Cuaresma, I semana, miércoles: no hemos de pedir signos mágicos a Dios, tampoco nos quiere dar el éxito como signo, sino Él mismo, éste es el signo y con Él tenemos todo lo demás, para verlo así necesitamos conversión
Primera lectura: Jonás 3,1-10 (ver también domingo 3-B): En aquel tiempo, por segunda vez el Señor se dirigió a Jonás y le dijo: - Levántate, vete a Nínive, la gran ciudad, y proclama allí lo que yo te diré.
Jonás se levantó y partió para Nínive, según la orden del Señor. Nínive era una ciudad grandísima; se necesitaban tres días para recorrerla. Jonás se fue adentrando en la ciudad y proclamó durante un día entero: "Dentro de cuarenta días Nínive será destruida".
Los ninivitas creyeron en Dios: promulgaron un ayuno y todos, grandes y pequeños, se vistieron de sayal. También el rey de Nínive, al enterarse, se levantó de su trono, se quitó el manto, se vistió de sayal y se sentó en el suelo. Luego mandó pregonar en Nínive este bando: "Por orden del rey y sus ministros, que hombres y bestias, ganado mayor y menor, no prueben bocado, ni pasten ni beban agua. Que se vistan de sayal, clamen a Dios con fuerza y que todos se conviertan de su mala conducta y de sus violentas acciones. Quizás Dios se retracte, se arrepienta y se calme el ardor de su ira, de suerte que no perezcamos".
'Al ver Dios lo que hacían y cómo se habían convertido, se arrepintió y no llevó a cabo el castigo con que los había amenazado.
Salmo 50,3-4.12-13.18-19. ¡Ten piedad de mí, Señor, por tu bondad, por tu gran compasión, borra mis faltas! / ¡Lávame totalmente de mi culpa y purifícame de mi pecado! / Crea en mí, Dios mío, un corazón puro, y renueva la firmeza de mi espíritu. / No me arrojes lejos de tu presencia ni retires de mí tu santo espíritu. / Los sacrificios no te satisfacen; si ofrezco un holocausto, no lo aceptas: / mi sacrificio es un espíritu contrito, tú no desprecias el corazón contrito y humillado.
Texto del Evangelio (Lc 11,29-32; ver también lunes de la semana 28): En aquel tiempo, habiéndose reunido la gente, comenzó a decir: «Esta generación es una generación malvada; pide una señal, y no se le dará otra señal que la señal de Jonás. Porque, así como Jonás fue señal para los ninivitas, así lo será el Hijo del hombre para esta generación. La reina del Mediodía se levantará en el Juicio con los hombres de esta generación y los condenará: porque ella vino de los confines de la tierra a oír la sabiduría de Salomón, y aquí hay algo más que Salomón. Los ninivitas se levantarán en el Juicio con esta generación y la condenarán; porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás, y aquí hay algo más que Jonás».
Comentario: 1. Jon 3,1-10. El profeta Jonás -el único personaje judío que aparece en este libro- no es precisamente un modelo de creyente ni de profeta. Si por fin va a predicar a Nínive es porque se ve obligado, porque él bien había querido escaparse de su misión. Nínive era una ciudad considerada frívola, pecadora, y Jonás teme un estrepitoso fracaso en su misión. Además, se enfada cuando ve que Dios, compadecido, no va a castigar a los ninivitas. Mal profeta. No hace falta que consideremos como histórico este libro de Jonás. Es un apólogo a modo de parábola, una historia edificante con una intención clara: mostrar cómo los paganos -en este caso nada menos que Nínive, con todos sus habitantes, desde el rey hasta el ganado- hacen caso de la predicación de un profeta y se convierten, mientras que Israel, el pueblo elegido, a pesar de tantos profetas que se van sucediendo de parte de Dios, no les hace caso. Jonás anunció que «dentro de cuarenta días Nínive será arrasada». San Clemente Romano decía: «Fijemos con atención nuestra mirada en la sangre de Cristo y reconozcamos cuán preciosa ha sido a los ojos de Dios, su Padre, pues, derramada por nuestra salvación, alcanzó la gracia de la penitencia para todo el mundo. / Recorramos todos los tiempos y aprendamos cómo el Señor, de generación en generación, concedió un tiempo de penitencia a los que deseaban convertirse a Él. Noé predicó la penitencia y los que lo escucharon se salvaron. Jonás anunció a los ninivitas la destrucción de su ciudad, y ellos, arrepentidos de sus pecados, pidieron perdón a Dios y, a fuerza de súplicas, alcanzaron la indulgencia, a pesar de no ser de no ser del pueblo elegido. De la penitencia hablaron inspirados por el Espíritu Santo, los que fueron ministros de la gracia de Dios. / Y el mismo Señor de todas las cosas habló también, con juramento, de la penitencia: “Por mi vida, oráculo del Señor, que no quiero la muerte del pecador, sino que cambie de conducta“. Y añade aquella hermosa sentencia: “Cesad de obrar el mal, casa de Israel. Di a los hijos de mi pueblo: Aunque vuestros pecados lleguen hasta el cielo, aunque sean como púrpura y rojos como escarlata, si os convertís a Mí de todo corazón y decís: `Padre´; os escucharé como a mi pueblo santo”.
A nosotros se nos está diciendo que «dentro de cuarenta días será Pascua», la gran ocasión de sumarnos a la gracia de ese Cristo que a través de la muerte entra en una nueva existencia. ¿De veras podremos celebrar Pascua con él? ¿de veras nos creemos la oración del salmo de hoy: «oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme»? La Cuaresma es la convocatoria a la renovación: «has establecido generosamente este tiempo de gracia para renovar en santidad a tus hijos, de modo que, libres de todo afecto desordenado, vivamos las realidades temporales como primicias de las realidades eternas» (prefacio II de Cuaresma). «Los que esperan en ti no quedan defraudados» (entrada). «Que se alegren los que se acogen a ti con júbilo eterno» (comunión; J. Aldazábal).
El Evangelio de este día es ocasión para una excelente exposición de los signos de la fe. Los judíos se sitúan en el plano más externo: necesitan milagros maravillosos para tener fe y convertirse. Cristo penetra en el corazón del problema cuando proclama que la fe descansa únicamente sobre la confianza puesta en la persona del enviado. La comunidad cristiana ha necesitado más aún: no hay fe fuera del misterio de muerte y de resurrección del enviado.
El hombre moderno no corre el peligro de exagerar en el sentido de los judíos: el milagro físico le molesta y cree más fácilmente a pesar de los milagros que a causa de ellos. Cierta creencia en el milagro podría inducir a pensar que Dios no está más que en lo que supera al hombre, mientras que Dios está también en el hombre y en sus obras.
Además, el milagro físico no tiene verdadera significación más que si es expresión de la personalidad de quien lo realiza y si interpela a la persona del testigo. Por eso la mayoría de los milagros de Cristo son curaciones, signos de su función mesiánica y de su bondad (Mt 8, 17; 11, 1-6), incluso de sus relaciones con el Padre (el tema de los "signos" en el Evangelio de San Juan). Y por eso también la mayoría de los milagros solicitan la conversión interior y la fe; la solicitan, pero no la dan: se necesita ya de antemano la acción del Espíritu en el corazón para que éste acepte, como solicitante y no como juez, el signo propuesto por Dios.
No obstante, cabe extrañarse de que Dios, y tras Él Cristo, no facilite en absoluto las cosas a los fariseos y a los ateos de hoy dándoles el signo que esperan. ¿Por qué no escribe bien legible su nombre en el cielo para que la duda resulte imposible? Al contrario, se dirá: cuanto más evoluciona la humanidad hacia el progreso y la secularización, más se "desacraliza" y más parece que le son negados los signos de Dios.
Si Dios actuase de esa forma, ya no sería el Dios que ha escogido convertirse en servidor de los hombres para merecer su amor y su confianza gratuita. Sería una marca de publicidad a la que nadie podría resistir; quebrantaría probablemente todas las resistencias humanas... ¿Pero seguiría siendo testigo de la libertad e iría en busca de un amor libre y confiado? Realmente no hay otros signos que el de Jesús porque Dios ha escogido no violentar al hombre, sino ganar su amor muriendo por él. Y precisamente porque es el Dios del amor, no da otro signo que el que se cumple en Jesucristo.
El verdadero creyente, sin menospreciar el papel eventual del milagro, no pide ya signos exteriores porque en la persona misma de Cristo Hombre-Dios descubre la presencia discreta de Dios y su intervención. El verdadero milagro es de orden moral: es esa condición humana de Jesús, asumida en fidelidad, en obediencia y amor absolutos y totalmente irradiada de la presencia divina hasta el punto que, en la misma muerte, Dios ha estado presente a su Hijo para resucitarle. En este signo de Jonás culminan precisamente todos los milagros del Evangelio, llamadas a la conversión y a la apertura a la salvación de Dios; signos de su presencia espiritual en el combate contra el pecado y la muerte (Maertens-Frisque).
La presencia de Jesús en el mundo obliga a los hombres a tomar partido por él o contra él (cf. 11. 23). Muchos hombres piden signos, prodigios. Con ello pretenden excusarse de tomar decisión en su favor. Así les parece poder continuar viviendo tranquilos, sin comprometerse, sin decidir, sin creer. Jesús rechaza esta petición de signos (cf. Jn 4. 48; 1Co 1. 22). Y se ofrece a sí mismo como señal única, suficiente, definitiva. Él y su Palabra. Él y su vida. Él, que es mayor que todos los reyes, superior a todos los profetas, basta para mover al hombre a adherirse a Él, a creer en Él. Buscar otros signos es una actitud perversa, es no querer convertirse, es encerrarse en sí mismo (cf. Jn 6. 30-31). De la decisión tomada frente a Jesús, frente a su persona y a su mensaje, depende la salvación de los hombres (“Comentarios bíblicos”, tomado de mercaba.org).
Jesús habla de convertirse, cambiar de vida, hacer penitencia. La gente quiere otra cosa… Jesús comenzó a decirles: "Esta generación es una generación mala; reclama un "signo". “La palabra "generación" es siempre empleada por Jesús en modo peyorativo. Es una alusión típica a un momento de la Historia del pueblo de Israel, la primera "generación", la del desierto, la de los cuarenta años primeros... la que ha pasado su tiempo reclamando "signos de Dios. "Cuarenta años esta generación me ha disgustado... estas gentes no han conocido mis caminos... y no obstante veían mis acciones..." (Salmo, 95, 9-10) También en tiempos de Jesús, y en los nuestros... se seguía pidiendo a Dios que se mostrara, que manifestara su poder.
¡Si Dios escribiera su nombre en el cielo! ¡Si Dios aplastara a los malos! ¡Si bajase de la cruz y se enfrentase con los que le injuriaban! ¡Si movilizase, de hecho, a "doce legiones de ángeles" para no ser arrestado por un escuadrón de soldados romanos! En fin, ¿por qué Dios no se manifiesta a los ateos... para que sea imposible seguir dudando?
-Y no les será dada otra señal que la de Jonás. Si Dios pusiera un "signo en el cielo", dejaría de ser Aquel que ha escogido ser. Aplastaría. Nadie podría resistirle... Ahora bien, Dios ha elegido ser el "servidor", el que ama a los hombres, y que espera discretamente su respuesta confiada y libre. Dios no quiere forzar la mano. Las postraciones de los esclavos no le dicen nada.
-Porque como fue Jonás señal para los ninivitas, así también lo será el Hijo del hombre para esta generación. Sí, las gentes de Nínive no tuvieron grandes cosas como signos.¡Jonás no hizo ningún milagro sensacional! Simplemente pronunció su mensaje e invitó a la "conversión".
¿Realmente me afecta la "invitación" a cambiar de vida que el Hijo del hombre me transmite y que la Iglesia me repite en ese tiempo cuaresmal? -Los ninivitas se levantarán en el juicio contra esta generación y la condenarán, porque hicieron penitencia a la predicación de Jonás y hay aquí más que Jonás. Hicieron penitencia... sin otro signo que la predicación del profeta. Yo conozco bien la conversión y el cambio que Dios espera de mí. ¿Qué es lo que yo voy a hacer durante toda esta cuaresma? -La reina del Mediodía se levantará en el juicio contra los hombres de esta generación y los condenará, porque vino de los confines de la tierra para oír la sabiduría de Salomón y hay aquí algo más que Salomón. Los habitantes de Nínive: la gran ciudad pagana... La Reina de Saba: princesa pagana... He aquí a los que Jesús pone como ejemplo. Ellos se esforzaron. Y nosotros, hemos recibido mucho más que ellos. Hemos oído a Jesús, tenemos los sacramentos a nuestra disposición, tenemos sus divinas Palabras. Señor, dame un corazón nuevo. Señor, otórgame la valentía necesaria para esos cambios que debo llevar a cabo. Repíteme, Señor, la urgencia de esta conversión. El Juicio se acerca. Mañana puede ser demasiado tarde. ¿Estaré yo también "condenado" con esta generación mala que pedía signos?” (Noel Quesson).
Dios nos llama a todos a participar de su vida. Él a nadie creó para la condenación. Él no se recrea en la muerte de los suyos, sino que, al amarnos, nos envió a su propio Hijo para que, mediante su muerte, fueran perdonados nuestros pecados; y mediante su gloriosa resurrección tuviéramos nueva vida. Quien da su sí inicial a Cristo deja a un lado sus caminos equivocados y recibe el Bautismo, que es el lugar principal de la conversión primera y fundamental. Sin embargo sabemos que la concupiscencia permanece en nosotros, a fin de que nos sirva de prueba en el combate de la vida cristiana ayudados por la gracia de Dios. Por eso afirmamos que la Iglesia recibe en su propio seno a los pecadores y que, siendo santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación. Este tiempo de la Cuaresma, tiempo especial de gracia que el Señor nos concede, debe ayudarnos a reflexionar sobre la fidelidad a nuestro compromiso bautismal, pues nuestra unión a Cristo por la fe no puede quedarse en una vana palabrería. Pero, puesto que somos frágiles, acudamos al Señor para que sea Él quien nos fortalezca, de tal forma que no nosotros, sino la gracia de Dios con nosotros lleve a buen término la obra de salvación, que Dios mismo ha iniciado en nosotros.
2. –Una vez más utilizamos el Salmo 50 –que ya comentamos el Miércoles de Ceniza–, texto magnífico para expresar el arrepentimiento de los pecados. Convertíos a Mí de todo corazón en ayunos y lágrimas y llantos, dice el Señor. Rasgad vuestros corazones y convertíos al Señor, porque Él es benigno y misericordioso, paciente y bondadoso y siempre dispuesto a perdonar el mal... Perdona, Señor, perdona a tu pueblo y no des al oprobio tu heredad (cf. Joel). Dios quiere la penitencia. Una penitencia cordial y sincera. Quiere el arrepentimiento, la contrición, pero también las obras externas de mortificación y de ejercicio de la virtud de caridad.
A lo largo de la Cuaresma todos somos invitados a la penitencia y a la conversión. Comenta San Agustín: «Jonás anunció no la misericordia, sino la ira, que era inminente... Solamente amenazó con la destrucción y la proclamó; no obstante, ellos, sin perder la esperanza en la misericordia de Dios, se convirtieron a la penitencia y Dios los perdonó. Mas, ¿qué hemos de decir? ¿Que el profeta mintió? Si lo entiendes carnalmente, parece haber dicho algo que fue falso; pero, si lo entiendes espiritualmente, se cumplió lo que predijo el profeta. Nínive, en efecto, fue derruida. / Prestad atención a lo que era Nínive y ved que fue derruida. ¿Qué era Nínive? Comían, bebían, compraban, vendían, plantaban, edificaban; se entregaban al perjurio, a la mentira, a la embriaguez, a los crímenes, a toda clase de corrupción. Así era Nínive. Fíjate cómo es ahora: lloran, se duelen, se contristan en el cilicio y la ceniza, en el ayuno y en la oración. ¿Dónde está aquella otra Nínive? Ciertamente ha sido derruida, porque sus acciones ya no son las de antes”. ¿Cómo nos envía Dios señales? Dios nos las envía fundamentalmente a través de nuestra conciencia. Una conciencia que tiene que estar buscando constantemente a Dios; una conciencia que no tiene que detenerse jamás a pesar de las barreras de las murallas que hay en la propia alma. Lo contrario de la perversión es la conversión. Si nuestra alma está constantemente convirtiéndose a Dios, así encuentre un su vida mil defectos, mil problemas, mil reticencias, mil miedos, encontrará al Señor. Es lo mismo que les ocurrió a los habitantes de Nínive. Es la frase final, con la cual el rey de Nínive termina su mandato: “Quizá Dios se arrepienta y nos perdone, aplaque el incendio de su ira y así no moriremos”. Aunque halla murallas, dificultades; aunque seamos nosotros mismos los primeros que nos sintamos como obstáculo al regreso de Dios N. S., no olvidemos que Él siempre está en el camino de la conversión. Él siempre está ahí, dispuesto a darnos la mano, a tendernos la posibilidad de regresar a Él.
Dios, a pesar de la infidelidad manifestada en el pecado de los hombres y del castigo que merece, mantiene su amor por mil generaciones. Dios revela que es rico en misericordia llegando hasta dar su propio Hijo para que nosotros seamos perdonados. Él es nuestro Padre; y nos ama sin dar marcha atrás en su amor por nosotros. Nosotros no podemos vivir indiferentes ante ese amor que Dios nos tiene. Con humildad hemos de volver a Él, que constantemente nos llama a la conversión, pues tanto con las palabras como con las obras de su Hijo Jesús, nos ha manifestado que es un Padre rico en misericordia para con todos. Que este tiempo especial de gracia nos lleve a confesar con humildad ante Él nuestros pecados para obtener su misericordia y la reconciliación con su Iglesia. Si volvemos al Señor Él nos perdonará todas nuestras faltas; sin embargo también nos enviará diciendo: Ve primero a reconciliarte con tu hermano. Dios no sólo nos quiere unidos a Él, sino también unidos nosotros como hermanos guiados por el amor fraterno. Por eso no sólo le hemos de pedir a Dios que nos perdone nuestros pecados, sino también que cree en nosotros un corazón nuevo y un espíritu nuevo capaz de alabar su Nombre y de hacer, en adelante, el bien a todos, pues todos somos hijos del mismo Dios y Padre.
¿Por qué descorazonarnos, cuando en nuestro camino de conversión encontramos algo que se nos hace tremendamente difícil de superar? ¿Somos más grandes nosotros que la Misericordia de Dios? ¿Es más milagroso el hecho de que una mujer vaya a escuchar a Salomón, o el que una ciudad completa, se convierta ante la voz de una profeta, que la Resurrección del Hijo de Dios? En esta Cuaresma tenemos que ir viendo hasta qué punto estamos aceptando las señales de Dios N. S. nos da. Viendo cómo Dios me habla, que detrás de ese cómo Dios me habla, a veces gozo, con penas, a veces con un quebranto tremendo de corazón y a veces con una grandísima alegría en el alma. Estas señales de Dios, tienen detrás un sello que es la Resurrección de Cristo y si nosotros las aceptamos, no simplemente vamos a estar aceptando a un Dios que pasa por nuestra vida, sino que vamos a estar aceptando la garantía con la cual, Dios N. S. pasa por nuestra vida. Hagamos de nuestra existencia, de nuestro camino, de nuestro encuentro con Dios, un constante aceptar el modo en el que Dios me ha hablado, aunque yo no lo entienda. “Aunque este muy lejos Salomón”. Abramos nuestros ojos, abramos nuestro corazón, nuestra vida a las señales de Dios y permitamos que el Señor vaya señalando, indicando por dónde nos quiere llevar. Si algún día no sabemos por dónde nos está llevando, que solamente nos preocupe el no perder de vista las señales de Dios. No importa por dónde nos lleve, eso es problema de Él. Nuestro autentico problema, es no perder de vista las señales de Dios, porque por donde Él nos lleve, tendremos siempre la certeza de que nos está llevando por el camino siempre correcto, por el que nosotros necesitamos ir. Que ésta sea nuestra oración y el más profundo fruto de esta Cuaresma: ser tan auténticos con nosotros mismos, que seamos capaces de ver la autenticidad con la que Dios nos habla. Que nunca la autenticidad de Dios, choque con la inautenticidad de nuestra vida. Que la autenticidad con la que Él se manifiesta en nuestra existencia, a través de sus señales, encuentre siempre como eco el corazón abierto, dispuesto, auténtico, que recibe todas las señales que el Señor le da.
Muchas veces a lo largo de la vida hemos pedido perdón, y muchas veces nos ha perdonado el Señor. Cada uno de nosotros sabe cuánto necesita de la misericordia divina: Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas (Salmo 24, 6), leemos en la Antífona de la Misa. La Cuaresma es un tiempo oportuno para cuidar muy bien el modo de recibir el sacramento de la Penitencia, ese encuentro con Cristo, que se hace presente en el sacerdote: encuentro siempre único y distinto. Allí nos acoge, nos cura, nos limpia, nos fortalece. Cuando nos acercamos a este sacramento debemos pensar ante todo en Cristo. Él debe ser el centro del acto sacramental. Y la gloria y el amor a Dios han de contar más que nuestros pecados. Se trata de mirar mucho más a Jesús que a nosotros mismos; más a su bondad que a nuestra miseria, pues la vida interior es un diálogo de amor en el que Dios es siempre el punto de referencia. Somos como el hijo pródigo que vuelve a la casa paterna. Debemos sentir deseos de encontrarnos con el Señor lo antes posible para descargar en Él el dolor por nuestros pecados. Muchas veces a lo largo de la vida hemos pedido perdón, y muchas veces nos ha perdonado el Señor. Cada uno de nosotros sabe cuánto necesita de la misericordia divina. Así acudimos a la Confesión: a pedir absolución de nuestras culpas como una limosna que estamos lejos de merecer. Pero vamos con confianza, fiados no en nuestros méritos, sino en Su misericordia, que es eterna e infinita, siempre dispuesto al perdón. La confesión debe ser concisa, concreta, clara y completa. Confesión concisa, de no muchas palabras: las precisas, sin adornos. Confesión concreta, sin divagaciones: pecados y circunstancias. Confesión clara, para que nos entiendan, poniendo de manifiesto nuestra miseria con modestia y delicadeza. Confesión completa, íntegra, sin dejar de decir nada por falsa vergüenza. La Confesión nos hace participar en la Pasión de Cristo y, por sus merecimientos, en su Resurrección. Cada vez que la recibimos con las debidas disposiciones se opera en nuestra alma un renacimiento a la vida de la gracia, fuerzas para combatir las inclinaciones confesadas, para evitar las ocasiones de pecar, y para no reincidir en las faltas cometidas. La Confesión sincera deja en el alma una gran paz y una gran alegría. “Ahora comprendes cuánto has hecho sufrir a Jesús, y te llenas de dolor: ¡Qué sencillo pedirle perdón, y llorar tus traiciones pasadas! ¡No te caben en el pecho las ansias de reparar!” (San Josemaría Escrivá; cf. Francisco Fernández Carvajal).
3. La reina de Sabá vino desde muy lejos, atraída por la fama de sabio del rey Salomón. Los habitantes de Nínive hicieron caso a la primera a la voz del profeta Jonás y se convirtieron. Jesús se queja de sus contemporáneos porque no han sabido reconocer en él al enviado de Dios. Se cumple lo que dice san Juan en su evangelio: «vino a los suyos y los suyos no le reconocieron». Los habitantes de Nínive y la reina de Sabá tendrán razón en echar en cara a los judíos su poca fe. Ellos, con muchas menos ocasiones, aprovecharon la llamada de Dios. Nosotros, que estamos mucho más cerca que la reina de Sabá, que escuchamos la palabra de uno mucho más sabio que Salomón y mucho más profeta que Jonás, ¿le hacemos caso? ¿nos hemos puesto ya en camino de conversión? Los que somos «buenos», o nos tenemos por tales, corremos el riesgo de quedarnos demasiado tranquilos y de no sentirnos motivados por la llamada de la Cuaresma: tal vez no estamos convencidos de que somos pecadores y de que necesitamos convertirnos. Hoy hace una semana que iniciamos la Cuaresma con el rito de la ceniza. ¿Hemos entrado en serio en este camino de preparación a la Pascua? ¿está cambiando algo en nuestras vidas? Conversión significa cambio de mentalidad («metánoia»). ¿Estamos realizando en esta Cuaresma aquellos cambios que más necesita cada uno de nosotros? La palabra de Dios nos está señalando caminos concretos: un poco más de control de nosotros mismos (ayuno), mayor apertura a Dios (oración) y al prójimo (caridad). ¿Tendrá Jesús motivos para quejarse de nosotros, como lo hizo de los judíos de su tiempo por su obstinación y corazón duro? «Señor, mira complacido a tu pueblo, que desea entregarse a Ti con una vida santa; y a los que moderan su cuerpo con la penitencia, transfórmales interiormente mediante el fruto de las buenas obras» (colecta).
«Aquí hay algo más que Salomón; y aquí hay algo más que Jonás»: Hoy, el Evangelio nos invita a centrar nuestra esperanza en Jesús mismo. Justamente, Juan Pablo II ha escrito que «no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ‘¡Yo estoy con vosotros!’». Dios —que es Padre— no nos ha abandonado: «El cristianismo es gracia, es la sorpresa de un Dios que, satisfecho no sólo con la creación del mundo y del hombre, se ha puesto al lado de su criatura» (Juan Pablo II). Nos encontramos empezando la Cuaresma: no dejemos pasar de largo la oportunidad que nos brinda la Iglesia: «Éste es el tiempo favorable, éste es el día de la salvación» (2Cor 6,2). Después de contemplar en la Pasión el rostro sufriente de Nuestro Señor Jesucristo, ¿todavía pediremos más señales de su amor? «A aquel que no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que nos hiciéramos justicia de Dios en Él» (2Cor 5,21). Más aún: «El que ni a su propio Hijo perdonó, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él todas las cosas?» (Rom 8,32). ¿Todavía pretendemos más señales? En el rostro ensangrentado de Cristo «hay algo más que Salomón (...); aquí hay algo más que Jonás» (Lc 11,31-32). Este rostro sufriente de la hora extrema, de la hora de la Cruz —ha escrito el Papa— es «misterio en el misterio, ante el cual el ser humano ha de postrarse en adoración». En efecto, «para devolver al hombre el rostro del Padre, Jesús debió no sólo asumir el rostro del hombre, sino cargarse incluso del “rostro” del pecado» (Juan Pablo II). ¿Queremos más señales? «¡Aquí tenéis al hombre!» (Jn 19,5): he aquí la gran señal. Contemplémoslo desde el silencio del “desierto” de la oración: «Lo que todo cristiano ha de hacer en cualquier tiempo [rezar], ahora ha de ejecutarlo con más solicitud y con más devoción: así cumpliremos la institución apostólica de los cuarenta días» (San León Magno, papa).
En Jesús se unen el antiguo y el nuevo testamento, pero también se une hoy el sentido unitario de la Biblia. Jonás es el profeta que nos muestra cómo ir más allá de nuestras miserias, para cumplir el plan que Dios tiene para con nosotros. “Esta generación pide un signo”, nos dice Jesús. Queremos el signo del éxito, de ver que la cosa funciona, en la historia y en nuestra vida. Cuando no hay cielo, se trabaja por una promesa terrenal. Así mientras no está más que difuminada la resurrección (hasta el libro de Job, o más tarde los Macabeos) los salmos nos muestran los frutos de una vida moral: tener vacas y una vida abundante en familia, amigos, etc. Es decir, el pago ya en esta vida. Esto, a mi entender, pasa a la moral protestante en aquello de que la abundancia y el éxito es signo de predestinación, y fomenta la competitividad y quizá el capitalismo. Pero esto ha pasado a Estados Unidos, donde domina esta moral de que la abundancia es signo de ser el elegido. Hoy con manifestaciones de estar “en el sitio oportuno en el momento oportuno”, o aquella otra expresión de que “unos nacen estrella y otros estrellados”. Es la moral del hombre que se ha hecho a sí mismo, en la que se ve por los resultados la rectitud del corazón. Muchas veces hay que romper las normas, ir contra todos, incluso usar medios incorrectos, pero al final hay “suerte” y se ve que ha valido la pena. Es aquello de que “el fin justifica los medios”, y en el fondo revive el sentimiento vétero-testamentario del éxito como pago para una vida correcta. Es una pena que acostumbra a poner el nombre de Dios en acciones violentas como “justicia infinita” y cosas por el estilo, o usa la muerte de inocentes como las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki como “mal menor”, en una línea que se ha desarrollado recientemente con los “efectos colaterales”, pero que en la raíz no se distingue de los atentados terroristas que ha obtenido como respuesta.
Seguiremos ahora el comentario que hizo Ratzinger sobre estas lecturas (cf. “El camino pascual”). Los judíos piden un signo a Jesús, una prueba palpable, experimentable. Es “la exigencia de una demostración física, de un signo que elimine toda duda, oculta en el fondo el rechazo de la fe, un negarse a rebasar los límites de la seguridad trivial de lo cotidiano y, por ello, encierra también el rechazo del amor, pues el amor exige, por su misma esencia, un acto de fe, un acto de entrega de sí mismo”. Este error de la certeza que hoy se busca tiene raíces modernistas, un rebrote actual de aquello, con manifestaciones como “la miopía de un corazón demasiado centrado en la búsqueda del poder físico, de la posesión, del tener”.
“«Esta generación pide un signo». También nosotros esperamos la demostración, el signo del éxito, tanto en la historia universal como en nuestra vida personal. Y nos preguntamos hasta qué punto el cristianismo ha transformado realmente el mundo, hasta qué punto ha creado este signo del pan y de la seguridad, al que se refería el diablo en el desierto”. Es el argumento de Marx: el cristianismo ha tenido tiempo suficiente para demostrar sus principios y dar pruebas de su éxito creando el paraíso en la tierra, y que después de tanto tiempo habría llegado la hora de emprender la tarea echando mano de otros principios. Este argumento “impresiona a no pocos cristianos; son muchos los que piensan que, al menos, es necesario estrenar un cristianismo de nuevo cuño, un cristianismo que renuncie al lujo de la interioridad, de la vida espiritual. Pero es justamente así como impiden la verdadera transformación del mundo, que no puede surgir más que de un corazón nuevo, de un corazón vigilante, de un corazón abierto a la verdad y al amor; es decir, de un corazón liberado y verdaderamente libre.
La raíz de esta equivocada exigencia de un signo no es otra que el egoísmo, un corazón impuro, que únicamente espera de Dios el éxito personal, la ayuda necesaria para absolutizar el propio yo. Esta forma de religiosidad representa el rechazo fundamental de la conversión. ¡Cuántas veces nos hacemos también nosotros esclavos del signo del éxito! ¡Cuántas veces pedimos un signo y nos cerramos a la conversión!”
3. Jesús no rechaza todo signo, sino el malo que pide «esta generación». Él ofrece su signo: «Como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación» (Lc 11,30). “Jesús mismo, la persona de Jesús, en su palabra y en su entera personalidad, es signo para todas las generaciones. Esta respuesta de San Lucas me parece muy profunda; no deberíamos cansarnos de meditarla. «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,8s). Queremos ver y, de este modo, estar seguros. Jesús responde: «Sí, podéis ver». El Padre se ha hecho visible en el Hijo. Ver a Jesús; ésta es la respuesta. Nosotros recibimos el signo, la realidad que se demuestra a sí misma. Porque, ¿no es un signo extraordinario esta presencia de Jesús en todas las generaciones, esta fuerza de su persona que atrae aun a los paganos, a los no cristianos, a los ateos? Ver a Jesús, aprender a verlo”. Los Ejercicios espirituales, como las prácticas de piedad, ofrecen la ocasión de ver a Jesús. “Contemplémoslo en su palabra inagotable; contemplémosle en sus misterios, como dispone San Ignacio en el libro de los Ejercicios: en los misterios del nacimiento, en el misterio de la vida oculta, en los misterios de la vida pública, en el misterio pascual, en los sacramentos, en la historia de la Iglesia. El rosario y el viacrucis no son otra cosa que una guía que el corazón de la Iglesia ha descubierto para aprender a ver a Jesús y llegar así a responder de la misma forma que las gentes de Nínive: con la penitencia, con la conversión. El rosario y el viacrucis constituyen desde hace siglos la gran escuela donde aprendemos a ver a Jesús. Estos días nos invitan a entrar de nuevo en esta escuela, en comunión con los fieles que nos han precedido en un pasado de siglos”.
También se puede considerar otro tema: “los habitantes de Nínive creyeron en el anuncio del judío Jonás e hicieron penitencia. La conversión de los ninivitas me parece un hecho muy sorprendente. ¿Cómo llegaron a creer? Y ésta es la única respuesta que encuentro: al escuchar la predicación de Jonás, se vieron obligados a reconocer que al menos la parte manifiesta de aquel anuncio era sencillamente verdadera: la perversión de la ciudad era grave. Y así alcanzaron a entender que también la otra parte era verdadera: la perversión destruye una ciudad. En consecuencia, comprendieron que la conversión era la única vía posible para salvar la ciudad. La verdad manifiesta venía a confirmar la autenticidad del anuncio, pero el reconocimiento de esa verdad exigía la actitud sincera de los oyentes. Un segundo elemento que apoyó sin duda la credibilidad de Jonás fue el desinterés personal del mensajero: venía de muy lejos para cumplir una misión que lo exponía al escarnio y, ciertamente, no se hallaba en condiciones de prometer ninguna ganancia personal. La tradición rabínica añade otro elemento: Jonás quedó marcado por los tres días y las tres noches que pasó en el corazón de la tierra, en «lo profundo de los infiernos» (Jon 2,3). Eran visibles en él las huellas de la experiencia de la muerte, y estas huellas daban autoridad a sus palabras.
Aquí nos salen al paso algunas preguntas. ¿Creeríamos nosotros, creerían nuestras ciudades si viniese un nuevo Jonás? También hoy busca Dios mensajeros de la penitencia para las grandes ciudades, las Nínives modernas. ¿Tenemos nosotros el valor, la fe profunda y la credibilidad que nos harían capaces de tocar los corazones y de abrir las puertas a la conversión?” Comunión: «Que se alegren los que se acogen a Ti con júbilo eterno; protégelos para que se llenen de gozo» (Sal 5,12). Postcomunión: «Tú, Señor, que no cesas de invitarnos a tu mesa, concédenos que este banquete en el que hemos participado sea para nosotros fuente de vida eterna».
Jonás fue un signo para los Ninivitas de la misericordia que Dios tiene a todos, sin distinción. Jesús es la Divina Misericordia encarnada. En Él Dios nos ha manifestado su rostro amoroso, misericordioso y cercano a todos. Ojalá y nosotros nos acerquemos a Él con gran fe y amor, no sólo para escuchar sus palabras llenas de Sabiduría, mediante las cuales nos revela a Dios como Padre nuestro, lleno de amor y de misericordia para con todos. Sino que esa Palabra de Dios anide en lo más profundo de nuestro corazón, de tal forma que, amoldando a ella nuestra vida, nos manifestemos como verdaderos hijos de Dios. El Señor dirige a nosotros su Palabra salvadora, invitándonos a una sincera conversión. Confrontando nuestra vida con su Palabra nos damos cuenta que muchas veces no hemos caminado como hijos de Dios. Pues aun cuando lo hemos buscado, tal vez sólo lo hemos hecho con el interés de recibir sus beneficios y sus dones. El Señor nos quiere no sólo junto a Él; no sólo como siervos que hacen en todo su voluntad; Dios nos quiere como hijos suyos, que demuestren con sus obras que en verdad su Vida y su Espíritu están en nosotros. Por eso aprovechemos este tiempo de cuaresma para buscar sinceramente a Dios y para vivir totalmente comprometidos con Él como hijos fieles suyos. El Señor nos reúne en esta Eucaristía para hacernos conocer su voluntad. No vengamos sólo a rezarle para exponerle nuestras angustias y esperanzas. Vengamos porque en verdad queremos entrar en comunión de vida con Él. Dios conoce que somos frágiles, y que muchas veces el pecado pudo haber dominado nuestra vida. Pero el Señor, mediante su Misterio Pascual, está dispuesto a perdonarnos, si con humildad confesamos ante Él nuestros pecados y recibimos, por medio de sus ministros consagrados, el perdón de nuestras culpas. Dios no nos quiere convertidos en unos malvados y destructores. Nuestro Dios quiere que nosotros sus hijos seamos santos como Él es Santo. Para esto Él entregó su vida por nosotros. Ese es el amor que nos tiene hasta el extremo. Hagamos nuestro ese amor de Dios y acojámonos a su divina misericordia para que su salvación llegue a su perfección en nosotros. El Señor, rico en misericordia para con nosotros, quiere que también nosotros seamos misericordiosos para con los demás. Si hemos buscado al Señor para llenarnos de su amor, para recibir su perdón y para aceptar en nosotros el don de su Espíritu Santo, es para que nosotros seamos portadores de su amor, de su misericordia y de su Espíritu para todos los hombres. Por eso la Iglesia de Cristo, unida fielmente a su Señor, es un signo del amor de Dios para todos. A ella corresponde hablar no con la sabiduría de los hombres, sino con la Sabiduría de Dios para que todos le conozcan y le amen. A ella le corresponde invitar constantemente a todos a la conversión para que se unan a Él por medio de la fe y del bautismo, o retornen a Él si, a causa del pecado, vagaron lejos del Señor como ovejas sin pastor. Seamos, por tanto, esa Iglesia de Cristo comprometida en el testimonio del amor que Dios infundió en nosotros. Alejémonos de todo aquello que pudiera estorbar la llegada del Reino a nosotros. Dejémonos conducir por el Espíritu del Señor para que, por medio nuestro, Dios siga realizando su obra de salvación en el mundo y su historia. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de tener un corazón renovado en Cristo, de tal forma que en verdad seamos un signo de su amor para todos y podamos, así, ser un lenguaje creíble del Señor no sólo con nuestras palabras, sino con una vida íntegra amoldada a las enseñanzas de Cristo y a la inspiración del Espíritu Santo, que habita en nosotros. Amén (www.homiliacatolica.com; muchos textos están tomados de mercaba.org. Llucià Pou,2009).
No hay comentarios:
Publicar un comentario