miércoles, 30 de mayo de 2018

Jueves semana 8 de tiempo ordinario; año par

Jueves de la semana 8 de tiempo ordinario; año par

La fe de Bartimeo
“Llegan a Jericó. Y cuando salía de Jericó,  acompañado de sus discípulos y de una gran muchedumbre, el hijo de Timeo (Bartimeo), un mendigo ciego, estaba sentado junto al camino. Al  enterarse de que era Jesús de Nazaret, se puso a gritar: «¡Hijo de David,  Jesús, ten compasión de mí!» Muchos le increpaban para que se callara. Pero él gritaba mucho más: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!» Jesús se detuvo y dijo: «Llamadle.» Llaman al ciego, diciéndole: «¡Animo,  levántate! Te llama.» Y él, arrojando su manto, dio un brinco y vino  donde Jesús. Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: «¿Qué quieres que te  haga?» El ciego le dijo: «Rabbuní, ¡que vea!» Jesús le dijo: «Vete, tu fe  te ha salvado.» Y al instante, recobró la vista y le seguía por el camino” (Marcos  10,46–52. 46).
I. Relata San Marcos en el Evangelio de la Misa de hoy que Jesús, al salir de Jericó en su camino hacia Jerusalén, pasó cerca de un ciego, Bartimeo, el hijo de Timeo, que estaba sentado junto al camino pidiendo limosna. Bartimeo «es un hombre que vive a oscuras, un hombre que vive en la noche. Él no puede, como otros enfermos, llegar hasta Jesús para ser curado. Y ha oído noticias de que hay un profeta de Nazaret que devuelve la vista a los ciegos». También nosotros, comenta San Agustín, «tenemos cerrados los ojos del corazón y pasa Jesús para que clamemos».
El ciego, al sentir el tropel de gente, preguntó qué era aquello»; «seguramente, tiene costumbre de distinguir los ruidos: los ruidos de las gentes que van a las faenas del campo, los ruidos de las caravanas que viajan hasta tierra lejanas. Pero un día (...) se enteró de que era Jesús de Nazaret el que pasaba. Bartimeo oyó ruidos a una hora quizá desacostumbrada y preguntó -porque no eran los ruidos con los que tenía una cierta familiaridad, eran los ruidos de una muchedumbre diferente-: "¿Qué pasa?"». Y le dicen: Es Jesús de Nazaret. Al oír este nombre se llenó de fe su corazón. Jesús era la gran oportunidad de su vida. Y comenzó a gritar con todas sus fuerzas: ¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí! En su alma, la fe se hace oración. «Como a ti, cuando has sospechado que Jesús pasaba a tu vera. Se aceleró el latir de tu pecho y comenzaste también a clamar, removido por una íntima inquietud».
Las dificultades comienzan muy pronto para aquel hombre que busca en la oscuridad a Cristo, que pasa cerca de su vida. Quienes le rodeaban le reprendían para que callase. San Agustín comenta esta frase del Evangelio haciendo notar que cuando un alma se decide a clamar al Señor, o a seguirle, con frecuencia encuentra obstáculos en las personas que le rodean. Le reprendían para que callase: «Cuando haya comenzado a realizar estas cosas, mis parientes, vecinos y amigos comenzarán a bullir. Los que aman el sigilo se me ponen enfrente. ¿Te has vuelto loco? ¡Qué extremoso eres! ¿Por ventura los demás no son cristianos? Esto es una tontería, es una locura. Y cosas tales clama la turba para que no clamemos los ciegos». «Y amigos, costumbres, comodidad, ambiente, todos te aconsejaron: ¡cállate, no des voces! ¿Por qué has de llamar a Jesús? ¡No le molestes!».
Bartimeo no les hace el menor caso. Jesús es su gran esperanza, y no sabe si volverá a pasar de nuevo cerca de su vida. Y, en vez de callar, clama más fuerte: Hijo de David, ten compasión de mí. «¿Por qué has de obedecer los reproches de la turba y no caminar sobre las huellas de Jesús que pasa? Os insultarán, os morderán, os echarán atrás, pero tú clama hasta que lleguen tus clamores a los oídos de Jesús, pues quien fuere constante en lo que el Señor mandó, sin atender los pareceres de las turbas y sin hacer gran caso de los que siguen aparentemente a Cristo, antes prefiere la vista que Cristo ha de darle al estrépito de los que vocean, no habrá poder que le retenga, y Jesús se detendrá y le sanará».
Y, efectivamente, «cuando insistimos fervorosamente en nuestra oración, detenemos a Jesús que va de paso». La oración del ciego es escuchada. Ha logrado su propósito, a pesar de las dificultades externas, de la presión del ambiente que le rodea y de su propia ceguera, que le impedía saber con exactitud dónde se encontraba Jesús, que permanecía en silencio, sin atender, aparentemente, su petición.
«¿No te entran ganas de gritar a ti, que estás también parado a la vera del camino, de ese camino de la vida, que es tan corta; a ti, que te faltan luces; a ti, que necesitas más gracias para decidirte a buscar la santidad? ¿No sientes la urgencia de clamar: Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí? ¡Qué hermosa jaculatoria, para que la repitas con frecuencia!».
II. «El Señor, que le oyó desde el principio, le dejó perseverar en su oración. Lo mismo que a ti. Jesús percibe la primera invocación de nuestra alma, pero espera. Quiere que nos convenzamos de que le necesitamos; quiere que le roguemos, que seamos tozudos, como aquel ciego que estaba junto al camino que salía de Jericó».
La comitiva se detiene y Jesús manda llamar a Bartimeo: ¡Animo!, levántate, te llama. Él, arrojando su manto, dio un salto y se acercó a Jesús. «¡Tirando su capa! No sé si tú habrás estado en la guerra. Hace ya muchos años, yo pude pisar alguna vez el campo de batalla, después de algunas horas de haber acabado la pelea; y allí había, abandonados por el suelo, mantas, cantimploras y macutos llenos de recuerdos de familia: cartas, fotografías de personas amadas... ¡Y no eran de los derrotados; eran de los victoriosos! Aquello, todo aquello les sobraba, para correr más deprisa y saltar el parapeto enemigo. Como a Bartimeo, para correr detrás de Cristo.
»No olvides que, para llegar hasta Cristo, se precisa el sacrificio; tirar todo lo que estorbe: manta, macuto, cantimplora».
Está ahora Bartimeo delante de Jesús. La multitud los rodea y contempla la escena. El Señor le pregunta: ¿Qué quieres que te haga? Él, que podía restituir la vista, ¿ignoraba acaso lo que quería el ciego? Jesús desea que le pidamos. Conoce de antemano nuestras necesidades y quiere remediarlas.
«El ciego contestó enseguida: Señor, que vea. No pide al Señor oro, sino vista. Poco le importa todo, fuera de ver, porque aunque un ciego puede tener otras muchas cosas, sin la vista no puede ver lo que tiene.
»Imitemos, pues, al que acabamos de oír. Imitémosle en su fe grande, en su oración perseverante, en su fortaleza para no rendirse ante el ambiente adverso en el que se inician sus primeros pasos hacia Cristo. «Ojalá que, dándonos cuenta de nuestra ceguera, sentados junto al camino de las Escrituras y oyendo que Jesús pasa, le hagamos detenerse junto a nosotros con la fuerza de nuestra oración», que debe ser como la de Bartimeo: personal, directa, sin anonimato. A Jesús le llamamos por su nombre y le tratamos de modo directo y concreto.
III. La historia de Bartimeo es nuestra propia historia, pues también nosotros estamos ciegos para muchas cosas, y Jesús está pasando junto a nuestra vida. Quizá ha llegado ya el momento de dejar la cuneta del camino y acompañar a Jesús.
Las palabras de Bartimeo: Señor, que vea, nos pueden servir como una jaculatoria sencilla para repetirla muchas veces, y de modo particular cuando nos falten luces en el apostolado, en cuestiones que no sabemos resolver; pero sobre todo en materias relacionadas con la fe y la vocación. «Cuando se está a oscuras, cegada e inquieta el alma, hemos de acudir, como Bartimeo, a la Luz. Repite. Grita, insiste con más fuerza. "Domine, ut videam!" -¡Señor, que vea!... Y se hará el día para tus ojos, y podrás gozar con la luminaria que Él te concederá». En esos momentos de oscuridad, cuando quizá ya no nos acompaña el entusiasmo sensible de los primeros tiempos en que seguimos al Señor; cuando la oración se hace costosa y la fe parece debilitarse; cuando no vemos con tanta claridad el sentido de una pequeña mortificación y se ocultan los frutos del esfuerzo en el apostolado, precisamente entonces es cuando más necesitamos de la oración. En vez de recortar o abandonar el trato con Dios, por el mayor esfuerzo que nos supone, es el momento de mostrar nuestra lealtad, nuestra fidelidad, redoblando el empeño por agradarle.
Jesús le dijo: Anda, tu fe te ha salvado. Y al instante recobró la vista. Lo primero que ve Bartimeo en este mundo es el rostro de Cristo. No lo olvidará jamás. Y le seguía en el camino. Es lo único que conocemos de Bartimeo: que le seguía por el camino. A través de San Lucas sabemos que le seguía glorificando a Dios. Y todo el pueblo, al presenciarlo, alabó a Dios. Durante toda su vida recordaría Bartimeo la misericordia de Jesús. Muchos se convertirían a la fe por su testimonio.
Muchas gracias hemos recibido también nosotros. Tan grandes o mayores que la del ciego de Jericó. Y también espera el Señor que nuestra vida y nuestra conducta sirvan a muchos para que encuentren a Jesús presente en nuestro tiempo.
Y le seguía por el camino, glorificando a Dios. Es también un resumen de lo que puede llegar a ser nuestra propia vida si tenemos esa fe viva y operativa, como Bartimeo.
Con palabras del himno Adoro te devote acabamos nuestra oración: Iesu, quem velatum nunc aspicio, // oro, fiat illud quod tam sitio; // ut te revelata cernens facie, // visu sim beatus tuae gloriae. Amen.
Jesús, a quien ahora veo escondido // te ruego que se cumpla lo que tanto ansío: // que al mirar tu rostro ya no oculto, // sea yo feliz viendo tu gloria. Amén.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
La Visitación de la Virgen María

La Visitación de nuestra Señora
“Por aquellos días, María se encaminó presurosa a un pueblo de las montañas de Judea. Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y cuando Isabel oyó el saludo de María, el niño saltó en su seno. Entonces Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó a grandes voces: "¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! Pero ¿cómo es posible que la madre de mi Señor venga a visitarme? Porque en cuanto oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno. ¡Dichosa tú que has creído! Porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá". Entonces María dijo: "Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se llena de júbilo en Dios mi Salvador, porque ha mirado la humildad de su sierva. Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones, porque ha hecho en mí cosas grandes el Poderoso. Su nombre es santo, y su misericordia es eterna con aquellos que le honran. Actuó con la fuerza de su brazo y dispersó a los de corazón soberbio.Derribó de sus tronos a los poderosos y engrandeció a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y a los ricos despidió sin nada. Tomó de la mano a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia, como lo había prometido a nuestros antepasados, en favor de Abrahán y de sus descendientes para siempre".María estuvo con Isabel unos tres meses; después regresó a su casa” (Lucas 1, 39-56).
I. Venid, oíd los que teméis a Dios y os contaré las maravillas del Señor en mi alma, leemos en la Antífona de entrada de la Misa.
Poco después de la Anunciación, se dirigió Nuestra Señora a visitar a su pariente Isabel, que vivía en la región montañosa de Judea, a cuatro o cinco jornadas de camino. Por aquellos días -señala San Lucas-, María se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá. La Virgen, al conocer por medio del ángel el estado de Isabel, movida por la caridad, se apresura a ir para ayudarle en las necesidades normales de la casa. Nadie la obliga; Dios, a través del ángel, no le ha exigido nada en este sentido, e Isabel no ha solicitado su ayuda. María hubiera podido permanecer en su propia casa, para dedicarse a preparar la llegada de su Hijo, el Mesías. Pero se pone en camino cum festinatione, con alegre prontitud, con gozo inefable, para prestar sus servicios sencillos a su prima.
Nosotros la acompañamos por aquellos caminos en nuestra oración, y le decimos, con las palabras que leemos en la Primera lectura de la Misa: Exulta, hija de Sión, alégrate y gózate de todo corazón, hija de Jerusalén (...). El Señor Dios tuyo, el fuerte, está en medio de ti. Él te salvará, se gozará sobre ti con alegría (...), se regocijará sobre ti con júbilo eterno.
Es fácil imaginar el inmenso gozo que llevaba Nuestra Madre en su corazón y el deseo grande de comunicarlo. Mira, también Isabel, tu prima, ha concebido un hijo..., le había indicado el ángel. Según este testimonio expreso, se trataba de una concepción prodigiosa, y estaba relacionada de algún modo con el Mesías que iba a venir. Después de este largo viaje, Nuestra Señora entró en casa de Zacarías y saludó a su pariente. Y en cuanto oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó de gozo en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo. Aquella casa quedó transformada por la presencia de Jesús y de María. Su saludo «fue eficaz en cuanto llenó a Isabel del Espíritu Santo. Con su lengua, mediante la profecía, hizo brotar en su prima, como de una fuente, un río de dones divinos (...). En efecto, allí donde llega la llena de gracia, todo queda colmado de alegría». Es éste un prodigio que hace Jesús a través de María, asociada desde los comienzos a la Redención y a la alegría que Cristo trae al mundo.
La fiesta de hoy, la Visitación, nos presenta una faceta de la vida interior de María: su actitud de servicio humilde y de amor desinteresado para quien se encuentra en necesidad. Este suceso, que contemplamos en el segundo misterio de gozo del Santo Rosario, nos invita a la entrega pronta, alegre y sencilla a quienes nos rodean. Muchas veces el mayor servicio que prestaremos será consecuencia del gozo interior que se desborda y llega a los demás. Pero esto sólo será posible si nos mantenemos muy cerca del Señor, mediante el fiel cumplimiento de los momentos de oración que tenemos previstos a lo largo del día: «la unión con Dios, la vida sobrenatural, comporta siempre la práctica atractiva de las virtudes humanas: María lleva la alegría al hogar de su prima, porque "lleva" a Cristo». ¿"Llevamos" con nosotros a Cristo, y con Él la alegría, allí a donde vamos... al trabajo, en la visita a unos vecinos, a un enfermo...? ¿Somos habitualmente causa de alegría para los demás?
II. A la llegada de Nuestra Señora, Isabel, llena del Espíritu Santo, proclama en voz alta: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme? Pues en cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno.
Isabel no se limita a llamarla bendita, sino que relaciona su alabanza con el fruto de su vientre, que es bendito por los siglos. ¡Cuántas veces hemos repetido también nosotros estas mismas palabras, al recitar el Avemaría!: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. ¿Las pronunciamos con el mismo gozo con que lo hizo Isabel? ¡Cuántas veces pueden servirnos como una jaculatoria que nos una a Nuestra Madre del Cielo, mientras trabajamos, al caminar por la calle, al contemplar una imagen suya!
María y Jesús siempre estarán juntos. Los mayores prodigios de Jesús serán realizados -como en este caso- en íntima unión con su Madre, Medianera de todas las gracias. «Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación -afirma el Concilio Vaticano II- se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte».
Aprendamos hoy, una vez más, que cada encuentro con María representa un nuevo hallazgo de Jesús. «Si buscáis a María, encontraréis a Jesús. Y aprenderéis a entender un poco lo que hay en este corazón de Dios que se anonada (...)», que se hace asequible en medio de la sencillez de los días corrientes. Este don inmenso -poder conocer, tratar y amar a Cristo- tuvo su comienzo en la fe de Santa María, cuyo perfecto cumplimiento Isabel pone ahora de manifiesto: «la plenitud de gracia, anunciada por el ángel, significa el don de Dios mismo; la fe de María, proclamada por Isabel en la Visitación, indica cómo la Virgen de Nazaret ha respondido a este don». La Virgen, que ya había pronunciado su fiat pleno y entregado, se presenta en el umbral de la casa de Isabel y Zacarías como Madre del Hijo de Dios. Es el descubrimiento gozoso de Isabel y también el nuestro, al que nunca terminaremos de acostumbrarnos.
III. El clima que rodea este misterio que contemplamos en el Santo Rosario, la atmósfera que empapa el episodio de la Visitación es la alegría; el misterio de la Visitación es un misterio de gozo. Juan el Bautista exulta de alegría en el seno de Santa Isabel; ésta, llena de alegría por el don de la maternidad, prorrumpe en bendiciones al Señor; María eleva el Magnificat, un himno todo desbordante de la alegría mesiánica. A las alabanzas de Isabel, Nuestra Señora responde con este canto de júbilo. El hogar de Zacarías y de Isabel rezuma el espíritu más puro del Antiguo Testamento. Y María encierra en su seno el Misterio que dará paso al Nuevo. El Magnificat es «el cántico de los tiempos mesiánicos, en el que confluyen la alegría del antiguo y del nuevo Israel (...). El cántico de la Virgen, dilatándose, se ha convertido en plegaria de la Iglesia de todos los tiempos».
En este ambiente es donde tiene pleno sentido la expresión de lo que María lleva guardado en su corazón. El Magnificat es la manifestación más pura de su íntimo secreto, revelado por el ángel. No hay en él rebuscamiento ni artificio: estas palabras son el espejo del alma de Nuestra Señora; un alma llena de grandeza y tan cercana a su Creador: Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador.
Y junto a este canto de alegría y de humildad, la Virgen nos ha dejado una profecía: desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. «Desde los tiempos más antiguos la Bienaventurada Virgen es honrada con el título de Madre de Dios, a cuyo amparo acuden los fieles, en todos sus peligros y necesidades, con sus oraciones. Y sobre todo a partir del Concilio de Éfeso, el culto del pueblo de Dios hacia María creció maravillosamente en veneración y amor, en invocaciones y deseo de imitación, en conformidad de sus mismas palabras proféticas: Desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso».
Nuestra Madre Santa María no se distinguió por hechos prodigiosos; no conocemos por el Evangelio que haya obrado milagros mientras estuvo en la tierra; pocas, muy pocas, son las palabras que de Ella nos ha conservado el texto inspirado. Su vida de cara a los demás fue la de una mujer corriente, que ha de sacar adelante su familia. Sin embargo, se ha cumplido puntualmente esta maravillosa profecía. ¿Quién podría contar las alabanzas, las invocaciones, los santuarios en su honor, las ofrendas, las devociones marianas...? A lo largo de veinte siglos la han llamado bienaventurada personas de todo género y condición: intelectuales y gente que no sabe leer, reyes, guerreros, artesanos, hombres y mujeres, personas de edad avanzada y niños que comienzan a balbucear... Nosotros estamos cumpliendo ahora aquella profecía. Dios te salve, María, llena eres de gracia..., bendita tú eres entre todas las mujeres..., le decimos en la intimidad de nuestro corazón.
De modo particular la hemos invocado a lo largo de este mes de mayo, «pero el mes de mayo no puede terminar; debe continuar en nuestra vida, porque la veneración, el amor, la devoción a la Virgen no pueden desaparecer de nuestro corazón, más aún, deben crecer y manifestarse en un testimonio de vida cristiana, modelada según el ejemplo de María, el nombre de la hermosa flor que siempre invoco // mañana y tarde, como canta Dante Alighieri (Paradiso 23, 88)». Tratando a María, descubrimos a Jesús. «¡Cómo sería la mirada alegre de Jesús!: la misma que brillaría en los ojos de su Madre, que no puede contener su alegría -"Magnificat anima mea Dominum!" -y su alma glorifica al Señor, desde que lo lleva dentro de sí y a su lado.
»¡Oh, Madre!: que sea la nuestra, como la tuya, la alegría de estar con Él y de tenerlo».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.

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