miércoles, 26 de junio de 2019

Miércoles semana 12 de tiempo ordinario, año impar


Miércoles de la semana 12 de tiempo ordinario; año impar

Por sus frutos los conocereis
«Guardaos bien de los falsos profetas, que vienen a vosotros disfrazados de oveja, pero por dentro son lobos voraces. Por sus frutos los conoceréis: ¿acaso se cosechan uvas de los espinos o higos de las zarzas? Así todo árbol bueno da frutos buenos, y todo árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede dar frutos malos, ni un árbol malo dar frutos buenos. Todo árbol que no da fruto bueno es cortado y arrojado al fuego. Por tanto, por sus frutos los conoceréis.» (Mateo 7, 15-20)
I. El Señor insiste en repetidas ocasiones en el peligro de los falsos profetas, que llevarán a muchos a su ruina espiritual. En el Antiguo Testamento también se hace referencia a estos malos pastores que causan estragos en el pueblo de Dios. Así, el Profeta Jeremías denuncia la impiedad de aquellos que profetizan por Baal y desorientan a mi pueblo Israel, lo engañan y le cuentan sus propias fantasías y no las palabras de Yahvé..., descarrían a mi pueblo con sus mentiras y sus jactancias, siendo así que yo no les he enviado, ni les he dado misión alguna, ni han hecho a mi pueblo ningún bien. Pronto aparecieron también en el seno de la Iglesia. San Pablo los llama falsos hermanos y falsos apóstoles, y advierte a los primeros cristianos que se guarden de ellos; San Pedro los llama falsos doctores. En nuestros días también han proliferado los maestros del error; ha sido abundante la siembra de malas semillas, y han sido causa de desconcierto y de ruina para muchos.
En el Evangelio de la Misa nos advierte el Señor: Tened cuidado con los falsos profetas; se acercan con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces. Mucho es el daño que causan en las almas, pues los que se acercan a ellos en busca de luz encuentran oscuridad, buscan fortaleza y hallan incertidumbre y debilidad. El mismo Señor nos señala que tanto los verdaderos como los falsos enviados de Dios se conocerán por sus frutos; los predicadores de falsas reformas y doctrinas no acarrearán más que la desunión del tronco fecundo de la Iglesia y la turbación y perdición de las almas: por sus frutos los conoceréis, nos dice Jesús. ¿Acaso se cosechan uvas de las zarzas o higos de los cardos? Los árboles sanos dan frutos buenos; los árboles dañados dan frutos malos. Un árbol sano no puede dar frutos malos, ni un árbol dañado dar frutos buenos. En este pasaje del Evangelio nos advierte el Señor para que estemos vigilantes y seamos prudentes con los doctores falsarios y con sus doctrinas engañosas, pues no siempre será fácil distinguirlas, ya que la mala doctrina se presenta muchas veces con apariencia de bondad y de bien.
II. Los árboles sanos dan frutos buenos. Y el árbol está sano cuando corre por él savia buena. La savia del cristiano es la misma vida de Cristo, la santidad personal, que no se puede suplir con ninguna otra cosa. Por eso no debemos separarnos nunca de Él: quien está unido conmigo, y yo con él -nos dice-, ése da mucho fruto, porque sin mí nada podéis hacer. En el trato con Jesús aprendemos a ser eficaces, a estar alegres, a comprender, a querer de verdad, a ser, en definitiva, buenos cristianos.
La vida de unión con Cristo necesariamente trasciende el ámbito individual del cristiano en beneficio de los demás: de ahí brota la fecundidad apostólica, ya que «el apostolado, cualquiera que sea, es una sobreabundancia de vida interior», de la unión vital con el Señor. «Esta vida de unión íntima con Cristo en la Iglesia se nutre con los auxilios espirituales comunes a todos los fieles, muy especialmente con la participación activa en la sagrada liturgia. Los seglares deben servirse de estos auxilios de tal forma que, al cumplir debidamente sus obligaciones en medio del mundo, en las circunstancias ordinarias de la vida, no separen la unión con Cristo de su vida privada, sino que crezcan intensamente en esa unión realizando sus tareas en conformidad con la Voluntad de Dios». El trato con el Señor en la Sagrada Eucaristía, la participación en la Santa Misa -verdadero centro de la vida del cristiano-, la oración personal y la mortificación, que permite ese trato con Dios, tendrá unas manifestaciones concretas a la hora de realizar nuestros quehaceres, al relacionarnos con otras personas, creyentes o no, y al cumplir nuestros deberes cívicos y sociales. La savia no se ve, pero los frutos sí, y por el modo de comportarnos deberán reconocer a Cristo en nosotros: por la alegría, por la serenidad ante el dolor y las contrariedades, por la facilidad para disculpar los errores ajenos, por la exigencia en los propios deberes, por la sobriedad ejemplar en el uso de los bienes materiales, por el agradecimiento sincero ante los pequeños servicios de la convivencia diaria...
Si se descuidara esa honda unión con Dios, la eficacia apostólica con quienes nos relacionamos habitualmente se iría reduciendo hasta ser nula, y los frutos se tornarían amargos, indignos de ser presentados al Señor. «Entre aquellos mismos -señalaba San Pío X- a quienes les resulta una carga recogerse en su corazón (Jer 12, 11) o no quieren hacerlo, no faltan los que reconocen la consiguiente pobreza de su alma, y se excusan con el pretexto de que se entregaron totalmente al servicio de las almas. Pero se engañan. Habiendo perdido la costumbre de tratar con Dios, cuando hablan de Él a los hombres o dan consejos de vida cristiana, están totalmente vacíos del espíritu de Dios, de manera que la palabra del Evangelio parece como muerta en ellos». No es infrecuente entonces que -en el mejor de los casos- se den sólo consejos a ras de tierra, sin contenido sobrenatural, o doctrinas propias, cuando tenía que haberse dado la doctrina del Evangelio. Si se descuida el trato con Dios, la piedad personal, no se producen las obras que el Señor espera de cada cristiano. De la abundancia del corazón habla la boca; y si en el corazón no está Dios, ¿cómo podrán comunicar las palabras y la vida que de Él proceden? Examinemos hoy cómo es nuestra oración: la puntualidad en la hora fijada, el empeño por rechazarlas distracciones, el hacerla en el lugar más oportuno, la petición a la Virgen, a San José, al Angel Custodio para que nos ayuden a mantener un diálogo vivo y personal con el Señor, cómo nos concretamos algún propósito cada día, aunque sea pequeño... Examinemos también cómo es nuestro interés por vivir la presencia de Dios mientras caminamos por la calle, mientras trabajamos, en la familia..., y puntualicemos qué debemos rectificar, mejorar. Formulemos un propósito, quizá pequeño, pero concreto.
III. Así como el hombre que excluye de su vida a Dios se convierte en árbol enfermo con malos frutos, la sociedad que pretende desalojar a Dios de sus costumbres y de sus leyes produce males sin cuento y gravísimos daños para los ciudadanos que la integran. «Sin religión es imposible que sean buenas las costumbres de un Estado». Surge al mismo tiempo el fenómeno del laicismo, que quiere suplantar el honor debido a Dios y la moral basada en principios trascendentes, por ideales y normas de conducta meramente humanos, que acaban siendo infrahumanos. A la vez, tratan de relegar a Dios y a la Iglesia al interior de las conciencias y se ataca, con agresividad, a la Iglesia y al Papa, bien directamente o en personas o instituciones que son fieles a su Magisterio.
No es raro entonces que «donde el laicismo logra sustraer al hombre, a la familia y al Estado del influjo regenerador de Dios y de la Iglesia, aparezcan señales cada vez más evidentes y terribles de la corruptora falsedad del viejo paganismo. Cosa que sucede también en aquellas regiones en las que durante siglos brillaron los fulgores de la civilización cristiana». Esas señales producidas por la secularización son evidentes en muchos países, incluso de gran tradición y raigambre cristiana, donde progresa este proceso de secularización: divorcio, aborto, aumento alarmante del consumo de droga, incluso en niños y menores de edad, agresividad, desprecio de la moralidad pública... El hombre y la sociedad se deshumanizan y degradan cuando no tienen a Dios como Padre, lleno de amor, que sabe dar leyes para la misma conservación de la naturaleza humana y para que las personas encuentren su propia dignidad y alcancen el fin para el que fueron creadas.
Ante frutos tan amargos, los cristianos debemos responder con generosidad a la llamada recibida de Dios para ser sal y luz allí donde estamos, por pequeño que pueda ser o parecer el ámbito donde se desenvuelve nuestra vida. Debemos mostrar con hechos que el mundo es más humano, más alegre, más honesto, más limpio, cuando está más cerca de Dios. La vida más merece la pena ser vivida cuanto más informada esté por la luz de Cristo.
Jesús nos mueve continuamente a no permanecer inactivos, a no perder la más pequeña ocasión de dar un sentido más cristiano, más humano, a las personas y al ambiente en el que nos movemos. Al terminar nuestra oración nos preguntamos hoy: ¿qué puedo hacer yo en mi familia, en mi escuela, en la Universidad, en la oficina..., para que el Señor esté presente en esos lugares? Y pedimos a San José la firmeza de espíritu para llevar a Cristo a todas las realidades humanas. Miremos con fe el ejemplo de su vida, de la que se «desprende la gran personalidad humana de José: en ningún momento se nos aparece como un hombre apocado o asustado ante la vida; al contrario, sabe enfrentarse con los problemas, salir adelante en las situaciones difíciles, asumir con responsabilidad e iniciativa las tareas que se le encomiendan».
Con la gracia de Dios y la intercesión del Santo Patriarca, nos esforzaremos con constancia para dar fruto abundante, en el lugar donde Dios nos ha puesto.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Josemaría Escrivá, presbítero

Jesús nos llama a ser santos en medio del mundo, que es como un mar en el que Él nos toma para darnos la misión apostólica de ser pescadores
“En aquel tiempo, la gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la Palabra de Dios, estando él a orillas del lago de Genesaret; y vio dos barcas que estaban junto a la orilla: los pescadores habían desembarcado y estaban lavando las redes. Subió a una de las barcas, la de Simón, y le pidió que la apartara un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente. Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: -Rema mar adentro y echad las redes para pescar. Simón contestó: Maestro, nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes. Y, puestos a la obra, hicieron una redada de peces tan grande, que reventaba la red. Hicieron señas a los socios de la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Se acercaron ellos y llenaron las dos barcas, que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús, diciendo: -Apártate de mí, Señor, que soy un pecador. Y es que el asombro se había apoderado de él y de los que estaban con él, al ver la redada de peces que habían cogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Jesús dijo a Simón: -No temas: desde ahora, serás pescador de hombres. Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron”  (Lucas  5, 1-11).
1. “Cristo vive: Cristo no es una figura que pasó”, decía san Josemaría. Vive: “Iesus Christus heri et hodie ipse et in saecula”, le gustaba repetir con la Escritura: “Jesucristo, el mismo que fue ayer, es hoy y será para siempre”. Ésta es nuestra fe. Cristo está en medio de nosotros, y hoy como entonces “la gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la palabra de Dios, estando él a orillas del lago de Genesaret; y vio dos barcas que estaban junto a la orilla”... Se agolpaban, es decir, querían todos estar muy cerca, muy pegados a El. Otras veces, Jesús, subes a un monte para hablar de modo que te oigan. Aquí, en la orilla del mar, piensas que el mejor modo es meterte en el agua con una barca: “la barca de Simón es la Iglesia y en ella es Cristo quien sigue enseñando. Desde la Iglesia llega a todos la Palabra de Dios, esa Palabra de la que los hombres tienen tanta necesidad. La Iglesia es la cátedra de Jesucristo, la cátedra de las enseñanzas de Cristo a través de los tiempos” (P. Cardona).
Tú nos dices, como a Pedro: «-Rema mar adentro y echad las redes para pescar». Y aunque hay dificultades -«nos hemos pasado toda la noche bregando y no hemos cogido nada»- más fuerte es la fe que nos inspiras, Jesús. Pedro, con humildad echa las redes. Obedece. Ante la sorpresa de la captura, quiero decirte también yo, con él: «Apártate de mí, Señor, que soy un pecador.» Quiero oír cómo me dices también a mí: «No temas: desde ahora serás pescador de hombres
Las personas necesitan tu voz, Señor, que les llevemos tu salvación: “Convenceos de una realidad siempre actual: llega siempre un momento en el que el alma no puede más, no le bastan las explicaciones habituales, no le satisfacen las mentiras de los falsos profetas. Y aunque no lo admitan entonces, esas personas sienten hambre de saciar su inquietud con la enseñanza del Señor” (J. Escrivá, Amigos de Dios 260).
Jesús, quiero notar que pasas a nuestro lado y nos convoca, como en la ribera del lago de Genesaret. Al iniciar este nuevo milenio, nos encontramos también nosotros agolpados junto a Ti, con Pedro y aquellos discípulos, y oímos hoy el murmullo de las olas del lago de Genesaret, el chapoteo de las barcas junto a la orilla, y el eco de tu voz amabilísima, Jesús, que nos hablas. Ahora igual que entonces. Nos gustaría estar en esta tierra santa tan maltratada, pero desde que tú Jesús pasaste por la tierra toda la tierra es sagrada, santa, como indicaste a la samaritana junto al pozo de Sicar: es una religión no de la montaña o del templo, sino del Espíritu y de la Verdad, del amor. De todas formas, la tierra de Palestina forma como un icono de tu paso por la tierra,  Jesús, y fomenta nuestra devoción, como también otros muchos lugares de peregrinación, y las tumbas, reliquias de los santos, como el altar que en Roma contiene el cuerpo del que hoy celebramos.
Jesús Nuestro Señor, con la vida de san Josemaría, con su predicación incansable por todo el mundo, con su labor fundacional que tuvo que romper moldes, con su trabajo apostólico que hoy palpita en tantos corazones de diversas razas y lenguas, con sus escritos, está pasando de nuevo y nos enseña, como hacía desde la barca a la orilla del lago; nos habla a cada uno, y nos dice, como a Pedro: “Rema mar a dentro -duc in altum-, y echad las redes para pescar”. La barca con Cristo es sentirnos hijos de Dios muy queridos y de que hemos de vivir y comportarnos como tales; que estamos llamados a un encuentro personalísimo con Él y a tener así una vida contemplativa en medio de los quehaceres materiales de nuestro día; que nos quiere libres, con la libertad de los hijos, abandonados alegremente en las manos de su Padre Dios, y al mismo tiempo empeñados en agradarle; que nos pide que seamos muy humanos precisamente por ser cristianos; que disfruta viéndonos distintos, y sin embargo unidos, sabiendo convivir, ir del brazo con todos; que nos espera cada día en el trabajo abnegado, hecho con deseos sinceros de servir y con la mayor competencia que podamos, por amor; que debemos ejercer, heroicamente si es necesario, nuestros derechos ciudadanos -que son deberes- sin involucrar a la Iglesia y sí, en cambio, empeñando la propia responsabilidad personal; en fin, que nos anima a que demos a conocer a todas las personas que nos rodean la razón de nuestra alegría...
Pescar es dar la vida y entregarnos como lo hizo Pedro y los demás, y lo sintió en su llamada san Josemaría, para hacer apostolado y provocar en muchos un nuevo encuentro con cada uno, que dé lugar a una entrega y a una correspondencia mutuas ya para siempre. Todo pasa por ese encuentro personal con Dios: estar frente a frente, cara a cara, delante de Dios; diálogo de Tú a Tú, sencillo, directo, confiado, con Dios Nuestro Padre, con Jesús en la Eucaristía, que se entrega totalmente y que se nos queda en esa cárcel de amor que es el Sagrario. ¡Cómo le enamoraba a san Josemaría! ¡Cómo lo cortejó siempre! Lo hizo desde muy joven, cuando, allá en Logroño, siendo todavía adolescente, se acercaba a la iglesia que llaman la Redonda, para acompañarle. Enseguida, en aquellos años, cuando intuyó que Dios podía querer algo, aun en medio de la incertidumbre y de la duda, su respuesta fue: Domine, Ut sit!Domine, Ut videam¡, Señor que sea esto que Tú quieres! Que vea tu Voluntad, para hacerla, porque la quiero por encima de todo... sentirse interpelado como Pedro, y corresponder así a lo que Cristo hizo en su vida y culminó en la Cruz y en la Resurrección. Vivir de este modo no sólo es posible, sino que es el secreto de la felicidad: dándolo todo, sin poner condiciones, y vivir cada día con esta vibración de amor en el fondo de la conciencia: Dios me llama hoy y ahora, en el trabajo, en la familia, entre mis amigos, en mi juventud y en mi vejez; a pesar de mis debilidades; en todas las circunstancias que Él me envía; con sacrificio, con dolores, con sequedades -si Dios las quiere-, con un poco de Cruz, que no hemos de exagerar, pero entregados a Él, a su Voluntad.
Vale la pena. Se lo pediremos en la oración después de la Comunión: “Señor, (...) que cumpliendo tu voluntad en todo, recorramos con alegría el camino de nuestra vocación”. Los apóstoles dicen “sí”… “Ellos (...), dejándolo todo, le siguieron”. Santa María es modelo de respuesta generosa, ella nos llevará a escuchar las palabras que inspiran confianza que Jesús contestó a Pedro: “No temas: desde ahora, serás pescador de hombres”. Así podemos estar seguros.
2. El Génesis (2,4-9.15) nos cuenta que Dios pone al hombre sobre la tierra “para que lo guardara y lo cultivara”, y así el hombre colabora con Dios en la creación, a través de su trabajo.
Tú, Señor, nos invitas a hacer contigo esa obra de tu providencia, pues “si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas”… (Salmo126).
3. La carta de los Romanos (8) nos recuerda otro aspecto que impulsó san Josemaría, la filiación divina, y el mismo Espíritu nos sugiere que llamemos a Dios “Padre”, y nos lleva con ese dinamismo de hijos: “los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios”.

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