jueves, 1 de marzo de 2012

Cuaresma I semana, viernes: Dios quiere nuestra conversión, que se manifieste en el amor a los demás

Cuaresma I semana, viernes: Dios quiere nuestra conversión, que se manifieste en el amor a los demás

Libro de Ezequiel 18,21-28: Pero si el malvado se convierte de todos los pecados que ha cometido, observa todos mis preceptos y practica el derecho y la justicia, seguramente vivirá, y no morirá. Ninguna de las ofensas que haya cometido le será recordada: a causa de la justicia que ha practicado, vivirá. ¿Acaso deseo yo la muerte del pecador -oráculo del Señor- y no que se convierta de su mala conducta y viva? Pero si el justo se aparta de su justicia y comete el mal, imitando todas las abominaciones que comete el malvado, ¿acaso vivirá? Ninguna de las obras justas que haya hecho será recordada: a causa de la infidelidad y del pecado que ha cometido, morirá. Ustedes dirán: "El proceder del Señor no es correcto". Escucha, casa de Israel: ¿Acaso no es el proceder de ustedes, y no el mío, el que no es correcto? Cuando el justo se aparta de su justicia, comete el mal y muere, muere por el mal que ha cometido. Y cuando el malvado se aparta del mal que ha cometido, para practicar el derecho y la justicia, él mismo preserva su vida. El ha abierto los ojos y se ha convertido de todas las ofensas que había cometido: por eso, seguramente vivirá, y no morirá.

Salmo 130,1-8: Canto de peregrinación. Desde lo más profundo te invoco, Señor, / ¡Señor, oye mi voz! Estén tus oídos atentos al clamor de mi plegaria. / Si tienes en cuenta las culpas, Señor, ¿quién podrá subsistir? / Pero en ti se encuentra el perdón, para que seas temido. / Mi alma espera en el Señor, y yo confío en su palabra. / Mi alma espera al Señor, más que el centinela la aurora. Como el centinela espera la aurora, / espere Israel al Señor, porque en él se encuentra la misericordia y la redención en abundancia: / él redimirá a Israel de todos sus pecados.

Texto del Evangelio (Mt 5,20-26): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Os digo que, si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos. Habéis oído que se dijo a los antepasados: ‘No matarás; y aquel que mate será reo ante el tribunal’. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal; pero el que llame a su hermano "imbécil", será reo ante el Sanedrín; y el que le llame "renegado", será reo de la gehenna de fuego.
Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda. Ponte enseguida a buenas con tu adversario mientras vas con él por el camino; no sea que tu adversario te entregue al juez y el juez al guardia, y te metan en la cárcel. Yo te aseguro: no saldrás de allí hasta que no hayas pagado el último céntimo».

Comentario: 1. –Ezequiel 18,21-28: ¿Acaso quiero yo la muerte del malvado y que no se convierta de su camino y viva? Cada uno es responsable ante Dios. Por eso se invita una vez más a la conversión y al cambio de vida, tan apropiado en este tiempo de Cuaresma, pues la eficacia de la auténtica penitencia es la conversión personal del corazón a Dios. Colecta: «Que tu pueblo, Señor, como preparación a las fiestas de Pascua, se entregue a las penitencias corporales, y que nuestra austeridad comunitaria sirva para la renovación espiritual de tus fieles». Pero podemos y debemos orar por la conversión de los demás. La penitencia debe restablecer de nuevo el orden alterado, haciendo desaparecer nuestro alejamiento de Dios y nuestro apego desordenado a las criaturas. El alma debe retornar a Dios por el arrepentimiento: «Convertíos a Mí de todo corazón». A la conversión interior deben acompañar las obras externas de penitencia, la mortificación, que tiene muchos aspectos: ayuno, abstinencia, abnegación, paciencia... realizadas con gran discreción, sin hacer alardes de personas austeras. El cristianismo es la religión de la interioridad, no de la ostentación y vana apariencia ante los hombres. La piedad cristiana tiene por único objeto a Dios y a su voluntad. Y el fundamento de esta piedad es el amor. La conversión ha de mostrarse en las buenas obras: ser más caritativos, más serviciales, más cariñosos, más amables, más desprendidos, más bondadosos. Dice San Clemente Romano: «Seamos humildes, deponiendo toda jactancia, ostentación e insensatez, y los arrebatos de la ira... Como quiera, pues, que hemos participado de tantos y tan grandes y tan ilustres hechos, emprendamos otra vez la meta de la paz que nos fue anunciada desde el principio y fijemos nuestra mirada en el Padre y Creador del universo, acogiéndonos a los magníficos y superabundantes dones y beneficios de su paz» (Carta a los Corintios 19,2; cf. P. Manuel Garrido).
Ratzinger pone en relación los textos del profeta y del Evangelio: “La liturgia de la palabra propia de este día es una catequesis sobre la justicia cristiana, una respuesta a la pregunta: ¿Quién es justo a los ojos de Dios? ¿Cómo podemos ser justificados? De esta suerte, se nos ofrece también la respuesta a la cuestión de la ley, la definición de la ley nueva, de la ley de Cristo y de la relación que media entre ley y espíritu, todo ello comprendido en la unidad de la salvación, en la que se da ciertamente progreso, purificación y ahondamiento, pero que no se halla sujeta a ningún género de dialéctica antagónica”. Ezequiel representa un gran avance en el desarrollo de la idea bíblica de justicia. Hay dos puntos importantes:
a) “También el Dios del Antiguo Testamento es un Dios de amor, un verdadero Padre para sus criaturas. Este Dios es la vida; la muerte, pues, viene a contradecir frontalmente la realidad misma de Dios. Dios no puede querer su contrario. En consecuencia, también para su criatura es Dios un Dios de vida. La muerte de la criatura es -hablando en términos humanos- un fracaso para Dios, un alejarse de El. Por esta razón, Dios quiere la vida para su criatura, no el castigo; quiere para ella la vida en su sentido más pleno: la comunicación, el amor, la plenitud del ser la participación en el gozo de la vida, en la gracia del ser”. El texto de hoy dice: «¿Quiero yo acaso la muerte del impío, dice el Señor Dios, y no que se convierta de su mal camino y viva?» (Ez 18,23). Ahora podríamos establecer una relación con el texto de Oseas 11,8-9 que leemos el día del Sagrado Corazón: lo dejamos para esa ocasión. Podemos simplificar la reflexión sobre la medida de la justicia diciendo: “puesto que Dios es esencialmente vida, le correspondemos comprometiéndonos en favor de la vida, luchando contra el dominio de la muerte, contra todas sus emboscadas; en una palabra: entregándonos al servicio de la vida en su sentido más pleno, al servicio del reino de la verdad y del amor”.
b) Pasamos de momento a un comentario de Noel Quesson: En los años del destierro que siguieron a la caída de Jerusalén, la Alianza se había roto, el templo destruido, la ciudad santa arrasada por las llamas, sin culto que les permitiera reconciliarse, víctimas del pasado y sin esperanzas de futuro. Para los desterrados era un amargo presente, cundió el desánimo al pensar que era consecuencia de los pecados, y surgió la tentación de vivir como vivían los de su alrededor, ahogados por el materialismo de una nación poderosa y rica en comodidades, cultos y festejos. Entonces surge Ezequiel, que formula el principio de responsabilidad personal, ya anunciada por Jeremías: “el que peque, ese morirá". No niega el principio de solidaridad en la culpa, sencillamente lo completa. Cada uno debe situarse responsablemente ante Dios. El pasado de las generaciones anteriores no cuenta en la responsabilidad moral de cada individuo; ni siquiera el pasado personal cuenta en la relación actual del hombre con Dios, si es que ha habido un cambio: la conversión. Lo que importa es la conducta personal y actual. El profeta quiere arrancar a los israelitas de un abuso de la solidaridad en el mal o en el bien: escamotear la responsabilidad personal, creer que se cae sin remedio en malas consecuencias por los males del pasado, y creer que por pertenecer a un pueblo oficialmente religioso y "elegido" ya están salvados. No, les dice el profeta, lo importante es la conversión, la conversión incesante: Entrada: «Señor, ensancha mi corazón oprimido y sácame de mis tribulaciones. Mira mis trabajos y mis penas y perdona todos mis pecados» (Sal 24,17-18). No podemos apalancarnos, ahorrarnos la búsqueda personal de Dios y la conversión a él. "Si no sois mejores que los letrados y fariseos no entraréis en el Reino de los cielos" (Mt 5, 20). Hemos quitado los “estados de perfección”, pues de lo que se trata es en encontrar cada “la perfección en su propio estado”. Buda decía alegóricamente: "si encuentras a Dios, mátalo". Se puede entender en el sentido de que: Si ya tienes una imagen de Dios, destrózala, porque Dios no se parece a esa imagen, está más allá y debes de seguir buscándolo. San Agustín dice: "Si lo comprendes, ya no es Dios".
Pero podemos conocerlo, de modo más limitado con la inteligencia, y de modo más perfecto con el amor, en Jesús, que hoy nos pide que nuestra bondad llegue hasta lo más profundo de nuestro ser... que no nos contentemos con evitar cualquier gesto exterior que pueda dañar, sino que, en primer lugar y ya interiormente «estemos de acuerdo» con nuestros adversarios: se nos pedirá cuenta. Ezequiel insiste también sobre la «bondad» y sobre la «responsabilidad». ¡Dios se ha comprometido en el gran combate contra la "maldad"! Está por el "derecho y la justicia."
Volvamos a Ratzinger: Ezequiel muestra el personalismo claro y decidido que acabamos de ver, superación de colectivismo arcaico, sin destino personal distinto del que tiene el clan. “Descubrimos aquí la emancipación, la liberación de la persona en virtud de su destino único y singular. Esta liberación, el descubrimiento de la unicidad de la persona, es el corazón de la libertad. Esta liberación es el fruto de la fe en Dios-persona, o mejor aún: esta liberación proviene de la revelación de Dios-persona. La liberación, y con ella la libertad misma desaparece -no al instante, por supuesto, pero sí con una lógica implacable- cuando este Dios se pierde de vista en el mundo. Este Dios no es -como dicen los marxistas- instrumento de esclavitud; la historia nos enseña exactamente lo contrario: el valor indestructible de la persona humana depende de la presencia de un Dios personal”.
2. – Sal. 129. Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y que viva. La conversión es siempre posible y Dios actúa para que se realice. Por muy abrumados que nos veamos por nuestras culpa, nunca hemos de desesperar de la misericordia del Señor. Con el Salmo 129 expresamos esa confianza: «Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor, escucha mi voz; estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica. Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el perdón y así infundes respeto. Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor, más que el centinela la aurora; porque del Señor viene la misericordia, la redención copiosa; y Él redimirá a Israel de todos sus delitos». La auténtica reconciliación no sólo lleva a perdonar las faltas de quienes nos hayan ofendido, sino que debe llevarnos a dar al olvido todo aquello con lo que fuimos dañados por los demás. Cuando Dios nos perdona en verdad olvida nuestras culpas; no nos echa en cara que malgastamos su fortuna en maldades y vicios, sino que sólo se alegra porque hemos vuelto a Él y nos recibe como a hijos suyos, sentándonos nuevamente a su mesa y calzando nuestros pies con sandalias nuevas para convertirnos nuevamente en testigos suyos en los caminos del mundo. Confiemos siempre en el amor del Señor y en su misericordia. Pero, al mismo tiempo, aceptemos el compromiso de dar a conocer a los demás lo misericordioso que Dios ha sido para con nosotros para que también ellos vuelvan al Señor y experimenten su amor.
3. –Mateo 5,20-26: Los contenidos del evangelio de este día no son más que ejemplificación del principio de la abundancia (que veremos al tratar la multiplicación de los panes): la interpretación cristiana del decálogo, que no es abolición, sino plenitud de la Ley y de los Profetas (Mt 5,17). La estructura cristológica del Sermón de la Montaña es muy clara: “la antítesis: «... se dijo a los antiguos, pero yo os digo», nos viene a indicar el sentido de la nueva legislación predicada por Jesús en este nuevo Sinaí. Con estas palabras, Jesús se revela como el nuevo y verdadero Moisés, con el que se inicia la nueva alianza, el cumplimiento de la promesa que Dios hizo a los Padres: «El Señor, tu Dios, te suscitará de en medio de ti, de entre tus hermanos, un profeta como yo; a él le oirás» (Dt 18,15). Las palabras que hallamos al final del Deuteronomio, palabras que suenan como el lamento de un Israel afligido, como una plegaria urgente para que Dios se acuerde de su promesa: «No ha vuelto a surgir en Israel el profeta semejante a Moisés, con quien cara a cara tratase Yahveh» (Dt 34,10), estas palabras llenas de tristeza y de resignación son superadas por el gozo del Evangelio. Ha surgido el nuevo Profeta, aquel cuyo distintivo es tratar con Dios cara a cara. La antítesis respecto a Moisés implica esta sublime realidad; implica que lo esencial del nuevo Profeta es este hablar con Dios cara a cara, en calidad de amigo.
Pero, según este pasaje evangélico, Cristo es más que un Profeta, más que un nuevo Moisés. Para «ver» este anuncio del Evangelio debemos concentrar en su lectura toda nuestra atención. La antítesis no es «Moisés dijo», «yo digo»; la antítesis es «se dijo», «Yo digo». Esta pasiva «se dijo» es la forma hebraica de velar el nombre de Dios. Para evitar el santo nombre y también la palabra «Dios» se usa la voz pasiva, y todos saben que el sujeto que no se nombra es Dios. En nuestra lengua, pues, la antítesis debe traducirse así: «Dios dijo a los antiguos, pero yo os digo». Esta afirmación corresponde exactamente a la realidad histórica y teológica, porque el Decálogo no fue palabra de Moisés, sino palabra de Dios, de quien Moisés fue únicamente mediador. Si meditamos en este resultado descubrimos algo inaudito: la antítesis es «Dios dijo». «Yo digo»; en otras palabras: Jesús habla al mismo nivel de Dios; no solamente como un nuevo Moisés, sino con la misma autoridad de Dios. Este «Yo» es un Yo divino. No faltan incluso exegetas protestantes que afirman que no es posible otra interpretación y que estas palabras no pueden haber sido inventadas por la comunidad primitiva, que se inclinaba más bien a mitigar los contrastes. Dios dijo a los antiguos; el mismo Dios no nos dice algo distinto en el Yo de Cristo, sino algo nuevo: «Lo viejo pasó, se ha hecho nuevo» (2 Cor 5,17) El Señor del Sermón de la Montaña es el mismo al que se refiere San Pablo con estas palabras; el mismo del que habla el Apocalipsis de San Juan: «He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5). La oración después de la comunión de este día está en consonancia con estos testimonios: «Señor, que esta eucaristía nos renueve para que, superando nuestra vida caduca, lleguemos a participar de los bienes de la redención»” (Joseph Ratzinger, “El camino pascual”).
Jesús nos lleva a ser "buenos" hasta el fondo del ser, amar hasta a nuestros enemigos: -“Habéis oído que se dijo a los antiguos: "No matarás"... Pero yo os digo: "No os irritéis contra vuestro hermano..."” ¡Qué diferencia, en efecto! Jesús viene a completar la Ley. Moisés había prohibido matar. Esto era ya encaminar la humanidad hacia la no violencia, hacia el amor fraterno. Pero todo quedaba muy elemental, muy negativo. Jesús va hasta el fondo del problema. Interioriza la ley: no es sólo el gesto exterior lo malo, lo es ya la "cólera" que puede inducir a ello... y las injurias verbales, las disputas que envenenan las relaciones humanas. Llamar a alguien "imbécil" o "descreído" es ya ser culpable de no-amar. A la luz de estas palabras, examino mis relaciones humanas. En este tiempo de cuaresma, es bueno proyectar esa luz exigente sobre mis relaciones cotidianas. ¿Me dejo llevar por mi temperamento? ¿Soy despreciativo? ¿Soy duro en mis palabras?
-“Si vas a presentar tu ofrenda ante el altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar...” Si hay discordia entre los hombres, la relación con Dios también se rompe. ¡Dios rehúsa la muestra de amor que pretendemos darle, cuando no amamos también a sus hermanos! Y la pobre "ofrenda" queda allí, en "pana" ante el altar... Dios se hace fiador de nuestras relaciones humanas. Nos dice: Antes de tener relaciones correctas conmigo, tenedlas primero entre vosotros. La caridad fraterna pasa delante del culto. –“Ve primero a reconciliarte con tu hermano y luego vuelve a presentar tu ofrenda”. No se trata aquí de un sentimentalismo fácil que evite las verdaderas cuestiones. Supongamos que ha habido una fisura. Se han disputado y ya no se hablan: no se trata tampoco de que el otro dé el primer paso, como suele decirse. "Estoy dispuesto... cuando él quiera, por mi parte estoy a punto". Jesús afirma, precisamente, la postura inversa: Es suficiente que yo me dé cuenta de que el otro tiene algo contra mí... debo yo ir a su encuentro, dar el primer paso. Comprometerse en la reconciliación. Es un principio esencial de supervivencia, para las personas, las familias, las profesiones, las razas, los grandes bloques, y simplemente... de una generación a otra.
“Vete primero a reconciliarte con tu hermano”. El arrepentimiento del cristiano se demuestra ante todo en el deseo de practicar la justicia. La Cuaresma es el tiempo más edecuado para el perdón de las injurias y para la reconciliación. No es posible tener odio al hermano y participar en la Eucaristía, sacramento del Amor. Esta doctrina pasó desde el Evangelio a la literatura cristiana. Ya aparece en el libro más antiguo del cristianismo, no bíblico, la Didajé, de fines del siglo primero. Y así se ha seguido enseñando en la Iglesia hasta nuestros días. San León Magno lo expone con frecuencia en sus sermones de Cuaresma. En el dice: «Vosotros, amadísimos, que os disponéis para celebrar la Pascua del Señor, ejercitaos en los santos ayunos, de modo que lleguéis a la más santa de todas las fiestas libres de toda turbación. Expulse el amor de la humildad el espíritu de la soberbia, fuente de todo pecado, y mitigue la mansedumbre a los que infla el orgullo. Los que con sus ofensas han exasperado los ánimos, reconciliados entre sí, busquen entrar en la unidad de la concordia. No volvais mal por mal, sino perdonaos mutuamente, como Cristo nos ha perdonado (Rom 12,17). Suprimid las enemistades humanas con la paz... «Nosotros, que diariamente tenemos necesidad de los remedios de la indulgencia, perdonemos sin dificultad las faltas de los otros. Si decimos al Señor, nuestro Padre: “perdónanos nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden” (Mt 6,12), es absolutamente cierto que, al conceder el perdón a las ofensas de los otros, nos disponemos nosotros mismos para alcanzar la clemencia divina».
Por tanto, se nos invita a pensar en nuestra conversión cuaresmal con el recuerdo de que cada uno es responsable de sus propias actuaciones: no vale echar la culpa a los antepasados o a la sociedad o a los otros. Lo propio de Dios no es castigar y estar espiando nuestra falta, sino que quiere que todos se conviertan de sus caminos y vivan, y está siempre dispuesto a acoger al que vuelve a él. Es lo que subraya más el salmo de hoy: «de ti procede el perdón... del Señor viene la misericordia y él redimirá a Israel de todos sus delitos». Programa exigente, que llega a actitudes interiores, además de los hechos exteriores: los juicios, las intenciones, las envidias y rencores. Sí, existe el pecado colectivo y las estructuras de pecado de las que habla Juan Pablo II en sus encíclicas sociales. Pero cada uno de nosotros es pecador y tenemos nuestra parte de culpa y debemos volvernos hacia Dios en el camino de la Pascua. En concreto, se nos pide: «Ve primero a reconciliarte con tu hermano». No esperes a que venga él: da tú el primer paso. Deberíamos tomar más en serio lo que se nos dice antes de la comunión en cada Misa: «daos fraternalmente la paz». «Señor, ensancha mi corazón oprimido y sácame de mis tribulaciones» (entrada). Se nos pide que participemos en los sentimientos divinos: «¿Acaso quiero yo la muerte del malvado y no, que se convierta de su camino y que viva?» (1ª lectura). «Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa» (salmo; cf. J. Aldazábal, “Enséñame tus caminos”) y lo que está mandado no es «no matar» (porque lo contrario ciertamente sería la contradicción más flagrante contra el amor), sino «amar». No haciendo nada malo se puede cumplir con el mandamiento de no matar, pero no se cumple con el de amar. Pecado es no sólo lo malo que hacemos (pecados que cometemos, pecados de «comisión») sino lo mucho bueno que nos dejamos de hacer (pecados de «omisión», que se cometen precisamente «no haciendo»). «No haciendo» se podría cumplir tal vez la ley de los letrados y fariseos, pero no la de Jesús (Servicio Bíblico Latinoamericano). Así nos lo recuerda el salmo responsorial: “Señor, escucha mi voz, estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica”. En ese ponernos de cara a Dios, esperando confiadamente, con deseo, “más que el centinela a la aurora”, nos encontramos en tiempo de reconocer, tiempo de confiar. Por encima de todo, “mi alma espera en el Señor” (Mila). Hoy, primer viernes de Cuaresma, vamos a poner los ojos en familiares, miembros de una comunidad, socios de una empresa, ciudadanos de un pueblo, hijos de esta tierra amplia y dilatada donde se multiplican las discordias, odios, olvidos, injusticias, insolidaridad, y apliquemos lo dicho. Si una palabra nos distanció en un invierno de hielo, una palabra puede ser el comienzo de una nueva comunión, y para ello tenemos la fuerza de la Eucaristía, como pedimos en la Postcomunión: «Señor, que esta Eucaristía nos renueve, y, purificándonos de la corrupción del pecado, nos haga entrar en comunión con el misterio que nos salva».

martes, 28 de febrero de 2012

Cuaresma, I semana, miércoles: no hemos de pedir signos mágicos a Dios, tampoco nos quiere dar el éxito como signo, sino Él mismo, éste es el signo y

Cuaresma, I semana, miércoles: no hemos de pedir signos mágicos a Dios, tampoco nos quiere dar el éxito como signo, sino Él mismo, éste es el signo y con Él tenemos todo lo demás, para verlo así necesitamos conversión

Primera lectura: Jonás 3,1-10 (ver también domingo 3-B): En aquel tiempo, por segunda vez el Señor se dirigió a Jonás y le dijo: - Levántate, vete a Nínive, la gran ciudad, y proclama allí lo que yo te diré.
Jonás se levantó y partió para Nínive, según la orden del Señor. Nínive era una ciudad grandísima; se necesitaban tres días para recorrerla. Jonás se fue adentrando en la ciudad y proclamó durante un día entero: "Dentro de cuarenta días Nínive será destruida".
Los ninivitas creyeron en Dios: promulgaron un ayuno y todos, grandes y pequeños, se vistieron de sayal. También el rey de Nínive, al enterarse, se levantó de su trono, se quitó el manto, se vistió de sayal y se sentó en el suelo. Luego mandó pregonar en Nínive este bando: "Por orden del rey y sus ministros, que hombres y bestias, ganado mayor y menor, no prueben bocado, ni pasten ni beban agua. Que se vistan de sayal, clamen a Dios con fuerza y que todos se conviertan de su mala conducta y de sus violentas acciones. Quizás Dios se retracte, se arrepienta y se calme el ardor de su ira, de suerte que no perezcamos".
'Al ver Dios lo que hacían y cómo se habían convertido, se arrepintió y no llevó a cabo el castigo con que los había amenazado.

Salmo 50,3-4.12-13.18-19. ¡Ten piedad de mí, Señor, por tu bondad, por tu gran compasión, borra mis faltas! / ¡Lávame totalmente de mi culpa y purifícame de mi pecado! / Crea en mí, Dios mío, un corazón puro, y renueva la firmeza de mi espíritu. / No me arrojes lejos de tu presencia ni retires de mí tu santo espíritu. / Los sacrificios no te satisfacen; si ofrezco un holocausto, no lo aceptas: / mi sacrificio es un espíritu contrito, tú no desprecias el corazón contrito y humillado.

Texto del Evangelio (Lc 11,29-32; ver también lunes de la semana 28): En aquel tiempo, habiéndose reunido la gente, comenzó a decir: «Esta generación es una generación malvada; pide una señal, y no se le dará otra señal que la señal de Jonás. Porque, así como Jonás fue señal para los ninivitas, así lo será el Hijo del hombre para esta generación. La reina del Mediodía se levantará en el Juicio con los hombres de esta generación y los condenará: porque ella vino de los confines de la tierra a oír la sabiduría de Salomón, y aquí hay algo más que Salomón. Los ninivitas se levantarán en el Juicio con esta generación y la condenarán; porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás, y aquí hay algo más que Jonás».

Comentario: 1. Jon 3,1-10. El profeta Jonás -el único personaje judío que aparece en este libro- no es precisamente un modelo de creyente ni de profeta. Si por fin va a predicar a Nínive es porque se ve obligado, porque él bien había querido escaparse de su misión. Nínive era una ciudad considerada frívola, pecadora, y Jonás teme un estrepitoso fracaso en su misión. Además, se enfada cuando ve que Dios, compadecido, no va a castigar a los ninivitas. Mal profeta. No hace falta que consideremos como histórico este libro de Jonás. Es un apólogo a modo de parábola, una historia edificante con una intención clara: mostrar cómo los paganos -en este caso nada menos que Nínive, con todos sus habitantes, desde el rey hasta el ganado- hacen caso de la predicación de un profeta y se convierten, mientras que Israel, el pueblo elegido, a pesar de tantos profetas que se van sucediendo de parte de Dios, no les hace caso. Jonás anunció que «dentro de cuarenta días Nínive será arrasada». San Clemente Romano decía: «Fijemos con atención nuestra mirada en la sangre de Cristo y reconozcamos cuán preciosa ha sido a los ojos de Dios, su Padre, pues, derramada por nuestra salvación, alcanzó la gracia de la penitencia para todo el mundo. / Recorramos todos los tiempos y aprendamos cómo el Señor, de generación en generación, concedió un tiempo de penitencia a los que deseaban convertirse a Él. Noé predicó la penitencia y los que lo escucharon se salvaron. Jonás anunció a los ninivitas la destrucción de su ciudad, y ellos, arrepentidos de sus pecados, pidieron perdón a Dios y, a fuerza de súplicas, alcanzaron la indulgencia, a pesar de no ser de no ser del pueblo elegido. De la penitencia hablaron inspirados por el Espíritu Santo, los que fueron ministros de la gracia de Dios. / Y el mismo Señor de todas las cosas habló también, con juramento, de la penitencia: “Por mi vida, oráculo del Señor, que no quiero la muerte del pecador, sino que cambie de conducta“. Y añade aquella hermosa sentencia: “Cesad de obrar el mal, casa de Israel. Di a los hijos de mi pueblo: Aunque vuestros pecados lleguen hasta el cielo, aunque sean como púrpura y rojos como escarlata, si os convertís a Mí de todo corazón y decís: `Padre´; os escucharé como a mi pueblo santo”.
A nosotros se nos está diciendo que «dentro de cuarenta días será Pascua», la gran ocasión de sumarnos a la gracia de ese Cristo que a través de la muerte entra en una nueva existencia. ¿De veras podremos celebrar Pascua con él? ¿de veras nos creemos la oración del salmo de hoy: «oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme»? La Cuaresma es la convocatoria a la renovación: «has establecido generosamente este tiempo de gracia para renovar en santidad a tus hijos, de modo que, libres de todo afecto desordenado, vivamos las realidades temporales como primicias de las realidades eternas» (prefacio II de Cuaresma). «Los que esperan en ti no quedan defraudados» (entrada). «Que se alegren los que se acogen a ti con júbilo eterno» (comunión; J. Aldazábal).
El Evangelio de este día es ocasión para una excelente exposición de los signos de la fe. Los judíos se sitúan en el plano más externo: necesitan milagros maravillosos para tener fe y convertirse. Cristo penetra en el corazón del problema cuando proclama que la fe descansa únicamente sobre la confianza puesta en la persona del enviado. La comunidad cristiana ha necesitado más aún: no hay fe fuera del misterio de muerte y de resurrección del enviado.
El hombre moderno no corre el peligro de exagerar en el sentido de los judíos: el milagro físico le molesta y cree más fácilmente a pesar de los milagros que a causa de ellos. Cierta creencia en el milagro podría inducir a pensar que Dios no está más que en lo que supera al hombre, mientras que Dios está también en el hombre y en sus obras.
Además, el milagro físico no tiene verdadera significación más que si es expresión de la personalidad de quien lo realiza y si interpela a la persona del testigo. Por eso la mayoría de los milagros de Cristo son curaciones, signos de su función mesiánica y de su bondad (Mt 8, 17; 11, 1-6), incluso de sus relaciones con el Padre (el tema de los "signos" en el Evangelio de San Juan). Y por eso también la mayoría de los milagros solicitan la conversión interior y la fe; la solicitan, pero no la dan: se necesita ya de antemano la acción del Espíritu en el corazón para que éste acepte, como solicitante y no como juez, el signo propuesto por Dios.
No obstante, cabe extrañarse de que Dios, y tras Él Cristo, no facilite en absoluto las cosas a los fariseos y a los ateos de hoy dándoles el signo que esperan. ¿Por qué no escribe bien legible su nombre en el cielo para que la duda resulte imposible? Al contrario, se dirá: cuanto más evoluciona la humanidad hacia el progreso y la secularización, más se "desacraliza" y más parece que le son negados los signos de Dios.
Si Dios actuase de esa forma, ya no sería el Dios que ha escogido convertirse en servidor de los hombres para merecer su amor y su confianza gratuita. Sería una marca de publicidad a la que nadie podría resistir; quebrantaría probablemente todas las resistencias humanas... ¿Pero seguiría siendo testigo de la libertad e iría en busca de un amor libre y confiado? Realmente no hay otros signos que el de Jesús porque Dios ha escogido no violentar al hombre, sino ganar su amor muriendo por él. Y precisamente porque es el Dios del amor, no da otro signo que el que se cumple en Jesucristo.
El verdadero creyente, sin menospreciar el papel eventual del milagro, no pide ya signos exteriores porque en la persona misma de Cristo Hombre-Dios descubre la presencia discreta de Dios y su intervención. El verdadero milagro es de orden moral: es esa condición humana de Jesús, asumida en fidelidad, en obediencia y amor absolutos y totalmente irradiada de la presencia divina hasta el punto que, en la misma muerte, Dios ha estado presente a su Hijo para resucitarle. En este signo de Jonás culminan precisamente todos los milagros del Evangelio, llamadas a la conversión y a la apertura a la salvación de Dios; signos de su presencia espiritual en el combate contra el pecado y la muerte (Maertens-Frisque).
La presencia de Jesús en el mundo obliga a los hombres a tomar partido por él o contra él (cf. 11. 23). Muchos hombres piden signos, prodigios. Con ello pretenden excusarse de tomar decisión en su favor. Así les parece poder continuar viviendo tranquilos, sin comprometerse, sin decidir, sin creer. Jesús rechaza esta petición de signos (cf. Jn 4. 48; 1Co 1. 22). Y se ofrece a sí mismo como señal única, suficiente, definitiva. Él y su Palabra. Él y su vida. Él, que es mayor que todos los reyes, superior a todos los profetas, basta para mover al hombre a adherirse a Él, a creer en Él. Buscar otros signos es una actitud perversa, es no querer convertirse, es encerrarse en sí mismo (cf. Jn 6. 30-31). De la decisión tomada frente a Jesús, frente a su persona y a su mensaje, depende la salvación de los hombres (“Comentarios bíblicos”, tomado de mercaba.org).
Jesús habla de convertirse, cambiar de vida, hacer penitencia. La gente quiere otra cosa… Jesús comenzó a decirles: "Esta generación es una generación mala; reclama un "signo". “La palabra "generación" es siempre empleada por Jesús en modo peyorativo. Es una alusión típica a un momento de la Historia del pueblo de Israel, la primera "generación", la del desierto, la de los cuarenta años primeros... la que ha pasado su tiempo reclamando "signos de Dios. "Cuarenta años esta generación me ha disgustado... estas gentes no han conocido mis caminos... y no obstante veían mis acciones..." (Salmo, 95, 9-10) También en tiempos de Jesús, y en los nuestros... se seguía pidiendo a Dios que se mostrara, que manifestara su poder.
¡Si Dios escribiera su nombre en el cielo! ¡Si Dios aplastara a los malos! ¡Si bajase de la cruz y se enfrentase con los que le injuriaban! ¡Si movilizase, de hecho, a "doce legiones de ángeles" para no ser arrestado por un escuadrón de soldados romanos! En fin, ¿por qué Dios no se manifiesta a los ateos... para que sea imposible seguir dudando?
-Y no les será dada otra señal que la de Jonás. Si Dios pusiera un "signo en el cielo", dejaría de ser Aquel que ha escogido ser. Aplastaría. Nadie podría resistirle... Ahora bien, Dios ha elegido ser el "servidor", el que ama a los hombres, y que espera discretamente su respuesta confiada y libre. Dios no quiere forzar la mano. Las postraciones de los esclavos no le dicen nada.
-Porque como fue Jonás señal para los ninivitas, así también lo será el Hijo del hombre para esta generación. Sí, las gentes de Nínive no tuvieron grandes cosas como signos.¡Jonás no hizo ningún milagro sensacional! Simplemente pronunció su mensaje e invitó a la "conversión".
¿Realmente me afecta la "invitación" a cambiar de vida que el Hijo del hombre me transmite y que la Iglesia me repite en ese tiempo cuaresmal? -Los ninivitas se levantarán en el juicio contra esta generación y la condenarán, porque hicieron penitencia a la predicación de Jonás y hay aquí más que Jonás. Hicieron penitencia... sin otro signo que la predicación del profeta. Yo conozco bien la conversión y el cambio que Dios espera de mí. ¿Qué es lo que yo voy a hacer durante toda esta cuaresma? -La reina del Mediodía se levantará en el juicio contra los hombres de esta generación y los condenará, porque vino de los confines de la tierra para oír la sabiduría de Salomón y hay aquí algo más que Salomón. Los habitantes de Nínive: la gran ciudad pagana... La Reina de Saba: princesa pagana... He aquí a los que Jesús pone como ejemplo. Ellos se esforzaron. Y nosotros, hemos recibido mucho más que ellos. Hemos oído a Jesús, tenemos los sacramentos a nuestra disposición, tenemos sus divinas Palabras. Señor, dame un corazón nuevo. Señor, otórgame la valentía necesaria para esos cambios que debo llevar a cabo. Repíteme, Señor, la urgencia de esta conversión. El Juicio se acerca. Mañana puede ser demasiado tarde. ¿Estaré yo también "condenado" con esta generación mala que pedía signos?” (Noel Quesson).
Dios nos llama a todos a participar de su vida. Él a nadie creó para la condenación. Él no se recrea en la muerte de los suyos, sino que, al amarnos, nos envió a su propio Hijo para que, mediante su muerte, fueran perdonados nuestros pecados; y mediante su gloriosa resurrección tuviéramos nueva vida. Quien da su sí inicial a Cristo deja a un lado sus caminos equivocados y recibe el Bautismo, que es el lugar principal de la conversión primera y fundamental. Sin embargo sabemos que la concupiscencia permanece en nosotros, a fin de que nos sirva de prueba en el combate de la vida cristiana ayudados por la gracia de Dios. Por eso afirmamos que la Iglesia recibe en su propio seno a los pecadores y que, siendo santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación. Este tiempo de la Cuaresma, tiempo especial de gracia que el Señor nos concede, debe ayudarnos a reflexionar sobre la fidelidad a nuestro compromiso bautismal, pues nuestra unión a Cristo por la fe no puede quedarse en una vana palabrería. Pero, puesto que somos frágiles, acudamos al Señor para que sea Él quien nos fortalezca, de tal forma que no nosotros, sino la gracia de Dios con nosotros lleve a buen término la obra de salvación, que Dios mismo ha iniciado en nosotros.
2. –Una vez más utilizamos el Salmo 50 –que ya comentamos el Miércoles de Ceniza–, texto magnífico para expresar el arrepentimiento de los pecados. Convertíos a Mí de todo corazón en ayunos y lágrimas y llantos, dice el Señor. Rasgad vuestros corazones y convertíos al Señor, porque Él es benigno y misericordioso, paciente y bondadoso y siempre dispuesto a perdonar el mal... Perdona, Señor, perdona a tu pueblo y no des al oprobio tu heredad (cf. Joel). Dios quiere la penitencia. Una penitencia cordial y sincera. Quiere el arrepentimiento, la contrición, pero también las obras externas de mortificación y de ejercicio de la virtud de caridad.
A lo largo de la Cuaresma todos somos invitados a la penitencia y a la conversión. Comenta San Agustín: «Jonás anunció no la misericordia, sino la ira, que era inminente... Solamente amenazó con la destrucción y la proclamó; no obstante, ellos, sin perder la esperanza en la misericordia de Dios, se convirtieron a la penitencia y Dios los perdonó. Mas, ¿qué hemos de decir? ¿Que el profeta mintió? Si lo entiendes carnalmente, parece haber dicho algo que fue falso; pero, si lo entiendes espiritualmente, se cumplió lo que predijo el profeta. Nínive, en efecto, fue derruida. / Prestad atención a lo que era Nínive y ved que fue derruida. ¿Qué era Nínive? Comían, bebían, compraban, vendían, plantaban, edificaban; se entregaban al perjurio, a la mentira, a la embriaguez, a los crímenes, a toda clase de corrupción. Así era Nínive. Fíjate cómo es ahora: lloran, se duelen, se contristan en el cilicio y la ceniza, en el ayuno y en la oración. ¿Dónde está aquella otra Nínive? Ciertamente ha sido derruida, porque sus acciones ya no son las de antes”. ¿Cómo nos envía Dios señales? Dios nos las envía fundamentalmente a través de nuestra conciencia. Una conciencia que tiene que estar buscando constantemente a Dios; una conciencia que no tiene que detenerse jamás a pesar de las barreras de las murallas que hay en la propia alma. Lo contrario de la perversión es la conversión. Si nuestra alma está constantemente convirtiéndose a Dios, así encuentre un su vida mil defectos, mil problemas, mil reticencias, mil miedos, encontrará al Señor. Es lo mismo que les ocurrió a los habitantes de Nínive. Es la frase final, con la cual el rey de Nínive termina su mandato: “Quizá Dios se arrepienta y nos perdone, aplaque el incendio de su ira y así no moriremos”. Aunque halla murallas, dificultades; aunque seamos nosotros mismos los primeros que nos sintamos como obstáculo al regreso de Dios N. S., no olvidemos que Él siempre está en el camino de la conversión. Él siempre está ahí, dispuesto a darnos la mano, a tendernos la posibilidad de regresar a Él.
Dios, a pesar de la infidelidad manifestada en el pecado de los hombres y del castigo que merece, mantiene su amor por mil generaciones. Dios revela que es rico en misericordia llegando hasta dar su propio Hijo para que nosotros seamos perdonados. Él es nuestro Padre; y nos ama sin dar marcha atrás en su amor por nosotros. Nosotros no podemos vivir indiferentes ante ese amor que Dios nos tiene. Con humildad hemos de volver a Él, que constantemente nos llama a la conversión, pues tanto con las palabras como con las obras de su Hijo Jesús, nos ha manifestado que es un Padre rico en misericordia para con todos. Que este tiempo especial de gracia nos lleve a confesar con humildad ante Él nuestros pecados para obtener su misericordia y la reconciliación con su Iglesia. Si volvemos al Señor Él nos perdonará todas nuestras faltas; sin embargo también nos enviará diciendo: Ve primero a reconciliarte con tu hermano. Dios no sólo nos quiere unidos a Él, sino también unidos nosotros como hermanos guiados por el amor fraterno. Por eso no sólo le hemos de pedir a Dios que nos perdone nuestros pecados, sino también que cree en nosotros un corazón nuevo y un espíritu nuevo capaz de alabar su Nombre y de hacer, en adelante, el bien a todos, pues todos somos hijos del mismo Dios y Padre.
¿Por qué descorazonarnos, cuando en nuestro camino de conversión encontramos algo que se nos hace tremendamente difícil de superar? ¿Somos más grandes nosotros que la Misericordia de Dios? ¿Es más milagroso el hecho de que una mujer vaya a escuchar a Salomón, o el que una ciudad completa, se convierta ante la voz de una profeta, que la Resurrección del Hijo de Dios? En esta Cuaresma tenemos que ir viendo hasta qué punto estamos aceptando las señales de Dios N. S. nos da. Viendo cómo Dios me habla, que detrás de ese cómo Dios me habla, a veces gozo, con penas, a veces con un quebranto tremendo de corazón y a veces con una grandísima alegría en el alma. Estas señales de Dios, tienen detrás un sello que es la Resurrección de Cristo y si nosotros las aceptamos, no simplemente vamos a estar aceptando a un Dios que pasa por nuestra vida, sino que vamos a estar aceptando la garantía con la cual, Dios N. S. pasa por nuestra vida. Hagamos de nuestra existencia, de nuestro camino, de nuestro encuentro con Dios, un constante aceptar el modo en el que Dios me ha hablado, aunque yo no lo entienda. “Aunque este muy lejos Salomón”. Abramos nuestros ojos, abramos nuestro corazón, nuestra vida a las señales de Dios y permitamos que el Señor vaya señalando, indicando por dónde nos quiere llevar. Si algún día no sabemos por dónde nos está llevando, que solamente nos preocupe el no perder de vista las señales de Dios. No importa por dónde nos lleve, eso es problema de Él. Nuestro autentico problema, es no perder de vista las señales de Dios, porque por donde Él nos lleve, tendremos siempre la certeza de que nos está llevando por el camino siempre correcto, por el que nosotros necesitamos ir. Que ésta sea nuestra oración y el más profundo fruto de esta Cuaresma: ser tan auténticos con nosotros mismos, que seamos capaces de ver la autenticidad con la que Dios nos habla. Que nunca la autenticidad de Dios, choque con la inautenticidad de nuestra vida. Que la autenticidad con la que Él se manifiesta en nuestra existencia, a través de sus señales, encuentre siempre como eco el corazón abierto, dispuesto, auténtico, que recibe todas las señales que el Señor le da.
Muchas veces a lo largo de la vida hemos pedido perdón, y muchas veces nos ha perdonado el Señor. Cada uno de nosotros sabe cuánto necesita de la misericordia divina: Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas (Salmo 24, 6), leemos en la Antífona de la Misa. La Cuaresma es un tiempo oportuno para cuidar muy bien el modo de recibir el sacramento de la Penitencia, ese encuentro con Cristo, que se hace presente en el sacerdote: encuentro siempre único y distinto. Allí nos acoge, nos cura, nos limpia, nos fortalece. Cuando nos acercamos a este sacramento debemos pensar ante todo en Cristo. Él debe ser el centro del acto sacramental. Y la gloria y el amor a Dios han de contar más que nuestros pecados. Se trata de mirar mucho más a Jesús que a nosotros mismos; más a su bondad que a nuestra miseria, pues la vida interior es un diálogo de amor en el que Dios es siempre el punto de referencia. Somos como el hijo pródigo que vuelve a la casa paterna. Debemos sentir deseos de encontrarnos con el Señor lo antes posible para descargar en Él el dolor por nuestros pecados. Muchas veces a lo largo de la vida hemos pedido perdón, y muchas veces nos ha perdonado el Señor. Cada uno de nosotros sabe cuánto necesita de la misericordia divina. Así acudimos a la Confesión: a pedir absolución de nuestras culpas como una limosna que estamos lejos de merecer. Pero vamos con confianza, fiados no en nuestros méritos, sino en Su misericordia, que es eterna e infinita, siempre dispuesto al perdón. La confesión debe ser concisa, concreta, clara y completa. Confesión concisa, de no muchas palabras: las precisas, sin adornos. Confesión concreta, sin divagaciones: pecados y circunstancias. Confesión clara, para que nos entiendan, poniendo de manifiesto nuestra miseria con modestia y delicadeza. Confesión completa, íntegra, sin dejar de decir nada por falsa vergüenza. La Confesión nos hace participar en la Pasión de Cristo y, por sus merecimientos, en su Resurrección. Cada vez que la recibimos con las debidas disposiciones se opera en nuestra alma un renacimiento a la vida de la gracia, fuerzas para combatir las inclinaciones confesadas, para evitar las ocasiones de pecar, y para no reincidir en las faltas cometidas. La Confesión sincera deja en el alma una gran paz y una gran alegría. “Ahora comprendes cuánto has hecho sufrir a Jesús, y te llenas de dolor: ¡Qué sencillo pedirle perdón, y llorar tus traiciones pasadas! ¡No te caben en el pecho las ansias de reparar!” (San Josemaría Escrivá; cf. Francisco Fernández Carvajal).
3. La reina de Sabá vino desde muy lejos, atraída por la fama de sabio del rey Salomón. Los habitantes de Nínive hicieron caso a la primera a la voz del profeta Jonás y se convirtieron. Jesús se queja de sus contemporáneos porque no han sabido reconocer en él al enviado de Dios. Se cumple lo que dice san Juan en su evangelio: «vino a los suyos y los suyos no le reconocieron». Los habitantes de Nínive y la reina de Sabá tendrán razón en echar en cara a los judíos su poca fe. Ellos, con muchas menos ocasiones, aprovecharon la llamada de Dios. Nosotros, que estamos mucho más cerca que la reina de Sabá, que escuchamos la palabra de uno mucho más sabio que Salomón y mucho más profeta que Jonás, ¿le hacemos caso? ¿nos hemos puesto ya en camino de conversión? Los que somos «buenos», o nos tenemos por tales, corremos el riesgo de quedarnos demasiado tranquilos y de no sentirnos motivados por la llamada de la Cuaresma: tal vez no estamos convencidos de que somos pecadores y de que necesitamos convertirnos. Hoy hace una semana que iniciamos la Cuaresma con el rito de la ceniza. ¿Hemos entrado en serio en este camino de preparación a la Pascua? ¿está cambiando algo en nuestras vidas? Conversión significa cambio de mentalidad («metánoia»). ¿Estamos realizando en esta Cuaresma aquellos cambios que más necesita cada uno de nosotros? La palabra de Dios nos está señalando caminos concretos: un poco más de control de nosotros mismos (ayuno), mayor apertura a Dios (oración) y al prójimo (caridad). ¿Tendrá Jesús motivos para quejarse de nosotros, como lo hizo de los judíos de su tiempo por su obstinación y corazón duro? «Señor, mira complacido a tu pueblo, que desea entregarse a Ti con una vida santa; y a los que moderan su cuerpo con la penitencia, transfórmales interiormente mediante el fruto de las buenas obras» (colecta).
«Aquí hay algo más que Salomón; y aquí hay algo más que Jonás»: Hoy, el Evangelio nos invita a centrar nuestra esperanza en Jesús mismo. Justamente, Juan Pablo II ha escrito que «no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ‘¡Yo estoy con vosotros!’». Dios —que es Padre— no nos ha abandonado: «El cristianismo es gracia, es la sorpresa de un Dios que, satisfecho no sólo con la creación del mundo y del hombre, se ha puesto al lado de su criatura» (Juan Pablo II). Nos encontramos empezando la Cuaresma: no dejemos pasar de largo la oportunidad que nos brinda la Iglesia: «Éste es el tiempo favorable, éste es el día de la salvación» (2Cor 6,2). Después de contemplar en la Pasión el rostro sufriente de Nuestro Señor Jesucristo, ¿todavía pediremos más señales de su amor? «A aquel que no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que nos hiciéramos justicia de Dios en Él» (2Cor 5,21). Más aún: «El que ni a su propio Hijo perdonó, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él todas las cosas?» (Rom 8,32). ¿Todavía pretendemos más señales? En el rostro ensangrentado de Cristo «hay algo más que Salomón (...); aquí hay algo más que Jonás» (Lc 11,31-32). Este rostro sufriente de la hora extrema, de la hora de la Cruz —ha escrito el Papa— es «misterio en el misterio, ante el cual el ser humano ha de postrarse en adoración». En efecto, «para devolver al hombre el rostro del Padre, Jesús debió no sólo asumir el rostro del hombre, sino cargarse incluso del “rostro” del pecado» (Juan Pablo II). ¿Queremos más señales? «¡Aquí tenéis al hombre!» (Jn 19,5): he aquí la gran señal. Contemplémoslo desde el silencio del “desierto” de la oración: «Lo que todo cristiano ha de hacer en cualquier tiempo [rezar], ahora ha de ejecutarlo con más solicitud y con más devoción: así cumpliremos la institución apostólica de los cuarenta días» (San León Magno, papa).
En Jesús se unen el antiguo y el nuevo testamento, pero también se une hoy el sentido unitario de la Biblia. Jonás es el profeta que nos muestra cómo ir más allá de nuestras miserias, para cumplir el plan que Dios tiene para con nosotros. “Esta generación pide un signo”, nos dice Jesús. Queremos el signo del éxito, de ver que la cosa funciona, en la historia y en nuestra vida. Cuando no hay cielo, se trabaja por una promesa terrenal. Así mientras no está más que difuminada la resurrección (hasta el libro de Job, o más tarde los Macabeos) los salmos nos muestran los frutos de una vida moral: tener vacas y una vida abundante en familia, amigos, etc. Es decir, el pago ya en esta vida. Esto, a mi entender, pasa a la moral protestante en aquello de que la abundancia y el éxito es signo de predestinación, y fomenta la competitividad y quizá el capitalismo. Pero esto ha pasado a Estados Unidos, donde domina esta moral de que la abundancia es signo de ser el elegido. Hoy con manifestaciones de estar “en el sitio oportuno en el momento oportuno”, o aquella otra expresión de que “unos nacen estrella y otros estrellados”. Es la moral del hombre que se ha hecho a sí mismo, en la que se ve por los resultados la rectitud del corazón. Muchas veces hay que romper las normas, ir contra todos, incluso usar medios incorrectos, pero al final hay “suerte” y se ve que ha valido la pena. Es aquello de que “el fin justifica los medios”, y en el fondo revive el sentimiento vétero-testamentario del éxito como pago para una vida correcta. Es una pena que acostumbra a poner el nombre de Dios en acciones violentas como “justicia infinita” y cosas por el estilo, o usa la muerte de inocentes como las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki como “mal menor”, en una línea que se ha desarrollado recientemente con los “efectos colaterales”, pero que en la raíz no se distingue de los atentados terroristas que ha obtenido como respuesta.
Seguiremos ahora el comentario que hizo Ratzinger sobre estas lecturas (cf. “El camino pascual”). Los judíos piden un signo a Jesús, una prueba palpable, experimentable. Es “la exigencia de una demostración física, de un signo que elimine toda duda, oculta en el fondo el rechazo de la fe, un negarse a rebasar los límites de la seguridad trivial de lo cotidiano y, por ello, encierra también el rechazo del amor, pues el amor exige, por su misma esencia, un acto de fe, un acto de entrega de sí mismo”. Este error de la certeza que hoy se busca tiene raíces modernistas, un rebrote actual de aquello, con manifestaciones como “la miopía de un corazón demasiado centrado en la búsqueda del poder físico, de la posesión, del tener”.
“«Esta generación pide un signo». También nosotros esperamos la demostración, el signo del éxito, tanto en la historia universal como en nuestra vida personal. Y nos preguntamos hasta qué punto el cristianismo ha transformado realmente el mundo, hasta qué punto ha creado este signo del pan y de la seguridad, al que se refería el diablo en el desierto”. Es el argumento de Marx: el cristianismo ha tenido tiempo suficiente para demostrar sus principios y dar pruebas de su éxito creando el paraíso en la tierra, y que después de tanto tiempo habría llegado la hora de emprender la tarea echando mano de otros principios. Este argumento “impresiona a no pocos cristianos; son muchos los que piensan que, al menos, es necesario estrenar un cristianismo de nuevo cuño, un cristianismo que renuncie al lujo de la interioridad, de la vida espiritual. Pero es justamente así como impiden la verdadera transformación del mundo, que no puede surgir más que de un corazón nuevo, de un corazón vigilante, de un corazón abierto a la verdad y al amor; es decir, de un corazón liberado y verdaderamente libre.
La raíz de esta equivocada exigencia de un signo no es otra que el egoísmo, un corazón impuro, que únicamente espera de Dios el éxito personal, la ayuda necesaria para absolutizar el propio yo. Esta forma de religiosidad representa el rechazo fundamental de la conversión. ¡Cuántas veces nos hacemos también nosotros esclavos del signo del éxito! ¡Cuántas veces pedimos un signo y nos cerramos a la conversión!”
3. Jesús no rechaza todo signo, sino el malo que pide «esta generación». Él ofrece su signo: «Como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación» (Lc 11,30). “Jesús mismo, la persona de Jesús, en su palabra y en su entera personalidad, es signo para todas las generaciones. Esta respuesta de San Lucas me parece muy profunda; no deberíamos cansarnos de meditarla. «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,8s). Queremos ver y, de este modo, estar seguros. Jesús responde: «Sí, podéis ver». El Padre se ha hecho visible en el Hijo. Ver a Jesús; ésta es la respuesta. Nosotros recibimos el signo, la realidad que se demuestra a sí misma. Porque, ¿no es un signo extraordinario esta presencia de Jesús en todas las generaciones, esta fuerza de su persona que atrae aun a los paganos, a los no cristianos, a los ateos? Ver a Jesús, aprender a verlo”. Los Ejercicios espirituales, como las prácticas de piedad, ofrecen la ocasión de ver a Jesús. “Contemplémoslo en su palabra inagotable; contemplémosle en sus misterios, como dispone San Ignacio en el libro de los Ejercicios: en los misterios del nacimiento, en el misterio de la vida oculta, en los misterios de la vida pública, en el misterio pascual, en los sacramentos, en la historia de la Iglesia. El rosario y el viacrucis no son otra cosa que una guía que el corazón de la Iglesia ha descubierto para aprender a ver a Jesús y llegar así a responder de la misma forma que las gentes de Nínive: con la penitencia, con la conversión. El rosario y el viacrucis constituyen desde hace siglos la gran escuela donde aprendemos a ver a Jesús. Estos días nos invitan a entrar de nuevo en esta escuela, en comunión con los fieles que nos han precedido en un pasado de siglos”.
También se puede considerar otro tema: “los habitantes de Nínive creyeron en el anuncio del judío Jonás e hicieron penitencia. La conversión de los ninivitas me parece un hecho muy sorprendente. ¿Cómo llegaron a creer? Y ésta es la única respuesta que encuentro: al escuchar la predicación de Jonás, se vieron obligados a reconocer que al menos la parte manifiesta de aquel anuncio era sencillamente verdadera: la perversión de la ciudad era grave. Y así alcanzaron a entender que también la otra parte era verdadera: la perversión destruye una ciudad. En consecuencia, comprendieron que la conversión era la única vía posible para salvar la ciudad. La verdad manifiesta venía a confirmar la autenticidad del anuncio, pero el reconocimiento de esa verdad exigía la actitud sincera de los oyentes. Un segundo elemento que apoyó sin duda la credibilidad de Jonás fue el desinterés personal del mensajero: venía de muy lejos para cumplir una misión que lo exponía al escarnio y, ciertamente, no se hallaba en condiciones de prometer ninguna ganancia personal. La tradición rabínica añade otro elemento: Jonás quedó marcado por los tres días y las tres noches que pasó en el corazón de la tierra, en «lo profundo de los infiernos» (Jon 2,3). Eran visibles en él las huellas de la experiencia de la muerte, y estas huellas daban autoridad a sus palabras.
Aquí nos salen al paso algunas preguntas. ¿Creeríamos nosotros, creerían nuestras ciudades si viniese un nuevo Jonás? También hoy busca Dios mensajeros de la penitencia para las grandes ciudades, las Nínives modernas. ¿Tenemos nosotros el valor, la fe profunda y la credibilidad que nos harían capaces de tocar los corazones y de abrir las puertas a la conversión?” Comunión: «Que se alegren los que se acogen a Ti con júbilo eterno; protégelos para que se llenen de gozo» (Sal 5,12). Postcomunión: «Tú, Señor, que no cesas de invitarnos a tu mesa, concédenos que este banquete en el que hemos participado sea para nosotros fuente de vida eterna».
Jonás fue un signo para los Ninivitas de la misericordia que Dios tiene a todos, sin distinción. Jesús es la Divina Misericordia encarnada. En Él Dios nos ha manifestado su rostro amoroso, misericordioso y cercano a todos. Ojalá y nosotros nos acerquemos a Él con gran fe y amor, no sólo para escuchar sus palabras llenas de Sabiduría, mediante las cuales nos revela a Dios como Padre nuestro, lleno de amor y de misericordia para con todos. Sino que esa Palabra de Dios anide en lo más profundo de nuestro corazón, de tal forma que, amoldando a ella nuestra vida, nos manifestemos como verdaderos hijos de Dios. El Señor dirige a nosotros su Palabra salvadora, invitándonos a una sincera conversión. Confrontando nuestra vida con su Palabra nos damos cuenta que muchas veces no hemos caminado como hijos de Dios. Pues aun cuando lo hemos buscado, tal vez sólo lo hemos hecho con el interés de recibir sus beneficios y sus dones. El Señor nos quiere no sólo junto a Él; no sólo como siervos que hacen en todo su voluntad; Dios nos quiere como hijos suyos, que demuestren con sus obras que en verdad su Vida y su Espíritu están en nosotros. Por eso aprovechemos este tiempo de cuaresma para buscar sinceramente a Dios y para vivir totalmente comprometidos con Él como hijos fieles suyos. El Señor nos reúne en esta Eucaristía para hacernos conocer su voluntad. No vengamos sólo a rezarle para exponerle nuestras angustias y esperanzas. Vengamos porque en verdad queremos entrar en comunión de vida con Él. Dios conoce que somos frágiles, y que muchas veces el pecado pudo haber dominado nuestra vida. Pero el Señor, mediante su Misterio Pascual, está dispuesto a perdonarnos, si con humildad confesamos ante Él nuestros pecados y recibimos, por medio de sus ministros consagrados, el perdón de nuestras culpas. Dios no nos quiere convertidos en unos malvados y destructores. Nuestro Dios quiere que nosotros sus hijos seamos santos como Él es Santo. Para esto Él entregó su vida por nosotros. Ese es el amor que nos tiene hasta el extremo. Hagamos nuestro ese amor de Dios y acojámonos a su divina misericordia para que su salvación llegue a su perfección en nosotros. El Señor, rico en misericordia para con nosotros, quiere que también nosotros seamos misericordiosos para con los demás. Si hemos buscado al Señor para llenarnos de su amor, para recibir su perdón y para aceptar en nosotros el don de su Espíritu Santo, es para que nosotros seamos portadores de su amor, de su misericordia y de su Espíritu para todos los hombres. Por eso la Iglesia de Cristo, unida fielmente a su Señor, es un signo del amor de Dios para todos. A ella corresponde hablar no con la sabiduría de los hombres, sino con la Sabiduría de Dios para que todos le conozcan y le amen. A ella le corresponde invitar constantemente a todos a la conversión para que se unan a Él por medio de la fe y del bautismo, o retornen a Él si, a causa del pecado, vagaron lejos del Señor como ovejas sin pastor. Seamos, por tanto, esa Iglesia de Cristo comprometida en el testimonio del amor que Dios infundió en nosotros. Alejémonos de todo aquello que pudiera estorbar la llegada del Reino a nosotros. Dejémonos conducir por el Espíritu del Señor para que, por medio nuestro, Dios siga realizando su obra de salvación en el mundo y su historia. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de tener un corazón renovado en Cristo, de tal forma que en verdad seamos un signo de su amor para todos y podamos, así, ser un lenguaje creíble del Señor no sólo con nuestras palabras, sino con una vida íntegra amoldada a las enseñanzas de Cristo y a la inspiración del Espíritu Santo, que habita en nosotros. Amén (www.homiliacatolica.com; muchos textos están tomados de mercaba.org. Llucià Pou,2009).

lunes, 27 de febrero de 2012

Cuaresma I semana, martes: la oración transforma el alma como tierra fértil para acoger la semilla divina.

Cuaresma I semana, martes: la oración transforma el alma como tierra fértil para acoger la semilla divina.

Texto de la primera lectura (Libro de Isaías 55,10-11): Así como la lluvia y la nieve descienden del cielo y no vuelven a él sin haber empapado la tierra, sin haberla fecundado y hecho germinar, para que dé la semilla al sembrador y el pan al que come, así sucede con la palabra que sale de mi boca: ella no vuelve a mí estéril, sino que realiza todo lo que yo quiero y cumple la misión que yo le encomendé.

Salmo 34,4-7,16-19: 4 Engrandeced conmigo a Yahveh, ensalcemos su nombre todos juntos. 5 He buscado a Yahveh, y me ha respondido: me ha librado de todos mis temores. 6 Los que miran hacia él, refulgirán: no habrá sonrojo en su semblante. 7 Cuando el pobre grita, Yahveh oye, y le salva de todas sus angustias. 16 Los ojos de Yahveh sobre los justos, y sus oídos hacia su clamor, 17 el rostro de Yahveh contra los malhechores, para raer de la tierra su memoria. 18 Cuando gritan aquéllos, Yahveh oye, y los libra de todas sus angustias; 19 Yahveh está cerca de los que tienen roto el corazón. él salva a los espíritus hundidos.

Texto del Evangelio (Mt 6,7-15): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados. No seáis como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo.
»Vosotros, pues, orad así: ‘Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre; venga tu Reino; hágase tu Voluntad así en la tierra como en el cielo. Nuestro pan cotidiano dánosle hoy; y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores; y no nos dejes caer en tentación, mas líbranos del mal’. Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas».

Comentario: «La oración, el coloquio con Dios, es el bien más alto, porque constituye (...) una unión con Él» (San Juan Crisóstomo). Es el primer medio que la cuaresma sugiere con el silencio del desierto, silencio creador, que supone una unión con Dios que –mediante este sacrificio- lleva a la caridad. Éste recorrido muestra el modelo del cristiano y de la Iglesia, María, lo pone de manifiesto la lectura que hace Ratzinger de los textos de Isaías y Mateo.
1. Son comparaciones expresivas para hablar de la eficacia de la palabra de Dios, que realiza lo que anuncia (la salvación). Esta Palabra divina profetiza la Palabra encarnada: “no volerá a mí vacía y estéril, dice, son que prosperará en todas las cosas, se nutrirá hasta saciarse con las buenas acciones de auquellos que, obedeciéndola, ejecutarán sus enseñanzas. Ciertamente suele decirse que una palabra ha sido cumplida cuando se traduce a la práctica, o sea, que mientras no se cumpla con obras, permanece estéril, macilenta y en cierto modo famélica. Pero oye con qué alimento dice que nutre: mi manjar es hacer la voluntad de mi Padre” (Jn 4,34; cf. Biblia de Navarra)”. Sigamos unas palabras de Ratzinger, en “El camino pascual”: “En los textos litúrgicos de este día se encierra el misterio de la Madre de Dios, misterio que está íntimamente vinculado con el de la encarnación del Hijo”. Isaías proclama: «La palabra que sale de mi boca no vuelve a mí vacía» (Is 55, 11). “En tiempos del profeta Isaías no era ésta una afirmación a todas luces evidente, sino que más bien venía a contradecir lo que podía esperarse de la situación que entonces se vivía. Porque este pasaje pertenece en realidad a la narración de la pasión de Israel, donde se lee que las llamadas que Dios dirige a su pueblo fracasan una y otra vez y que su palabra queda invariablemente infructuosa. Es cierto que Dios aparece sentado sobre el trono de la historia, pero no como vencedor. Todo había acontecido en signos: el paso del Mar Rojo, el despuntar de la época de los reyes, el retorno a la patria desde el exilio; y ahora todo se desvanece. La semilla de Dios en el mundo no parece dar resultados. Por esta razón, el oráculo, aunque envuelto en oscuridades, es un estímulo para todos aquellos que, a pesar de los pesares, continúan creyendo en el poder de Dios, convencidos de que el mundo no es solamente roca en la que la semilla no puede echar raíces, y seguros de que la tierra no será para siempre corteza endurecida en la que las aves picotean los granos que sobre ella han caído (cf. Mc 4, 19)”.
Isaías, profeta del consuelo, canta cuanto hay de bello y de hermoso en el mundo para devolver la ilusión y la esperanza (cf. “Palabra de Dios”, ed. Claret, Barcelona). El profeta tiene la profunda seguridad de que el Señor está presente en los sufrimientos de su pueblo y que un día les ha de devolver su alegría y su patria. Esta convicción del profeta arranca de la palabra del Señor, que da la fuerza invencible sobre la que se asienta la esperanza. Isaías la compara a la lluvia y a la nieve en la primera lectura de hoy. Debemos creer firmemente en la fuerza salvadora de la palabra de Dios. “El profeta conoce bien la eficacia callada y profunda del agua y de la nieve. Empapar, fecundar, hacer germinar y dar semilla y pan. La palabra de Dios no se queda en las nubes, sino que encaja en lo más profundo del ser humano. En su Hijo ha venido a encarnarse. Dios ha tomado en serio la palabra que juró a Abrahám, Isaac y Jacob. No es Dios de momias ni de muertos. A nosotros, los hijos de la promesa, nos dio su Palabra hecha carne y hueso, como testamento definitivo de su amor. Aquí radica toda la fuerza salvadora de nuestra fe.
Creer no es crear ni inventar. Creer es fiarse. Fiarse de Dios y de su Palabra y apostar por él con seguridad convencida.
Creer no es tampoco empeñarse en saber. No eres tú quien tiene que saber. Creer quiere decir simplemente saber que Dios lo sabe, aun cuando tú estés a oscuras, y que te ama, aun cuando tú no lo sientas.
Todos estamos necesitando entre tantos discursos, conferencias y planificaciones una vuelta a la simplicidad. Tenemos que volver a pensar que nuestra fuerza está en la Palabra de Dios.
Decir, hasta cansarnos, que Dios está comprometido con nosotros en su Hijo y que su palabra no es como la nuestra ni como la palabra de ninguno de los hombres. Muchos son los cristianos que creen en la acción, en la dinámica, en las planificaciones. El profeta Isaías cree en la fuerza de la palabra de Dios que no volverá a El sin haber cumplido su encargo. Su encargo es de crear de la nada un pueblo nuevo.
Esta palabra de Dios se muestra cada día, viva, activa, eficaz. La Eucaristía se realiza por el poder de esta misma palabra de Dios”, como dice la oración sobre las ofrendas: "transforma en sacramento de vida eterna el pan y el vino que has creado para sustento temporal del hombre" (martes de la primera semana de Cuaresma). Dejemos actuar a la palabra que santifica el pan y el vino, que también va a tener fuerza para santificarnos a nosotros y alcanzar una divinización.
La tierra ya no será desolada, sino fértil porque acogerá esta simiente divina. Es la promesa de Jesucristo, gracias al cual la palabra de Dios ha penetrado verdaderamente en la tierra y se ha hecho pan para todos nosotros: semilla que fructifica por los siglos, respuesta fecunda en la que el pensamiento de Dios arraiga en este mundo de una manera vital. “En pocos lugares se hallará una vinculación tan clara e íntima del misterio de Cristo al misterio de María como en la perspectiva que nos abre esta promesa: porque cuando se dice que la palabra o, mejor, la semilla fructifica, se quiere dar a entender que ésta no cae sobre la tierra para posarse en ella como si de paja se tratara, sino que penetra profundamente en el suelo para absorber su sustancia y transformarla en sí misma. Asimilando de este modo la tierra, produce algo realmente nuevo, transustanciando la misma tierra en fruto. El grano de trigo no permanece solo; se apropia el misterio materno de la tierra: a Cristo le pertenece María, tierra santa de la Iglesia, como con toda propiedad la llaman los Padres. Esto es justamente lo que el misterio de María significa: que la palabra de Dios no quedó vacía y limitada a sí misma, sino que asumió lo otro, la tierra; en la «tierra» de la Madre, la palabra se hace hombre, y ahora, amasada con la tierra de la humanidad entera, puede de nuevo volver a Dios.
2. El salmista ha experimentado la grandeza del Señor en el pueblo de Israel (v.4) y su propia persona y en todas sus tribulaciones y da testimonio de ello. Desde la fe cristiana se aprecia con más profundidad la acción de Dios en el interior del hombre (v.5-7). Como un maestro de sabiduría, el salmista instruye para que a uno le vaya bien (cf. Pr 1,8) y esto lo recoge 1 Pedro cuando exhorta a hablar bien de los demás sin devolver nunca mal por mal (3,8-12), es la manera de actuar de quienes buscan la paz (v. 15) y a los que Jesús llama bienaventurados (Mt 5,9).
3. En el evangelio de hoy, Jesús nos recomienda la oración y nos enseña una plegaria: el «Padrenuestro». Podemos hablar con Dios como padre, “papá”, con una confianza, santa osadía, de la que hablaremos más en otras ocasiones. Nos anima Jesús a tratar a Dios como padre, como Él lo trata. Se pone de manifiesto la imagen hermosa de Isaías: la lluvia, la nieve... la palabra es la bendición verdadera para la tierra, para nuestra alma. Los semitas se imaginaban la bóveda celeste, como una bóveda sólida, muy alta... con una gran reserva de agua encima, agua que Dios distribuía sobre la tierra para vivificarla… la tierra ávida «bebe» esa lluvia divina, los dones que nos vienen del cielo y que vivifican, y dan fruto: la hierba que se endereza y las flores que aparecen: la primavera también en nuestra alma, que se abre a la eclosión de la vida. La admiración nos lleva a la contemplación de Dios, en una rosa, en la lluvia, en un edelwais:
Vamos más allá, queremos oír a Jesús, ver la bondad del Padre «que hace salir el sol sobre todos los hombres, que viste de esplendor los lirios del campo, que no da un escorpión, sino pan...» Dios pensaba en el hombre, al inventar la lluvia y la nieve, y pensaba en el "sembrador" y en el «pan» y en "aquel que come el pan". Veamos una lectura de esta oración: “Padre nuestro, que estás en el cielo, / sólo tu eres santo, / tu estás por encima de todo, / eres ternura y misericordia. / ¡Bendito sea tu nombre!
¡No abandones la obra de tus manos, / hazte reconocer por lo que eres, / que venga tu Reino, / que los hombres descubran tu presencia, / pues tú eres el Dios fiel!
¡Danos hoy el pan de la vida, / tu palabra y tu Hijo, / tu gracia y tu luz, / para el camino de este día!
¡Bendito seas, / tú que has cancelado toda nuestras deudas / salvándonos por Jesucristo: / también hoy perdónanos, / como nosotros perdonamos / a todos los que nos ofenden, / en la paz de tu gracia!
¡Padre, / no nos sometas a la gran prueba, / guárdanos en la fe y la esperanza / pues nunca renegaremos de tu nombre y tu palabra!
¡Líbranos del Adversario, / pues tú eres nuestro Dios, el único, / Dios santo, Padre de ternura!” (“Dios cada día…” de Sal Terrae).
Es tan bonito ver que no es un “dios” al que rendimos homenaje y pedimos a cambio cosas, sino un “padre” al que amamos y que espera de nosotros correspondencia a su amor. La palabra "abba" expresa esa confianza extrema en la lengua hebrea, la que los niños usan al echarse en brazos de su padre: algo así como "¡papaíto querido!" Jesús no nos habla de las concepciones filosóficas, sobre el Ser supremo, el santo es nuestro padre (cf. Noel Quesson).
Sigamos con el comentario de Ratzinger: El Evangelio nos habla de la oración, de cómo ha de ser nuestra plegaria, de su verdadero contenido, de cómo debemos comportarnos y de la interioridad auténtica; completa lo dicho en la primera lectura: “puede decirse que en el Evangelio se nos explica cómo le es posible al hombre convertirse en terreno fértil para la palabra de Dios. Puede llegar a serlo preparando aquellos elementos gracias a los cuales una vida crece y madura. Alcanza este objetivo viviendo él mismo de tales elementos; es decir, dejándose impregnar por la palabra y, de esta manera, transformándose a sí mismo en palabra; sumergiendo su vida en la oración o, lo que es igual, en el misterio de Dios”.
De ahí que este pasaje esté en “perfecta armonía con la introducción al misterio mariano que Lucas nos ofrece cuando, en diferentes lugares, dice de María que «guardaba» la palabra en su corazón (2,19; 2,51; cf. 1,19). María ha reunido en sí misma las corrientes diversas de Israel; ha llevado en sí, entregada a la oración, el sufrimiento y la grandeza de aquella historia para convertirla en tierra fértil para el Dios vivo. Orar, como nos dice el Evangelio, es mucho más que hablar sin reflexión, que desatarse en palabras”. María es la que mejor está abierta a la semilla divina, a la escucha de la Palabra, y la que mejor la pone en práctica, porque ésta vivifica en su corazón. Esto es la oración: “Hacerse campo para la palabra quiere decir hacerse tierra que se deja absorber por la semilla, que se deja asimilar por ella, renunciando a sí misma para hacerla germinar. Con su maternidad, María ha vertido en esa semilla su propia sustancia, cuerpo y alma, a fin de que una nueva vida pudiera ver la luz. Las palabras sobre la espada que le atravesará el alma (Lc 2,35) encierran un significado mucho más alto y profundo: María se entrega por completo, se hace tierra, se deja utilizar y consumir, para ser transformada en aquel que tiene necesidad de nosotros para hacerse fruto de la tierra”.
En la colecta de hoy se nos invita a hacernos deseo ardiente de Dios. Orar no es más que transformarse en deseo inflamado del Señor. “Esta oración se cumple en María: diría que ella es como un cáliz de deseo, en el que la vida se hace oración y la oración vida. San Juan, en su Evangelio, sugiere maravillosamente esta transformación al no llamar nunca a María por su nombre. Se refiere a ella únicamente como a la madre de Jesús. En cierto sentido, María se despojó de cuanto en ella había de personal, para ponerse por entero a disposición del Hijo, y haciéndolo así, alcanzó la realización plena de su personalidad.
Pienso que esta vinculación entre el misterio de Cristo y el misterio de María, vinculación que las lecturas ofrecen hoy a nuestra consideración, reviste gran importancia en una época de activismo como la nuestra, que alcanza su nota más aguda en el ámbito de la cultura occidental. Esta es la razón de que en nuestro modo de pensar sigamos ateniéndonos únicamente al principio del varón: hacer, producir, planificar el mundo y, en cualquier caso, resconstruirlo desde uno mismo, sin deber nada a nadie, confiando tan sólo en los propios recursos”. Es un error separar a Cristo de la Madre, la teología y para la fe necesitan a María para llegar a Jesús. “Por esta misma razón, esta manera de pensar referida a la Iglesia parte de un punto de vista equivocado. Con frecuencia, la consideramos casi como un producto técnico que ha de programarse con perspicacia y que nos esforzamos por realizar con un derroche enorme de energías”. Es lo que decía San Luis M. Grignion de Montfort a propósito de unas palabras del profeta Ageo (1,6): "Sembráis mucho y encerráis poco". Si el hacer pasa por encima de todo, haciéndose autónomo, entonces no llegarán nunca a existir aquellas cosas que no dependen del hacer, sino que son simplemente cosas vivas que quieren madurar».
“Debemos liberarnos de esta visión unilateral propia del activismo de Occidente, para que la Iglesia no se vea rebajada a la categoría de mero producto de nuestro hacer y de nuestra capacidad organizativa. La Iglesia no es obra de nuestras manos, sino semilla viviente que quiere desarrollarse y alcanzar su madurez. Por esta razón, tiene necesidad del misterio mariano; más aún, ella misma es misterio de María. Únicamente será fecunda si se somete a este signo, es decir, si se hace tierra santa para la palabra. Hemos de aceptar el símbolo de la tierra fértil; tenemos que hacernos de nuevo hombres que esperan, recogidos en lo más íntimo de su ser; personas que, en la profundidad de la oración, del anhelo y de la fe, dejan que tenga lugar el crecimiento” (Joseph Ratzinger).

domingo, 26 de febrero de 2012

Cuaresma, 1 semana. Lunes: necesitamos convertirnos, para crear una cultura del amor, y además en el amor seremos juzgados

Cuaresma, 1 semana. Lunes: necesitamos convertirnos, para crear una cultura del amor, y además en el amor seremos juzgados

Libro del Levítico 19,1-2.11-18 (= DOMINGO 07ª). El Señor dijo a Moisés: Habla en estos términos a toda la comunidad de Israel: Ustedes serán santos, porque yo, el Señor su Dios, soy santo. Ustedes no robarán, no mentirán ni se engañarán unos a otros. No jurarán en falso por mi Nombre, porque profanarían el nombre de su Dios. Yo soy el Señor. No oprimirás a tu prójimo ni lo despojarás; y no retendrás hasta la mañana siguiente el salario del jornalero. No insultarás a un ciego, sino que temerás a tu Dios. Yo soy el Señor. No cometerás ninguna injusticia en los juicios. No favorecerás arbitrariamente al pobre ni te mostrarás complaciente con el rico: juzgarás a tu prójimo con justicia. No difamarás a tus compatriotas, ni pondrás en peligro la vida de tu prójimo. Yo soy el señor. No odiarás a tu hermano en tu corazón: deberás reprenderlo convenientemente, para no cargar con un pecado a causa de él. No serás vengativo con tus compatriotas ni les guardarás rencor. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy el Señor.

Salmo 19,8-10.15. La ley del Señor es perfecta, reconforta el alma; el testimonio del Señor es verdadero, da sabiduría al simple. / Los preceptos del Señor son rectos, alegran el corazón; los mandamientos del Señor son claros, iluminan los ojos. / La palabra del Señor es pura, permanece para siempre; los juicios del Señor son la verdad, enteramente justos. / ¡Ojalá sean de tu agrado las palabras de mi boca, y lleguen hasta ti mis pensamientos, Señor, mi Roca y mi redentor!

Evangelio (Mt 25, 31-46 = DOMINGO 34ª): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles, entonces se sentará en su trono de gloria. Serán congregadas delante de Él todas las naciones, y Él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos. Pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su izquierda. Entonces dirá el Rey a los de su derecha: “Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme”. Entonces los justos le responderán: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; o sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos forastero, y te acogimos; o desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y fuimos a verte?” Y el Rey les dirá: “En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis”.
Entonces dirá también a los de su izquierda: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; era forastero, y no me acogisteis; estaba desnudo, y no me vestisteis; enfermo y en la cárcel, y no me visitasteis”. Entonces dirán también éstos: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento o forastero o desnudo o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?” Y él entonces les responderá: “En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo”. E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna».

Comentario: 1. En el libro del Levítico, Moisés le presenta al pueblo de Israel un código de santidad, para que pueda estar a la altura de Dios, que es el todo Santo. Hay mandamientos que se refieren a Dios: no jurar en falso. Pero sobre todo se insiste en la caridad y la justicia con los demás. La enumeración es larga y afecta a aspectos de la vida que siguen teniendo vigencia también hoy: no robar, no engañar, no oprimir, no cometer injusticias en los juicios comprando a los jueces, no odiar, no guardar rencor. Hay dos detalles concretos muy significativos: no maldecir al sordo (aprovechando que no puede oir) y no poner tropiezos ante el ciego (que no puede ver). La consigna final es bien positiva: «amarás a tu prójimo como a ti mismo». Todo ello tiene una motivación: «yo soy el Señor». Dios quiere que seamos santos como él, que le honremos más con las obras que con los cantos y las palabras.
En el Evangelio hoy se nos recuerda que, en el último día seremos juzgados sobre el «amor». «Lo que no habéis hecho a uno de esos más pequeños y humildes que son hermanos míos, lo habéis negado a mí». Esta era ya la enseñanza del Levítico, libro del Antiguo Testamento. “Sed santos, porque Yo el Señor, vuestro Dios, soy Santo”: La selección de reglas morales que meditaremos empieza con esta solemne advertencia. Entre el hombre y Dios hay un cierto lazo. Dios no se desinteresa de la conducta del hombre. Jesús dirá: «sed perfectos como vuestro Padre es perfecto». De ese modo, Tú, Señor, te comprometes al servicio del desarrollo integral del hombre: Pones todo el peso de tu autoridad, todo tu señorío, toda su santidad, en la balanza... a fin de que las relaciones entre los hombres sean relaciones satisfactorias y justas.
“No hurtaréis... No mentiréis... No explotarás a tu prójimo... No cometerás injusticia.. No calumniarás... No habrá odio en tu corazón... No te vengarás... No guardarás rencor”... No hay que leer a la ligera esas palabras. No hay que decir en seguida «Vamos, ¿por quién me tomas? ¡Eso no me concierne!» Se trata de examinar, más allá de las palabras, el estilo de mis relaciones con todas las personas que trato. «Robo». «Mentira». «Explotación»... Debo detenerme en cada una de esas palabras y preguntarme ¿cuál es mi forma, la mía, de incurrir en un «robo o hurto», en una «mentira», en una «explotación», etc.
“Yo soy el Señor”. Este refrán viene repetido cuatro veces en el conjunto de esas reglas morales: Dios se hace el garante, el guardián, el Juez, de la calidad de nuestras relaciones humanas... el hecho que un hombre explote a otro hombre, no le deja indiferente, le encoleriza. Señor, ten piedad de nosotros.
“No explotarás a tu prójimo. No retendrás el salario del obrero hasta la mañana siguiente. No maldecirás a un sordo, ni pondrás un obstáculo delante de un ciego, sino que temerás a tu Dios: Yo soy el Señor”. Dios, en particular se obstina en tomar partido por los humildes y los débiles... en ponerse del lado de los pobres. La Iglesia pide a los católicos que presten particular atención «a las injusticias sin voz» a todos esos pobres que no llegan a ser oídos, ni a poder quejarse. ¿Nos sorprende oír esas reivindicaciones de «justicia social» en la misma boca de Dios? ¿Qué hacemos para oírlas, para tomar parte en ellas, con Dios?
“Amarás al prójimo como a ti mismo: Yo soy el Señor”: Estas palabras son la cima de todo ese pasaje. Después de los preceptos negativos, tenemos ese mandamiento que lo resume todo, y que abre nuevas exigencias. Porque, después de todo, uno puede sentirse exento, libre cuando «no ha hecho eso... o aquello». No he matado, ni he robado. Pero ¿se ha amado jamás suficientemente? Ayúdame, Señor, a amar, a amar sin cesar, a amar a todos... (Noel Quesson). Y para ello, el amor a Dios, como dice Casiano: «Este debe ser nuestro principal objetivo y el designio constante de nuestro corazón; que nuestra alma esté continuamente unida a Dios y a las cosas divinas. Todo lo que se aparte de esto, por grande que pueda parecernos, ha de tener en nosotros un lugar secundario, por el último de todos. Incluso hemos de considerarlo como un daño positivo». Y San Agustín: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones 1,1).
2. Sal. 18. «Tus palabras, Señor, son espíritu y vida»… –El Señor quiere que no sólo estemos atentos a su ley, sino que la contemplemos y hagamos de ella nuestro alimento cotidiano, nuestra delicia. Por ese camino alcanzaremos la santidad. Para esto nos resulta utilísimo meditar con el Salmo 18: «Tus palabras, Señor, son espíritu y vida. La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante. Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos. La voluntad del Señor es pura y eternamente estable; los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos. Que te agraden las palabras de mi boca, y llegue a tu presencia el meditar de mi corazón, Señor, Roca mía, Redentor mío». El salmo nos hace profundizar en esta clave: «tus palabras, Señor, son espíritu y vida... los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón».
La Ley del Señor es perfecta, pues no ha sido promulgada por personas humanas, sino por el mismo Dios para mostrarnos el camino que nos conduzca a Él. Efectivamente, los preceptos del Decálogo establecen los fundamentos de la vocación del hombre, formado a imagen de Dios. Prohiben lo que es contrario al amor de Dios y del prójimo y prescriben lo que le es esencial. Esa Ley ha cumplido su misión llevándonos hasta Cristo, plenitud de la Ley, pues Él se ha convertido en el único Camino que nos conduce al Padre. Así, mediante la Sangre de Cristo se sella, entre Dios y la humanidad, la nueva y definitiva alianza: Dios es nuestro Padre y nosotros somos sus hijos en Cristo Jesús. La Ley constituye, pues, la primera etapa en el camino del Reino. Dios así, nos invita a la conversión y a la fe en Él mediante un camino de amor fiel, cargando nuestra propia cruz, tras las huellas de Cristo, pasando por la muerte para llegar a la Gloria, que Dios ha reservado para los que le vivan fieles. Por eso vivamos en todo fieles a la voluntad de Dios; busquemos al Señor y hagamos de Él nuestro refugio y salvación, hasta que Él sea todo en nosotros.
3. Hoy se nos recuerda el juicio final, «cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles» (Mt 25,31), y nos remarca que dar de comer, beber, vestir... resultan obras de amor para un cristiano, cuando al hacerlas se sabe ver en ellas al mismo Cristo. Este pasaje está narrado en forma de parábola. En un lenguaje pastoril, propio de aquel tiempo, nos describe el criterio que Jesús vino a establecer, en nombre de Dios su Padre, como guía para nuestra vida y juicio para nuestra conciencia. Una vez más, Jesús establece el amor y la preocupación por el hermano necesitado, como norma suprema de conducta. Los requisitos para acceder a la vida eterna pasan necesariamente por la participación en el proyecto de humanización que Dios nos propone. Y ese proyecto, ese camino de humanización consiste -como mostró Jesús en su palabra y en sus hechos- en la entrega de la propia vida en favor de los hermanos, especialmente -claro está- de los que más lo necesitan y de los que son víctimas de la injusticia. La parábola, en toda su solemnidad y pretensión de universalidad (el «juicio de las naciones») trata de expresar un principio también solemne y universal: el camino de la salvación pasa obligadamente por el hermano necesitado… Lo que realmente plantea la parábola es que la vida del «más allá», está en el camino del «más acá». Ese camino es precisamente el hermano, el hermano que tiene hambre, que tiene sed, que anda desnudo, o está preso, o enfermo... Esta letanía que la parábola ofrece, lógicamente, ha de ser alargada a la situación de cada momento histórico: ¿cuáles son hoy las formas modernas de pasar hambre, tener sed, estar desnudo...? ¿cuáles son hoy las enfermedades modernas y las prisiones nuevas que dejan al ser humano más postrado? Pues todas esas hay que entenderlas incluidas en la parábola de Mateo. Sólo entrando en comunión con el empobrecido, atendiéndolo cada vez que sea necesario y evitando toda injusticia, se tiene acceso a la «salvación», que empieza a construirse en esta vida. La vida cristiana requerirá entonces un serio compromiso que nos lleve a elaborar y a ejecutar proyectos que estén en concordancia con la comunión que pide Jesús para con el oprimido. La calidad humana de la gente que vaya a ejecutar tales programas será premiada de acuerdo al compromiso que establezcan con el hermano (Servicio Bíblico Latinoamericano).
Esta página casi final del evangelio de Mateo es sorprendente. Jesús mismo pone en labios de los protagonistas de su parábola, tanto buenos como malos, unas palabras de extrañeza: ¿cómo han hecho esto con Jesús, si no le han visto?: ¿cuándo te vimos enfermo y fuimos a verte? ¿cuándo te vimos con hambre y no te asistimos? Resulta que Cristo estaba durante todo el tiempo en la persona de nuestros hermanos: el mismo Jesús que en el día final será el pastor que divide a las ovejas de las cabras y el juez que evalúa nuestra actuación. No habla aquí de ir a Misa y cumplir preceptos (aunque son los sacramentos fuentes de una vida moral santa…). Para la caridad que debemos tener hacia el prójimo Jesús da este motivo: él mismo se identifica con las personas que encontramos en nuestro camino. Hacemos o dejamos de hacer con él lo que hacemos o dejamos de hacer con los que nos rodean. Es una de las páginas más incómodas de todo el evangelio. Una página que se entiende demasiado. Y nosotros ya no podremos poner cara de extrañados o aducir que no lo sabíamos: ya nos lo ha avisado él. Desde los primeros compases del camino cuaresmal, se nos pone delante el compromiso del amor fraterno como la mejor preparación para participar de la Pascua de Cristo. Es un programa exigente. Tenemos que amar a nuestro prójimo: a nuestros familiares, a los que trabajan con nosotros, a los miembros de nuestra comunidad religiosa o parroquial, sobre todo a los más pobres y necesitados. Si la la lectura nos ponía una medida fuerte -amar a los demás como nos amamos a nosotros mismos-, el evangelio nos lo motiva de un modo todavía más serio: «cada vez que lo hicisteis con ellos, conmigo lo hicisteis; cada vez que no lo hicisteis con uno de ellos, tampoco lo hicisteis conmigo». Tenemos que ir viendo a Jesús mismo en la persona del prójimo. Si la primera lectura urgía a no cometer injusticias o a no hacer mal al prójimo, la segunda va más allá: no se trata de no dañar, sino de hacer el bien. Ahora serán los pecados de omisión los que cuenten. El examen no será sobre si hemos robado, sino sobre si hemos visitado y atendido al enfermo. Se trata de un nivel de exigencia bastante mayor. Se nos decía: no odies. Ahora se nos dice: ayuda al que pasa hambre. Alguien ha dicho que tener un enfermo en casa es como tener el sagrario: pero entonces debe haber muchos «sagrarios abandonados». En la Eucaristía, con los ojos de la fe, no nos cuesta mucho descubrir a Cristo presente en el sacramento del pan y del vino. Nos cuesta más descubrirle fuera de misa, en el sacramento del hermano. Pues sobre esto va a versar la pregunta del examen final. Al Cristo a quien hemos escuchado y recibido en la misa, es al mismo a quien debemos servir en las personas con las que nos encontramos durante el día. Será la manera de preparar la Pascua de este año: «anhelar año tras año la solemnidad de la Pascua, dedicados con mayor entrega a la alabanza divina y al amor fraterno» (prefacio I de Cuaresma). Será también la manera de prepararnos a sacar buena nota en ese examen final. «Al atardecer de la vida, como lo expresó san Juan de la Cruz, seremos juzgadosí sobre el amor»: si hemos dado de comer, si hemos visitado al que estaba solo. Al final resultará que eso era lo único importante (J. Aldazábal). Entrada: «Como están los ojos de los esclavos fijos en las manos de sus señores, así están nuestros ojos en el Señor, Dios nuestro, esperando su misericordia. Misericordia, Señor, misericordia» (Sal 122,2-3). Colecta: «Conviértenos a Ti, Dios salvador nuestro; ilumínanos con la luz de tu palabra, para que la celebración de esta Cuaresma produzca en nosotros sus mejores frutos». Y la Comunión: «Os aseguro, dice el Señor, que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis. Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25,40.34). Comenta San Agustín: «Recordad, hermanos, lo que ha de decir a los que están a la derecha. No les dirá: “hiciste esta o aquella obra grande”, sino: “tuve hambre y me disteis de comer”; a los que están a la izquierda no les dirá: “hicisteis ésta o aquélla obra mala”, sino: “tuve hambre y no me disteis de comer.” Los primeros, por su limosna irán a la vida eterna; los segundos por su esterilidad, al fuego eterno, Elegid ahora el estar a la derecha o a la izquierda… Nadie tema dar a los pobres; no piense nadie que quien recibe es aquél cuya mano ve. Quien recibe es el que te mandó dar. Y no decimos esto porque así nos parece por conjetura humana; escúchale a Él que te aconseja y te da seguridad en la Escritura. Tuve hambre y me diste de comer... San Hipólito de Roma (hacia 235) presbítero y mártir pone en boca de Dios: “Venid, vosotros que habéis amado a los pobres y a los extranjeros. Venid, vosotros que habéis permanecido fieles a mi amor, porque yo soy el amor. Venid, vosotros los pacíficos porque yo soy la paz. Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo (Mt 25,34). No habéis rendido homenaje a la riqueza sino que habéis dado limosna a los pobres. Habéis sostenido a los huérfanos, ayudado a las viudas, habéis dado de beber a los que tenían sed y de comer a los que tenían hambre. Habéis acogido a los extranjeros, vestido al que estaba desnudo, habéis visitado al enfermo, consolado a los presos, acompañado a los ciegos. Habéis guardado intacto el sello de la fe y os habéis reunido con la comunidad en las iglesias. Habéis escuchado mis Escrituras deseando mi Palabra. Habéis observado mi ley día y noche (Sal 1,2) y habéis participado en mis sufrimientos como soldados valientes para encontrar gracia ante mí, vuestro rey del cielo. “Venid, tomad en pose sión el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo.” He aquí que mi reino está preparado y mi cielo está abierto. He aquí que mi inmortalidad se manifiesta en toda su belleza”.
Las primeras palabras de la oración de la Misa de hoy dicen: “Converte nos, Deus, salutaris noster” –convíertenos, Señor, nuestra salvación. Se corresponden con las que inician la cuaresma: “arrepentíos”. Pero en modo distinto: pasa del imperativo a la petición, es un “dame fuerzas, Señor, para convertirme”. ¿Qué es convertirse? En la práctica, seguir a Jesús, acompañarle, caminar tras sus pasos, pero el que nos convierte es Dios, es dejar de auto-realizarnos de modo orgulloso y aceptar la dependencia con Dios de la que viene la auténtica libertad, lo demás es ilusión y engaño, decía Ratzinger: “básicamente existen tan sólo dos opciones fundamentales: por una parte, la autorrealización, en la cual trata el hombre de crearse a sí mismo para adueñarse por completo de su ser y hacerse con la totalidad de la vida exclusivamente para sí y desde sí mismo; y por otra, la opción de la fe y del amor”, pero “no podemos realizarnos por nosotros mismos; sólo si ‘perdemos’ la vida podemos ganarla. Estas opciones corresponden al contenido de las palabras ‘tener’ y ‘ser’. La autorrealización quiere tener la vida, todas las posibilidades, alegrías y bellezas de la vida, pues considera la vida como una posesión que ha de defender contra los demás”, en cambio es el amor lo que de veras nos hace ser. Como vimos ayer, “podemos también decir que la alternativa entre autorrealización y amor corresponde a la alternativa de las tentaciones de Jesús: la alternativa entre el poder terreno y la cruz, entre una redención fundada en el bienestar y una redención que se abre y se confía a la infinitud del amor divino”. Hoy el hombre se siente adulto para estar “libre” de Dios, “se siente capaz de edificar por sí mismo un mundo libre, verdaderamente humano. Pero hoy vislumbramos ya adónde conduce esta creatividad emancipada de Dios, y así comenzamos a redescubrir la sabiduría de la cruz”. Convertirse es todo esto: no buscar el éxito, la propia imagen, aceptar la cruz. Desear la fe, esperanza y amor antes que el placer, la supremacía del yo y las posesiones. “El éxito, el prestigio, la tranquilidad y la comodidad son los falsos dioses que más impiden la verdad y el verdadero progreso en la vida persona y social”, cuando aceptamos la primacía de la verdad y nos hacemos “cooperadores de la verdad” (3 Jn 8), estamos creando la cultura del amor.
Una historia puede ilustrar la cuestión. Cuentan que un importante señor gritó al director de su empresa, porque estaba enfadado en ese momento. El director llegó a su casa y gritó a su esposa, acusándola de que estaba gastando demasiado, porque había un abundante almuerzo en la mesa. Su esposa gritó a la empleada porque rompió un plato. La empleada dio una patada al perro porque la hizo tropezar. El perro salió corriendo y mordió a una señora que pasaba por la acera, porque le cerraba el paso. Esa señora fue al hospital para ponerse la vacuna y que le curaran la herida, y gritó al joven médico, porque le dolió la vacuna al ser aplicada. El joven médico llegó a su casa y gritó a su madre, porque la comida no era de su agrado. Su madre, tolerante y un manantial de amor y perdón, acarició sus cabellos diciéndole: - "Hijo querido, prometo que mañana haré tu comida favorita. Tú trabajas mucho, estás cansado y precisas una buena noche de sueño. Voy a cambiar las sábanas de tu cama por otras bien limpias y perfumadas, para que puedas descansar en paz. Mañana te sentirás mejor". Bendijo a su hijo y abandonó la habitación, dejándolo solo con sus pensamientos... En ese momento, se interrumpió el círculo del odio, porque chocó con la tolerancia, la dulzura, el perdón y el amor. Si tú eres de los que ingresaron en un círculo del odio, acuérdate que puedes romperlo con tolerancia, dulzura, perdón y amor. No caigamos en el círculo del odio pensando que es imposible encontrar amor: la manera más rápida de recibir amor es darlo, hay más alegría en dar que en recibir. El amor lo perdemos cuando lo queremos para nosotros, es como el fuego que cuando lo extendemos nos acaricia con su calor; el amor tiene alas y no hay que encadenarlo. El amor es el don más preciado que Dios nos ha regalado, y que nos da la oportunidad de regalar. Además, cuanto más se da más nos queda porque se agranda nuestro corazón al amar, ahí está el secreto del amor. De nada tiene necesidad este mundo como del amor. Leía hace poco algo que nos viene muy bien para permanecer en el círculo del amor, y no caer en el del odio: -el amor alienta, el odio abate; -el amor sonríe, el odio gruñe; -el amor atrae, el odio rechaza; -el amor confía, el odio sospecha;-el amor enternece, el odio enardece; -el amor canta, el odio espanta; -el amor tranquiliza, el odio altera; -el amor guarda silencio, el odio vocifera; -el amor edifica, el odio destruye; -el amor siembra, el odio arranca; -el amor espera, el odio desespera; -el amor consuela, el odio exaspera; -el amor suaviza, el odio irrita; -el amor aclara, el odio confunde; -el amor perdona, el odio intriga; -el amor vivifica, el odio mata; -el amor es dulce; el odio es amargo; -el amor es pacífico; el odio es explosivo; -el amor es veraz, el odio es mentiroso; -el amor es luminoso, el odio es tenebroso; -el amor es humilde, el odio es altanero; -el amor es sumiso, el odio es jactancioso; -el amor es manso, el odio es belicoso; -el amor es espiritual, el odio es carnal.-El amor es sublime, el odio es triste. -El amor todo lo puede... -No hay dificultad por muy grande que sea, que el amor no lo supere. -No hay enfermedad por muy grave que sea, que el amor no la sane. -No hay puerta por muy cerrada que esté, que el amor no la abra. -No hay distancias por extremas que sean, que el amor no las acorte tendiendo puentes sobre ellas. -No hay muro por muy alto que sea, que el amor no lo derrumbe. -No hay pecado por muy grave que sea, que el amor no lo redima. -No importa cuan serio sea un problema, cuan desesperada una situación, cuan grande un error, el amor tiene poder para superar todo esto. Quien es capaz de experimentar realmente el amor, puede ser la persona más feliz y más poderosa del mundo. Amar... Siempre... En cada acto, en cada pensamiento, en cada día que amanece, en cada noche que llega, hacer de la vida siempre una canción de amor...
Dice san Juan de la Cruz: «A la tarde te examinarán en el amor. Aprende a amar a Dios como Dios quiere ser amado y deja tu propia condición». Postcomunión: «Concédenos experimentar, Señor Dios nuestro, al recibir tu Eucaristía, alivio para el alma y para el cuerpo; y así, restaurada en Cristo la integridad de la persona, podremos gloriarnos de la plenitud de tu salvación».
El Evangelio de hoy nos marca una pauta: en los demás está Jesús presente. «En nuestra época, especialmente urge la obligación de hacernos prójimo de cualquier hombre que sea y de servirlos con afecto, ya se trate de un anciano abandonado por todos, o de un niño nacido de ilegítima unión que se ve expuesto a pagar sin razón el pecado que él no ha cometido, o del hambriento que apela a nuestra conciencia trayéndonos a la memoria las palabras del Señor: “Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,40)» (Gaudium et spes).
Cristo vive en los cristianos, y le da un sentido más profundo a las relaciones humanas, ver a Jesús en los demás da una orientación a todo nuestro actuar: “el corazón del progreso es el progreso del amor. Y el corazón del amor es la cruz, el perderse con Jesús” (Ratzinger). Hoy en Roma se revive la “statio” (la estación, una sucesión de iglesias romanas en las que se reparten las celebraciones cuaresmales) en San Pedro “in Vinculis”, iglesia construida al lado de un tribunal romano; ahí se guardan las cadenas de Pedro en la cárcel. Sugiere también esto los dos aspectos de ese amor que encadena, y que establece un juicio muy diverso de los humanos, pues aquí sólo manda el amor: «Jesucristo ha de venir al fin del mundo, para juzgar a vivos y muertos, y para dar a cada uno según sus obras, tanto a los reprobados como a los elegidos (...) para recibir según sus obras, buenas o malas: aquellos con el diablo castigo eterno, y éstos con Cristo gloria eterna».
Sólo a la luz del juicio final, cuando el Reino de Dios llegue a su plenitud, entenderemos el camino que hayamos recorrido, tal vez en medio de persecuciones y muerte, tras las huellas del Redentor. Entonces aparecerá, de un modo desnudo, la verdad de todo hombre en la medida de Dios. Entonces conoceremos a Aquel que es el Amor y la Misericordia. Entonces sabremos si en verdad caminamos por este mundo como hijos suyos. Entonces seremos acogidos o rechazados conforme al trato que hayamos dado a los pequeños, con los que se identificó Jesús. Por eso, mientras caminamos por este mundo, Dios nos concede este tiempo favorable de su gracia para que reflexionemos con toda lealtad acerca de nuestra vida de fe. No podemos vivir esta cuaresma sólo como un tiempo de una conversión aparente. Si no caminamos hacia nuestra propia Pascua, hacia nuestra renovación interior, hacia la muerte a nuestro pecado y hacia la resurrección a una vida renovada en Cristo, habremos perdido el tiempo. Dios quiere que su Iglesia inicie, ya desde ahora, la realización de su Reino mediante la renovación de sus miembros, a través de los cuales se manifieste, a la medida de la Gracia recibida, el amor misericordioso del mismo Dios a favor de todos. Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de vivir nuestra fe en Cristo con un compromiso total, de manera que no sólo lo amemos interiormente, sino que lo amemos preocupándonos de hacer el bien a todos, especialmente a los pobres, a los pecadores y a los desprotegidos, para poder, así, ser dignos de ser recibidos, como hijos amados, en las moradas eternas. Amén (www.homiliacatolica.com; que como muchos otros textos los tomo de mercaba.org).