Cuaresma I semana, martes: la oración transforma el alma como tierra fértil para acoger la semilla divina.
Texto de la primera lectura (Libro de Isaías 55,10-11): Así como la lluvia y la nieve descienden del cielo y no vuelven a él sin haber empapado la tierra, sin haberla fecundado y hecho germinar, para que dé la semilla al sembrador y el pan al que come, así sucede con la palabra que sale de mi boca: ella no vuelve a mí estéril, sino que realiza todo lo que yo quiero y cumple la misión que yo le encomendé.
Salmo 34,4-7,16-19: 4 Engrandeced conmigo a Yahveh, ensalcemos su nombre todos juntos. 5 He buscado a Yahveh, y me ha respondido: me ha librado de todos mis temores. 6 Los que miran hacia él, refulgirán: no habrá sonrojo en su semblante. 7 Cuando el pobre grita, Yahveh oye, y le salva de todas sus angustias. 16 Los ojos de Yahveh sobre los justos, y sus oídos hacia su clamor, 17 el rostro de Yahveh contra los malhechores, para raer de la tierra su memoria. 18 Cuando gritan aquéllos, Yahveh oye, y los libra de todas sus angustias; 19 Yahveh está cerca de los que tienen roto el corazón. él salva a los espíritus hundidos.
Texto del Evangelio (Mt 6,7-15): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados. No seáis como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo.
»Vosotros, pues, orad así: ‘Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre; venga tu Reino; hágase tu Voluntad así en la tierra como en el cielo. Nuestro pan cotidiano dánosle hoy; y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores; y no nos dejes caer en tentación, mas líbranos del mal’. Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas».
Comentario: «La oración, el coloquio con Dios, es el bien más alto, porque constituye (...) una unión con Él» (San Juan Crisóstomo). Es el primer medio que la cuaresma sugiere con el silencio del desierto, silencio creador, que supone una unión con Dios que –mediante este sacrificio- lleva a la caridad. Éste recorrido muestra el modelo del cristiano y de la Iglesia, María, lo pone de manifiesto la lectura que hace Ratzinger de los textos de Isaías y Mateo.
1. Son comparaciones expresivas para hablar de la eficacia de la palabra de Dios, que realiza lo que anuncia (la salvación). Esta Palabra divina profetiza la Palabra encarnada: “no volerá a mí vacía y estéril, dice, son que prosperará en todas las cosas, se nutrirá hasta saciarse con las buenas acciones de auquellos que, obedeciéndola, ejecutarán sus enseñanzas. Ciertamente suele decirse que una palabra ha sido cumplida cuando se traduce a la práctica, o sea, que mientras no se cumpla con obras, permanece estéril, macilenta y en cierto modo famélica. Pero oye con qué alimento dice que nutre: mi manjar es hacer la voluntad de mi Padre” (Jn 4,34; cf. Biblia de Navarra)”. Sigamos unas palabras de Ratzinger, en “El camino pascual”: “En los textos litúrgicos de este día se encierra el misterio de la Madre de Dios, misterio que está íntimamente vinculado con el de la encarnación del Hijo”. Isaías proclama: «La palabra que sale de mi boca no vuelve a mí vacía» (Is 55, 11). “En tiempos del profeta Isaías no era ésta una afirmación a todas luces evidente, sino que más bien venía a contradecir lo que podía esperarse de la situación que entonces se vivía. Porque este pasaje pertenece en realidad a la narración de la pasión de Israel, donde se lee que las llamadas que Dios dirige a su pueblo fracasan una y otra vez y que su palabra queda invariablemente infructuosa. Es cierto que Dios aparece sentado sobre el trono de la historia, pero no como vencedor. Todo había acontecido en signos: el paso del Mar Rojo, el despuntar de la época de los reyes, el retorno a la patria desde el exilio; y ahora todo se desvanece. La semilla de Dios en el mundo no parece dar resultados. Por esta razón, el oráculo, aunque envuelto en oscuridades, es un estímulo para todos aquellos que, a pesar de los pesares, continúan creyendo en el poder de Dios, convencidos de que el mundo no es solamente roca en la que la semilla no puede echar raíces, y seguros de que la tierra no será para siempre corteza endurecida en la que las aves picotean los granos que sobre ella han caído (cf. Mc 4, 19)”.
Isaías, profeta del consuelo, canta cuanto hay de bello y de hermoso en el mundo para devolver la ilusión y la esperanza (cf. “Palabra de Dios”, ed. Claret, Barcelona). El profeta tiene la profunda seguridad de que el Señor está presente en los sufrimientos de su pueblo y que un día les ha de devolver su alegría y su patria. Esta convicción del profeta arranca de la palabra del Señor, que da la fuerza invencible sobre la que se asienta la esperanza. Isaías la compara a la lluvia y a la nieve en la primera lectura de hoy. Debemos creer firmemente en la fuerza salvadora de la palabra de Dios. “El profeta conoce bien la eficacia callada y profunda del agua y de la nieve. Empapar, fecundar, hacer germinar y dar semilla y pan. La palabra de Dios no se queda en las nubes, sino que encaja en lo más profundo del ser humano. En su Hijo ha venido a encarnarse. Dios ha tomado en serio la palabra que juró a Abrahám, Isaac y Jacob. No es Dios de momias ni de muertos. A nosotros, los hijos de la promesa, nos dio su Palabra hecha carne y hueso, como testamento definitivo de su amor. Aquí radica toda la fuerza salvadora de nuestra fe.
Creer no es crear ni inventar. Creer es fiarse. Fiarse de Dios y de su Palabra y apostar por él con seguridad convencida.
Creer no es tampoco empeñarse en saber. No eres tú quien tiene que saber. Creer quiere decir simplemente saber que Dios lo sabe, aun cuando tú estés a oscuras, y que te ama, aun cuando tú no lo sientas.
Todos estamos necesitando entre tantos discursos, conferencias y planificaciones una vuelta a la simplicidad. Tenemos que volver a pensar que nuestra fuerza está en la Palabra de Dios.
Decir, hasta cansarnos, que Dios está comprometido con nosotros en su Hijo y que su palabra no es como la nuestra ni como la palabra de ninguno de los hombres. Muchos son los cristianos que creen en la acción, en la dinámica, en las planificaciones. El profeta Isaías cree en la fuerza de la palabra de Dios que no volverá a El sin haber cumplido su encargo. Su encargo es de crear de la nada un pueblo nuevo.
Esta palabra de Dios se muestra cada día, viva, activa, eficaz. La Eucaristía se realiza por el poder de esta misma palabra de Dios”, como dice la oración sobre las ofrendas: "transforma en sacramento de vida eterna el pan y el vino que has creado para sustento temporal del hombre" (martes de la primera semana de Cuaresma). Dejemos actuar a la palabra que santifica el pan y el vino, que también va a tener fuerza para santificarnos a nosotros y alcanzar una divinización.
La tierra ya no será desolada, sino fértil porque acogerá esta simiente divina. Es la promesa de Jesucristo, gracias al cual la palabra de Dios ha penetrado verdaderamente en la tierra y se ha hecho pan para todos nosotros: semilla que fructifica por los siglos, respuesta fecunda en la que el pensamiento de Dios arraiga en este mundo de una manera vital. “En pocos lugares se hallará una vinculación tan clara e íntima del misterio de Cristo al misterio de María como en la perspectiva que nos abre esta promesa: porque cuando se dice que la palabra o, mejor, la semilla fructifica, se quiere dar a entender que ésta no cae sobre la tierra para posarse en ella como si de paja se tratara, sino que penetra profundamente en el suelo para absorber su sustancia y transformarla en sí misma. Asimilando de este modo la tierra, produce algo realmente nuevo, transustanciando la misma tierra en fruto. El grano de trigo no permanece solo; se apropia el misterio materno de la tierra: a Cristo le pertenece María, tierra santa de la Iglesia, como con toda propiedad la llaman los Padres. Esto es justamente lo que el misterio de María significa: que la palabra de Dios no quedó vacía y limitada a sí misma, sino que asumió lo otro, la tierra; en la «tierra» de la Madre, la palabra se hace hombre, y ahora, amasada con la tierra de la humanidad entera, puede de nuevo volver a Dios.
2. El salmista ha experimentado la grandeza del Señor en el pueblo de Israel (v.4) y su propia persona y en todas sus tribulaciones y da testimonio de ello. Desde la fe cristiana se aprecia con más profundidad la acción de Dios en el interior del hombre (v.5-7). Como un maestro de sabiduría, el salmista instruye para que a uno le vaya bien (cf. Pr 1,8) y esto lo recoge 1 Pedro cuando exhorta a hablar bien de los demás sin devolver nunca mal por mal (3,8-12), es la manera de actuar de quienes buscan la paz (v. 15) y a los que Jesús llama bienaventurados (Mt 5,9).
3. En el evangelio de hoy, Jesús nos recomienda la oración y nos enseña una plegaria: el «Padrenuestro». Podemos hablar con Dios como padre, “papá”, con una confianza, santa osadía, de la que hablaremos más en otras ocasiones. Nos anima Jesús a tratar a Dios como padre, como Él lo trata. Se pone de manifiesto la imagen hermosa de Isaías: la lluvia, la nieve... la palabra es la bendición verdadera para la tierra, para nuestra alma. Los semitas se imaginaban la bóveda celeste, como una bóveda sólida, muy alta... con una gran reserva de agua encima, agua que Dios distribuía sobre la tierra para vivificarla… la tierra ávida «bebe» esa lluvia divina, los dones que nos vienen del cielo y que vivifican, y dan fruto: la hierba que se endereza y las flores que aparecen: la primavera también en nuestra alma, que se abre a la eclosión de la vida. La admiración nos lleva a la contemplación de Dios, en una rosa, en la lluvia, en un edelwais:
Vamos más allá, queremos oír a Jesús, ver la bondad del Padre «que hace salir el sol sobre todos los hombres, que viste de esplendor los lirios del campo, que no da un escorpión, sino pan...» Dios pensaba en el hombre, al inventar la lluvia y la nieve, y pensaba en el "sembrador" y en el «pan» y en "aquel que come el pan". Veamos una lectura de esta oración: “Padre nuestro, que estás en el cielo, / sólo tu eres santo, / tu estás por encima de todo, / eres ternura y misericordia. / ¡Bendito sea tu nombre!
¡No abandones la obra de tus manos, / hazte reconocer por lo que eres, / que venga tu Reino, / que los hombres descubran tu presencia, / pues tú eres el Dios fiel!
¡Danos hoy el pan de la vida, / tu palabra y tu Hijo, / tu gracia y tu luz, / para el camino de este día!
¡Bendito seas, / tú que has cancelado toda nuestras deudas / salvándonos por Jesucristo: / también hoy perdónanos, / como nosotros perdonamos / a todos los que nos ofenden, / en la paz de tu gracia!
¡Padre, / no nos sometas a la gran prueba, / guárdanos en la fe y la esperanza / pues nunca renegaremos de tu nombre y tu palabra!
¡Líbranos del Adversario, / pues tú eres nuestro Dios, el único, / Dios santo, Padre de ternura!” (“Dios cada día…” de Sal Terrae).
Es tan bonito ver que no es un “dios” al que rendimos homenaje y pedimos a cambio cosas, sino un “padre” al que amamos y que espera de nosotros correspondencia a su amor. La palabra "abba" expresa esa confianza extrema en la lengua hebrea, la que los niños usan al echarse en brazos de su padre: algo así como "¡papaíto querido!" Jesús no nos habla de las concepciones filosóficas, sobre el Ser supremo, el santo es nuestro padre (cf. Noel Quesson).
Sigamos con el comentario de Ratzinger: El Evangelio nos habla de la oración, de cómo ha de ser nuestra plegaria, de su verdadero contenido, de cómo debemos comportarnos y de la interioridad auténtica; completa lo dicho en la primera lectura: “puede decirse que en el Evangelio se nos explica cómo le es posible al hombre convertirse en terreno fértil para la palabra de Dios. Puede llegar a serlo preparando aquellos elementos gracias a los cuales una vida crece y madura. Alcanza este objetivo viviendo él mismo de tales elementos; es decir, dejándose impregnar por la palabra y, de esta manera, transformándose a sí mismo en palabra; sumergiendo su vida en la oración o, lo que es igual, en el misterio de Dios”.
De ahí que este pasaje esté en “perfecta armonía con la introducción al misterio mariano que Lucas nos ofrece cuando, en diferentes lugares, dice de María que «guardaba» la palabra en su corazón (2,19; 2,51; cf. 1,19). María ha reunido en sí misma las corrientes diversas de Israel; ha llevado en sí, entregada a la oración, el sufrimiento y la grandeza de aquella historia para convertirla en tierra fértil para el Dios vivo. Orar, como nos dice el Evangelio, es mucho más que hablar sin reflexión, que desatarse en palabras”. María es la que mejor está abierta a la semilla divina, a la escucha de la Palabra, y la que mejor la pone en práctica, porque ésta vivifica en su corazón. Esto es la oración: “Hacerse campo para la palabra quiere decir hacerse tierra que se deja absorber por la semilla, que se deja asimilar por ella, renunciando a sí misma para hacerla germinar. Con su maternidad, María ha vertido en esa semilla su propia sustancia, cuerpo y alma, a fin de que una nueva vida pudiera ver la luz. Las palabras sobre la espada que le atravesará el alma (Lc 2,35) encierran un significado mucho más alto y profundo: María se entrega por completo, se hace tierra, se deja utilizar y consumir, para ser transformada en aquel que tiene necesidad de nosotros para hacerse fruto de la tierra”.
En la colecta de hoy se nos invita a hacernos deseo ardiente de Dios. Orar no es más que transformarse en deseo inflamado del Señor. “Esta oración se cumple en María: diría que ella es como un cáliz de deseo, en el que la vida se hace oración y la oración vida. San Juan, en su Evangelio, sugiere maravillosamente esta transformación al no llamar nunca a María por su nombre. Se refiere a ella únicamente como a la madre de Jesús. En cierto sentido, María se despojó de cuanto en ella había de personal, para ponerse por entero a disposición del Hijo, y haciéndolo así, alcanzó la realización plena de su personalidad.
Pienso que esta vinculación entre el misterio de Cristo y el misterio de María, vinculación que las lecturas ofrecen hoy a nuestra consideración, reviste gran importancia en una época de activismo como la nuestra, que alcanza su nota más aguda en el ámbito de la cultura occidental. Esta es la razón de que en nuestro modo de pensar sigamos ateniéndonos únicamente al principio del varón: hacer, producir, planificar el mundo y, en cualquier caso, resconstruirlo desde uno mismo, sin deber nada a nadie, confiando tan sólo en los propios recursos”. Es un error separar a Cristo de la Madre, la teología y para la fe necesitan a María para llegar a Jesús. “Por esta misma razón, esta manera de pensar referida a la Iglesia parte de un punto de vista equivocado. Con frecuencia, la consideramos casi como un producto técnico que ha de programarse con perspicacia y que nos esforzamos por realizar con un derroche enorme de energías”. Es lo que decía San Luis M. Grignion de Montfort a propósito de unas palabras del profeta Ageo (1,6): "Sembráis mucho y encerráis poco". Si el hacer pasa por encima de todo, haciéndose autónomo, entonces no llegarán nunca a existir aquellas cosas que no dependen del hacer, sino que son simplemente cosas vivas que quieren madurar».
“Debemos liberarnos de esta visión unilateral propia del activismo de Occidente, para que la Iglesia no se vea rebajada a la categoría de mero producto de nuestro hacer y de nuestra capacidad organizativa. La Iglesia no es obra de nuestras manos, sino semilla viviente que quiere desarrollarse y alcanzar su madurez. Por esta razón, tiene necesidad del misterio mariano; más aún, ella misma es misterio de María. Únicamente será fecunda si se somete a este signo, es decir, si se hace tierra santa para la palabra. Hemos de aceptar el símbolo de la tierra fértil; tenemos que hacernos de nuevo hombres que esperan, recogidos en lo más íntimo de su ser; personas que, en la profundidad de la oración, del anhelo y de la fe, dejan que tenga lugar el crecimiento” (Joseph Ratzinger).
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