viernes, 13 de noviembre de 2009

Sábado de la 23ª semana de Tiempo Ordinario

¿Por qué me llamáis "Señor, Señor", y no hacéis lo que digo?

 

Primera carta del apóstol san Pablo a Timoteo 1,15-17. Querido hermano: Podéis fiaros y aceptar sin reserva lo que os digo: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero. Y por eso se compadeció de mí: para que en mi, el primero, mostrara Cristo Jesús toda su paciencia, y pudiera ser modelo de todos los que creerán en él y tendrán vida eterna. Al Rey de los siglos, inmortal, invisible, único Dios, honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén.

 

Salmo 112,1-2.3-4.5a y 6-7. R. Bendito sea el nombre del Señor, ahora y por siempre.

Alabad, siervos del Señor, alabad el nombre del Señor. Bendito sea el nombre del Señor, ahora y por siempre.

De la salida del sol hasta su ocaso, alabado sea el nombre del Señor. El Señor se eleva sobre todos los pueblos, su gloria sobre los cielos.

¿Quién como el Señor, Dios nuestro, que se abaja para mirar al cielo y a la tierra? Levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre.

 

Santo evangelio según san Lucas 6,43-49. En aquel tiempo, decía Jesús a sus discípulos: -«No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano. Cada árbol se conoce por su fruto; porque no se cosechan higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos. El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque lo que rebosa del corazón, lo habla la boca. ¿Por qué me llamáis "Señor, Señor", y no hacéis lo que digo? El que se acerca a mi, escucha mis palabras y las pone por obra, os voy a decir a quién se parece: se parece a uno que edificaba una casa: cavó, ahondó y puso los cimientos sobre roca; vino una crecida, arremetió el río contra aquella casa, y no pudo tambalearla, porque estaba sólidamente construida. El que escucha y no pone por obra se parece a uno que edificó una casa sobre tierra, sin cimiento; arremetió contra ella el río, y en seguida se derrumbó y quedó hecha una gran ruina.»

 

Comentario: 1Tm 1,15-17. Resume Pablo en pocas palabras la obra redentora de Cristo: "ningún otro fue el motivo de la venida de Cristo el Señor sino la salvación de los pecadores –comenta San Agustín-. Si eliminas las enfermedades, las heridas, ya no tiene razón de ser la medicina. Si vino del cielo el gran médico es que un gran enfermo yacía en todo el orbe de la tierra. Ese enfermo es el género humano". Es lo que decimos en el Credo, que Jesús vino "por nosotros los hombres y por nuestra salvación". recordando rasgos de su autobiografía, en forma de una acción de gracias a Dios por su benevolencia con él. Su catequesis sobre Jesús se resume en esta afirmación: "Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores". Pero en seguida se lo aplica a sí mismo: "y yo soy el primero, y por eso se compadeció de mí''.

Cambiaría bastante nuestra postura para con los demás si recordáramos con sincera humildad que Cristo ha venido a salvarnos a nosotros, en primer lugar. No sólo a los que llamamos "pecadores", sino a nosotros, que somos los primeros. Si los padres en relación con los hijos, o los hijos con los padres, y los educadores para con los jóvenes, y cada uno en su relación con los demás de la familia o de la comunidad, dijéramos desde lo más profundo del ser: "se compadeció de mí"', "en mí, el primero, mostró Cristo toda su paciencia", entonces sí podríamos presentarnos como modelos para los demás, porque seguramente lo haríamos, no con aires autosuficientes y farisaicos, sino con humildad de hermanos.  Si nos sintiéramos "perdonados", como Pablo, estaríamos mucho más dispuestos a perdonar a los demás y a trabajar por ellos. -Esta es una palabra cierta y digna de ser aceptada sin reserva. En medio de las desviaciones de todas clases, en medio de las múltiples semi-verdades que corren por el mundo en tiempo de san Pablo y en el nuestro, Pablo es consciente de que dirá una verdad «cierta y segura» que hay que recibir sin reticencia y sin reserva. ¿Cuál es pues esta noticia anunciada con tanta seguridad?

-Cristo Jesús ha venido al mundo para salvar a los pecadores. Hubiera podido esperarse una fórmula sobre la existencia y la grandeza de Dios. Ahora bien, para Pablo, lo más importante que pueda decirse es la bondad de Dios que «salva» a los pecadores. ¡Dios ama a los pecadores! ¡Jesús vino para ellos! Todo el evangelio, especialmente el de Lucas, no deja de repetirnos esta verdad, como si en ella hubiera algo un poco escandaloso, difícil de admitir. Es verdad que las filosofías y las religiones naturales no se forjaron nunca esa imagen de Dios. "En efecto, dice Jesús, no he venido para los sanos, sino para los enfermos" (Lc 5,31). Contestaba así a la murmuración de los fariseos que se escandalizaban de verle aceptar la invitación de comer "con los pecadores" (Lc 15,1).

-Y el primero, de los pecadores, soy yo. Admirable humildad de ese «santo», de ese gran san Pablo. Pero si Cristo Jesús me perdonó, fue para que en mí se manifestase primeramente toda su generosidad. Debía ser yo el primer ejemplo de todos los que habían de creer en El para obtener vida eterna. No es para estar en primera fila que san Pablo habla tan a menudo de sí mismo. Es porque ha comprendido profundamente que ¡la transmisión de la fe no se halla en la línea del «profesor que sabe y que enseña a los demás»! El ministro del evangelio es un testigo que tiene que haber hecho personalmente la experiencia de la gracia de Dios y que la proclama como un mensaje de lo que antes ha sido vivido por él. ¡Toda la diferencia entre el predicador verdadero, que se compromete con sus palabras... y el charlatán que va barajando ideas aunque sean exactas! ¡Soy el mayor pecador! decía san Pablo; para poder decir: ¡Soy el primero en saber qué es ser perdonado! ¿Por qué se extrañan algunos cristianos cuando un sacerdote les dice que él también es pecador y que también se confiesa? ¿No sería quizá, porque, a pesar de todo, se tiene una falsa idea de Dios? Una idea racional y pagana. En lugar de la que se reveló en Jesucristo: ¡un Dios que ama y salva a los pecadores!

-Al rey de los siglos, honor y gloria... Esta fórmula, como las líneas siguientes es sin duda un himno litúrgico que las comunidades cristianas cantaban. Muchos de ellos han sido musicados recientemente (1 Tm 2,5; 6,15-16; 2 Tm 1,9-10; 2,8).

-Al Dios único, invisible e inmortal, por los siglos de los siglos. Amén. Esos títulos de Dios son poco habituales en el Nuevo Testamento. Quizá han sido sacados de fórmulas judías o griegas. Se ve que san Pablo, si bien cuidadoso de presentar el verdadero rostro de Dios, el que Jesús nos ha revelado; no duda en servirse de la cultura de su tiempo para proclamar y cantar su fe (Noel Quesson).

Cristo Jesús vino a este mundo a salvar a los pecadores. Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo; sino para que el mundo se salve por Él. El Señor ha venido al encuentro de los pecadores, ha buscado al hombre que ha fallado, como el pastor busca la oveja descarriada hasta encontrarla; Él ha venido a buscar todo lo que se había perdido para reunir en un solo pueblo a los hijos que había dispersado el pecado. Así, Dios quiere manifestarle su misericordia a todas las gentes. Cada uno de nosotros ha de abrir su corazón a esa oferta de perdón y misericordia que Dios nos hace por medio de Jesús, su Hijo. Siendo los primeros en experimentar ese amor misericordioso, podremos, con nuestro testimonio personal, servir de ejemplo para que otros alcancen también la salvación, pues los impulsaremos a un encuentro con el Dios de amor y de misericordia, no sólo con nuestras palabras, sino con nuestra vida misma. Por eso, con un corazón agradecido, elevemos nuestro cántico al Señor, que siendo eterno, inmortal, invisible y único Dios, ha puesto su mirada en nosotros y nos ha amado con la cercanía con la que como Padre Bueno, nos manifiesta como a hijos suyos; a Él sea dado todo honor y toda gloria ahora y para siempre.

2. Lo haríamos con los mismos sentimientos del salmo de hoy: "alabad, siervos del Señor, alabad el nombre del Señor..." Así dice el Catecismo 2143: "Entre todas las palabras de la revelación hay una, singular, que es la revelación de su Nombre. Dios confía su nombre a los que creen en él; se revela a ellos en su misterio personal. El don del Nombre pertenece al orden de la confidencia y la intimidad. "El nombre del Señor es santo". Por eso el hombre no puede usar mal de él. Lo debe guardar en la memoria en un silencio de adoración amorosa (cf Za 2,17). No lo hará intervenir en sus propias palabras sino para bendecirlo, alabarlo y glorificarlo (cf Sal 29,2; 96,2; 113,1-2)"… "El Señor, Dios nuestro, se abaja para mirar al cielo y a la tierra. Levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre". No somos ricos, no somos poderosos, sino pobres y débiles. Así se sentía Pablo en su ministerio. Y así hizo lo que hizo, fiado más de Dios que de sí mismo. "Dios defiende y libra al humilde; al humilde ama y consuela; al hombre humilde se inclina; al humilde concede gracia, y después de su abatimiento le levanta a gran honra. Al humilde descubre sus secretos, y le trae dulcemente a Sí y le convida. El humilde, recibida la afrenta, está en paz; porque está con Dios y no en el mundo" (Kempis).

Benedicto XVI comentó así el salmo de alabanza:  "Acaba de resonar, en su sencillez y belleza, el salmo 112, verdadero pórtico a una pequeña colección de salmos que va del 112 al 117, convencionalmente llamada "el Hallel egipcio". Es el aleluya, o sea, el canto de alabanza que exalta la liberación de la esclavitud del faraón y la alegría de Israel al servir al Señor en libertad en la tierra prometida (cf. Sal 113). No por nada la tradición judía había unido esta serie de salmos a la liturgia pascual. La celebración de ese acontecimiento, según sus dimensiones histórico-sociales y sobre todo espirituales, se sentía como signo de la liberación del mal en sus múltiples manifestaciones. El salmo 112 es un breve himno que, en el original hebreo, consta sólo de sesenta palabras, todas ellas impregnadas de sentimientos de confianza, alabanza y alegría.

La primera estrofa (cf. Sal 112,1-3) exalta "el nombre del Señor", que, como es bien sabido, en el lenguaje bíblico indica a la persona misma de Dios, su presencia viva y operante en la historia humana. Tres veces, con insistencia apasionada, resuena "el nombre del Señor" en el centro de la oración de adoración. Todo el ser y todo el tiempo -"desde la salida del sol hasta su ocaso", dice el salmista (v. 3)- está implicado en una única acción de gracias. Es como si se elevara desde la tierra una plegaria incesante al cielo para ensalzar al Señor, Creador del cosmos y Rey de la historia.

Precisamente a través de este movimiento hacia las alturas, el salmo nos conduce al misterio divino. En efecto, la segunda parte (cf. vv. 4-6) celebra la trascendencia del Señor, descrita con imágenes verticales que superan el simple horizonte humano. Se proclama: "el Señor se eleva sobre todos los pueblos", "se eleva en su trono", y nadie puede igualarse a él; incluso para mirar al cielo, el Señor debe "abajarse", porque "su gloria está sobre el cielo" (v. 4). La mirada divina se dirige a toda la realidad, a los seres terrenos y a los celestes. Sin embargo, sus ojos no son altaneros y lejanos, como los de un frío emperador. El Señor -dice el salmista- "se abaja para mirar" (v. 6).

Así, se pasa al último movimiento del salmo (cf. vv. 7-9), que desvía la atención de las alturas celestes a nuestro horizonte terreno. El Señor se abaja con solicitud por nuestra pequeñez e indigencia, que nos impulsaría a retraernos por timidez. Él, con su mirada amorosa y con su compromiso eficaz, se dirige a los últimos y a los desvalidos del mundo: "Levanta del polvo al desvalido; alza de la basura al pobre" (v. 7). Por consiguiente, Dios se inclina hacia los necesitados y los que sufren, para consolarlos; y esta palabra encuentra su mayor densidad, su mayor realismo en el momento en que Dios se inclina hasta el punto de encarnarse, de hacerse uno de nosotros, y precisamente uno de los pobres del mundo… Es fácil intuir en estos versículos finales del salmo 112 la prefiguración de las palabras de María en el Magníficat, el cántico de las opciones de Dios que "mira la humillación de su esclava". María, más radical que nuestro salmo, proclama que Dios "derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes" (cf. Lc 1,48. 52; Sal 112,6-8).

Un "himno vespertino" muy antiguo, conservado en las así llamadas Constituciones de los Apóstoles (VII, 48), recoge y desarrolla el inicio gozoso de nuestro salmo. Lo recordamos aquí, al final de nuestra reflexión, para poner de relieve la relectura "cristiana" que la comunidad primitiva hacía de los salmos: "Alabad, niños, al Señor; alabad el nombre del Señor. Te alabamos, te cantamos, te bendecimos, por tu inmensa gloria. Señor Rey, Padre de Cristo, Cordero inmaculado que quita el pecado del mundo. A ti la alabanza, a ti el himno, a ti la gloria, a Dios Padre por el Hijo en el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén"".

Bendito sea el Señor, nuestro Dios y Padre; pues, aun cuando es el Todopoderoso, eterno, inmortal e invisible; aún cuando es el Dios único, que está por encima de todos los dioses que ni son dioses, se ha inclinado para mirar cielos y tierra; más aún, ha puesto su mirada en la pequeñez de sus siervos y ha hecho grandes cosas en favor nuestro. Él ha derribado a los potentados de sus tronos y ha exaltado a los humildes. ¿Quién hay como el Señor? ¿Quién puede igualar al Dios y Padre nuestro? Dios quiera concedernos la Fuerza de lo Alto para que hagamos nuestro su amor, su bondad, su misericordia de tal forma que, caminando siempre en su presencia, podamos algún día sentarnos junto a Aquel que es el Jefe y Pastor de las ovejas adquiridas mediante la Alianza pactada con propia su sangre.

3.- Lc 6,43-49. Aquí nos habla Jesús de pureza de intención, y las obras dan a conocer el corazón de las personas. Las comparaciones que ponía Jesús, tomadas de la vida diaria, eran muy expresivas para transmitir sus enseñanzas. Hoy son dos: la del árbol que da frutos buenos o malos, y la del edificio que se apoya en roca o en tierra. Los árboles se conocen por sus frutos, no por su apariencia. Las zarzas no dan higos. Así las personas: "el que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal". El futuro de un edificio depende en gran parte de dónde se apoyan sus cimientos. Si sobre roca o sobre tierra o arena. En el primer caso la casa aguantará embestidas y crecidas. En el otro, no. Lo mismo pasa en las personas, según construyan su personalidad sobre valores sólidos o sobre apariencias. Es como un comentario a las antítesis de las bienaventuranzas que Jesús nos dictó el miércoles de esta misma semana.

¡Qué sabiduría y qué retrato tan exacto de nuestra vida nos ofrecen estas frases! "Lo que rebosa del corazón, lo habla la boca". Cuando nuestras palabras son amargas, es que está rezumando amargura nuestro corazón. Cuando las palabras son amables, es que el corazón está lleno de bondad y eso es lo que aparece hacia fuera. Tenemos motivos de examen de conciencia, al final del día, si recordamos las varias intervenciones que hemos tenido durante la jornada. Lo mismo con el otro símil de la construcción. A veces el edificio de nuestra personalidad -la fachada exterior- aparece muy llamativo y prometedor. Pero no hemos puesto cimientos, o los hemos puesto sobre bases no consistentes: el gusto, la moda, el interés. No sobre algo permanente: la Palabra de Dios. ¿Nos extrañaremos de que estos edificios -nuestras propias vidas, o las de otros, que parecían muy seguras- se "derrumben desplomándose"? Siempre estamos a tiempo para corregir desviaciones. ¿Cómo tenemos el corazón? ¿es estéril, malo, lleno de orgullo? Entonces nuestras obras serán estériles y malignas. ¿Trabajamos por cultivar sentimientos internos de misericordia, de humildad, de paz? Entonces nuestras obras irán siendo también benignas y edificantes. Tenemos que cuidar y examinar nuestro corazón, que es la raíz de las palabras y de las obras. También podemos hacernos la pregunta de cómo construimos nuestro porvenir. Sea cual sea nuestra edad, ¿podemos decir que estamos poniendo la base de nuestro edificio en valores firmes, en la Palabra de Dios? ¿o en modas pasajeras y en el gusto del momento? ¿cuidamos sólo la fachada o sobre todo la interioridad? (J. Aldazábal).

La vida moral se verifica en sus frutos. La idea viene de la corriente sapiencial en la que el justo es comparado a menudo a un árbol que da frutos plenos de sabor, mientras que los demás árboles se vuelven estériles. El justo da buenos frutos porque está regado por las aguas divinas; sus frutos serán particularmente abundantes en la era escatológica. En efecto, el cristiano, como rama del árbol de vida que es Jesús produce los frutos del Espíritu mientras que el judaísmo se convierte en un árbol estéril. La imagen de la casa construida sobre la roca es fácil de comprender: el empresario impaciente se contenta con hacer reposar su casa sobre el mismo suelo o sobre la arena que recubre a la roca, sin preocuparse de cavar hasta ella. La imagen es similar a la de la semilla que penetra en la tierra o, al contrario, se queda en la superficie y muere (Lc 8,5-8). El evangelio recuerda, pues, que sólo puede haber eficacia en el campo de la fe cuando se deja lugar a la Palabra en lo más profundo de uno mismo. Los cristianos están invitados a profundizar su fe, a no conformarse con una fe sociológica o de motivaciones insuficientes (Maertens-Frisque).

-No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano. No se cosechan higos de las zarzas, ni se vendimia uva de los espinos. Jesús quiere recordarnos que es el "fondo" del hombre lo que permite juzgar sus actos. La calidad del fruto depende de la calidad del árbol. El "corazón", es decir, "el interior profundo" del hombre es lo esencial. Es necesario que los gestos exteriores correspondan a una calidad de fondo. Que, por ejemplo, nuestros gestos religiosos provengan de una "fe interiorizada". Señor, transforma mi corazón, ese centro profundo de mi personalidad: hazlo "bueno" como se dice de un fruto ¡qué bueno es! como se habla de un buen pan, sabroso, gustoso agradable. Que mi vida sea verdaderamente un "buen fruto" del que los demás puedan alimentarse y gozarse. Que el hombre sea bueno, este es el plan de Dios.

-El hombre "bueno", de la bondad de su corazón saca el "bien". El que es "malo", de la maldad de su corazón saca el "mal". HOY... ¿qué voy a sacar del tesoro de mi corazón? ¿Es mi corazón un tesoro de bondad? ¿Qué personas esperan algún bien de mí, alguna alegría? Ayuda, Señor, a todos los hombres a dar cosas buenas a sus hermanos.

-Porque lo que rebosa del corazón, lo habla la boca. Es la aplicación de la breve parábola precedente sobre el árbol y el fruto a la palabra del hombre.

-¿Por qué me invocáis "Señor, Señor", y no hacéis lo que os digo? Aplicación del mismo pensamiento a la oración. Si queremos que nuestras oraciones sean válidas, nuestra vida entera ha de ser también válida. Es del fondo del ser, del hondón de la vida, de la voluntad que procura complacer a Dios... de donde salen las verdaderas plegarias. Las oraciones que salen sólo de la punta de los labios no corresponden a nada. ¡Jesús prefiere los actos buenos a las palabras pías! -Todo el que se acerca a mí, escucha mis palabras y las pone en obra... Esa fórmula es muy matizada y completa para expresar la vida cristiana: - la fe, concebida como una vinculación a la persona de Jesús... - estar a la escucha de la Palabra de Dios... - la práctica religiosa, como un poner en obra esa voluntad divina... ¿Me "acerco a Jesús"? ¿Cómo se traduce eso, concretamente? ¿"Oigo sus palabras"? ¿Cuál es mi esfuerzo o mi negligencia en este punto? ¿"Las pongo en práctica?" En mis jornadas, en mis comportamientos?

-Se parece a uno que edificaba una casa: cavó, ahondó y asentó los cimientos sobre roca; vino una crecida, rompió el río contra aquella casa y no se tambaleó porque estaba bien construida. Jesús es una persona eficaz, que desea que nuestras vidas sean también eficaces: Dios quiere que nuestras obras sean logradas, que nuestra vida sea "sólida" Para Jesús, esa solidez no existe más que si "uno se acerca a El, si se le escucha y si se pone en obra lo que El dice." ¡La Fe, una solidez, una roca, unos cimientos que permiten construir!

-Por el contrario, el que las escucha y no las pone en práctica se parece a uno que edificó una casa sobre tierra, sin cimientos. Rompió contra ella el río y en seguida se derrumbó, y la destrucción de aquella casa fue completa. Severa advertencia para los que "no practican" (Noel Quesson).

Jesús está ubicado en las afueras de Cafarnaún. Su enseñanza se desplaza a las periferias, a los lugares de trabajo de los campesinos y empleados. El centro, la sinagoga, ha sido adversa para con él; por eso, el campo y el suburbio se convierten en el escenario de la acción de Dios. El andar en la periferia lo hace sensible a la situación de los marginados. A éstos el aparato legal los ha dejado maltrechos y en su consciencia se minusvaloran. Sin embargo, Jesús reconoce en ellos los valores del Reino. El pueblo, los discípulos y toda la cohorte de enfermos, pecadores y menesterosos en medio de las inevitables ambigüedades de todos los seres humanos, rebosan de amor a Dios y al prójimo. Y esa actitud de sus corazones es la que Jesús valora en ellos. En medio de su pobreza, ignorancia y simpleza son capaces de dar los buenos frutos del Reino. La palabra en ellos puede encontrar un terreno abonado, una tierra fértil donde los valores del Reino crecerán. Personas que han construido sobre la roca del amor y del servicio el edificio de su fe. Por eso, en el día de la tormenta no los vencerá el abatimiento ni la adversidad. Hoy, Jesús nos convoca a ser casa construida sobre la roca de la solidaridad, árbol de excelentes frutos, corazón que rebosa misericordia. De lo contrario, nosotros y todas nuestras comunidades andaremos dando palos de ciego sin acertar a descubrir la verdadera dirección del Reino de la Vida (servicio bíblico latinoamericano).

De la abundancia del corazón habla la boca. Cada árbol se conoce, si es bueno o malo, por sus frutos. Aquello que hacemos y hablamos manifiesta qué clase de gente somos. No basta llamar Señor, Señor, a Jesús para decir que somos sus discípulos. Si en verdad hemos asentado firmemente en Él nuestra vida, permanezcámosle fieles en el testimonio que demos a través de nuestro trabajo a favor del Evangelio tanto con nuestras obras como con nuestras palabras. Probablemente lleguen momentos muy arduos que quisieran desanimarnos en este trabajo. Sin embargo sólo una fe verdadera, sólo una esperanza intensa y sólo un amor ardiente al Señor podrá impedir que nos derrumbemos; pues ¿quién podrá apartarnos del amor de Cristo? ¿El sufrimiento, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada? Pero Dios, que nos ama, hará que salgamos más que victoriosos de todas estas pruebas. Procuremos, con la ayuda de Dios, que nuestra fe no se nos quede en puras exterioridades, sino que lo que hagamos externamente sea consecuencia de haber aceptado al Señor en nuestra propia vida.

En esta Eucaristía estamos aceptando enraizar nuestra vida en Dios, de tal forma que su vida divina corra por todo nuestro ser; y, entrando en una verdadera comunión de vida con el Señor, podamos producir frutos abundantes de bondad. Ya Jesús nos decía: Nadie es bueno, sino sólo Dios. Nosotros, tan frágiles y muchas veces tan inclinados al mal, hemos de reconocer que toda bondad y todo don perfecto provienen de Dios. Por eso, si en verdad queremos darle un nuevo rostro a nuestro mundo, el rostro que procede de la verdad, de la bondad, del amor, de la justicia, de la misericordia, unamos nuestra vida al Padre de las luces y alejémonos de las tinieblas del error y del pecado. Al haber acudido a esta Eucaristía, hemos venido ante el Señor con la gran disponibilidad de hacer nuestra su vida, su Evangelio, su Misión, porque queremos, finalmente, ser un signo vivo del Señor en el mundo.

No cerremos nuestros ojos ante la realidad que nos rodea. Es cierto que el hombre ha avanzado mucho en la ciencia, en la técnica, en el confort; es cierto que hay muchas enfermedades que han sido dominadas; es cierto que nuestro mundo va cayendo cada vez más bajo el dominio del hombre, naciendo así un mundo hominado. Sin embargo, seamos conscientes de que el respeto por la vida se va deteriorando cuando, a causa de sistemas económicos equivocados, se acaba con los que no son considerados útiles a los intereses de la máquina productiva. Muchos aun no nacidos han sido blanco de manipulaciones genéticas y muchos fetos congelados se han almacenado para experimentos contrarios a la misma naturaleza, o para finalmente tirarse al bote de la basura como si la vida inicial no mereciera ser respetada. ¿Podremos llamar Señor, Señor a Jesús con toda lealtad cuando, con miradas egoístas y miopes, explotamos a los pobres, o destruimos la vida de un sólo ser y o de miles de seres humanos? No es la sonrisa en los labios, ni nuestros rezos lo que indica que somos hijos de Dios, sino nuestras obras que nacen de un corazón que lo ha aceptado con lealtad en la propia vida; pues de un corazón podrido y sin Dios no podrá surgir nada bueno, mucho menos un hijo de Dios.

Roguémosle al Señor, por intercesión de la Virgen María, nuestra Madre, que nos fortalezca para que seamos fieles testigos suyos, y no nos quedemos en una fe de vana palabrería. Amén (www.homiliacatolica.com).

Viernes de la 23ª semana. La sinceridad de Pablo nos anima a mirar nuestro corazón y así poder guiar a los demás, desde la humildad.

Primera carta del apóstol san Pablo a Timoteo 1,1-2.12-14. Pablo, apóstol de Cristo Jesús por disposición de Dios, nuestro salvador, y de Jesucristo, nuestra esperanza, a Timoteo, verdadero hijo en la fe. Te deseo la gracia, la misericordia y la paz de Dios Padre y de Cristo Jesús, Señor nuestro. Doy gracias a Cristo Jesús, nuestro Señor, que me hizo capaz, se fió de mí y me confió este ministerio. Eso que yo antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero Dios tuvo compasión de mí, porque yo no era creyente y no sabía lo que hacía. El Señor derrochó su gracia en mí, dándome la fe y el amor en Cristo Jesús.

 

Salmo 15,1-2a y 5.7-8.11. R. Tú, Señor, eres el lote de mi heredad.

Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti; yo digo al Señor: «Tú eres mi bien.» El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano.

Bendeciré al Señor, que me aconseja, hasta de noche me instruye internamente. Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré.

Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha.

 

Santo Evangelio según san Lucas 6,39-42. En aquel tiempo, dijo Jesús a los discípulos una parábola: -« ¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? Un discípulo no es más que su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: "Hermano, déjame que te saque la mota del ojo", sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano.»

 

Comentario: 1.- 1Tm 1,1-2.12-14. Durante ocho días (lo que queda de esta semana y toda la siguiente) leeremos la primera Carta de Pablo a su discípulo Timoteo, a quien dedica siempre palabras muy afectuosas. Timoteo había nacido en Listra de Licaonia (cf. Hch 16), de padre griego y madre judía. Fue uno de los compañeros más fieles de Pablo en sus viajes y luego nombrado responsable de la comunidad cristiana de Éfeso. Las dos cartas de Pablo a Timoteo y la dirigida a Tito (responsable de la comunidad de Creta) se llaman "cartas pastorales".

La primera página es un afectuoso saludo de Pablo a Timoteo, "verdadero hijo en la fe", a quien desea la gracia y la paz de Dios y de Cristo Jesús. Pero en seguida pasa a una especie de confesión general, llena de humildad y gratitud para con Dios, recordando su vocación para ser apóstol. Pablo agradece a Dios que le haya llamado a ser ministro en la comunidad, a pesar de su pasado nada recomendable.

Es interesante que Pablo, una autoridad en la Iglesia, reconozca humildemente los fallos de su "prehistoria" y que recuerde que había sido "blasfemo", "perseguidor" y "violento". Las vidas de santos suelen estar llenas de virtudes y milagros, y pocas veces se atreven sus autores a recordar sus sombras, como hace aquí Pablo de sí mismo. La humildad en la presencia de Dios nos hace a todos también más amables en la presencia del prójimo. Nos relativiza a nosotros mismos, nos hace recordar nuestros fallos, y así estamos más dispuestos a ser tolerantes con los de los demás. Aunque nosotros tal vez no hayamos sido "blasfemos, perseguidores y violentos", seguro que tenemos muchas cosas que agradecer a Dios, y podemos decir: "se fió de mí, me confió este ministerio, derrochó su gracia en mí, dándome la fe y el amor cristiano". Tenemos que reconocer que "Dios tuvo compasión de mí". Si Él usó de misericordia para con nosotros, eso nos prepara para una actitud mucho más abierta y humilde para con los demás. Porque nos recuerda que no somos lo que somos por méritos propios, sino por la bondad de Dios. Las epístolas a Timoteo y a Tito, llamadas epístolas pastorales, tienen un carácter distinto al resto de las epístolas de san Pablo. Las preocupaciones y el estilo son diferentes. Un discípulo próximo a san Pablo pudo haber intervenido en la redacción. O bien Pablo mismo al final de su vida pudo encontrarse en una fase verdaderamente nueva de la evolución de las comunidades cristianas: en aquel tiempo, como hoy, ocurrían cambios rápidos. El caso es que Pablo insiste más sobre las estructuras jerárquicas y la refutación de los errores, para salvaguardar la unidad de la fe y su tradición auténtica a las generaciones futuras.

-A Timoteo, verdadero hijo mío en la fe, te deseo... De hecho era Pablo quien había convertido a Timoteo, pagano de Listra en Liconia, de padre griego y madre judía (Hch 16,1). Era Pablo también quien le había confiado un ministerio al imponerle las manos (1 Timoteo 4,14). Timoteo estaba con Pablo cuando escribió siete de sus cartas (1 Ts 1,1; 1 Ts 1,1; 2 Co 1,1; Rm 16,21; Flp 1,1; Col 1,1; Flm l). Y sobre todo Pablo confió misiones importantes a su discípulo preferido, al que llama aquí «su hijo en la fe» (1 Ts 3,2-6; 1 Co 4,17.). Nos agrada pensar que Pablo tuvo, también, amigos que le permanecieron fieles, cuando tantos otros le abandonaban (2 Tm 1,10-16).

-Te deseo... gracia, misericordia y paz de parte de Dios Padre y de Cristo Jesús, Señor nuestro. Pablo no deja de tener presente al Padre de Jesús. Todo deseo salido de sus labios o de su pluma ¡viene "de parte" de Dios! Doy gracias a aquel que me da la fuerza, a Cristo Jesús. Decididamente, a Pablo le acompañan siempre esos sentimientos: la alegría, el agradecimiento. ¡Si también fuese eso verdad para nosotros!

-Ya que me consideró digno de confianza al encargarme del ministerio, a mí, que antes fui un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pablo se acuerda de su propia conversión: viene de muy lejos... Era perseguidor, ferozmente opuesto al cristianismo. Ahora bien lo que emociona a Pablo no son los esfuerzos que pudo haber hecho para cambiar de rumbo, sino la «confianza que Dios le ha manifestado».

-Cristo me perdonó, porque obré por ignorancia, porque no tenía fe. Pablo propone como «buena nueva» su propia experiencia: ¡soy un pecador perdonado! ¡He experimentado la misericordia de Dios! Sé lo que el Amor de Dios es. Tratad de saberlo también vosotros. Y Pablo llegará a decir: soy un incrédulo que ha pasado a ser creyente. No tenía fe, estaba en la ignorancia. De ese modo, para nosotros también nuestras preguntas y nuestras dudas sobre la fe pueden llegar a ser una misteriosa comunión con los no-creyentes que nos ayude a encontrar las palabras oportunas para una verdadera comunicación.

-Pero la gracia de nuestro Señor sobreabundó en mí, juntamente con la fe y el amor en Cristo Jesús. Es una de las grandes y constantes afirmaciones de san Pablo: la primacía de la gracia, la gratuidad del don de Dios... la justificación por la fe y no por las obras... la salvación considerada como una obra de amor divino. Señor Jesús, ¡sé de veras el más fuerte en mi vida de cada día, en mis combates cotidianos! (Noel Quesson).

Tanto la carta a Tito como las dirigidas a Timoteo son llamadas «pastorales». Se hace difícil hallar un título mejor. Con él quiere indicarse que Pablo, en la segunda y definitiva cautividad (h. el año 67), se dirige no sólo a los jefes jerárquicos de Creta y Efeso, que son allí sus delegados personales y plenipotenciarios, sino también a las respectivas comunidades..., y por ellas a toda la Iglesia universal. Esto explica por qué Pablo, a pesar de ser tan bien conocido y amado por Timoteo, empieza presentando sus credenciales de apóstol (v 1). Esta presentación oficial no impide que Pablo demuestre a continuación su afecto paternal por Timoteo. Muchos y variados son los adjetivos afectuosos que Pablo dedica a Timoteo, fruto de su apostolado en Listra y de su fiel colaboración. No existen dos iguales: «mi hijo muy amado y cristiano fiel» (1 Cor 4,17), «a ningún otro tengo tan unido a mí» (Flp 2,20), "amado hijo" (2 Tim 1,2) Ahora le llama «hijo legítimo en la fe» (1 Tim 1,2). Es como una madre que siempre halla nuevas gracias en su hijo. El celibato de Pablo no esterilizó su corazón. Después de darles algunas directrices sobre la enseñanza de la fe (1,3-11), Pablo recuerda ante el discípulo (=hijo espiritual) la prehistoria de su propio apostolado. En ella aparecen las persecuciones, los insultos y las blasfemias de Pablo. Es lógico que en ella Pablo se confiese pecador..., pero lo más admirable es el tiempo en que el verbo está redactado, un presente: «Yo soy el primero (pecador)» (1,15). Pablo no se detiene aquí. No quiere darnos lecciones de humildad. Generosamente piensa en los que le seguirán a él y a Timoteo. No quiere que admiremos su comportamiento ni sus virtudes, sino la manifestación de la misericordia de Dios en él. (Ciertamente distinto de la hiperbólica y alienante descripción de méritos y milagros en tantas biografías de santos). La misericordia de Dios conmigo, nos dice Pablo, es una simple muestra de lo que hará también con vosotros: «Dios tuvo misericordia de mí, para que Cristo Jesús mostrase en mí el primero hasta dónde llega su paciencia, proponiendo un ejemplo típico a los que en el futuro creyesen en él para obtener la vida eterna» (16; E. Cortés).

Dios jamás nos abandonará. Él quiere, no sólo que todos los hombres se salven, sino que se conviertan en testigos suyos, sabiendo que quien en verdad ha experimentado el amor de Dios podrá convertirse en un fidedigno testigo que, con la fuerza del Espíritu Santo, podrá ayudar a los demás a ir por el mismo camino que ya han andado sus propios pies. Seamos, pues, portadores del amor de Dios, proclamando ante los demás lo misericordioso que ha sido el Señor para con cada uno de nosotros.

2. El salmo expresa sentimientos de alegría y confianza en Dios, como poniéndolos en labios de Pablo: "yo digo al Señor: Tú eres mi bien... tengo siempre presente al Señor, con Él a mi derecha no vacilaré".

Juan Pablo II comenta: "Tenemos la oportunidad de meditar en un salmo de intensa fuerza espiritual, después de escucharlo y transformarlo en oración. A pesar de las dificultades del texto, que el original hebreo pone de manifiesto sobre todo en los primeros versículos, el salmo 15 es un cántico luminoso, con espíritu místico, como sugiere ya la profesión de fe puesta al inicio: "Mi Señor eres tú; no hay dicha para mí fuera de ti" (v. 2). Así pues, Dios es considerado como el único bien…

El salmo 15 desarrolla dos temas, expresados mediante tres símbolos. Ante todo, el símbolo de la "heredad", término que domina los versículos 5-6. En efecto, se habla de "lote de mi heredad, copa, suerte". Estas palabras se usaban para describir el don de la tierra prometida al pueblo de Israel. Ahora bien, sabemos que la única tribu que no había recibido un lote de tierra era la de los levitas, porque el Señor mismo constituía su heredad. El salmista declara precisamente: "El señor es el lote de mi heredad. (...) Me encanta mi heredad" (Sal 15,5-6). Así pues, da la impresión de que es un sacerdote que proclama la alegría de estar totalmente consagrado al servicio de Dios. San Agustín comenta: "El salmista no dice: "Oh Dios, dame una heredad. ¿Qué me darás como heredad?", sino que dice: "Todo lo que tú puedes darme fuera de ti, carece de valor. Sé tú mismo mi heredad. A ti es a quien amo". (...) Esperar a Dios de Dios, ser colmado de Dios por Dios. Él te basta, fuera de él nada te puede bastar".

El segundo tema es el de la comunión perfecta y continua con el Señor. El salmista manifiesta su firme esperanza de ser preservado de la muerte, para permanecer en la intimidad de Dios, la cual ya no es posible en la muerte (cf. Sal 6,6; 87,6). Con todo, sus expresiones no ponen ningún límite a esta preservación; más aún, pueden entenderse en la línea de una victoria sobre la muerte que asegura la intimidad eterna con Dios. Son dos los símbolos que usa el orante. Ante todo, se evoca el cuerpo: los exégetas nos dicen que en el original hebreo (cf. Sal 15,7-10) se habla de "riñones", símbolo de las pasiones y de la interioridad más profunda; de "diestra", signo de fuerza; de "corazón", sede de la conciencia; incluso, de "hígado", que expresa la emotividad; de "carne", que indica la existencia frágil del hombre; y, por último, de "soplo de vida". Por consiguiente, se trata de la representación de "todo el ser" de la persona, que no es absorbido y aniquilado en la corrupción del sepulcro (cf. v. 10), sino que se mantiene en la vida plena y feliz con Dios.

El segundo símbolo del salmo 15 es el del "camino": "Me enseñarás el sendero de la vida" (v. 11). Es el camino que lleva al "gozo pleno en la presencia" divina, a "la alegría perpetua a la derecha" del Señor. Estas palabras se adaptan perfectamente a una interpretación que ensancha la perspectiva a la esperanza de la comunión con Dios, más allá de la muerte, en la vida eterna. En este punto, es fácil intuir por qué el Nuevo Testamento asumió el salmo 15 refiriéndolo a la resurrección de Cristo. San Pedro, en su discurso de Pentecostés, cita precisamente la segunda parte de este himno con una luminosa aplicación pascual y cristológica: "Dios resucitó a Jesús de Nazaret, librándole de los dolores de la muerte, pues no era posible que quedase bajo su dominio" (Hch 2,24). San Pablo, durante su discurso en la sinagoga de Antioquía de Pisidia, se refiere al salmo 15 en el anuncio de la Pascua de Cristo. Desde esta perspectiva, también nosotros lo proclamamos: "No permitirás que tu santo experimente la corrupción. Ahora bien, David, después de haber servido en sus días a los designios de Dios, murió, se reunió con sus padres y experimentó la corrupción. En cambio, aquel a quien Dios resucitó -o sea, Jesucristo-, no experimentó la corrupción" (Hch 13,35-37)".

3.- Lc 6,39-42 (ver domingo 8, C: Lc 6, 39-45). Continúa "el sermón de la llanura", con recomendaciones varias, a modo de comparaciones: - un ciego no puede guiar a otro ciego: los dos caerán en el hoyo, - un discípulo no será más que su maestro, - no tenemos que fijarnos tanto en los defectos de los demás (una mota o brizna en el ojo ajeno), sino en los nuestros (una viga): si no, seríamos hipócritas. Son recomendaciones relacionadas con la ley del amor que ayer nos daba Jesús. El que se tiene por guía debe "ver" bien. El que quiere pasar de discípulo a maestro, lo mismo. Uno y otro, si lo único que ven son los defectos de los demás, y no los propios, mal irá la cosa. Lo de ver la mota en el ojo ajeno y no ver la viga en el propio era un dicho muy común entre los judíos.

Qué fácilmente vemos los defectos de nuestros hermanos, y qué capacidad tenemos de disimular los nuestros! Eso se llama ser hipócritas. Por eso se nos ocurre hacer de guías de otros, cuando los que necesitamos orientación somos nosotros. Y queremos hacer de maestros, cuando no hemos acabado de aprender. Y nos metemos a dar consejos y a corregir a otros, cuando no somos capaces de enfrentarnos sinceramente con nuestros propios fallos. Hagamos hoy un poco de examen de conciencia: ¿no tendemos a ignorar nuestros defectos, mientras que estamos siempre alerta para descubrir los ajenos? Cada vez que nos acordamos de los fallos de los demás -con un deseo inmediato de comentarlos con otros-, deberíamos razonar así: "y yo seguramente tengo fallos mayores y los demás no me los echan en cara continuamente, sino que disimulan: ¿por qué tengo tantas ganas de ser juez y fiscal de mis hermanos?". Eso se llama hipocresía, uno de los defectos que más criticó Jesús. Nos iría bien un espejo limpio donde mirarnos: este espejo es la Palabra de Dios, que nos va orientando día tras día. Para ejercitar una saludable autocrítica en nuestra vida (J. Aldazábal).

El evangelio de hoy nos invita a mirar el mundo y a los otros con la misma mirada de Jesús: una mirada de benevolencia. Los ojos son como un espejo en el que se refleja el mundo. "Si tú me dices: 'muéstrame a tu Dios', yo te diré a mi vez: 'muéstrame tú al hombre que hay en ti', y yo te mostraré a mi Dios. Muéstrame, por tanto, si los ojos de tu mente ven, y si oyen los oídos de tu corazón… ven a Dios los que son capaces de mirarlo, porque tienen abiertos los ojos del espíritu. Porque todo el mundo tiene ojos, pero algunos los tienen oscurecidos y no ven la luz del sol. Y no porque los ciegos no vean ha de decirse que el sol ha dejado de lucir, sino que esto hay que atribuírselo a sí mismos y a sus propios ojos. De la misma manera, tienes tú los ojos de tu alma oscurecidos a causa de tus pecados y malas acciones" (S. Teófilo de Antioquía). Hay personas para las que toda la realidad es triste y está sujeta a lamentaciones. Todo va mal; y los "sí, pero..." minan toda razón de esperar. El mundo, como por una especie de mimetismo, toma el color de nuestra mirada. Sed benévolos. Con los demás: son menos malos de lo que os imagináis. Amad en ellos la parte mejor de ellos mismos; en el peor de los incrédulos hay una chispa, aunque sea oculta, de ese fuego que Dios ha inscrito en el corazón de cada uno. Tenéis vocación de esperanza: esperad en el hombre. El cristiano, pase lo que pase, no puede encerrar al que siempre es su hermano dentro del calabozo de las sospechas o en la argolla de las condenaciones. Creed en el hombre y sed hombres consagrados a la misericordia. Y sed benévolos con vosotros mismos, mirándoos con menos severidad. Si tenéis algún sentimiento de antipatía ante tal o cual acto, que vuestra antipatía se cambie en humor: ¡tampoco vosotros habéis dicho aún la última palabra! Y sed benévolos con el mundo: no seáis eternos insatisfechos. Vivid, vivid bien, gozad de la vida. Dios fue el primero que se admiró de la obra salida de sus manos en los primeros días del universo. Ser benévolo ¿significa acaso encontrar excusas, o ser indiferente, o ser ingenuo? Eso sería olvidar que esa palabra -¡y las palabras tienen un sentido!- comprende dos términos: bien y querer. Ser benévolo significa también: descubríos como responsables, sed buenos, vigilantes, denunciad las ilusiones, los valores falsos, las dichas engañosas. La benevolencia es una responsabilidad y la asunción de un deber. Hace algunos años, un periódico francés centró su campaña de promoción en un "eslogan" extraordinario: "Los demás ven la vida en negro, nosotros vemos razones para esperar". Eso es la benevolencia cristiana: el amor tiene paciencia, lo excusa todo, lo perdona todo, porque toma como modelo la misericordia de Dios. Nuestra benevolencia no es "ver las cosas de color rosa"; es teologal. Nuestras razones para esperar se arraigan en el ser mismo de Dios, que tiene paciencia, y en su gracia, que no fallará jamás. Dios de paciencia infinita, / sé nuestro maestro: / enséñanos a amar como Tú solo puedes amar. / Danos un corazón misericordioso / y razones para esperar / que nuestro tiempo desembocará en la felicidad eterna (Dios cada día, Sal terrae).

Las comparaciones y sentencias de la presente perícopa se sitúan en un contexto en que se exige la superación de una actitud de juicio (de dominio) respecto de los otros. Ese contexto viene dado por los vínculos precedentes (6, 37-38) donde se condena todo juicio interhumano y se presenta el ideal de una existencia convertida en regalo hacia los otros. Sobre ese fondo se comprenden las tres pequeñas unidades que componen nuestro texto. La primera unidad, que en su origen parece un refrán de aquel tiempo, se refiere al ciego que pretende conducir a otro ciego en el camino. En el fondo de ese gesto se esconde la tendencia de dominio. Lo que parece amor (ayuda a un necesitado) se identifica con un rasgo de egoísmo: guiando al ciego me comporto como dueño de su destino y mi propia personalidad. El viejo refrán ha señalado ya la ridiculez de la pretensión del ciego: los dos terminarán cayendo dentro del hoyo.

También la segunda unidad (6, 40) nos transmite una sentencia conocida: el discípulo se mantiene en la línea del maestro. Pues bien, formulada en un contexto de revelación del amor cristiano, esta sentencia se nos manifiesta extraordinariamente rica. Jesús, el maestro verdadero, no ha querido arrogarse el derecho de guiar en el camino al ciego y dominarlo. No se ha permitido juzgar a los demás, sino que les ayuda; no ha intentado sacar provecho de ellos, les ofrece lo que tiene. Este ejemplo del maestro se debe convertir en norma de conducta para todos los creyentes. Nuestro texto lo presupone así, pero no han sentido la necesidad de ampliar o desarrollar esta idea, prefiriendo volver a un tipo de comparación más cercana, la del ojo (6, 41-42). En el fondo, el sentido de esta comparación se mantiene en el mismo plano que la del ciego. Por más ciegos que estén (aunque tengan una vida que nuble sus ojos) los hombres se encuentran siempre dispuestos a marcar el camino a los demás: son incapaces de ver su gran ceguera y, sin embargo, descubren el más mínimo rasgo de imperfección en el prójimo (mota en el ojo ajeno). La solución de Jesús remite a las sentencias sobre el juicio (6, 37-38): nunca podemos dominar a los demás ni condenarlos por aquello que a nosotros nos parezcan sus defectos. Resulta que ningún hombre es dueño de los otros; nadie tiene, por lo tanto, el derecho de imponer su criterio sobre los restantes hombres. Esta exigencia de Jesús resulta impresionantemente dura. Los imperios de este mundo se arrogan el derecho de dictaminar sobre lo bueno y lo malo de los hombres; los gobiernos ejercen su poder juzgando a los súbditos; los que tienen autoridad la imponen sobre aquéllos que se encuentran sometidos. Todos piensan que pueden dominar de alguna forma sobre aquéllos que se encuentran a su lado. Vivimos en un mundo dividido en dos mitades: los que mandan (o quieren mandar) y aquéllos que están obligados a obedecer o someterse. ¿Cómo romper esta cadena? ¿Cómo lograr una comunión interhumana en la que nadie juzgue ni domine a nadie? El único camino es el amor, tal como se precisa en la perícopa precedente (6, 27-36; comentarios, edic Marova).

En los dos pasajes de hoy y de mañana, encontraremos una serie de sentencias de Jesús bastante heteróclitas enlazadas unas a otras por palabra enlace -la "medida", el "ojo", el "árbol" la "boca", la "casa"-: esta repetición de palabras que se suscitan unas a otras es un procedimiento usado por las civilizaciones orales, que no tienen escritura, para memorizar algunas palabras. Tenemos con ello un buen testimonio del cuidado con el que las primeras generaciones cristianas conservaron, no en "libros" sino en su "memoria y en su corazón", las palabras de Jesús. ¿No podría yo también aprender de memoria ciertas sentencias de Jesús?

-¿Puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán ambos en el hoyo? Sed lúcidos, decía Jesús, a través de esa imagen concreta. No os dejéis arrastrar sin verificar antes dónde vais y a quién seguís. Hay falsos conductores, falsos profetas que engañan al pueblo... Tened los ojos muy abiertos.

-¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo, y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? (palabra enlace: el ciego, el ojo) Sed lúcidos, primero, para vosotros mismos, decía Jesús a través de esa otra imagen concreta. Vosotros que desconfiáis tanto de los falsos-conductores, de los falsos-profetas, que criticáis tan fácilmente a vuestros responsables, o a vuestros hermanos... mirad pues en el fondo de vuestra propia vida... ¡Abrid los ojos sobre vosotros mismos! Criticaos; sed vosotros objeto de vuestra propia crítica. Vosotros que percibís tan fácilmente los defectos de la Iglesia, de los sacerdotes, de los cristianos que no piensan como vosotros sobre ciertos puntos... Procurad también tener en cuenta vuestros propios defectos.

-¿Cómo te permites decirle a tu hermano: "Hermano, déjame que te saque la mota del ojo", sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo...? ¡Te equivocas! Sácate primero la viga de tu ojo." El traductor, aquí, ha estado muy amable y ha suavizado el apóstrofe de Jesús. El texto griego auténtico es mucho más fuerte: "¡Hipócrita! sácate primero la viga de tu ojo". Y nosotros, ¿no tratamos también a veces de suavizar el evangelio? ¡No nos gustan las palabras fuertes! Sobre todo si nos van dirigidas. De nuevo hay que hacer notar, que no se trata sólo de los demás... Ciertamente es a mí a quien Jesús dice que soy hipócrita cuando critico a los demás. ¡Cuánto más agradable sería la vida a nuestro alrededor si fuéramos más exigentes con nosotros que con los demás; si nos aplicáramos todos los buenos consejos que prodigamos a los demás; si tuviéramos el mismo afán en mejorarnos a nosotros mismos, que el que tenemos en mejorar a los demás! ¿No habéis notado que, cuando algo va mal, siempre echamos la culpa a "los otros"?: si los gobiernos hicieran esto... si los sindicatos no hicieran tal cosa... si los patronos se portaran de ese modo... si los obreros fueran de esa otra manera... si los sacerdotes hicieran mejor su trabajo... si mi esposo, si mi esposa... si mis vecinos...

-Sácate primero la viga de tu ojo, entonces verás claro y podrás sacar la mota del ojo de tu hermano. La "revisión de vida" es un ejercicio espiritual eminentemente evangélico: se trata de reconsiderarse a sí mismo, de revisar, de repasar la propia vida y los propios compromisos. ¡Sería una horrenda caricatura de la revisión de vida si la transformáramos en una empresa de crítica de los demás! Señor, haznos lúcidos y clarividentes; así podremos intentar ayudar a nuestros hermanos a ver también más claro (Noel Quesson).

Sólo un ser humano libre y consciente es capaz de guiar a los demás. Pues, mientras la persona siga envuelta por ambiciones, egoísmos y violencias vivirá con la cabeza metida dentro de un agujero y no será capaz de ver. Jesús, precisamente, formó a sus discípulos en una actitud crítica, serena y responsable que les permitiera ver y amar la realidad. Mientras las personas no adquieran una mirada misericordiosa y sobria consigo mismos, con sus semejantes y con toda la realidad no estarán en condiciones de cambiar nada. Mucho menos de orientar a los demás hacia la luz y la verdad. Y Jesús era consciente de esta simple y terrible evidencia. Por esto, sus dos parábolas ponen en juego el símbolo de los ojos, para indicar cuál es la actitud de quienes aún no se han abierto a la acción de Dios y se ponen delante de la comunidad como jefes, maestros y guías. Hoy, el evangelio nos llama a hacer un balance de nuestras prácticas, actitudes y mentalidades. No sea que creyendo ser visionarios no atinemos a ver ni el precipicio que queda a un metro. Pues, ¿qué saca de provecho el hombre acumulando ciencia, dinero y posesiones si malogra su vida? ¿De qué le sirve un prestigio y un reconocimiento que no mejoran la vida personal ni la ajena? Mientras el ser humano no gane en conciencia, misericordia, amor y solidaridad... todas las demás ganancias sólo serán un estorbo ante los ojos que le impedirán ver la realidad, la vida misma (servicio bíblico latinoamericano).

Danos , Señor, la gracia de ser sinceros, de reconocer nuestras propias miserias y debilidades antes de descubrir la parte oscura de la vida de nuestros hermanos, y de rectificar nuestra conducta, conforme a la verdad, justicia y caridad. Amén.

Dios nos ha convocado en esta Eucaristía considerándonos dignos de confianza para ponernos a su servicio. A pesar de que pudiéramos haber estado en una fosa profunda y cenagosa, el Señor se ha inclinado hacia nosotros y nos ha tendido la mano, por medio de Jesús, su Hijo hecho uno de nosotros por obra del Espíritu Santo, en el Seno Virginal de María de Nazaret; asentó nuestros pies sobre roca firme y ha consolidado nuestros pasos para que, sin tropiezos, caminemos haciendo el bien a todos. Por eso, en esta reunión Eucarística le entonamos un cántico nuevo, que procede de la presencia del Espíritu en nosotros. No sólo venimos a alabarlo con los labios, sino que traemos nuestras obras; aquello bueno que, en su Nombre hemos hecho a favor de los demás, pues no somos siervos inútiles y mudos, sino que, elevados a la dignidad de hijos de Dios, nos hemos de esforzar día a día por dar a conocer su Nombre a todos, especialmente mediante nuestro testimonio de vida. Sabiendo, sin embargo, que somos frágiles, en esta Eucaristía nosotros mismos nos ponemos sobre el Altar como ofrenda, que el Señor mismo ha de santificar para que le sea grata no sólo en esta celebración, sino en toda nuestra existencia convertida en una ofrenda agradable a su Santo Nombre.

Es verdad que el Señor es nuestra herencia. Nosotros le pertenecemos y Él, por pura gracia y dignación suya hacia nosotros, nos pertenece. Esa nuestra herencia, que es el Señor, no es para que la guardemos egoístamente, sino para que la pongamos a la disposición de los demás. Jamás nos quedaremos con las manos vacías por hacer partícipes a todos de la salvación, del amor, de la misericordia que nosotros disfrutamos en Cristo. Por eso, estando nuestra vida en manos de Dios, esforcémonos por llevarlo a los demás, para que, conociéndolo lo amen; amándolo den testimonio de Él; y, dando testimonio de Él, se conviertan, junto con nosotros, en constructores del Reino de Dios ya desde este mundo. Así como Moisés respondía al joven Josué: ¡Ojalá y todo el pueblo profetizara y el Señor infundiera en todos su Espíritu! cómo quisiéramos que esto se hiciera realidad. Entonces nuestro mundo sería más justo, más recto, más solidario de quienes viven con menos oportunidades en la vida. Sin embargo muchos han cerrado su corazón al Espíritu Santo, y lo han rechazado para evitar el verse comprometidos a fondo con la realización del bien a favor de todos. ¿No será acaso esto un pecado en contra del Espíritu Santo en nuestros días?

Roguémosle a nuestro Dios y Padre, por intercesión de María, nuestra Madre, que nos conceda docilidad a su Espíritu para que, siendo transformados por Él, seamos cada día más conforme a la imagen de su Hijo Jesús, y, en comunión de vida con Él, pasemos haciendo el bien a todos. Amén (www.homiliacatolica.com).

Jueves de la 23ª semana. Por encima de todo, el amor, que es la unidad consumada, siguiendo el consejo de Jesús: Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo.

 

 

Carta del apóstol san Pablo a los Colosenses 3,12-17. Hermanos: Como elegidos de Dios, santos y amados, vestíos de la misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos, cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada. Que la paz de Cristo actúe de árbitro en vuestro corazón`, a ella habéis sido convocados, en un solo cuerpo. Y sed agradecidos. La palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; corregíos mutuamente. Cantad a Dios, dadle gracias de corazón, con salmos, himnos y cánticos inspirados. Y, todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él.

 

Salmo responsorial Sal 150, 1-2. 3-4. 5. R. Todo ser que alienta alabe al Señor.

Alabad al Señor en su templo, alabadlo en su fuerte firmamento. Alabadlo por sus obras magníficas, alabadlo por su inmensa grandeza.

Alabadlo tocando trompetas, alabadlo con arpas y cítaras. Alabadlo con tambores y danzas, alabadlo con trompas y flautas.

Alabadlo con platillos sonoros, alabadlo con platillos vibrantes. Todo ser que alienta alabe al Señor.

 

Santo evangelio según san Lucas 6, 27-38. En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: -«A los que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian. Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo hacen. Y si prestáis sólo cuando esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo. ¡No! Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; tendréis un gran premio y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos. Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida que uséis, la usarán con vosotros.»

 

Comentario: 1.- Col 3,12-17. Terminamos hoy la lectura de la carta a los Colosenses, con un hermoso programa de vida cristiana que Pablo les presenta a ellos y a nosotros. La comparación es esta vez con el vestido, el "uniforme" que deberían vestir como "pueblo elegido de Dios, pueblo santo y amado". Este uniforme se refiere sobre todo a las relaciones de unos con otros en la vida de la comunidad: "la misericordia, la bondad, la humildad, la dulzura, la comprensión, el amor, la paz". El amor es la base de todas las virtudes que enumera, pues "si el amor no va por delante, no se cumplirá ninguno de los preceptos. Pues sólo dejamos de hacer el mal a los demás y nos preocupamos de hacer el bien, cuando amamos a los demás" (Severiano de Gábala). El final parece una alusión clara a la Eucaristía: "celebrad la acción de gracias... la Palabra de Cristo habite entre vosotros... y todo lo que hagáis, sea todo en nombre de Jesús, ofreciendo la Acción de Gracias a Dios Padre por medio de él".

Es un programa elevado, pero concreto. En dos direcciones. Para con las personas que encontremos a lo largo del día, se nos apremia a usar misericordia, a ser comprensivos, amables, a "sobrellevarnos mutuamente y perdonarnos cuando alguno tenga quejas contra otro". La razón es convincente: "el Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo". ¡Qué bien nos iría tomar como consigna para la jornada de hoy "el amor, que es el ceñidor de la unidad", y que "la paz de Cristo actúe de árbitro en nuestro corazón"! Para con Dios, la otra gran dirección de nuestra vida, se nos invita a una apertura cada día mayor: ante todo a la escucha de su Palabra: "que la Palabra de Cristo habite entre vosotros": con una actitud de acción de gracias, que es la que llega a su expresión más densa en la Eucaristía: "celebrad la Acción de Gracias... cantad a Dios dadle gracias... ofreciendo la Acción de Gracias a Dios"; con nuestra oración, que parece aquí aludir a lo que en la Iglesia se organizó desde el principio como Oración de las Horas por la mañana y la tarde: "cantad a Dios, dadle gracias de corazón con salmos, himnos y cánticos inspirados"; el salmo hace eco a esta oración: "alabad al Señor en su templo, alabadlo por sus obras magníficas... todo ser que alienta alabe al Señor"; y, sobre todo, en la misma vida: "todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre de Jesús".

No son cosas difíciles de entender. Es un cuadro muy completo de vida cristiana. Lo que pasa es que nos cuesta organizar nuestra jornada en esta clave tan espiritual. Pablo nos pone el listón bien alto para que vayamos madurando en la vida de fe. En esta maduración nos debemos ayudar fraternalmente: "enseñaos unos a otros con toda sabiduría, exhortaos mutuamente".

-Puesto que habéis sido elegidos por Dios, santos y muy amados... Repetir para mí sencilla y lentamente esas palabras. Gustar de su paz profunda. He sido «elegido» por Dios... soy su «muy amado»... No se trata aquí de sentimentalismos sino de un hecho histórico que compromete en concreto toda mi existencia.

-Revestíos pues de ternura entrañable y de bondad... Es esto exactamente. La convicción de ser amado de Dios debe conducirnos inmediatamente a actuar tal como Dios actúa, es decir, con ternura y bondad.

-De humildad, tolerancia, paciencia. Es de toda evidencia que de nuestra pertenencia a Cristo surge toda una moral; unas virtudes muy humanas, que hacen agradables las relaciones humanas y aportan bienestar y felicidad.

-Sobrellevaos mutuamente y perdonaos si uno tiene queja contra otro. ¿Cómo podría subsistir a la larga un grupo humano cualquiera si nadie fuese capaz de ese sobrellevarse mutuo? Considero los grupos que más frecuento. ¿Cuál es mi actitud frente a ese punto esencial del evangelio? No mantener cerrados los ojos. Sería muy raro que yo no tuviera nunca nada que soportar a los que me soportan.

-Actuad como el Señor: Él os ha perdonado, haced vosotros lo mismo. El evangelio no ha inventado nuevos valores. El mismo perdón forma parte de toda vida en sociedad que quiera ser duradera. Pero el ejemplo de Cristo es un estímulo poderoso que puede darnos fortaleza de «llegar hasta el extremo» en el amor que perdona. La experiencia prueba que, sin Cristo, ciertos perdones están por encima de lo humanamente posible. Danos, Señor, lo que nos pides. Ven y perdona en mí como sólo Tú sabes hacerlo.

-Y por encima de todo esto, revestíos del amor que es el vínculo de la perfección. Sólo el amor verdadero explica todo lo que precede. La imagen usada aquí es la de un «vínculo» que permite a la gavilla mantenerse compacta. El amor ensambla y une entre si todas las cualidades humanas: sin amor, los más hermosos valores pueden degenerar en orgullo, suficiencia, fariseísmo.

-Y que la paz de Cristo reine en vuestros corazones, pues a ella habéis sido llamados formando un solo «cuerpo». Estamos más allá de todo moralismo y de todo juridicismo. Hablamos de una experiencia vital: ¿cómo podría negarme a amar a tal persona... que es nada menos que un miembro del Cuerpo de Cristo y, por lo tanto, también uno de mis miembros puesto que formo parte del mismo Cuerpo?

-Vivid en la acción de gracias. Que la Palabra de Dios habite en vosotros... Cantad agradecidos a Dios en vuestros corazones con salmos, himnos y cánticos inspirados. Alegría. Entusiasmo. Acción de gracias. Cánticos.

-Y todo cuanto habléis o hagáis, hacedlo todo siempre en nombre del Señor Jesucristo, ofreciendo por su medio vuestra acción de gracias al Padre. Todo. Todo. Cuanto se hace o se dice, ofrecerlo a Dios (Noel Quesson).

Como formamos nosotros el nuevo Pueblo elegido por Dios, demos testimonio con nuestras buenas obras de que el Señor no sólo está en medio de nosotros, sino que habita como huésped en el corazón de los creyentes. Por eso hemos de comportarnos a la altura de la fe recibida, de tal forma que seamos un vivo reflejo del Señor en medio del mundo. Aprendamos, por tanto, a ser misericordiosos, bondadosos, humildes, mansos, pacientes, capaces de soportar a los demás y siempre dispuestos a perdonar a los que nos ofenden, como nosotros hemos sido perdonados por Dios. Ciertamente, puesto que Dios es amor, es, precisamente el amor lo que dará su auténtica perfección a la vida del cristiano. Sin él nuestra vida quedaría muy lejos de convertirse en un signo del Señor para los demás. Ese amor debe llevarnos a proclamar la Palabra de Cristo de un modo eficaz, pues no sólo hablaremos con la Sabiduría que procede de Dios, sino que toda nuestra vida se convertirá en una continua Acción de Gracias y alabanza del Nombre del Señor. Por eso nuestras obras y nuestras palabras han de ser hechas y pronunciadas en el Nombre del Señor; es decir: démosle cabida al Señor en nosotros para que, por medio de nosotros, Él continúe pasando y haciendo el bien a todos y proclamando su Buena Noticia de amor y de misericordia a favor de todos.

2. Juan Pablo II explica: "El himno en que se ha apoyado ahora nuestra oración es el último canto del Salterio, el salmo 150. La palabra que resuena al final en el libro de la oración de Israel es el aleluya, es decir, la alabanza pura de Dios; por eso, la liturgia de Laudes propone este salmo dos veces, en los domingos segundo y cuarto. En este breve texto se suceden diez imperativos, que repiten la misma palabra: "Hallelú", "alabad". Esos imperativos, que son casi música y canto perenne, parecen no apagarse nunca, como acontecerá también en el célebre "aleluya" del Mesías de Haendel. La alabanza a Dios se convierte en una especie de respiración del alma, sin pausa. Como se ha escrito, "esta es una de las recompensas de ser hombres: la serena exaltación, la capacidad de celebrar. Se halla bien expresada en una frase que el rabino Akiba dirigió a sus discípulos: Un canto cada día, un canto para cada día".

El salmo 150 parece desarrollarse en tres momentos. Al inicio, en los primeros dos versículos (vv. 1-2), la mirada se dirige al "Señor" en su "santuario", a "su fuerza", a sus "grandes hazañas", a su "inmensa grandeza". En un segundo momento -semejante a un auténtico movimiento musical- se une a la alabanza la orquesta del templo de Sión (cf. vv. 3-5), que acompaña el canto y la danza sagrada. En el tercer momento, en el último versículo del salmo (cf. v. 6), entra en escena el universo, representado por "todo ser vivo" o, si se quiere traducir con más fidelidad al original hebreo, por "todo cuanto respira". La vida misma se hace alabanza, una alabanza que se eleva de las criaturas al Creador… La primera sede en la que se desarrolla el hilo musical y orante es la del "santuario" (cf. v. 1). El original hebreo habla del área "sagrada", pura y trascendente, en la que mora Dios. Por tanto, hay una referencia al horizonte celestial y paradisíaco, donde, como precisará el libro del Apocalipsis, se celebra la eterna y perfecta liturgia del Cordero (cf., por ejemplo, Ap 5,6-14). El misterio de Dios, en el que los santos son acogidos para una comunión plena, es un ámbito de luz y de alegría, de revelación y de amor. Precisamente por eso, aunque con cierta libertad, la antigua traducción griega de los Setenta e incluso la traducción latina de la Vulgata propusieron, en vez de "santuario", la palabra "santos": "Alabad al Señor entre sus santos".

Desde el cielo el pensamiento pasa implícitamente a la tierra al poner el acento en las "grandes hazañas" realizadas por Dios, las cuales manifiestan "su inmensa grandeza" (v. 2). Estas hazañas son descritas en el salmo 104, el cual invita a los israelitas a "meditar todas las maravillas" de Dios (v. 2), a recordar "las maravillas que ha hecho, sus prodigios y los juicios de su boca" (v. 5); el salmista recuerda entonces "la alianza que pactó con Abraham" (v. 9), la historia extraordinaria de José, los prodigios de la liberación de Egipto y del viaje por el desierto, y, por último, el don de la tierra. Otro salmo habla de situaciones difíciles de las que el Señor salva a los que "claman" a él; las personas salvadas son invitadas repetidamente a dar gracias por los prodigios realizados por Dios: "Den gracias al Señor por su piedad, por sus prodigios a favor de los hijos de los hombres" (Sal 106, 8.15. 21.31). Así se puede comprender la referencia de nuestro salmo a las "obras fuertes", como dice el original hebreo, es decir, a las grandes "hazañas" (cf. v. 2) que Dios realiza en el decurso de la historia de la salvación. La alabanza se transforma en profesión de fe en Dios, Creador y Redentor, celebración festiva del amor divino, que se manifiesta creando y salvando, dando la vida y la liberación.

Llegamos así al último versículo del salmo 150 (cf. v. 6). El término hebreo usado para indicar a los "vivos" que alaban a Dios alude a la respiración, como decíamos, pero también a algo íntimo y profundo, inherente al hombre. Aunque se puede pensar que toda la vida de la creación es un himno de alabanza al Creador, es más preciso considerar que en este coro el primado corresponde a la criatura humana. A través del ser humano, portavoz de la creación entera, todos los seres vivos alaban al Señor. Nuestra respiración vital, que expresa autoconciencia y libertad (cf. Pr 20,27), se transforma en canto y oración de toda la vida que late en el universo. Por eso, todos hemos de elevar al Señor, con todo nuestro corazón, "salmos, himnos y cánticos inspirados" (Ef 5,19).

Los manuscritos hebraicos, al transcribir los versículos del salmo 150, reproducen a menudo la Menorah, el famoso candelabro de siete brazos situado en el Santo de los Santos del templo de Jerusalén. Así sugieren una hermosa interpretación de este salmo, auténtico Amén en la oración de siempre de nuestros "hermanos mayores": todo el hombre, con todos los instrumentos y las formas musicales que ha inventado su genio -"trompetas, arpas, cítaras, tambores, danzas, trompas, flautas, platillos sonoros, platillos vibrantes", como dice el Salmo- pero también "todo ser vivo" es invitado a arder como la Menorah ante el Santo de los Santos, en constante oración de alabanza y acción de gracias. En unión con el Hijo, voz perfecta de todo el mundo creado por él, nos convertimos también nosotros en oración incesante ante el trono de Dios".

Todo ser que alienta alabe al Señor: "Resuena por segunda vez en la liturgia de Laudes el salmo 150, que acabamos de proclamar: un himno festivo, un aleluya al ritmo de la música. Es el sello ideal de todo el Salterio, el libro de la alabanza, del canto y de la liturgia de Israel. El texto es de una sencillez y transparencia admirables. Sólo debemos dejarnos llevar por la insistente invitación a alabar al Señor: "Alabad al Señor (...), alabadlo (...), alabadlo". Al inicio, Dios se presenta en dos aspectos fundamentales de su misterio. Es, sin duda, trascendente, misterioso, distinto de nuestro horizonte: su morada real es el "templo" celestial, su "fuerte firmamento", semejante a una fortaleza inaccesible al hombre. Y, a pesar de eso, está cerca de nosotros: se halla presente en el "templo" de Sión y actúa en la historia a través de sus "obras magníficas", que revelan y hacen visible "su inmensa grandeza" (cf. vv. 1-2).

Así, entre la tierra y el cielo se establece casi un canal de comunicación, en el que se encuentran la acción del Señor y el canto de alabanza de los fieles. La liturgia une los dos santuarios, el templo terreno y el cielo infinito, Dios y el hombre, el tiempo y la eternidad. Durante la oración realizamos una especie de ascensión hacia la luz divina y, a la vez, experimentamos un descenso de Dios, que se adapta a nuestro límite para escucharnos y hablarnos, para encontrarse con nosotros y salvarnos. El salmista nos impulsa inmediatamente a utilizar un subsidio para nuestro encuentro de oración: los instrumentos musicales de la orquesta del templo de Jerusalén, como son las trompetas, las arpas, las cítaras, los tambores, las flautas y los platillos sonoros. También la procesión formaba parte del ritual en Jerusalén (cf. Sal 117,27). Esa misma invitación se encuentra en el Salmo 46,8: "Tocad con maestría".

Por tanto, es necesario descubrir y vivir constantemente la belleza de la oración y de la liturgia. Hay que orar a Dios no sólo con fórmulas teológicamente exactas, sino también de modo hermoso y digno. A este respecto, la comunidad cristiana debe hacer un examen de conciencia para que la liturgia recupere cada vez más la belleza de la música y del canto. Es preciso purificar el culto de impropiedades de estilo, de formas de expresión descuidadas, de músicas y textos desaliñados, y poco acordes con la grandeza del acto que se celebra. Es significativa, a este propósito, la exhortación de la carta a los Efesios a evitar intemperancias y desenfrenos para dejar espacio a la pureza de los himnos litúrgicos: "No os embriaguéis con vino, que es causa de libertinaje; llenaos más bien del Espíritu. Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y salmodiad en vuestro corazón al Señor, dando gracias continuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo" (Ef 5,18-20).

El salmista termina invitando a la alabanza a "todo ser vivo" (cf. Sal 150,5), literalmente a "todo soplo", "todo respiro", expresión que en hebreo designa a "todo ser que alienta", especialmente "todo hombre vivo" (cf. Dt 20,16; Jos 10,40; 11,11.14). Por consiguiente, en la alabanza divina está implicada, ante todo, la criatura humana con su voz y su corazón. Juntamente con ella son convocados idealmente todos los seres vivos, todas las criaturas en las que hay un aliento de vida (cf. Gn 7,22), para que eleven su himno de gratitud al Creador por el don de la existencia. En línea con esta invitación universal se pondrá san Francisco con su sugestivo Cántico del hermano sol, en el que invita a alabar y bendecir al Señor por todas las criaturas, reflejo de su belleza y de su bondad. En este canto deben participar de modo especial todos los fieles, como sugiere la carta a los Colosenses: "La palabra de Cristo habite en vosotros con toda su riqueza; instruíos y amonestaos con toda sabiduría; cantad agradecidos a Dios en vuestros corazones con salmos, himnos y cánticos inspirados" (Col 3,16). A este respecto, san Agustín, en sus Exposiciones sobre los salmos, ve simbolizados en los instrumentos musicales a los santos que alaban a Dios: "Vosotros, santos, sois la trompeta, el salterio, el arpa, la cítara, el tambor, el coro, las cuerdas y el órgano, los platillos sonoros, que emiten hermosos sonidos, es decir, que suenan armoniosamente. Vosotros sois todas estas cosas. Al escuchar el salmo, no se ha de pensar en cosas de escaso valor, en cosas transitorias, ni en instrumentos teatrales". En realidad, "todo espíritu que alaba al Señor" es voz de canto a Dios. Por tanto, la música más sublime es la que se eleva desde nuestros corazones. Y precisamente esta armonía es la que Dios espera escuchar en nuestras liturgias".

Nuestra vida toda se ha de convertir en una continua alabanza del Nombre del Señor. Para eso hemos sido llamados a la vida; para eso somos llamados a la Vida eterna. Al evocar los instrumentos que cita el salmo, comenta Próspero de Aquitania: "todos estos instrumentos de alabanza a Dios son los mismos santos, los cuales dirigen a Dios el múltiple sonido de su concorde glorificación. Y por eso en todas sus obras es alabado Dios porque cada movimiento de aquellos que cantan está animado de su Espíritu que lo anuncia en ellos". Tenemos una y mil razones para entonar nuestra acción de gracias al Señor. No importa que a veces la vida se nos haya complicado; el Señor siempre ha estado, está y estará a nuestro lado como Padre y como fuerte defensor nuestro; por eso, hemos de reconocer la grandeza de su amor y nos hemos de convertir, nosotros mismos, en un grito de alabanza agradecido a su santo Nombre. Aleluya, alabado sea el Nombre del Señor, ahora y por siempre. Amén. Aleluya.

3. Lc 6,27-38 (ver domingo 7 C). Si las bienaventuranzas de ayer eran paradójicas y sorprendentes, no lo son menos las exhortaciones de Jesús que leemos hoy, que son como el modo de vivir las bienaventuranzas, el modo de parecernos a nuestro Padre Dios: el amor, hasta el "amad a vuestros enemigos". La enseñanza central de Jesús es el amor. Es como si la cuarta bienaventuranza ("dichosos cuando os odien y os insulten") la desarrollara aparte, como el resumen de todo. El estilo de actuación que él pide de los suyos es en verdad cuesta arriba: - amad a vuestros enemigos, - haced el bien a los que os odian, - bendecid a los que os maldicen, - orad por los que os injurian, - al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra, - al que te quite la capa, déjale también la túnica... La lista es impresionante. Y Jesús, con sus recursos pedagógicos de antítesis y reiteraciones, concreta todavía más: si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis?; si hacéis el bien a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis?; si prestáis sólo cuando esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? "En el hecho de amar a nuestros enemigos se ve claramente cierta semejanza con nuestro Padre Dios, que reconcilió al género humano, que estaba en enemistad con él y le era contrario, redimiéndole de la eterna condenación por medio de la muerte de su hijo" (Catecismo romano). La manera de llegar a la cercanía de Dios es la misericordia, por eso se subraya ese versículo en los comentarios que siguen, que tiene su paralelo en Mt 5,48: "el mismo Dios, que se digna dar en el cielo, quiere recibir en la tierra" (comentando que lo que hacemos a los demás lo hacemos con Él: S. Cesáreo de Arlés, ver Biblia de Navarra con la cita completa). Finalmente, la llamada al perdón es clara, condición para el perdón de nuestras ofensas es que perdonemos a los demás: "el Señor añade una condición necesaria e ineludible, que es, a la vez, un mandato y una promesa, esto es, que pidamos el perdón de nuestras ofensas en la medida en que nosotros perdonamos a los que nos ofenden, para que sepamos que es imposible alcanzar el perdón que pedimos de nuestros pecados si nosotros no actuamos de modo semejante con los que nos han hecho alguna ofensa. Por ello, dice también en otro lugar: la medida que uséis, la usarán con vosotros. Y aquel siervo del Evangelio, a quien su amo había perdonado toda la deuda y que no quiso luego perdonarla a su compañero, fue arrojado a la cárcel. Por no haber querido ser indulgente con su compañero, perdió la indulgencia que había conseguido de su amo" (S. Cipriano).

Esta página del evangelio es de ésas que tienen el inconveniente de que se entienden demasiado. Lo que cuesta es cumplirlas, adecuar nuestro estilo de vida a esta enseñanza de Jesús, que, además, es lo que Él cumplía el primero. Después de escuchar esto, ¿podemos volver a las andadas en nuestra relación con los demás? ¿nos seguiremos creyendo buenos cristianos a pesar de no vernos demasiado bien retratados en estas palabras de Jesús? ¿podremos rezar tranquilamente, en el Padrenuestro, aquello de "perdónanos como nosotros perdonamos"?

Jesús nos propone dos claves, a cual más expresiva y exigente, para que midamos nuestra capacidad de bondad y amor: - "tratad a los demás como queréis que ellos os traten"; es una medida comprometedora, en positivo, porque nosotros sí queremos que nos traten así; y, en negativo, un aviso: "la medida que uséis la usarán con vosotros"; - "sed compasivos como vuestro Padre es compasivo"; cuando amamos de veras, gratuitamente, seremos "hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos". Desde luego, los cristianos tenemos de parte de nuestro Maestro un programa casi heroico, una asignatura difícil, en la línea de las bienaventuranzas de ayer. Saludar al que no nos saluda. Poner buena cara al que sabemos que habla mal de nosotros. Tener buen corazón con todos. No sólo no vengarnos, sino positivamente hacer el bien. Poner la otra mejilla. Prestar sin esperar devolución. No juzgar. No condenar. Perdonar... (J. Aldazábal).

En el pasaje de hoy Lucas resumió varios consejos importantes, dados por Jesús y que Mateo había agrupado en el sermón de la Montaña. Son unas actitudes evangélicas esenciales.

-A vosotros que me escucháis os digo: "Amad a vuestros enemigos..... Estamos demasiado habituados a "saber", teóricamente, esas palabras. Sin embargo, para Jesús, no se trata de algo intelectual ni teórico. Esos "enemigos" a los que se refiere los detalla en los ejemplos siguientes:

-Los que os odian. Los que os maldicen... Los que os injurian... Los que os pegan... El que te quita la capa... El que te roba... Toda esa gente no son ideas, ni fantasmas irreales, sino personas de carne y hueso. Hay que atreverse a buscar, a nuestro alrededor, las personas que más nos cuesta amar... Las que nos "dañan" de una u otra manera...

-Amadles... Hacedles bien... Deseadles el bien... Rogad por ellas... Dad... No reclaméis... Todo esto no son ideas, ni sentimientos... sino actos reales, actitudes concretas. No, no es fácil vivir el evangelio... ¡no es "agua de rosas"!

-Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Ponerse en el lugar de los demás. ¡Cuán difícil es esto, Señor! Ven a nosotros.

-Si amáis a los que os aman ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Si hacéis bien a los que lo hacen a vosotros... También los pecadores hacen otro tanto. Si prestáis sólo cuando esperáis cobrar... También los pecadores se prestan unos a otros con intención de cobrar el equivalente. Mateo tomaba como comparación a "los publicanos y a los paganos" (Mateo 5, 46-47). Lucas, para no herir a sus lectores, paganos convertidos o paganos a convertir, traduce las palabras de Jesús a un lenguaje comprensible para ellos y habla de "pecadores": es exactamente el mismo pensamiento pero en un lenguaje más moderno. Sí, el pensamiento esencial de Jesús es que nuestro "amor" ha de ser universal, liberándose de las comunidades naturales -la familia, el medio, la nación, la raza- en las cuales se ejerce casi espontáneamente. La solidaridad no es un bien en sí, hay que decirlo: también los pecadores, los malvados, los opresores, los egoístas... pueden establecer entre ellos solidaridades muy interesadas, orientadas en provecho propio y contra los demás. El "amor sin fronteras" es muy exigente: más allá de todas las leyes psicológicas y sociales, por lo tanto muy naturales y reales, ¡nuestro amor debe alcanzar las dimensiones mismas de toda la humanidad, enemigos y adversarios comprendidos!

-Amad a vuestros enemigos, haced el bien sin esperar nada a cambio... Es un amor desinteresado, gratuito.

-Así tendréis una gran recompensa y seréis hijos del Altísimo, porque Él es bueno con los malos y los desagradecidos. Sed misericordiosos, como Vuestro Padre es misericordioso. Así, no se trata solamente de un rebasar "cuantitativo" -amar a más personas en todo el vasto mundo-, sino de un rebasar "cualitativo" -amar como Dios ama, imitando el amor infinito, y ser con ello un signo del amor del Padre que ama a todos los hombres, incluso a "sus enemigos".

-No juzguéis... No condenéis... Perdonad... Dad... Dejo resonar en mí cada una de esas palabras, una a una, una después de otra. Y las llevo a la oración (Noel Quesson).

«Sed compasivos como vuestro Padre»… Jesús ha pronunciado unas palabras hermosas que, en verdad, son muy duras: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian»; y son duras, porque no es fácil llevarlas a la práctica. Todo el mundo se resiente cuando le pisan y busca el modo de resarcirse vistiéndolo con los mejores argumentos de que dispone. Muchas veces no buscamos tanto restablecer la justicia como sentir la satisfacción de ver humillado a quien nos ha ofendido. Jesucristo nos habla hoy del perdón como expresión de amor, pero nosotros lo solemos ver como síntoma de debilidad. Es fácil amar a quienes nos aman, en cambio, cuesta más amar al que nos ha perjudicado. Sin embargo, dejar de amar y sentir odio y aversión nos perjudica, pues nos hace vivir en un mundo más frío e inhumano y nos hace sufrir interiormente.

«Tratad a los demás como queréis que ellos os traten», dice Jesús. Todo el mundo quiere ser amado, comprendido, perdonado y acogido. Llevada a sus últimas consecuencias, la regla de oro, reformulada por Jesús, nos pide amar y perdonar a los enemigos. Han sido muchos los que nos han dejado un testimonio precioso sobre la vivencia de esta recomendación del Maestro, especialmente en situaciones extremas, que demuestran si verdaderamente somos o no buenos discípulos de Jesús. Entre 1915 y 1916, hubo en Turquía una gran masacre de cristianos armenios. Un joven fue asesinado a la vista de su hermana por un soldado turco; ella pudo escapar saltando una tapia. Más tarde, esta muchacha trabajaba de enfermera en un hospital, y llevaron a su sala al mismo soldado que había matado a su hermano. Se desencadenó entonces en el corazón de la joven una batalla: atenderlo o dejarlo morir. Deseaba vengarse, pero su fe cristiana le reclamaba amor y perdón. Felizmente para el soldado y para ella misma, ganó el amor de Cristo, y el infeliz criminal recibió las atenciones necesarias. Cuando el hombre se recuperó, reconoció a la joven que había perseguido y le preguntó por qué no lo había dejado morir. Ella respondió: «Porque yo sigo a Aquel que dijo: 'Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian'». El paciente se quedó pensativo y finalmente dijo: «Yo no sabía nada de una religión así. Explícame más sobre ella, porque la quiero conocer». El amor lo conquistó y ella tuvo el gozo de llevarlo a los pies del Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Aquel individuo, que era imagen del hombre terreno, pasó a ser imagen del hombre celestial.

Abrámonos al amor de Jesucristo, dejemos que Dios ame y perdone a través de nosotros, y seremos verdaderamente hijos del Altísimo. Tal vez no podamos resolver los grandes conflictos mundiales, pero sí que podemos colaborar pacificando nuestras relaciones con personas allegadas si seguimos la propuesta de Jesús. Una propuesta que Él selló con su vida y que ahora celebramos en la Eucaristía.

«Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo»… Hoy escuchamos unas palabras del Señor que nos invitan a vivir la caridad con plenitud, como Él lo hizo («Padre, perdónales porque no saben lo que hacen»: Lc 23,34). Éste ha sido el estilo de nuestros hermanos que nos han precedido en la gloria del cielo, el estilo de los santos. Han procurado vivir la caridad con la perfección del amor, siguiendo el consejo de Jesucristo: «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5,48).

La caridad nos lleva a amar, en primer lugar, a quienes nos aman, ya que no es posible vivir en plenitud lo que leemos en el Evangelio si no amamos de verdad a nuestros hermanos, a quienes tenemos al lado. Pero, acto seguido, el nuevo mandamiento de Cristo nos hace ascender en la perfección de la caridad, y nos anima a abrir los brazos a todos los hombres, también a aquellos que no son de los nuestros, o que nos quieren ofender o herir de cualquier manera. Jesús nos pide un corazón como el suyo, como el del Padre: «Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo» (Lc 6,36), que no tiene fronteras y recibe a todos, que nos lleva a perdonar y a rezar por nuestros enemigos.

Ahora bien, como se afirma en el Catecismo de la Iglesia, «observar el mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar desde fuera el modelo divino. Se trata de una participación vital y nacida del fondo del corazón, en la santidad, en la misericordia y en el amor de nuestro Dios». El Cardenal Newman escribía: «¡Oh Jesús! Ayúdame a esparcir tu fragancia dondequiera que vaya. Inunda mi alma con tu espíritu y vida. Penetra en mi ser, y hazte amo tan fuertemente de mí que mi vida sea irradiación de la tuya (...). Que cada alma, con la que me encuentre, pueda sentir tu presencia en mí. Que no me vean a mí, sino a Ti en mí». Amaremos, perdonaremos, abrazaremos a los otros sólo si nuestro corazón es engrandecido por el amor a Cristo (Josep Miquel Bombardó i Alemany).

El amor a los enemigos ha sido una práctica olvidada, repudiada, manipulada y, en fin, mal interpretada. Algunos piensan que es algo absurdo, totalmente impracticable. Otros, que se trata de aguantar lo que los demás nos quieran hacer. Algunos más, la califican como un medio de manipulación. Pero la verdad es que únicamente la vida de Jesús nos muestra cómo se ama efectivamente al enemigo. Este amor pasa primero por la fragua de la verdad. El que amemos a nuestros enemigos nos obliga a decirles la verdad. Nuestro amor no puede encubrir injusticias y desigualdades. Amar es andar en la verdad. Es también un amor que no responde con agresión. Pues, es consciente de que la violencia no es la medida con la que Dios juzga al mundo. Busca el camino de la alteridad, del diálogo, de la tolerancia. Sólo si reconozco al enemigo como persona, como ser humano puedo responder desde la misericordia de Dios a la crueldad ajena. Ser capaz de distinguir el mal que me hacen de quien me lo hace: quien me hace mal está por encima del mal que hace, en su dignidad de hijo de Dios, explicaba Jutta Burgraff. Amar a quien nos odia es la medida del verdadero amor. Porque quién sólo ama a quien le retribuye con los mismos sentimientos, no sobrepasa la medida del amor egoísta. Beneficiar a quien nos cause daño, bendecir al que nos maldice y ser generosos con los acaparadores es un modo de proceder que pone la lógica del mundo patas arriba. Porque esta acción no nace de la ignorancia y la ingenuidad, sino de la consciencia de que el Hombre Nuevo es superior a la mezquindades vigentes. Por esto, las palabras de Jesús se convierten en una contradicción que nos pesa enormemente en el corazón. Él no sólo pide que seamos buenos o que mejoremos nuestro modo de ser. Nos pide que nos abramos a Dios y cambiemos los harapos de nuestro egoísmo por el magnífico vestido de la generosidad (Servicio Bíblico Latinoamericano). Danos, Señor, el don de la sabiduría que consiste en entender y comprender la palabra, la actitud, el momento vital de cada uno de nuestros hermanos, de suerte que amándote a Ti, amemos a los otros, y amando a los otros volvamos siempre a Ti.

Nuestra vocación en Cristo mira a hacer siempre el bien, nunca el mal. Hemos de amar a nuestro prójimo como nosotros hemos sido amados por Dios en Cristo Jesús, que por reconciliarnos con Dios entregó su vida por nosotros. Cuando respondemos bendiciendo a quien nos maldice, cuando oramos por quienes nos difaman, estamos propiciando una convivencia menos salvaje y, por lo menos, más humana; ojalá logremos que sea más fraterna y entonces, como dice el profeta Isaías: haremos de nuestras espadas arados, de nuestras lanzas podaderas; nadie se levantará contra los demás, ni nos prepararemos más para la guerra, pues caminaremos no conforme a nuestras miradas torpes y miopes, sino a la luz del Señor.

En esta Eucaristía el Señor nos quiere fraternalmente unidos. Para lograrlo ha dado su vida por nosotros, para que, quienes hemos sido rescatados al precio de su sangre, no vivamos ya para nosotros mismos, sino para Aquel que por nosotros murió y resucitó. Que su Palabra no sólo se pronuncie sobre nosotros sino que habite, con toda su riqueza, en todo nuestro ser. Entonces podremos ser auténticos testigos del Señor de tal forma que, tanto con nuestras palabras como, especialmente con nuestras obras, contribuyamos para que los demás puedan también encontrarse con Cristo, pues nuestro testimonio de vida concordará con nuestras palabras. El Señor, que nos confía el anuncio de su Evangelio, nos fortalece con su Cuerpo y con su Sangre, y nos da como amigo que nos acompaña, su Espíritu Santo, que impulsa nuestra vida, para que nuestro testimonio de fe sea dado con la fuerza y valentía que nos viene de lo alto. Hagamos de nuestra Eucaristía, no un momento vivido como una costumbre sin proyección hacia la vida, sino como un compromiso que nos lleve a amar, a perdonar, a comprender a nuestro prójimo, dando, incluso nuestra vida por él, aun cuando en algún momento pudiera haberse opuesto a nosotros. Recordemos que el Señor nos envía a buscar y a salvar a las ovejas descarriadas de su Pueblo.

No podemos en verdad decir que somos miembros del cuerpo del Señor, es decir, de su Iglesia, cuando vivimos luchando unos contra otros, cuando nos convertimos en motivo de escándalo o de sufrimiento para los demás. El Señor no llamó a su Iglesia para condenar, sino para llamar a la reconciliación, para perdonar, para proclamar la Buena Nueva del amor que nos une como hijos en torno a nuestro único Padre común: Dios. Pasemos haciendo el bien. Que por ningún motivo seamos nosotros los que tengamos que ser soportados a causa de aborrecer, maldecir o difamar a los demás. Si queremos que los demás nos amen y se preocupen de hacernos el bien, hagamos lo mismo nosotros mismos primero con ellos, pues con la medida con que los midamos seremos nosotros medidos. Jamás cerremos nuestro corazón a alguna persona; aprendamos cómo Dios, a pesar de nuestras ingratitudes y maldades, jamás nos ha retirado su amor para que hagamos lo mismo que nosotros hemos recibido de Él.

Que Dios nos conceda, por intercesión de la Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber amar con un corazón que, lleno de Dios, se convierta en signo de unión y de paz para todos los pueblos. Amén (www.homiliacatolica.com).