Inmaculado Corazón de María
El Inmaculado Corazón de la Virgen María
“Sus padres iban todos los años a Jerusalén a la fiesta de la Pascua. Cuando tuvo doce años, subieron ellos como de costumbre a la fiesta y, al volverse, pasados los días, el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin saberlo sus padres. Pero creyendo que estaría en la caravana, hicieron un día de camino, y le buscaban entre los parientes y conocidos; pero al no encontrarle, se volvieron a Jerusalén en su busca. Y sucedió que, al cabo de tres días, le encontraron en el Templo sentado en medio de los maestros, escuchándoles y preguntándoles; todos los que le oían, estaban estupefactos por su inteligencia y sus respuestas. Cuando le vieron, quedaron sorprendidos, y su madre le dijo: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando.» El les dijo: «Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?» Pero ellos no comprendieron la respuesta que les dio. Bajó con ellos y vino a Nazaret, y vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón” (Lucas 2,41-51).
I. En mí está toda gracia del camino y de verdad, en mí toda esperanza de vida y de fuerza, leemos en la Antífona de entrada de la Misa.
Como considerábamos en la fiesta de ayer, el corazón expresa y es símbolo de la intimidad de la persona. La primera vez que se menciona en el Evangelio el Corazón de María es para expresar toda la riqueza de esa vida interior de la Virgen: María -escribe San Lucas- guardaba todas estas cosas, ponderándolas en su corazón.
El Prefacio de la Misa proclama que el Corazón de María es sabio, porque entendió como ninguna otra criatura el sentido de las Escrituras, y conservó el recuerdo de las palabras y de las cosas relacionadas con el misterio de la salvación; inmaculado, es decir, inmune de toda mancha de pecado; dócil, porque se sometió fidelísimamente al querer de Dios en todos sus deseos; nuevo, según la antigua profecía de Ezequiel -os daré un corazón nuevo y un espíritu nuevo-, revestido de la novedad de la gracia merecida por Cristo; humilde, imitando el de Cristo, que dijo: Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón; sencillo, libre de toda duplicidad y lleno del Espíritu de verdad; limpio, capaz de ver a Dios según la Bienaventuranza del Señor; firme en la aceptación de la voluntad de Dios, cuando Simeón le anunció que una espada de dolor atravesaría su corazón, cuando se desató la persecución contra su Hijo o llegó el momento de su Muerte; dispuesto, ya que, mientras Cristo dormía en el sepulcro, a imitación de la esposa del Cantar de los Cantares, estuvo en vela esperando la resurrección de Cristo.
El Corazón Inmaculado de María es llamado, sobre todo, santuario del Espíritu Santo, en razón de su Maternidad divina y por la inhabitación continua y plena del Espíritu divino en su alma. Esta maternidad excelsa, que coloca a María por encima de todas las criaturas, se realizó en su Corazón Inmaculado antes que en sus purísimas entrañas. Al Verbo que dio a luz según la carne lo concibió primeramente según la fe en su corazón, afirman los Santos Padres. Por su Corazón Inmaculado, lleno de fe, de amor, humilde y entregado a la voluntad de Dios, María mereció llevar en su seno virginal al Hijo de Dios.
Ella nos protege siempre, como la madre al hijo pequeño que está rodeado de peligros y dificultades por todas partes, y nos hace crecer continuamente. ¿Cómo no vamos a acudir diariamente a Ella? «"Sancta Maria, Stella maris" -Santa María, Estrella del mar, ¡condúcenos Tú! »-Clama así con reciedumbre, porque no hay tempestad que pueda hacer naufragar el Corazón Dulcísimo de la Virgen. Cuando veas venir la tempestad, si te metes en ese Refugio firme, que es María, no hay peligro de zozobra o de hundimiento». En él encontramos un puerto seguro donde es imposible naufragar.
II. María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón.
El Corazón de María conservaba como un tesoro el anuncio del Angel sobre su Maternidad divina; guardó para siempre todas las cosas que tuvieron lugar en la noche de Belén y lo que refirieron los pastores ante el pesebre, y la presencia, días o meses más tarde, de los Magos con sus dones, y la profecía del anciano Simeón, y las zozobras de su viaje a Egipto... Más tarde, le impresionó profundamente la pérdida de su Hijo en Jerusalén, a la edad de doce años, y las palabras que Éste les dijo a Ella y a José cuando por fin, angustiados, le encontraron. Luego descendió con ellos a Nazaret y les estaba sometido. Pero María conservaba todas estas cosas en su corazón. Jamás olvidó María, en los años que vivió aquí en la tierra, los acontecimientos que rodearon la muerte de su Hijo en la Cruz y las palabras que allí oyó a Jesús: Mujer, he ahí a tu hijo. Y al señalar a Juan, Ella nos vio a todos nosotros y a todos los hombres. Desde aquel momento nos amó en su Corazón con amor de madre, con el mismo con que amó a Jesús. En nosotros reconoció a su Hijo, según lo que Éste mismo había dicho: Cuanto hicisteis a uno de éstos mis hermanos más pequeños, a Mí me lo hicisteis.
Pero Nuestra Señora ejerció su maternidad antes de que se consumase la redención en el Calvario, pues Ella es madre nuestra desde el momento en que prestó, mediante su fiat, su colaboración a la salvación de todos los hombres. En el relato de las bodas de Caná, San Juan nos revela un rasgo verdaderamente maternal del Corazón de María: su atenta solicitud por los demás. Un corazón maternal es siempre un corazón atento, vigilante: nada de cuanto atañe al hijo pasa inadvertido a la madre. En Caná, el Corazón maternal de María despliega su vigilante cuidado en favor de unos parientes o amigos, para remediar una situación embarazosa, pero sin consecuencias graves. Ha querido mostrarnos el Evangelista, por inspiración divina, que a Ella nada humano le es extraño ni nadie queda excluido de su celosa ternura. Nuestros pequeños fallos y errores, lo mismo que las culpas grandes, son objeto de sus desvelos. Le interesan los olvidos y preocupaciones, y las angustias grandes que a veces pueden anegar el alma. No tienen vino, dice a su Hijo. Todos están distraídos, nadie se da cuenta. Y aunque parece que no ha llegado aún la hora de los milagros, Ella sabe adelantarla.
María conoce bien el Corazón de su Hijo y sabe cómo llegar hasta Él; ahora, en el Cielo, su actitud no ha variado. Por su intercesión nuestras súplicas llegan «antes, más y mejor» a la presencia del Señor. Por eso, hoy podemos dirigirle la antigua oración de la Iglesia: Recordare, Virgo Mater Dei, dum steteris in conspectu Domini, ut loquaris pro nobis bona, Virgen Madre de Dios, Tú que estás continuamente en su presencia, habla a tu Hijo cosas buenas de nosotros. ¡Bien que lo necesitamos!
Al meditar sobre esta advocación de Nuestra Señora, no se trata quizá de que nos propongamos una devoción más, sino de aprender a tratarla con más confianza, con la sencillez de los niños pequeños que acuden a sus madres en todo momento: no sólo se dirigen a ella cuando están en gravísimas necesidades, sino también en los pequeños apuros que les salen al paso. Las madres les ayudan con alegría a resolver los problemas más menudos. Ellas -las madres- lo han aprendido de nuestra Madre del Cielo.
III. Al considerar el esplendor y la santidad del Corazón Inmaculado de María, podemos examinar hoy nuestra propia intimidad: si estamos abiertos y somos dóciles a las gracias y a las inspiraciones del Espíritu Santo, si guardamos celosamente el corazón de todo aquello que le pueda separar de Dios, si arrancamos de raíz los pequeños rencores, las envidias... que tienden a anidar en él. Sabemos que de su riqueza o pobreza hablarán las palabras y las obras, pues el hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca cosas buenas.
De nuestra Señora salen a torrentes las gracias de perdón, de misericordia, de ayuda en la necesidad... Por eso, le pedimos hoy que nos dé un corazón puro, humano, comprensivo con los defectos de quienes están junto a nosotros, amable con todos, capaz de hacerse cargo del dolor en cualquier circunstancia en que lo encontremos, dispuesto siempre a ayudar a quien lo necesite. «¡Mater Pulchrae dilectionis, Madre del Amor Hermoso, ruega por nosotros! Enséñanos a amar a Dios y a nuestros hermanos como tú los has amado: haz que nuestro amor hacia los demás sea siempre paciente, benigno, respetuoso (...), haz que nuestra alegría sea siempre auténtica y plena, para poder comunicarla a todos», y especialmente a quienes el Señor ha querido que estemos unidos con vínculos más fuertes.
Recordamos hoy cómo, cuando las necesidades han apremiado, la Iglesia y sus hijos han acudido al Corazón Dulcísimo de María para consagrar el mundo, las naciones o las familias. Siempre hemos tenido la intuición de que sólo en su Dulce Corazón estamos seguros. Hoy le hacemos entrega, una vez más, de lo que somos y tenemos. Dejamos en su regazo los días buenos y los que parecen malos, las enfermedades, las flaquezas, el trabajo, el cansancio y el reposo, los ideales nobles que el Señor ha puesto en nuestra alma; ponemos especialmente en sus manos nuestro caminar hacia Cristo para que Ella lo preserve de todos los peligros y lo guarde con ternura y fortaleza, como hacen las madres. Cor Mariae dulcissimum, iter para tutum, Corazón dulcísimo de María, prepárame..., prepárales un camino seguro.
Terminamos nuestra oración pidiendo al Señor, con la liturgia de la Misa: Señor, Dios nuestro, que hiciste del Inmaculado Corazón de María una mansión para tu Hijo y un santuario del Espíritu Santo, danos un corazón limpio y dócil, para que, sumisos siempre a tus mandatos, te amemos sobre todas las cosas y ayudemos a los hermanos en sus necesidades.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Pedro y San Pablo, apóstoles
San Pedro y san Pablo
“En aquel tiempo, llegó Jesús a la región de Cesarea de Felipe y preguntaba a sus discípulos: -¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre? Ellos contestaron: -Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas. Él les preguntó: -Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Simón Pedro tomó la palabra y dijo: -Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Jesús le respondió: -¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: -Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo” (Mateo 16,13-19).
I. Simón Pedro, como la mayor parte de los primeros seguidores de Jesús, era de Betsaida, ciudad de Galilea, en la ribera del lago de Genesaret. Era pescador, como el resto de su familia. Conoció a Jesús a través de su hermano Andrés, quien poco tiempo antes, quizá el mismo día, había estado con Juan toda una tarde en su compañía. Andrés no guardó para sí el inmenso tesoro que había encontrado, «sino que lleno de alegría corrió a contar a su hermano el bien que había recibido».
Llegó Pedro ante el Maestro. Intuitus eum Iesus..., mirándolo Jesús... El Maestro clavó su mirada en el recién llegado y penetró hasta lo más hondo de su corazón. ¡Cuánto nos hubiera gustado contemplar esa mirada de Cristo, que es capaz de cambiar la vida de una persona! Jesús miró a Pedro de un modo imperioso y entrañable. Más allá de este pescador galileo, Jesús veía toda su Iglesia hasta el fin de los tiempos. El Señor muestra conocerle desde siempre: ¡Tú eres Simón, el hijo de Juan! Y también conoce su porvenir: Tú te llamarás Cefas, que quiere decir Piedra. En estas pocas palabras estaban definidos la vocación y el destino de Pedro, su quehacer en el mundo.
Desde los comienzos, «la situación de Pedro en la Iglesia es la de roca sobre la que está construido un edificio». La Iglesia entera, y nuestra propia fidelidad a la gracia, tiene como piedra angular, como fundamento firme, el amor, la obediencia y la unión con el Romano Pontífice; «en Pedro se robustece la fortaleza de todos», enseña San León Magno. Mirando a Pedro y a la Iglesia en su peregrinar terreno, se le pueden aplicar las palabras del mismo Jesús: cayeron las lluvias y los ríos salieron de madre, y soplaron los vientos y dieron con ímpetu sobre aquella casa, pero no fue destruida porque estaba edificada sobre roca, la roca que, con sus debilidades y defectos, eligió un día el Señor: un pobre pescador de Galilea, y quienes después habían de sucederle.
El encuentro de Pedro con Jesús debió de impresionar hondamente a los testigos presentes, familiarizados con las escenas del Antiguo Testamento. Dios mismo había cambiado el nombre del primer Patriarca: Te llamarás Abrahán, es decir, Padre de una muchedumbre. También cambió el nombre de Jacob por el de Israel, es decir, Fuerte ante Dios. Ahora, el cambio de nombre de Simón no deja de estar revestido de cierta solemnidad, en medio de la sencillez del encuentro. «Yo tengo otros designios sobre ti», viene a decirle Jesús.
Cambiar el nombre equivalía a tomar posesión de una persona, a la vez que le era señalada su misión divina en el mundo. Cefas no era nombre propio, pero el Señor lo impone a Pedro para indicarla función de Vicario suyo, que le será revelada más adelante con plenitud. Nosotros podemos examinar hoy en la oración cómo es nuestro amor con obras al que hace las veces de Cristo en la tierra: si pedimos cada día por él, si difundimos sus enseñanzas, si nos hacemos eco de sus intenciones, si salimos con prontitud en su defensa cuando es atacado o menospreciado. ¡Qué alegría damos a Dios cuando nos ve que amamos, con obras, a su Vicario aquí en la tierra!
II. Este primer encuentro con el Maestro no fue la llamada definitiva. Pero desde aquel instante, Pedro se sintió prendido por la mirada de Jesús y por su Persona toda. No abandona su oficio de pescador, escucha las enseñanzas de Jesús, le acompaña en ocasiones diversas y presencia muchos de sus milagros. Es del todo probable que asistiera al primer milagro de Jesús en Caná, donde conoció a María, la Madre de Jesús, y después bajó con Él a Cafarnaún. Un día, a orillas del lago, después de una pesca excepcional y milagrosa, Jesús le invitó a seguirle definitivamente. Pedro obedeció inmediatamente -su corazón ha sido preparado poco a poco por la gracia- y, dejándolo todo -relictis omnibus-, siguió a Cristo, como el discípulo que está dispuesto a compartir en todo la suerte del Maestro.
Un día, en Cesarea de Filipo, mientras caminaban, Jesús preguntó a los suyos: Vosotros, ¿quién decís que soy Yo? Respondió Simón Pedro y dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. A continuación, Cristo le promete solemnemente el primado sobre toda la Iglesia. ¡Cómo recordaría entonces Pedro las palabras de Jesús unos años antes, el día en que le llevó hasta Él su hermano Andrés: Tú te llamarás Cefas ...! Pedro no cambió tan rápidamente como había cambiado de nombre. No manifestó de la noche a la mañana la firmeza que indicaba su nuevo apelativo. Junto a una fe firme como la piedra, vemos en Pedro un carácter a veces vacilante. Incluso en una ocasión Jesús reprocha al que va a ser el cimiento de su Iglesia que es para él motivo de escándalo. Dios cuenta con el tiempo en la formación de cada uno de sus instrumentos y con la buena voluntad de éstos. Nosotros, si tenemos la buena voluntad de Pedro, si somos dóciles a la gracia, nos iremos convirtiendo en los instrumentos idóneos para servir al Maestro y llevar a cabo la misión que nos ha encomendado. Hasta los acontecimientos que parecen más adversos, nuestros mismos errores y vacilaciones, si recomenzamos una y otra vez, si acudimos a Jesús, si abrimos el corazón en la dirección espiritual, todo nos ayudará a estar más cerca de Jesús, que no se cansa de suavizar nuestra tosquedad. Y quizá, en momentos difíciles, oiremos como Pedro: hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?. Y veremos junto a nosotros a Jesús, que nos tiende la mano.
III. El Maestro tuvo con Pedro particulares manifestaciones de aprecio; no obstante, más tarde, cuando Jesús más le necesitaba en momentos particularmente dramáticos, Pedro renegó de Él, que estaba solo y abandonado. Después de la Resurrección, cuando Pedro y otros discípulos han vuelto a su antiguo oficio de pescadores, Jesús va especialmente en busca de él, y se manifiesta a través de una segunda pesca milagrosa, que recordaría en el alma de Simón aquella otra en la que el Maestro le invitó definitivamente a seguirle y le prometió que sería pescador de hombres. Jesús les espera ahora en la orilla y usa los medios materiales -las brasas, el pez...- que resaltan el realismo de su presencia y continúan dando el tono familiar acostumbrado en la convivencia con sus discípulos. Después de haber comido, Jesús dijo a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?...
Después, el Señor anunció a Simón: En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven te ceñías tú mismo e ibas a donde querías; pero cuando envejezcas extenderás tus manos y otro te ceñirá y llevará a donde no quieras. Cuando escribe San Juan su Evangelio esta profecía ya se había cumplido; por eso añade el Evangelista: Esto lo dijo indicando con qué muerte había de glorificar a Dios. Después, Jesús recordó a Pedro aquellas palabras memorables que un día, años atrás, en la ribera de aquel mismo lago, cambiaron para siempre la vida de Simón: Sígueme.
Una piadosa tradición cuenta que, durante la cruenta persecución de Nerón, Pedro salía, a instancias de la misma comunidad cristiana, para buscar un lugar más seguro. Junto a las puertas de la ciudad se encontró a Jesús cargado con la Cruz, y habiéndole preguntado Pedro: «¿A dónde vas, Señor?» (Quo vadis, Domine?), le contestó el Maestro: «A Roma, a dejarme crucificar de nuevo». Pedro entendió la lección y volvió a la ciudad, donde le esperaba su cruz. Esta leyenda parece ser un eco último de aquella protesta de Pedro contra la cruz la primera vez que Jesús le anunció su Pasión. Pedro murió poco tiempo después. Un historiador antiguo refiere que pidió ser crucificado con la cabeza abajo por creerse indigno de morir, como su Maestro, con la cabeza en alto. Este martirio es recordado por San Clemente, sucesor de Pedro en el gobierno de la Iglesia romana. Al menos desde el siglo III, la Iglesia conmemora en este día, 29 de junio, el martirio de Pedro y de Pablo, el dies natalis, el día en que de nuevo vieron la Faz de su Señor y Maestro.
Pedro, a pesar de sus debilidades, fue fiel a Cristo, hasta dar la vida por Él. Esto es lo que le pedimos nosotros al terminar esta meditación: fidelidad, a pesar de las contrariedades y de todo lo que nos sea adverso por el hecho de ser cristianos. Le pedimos la fortaleza en la fe, fortes in fide, como el mismo Pedro pedía a los primeros cristianos de su generación. «¿Qué podríamos nosotros pedir a Pedro para provecho nuestro, qué podríamos ofrecer en su honor sino esta fe, de donde toma sus orígenes nuestra salud espiritual y nuestra promesa, por él exigida, de ser fuertes en la fe?».
Esta fortaleza es la que pedimos también a Nuestra Madre Santa María para mantener nuestra fe sin ambigüedades, con serena firmeza, cualquiera que sea el ambiente en que hayamos de vivir.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario