domingo, 23 de junio de 2019

Lunes semana 12 de tiempo ordinario; año impar

Lunes de la semana 12 de tiempo ordinario; año impar

La mota en el ojo ajeno
“En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: "No juzguéis y no os juzgarán. Porque os van a juzgar como juzguéis vosotros, y la medida que uséis, la usarán con vosotros. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: "Déjame que te saque la mota del ojo", teniendo una viga en el tuyo? Hipócrita: sácate primero la viga del ojo; entonces verás claro y podrás sacar la mota del ojo de tu hermano"” (Mateo 7,1-5).
I. En cierta ocasión, el Señor advirtió a los que le escuchaban: ¿Por qué te fijas en la mota del ojo de tu hermano, y no ves la viga que hay en el tuyo? O ¿cómo vas a decir a tu hermano: deja que saque la mota de tu ojo, cuando tú tienes una viga en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo y entonces podrás sacar la mota del ojo de tu hermano. Una manifestación de humildad es evitar el juicio negativo, y frecuentemente injusto, sobre los demás.
Por nuestra soberbia personal, las faltas más pequeñas que afectan a otros se ven aumentadas, mientras que, por contraste, los mayores defectos propios tienden a disminuirse y a justificarse. Es más, la soberbia tiende a proyectar en los demás lo que en realidad son imperfecciones y errores de uno mismo. Por eso aconsejaba sabiamente San Agustín: «Procurad adquirir las virtudes que creéis que faltan en vuestros hermanos, y ya no veréis sus defectos, porque no los tendréis vosotros».
La humildad, por el contrario, ejerce positivamente su influjo en una serie de virtudes que permiten una convivencia humana y cristiana. Sólo la persona humilde está en condiciones de perdonar, de comprender y de ayudar, porque sólo ella es consciente de haber recibido todo de Dios, y conoce sus miserias y lo necesitada que anda de la misericordia divina. De ahí que trate a su prójimo -también a la hora de juzgar- con comprensión, disculpando y perdonando cuando sea necesario. Por otra parte, nuestra visión de las acciones de otros será siempre muy limitada, pues sólo Dios penetra en las intenciones más íntimas, lee en los corazones y da el verdadero valor a todas las circunstancias que acompañan a una acción.
Debemos aprender a excusar los defectos, quizá patentes e innegables, de quienes tratamos a diario, de tal manera que no nos separemos de ellos ni dejemos de apreciarlos a causa de sus fallos o incorrecciones. Aprendamos del Señor, que «no pudiendo de ninguna forma excusar el pecado de quienes le habían puesto en la cruz, trata sin embargo de aminorar la malicia, alegando su ignorancia. Cuando no podamos nosotros excusar el pecado, juzguémosle a lo menos digno de compasión, atribuyéndolo a la causa más tolerante que pueda aplicársele, como lo es la ignorancia o la flaqueza».
Si nos ejercitamos en ver las cualidades del prójimo, descubriremos que esas deficiencias en su carácter, esas faltas en su comportamiento son, de ordinario, de escaso relieve en comparación con las virtudes que posee. Esta actitud positiva, justa, ante quienes tratamos habitualmente, nos ayudará mucho a acercarnos más al Señor, pues creceremos en mortificación interior, en caridad y en humildad. «Procuremos siempre -aconsejaba Santa Teresa- mirar las virtudes y cosas buenas que viéremos en los otros, y tapar sus defectos con nuestros grandes pecados. Es una manera de obrar que, aunque luego no se haga con perfección, se viene a ganar una gran virtud, que es tener a todos por mejores que nosotros, y comiénzase a ganar por aquí el favor de Dios».
Ante las deficiencias de los demás, incluso ante los mismos pecados externos (murmuraciones, faltas de laboriosidad...), hemos de adoptar una actitud positiva: rezar en primer lugar por ellos, desagraviar al Señor, ejercitar la paciencia y la fortaleza, quererles y apreciarles más, porque más lo necesitan; ayudarles lealmente con la corrección fraterna.
II. El Señor no despidió a los Apóstoles ni dejó de apreciarlos porque tuvieran defectos. Éstos han quedado bien reflejados en los Evangelios: en aquellos primeros momentos de su entrega al Señor, a veces vemos que se mueven por envidia, que tienen sentimientos de ira, que ambicionan los primeros puestos...; en esas ocasiones el Maestro les corrige con delicadeza, tiene paciencia con ellos y no deja de quererles. Enseña a quienes iban a ser los transmisores de su doctrina algo vital, en la familia, en el trabajo... en la Iglesia entera; el ejercicio, con obras, de la caridad.
Amar a los demás, con sus defectos también, es cumplir la Ley de Cristo, pues toda la Ley se resume en un solo precepto, en éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo, y no dice este mandamiento de Jesús que se ha de amar sólo a quienes carecen de defectos o a quienes tienen determinadas virtudes. El Señor nos pide que sepamos apreciar en primer lugar, porque la caridad es ordenada, a quien Dios ha puesto a nuestro lado por razones de parentesco, de trabajo, de amistad, de vecindad... Esta caridad tomará acentos y notas particulares según los lazos que nos unan, pero en todo caso nuestra actitud ha de ser siempre abierta, amistosa, con deseos de ayudar a todos. Y no se trata de vivir esta virtud con personas ideales, sino con quienes habitualmente convivimos, trabajamos o encontramos en la calle a la hora de mayor tráfico, o cuando los transportes públicos van sobrecargados. A veces nos hallaremos -quizá en el mismo hogar, en la misma oficina- a personas que tienen mal carácter o están algo enfermas o cansadas, o son egoístas y envidiosas... Se trata de convivir, de apreciar y de ayudar a esas personas concretas y reales.
Ante las faltas del prójimo, la respuesta del cristiano es comprender, rezar y, cuando sea oportuno, ayudar a través de la corrección fraterna, que recomendó el mismo Señor y que se vivió desde siempre en la Iglesia.
Esta ayuda fraterna, por ser fruto de la caridad, ha de hacerse humildemente, sin herir, a solas, de forma amable y positiva, haciendo comprender a ese amigo, a ese colega, que aquello daña a su alma, al trabajo, a la convivencia, a su debido prestigio humano. El precepto evangélico supera con mucho el plano meramente humano de las convenciones sociales y de la misma amistad si se funda sólo en criterios exclusivamente humanos. Es una muestra de lealtad humana, que evita toda crítica o murmuración a espaldas del interesado. ¿Nos comportamos así nosotros? ¿Ejercitamos de hecho esta recomendación que tiene su origen en el mismo Cristo?
III. Si tomamos como norma habitual no estar pendientes de la mota en el ojo ajeno, nos será fácil no hablar mal de nadie. Si en algún caso tenemos la obligación de emitir un juicio sobre una determinada actuación, sobre el proceder de alguien, haremos esa valoración en la presencia del Señor, en la oración, purificando la intención y cuidando las normas elementales de prudencia y de justicia, «No me cansaré de insistiros -solía repetir Mons. Escrivá de Balaguer- en que, quien tiene obligación de juzgar, ha de oír las dos partes, las dos campanas. ¿Por ventura nuestra ley condena a nadie sin haberle oído primero y examinado su proceder?, recordaba Nicodemo, aquel varón recto y noble, leal, a los sacerdotes y fariseos que buscaban perder a Jesús».
Y si tenemos que ejercer la crítica, ésta ha de ser siempre constructiva, oportuna, salvando siempre a la persona y sus intenciones, que no conocemos sino parcialmente. La crítica del cristiano es profundamente humana, no hiere y conserva incluso la amistad de quienes nos son contrarios, porque se manifiesta llena de respeto y de comprensión. El cristiano, por honradez humana, no juzga lo que no conoce, y cuando emite un juicio sabe que éste debe tener siempre unos requisitos de tiempo, de lugar y con los matices oportunos, sin lo cual se podría convertir con facilidad en detracción o difamación. Por caridad, y por honradez, tendremos cuidado de no convertir en juicio inamovible lo que ha sido una simple impresión, o en transmitir como verdad el «se dice» o la simple noticia sin confirmar, y que quizá nunca se confirme, que daña la reputación de una persona o de una institución.
Si la caridad nos lleva a ver los defectos de los demás sólo en un contexto de virtudes y de cualidades positivas, la humildad nos conduce a descubrir tantos errores y defectos en nosotros mismos que nos moverán, sin pesimismos, a pedir perdón al Señor, a comprender que los demás tengan alguno y a poner empeño por mejorar. Y, para esto, debemos aprender a recibir y a aceptar la crítica honrada de esas personas que nos conocen y aprecian. «Signo cierto de grandeza espiritual es saber dejarse decir las cosas: recibirlas con alegría y agradecimiento». Por el contrario, es propio de personas que se dejan llevar por la soberbia no tolerar ninguna advertencia, la excusa o la reacción contra quien, llevado de la caridad y de la mejor amistad, les quiere ayudar a superar un defecto o a evitar que repitan un mal proceder.
Entre los muchos motivos para dar gracias a Dios, ojalá podamos contar también con el de tener personas a nuestro lado que sepan decirnos oportunamente lo que hacemos mal y lo que podemos y debemos hacer mejor, en una crítica amiga y honesta.
La Virgen Santa María siempre supo decir la palabra adecuada; jamás murmuró, muchas veces guardó silencio.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
La Natividad de San Juan Bautista

La natividad de san Juan Bautista
«Entre tanto le llegó a Isabel el tiempo del parto, y dio a luz un hijo. Y oyeron sus vecinos y parientes la gran misericordia que el Señor le había mostrado, y se congratulaban con ella. El día octavo fueron a circuncidar al niño, y querían ponerle el nombre de su padre, Zacarías. Pero su madre dijo: De ninguna manera, sino que se ha de llamar Juan. Y le dijeron: No hay nadie en tu familia que se llame con este nombre. Al mismo tiempo preguntaban por señas a su padre, cómo quería que se le llamase. Y él pidiendo una tablilla, escribió: Juan es su nombre. Lo que llenó a todos de admiración. En aquel momento recobró el habla, se soltó su lengua, y hablaba bendiciendo a Dios. Y se apoderó de todos sus vecinos un temor y se comentaban estos acontecimientos por toda la montaña de Judea; y cuantos los oían, los grababan en su corazón, diciendo: ¿Quién pensáis ha de ser este niño? Porque la mano del Señor estaba con él». (Lucas 1, 57-66)
I. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan; éste venía para dar testimonio de la luz y preparar para el Señor un pueblo bien dispuesto.
Hace notar San Agustín que «la Iglesia celebra el nacimiento de Juan como algo sagrado, y él es el único cuyo nacimiento festeja; celebramos el nacimiento de Juan y el de Cristo». Es el último Profeta del Antiguo Testamento y el primero que señala al Mesías. Su nacimiento, cuya Solemnidad celebramos, «fue motivo de gozo para muchos», para todos aquellos que por su predicación conocieron a Cristo; fue la aurora que anuncia la llegada del día. Por eso, San Lucas resalta la época de su aparición, en un momento histórico bien concreto: El año decimoquinto del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea, Herodes tetrarca de Galilea... Juan viene a ser la línea divisoria entre los dos Testamentos. Su predicación es el comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios, y su martirio habrá de ser como un presagio de la Pasión del Salvador. Con todo, «Juan era una voz pasajera; Cristo, la Palabra eterna desde el principio».
Los cuatro Evangelistas no dudan en aplicar a Juan el bellísimo oráculo de Isaías: He aquí que yo envío a mi mensajero, para que te preceda y prepare el camino. Voz que clama en el desierto: preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas. El Profeta se refiere en primer lugar a la vuelta de los judíos a Palestina, después de la cautividad de Babilonia: ve a Yahvé como rey y redentor de su pueblo, después de tantos años en el destierro, caminando a la cabeza de ellos, por el desierto de Siria, para conducirlos con mano segura a la patria. Le precede un heraldo, según la antigua costumbre de Oriente, para anunciar su próxima llegada y hacer arreglar los caminos, de los que, en aquellos tiempos, nadie solía cuidar, a no ser en circunstancias muy relevantes. Esta profecía, además de haberse realizado en la vuelta del destierro, había de tener un significado más pleno y profundo en un segundo cumplimiento al llegar los tiempos mesiánicos. También el Señor había de tener su heraldo en la persona del Precursor, que iría delante de Él, preparando los corazones a los que había de llegar el Redentor.
Contemplando hoy, en la Solemnidad de su nacimiento, la gran figura del Bautista que tan fielmente llevó a cabo su cometido, podemos pensar nosotros si también allanamos el camino al Señor para que entre en las almas de amigos y parientes que aún están lejos de Él, para que se den más los que ya están próximos. Somos los cristianos como heraldos de Cristo en el mundo de hoy. «El Señor se sirve de nosotros como antorchas, para que esa luz ilumine... De nosotros depende que muchos no permanezcan en tinieblas, sino que anden por senderos que llevan hasta la vida eterna».
II. La misión de Juan se caracteriza sobre todo por ser el Precursor, el que anuncia a otro: vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por él. No era él la luz, sino el que había de dar testimonio de la luz. Así consigna en el inicio de su Evangelio aquel discípulo que conoció a Jesús gracias a la preparación y a la indicación expresa que recibió del Bautista: Al día siguiente estaba allí de nuevo Juan y dos discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dijo: He aquí el Cordero de Dios. Los dos discípulos, al oírle hablar así, siguieron a Jesús. ¡Qué gran recuerdo y qué inmenso agradecimiento tendría San Juan Apóstol cuando, casi al final de su vida, rememora en su Evangelio aquel tiempo junto al Bautista, que fue instrumento del Espíritu Santo para que conociera a Jesús, su tesoro y su vida! La predicación del Precursor estaba en perfecta armonía con su vida austera y mortificada: Haced penitencia -clamaba sin descanso-, porque está cerca el reino de los Cielos. Semejantes palabras, acompañadas de su vida ejemplar, causaron una gran impresión en toda la comarca, y pronto se rodeó de un numeroso grupo de discípulos, dispuestos a oír sus enseñanzas. Un fuerte movimiento religioso conmovió a toda Palestina. Las gentes, como ahora, estaban sedientas de Dios, y era muy viva la esperanza del Mesías. San Mateo y San Marcos refieren que acudían de todos los lugares: de Jerusalén y de todos los demás pueblos de Judea; también llegaban gentes de Galilea, pues Jesús encontró allí sus primeros discípulos, que eran galileos. Ante los enviados del Sanedrín, Juan se da a conocer con las palabras de Isaías: Yo soy la voz que clama. Con su vida y con sus palabras Juan dio testimonio de la verdad; sin cobardías ante los que ostentaban el poder, sin conmoverse por las alabanzas de las multitudes, sin ceder a la continua presión de los fariseos. Dio su vida defendiendo la ley de Dios contra toda conveniencia humana: no te es lícito tener por mujer a la esposa de tu hermano, reprochaba a Herodes.
Poca era la fuerza de Juan para oponerse a los desvaríos del tetrarca, y limitado el alcance de su voz para preparar al Mesías un pueblo bien dispuesto. Pero la palabra de Dios tomaba fuerza en sus labios. En la Segunda lectura de la Misa la liturgia aplica al Bautista las palabras del Profeta: Hizo de mi boca una espada afilada, me escondió en la sombra de su mano, me hizo flecha bruñida, me guardó en su aljaba. Y mientras Isaías piensa: en vano me he cansado, en viento y en nada he gastado mis fuerzas, el Señor le dice: te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra. El Señor quiere que le manifestemos en nuestra conducta y en nuestras palabras allí donde se desenvuelve diariamente el trabajo, la familia, las amistades..., en el comercio, en la Universidad, en el laboratorio..., aunque parezca que ese apostolado no es de mucho alcance. Es la misma misión de Juan la que el Señor nos encomienda ahora, en nuestros días: preparar los caminos, ser sus heraldos, los que le anuncian a otros corazones. La coherencia entre la doctrina y la conducta es la mejor prueba de la convicción y de la validez de lo que proclamamos; es, en muchas ocasiones, la condición imprescindible para hablar de Dios a las gentes.
III. La misión del heraldo es desaparecer, quedar en segundo plano, cuando llega el que es anunciado. «Tengo para mí -señala San Juan Crisóstomo- que por esto fue permitida cuanto antes la muerte de Juan, para que, desaparecido él, todo el fervor de la multitud se dirigiese hacia Cristo en vez de repartirse entre los dos». Un error grave de cualquier precursor sería dejar, aunque fuera por poco tiempo, que lo confundieran con aquel que se espera.
Una virtud esencial en quien anuncia a Cristo es la humildad y el desprendimiento. De los doce Apóstoles, cinco, según mención expresa del Evangelio, habían sido discípulos de Juan. Y es muy probable que los otros siete también; al menos, todos ellos lo habían conocido y podían dar testimonio de su predicación. En el apostolado, la única figura que debe ser conocida es Cristo. Ése es el tesoro que anunciamos, a quien hemos de llevar a los demás.
La santidad de Juan, sus virtudes recias y atrayentes, su predicación..., habían contribuido poco a poco a dar cuerpo a que algunos pensaran que quizá Juan fuese el Mesías esperado. Profundamente humilde, Juan sólo desea la gloria de su Señor y su Dios; por eso, protesta abiertamente: Yo os bautizo con agua; pero viene quien es más fuerte que yo, al que no soy digno de desatar la correa de sus sandalias: Él os bautizará en Espíritu Santo y en fuego. Juan, ante Cristo, se considera indigno de prestarle los servicios más humildes, reservados de ordinario a los esclavos de ínfima categoría, tales como llevarle las sandalias y desatarle las correas de las mismas. Ante el sacramento del Bautismo, instituido por el Señor, el suyo no es más que agua, símbolo de la limpieza interior que debían efectuar en sus corazones quienes esperaban al Mesías. El Bautismo de Cristo es el del Espíritu Santo, que purifica como lo hace el fuego.
Miremos de nuevo al Bautista, un hombre de carácter firme, como Jesús recuerda a la muchedumbre que le escucha: ¿Qué salisteis a ver al desierto? ¿Alguna caña que a cualquier viento se mueve? El Señor sabía, y las gentes también, que la personalidad de Juan trascendía de una manera muy acusada, y se compaginaba mal con la falta de carácter. Algo parecido nos pide a nosotros el Señor: pasar ocultos haciendo el bien, cumpliendo con perfección nuestras obligaciones.
Cuando los judíos fueron a decir a los discípulos de Juan que Jesús reclutaba más discípulos que su maestro, fueron a quejarse al Bautista, quien les respondió: Yo no soy el Cristo, sino que he sido enviado delante de él... Es necesario que Él crezca y que yo disminuya. Oportet illum crescere, me autem minui: conviene que Él crezca y que yo disminuya. Ésta es la tarea de nuestra vida: que Cristo llene nuestro vivir. Oportet illum crescere... Entonces nuestro gozo no tendrá límites. En la medida en que Cristo, por el conocimiento y el amor, penetre más y más en nuestras pobres vidas, nuestra alegría será incontenible.
Pidámosle al Señor, con el poeta: «Que yo sea como una flauta de caña, simple y hueca, donde sólo suenes tú. Ser, nada más, la voz de otro que clama en el desierto». Ser tu voz, Señor, en medio del mundo, en el ambiente y en el lugar en el que has querido que transcurra mi existencia.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.

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