señor, buscamos tu rostro.
-Trátanos con la abundancia de tu «misericordia» y según tu gran «bondad»... Eres Tú, Señor, el que nos sugiere esa oración. Es tu propia Palabra la que repito yo cuando pronuncio esas palabras, según el profeta Daniel. Tú eres el que me inspira esos sentimientos. Gracias (Noel Quesson).
El concepto de 'misericordia' en el Antiguo Testamento fue estudiado por Juan Pablo II en la encíclica que lleva ese nombre divino de Rico en misericordia: es “una larga y rica historia. Debemos remontarnos hasta ella para que resplandezca más plenamente la misericordia revelada por Cristo. Al revelarla con sus obras y sus enseñanzas, Él se estaba dirigiendo a hombres que no sólo conocían el concepto de misericordia, sino que además, en cuanto Pueblo de Dios de la Antigua Alianza, habían sacado de su historia plurisecular una experiencia peculiar de la misericordia de Dios. Esta experiencia era social y comunitaria, como también individual e interior.
Efectivamente, Israel fue el pueblo de la alianza con Dios, alianza que rompió muchas veces. Cuando, a su vez, adquiría conciencia de la propia infidelidad y a lo largo de la historia de Israel no faltaron Profetas y hombres que despertaban tal conciencia-, se apelaba a la misericordia. A este respecto, los libros del Antiguo Testamento nos ofrecen muchísimos testimonios. Entre los hechos y textos de mayor relieve se pueden recordar: el comienzo de la historia de los Jueces (Cfr. Jue 3, 7-0), la oración de Salomón al inaugurar el templo (Cfr. 1 Re 8, 22-53), una parte de la intervención profética de Miqueas (Cfr. Miq 7, 18-20), las consoladoras garantías ofrecidas por Isaías (Cfr. Is 1, 18; 51,4-16), la súplica de los hebreos desterrados (Cfr. Bar 2, 11-3, 8), la renovación de la alianza después de la vuelta del exilio (Cfr. Neh 9).
Es significativo que los Profetas, en su predicación, pongan la misericordia, a la que recurren con frecuencia debido a los pecados del pueblo, en conexión con la imagen incisiva del amor por parte de Dios. El Señor ama a Israel con el amor de una peculiar elección, semejante al amor de un esposo (Cfr.,p.e., Os 2, 21-25 y 15; Is 54, 6-8), y por esto perdona sus culpas e incluso sus infidelidades y traiciones. Cuando se ve frente a la penitencia, a la conversión auténtica, devuelve de nuevo la gracia a su pueblo (Cfr. Jer 31, 20; Ez 39, 25-29). En la predicación de los Profetas, la misericordia significa una potencia especial del amor, que prevalece sobre el pecado y la infidelidad del pueblo elegido.
Tanto el mal físico como el mal moral o pecado hacen que los hijos e hijas de Israel se dirijan al Señor recurriendo a su misericordia. Así lo hace David, con conciencia de la gravedad de su culpa (Cfr. 2 Sm 11; 12; 24, 10). Y así lo hace también Job, después de sus rebeliones, en medio de su tremenda desventura (Job passim.). A Él se dirige igualmente Ester, consciente de la amenaza mortal a su pueblo (Est 4, 17 ss.). En los libros del Antiguo Testamento podemos ver otros muchos ejemplos (Cfr.,p.e.,Neh 9, 30-32; Tob 3, 2-3.11-12; 8, 16-17; 1 Mac 4, 24).
En el origen de esta multiforme convicción comunitaria y personal, como puede comprobarse por todo el Antiguo Testamento a lo largo de los siglos, se coloca la experiencia fundamental del pueblo elegido, vivida en tiempos del éxodo: el Señor vio la miseria de su pueblo, reducido a la esclavitud, oyó su grito, conoció sus angustias y decidió liberarlo (Cfr Ex 3, 7 ss.). En este acto de salvación llevado a cabo por el Señor, el profeta supo individualizar su amor y compasión (Cfr. Is 63, 9). Es aquí precisamente donde radica la seguridad que abriga todo el pueblo y cada uno de sus miembros en la misericordia divina, que se puede invocar en circunstancias dramáticas.
A esto se añade el hecho de que la miseria del hombre es también su pecado. El pueblo de la Antigua Alianza conoció esta miseria desde los tiempos del éxodo, cuando levantó el becerro de oro. Sobre este gesto de ruptura de la alianza triunfó el Señor mismo, manifestándose solemnemente a Moisés como 'Dios de ternura y de gracia, lento a la ira y rico en misericordia y fidelidad' (Ex 34, 6). Es en esta revelación central donde el pueblo elegido y cada uno de sus miembros encontrarán, después de toda culpa, la fuerza y la razón para dirigirse al Señor con el fin de recordarle lo que Él exactamente había revelado de Sí mismo (Cfr. Nm 14, 18; 2 Cr 30, ; Neh 9, 17; Sal 86, 15; Sab 15, 1; Sir 2, 11; Jl 2, 13) y para implorar su perdón.
Y así, tanto en sus hechos como en sus palabras, el Señor ha revelado su misericordia desde los comienzos del pueblo que escogió para Sí, y a lo largo de la historia, este pueblo se ha confiado continuamente, tanto en las desgracias como en la toma de conciencia de su pecado, al Dios de las misericordias. Todos los matices del amor se manifiestan en la misericordia del Señor para con los suyos: Él es su Padre (Cfr. Is 63, 16), ya que Israel es su hijo primogénito (Cfr. Ex 4, 22); Él es también esposo de la que el profeta anuncia con un nombre nuevo, ruhama, 'muy amada', porque será tratada con misericordia (Cfr. Os 2, 3).
Incluso cuando, exasperado por la infidelidad de su pueblo, el Señor decide acabar con él, siguen siendo la ternura y el amor generoso para con el mismo lo que le hace superar su cólera (Cfr. Os 11, 7-9; Jer 31, 20; Is 54, 7 ss). Es fácil entonces comprender por qué los salmistas, cuando desean cantar las alabanzas más sublimes al Señor, entonan himnos al Dios del amor, de la ternura, de la misericordia y de la fidelidad (Sal 103 y 145).
De todo esto se deduce que la misericordia no pertenece únicamente al concepto de Dios, sino que es algo que caracteriza la vida de todo el pueblo de Israel y también de sus propios hijos e hijas: es el contenido de la intimidad con su Señor, el contenido de su diálogo con Él. El Antiguo Testamento proclama la misericordia del Señor sirviéndose de múltiples términos de significado afín entre ellos; se diferencian en su contenido peculiar, pero tienden -podríamos decir- desde angulaciones diversas hacia un único contenido fundamental para expresar su riqueza trascendental y, al mismo tiempo, acercarla al hombre desde distintos aspectos. El Antiguo Testamento anima a los hombres desventurados, en primer lugar a quienes viven bajo el peso del pecado al igual que a todo Israel, que se había adherido a la alianza con Dios, a recurrir a la misericordia, y les concede contar con ella: la recuerda en los momentos de caída y de desconfianza. Luego da gracias y gloria por la misericordia cada vez que se ha manifestado y cumplido, bien sea en la vida del pueblo, bien en la vida de cada individuo.
De este modo, la misericordia se contrapone en cierto sentido a la justicia divina y se revela en multitud de casos no sólo más poderosa, sino también más profunda que ella. Ya el Antiguo Testamento enseña que, si bien la justicia es auténtica virtud en el hombre y, en Dios, significa la perfección trascendente, sin embargo el amor es más 'grande' que ella: es más grande en el sentido de que es primario y fundamental. El amor, por así decirlo, condiciona a la justicia y, en definitiva, la justicia es servidora de la caridad. La primacía y la superioridad del amor respecto a la justicia (lo cual es característico de toda la revelación) se manifiestan precisamente a través de la misericordia. Esto pareció tan claro a los salmistas y a los profetas que el término mismo de justicia terminó por significar la salvación llevada a cabo por el Señor y su misericordia (Sal 40, 11; 98, 2 ss.; Is 45, 21; 51, 5.8; 56, 1). La misericordia difiere de la justicia, pero no se opone a ella. El amor, por su naturaleza, excluye el odio y el deseo del mal respecto a aquel a quien ya ha hecho donación de Sí mismo: nihil odisti eorum quae fecisti: 'nada aborreces de lo que has hecho' (Sab 11, 24). Estas palabras indican el fundamento profundo de la relación entre la justicia y la misericordia en Dios, en sus relaciones con el hombre y con el mundo. Nos están diciendo que debemos buscar las raíces vivificantes y las razones íntimas de esta relación remontándonos al 'principio', en el misterio mismo de la creación. Ya en el contexto de la Antigua Alianza anuncian de antemano la plena revelación de Dios, que es amor' (1 Jn 4, 16).
Con el misterio de la creación está vinculado el misterio de la elección, que ha plasmado de manera especial la historia del pueblo, cuyo padre espiritual es Abraham en virtud de su fe. Sin embargo, mediante este pueblo que camina a lo largo de la historia, tanto de la Antigua como de la Nueva Alianza, ese misterio de la elección se refiere a cada hombre, a toda gran familia humana: 'Con amor eterno te amé, por eso te he mantenido mi favor' (Jer 31, 1). 'Aunque se retiren los montes..., no se apartará de ti mi amor, ni mi alianza de paz vacilará' (Is 54, 10). Esta verdad, anunciada un día a Israel, lleva dentro de sí la perspectiva de la historia entera del hombre: perspectiva que es a la vez temporal y escatológica (Jon 4, 2.11; Sal 145, 9; Sir 18, 8-14; Sab 11, 23-12, 1). Cristo revela al Padre en la misma perspectiva y sobre un terreno ya preparado, como lo demuestran amplias páginas de los escritos del Antiguo Testamento. Al final de tal revelación, en la víspera de su muerte, dijo Él al apóstol Felipe estas memorables palabras: '¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me habéis conocido? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre' (Jn 14, 9).
2. Pide el salmo a Dios la dirección en el camino del deber (vv. 4,5), y apela a su infinita misericordia, también para el perdón de los pecados. Cuando Dios perdona, también olvida (algo que nos cuesta mucho a los seres humanos, cuando nos han ofendido), lo que significa remisión completa y absoluta. Podemos decir como oración personal nuestra -por ejemplo, después de la comunión- el salmo de hoy: «Señor, recuerda tu misericordia, enséñame tus caminos, haz que camine con lealtad... el Señor es bueno y recto y enseña el camino a los pecadores...».
La penitencia va muy ligada a la alegría, pues la conversión atrae la misericordia divina, y se vive la alegría de los hijos de Dios; seguiremos aquí algunos puntos de san Josemaría Escrivá: «Nos engañaríamos, si supusiéramos que el ansia de buscar a Cristo, la realidad de su encuentro y de su trato, y la dulzura de su amor nos transforman en personas impecables». «Advertir en el cuerpo y en el alma el aguijón de la soberbia, de la sensualidad, de la envidia, de la pereza, del deseo de sojuzgar a los demás, no debería significar un descubrimiento. Es un mal antiguo, sistemáticamente confirmado por nuestra personal experiencia; es el punto de partida y el ambiente habitual para ganar en nuestra carrera hacia la casa del Padre, en este íntimo deporte» «Dios, al ocuparse de nosotros como Padre amoroso, nos considera en su misericordia (Ps XXIV,7): una misericordia suave (Ps CVIII,21), hermosa como nube de lluvia (Ecclo XXXV,26)».
Quizá donde con más ternura se refiere a ese caminar hacia la misericordia divina es en “La conversión de los hijos de Dios”: “¡Qué capacidad tan extraña tiene el hombre para olvidarse de las cosas más maravillosas, para acostumbrarse al misterio! … La filiación divina es una verdad gozosa, un misterio consolador. La filiación divina llena toda nuestra vida espiritual, porque nos enseña a tratar, a conocer, a amar a nuestro Padre del Cielo, y así colma de esperanza nuestra lucha interior, y nos da la sencillez confiada de los hijos pequeños. Más aún: precisamente porque somos hijos de Dios, esa realidad nos lleva también a contemplar con amor y con admiración todas las cosas que han salido de las manos de Dios Padre Creador. Y de este modo somos contemplativos en medio del mundo, amando al mundo… El Señor nos llama para que nos acerquemos a Él deseando ser como Él: sed imitadores de Dios, como hijos suyos muy queridos , colaborando humildemente, pero fervorosamente, en el divino propósito de unir lo que está roto, de salvar lo que está perdido, de ordenar lo que ha desordenado el hombre pecador, de llevar a su fin lo que se descamina, de restablecer la divina concordia de todo lo creado”, y después de considerar nuestras flaquezas añade: “La última palabra la dice Dios, y es la palabra de su amor salvador y misericordioso y, por tanto, la palabra de nuestra filiación divina. Por eso os repito hoy con San Juan: ved qué amor hacia nosotros ha tenido el Padre, queriendo que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos en efecto. Hijos de Dios, hermanos del Verbo hecho carne, de Aquel de quien fue dicho: en él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Hijos de la Luz, hermanos de la luz: eso somos. Portadores de la única llama capaz de encender los corazones hechos de carne”. Es a Cristo a quien buscamos con nuestros deseos de felicidad. Él nos comprende, “permitió que le tentaran: para que así nos llenemos de ánimo y estemos seguros de la victoria. Porque Él no pierde batallas y, encontrándonos unidos a Él, nunca seremos vencidos, sino que podremos llamarnos y ser en verdad vencedores: buenos hijos de Dios. Que vivamos contentos. Yo estoy contento. No lo debiera estar, mirando mi vida, haciendo ese examen de conciencia personal que nos pide este tiempo litúrgico de la Cuaresma. Pero me siento contento, porque veo que el Señor me busca una vez más, que el Señor sigue siendo mi Padre. Sé que vosotros y yo, decididamente, con el resplandor y la ayuda de la gracia, veremos qué cosas hay que quemar, y las quemaremos; qué cosas hay que arrancar, y las arrancaremos; qué cosas hay que entregar, y las entregaremos. La tarea no es fácil. Pero contamos con una guía clara, con una realidad de la que no debemos ni podemos prescindir: somos amados por Dios, y dejaremos que el Espíritu Santo actúe en nosotros y nos purifique, para poder así abrazarnos al Hijo de Dios en la Cruz, resucitando luego con Él, porque la alegría de la Resurrección está enraizada en la Cruz. María, Madre nuestra, auxilium christianorum, refugium peccatorum: intercede ante tu Hijo, para que nos envíe al Espíritu Santo, que despierte en nuestros corazones la decisión de caminar con paso firme y seguro, haciendo sonar en lo más hondo de nuestra alma la llamada que llenó de paz el martirio de uno de los primeros cristianos: veni ad Patrem , ven, vuelve a tu Padre que te espera”.
Situadas en esta dinámica está el sacramento de la penitencia: «Si se pierde la sensibilidad para las cosas de Dios, difícilmente se entenderá el Sacramento de la Penitencia. La confesión sacramental no es un diálogo humano, sino un coloquio divino» (Es Cristo que pasa, n. 78). Podríamos ir viendo cada uno de los Sacramentos, como manifestaciones del amor paternal de Dios; de todas formas quizá es en éste -junto con el bautismo- donde más se contempla de modo inmediato la misericordia paterna de Dios.
La misericordia es propia del corazón de padre, y la teología de la filiación divina no consiste en ningún caso en promover una postura poco realista de euforia romántica o de ilusorio utopismo. Malentendidos de ese tipo contradecirían directamente su esencia. La conciencia de la filiación divina está estrechamente unida al conocimiento de nuestras debilidades y caídas, y al de sus correspondientes remedios; de modo que, por así decirlo, este nítido y sensato saber de los propios límites no necesita ser «liberado» por otros saberes teológicos. Por eso, destaca entre todas las virtudes humanas la humildad: “illum oportet crescere, me autem minui” (Jn 3, 30), para poder decir con San Pablo: no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí (Gal II, 20). Es en cierto modo un «endiosamiento» (palabra que gustaba emplear san Josemaría) que es manifestación de «humildad, porque ésa es la virtud que nos ayuda a conocer, simultáneamente, nuestra miseria y nuestra grandeza».
3. Pero tenemos que recordar también la segunda parte del programa: saber vivir esta misericordia, para poder recibirla: perdonar nosotros a los que nos hayan podido ofender. «Perdónanos... como nosotros perdonamos», nos atrevemos a decir cada día en el Padrenuestro. Para pedir perdón, debemos mostrar nuestra voluntad de imitar la actitud del Dios perdonador.
Se ve que esto del perdón forma parte esencial del programa de Cuaresma, porque ya ha aparecido varias veces en las lecturas. ¿Somos misericordiosos? ¿Cuánta paciencia y comprensión almacenamos en nuestro corazón? ¿Tanta como Dios, que nos ha perdonado a nosotros diez mil talentos? ¿Podría decirse de nosotros que luego no somos capaces de perdonar cuatro euros al que nos los debe? ¿Somos capaces de pedir para los pueblos del tercer mundo la condonación de sus deudas exteriores, mientras en nuestro nivel doméstico no nos decidimos a perdonar esas pequeñas deudas? Y no se trata precisamente de deudas pecuniarias.
Cuaresma, tiempo de perdón. De reconciliación en todas las direcciones, con Dios y con el prójimo. No echemos mano de excusas para no perdonar: la justicia, la pedagogía, la lección que tienen que aprender los demás. Dios nos ha perdonado sin tantas distinciones. Como David perdonó a Saúl, y José a sus hermanos, y Esteban a los que lo apedreaban, y Jesús a los que lo clavaban en la cruz.
Es el colofón del padrenuestro que hoy se vuelve a repetir de modos distintos, para que nos quede bien grabado: “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Dios nos ha perdonado mucho, y no debemos guardar rencor a nadie. Hemos de aprender a disculpar con más generosidad, a perdonar con más prontitud. Perdón sincero, profundo, de corazón. A veces nos sentimos heridos sin una razón objetiva; sólo por susceptibilidad o por amor propio lastimado por pequeñeces que carecen de verdadera entidad. Y si alguna vez se tratara de una ofensa real y de importancia, ¿no hemos ofendido nosotros mucho más a Dios? Él no acepta el sacrificio de quienes fomentan la división: los despide del altar para que vayan primero a reconciliarse con sus hermanos. El que tenga el corazón más sano que dé el primer paso y perdone, sin poner luego cara de haber perdonado, que a veces ofende más. Sin pasar factura. Alejar de nosotros todo rencor. Perdonar con amor, sintiéndonos nosotros mismos perdonados por Dios” (J. Aldazábal).
Llucià Pou Sabaté

Cuaresma 3, lunes: Jesús nos da el agua viva que cura, que sacia la sed, que crece cuando se comunica con el amor

Cuaresma 3, lunes: Jesús nos da el agua viva que cura, que sacia la sed, que crece cuando se comunica con el amor

Segundo Libro de los Reyes 5,1-15 (también domingo 28-B): Naamán, general del ejército del rey de Arám, era un hombre prestigioso y altamente estimado por su señor, porque gracias a él, el Señor había dado la victoria a Arám. Pero este hombre, guerrero valeroso, padecía de una enfermedad en la piel. En una de sus incursiones, los arameos se habían llevado cautiva del país de Israel a una niña, que fue puesta al servicio de la mujer de Naamán. Ella dijo entonces a su patrona: "¡Ojalá mi señor se presentara ante el profeta que está en Samaría! Seguramente, él lo libraría de su enfermedad". Naamán fue y le contó a su señor: "La niña del país de Israel ha dicho esto y esto". El rey de Arám respondió: "Está bien, ve, y yo enviaré una carta al rey de Israel". Naamán partió llevando consigo diez talentos de plata, seis mil siclos de oro y diez trajes de gala, y presentó al rey de Israel la carta que decía: "Al mismo tiempo que te llega esta carta, te envío a Naamán, mi servidor, para que lo libres de su enfermedad". Apenas el rey de Israel leyó la carta, rasgó sus vestiduras y dijo: "¿Acaso yo soy Dios, capaz de hacer morir y vivir, para que este me mande librar a un hombre de su enfermedad? Fíjense bien y verán que él está buscando un pretexto contra mí". Cuando Eliseo, el hombre de Dios, oyó que el rey de Israel había rasgado sus vestiduras, mandó a decir al rey: "¿Por qué has rasgado tus vestiduras? Que él venga a mí y sabrá que hay un profeta en Israel". Naamán llegó entonces con sus caballos y su carruaje, y se detuvo a la puerta de la casa de Eliseo. Eliseo mandó un mensajero para que le dijera: "Ve a bañarte siete veces en el Jordán; tu carne se restablecerá y quedarás limpio". Pero Naamán, muy irritado, se fue diciendo: "Yo me había imaginado que saldría él personalmente, se pondría de pie e invocaría el nombre del Señor, su Dios; luego pasaría su mano sobre la parte afectada y curaría al enfermo de la piel. ¿Acaso los ríos de Damasco, el Abaná y el Parpar, no valen más que todas las aguas de Israel? ¿No podía yo bañarme en ellos y quedar limpio?". Y dando media vuelta, se fue muy enojado. Pero sus servidores se acercaron para decirle: "Padre, si el profeta te hubiera mandado una cosa extraordinaria ¿no la habrías hecho? ¡Cuánto más si él te dice simplemente: Báñate y quedarás limpio!". Entonces bajó y se sumergió siete veces en el Jordán, conforme a la palabra del hombre de Dios; así su carne se volvió como la de un muchacho joven y quedó limpio. Luego volvió con toda su comitiva adonde estaba el hombre de Dios. Al llegar, se presentó delante de él y le dijo: "Ahora reconozco que no hay Dios en toda la tierra, a no ser en Israel. Acepta, te lo ruego, un presente de tu servidor".

Salmo 42,2-3.43, 3-4: Como la cierva sedienta busca las corrientes de agua, así mi alma suspira por ti, mi Dios. / Mi alma tiene sed de Dios, del Dios viviente: ¿Cuándo iré a contemplar el rostro de Dios? / Envíame tu luz y tu verdad: que ellas me encaminen y me guíen a tu santa Montaña, hasta el lugar donde habitas. / Y llegaré al altar de Dios, el Dios que es la alegría de mi vida; y te daré gracias con la cítara, Señor, Dios mío.

Texto del Evangelio (Lc 4,24-30, también domingo 4-C): En aquel tiempo, Jesús dijo a la gente reunida en la sinagoga de Nazaret: «En verdad os digo que ningún profeta es bien recibido en su patria. Os digo de verdad: muchas viudas había en Israel en los días de Elías, cuando se cerró el cielo por tres años y seis meses, y hubo gran hambre en todo el país; y a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda de Sarepta de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue purificado sino Naamán, el sirio».
Oyendo estas cosas, todos los de la sinagoga se llenaron de ira; y, levantándose, le arrojaron fuera de la ciudad, y le llevaron a una altura escarpada del monte sobre el cual estaba edificada su ciudad, para despeñarle. Pero Él, pasando por medio de ellos, se marchó.

Comentario: 1. Los sirios tenían fama de poseer secretos mágicos para curar las enfermedades. Los judíos, inferiores en sabiduría y en ciencia profana, tienen el favor divino de curar (cf. Misa dominical). Era hoy el día en que antiguamente se anunciaba el primer escrutinio de los catecúmenos para el Bautismo (al miércoles siguiente). El deseo del Bautismo se hacía más intenso. Y la liturgia de Naamán el Sirio acompañaba la “estación” en San Marcos, en cuya basílica reposan también las reliquias de los mártires persas Abdón y Senén.
Damasco brilla esplendorosa en el horizonte del pasado. De ahí va Naamán, favorito del rey, a Israel, buscando la curación de su lepra. Una jovencita judía le animó a ir, para curarse. “Cuando sufro por mis pecados, cuando me siento impuro o egoísta, cuando veo que soy cobarde ante mis responsabilidades... ¿tengo como un reflejo de acudir a Dios, de apelar a la gracia de mi bautismo? Yo también he sido lavado por el agua que purifica por la Fe. Sin embargo sé muy bien que no saldré de mis debilidades mediante esfuerzos o crispaciones voluntarias, sino por mi recurso constante a tus sacramentos: penitencia y eucaristía... siempre que sean actos sinceros y verdaderos gestos de fe. Es decir gestos de afecto y confianza en ti, Señor. Cada sacramento recibido, si pienso realmente en él, es, para mí, una manera de reafirmar que «es sólo en Ti con quien yo cuento, Señor, y no con mis propias fuerzas». Tú eres: "el que salva", eres mi salvador” (Noel Quesson).
Y, si sabemos escuchar, si no vamos con prejuicios, prevenciones, con actitud crítica, con nuestros criterios… Si vamos –como decía san Josemaría- con la docilidad del barro en las manos del alfarero, nos sorprenderemos descubriendo nuevas luces, incluso en cosas que ya habíamos escuchado antes. Como el leproso, también nosotros andamos con frecuencia enfermos del alma, con errores y defectos que no acabamos de arrancar. El Señor espera que seamos humildes y dóciles a las indicaciones de la dirección espiritual. No tengamos soluciones propias cuando el Señor nos indica otras, quizá contrarias a nuestros gustos y deseos. En lo que se refiere al alma, no somos buenos consejeros, ni buenos médicos de nosotros mismos. En la dirección espiritual el alma se dispone para encontrar al Señor y reconocerle en lo ordinario. La fe en los medios que el Señor nos da, obra milagros. La docilidad, muestra de una fe operativa, hace milagros. El Señor nos pide una confianza sobrenatural en la dirección espiritual; sin docilidad, ésta quedaría sin fruto. Y no podrá ser dócil quien se empeñe en ser tozudo, obstinado e incapaz de asimilar una idea distinta de la que ya tiene: el soberbio es incapaz de ser dócil. Disponibilidad, docilidad, dejarnos hacer y rehacer por Dios cuantas veces sea necesario, como barro en manos del alfarero. Este puede ser el propósito de nuestra oración de hoy, que llevaremos a cabo con la ayuda de María (cf. F. Fernández Carvajal).
2. Emitte lucem tuam et veritatem tuam (Ps 42,3): pedimos luces con esperanza de que Dios se volcará estos días dándonos gracias muy especiales, para renovar nuestra vida y con su verdad provocar en nuestras almas una nueva mudanza, un serio paso adelante en nuestra identificación con Cristo. Por eso hemos comenzado con esas palabras del salmo: “envíame tu luz y tu verdad”: «ningún manjar es más sabroso para el alma que el conocimiento de la verdad» (Lactancio PL VI,c.709); pedir luz para en estos días mirar a Dios, mirarnos a nosotros mismos: considerar la vida del Señor, para conocerle más, para tratarle más, para amarle más, para seguirle más.
Son momentos de agradecer esta oportunidad de una nueva conversión, de fomentar la esperanza: Dios se vuelca con gracias muy especiales, para renovar nuestra vida interior y obrar en nuestras almas una nueva conversión: la nueva mudanza, que siempre hemos de buscar. Luz del Señor, pedir con fe y valentía, para discernir qué nos lleva a configurarnos con Cristo, y qué nos aparta: Domine, ut videam! Señor, que vea (Lc 18,41; Mc 10,46s).
Es el de hoy un salmo de búsqueda… en nuestra vida aparecen preguntas, dificultades: Si Dios existe, ¿por qué tanto mal en el mundo? ¿Por qué el impío triunfa y el justo viene pisoteado? ¿La omnipotencia de Dios no termina con aplastar nuestra libertad y responsabilidad? Este salmo recoge las aspiraciones del alma: “Como anhela la cierva las corrientes de las aguas, así te anhela mi alma, ¡oh Dios! Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo: ¿Cuándo iré y veré la faz de Dios?” (Sal 41, 2-3). Esa aspiración es una necesidad del hombre que no se puede ahogar, nos nace en el interior… Cuando no se encuentra a Dios, esas palabras expresan nuestra sed de Él: «Tiene mi alma sed de Dios, del Dios vivo» (versículos 2-3), recordaba Juan Pablo II: “En el idioma del Antiguo Testamento, el hebreo, «el alma» es expresada con el término «nefesh», que en algunos textos designa la «garganta» y en otros muchos se amplia hasta indicar todo el ser de la persona. Tomado en estas dimensiones, el término ayuda a comprender hasta qué punto es esencial y profunda la necesidad de Dios; sin él desfallece la respiración y la misma vida. Por este motivo, el salmista llega a poner en segundo plano la existencia física, en caso de que decaiga la unión con Dios: «Tu gracia vale más que la vida» (Salmo 62, 4)”. La luz del misterio pascual nos habla de que esta sed queda saciada en Cristo crucificado y resucitado. El hombre no podrá nunca reprimir la sed existencial de Dios. Añadía San Josemaría Escrivá: “Los que se quieren, procuran verse. Los enamorados sólo tienen ojos para su amor. ¿No es lógico que sea así? El corazón humano siente esos imperativos. Mentiría si negase que me mueve tanto el afán de contemplar la faz de Jesucristo… mi corazón está sediento de Dios, del Dios vivo. ¿Cuándo vendré y veré la faz de Dios? (Ps. XLI, 3): verle, contemplarlo, conversar con él. Lo podemos realizar ya ahora, lo estamos tratando de vivir, es parte de nuestra existencia”. También aquel himno de vísperas: “Esta es la hora para el buen amigo, / llena de intimidad y confidencia, / y en la que, al examinar nuestra conciencia, / igual que siente el rey, siente el mendigo. / Hora en que el corazón encuentra abrigo / para lograr alivio a su dolencia / y, el evocar la edad de la inocencia, / logra en el llanto bálsamo y castigo. // Hora en que arrullas, Cristo, nuestra vida / con tu amor y caricia inmensamente / y que a humildad y a llanto nos convida. // Hora en que un ángel roza nuestra frente / y en que el alma, como cierva herida, / sacia su sed en la escondida fuente”.
Hoy, como ayer con la samaritana (ciclo A, que se puede leer siempre), el tema sigue siendo el agua… Es además una sed que se quita compartiendo el agua que Dios nos da, como leemos en santa Teresa: el amor crece cuando se sabe comunicar, y en una pequeña historia que leí por Internet: En cierta ocasión, un reportero le preguntó a un agricultor si podía divulgar el secreto de su maíz, que ganaba el concurso al mejor producto, año tras año. El agricultor confesó que se debía a que compartía su semilla con los vecinos. - "¿Por qué comparte su mejor semilla de maíz con sus vecinos, si usted también entra al mismo concurso año tras año?" preguntó el reportero. - "Verá usted, señor," dijo el agricultor. - "El viento lleva el polen del maíz maduro, de un sembrío a otro. Si mis vecinos cultivaran un maíz de calidad inferior, la polinización cruzada degradaría constantemente la calidad del mío. Si voy a sembrar buen maíz debo ayudar a que mi vecino también lo haga". Lo mismo es con otras situaciones de nuestra vida. Quienes quieran lograr el éxito, deben ayudar a que sus vecinos también tengan éxito. Quienes decidan vivir bien, deben ayudar a que los demás vivan bien, porque el valor de una vida se mide por las vidas que toca. Y quienes optan por ser felices, deben ayudar a que otros encuentren la felicidad, porque el bienestar de cada uno se halla unido al bienestar de todos.
3. El Señor, después de un tiempo de predicación por las aldeas y ciudades de Galilea, vuelve a Nazaret, donde se había criado. Todos han oído maravillas del hijo de María y esperaban ver cosas extraordinarias. Sin embargo no tienen fe, y como Jesús no encontró buenas disposiciones en la tierra donde se había criado, no hizo allí ningún milagro. Aquellas gentes sólo vieron en Él al hijo de José, el que les hacía mesas y les arreglaba las puertas. No supieron ver más allá. No descubrieron al Mesías que les visitaba. Nosotros, para contemplar al Señor, también debemos purificar nuestra alma. La Cuaresma es buena ocasión para intensificar nuestro amor con obras de penitencia que disponen el alma a recibir las luces de Dios. "Ningún profeta es bien recibido en su patria". Me imagino esta escena lo más concretamente posible: Jesús está en su pueblo, todo el mundo le conoce o cree conocerle; por su parte da los "buenos días" a cada uno y pregunta por sus familias. Todo se sitúa al más simple nivel de la vida humana familiar: es el carpintero del país, el que ha ido creciendo entre los otros adolescentes del pueblo, es aquel de quien se conocen todos los ascendientes, sus primos, sus primas.
La gente pide cosas extraordinarias… Así sucede también en nuestras vidas. No siempre sabemos ir más allá de las apariencias que nos esconden el misterio. Miro detenidamente mi vida desde este ángulo, para descubrir lo que se esconde detrás de mis relaciones humanas tan sencillas aparentemente” (Noel Quesson).
Jesús achaca a la gente de Nazaret que no ha sabido captar los signos de los tiempos. La viuda y el general, ambos paganos, favorecidos por los milagros de Elías y de Eliseo, sí supieron reconocer la actuación de Dios. No les gustó nada a sus oyentes lo que les dijo Jesús: lo empujaron fuera del pueblo con la intención de despeñarlo por el barranco. La primera predicación en su pueblo, que había empezado con admiración y aplausos, acaba casi en tragedia. Ya se vislumbra el final del camino: la muerte en la cruz (J. Aldazábal). «Señor, purifica y protege a tu Iglesia con misericordia continua» (oración). «Envía tu luz y tu verdad, que ellas me guíen» (salmo), y queremos también vivir este deseo: «Ojalá escuchéis hoy su voz: no endurezcáis vuestro corazón» (aclamación).
A Jesús lo expulsaron fuera de la ciudad…, proféticamente anuncian ya cómo lo sacarán fuera de Jerusalén y lo crucificarán… Pero Jesús, abriéndose paso entre ellos, emprendió el camino: para mí es una imagen también de cómo pasará por entre los barrancos tenebrosos de la muerte y resucitará, pues su camino es hacia la gloria.
“Jesús, estás hablando en la sinagoga de Nazaret a los habitantes de tu pueblo. Allí están tus compañeros de infancia, tus amigos y amigas. Y sus padres, aquéllos que habían ido tantas veces a San José para pedirle un favor, para que les arreglara algo. Todos te miraban como un chico ejemplar, como un compañero estupendo. Pero… ¡un profeta!: esto ya es demasiado.
No te reconocen, Jesús. Tu infancia y juventud habían sido tan normales que ahora no pueden aceptar tu divinidad y necesitan milagros como prueba de que eres el Mesías. Ningún profeta es bien recibido en su patria. ¿Cuántas veces había pasado ya en el Antiguo Testamento, y cuántas veces ha pasado también en la historia de la Iglesia!: verdaderos santos queridos en todo el mundo pero criticados en su propia patria. Y es que un santo no tiene por qué ser espectacular hacia fuera, aunque muchas veces se note realmente su unión con Dios por el amor que tiene a los demás; basta con que sea espectacular hacia dentro: en su amor, en su entrega, en su humildad, en su sacrificio escondido y discreto.
Jesús, Tú no quieres hacer la exhibición, el “milagrito” que te pedían. Prefieres la naturalidad: santificar la vida corriente, las relaciones de amistad, el trabajo ordinario. Que aprenda a seguir el ejemplo de tu vida ordinaria en Nazaret: trabajando, sirviendo, siendo amable con todos, buscando hacer la voluntad de tu Padre Dios en cada momento, en vez de buscar el aplauso humano” (Pablo Cardona).
Esta apertura hacia la gracia supone ser dócil a las cosas pequeñas que el Señor nos pide, a esa conversión, y si yo cambio se harán realidad las grandes cosas, como señalan aquellas frases que corren por internet: “Si yo cambiara mi manera de pensar hacia otros, me sentiría seren@. / Si yo cambiara mi manera de actuar ante los demás, los haría felices. / Si yo aceptara a todos como son, sufriría menos. / Si yo me aceptara tal como soy, quitándome mis defectos, cuánto mejoraría mi familia, mi ambiente. / Si yo comprendiera plenamente mis errores, sería humilde. / Si yo encontrara lo positivo en todos, la vida sería digna de ser vivida. / Si yo amara al mundo, a mi país....lo cambiaría. / Si yo me diera cuenta de que al lastimar, el primer lastimad@ soy yo! / Si yo criticara menos y amara más.... / Si yo cambiara... cambiaría el mundo”.
Llucià Pou Sabaté

sábado, 10 de marzo de 2012

Domingo 3ª de Cuaresma, ciclo B: la ley de Dios es ley de amor, de libertad y no de esclavitud

Domingo 3ª de Cuaresma, ciclo B: la ley de Dios es ley de amor, de libertad y no de esclavitud
Lectura del libro del Éxodo 20,1-17 (el texto entre [ ] puede omitirse por razón de brevedad). El Señor pronunció las siguientes palabras: Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud. No tendrás otros dioses frente a mí. [No te harás ídolos -figura alguna de lo que hay arriba en el cielo, abajo en la tierra, o en el agua debajo de la tierra-. No te postrarás ante ellos, ni les darás culto; porque yo, el Señor, tu Dios, soy un dios celoso: castigo el pecado de los padres en los hijos, nietos y biznietos, cuando me aborrecen. Pero actúo con piedad por mil generaciones cuando se aman y guardan mis preceptos.]
No pronunciarás el nombre del Señor, tu Dios, en falso. Porque no dejará el Señor impune a quien pronuncie su nombre en falso. Fíjate en el sábado para santificarlo. [Durante seis días trabaja y haz tus tareas, pero el día séptimo es un día de descanso, dedicado al Señor, tu Dios: no harás trabajo alguno, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu esclavo, ni tu esclava, ni tu ganado, ni el forastero que vive en tus ciudades. Porque en seis días hizo el Señor el cielo, la tierra, el mar y lo que hay en ellos. Y el séptimo día descansó; por eso bendijo el Señor el sábado y lo santificó.]
Honra a tu padre y a tu madre: así se prolongarán tus días en la tierra, que el Señor, tu Dios, te va a dar. No matarás.
No cometerás adulterio. No robarás. No darás testimonio falso contra tu prójimo. No codiciarás los bienes de tu prójimo: no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su esclavo, ni su esclava, ni un buey, ni un asno, ni nada que sea de él.
Sal 18,8-11: R/. Señor, tú tienes palabras de vida eterna.
La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante. / Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos. / La voluntad del Señor es pura y eternamente estable; los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos. / Más preciosos que el oro, más que el oro fino; más dulces que la miel de un panal que destila.
Lectura de la primera carta del Apóstol San Pablo a los Corintios 1,22-25. Hermanos: Los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría. Pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los griegos; pero para los llamados a Cristo -judíos o griegos-: fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Pues lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres.
Lectura del santo Evangelio según San Juan 2,13-25. (Este evangelio puede sustituirse por el correspondiente del ciclo A). En aquel tiempo se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo: -Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre. Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora.» Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: -¿Qué signos nos muestras para obrar así? Jesús contestó: -Destruid este templo, y en tres días lo levantaré. Los judíos replicaron: -Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días? Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la Palabra que había dicho Jesús. Mientras estaba en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía; pero Jesús no se confiaba con ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre.
Comentario: 1. Ex 20, 1-17: recuerdo una vez que un chico quiso hacer la primera comunión. Su madre vino a verme porque le extrañaba que el muchacho, de 16 años, quisiera dar aquel paso cuando no tenían en su casa ningún ambiente religioso. Pero ella me habló de su vida azarosa, con muchas penas debido a eso y al rechazo de la educación moral: “cuando me hablaban de mandamientos, yo quería hacer lo contrario… cuánto más me hablaban de ellos, más me los quería saltar: ¡quería saltármelos todos! Después de muchos años de sufrir –había perdido el matrimonio, y tuvo muchos desengaños…- veo que los mandamientos son el camino para ser feliz. Me parece que le llamáis a eso ‘ley natural’… tendríais que hablar más de eso, los curas”, me dijo. Recordé aquel ejemplo de un libro, en que una madre le habló al hijo de no salir de los límites del jardín, pero el niño salió y un coche que pasaba estuvo a punto de atropellarlo… Sufrió el miedo de pasar los límites… Son límites “no harás tal cosa…” que impiden el mal, como un niño al que su madre le prohíbe que meta los dedos en el fuego o en el enchufe eléctrico… si obedece y se fía evita el mal, pero también si no obedece y se quema, aprende por experiencia que no es bueno aquello, que mejor no hacerlo: son las dos fuentes de conocimiento, fiarse de la autoridad o vivir las experiencias, aprender a las duras o a las maduras.
Dios es quien tiene la iniciativa de liberar de Egipto a su pueblo y de hacer con él una alianza: se trata de formar un pueblo de hombres libres que sirvan y reconozcan la soberanía de Yahvé. De ahí que el decálogo se inicie con esta afirmación de DIOS COMO ÚNICO SEÑOR DEL PUEBLO. Y al mismo tiempo, las primeras palabras son una afirmación de la PRESENCIA DE DIOS EN EL PUEBLO ("Yo soy") y en su historia. El sábado hace vivir al pueblo en comunión con Dios, en el gozo de pertenecer a Él, que se representa con el descanso de todas las ocupaciones, un descanso que no afecta solamente a los hijos de Israel, sino también a sus esclavos y a sus ganados, como signo de que es la creación entera la que pertenece a Dios. Y Yahvé es Señor también de la vida. De ahí que Él mismo sea llamado "Padre". El respeto a la vida empieza por el respeto a los padres que, a semejanza de Dios, son los transmisores de esta vida e incide en aquellos puntos que se consideraban imprescindibles para que todos pudieran vivir dignamente, puesto que atentar contra los bienes de los demás es privarlos de lo que les es esencial para su vida (J. Roca).
El Señor entrega a Moisés las "diez palabras"… Se fueron formando y toman esta forma en el contexto de Alianza, el pacto del Sinaí (cap. 19-24). La palabra “mandar” nos suena mal hoy en día, pero evoca a un Dios amoroso que sale al encuentro de Israel y, porque quiere, lo hace pueblo suyo. Así, la alianza es: 1) UN DON DE DIOS: el Señor irrumpe en la historia del pueblo. No es el Dios abstracto de la metafísica sino el liberador (v. 2). El don o gracia precede a toda exigencia humana. Es curioso observar cómo nuestros catecismos se olvidaron de un aspecto tan importante en la alianza. 2) Y este Dios que sale al encuentro del hombre, le interpela. Son las EXIGENCIAS de la alianza que pueden reducirse, como dijo Cristo, a dos: amar a Dios y al prójimo (Mc 10,17-22; 12,29-34; Lc 18,18-22; Ga 5,14; Rm 13,8-20). Cristo por lo demás no suele dar una lista ordenada de mandamientos, aunque no intenta abolir el decálogo, sino que ataca toda postura que se contenta con las obras externas sin exigir una transformación interna de la persona. Andando el tiempo, el aspecto jurídico externo prevalece sobre el interno, y el pueblo todo lo reducirá al mero cumplimiento, a la acumulación de obras. Olvidaron que la alianza, en su realidad profunda, es don y respuesta de amor. Por eso los profetas, profundizando en esa relación amorosa, nos lo presentarán con imágenes más sugestivas: el amor entre esposo-esposa, padre-hijo (A. Gil Modrego). Esta “ley natural” a la que se llega por la razón, no se ve totalmente cumplida sin el auxilio divino, por eso Dios lo revela. El problema es si se pueden cumplir sin la referencia a Dios… ésta es la novedad de la Biblia…
La alianza entre Dios y los hombres que promete un gran pueblo hecho realidad en Jesús, que con Noé se presentaba bajo el aspecto cósmico (amor al mundo) y con Abraham bajo el ángulo de la promesa gratuita por parte de Dios (respeto a la vida humana), se manifiesta ahora en forma de Ley determinada, que exige compromiso de cumplir unos preceptos que expresen la voluntad de Dios y manifiesten la fidelidad del pueblo. El Decálogo es la expresión concreta de la ley de la alianza, que Jesús lleva a plenitud: no hemos de vivir angustiados por la preocupación de no conculcar unos preceptos legales, sino liberados de la presión de la Ley, gracias a la fuerza del amor. Amor que lleva consigo unas exigencias –si me amáis, cumplid los mandamientos… dice Jesús: el mandamiento del amor que lo resume todo (J. Llopis), ahí se resumen toda la ley y los profetas (Mc 12,28-34 y par), llevando mucho más allá lo que la cosmología judía nos presenta: Yahvé como único centro del mundo, comprometido en la marcha liberadora -realizadora- del hombre. La ley es buena si libera al hombre. El decálogo no es la formulación arbitraria de un déspota que esclaviza a sus súbditos, sino la promulgación del gran servicio de Dios a los hombres, el acto más exquisito del respeto que le merece su libertad: liberación total que comienza en el mismo fermento de esclavitud que el hombre lleva dentro, el egoísmo excluyente, que trastorna el orden del mundo. El decálogo es un grito de alerta contra la tentación secular que asedia al hombre: la manipulación de Dios, de los otros, de las fuentes de la vida, del pensamiento. Y sobre todo, un grito de alerta contra la máxima alienación humana: la codicia, que arruina la vida comunitaria, al intentar llevarla por los caminos más radicalmente opuestos al espíritu de la alianza. El pueblo encuentra, de este modo, una guía segura para no recaer en una esclavitud aún peor que la sufrida en Egipto: la esclavitud de sí mismo. Dios llama al pueblo a la libertad porque únicamente así su servicio llegará a ser culto de comunión. Es el gran argumento del Éxodo. Libertad, pero total: no solamente externa, sino, y sobre todo, interior. Y por eso Jesús podrá resumir toda la ley y la revelación en un solo precepto, empapado en una profunda fe: amar al prójimo, imagen de Dios, medida del comportamiento individual y colectivo y del auténtico progreso humano y cristiano (J. M. Aragonés). El decálogo viene a ser como la gran Carta Magna, la Constitución general de todos los hombres, o la más antigua Declaración de los derechos humanos. Cristo perfeccionaría el decálogo y condensaría los mandamientos en uno solo, que es nuestra única ley (“Caritas”).
2. Sal 18, 8-11: Precede a los versículos del salmo de hoy -alma de Israel, aferrada a la ley divina (la Torah) mediante un amor ardiente y sincero- la admirable evocación del cosmos que "habla" a quienes saben mirarlo (el universo, los cielos, las estrellas, el sol): Dios ha "hablado" a un pueblo... y le ha "revelado" sus pensamientos sobre la humanidad. Para un judío fervoroso, la ley, lejos de ser una traba minuciosa, una regla legalista y formalista, es un verdadero "don de Dios". Al revelar al hombre la ley de su ser, Dios hace Alianza con él, para ayudarlo en sus comportamientos vitales: como el sol que "desposa la tierra" para darle vida, en el don de la ley hay algo así como la alegría de las nupcias, ¡es un misterio nupcial! La letanía de "cualidades" atribuidas a la ley recuerda las cualidades que se dan los enamorados. La mitad de estas cualidades es "objetiva", pues definen la ley en sí misma: es perfecta... segura... recta.. límpida... pura... justa... los versículos que leemos enumeran los efectos de esta ley en el hombre: da vida... da sabiduría... alegra el corazón... ilumina los ojos... De seguro, Jesús cantó este salmo con mucho fervor. Sus parábolas, casi todas tomadas de la "naturaleza", nos muestran su gran admiración por la creación. ¡Todo lo bello le "hablaba", le hablaba del Padre! De su amor a la "voluntad del Padre", el evangelio está lleno: "mi alimento, es hacer su voluntad". Lo que sorprende, es nuestra admiración de hombres modernos ante este amor a la ley. Hemos llegado al punto de no amar la ley, ninguna ley. ¡No conocemos "leyes amables"! ¡Olvidamos que la sola ley, es el amor! "Este es mi mandamiento: ¡Amarás!" Releamos a la luz del pensamiento de Jesús el elogio que este salmo hace a la ley...
Los filósofos actuales han descubierto la profunda relación entre el hombre y la naturaleza... No tenemos ninguna independencia. Estamos ligados a todas las leyes físicas y químicas del cosmos. Es físicamente verdadero que dependemos totalmente del sol: si éste se apagara, se acabaría toda forma de vida. ¡Qué bella imagen para hablarnos de Dios! Quizá después de mucho tiempo de racionalismo y falta de contemplación de esa belleza y dependencia del cosmos –por parte del hombre, quizá la mujer ha mantenido la “antorcha” de mirar esa belleza- los jóvenes de hoy redescubren el sentido de la naturaleza, reaccionando contra lo ficticio de la vida urbana. La noche transmite el mensaje de gloria. Si la luz del sol canta la gloria de Dios, es necesario descubrir como el salmista la maravilla de la noche. El día es el resplandor, la acción, la vida. La noche es la discreción, el descanso, el misterio. "¡Oh noche, qué profundo es tu silencio!", canta el célebre himno de Rameau. Si es placentero estar al sol, lo es también sumergirse en la noche como en un baño de silencio. El hombre moderno, necesita somníferos para dormir, carece de un equilibrio que es necesario tratar de recuperar mediante métodos más naturales. El Oriente en este campo tiene mucho que enseñarnos: "Hacer el vacío en sí mismo", hacer callar las voces discordantes que gritan en el fondo de nosotros mismos, recogerse. Tal es la preparación primordial para la oración. Se puede rezar evidentemente con los ojos abiertos. Pero hay que hacer también la experiencia de orar con los ojos cerrados, "haciendo la noche". Sabemos todo el partido que San Juan de la Cruz sacó del tema de la noche. Para él el hombre no podía realizar el encuentro con Dios fuera de la "noche oscura": "Nadie ha visto a Dios", decía Jesús. Escuchemos estas estrofas del poema de San Juan de la Cruz: “Esta fuente eterna está muy oculta, / y sin embargo, su morada la he encontrado, / ¡pero es de noche! // No sé su origen, porque no lo tiene, / sin embargo todo origen surge de ella, / ¡pero es de noche! // Y la corriente que nace de esta fuente, / sé que es rica y todopoderosa, / ¡pero es de noche! // Esta fuente eterna está muy oculta / en el pan de vida, para darnos vida, / ¡pero es de noche!”.
La ley de Dios. Nosotros, hombres modernos, ¿no tendríamos que redescubrir lo que es una "ley"? (Noel Quesson). El autor de este salmo, proclama jubilosamente que tiene una "ley": Los mandatos del Señor son rectos, alegran el corazón... son más preciosos que el oro, más dulces que la miel. Me da la impresión de que los niños pequeños pueden jugar solos, con su imaginación, pero para desarrollar un trabajo necesitan ser mirados por los mayores, y también en sus juegos sociales necesitan ciertas normas, por ejemplo los de 8-10 años, necesitan la presencia al menos virtual de una persona mayor, que marque normas, si no, ellos se desorganizan enseguida en sus juegos, se pelean y van hacia el caos… sentirnos mirados por Dios, aceptar ciertas normas, es fundamental en nuestro actuar social (familia, escuela, pueblo o ciudad, patria o Estados…) y personal. Me hablaban de una buena persona que, al vivir solo, no dormía ni comía con orden, y se fue descuidando hasta acabar mal del cuerpo –con una obesidad desmesurada- y mal de la cabeza… La ley es necesaria para que no se imponga la guerra, la irregularidad, la fuerza, la anarquía. La misma felicidad de vivir está en juego. La ley de Dios, es aún más profunda: regula desde el interior el correcto funcionamiento de nuestro ser. La ley del Señor es perfecta... guardarla es para el hombre una ganancia...
Notamos que la creación ha sufrido la convulsión de la caída del hombre y padece las consecuencias de esta culpa. Por eso también aspira a la liberación. Pues la espera de la creación aguarda la revelación de los hijos de Dios. Porque la creación está sujeta a la vanidad, no queriendo, sino por el que la sujetó, con esperanza de que también la creación misma será liberada de la esclavitud de la corrupción hacia la libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que toda la creación gime y tiene dolores de parto hasta entonces (Rm 8, 19-22). Un caso claro de esta debilidad es que el hombre actual tiene una prisa agobiante y no es capaz de pararse y contemplar. Está perdiendo el sentido de la admiración. Aturdido por tanto fracaso y por emociones siempre nuevas le resulta casi imposible captar un lenguaje sin «que resuene» alguna voz. Y aunque el salmo nos hable del sol, como servidor y testigo de Dios, como símbolo de la manifestación de su voluntad, el hombre actual está acostumbrado al sol... Solamente quien conoce la ley puede comprender después el lenguaje concreto de la creación. El Dios de la ley lleva al Dios de la creación. Y no al revés. En otras palabras, la creación nos conduce a lo sumo a la idea del Dios relojero de Voltaire —el reloj postula la existencia de un relojero—. La palabra, sin embargo, es la que nos hace encontrar al Dios vivo: La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma (v. 8). Así insistió Moisés en su “testamento”: porque el precepto que yo te mando hoy / no es cosa que te exceda, ni inalcanzable; / no está en el cielo, no vale decir: / «¿Quién de nosotros subirá al cielo / y nos lo traerá y nos lo proclamará, / para que lo cumplamos?»; / ni está más allá del mar, no vale decir: / «¿Quién de nosotros cruzará el mar / y nos lo traerá y nos lo proclamará, / para que lo cumplamos?». // El mandamiento está muy cerca de ti: / en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo (Dt 30, 11-14). Porque es un regalo más precioso que el oro, más que el oro fino; más dulce que la miel de un panal que destila (v. 10-11). Pero este regalo se corromperá en manos de los “guardianes de la verdad”: doctores, moralistas y su casuística... para hacerse «yugo» insoportable, hecho de minucias y de prescripciones exteriores, del que nos librará Cristo y yo añadiría: del que nos hemos vuelto a llenar con moldes rígidos en que el fariseísmo posterior ahogará toda vida religiosa. La ley es más bien en este momento una guía, una luz. Es el «pedagogo» que conduce al Señor. Solamente más tarde este «pedagogo» será divinizado, se transformará en absoluto, en algo adorado por sí mismo. Y entonces la ley se convertirá en un tirano despiadado. La ley de que habla el salmo es una ley al servicio del hombre para su crecimiento, para la realización plena de su destino. Estamos por tanto lejos del legalismo formalista, de la obsesión jurídica de la observancia escrupulosa de reglas minuciosas. Estamos, en cambio, en el campo —evangélico, podríamos decir— de la ley al servicio del crecimiento del hombre. No al revés. El hombre se realiza a sí mismo a través de la ley, en la libertad. La ley por tanto no está sobre o ante el hombre, sino en su corazón. El Señor ha realizado esta obra decisiva: Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones (Jr,31-33). Una ley externa —como ha hecho notar Karl Barth— es siempre molesta, sofocante, y ante ella nos entran ganas de huir. Nos repite siempre el mismo estribillo: «debes». Y nosotros respondemos: no puedo, no soy capaz, no tengo ganas. En cambio, la ley escrita en el corazón nos dice: «puedes». Entonces la obediencia pedida por Dios no es un cumplimiento del deber, sino que obedecer significa: poder obedecer en libertad. Por tanto, la ley, la palabra me realiza en la libertad, además de llevarme a encontrar a Dios (Alessandro Pronzato).
3. 1 Co 1,22-25: Pablo no se cansa de repetir en sus cartas que LA SALVACIÓN ES FRUTO DE LA INICIATIVA DE DIOS. Lo que el hombre busca es la propia seguridad, exigir condiciones para poder aceptar la salvación de Dios: para los judíos se tratará de los signos o milagros que garanticen la acción divina; y, para los griegos, la revelación de Dios debería ser algo que satisficiera a la inteligencia humana. El Mesías crucificado choca tanto con los primeros como con los segundos, porque la obra de la salvación no parte de la iniciativa humana, y la predicación del Evangelio se enfrenta con estas pretensiones. Pero en el hecho de que tanto algunos judíos como paganos se abran a la salvación, Pablo descubre la sabiduría y el poder salvador de Dios, que se da a conocer precisamente en Cristo crucificado, que para los hombres podría parecer una debilidad y un absurdo (J. Roca). La curiosidad morbosa por la seguridad, por el futuro, se opone a la confianza filial en Dios, una relación con Dios casi mercantil: “te doy para que me des”, un utilitarismo para “ganarse el cielo” a costa de portarse bien o querer a los demás... El afán de poder hace que busquemos siempre al Dios todopoderoso, no creemos en el Dios débil en Jesús... buscamos un dios de poder o el poder de la razón. Las expectativas mesiánicas judías estaban centradas en la intervención de Dios a favor de su pueblo por medio de una situación de dominio sobre las naciones paganas. Por otro lado, los griegos buscaban la explicación del hombre y del mundo a través del pensamiento filosófico. Esta confianza en un Dios de poder o en el poder de la razón, tenía que chocar con el mensaje de un Salvador crucificado, "escándalo para los judíos, necedad para los gentiles". Lo que los apóstoles predican es la antítesis (J. Naspleda).
Dios estará con la debilidad porque es menor obstáculo cuando quiere venir a nosotros: estos versículos no son un "elogio de la locura" (título de la famosa obra de Erasmo de R.), sino un contraste entre quien se cierra sobre sí mismo y quien está abierto a la obra de Dios. Ante el hombre confiado en sí mismo, en su capacidad de juzgar y discernir, ante los bienpensantes y piadosos de toda la vida o los orgullosos de la acción humana, Pablo contrapone a Jesús crucificado. Aquí está la paradoja. Por razones sociológicas, culturales, religiosas, el Crucificado es piedra de escándalo. Este Crucificado, legalmente condenado por legítimas autoridades, apoyadas en una ley pone en crisis nuestras seguridades. No sólo la de los corintios o judíos, sino las de cualquier persona que se apoye en sí misma. No por particular gusto de Dios de llevar la contraria a los bienes de la creación que él mismo ha puesto en nosotros y en el mundo, sino para mostrar cómo ningún factor humano, ninguno en absoluto, por bueno que sea, cuenta él solo para obrar el acercamiento del hombre a Dios. Esto, hoy como ayer, sigue siendo cierto. Dios está con la debilidad, porque ella es menos obstáculo para él cuando viene a nosotros (F. Pastor). Recuerdo que hace años un buen sacerdote me criticó un grupo diciendo: “tienen éxito porque dan seguridad a la gente, por eso van y se sienten bien…” y yo –inexperto- le contesté: “tú también tienes que darles seguridad, y no desorientarles”. Las palabras tienen muchos sentidos, pero ahora pienso que no tenemos que dar seguridad a la gente, sino paz, que viene de confiar en Dios y su misericordia, y hacer lo que podamos que Dios hará lo que no podamos nosotros…
Frente a la concepción judía de la vida basada en la verificación empírica (las señales) o la griega basada en la razón autosuficiente (el saber), la concepción cristiana presenta un Mesías crucificado. ¿Religión masoquista? En este caso los juicios judío y griego estarían en lo cierto. Pero en la concepción cristiana del Nuevo Testamento la cruz no está vista como medio intencionado de santificación, sino como instrumento injusto de suplicio. Desde una perspectiva histórica, la muerte de Jesús es obra de unos poderes absolutos, civiles y religiosos: la metafísica imperial romana con su pretensión de ofrecer una salvación y una paz para todos los hombres por medio del emperador: la religión de la ley con la pretensión de ser el camino único hacia Dios, estableciendo el esfuerzo personal y las instituciones religiosas derivadas de él como fuente de salvación para el hombre (“Dabar 1976”). Quizá hoy se ha desplazado este afán de seguridades en un cumplimiento de las leyes no ya religiosas sino civiles, como entonces el emperador: un puritanismo que “libera” aparentemente de seguir la conciencia, pero todo esto es falso, lleno de agresividad: se busca la tolerancia y libertad pero no para todos, siempre hay alguien al que crucificar (los lefebrianos ahora, quizá antes los moros o judíos, yo qué sé). El mecanismo de defensa ante el desequilibrio que provoca el resentimiento de no hacer las cosas en conciencia busca a alguien como chivo expiatorio, generalmente alguien que nos recuerda la conciencia (el Papa por ejemplo). Ante todas estas hipocresías, tenemos siempre el reto de aquel que dijo: No hay amor más grande que dar la vida por los amigos (Jn 15,13). Desde el punto de vista de los judíos, los hombres se dividen en dos grupos: ellos y los otros; también solemos decir “los nuestros”… recuerdo un chiste: llega uno al cielo y san Pedro le va enseñando el lugar y al pasar por una habitación cerrada pregunta –“y aquí, ¿quién hay?”, y san Pedro dice: -“Los de… (el grupo en cuestión), ¡que se creen que están solos!” La Iglesia ha definido que nadie está seguro de su salvación, con certeza de fe (excepto los santos canonizados), pero sí podemos tener certeza moral...
Aquí sale también el tema de la fe-razón. Creemos que funcionamos con la razón, y es cierto: rechazamos lo que no es razonable. Pero la razón sola es incompleta: el proceso de la fe no es de orden racional; puede ser razonada, en todo caso razonable, pero solicita en el hombre otros móviles distintos de los de su inteligencia. La desgracia del hombre, sobre todo en determinado tipo de occidental, educado en una civilización cada vez más cartesiana y conceptual de la que difícilmente puede desprenderse, consiste en que no sabe ya de qué se trata cuando se le dice que dispone de otras facultades distintas de su razón. Ha esterilizado en sí una parte de su capacidad de amor y confianza y su apertura a la trascendencia. El mensaje de Pablo tiene más que nunca su sentido en el ateísmo de este siglo XXI, en que el cristiano habrá de poner en juego un equilibrio personal bastante sólido y desarrollar en sí unas facultades a primera vista menos racionales -locas, diría el apóstol- que no por eso dejan de ser auténticas actitudes humanas dilatantes y equilibrantes (Maertens-Frisque). A esta suma debilidad, a esta alta sabiduría de la cruz de Cristo se le pueden aplicar las maravillosas coplas de Juan de la Cruz, sobre un éxtasis de alta contemplación: “Entreme donde no supe / y quedeme no sabiendo / toda ciencia trascendiendo. // Yo no supe dónde entraba, / pero cuando allí me vi, / sin saber dónde me estaba, / grandes cosas entendí; / no diré lo que sentí, / que me quedé no sabiendo / toda ciencia trascendiendo. // Este saber no sabiendo / es de tan alto poder, / que los sabios arguyendo / jamás lo pueden vencer; / que no llega su saber / a no entender entendiendo, / toda ciencia trascendiendo”…
4. Jn 2,13-25 (Mt 21,12-13; Mc 11,15-17; Lc 19,45-46): la semana pasada veíamos cómo el templo es Jesús, y sigue con esto el texto de hoy: la segunda parte de la Cuaresma del ciclo B está marcada por tres evangelios de Juan que presentan diferentes aspectos del camino muerte-resurrección que celebramos en la Pascua. Los evangelistas no han pretendido escribir una biografía de Jesús y, en general, no están interesados por la cronología, sino por el mensaje de Jesús. Esto explica las diferencias que observamos incluso entre los evangelios sinópticos y, sobre todo, entre éstos y el evangelio de Juan. Por ejemplo, en este caso, los sinópticos sitúan el relato sobre la expulsión de los mercaderes del templo al final de la vida pública de Jesús; en cambio, Juan al principio. Sabido es que el cuarto evangelio tiene una estructura determinada por razones teológicas; por lo tanto habrá que suponer una intención en el hecho de que Juan nos hable de la purificación del templo ya al principio de su relato. Juan presenta a Jesús enfrentado a la religión oficial y opone constantemente la fe de los discípulos de Jesús a la incredulidad de los judíos. La expulsión de los mercaderes del templo es un ataque profético de Jesús a los señores del templo, es un gesto que preludia una lucha persistente en la que perdería la vida; pero es también el anuncio de la destrucción de ese templo como réplica divina a la incredulidad de los judíos que no conocieron su hora y no recibieron al Mesías que les había sido prometido. Una vez Jesús resucite de entre los muertos, él mismo será en adelante el verdadero templo de Dios. Teniendo en cuenta esta perspectiva, Juan prefiere situar el suceso al principio de la vida pública. La multitud de sacrificios que se ofrecían diariamente en el templo y la necesidad de cambiar la moneda corriente, la romana, por otra moneda especial, el siclo, a fin de satisfacer el tributo religioso al que estaban obligados los israelitas mayores de veinte años (Ex 30. 11; Mt 17. 24-27), hace comprensible que vendedores de animales y cambistas se instalaran en el llamado atrio de los gentiles. El permiso requerido para instalarse en el templo proporcionaba a los concesionarios, entre los cuales se contaba la familia del sumo sacerdote Anás, pingües beneficios. Estos usos y abusos habían convertido el templo de Dios en un mercado. Los judíos que intervienen de pronto y piden explicaciones a Jesús son probablemente los guardianes del templo. Sabemos que existía un cuerpo policial, formado por levitas, que estaban encargados del orden y la custodia del templo. Ellos son, pues, los que interrogan a Jesús. Llama la atención que estos policías no le acusen de inmediato de alterar el orden y que, en cambio, le pidan un milagro, una señal, que demuestre su autoridad para hacer lo que hace en el templo. Piensan que sólo un milagro puede justificar su acción. Tal modo de pensar es característico de la mentalidad judía (cf 3,2; 4,48; 6,14.30; 9,16; 11,47; Mt 12,38; 16,1; Mc 8,11; Lc 11,6), que Pablo distingue claramente de la mentalidad de los griegos que se atienen a la razón y buscan la sabiduría humana. Jesús replica con unas palabras que evidentemente, en aquella situación podían interpretarse como una amenaza al templo. Los guardianes del templo tomaron buena nota de las palabras de Jesús y, más tarde, lo acusarían ante los tribunales de lo que para ellos había sido una amenaza sacrílega al templo y a lo que el templo significaba (Mt 26. 61; Mc 14. 58). Jesús fue condenado, entre otras cosas, por su oposición al templo, por su ataque a una religión oficial establecida, sacralizada y mercantilizada. Cuando Juan escribe su evangelio, lo hace bajo la luz de la experiencia pascual. Y desde su punto de vista, el punto de vista de la fe en la resurrección de Jesús, interpreta las palabras de Jesús refiriéndolas a su cuerpo muerto y resucitado a los tres días. Si Jesús es el verdadero templo, se comprende entonces su oposición a cualquier otro templo, que pretenda situarse como algo sagrado por encima del hombre. Sí, Jesús es el templo, el ámbito del encuentro de los hombres con Dios, culto a Dios en espíritu y en verdad (Jn 4,23), pues donde hay dos reunidos en nombre de Jesús, allí está él en medio de ellos (Mt 18,20). Si Jesús es el templo, los que se incorporan a Jesús por la fe forman con él un mismo templo. La iglesia material no es ya para los cristianos la "casa de Dios" sino la casa del pueblo de Dios. Este pueblo, reunido en nombre de Cristo, incorporado a la misión de Cristo, es la verdadera casa de Dios. Pensar de otra manera sería volver a una concepción religiosa contra la que Jesús luchó toda su vida (“Eucaristía 1985”).
S. Agustín habla de que el pueblo de Dios que reza cantando es “como la voz de todos aquellos que están en el Cuerpo de Cristo. Y como en el Cuerpo de Cristo están todos, habla como un solo hombre, pues él es a la vez uno y muchos. Son muchos considerados aisladamente; son uno en aquel que es uno. El es también el templo de Dios, del que dice el Apóstol: El templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros: todos los que creen en Cristo y creyendo, aman. Pues en esto consiste creer en Cristo: en amar a Cristo; no a la manera de los demonios, que creían, pero no amaban. Por eso, a pesar de creer, decían: ¿Qué tenemos nosotros contigo, Hijo de Dios? Nosotros, en cambio, de tal manera creamos que, creyendo en él, le amemos y no digamos: ¿Qué tenemos nosotros contigo?, sino digamos más bien: «Te pertenecemos, tú nos has redimido». / Efectivamente, todos cuantos creen así, son como las piedras vivas con las que se edifica el templo de Dios, y como la madera incorruptible con que se construyó aquella arca que el diluvio no consiguió sumergir. Este es el templo —esto es, los mismos hombres— en que se ruega a Dios y Dios escucha. Sólo al que ora en el templo de Dios se le concede ser escuchado para la vida eterna. Y ora en el templo de Dios el que ora en la paz de la Iglesia, en la unidad del cuerpo de Cristo. Este Cuerpo de Cristo consta de una multitud de creyentes esparcidos por todo el mundo; y por eso es escuchado el que ora en el templo. Ora, pues, en espíritu y en verdad el que ora en la paz de la Iglesia, no en aquel templo que era sólo una figura.
La religión es a la fe lo que al matrimonio el amor. Por eso cuando prevalece la institución -la forma de hacer, la ley que somete la persona en lugar de estarle al servicio- sobre la vida, el amor o la fe, éstos degeneran en fanatismo y en celos. El fanático no cree en nada, porque sólo cree en sus creencias, lo mismo que el celoso no ama a nadie, porque está enamorado de su amor. Y algo de esto viene a denunciar hoy Jesús en el evangelio. El Templo era el centro de la religión judía en tiempos de Jesús. El Templo, concentración del culto, y la Ley, resumen de la acción. Pero la Ley se había trivializado en los incontables preceptos del Talmud, y el Templo, el culto, se había convertido en un "modus vivendi" de los señores del templo, la clase sacerdotal. De modo que ni la ley servía a la vida, sino que la sofocaba; ni el templo servía a la expresión religiosa del pueblo, sino que los exprimía, despojándoles de sus recursos. Jesús denuncia la explotación del Templo. El culto está al servicio de la fe, para que ésta pueda expresarse de forma inteligible y comunitaria. Pero no se puede hacer un negocio con el culto. Es verdad que los que sirven al altar, tienen derecho a vivir del altar, por el servicio que prestan. Pero bien entendido que se les paga el servicio y que tienen que servir, no servirse. Y mucho menos abusar de su poder o confundir a la gente con vanas ilusiones o promesas supersticiosas. No se puede confundir la fe con lo que sólo es su expresión. El verdadero culto está en la fe, en el corazón del creyente. También Jesús había denunciado el abuso de la Ley, criticando el peculiar modo de practicar el descanso sabático. No es el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre. Porque no es el hombre para la Ley, sino las leyes para los hombres. Por eso el imperio de la ley también es imperialismo y por tanto inadmisible. La ley de los cristianos es el amor. Y el verdadero culto cristiano -la verdadera religión, según la carta de Santiago- no está en la liturgia, sino en la práxis del amor. Sin amor, lo mismo que sin fe y esperanza, ni hay verdadero culto, ni verdadera religión. Fe, esperanza y caridad son la síntesis de la vivencia religiosa, la única religión verdadera. Las formas religiosas en que la vivencia se manifiesta no son verdaderas ni falsas, sino útiles para expresar la fe, o vanas, si no la facilitan o la empañan (Luis B. Betes).
Yo soy el verdadero templo. Se afirma, más que la purificación del templo judío, su superación. Es otra forma distinta de anunciar el final definitivo del santuario de Jerusalén. Sus opositores, sobre todo los más interesados, así lo entenderán, y esta acusación saldrá después a la luz en el juicio ante el sanedrín. La frase el celo por tu casa me devora tendrá un significado no sólo moral, sino también físico: llevará a Jesús a la muerte. Tras la resurrección, los discípulos recordaron la escena y entendieron que, cuando decía "templo", se refería a sí mismo. Jesús se manifiesta como el "lugar" privilegiado de encuentro con Dios: el rostro humano de Dios. Ni Jerusalén, ni Garizín, ni otro cualquier lugar sagrado podrá encerrar al Dios de Jesús. Desde este punto de vista, perderán su sentido los templos hechos por manos de hombre para este fin. El universo entero será el templo material. Dios entre los pucheros, en el ajetreo de la vida, en el corazón del hombre. El amor solidario servirá de señal para conocer que se ha establecido relación con el Señor. Los primeros cristianos tuvieron conciencia de ser templo de piedras vivas con Jesús como cimiento. El espíritu de Jesús es lo que da trabazón al edificio. Ese es el verdadero sacerdocio, según el vocabulario del Nuevo Testamento. Porque dar culto no es realizar ceremonias, sino hacer la voluntad del Padre. Esta realidad, se traduce mejor por la fórmula "comunidad sacerdotal" que por otras más usadas como "sacerdocio de los fieles" o "sacerdocio de los bautizados" (sacerdocio común, aparte del ministerial al servicio de Jesús sacerdote). Las piedras de una construcción ocupan, cada una, un lugar indelegable. Tiene cada una su responsabilidad, no sólo sobre unos centímetros cuadrados, sino sobre toda la trabazón del conjunto. Son edificio en la medida en que cumplen este papel en relación con todas las demás. Son corresponsables. Después del último Concilio, la palabra corresponsabilidad se ha empleado mucho en los ambientes de la Iglesia. Sin embargo, los avances en el tema son bien pobres (“Eucaristía 1991”).
Examen de conciencia: en el corazón de la Cuaresma, las lecturas nos invitan a revisar nuestro propio vivir como algo muy conforme con este tiempo litúrgico. El evangelio termina con una frase que nos descubre la urgente necesidad de tal tarea: (Jesús) no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque el sabía lo que hay dentro de cada hombre. Sí, podemos estar engañándonos estúpidamente al abrigo del aturdimiento que produce el ajetreo de cada día, por eso es necesario que nos examinemos a la luz de la Palabra para vernos como nos ve el Señor.