Martes de la semana 4 de tiempo ordinario; año impar
Jesús hace milagros, continúa haciéndolos con la Eucaristía. Corremos por la vida, con la mirada puesta en Él
“En aquel tiempo, Jesús pasó de nuevo en la barca a la otra orilla y se aglomeró junto a Él mucha gente; Él estaba a la orilla del mar. Llega uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y al verle, cae a sus pies, y le suplica con insistencia diciendo: «Mi hija está a punto de morir; ven, impón tus manos sobre ella, para que se salve y viva». Y se fue con él. Le seguía un gran gentío que le oprimía.Entonces, una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años, y que había sufrido mucho con muchos médicos y había gastado todos sus bienes sin provecho alguno, antes bien, yendo a peor, habiendo oído lo que se decía de Jesús, se acercó por detrás entre la gente y tocó su manto. Pues decía: «Si logro tocar aunque sólo sea sus vestidos, me salvaré». Inmediatamente se le secó la fuente de sangre y sintió en su cuerpo que quedaba sana del mal. Al instante, Jesús, dándose cuenta de la fuerza que había salido de Él, se volvió entre la gente y decía: «¿Quién me ha tocado los vestidos?». Sus discípulos le contestaron: «Estás viendo que la gente te oprime y preguntas: ‘¿Quién me ha tocado?’». Pero Él miraba a su alrededor para descubrir a la que lo había hecho. Entonces, la mujer, viendo lo que le había sucedido, se acercó atemorizada y temblorosa, se postró ante Él y le contó toda la verdad. Él le dijo: «Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad».Mientras estaba hablando llegan de la casa del jefe de la sinagoga unos diciendo: «Tu hija ha muerto; ¿a qué molestar ya al Maestro?». Jesús que oyó lo que habían dicho, dice al jefe de la sinagoga: «No temas; solamente ten fe». Y no permitió que nadie le acompañara, a no ser Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Llegan a la casa del jefe de la sinagoga y observa el alboroto, unos que lloraban y otros que daban grandes alaridos. Entra y les dice: «¿Por qué alborotáis y lloráis? La niña no ha muerto; está dormida». Y se burlaban de Él. Pero Él después de echar fuera a todos, toma consigo al padre de la niña, a la madre y a los suyos, y entra donde estaba la niña. Y tomando la mano de la niña, le dice: «Talitá kum», que quiere decir: «Muchacha, a ti te digo, levántate». La muchacha se levantó al instante y se puso a andar, pues tenía doce años. Quedaron fuera de sí, llenos de estupor. Y les insistió mucho en que nadie lo supiera; y les dijo que le dieran a ella de comer”(Marcos 5,21-43).
1. Hoy te vemos, Jesús, ayudando a los necesitados con dos milagros: cuando vas camino de la casa de Jairo a sanar a su hija -que mientras tanto ya ha muerto- curas a la mujer que padece flujos de sangre. Veo que ha llegado el Reino prometido. Estás ya actuando con la fuerza de Dios, que a la vez fomentas la fe que tienen estas personas en ti. El jefe de la sinagoga te pide que cures a su hija. Mientras vas, la mujer enferma no se atreve a pedir: se acerca disimuladamente y te toca el borde del manto. Tú notaste “que había salido fuerza” de ti y la atendiste luego con unas palabras: en los dos casos apelas a la fe: «hija, tu fe te ha curado», «no temas, basta que tengas fe».
Me gusta, Señor, ver cómo te enfrentas a la enfermedad y la muerte. Sobre todo cómo tienes compasión por nosotros. Te veo en la Iglesia y tus sacramentos, «como fuerzas que brotan del Cuerpo de Cristo siempre vivo y vivificante», presente en ellos a través del ministerio de la Iglesia. Son también acciones del Espíritu Santo que actúa en su Cuerpo que es la Iglesia y «las obras maestras de Dios en la nueva y eterna Alianza» (CEC 1116).
Todo dependerá de si tenemos fe. Tu acción salvadora, Señor, está siempre en acto. Pero no actúa mágica o automáticamente. También a nosotros nos dices: «No temas, basta que tengas fe». Tal vez nos falta esta fe de Jairo o de la mujer enferma para acercarnos a ti, Jesús, y pedirte humilde y confiadamente que nos cures de la enfermedad que es nuestra experiencia de debilidad, y del miedo de la muerte, gran interrogante que en ti cobra sentido profundo, al hacernos ver cómo Dios nos tiene destinados a la salud y a la vida: «El que cree en mí, aunque muera, vivirá; el que me come tiene vida eterna».
La buena mujer que se acerca a Jesús nos hace ver que los sacramentos actúan por su propia fuerza divina, de modo infinito, pero se reciben según la capacidad del recipiente, de nuestra fe. Ella, que por padecer flujos de sangre es considerada «impura» y está marginada por la sociedad, sólo quiere una cosa: poder tocar tu manto, Jesús.
En Cafarnaún, donde llegaste con el bote, esta mujer oye quizá la curación del leproso, y ve llegar al jefe de la sinagoga, que angustiado dice al Maestro: "maestro, mi hija se está muriendo, ven a imponerle las manos para que se ponga bien y no se muera", y se pusieron en camino. Entonces hace su plan: "si pudiera tocarle la ropa que trae, me pondré buena", y tan buen punto lo tocó, se le paró la hemorragia, y así el mal había desaparecido, sintió el cuerpo lleno de vida. Entonces fue cuando el Señor dice: "¿quien me ha tocado?" y ella, llena de vergüenza pero contenta y feliz, responde: “he sido yo, Señor”, y dice Jesús: "tu fe te ha salvado, vete en paz".
Cuenta un misionero en la India que estaba en adoración eucarística cuando uno de los asistentes, hindú, se acercó y tocó el copón, mientras él miraba asombrado pero optó –viendo el respeto con que lo hacía- por dejarle hacer. Luego volvió a donde estaban los otros y al cabo de un rato dijo que quería ver la Eucaristía que se escondía dentro del copón, y explicó que cuando se acercó al altar le pidió a Jesús que le curara de un tumor, en la cabeza, un bulto grande como una fruta, y que al tocarlo se había curado. Efectivamente, se fijó el sacerdote que ya no tenía el bulto. Luego pensó en la fe que teníamos los católicos en la Eucaristía, y en la que tenía aquel hindú... Nosotros podemos tocar Jesús, con los sacramentos, el manto de Cristo son los sacramentos, tocar quiere decir creer. La tímida audacia de la hemorroísa debe servirnos para tocar a Jesús, que está esperándonos en la Misa, y espera que nos acerquemos confiadamente.
A veces la cosa está fatal, como cuando los criados de Jairo le dicen “no molestes al maestro, tu hija ha muerto”. Pero Jesús le dice: «No temas, solamente ten fe». Jesús, contra toda esperanza: “no tengas miedo, basta que creas y ella vivirá”, y luego ante ella manda: “talita cumi”, levántate y anda, y cuando se alzó ante la sorpresa de todos, añade: “dadle de comer, que tiene hambre”. Jesús nos dirá muchas veces: “si tuvierais un poco de fe…”, haríais maravillas. La fe no va sola, va de la mano de la humildad. La Iglesia “es” en la Eucaristía, en Jesús. Ahí nos desligamos de las ataduras de espacio y tiempo y nos trasladamos a la cúspide del calvario.... donde ese amor que juega al escondite, que late bajo estas especies, nos da vida pues sin Él no tiene sentido la vida, sería anodina, sin trascendencia. Se descubre la presencia del Amado, que ya vino por el bautismo pero ahora se fusiona con nosotros. Ahí Jesús nos recibe, nos dice: “mira que estoy a la puerta y llamo”... “el que me coma vivirá por mí”. El Apóstol lo expresa así: “No soy yo quien vivo, es Cristo quien vive en mí”.
“Una sola gota de la Preciosa Sangre contenida en el cáliz podría bastar para obtenernos gracias cuya eficacia ni siquiera podemos sospechar; bastaría para salvar millones de mundos más culpables que el nuestro, y para hacer más santos que cuantos pueda poseer el paraíso” (Vandeur). “Todas las obras buenas juntas no pueden compararse con el sacrificio de la Misa, pues son obras de hombres, mientras que la Misa es obra de Dios” (Cura de Ars). La Eucaristía tiene un valor infinito, pero nuestra participación es según las posibilidades, las disposiciones: si vamos con un gran recipiente acogeremos más gracia de Dios, según la capacidad de nuestro corazón; como decía Santo Tomás: “pues en la satisfacción se mira más el afecto del que ofrece que el valor de la oblación -fue el Señor quien dijo de la viuda que echó dos céntimos que ‘había echado más que ninguno-, aunque esta oblación sea suficiente de suyo para satisfacer por toda la pena, se satisface sólo por quienes se ofrece o por quienes la ofrecen en la medida de la devoción que tienen, y no por toda la pena”.
“Cuando participamos de la Eucaristía -dice San Cirilo de Jerusalén- experimentamos la espiritualización deificante del Espíritu Santo, que no sólo nos conforma con Cristo, como sucede en el bautismo, sin que nos cristifica por entero, asociándonos a la plenitud de Cristo Jesús”.
Así como la hemorroísa percibió instantáneamente su curación con ocasión de tocar el borde del manto de Jesús, “gracias a la fuerza que había salido de Él”; y “se pide al sacerdote que aprenda a no estorbar la presencia de Cristo en él, especialmente en aquellos momentos en los que realiza el Sacrificio del Cuerpo y de la Sangre y cuando, en nombre de Dios, en la Confesión sacramental auricular y secreta, perdona los pecados”, decía san Josemaría, y añadía: “Cuando yo era niño, no estaba aún extendida la práctica de la comunión frecuente. Recuerdo cómo se disponían para comulgar: había esmero en arreglar bien el alma y el cuerpo. El mejor traje, la cabeza bien peinada, limpio también físicamente el cuerpo, y quizá hasta con un poco de perfume... eran delicadezas propias de enamorados, de almas finas y recias, que saben pagar con amor el Amor”. El deseo de comulgar –comunión espiritual- también fomenta la recepción de esas gracias.
2. La vida es una carrera de fondo y también lucha, leemos hoy en Hebreos. El corredor se viste con ropas ligeras. «Sacudámonos todo el lastre y el pecado que se nos pega; corramos con constancia»: ¡Fuera todo lastre (pecado)! Concentrados en el jefe, Jesús, objeto de contemplación: "Puestos los ojos en Jesús... meditad, pues, en el que soportó tanta oposición", hacemos la carrera a ejemplo de la suya, correr hasta la meta que es la casa del Padre.
3. “Los desvalidos comerán hasta saciarse, / alabarán al Señor los que lo buscan: / viva su corazón por siempre”. Quiero correr, Señor, con la esperanza puesta en ti: “Lo recordarán y volverán al Señor / hasta de los confines del orbe; / en su presencia se postrarán / las familias de los pueblos. / Ante él se postrarán las cenizas de la tumba, / ante él se inclinarán los que bajan al polvo.” La Vida está en ti, en acoger tu vida en mí: “Me hará vivir para él, mi descendencia le servirá, / hablarán del Señor a la generación futura, / contarán su justicia al pueblo que ha de nacer: / todo lo que hizo el Señor”.
Llucià Pou Sabaté
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San Blas, obispo y mártir. San Oscar, obispo
SAN BLAS, OBISPO Y MÁRTIR
San Blas fue médico y obispo de Sebaste, Armenia. Hizo vida eremítica en una cueva del Monte Argeus.
San Blas era conocido por su don de curación milagrosa. Salvó la vida de un niño que se ahogaba al trabársele en la garganta una espina de pescado. Este es el origen de la costumbre de bendecir las gargantas el día de su fiesta.
Según una leyenda, se le acercaban también animales enfermos para que les curase, pero no le molestaban en su tiempo de oración.
Cuando la persecución de Agrícola, gobernador de Cappadocia, contra los cristianos llegó a Sebaste, sus cazadores fueron a buscar animales para los juegos de la arena en el bosque de Argeus y encontraron muchos de ellos esperando fuera de la cueva de San Blas. Allí encontraron a San Blas en oración y lo arrestaron. Agrícola trató sin éxito de hacerle apostatar. En la prisión, San Blas sanó a algunos prisioneros. Finalmente fue echado a un lago. San Blas, parado en la superficie, invitaba a sus perseguidores a caminar sobre las aguas y así demostrar el poder de sus dioses. Pero se ahogaron. Cuando volvió a tierra fue torturado y decapitado. C. 316.
San Blas, obispo y mártir, fue tan celebre en todo el mundo cristiano por el don de los milagros con que lo honró Dios, nació en Sebaste, cuidad de Armenia. La pureza de sus costumbres, la dulzura de su naturaleza, su humildad y prudencia, y sobre todo, su eminente misericordia, criaron en él la estimación de todo lo bueno.
Los primeros años de su vida se desempeñó en el estudio de la filosofía, y un tiempo hizo grandes progresos. Los bellos descubrimientos que hizo en el estudio de la naturaleza excitaron su inclinación a la medicina, la cual practicó con perfección. Esta profesión le dio motivo para conocer más de cerca las enfermedades y la miseria de esta vida, y en esta ocasión, de hacer más serias reflexiones sobre su caducidad, como también sobre el mérito y la solidez de los bienes eternos.
Penetrado de estos grandes sentimientos, decidió prevenir los remordimientos que se experimentan a la hora de la muerte, evitándolos con la santidad de una vida verdaderamente cristiana. Pensaba retirarse al desierto, pero cuando falleció el obispo de Sebaste, lo eligieron en su reemplazo con los aplausos de toda la ciudad.
El nuevo cargo sólo sirvió para que resalte con nueva luz su virtud, y lo obligo a iniciar una vida más santa. Cuanto más se despreocupaba en la salvación de sus ovejas, más aumentaba esa despreocupación por su propia vida. Se dedicó, entonces a instruir el pueblo más con sus ejemplos que con su palabra.
Era tan grande la predisposición que tenía al retiro, y tan ardiente el deseo de perfeccionarse cada día más y más, que tuvo la necesidad de esconderse en una gruta, situada en la punta de una montaña, llamada el monte Argeo, poco distante de la ciudad.
A pocos días de estar allí, Dios manifestó la eminente santidad de su fiel siervo con varios milagros. No solamente venían de todas partes hombres para que los cure de las dolencias de su alma y cuerpo, sino que hasta los mismos animales salvajes salían de sus cuevas y venían a manadas a que el santo obispo les dé su bendición, y que los sane de los males que sufrían. Si sucedía que lo encontraban en oración cuando llegaban, esperaban mansamente en la puerta de la gruta sin interrumpirlo, pero no se retiraban hasta lograr que el Santo los bendiga.
Hacía el año 315 vino a Sebaste Agricolao — gobernador de Capadocia y de la menor Armenia — por el mandado del emperador Licinio, con el orden de exterminar a todos los cristianos. En cumplimento de su misión, luego de entrar a la ciudad, ordenó que fuesen echados a las fieras todos los cristianos que se encuentren en prisiones. Para que se realice esta sentencia, salieron a los bosques cercanos en caza de leones y tigres. Los enviados del gobernador entraron por el monte Argeo, y se encontraron con la cueva, en la cual estaba retirado San Blas. La entrada a la cueva estaba rodeada de muchos animales salvajes y viendo al Santo que estaba rezando en medio de ellos con la mayor tranquilidad se asombraron. Fascinados del suceso tan extraordinario, comunicaron al Gobernador lo que acababan de ver, y él sorprendido de esta noticia, ordenó a los soldados que traigan a su presencia al santo Obispo. Ni bien lo intimaron de esta orden, nuestro Santo, bañado de una dulcísima alegría les dijo: "Vamos, hijos míos, vamos a derramar nuestra sangre por mi Señor Jesucristo! Hace mucho tiempo que suspiro por el martirio, y esta noche me ha dado el Señor para entender que se dignaba de aceptar mi sacrificio.
Luego que se extendió la noticia que a nuestro Santo lo llevaban a la ciudad de Sebaste, los caminos se llenaron de gente — concurriendo hasta los mismos paganos — que deseaba recibir su bendición y alivio de sus males. Una pobre mujer desesperada y afligida, pasó como pudo por medio de la muchedumbre, y llena de confianza se arrojo a los pies del Santo, presentándole a un hijo suyo que estaba sufriendo por una espina que le había atravesado la garganta y que lo ahogaba sin remedio humano. Compadecido el piadoso Obispo del triste estado de su hijo y del dolor de la madre, levanto los ojos y las manos al cielo, y empezó a rezar fervorosamente: "Señor mío, Padre de las Misericordias, y Dios de todo consuelo, dígnate de oír la humilde petición de tu siervo, y concédele a este niño la salud para que conozca todo el mundo que sólo Tu eres el Señor de los vivos y de los muertos. Pues Tu eres el Dueño soberano de todos, misericordiosamente liberal, y Te suplico humildemente, que todos los que recurren a mí para conseguir de Tu la curación de semejantes dolencias por la intercesión de Tu siervo, y demuestren su confianza, serán benignamente oídos y favorablemente atendidos." Apenas terminó el Santo su oración, cuando el muchacho arrojó la espina de su garganta y quedo totalmente sano. Esta es la principal veneración que tiene San Blas, por la ayuda con todos los males de la garganta, y los milagros que aparecen cada día demuestran la eficacia de su poderosa protección.
Cuando ellos llegaron a la ciudad, San Blas fue presentado al Gobernador, quien le ordenó que allí mismo, sin ninguna replica y demora, sacrificase a los dioses inmortales. ¡Oh Dios!, — exclamó el Santo — ¿Para qué des ese nombre a los demonios, que sólo tienen el poder para hacernos mal? No hay más dioses que un sólo Dios Inmortal, Todopoderoso y Eterno, y Ese es el Dios que yo adoro!"
Irritado con esta respuesta Agricolao, al instante ordenó a que le peguen con tanta crueldad y por tan largo tiempo, que no se creía que pudiese sobrevivir. Pero San Blas demostró alegría en su semblante y tenía una fuerza sobrenatural que lo sostenía. Después lo llevaron a la cárcel, en la cual obró tantos milagros, que cuando entró enfurecido el Gobernador, ordenó que le despedazasen el cuerpo con uñas de acero, herida tras herida. Corrían arroyos de sangre por todas partes. Siete devotas mujeres, que se preocuparon de recogerla cuidadosamente, encontraron luego el premio de su devoción. Cuando fueron traídas ante el Gobernador, acompañadas de dos pequeños niños, las mandó a que sacrificasen a los dioses bajo pena de su vida. Ellas pidieron que les entreguen los ídolos, y cuando todos creían que iban a sacrificar, vieron que con tan valioso denuedo los arrojaron en una laguna. Por esa demostración ganaron la corona del martirio, cuando allí mismo fueron degolladas junto con los dos niños.
Siguió fuerte San Blas, entonces avergonzado el Gobernador de verse siempre vencido, mandó que lo ahoguen en la misma laguna donde habían sido arrojados los ídolos. Protegiéndose el Santo Mártir con la señal de la cruz, comenzó a caminar sobre las aguas sin hundirse, como si fuera por tierra firme. Llegó a la mitad de la laguna y se sentó serenamente, demostrando a los infieles que sus dioses no tenían ningún poder. Hubo algunos tan necios o corajudos, que quisieron hacer la prueba por su cuenta, pero todos se ahogaron. En ese momento escuchó San Blas una voz que lo llamaba a salir de la laguna para recibir el martirio. Al salir, el gobernador de inmediato le mandó a cortar la cabeza en el año 316.
Los primeros años de su vida se desempeñó en el estudio de la filosofía, y un tiempo hizo grandes progresos. Los bellos descubrimientos que hizo en el estudio de la naturaleza excitaron su inclinación a la medicina, la cual practicó con perfección. Esta profesión le dio motivo para conocer más de cerca las enfermedades y la miseria de esta vida, y en esta ocasión, de hacer más serias reflexiones sobre su caducidad, como también sobre el mérito y la solidez de los bienes eternos.
Penetrado de estos grandes sentimientos, decidió prevenir los remordimientos que se experimentan a la hora de la muerte, evitándolos con la santidad de una vida verdaderamente cristiana. Pensaba retirarse al desierto, pero cuando falleció el obispo de Sebaste, lo eligieron en su reemplazo con los aplausos de toda la ciudad.
El nuevo cargo sólo sirvió para que resalte con nueva luz su virtud, y lo obligo a iniciar una vida más santa. Cuanto más se despreocupaba en la salvación de sus ovejas, más aumentaba esa despreocupación por su propia vida. Se dedicó, entonces a instruir el pueblo más con sus ejemplos que con su palabra.
Era tan grande la predisposición que tenía al retiro, y tan ardiente el deseo de perfeccionarse cada día más y más, que tuvo la necesidad de esconderse en una gruta, situada en la punta de una montaña, llamada el monte Argeo, poco distante de la ciudad.
A pocos días de estar allí, Dios manifestó la eminente santidad de su fiel siervo con varios milagros. No solamente venían de todas partes hombres para que los cure de las dolencias de su alma y cuerpo, sino que hasta los mismos animales salvajes salían de sus cuevas y venían a manadas a que el santo obispo les dé su bendición, y que los sane de los males que sufrían. Si sucedía que lo encontraban en oración cuando llegaban, esperaban mansamente en la puerta de la gruta sin interrumpirlo, pero no se retiraban hasta lograr que el Santo los bendiga.
Hacía el año 315 vino a Sebaste Agricolao — gobernador de Capadocia y de la menor Armenia — por el mandado del emperador Licinio, con el orden de exterminar a todos los cristianos. En cumplimento de su misión, luego de entrar a la ciudad, ordenó que fuesen echados a las fieras todos los cristianos que se encuentren en prisiones. Para que se realice esta sentencia, salieron a los bosques cercanos en caza de leones y tigres. Los enviados del gobernador entraron por el monte Argeo, y se encontraron con la cueva, en la cual estaba retirado San Blas. La entrada a la cueva estaba rodeada de muchos animales salvajes y viendo al Santo que estaba rezando en medio de ellos con la mayor tranquilidad se asombraron. Fascinados del suceso tan extraordinario, comunicaron al Gobernador lo que acababan de ver, y él sorprendido de esta noticia, ordenó a los soldados que traigan a su presencia al santo Obispo. Ni bien lo intimaron de esta orden, nuestro Santo, bañado de una dulcísima alegría les dijo: "Vamos, hijos míos, vamos a derramar nuestra sangre por mi Señor Jesucristo! Hace mucho tiempo que suspiro por el martirio, y esta noche me ha dado el Señor para entender que se dignaba de aceptar mi sacrificio.
Luego que se extendió la noticia que a nuestro Santo lo llevaban a la ciudad de Sebaste, los caminos se llenaron de gente — concurriendo hasta los mismos paganos — que deseaba recibir su bendición y alivio de sus males. Una pobre mujer desesperada y afligida, pasó como pudo por medio de la muchedumbre, y llena de confianza se arrojo a los pies del Santo, presentándole a un hijo suyo que estaba sufriendo por una espina que le había atravesado la garganta y que lo ahogaba sin remedio humano. Compadecido el piadoso Obispo del triste estado de su hijo y del dolor de la madre, levanto los ojos y las manos al cielo, y empezó a rezar fervorosamente: "Señor mío, Padre de las Misericordias, y Dios de todo consuelo, dígnate de oír la humilde petición de tu siervo, y concédele a este niño la salud para que conozca todo el mundo que sólo Tu eres el Señor de los vivos y de los muertos. Pues Tu eres el Dueño soberano de todos, misericordiosamente liberal, y Te suplico humildemente, que todos los que recurren a mí para conseguir de Tu la curación de semejantes dolencias por la intercesión de Tu siervo, y demuestren su confianza, serán benignamente oídos y favorablemente atendidos." Apenas terminó el Santo su oración, cuando el muchacho arrojó la espina de su garganta y quedo totalmente sano. Esta es la principal veneración que tiene San Blas, por la ayuda con todos los males de la garganta, y los milagros que aparecen cada día demuestran la eficacia de su poderosa protección.
Cuando ellos llegaron a la ciudad, San Blas fue presentado al Gobernador, quien le ordenó que allí mismo, sin ninguna replica y demora, sacrificase a los dioses inmortales. ¡Oh Dios!, — exclamó el Santo — ¿Para qué des ese nombre a los demonios, que sólo tienen el poder para hacernos mal? No hay más dioses que un sólo Dios Inmortal, Todopoderoso y Eterno, y Ese es el Dios que yo adoro!"
Irritado con esta respuesta Agricolao, al instante ordenó a que le peguen con tanta crueldad y por tan largo tiempo, que no se creía que pudiese sobrevivir. Pero San Blas demostró alegría en su semblante y tenía una fuerza sobrenatural que lo sostenía. Después lo llevaron a la cárcel, en la cual obró tantos milagros, que cuando entró enfurecido el Gobernador, ordenó que le despedazasen el cuerpo con uñas de acero, herida tras herida. Corrían arroyos de sangre por todas partes. Siete devotas mujeres, que se preocuparon de recogerla cuidadosamente, encontraron luego el premio de su devoción. Cuando fueron traídas ante el Gobernador, acompañadas de dos pequeños niños, las mandó a que sacrificasen a los dioses bajo pena de su vida. Ellas pidieron que les entreguen los ídolos, y cuando todos creían que iban a sacrificar, vieron que con tan valioso denuedo los arrojaron en una laguna. Por esa demostración ganaron la corona del martirio, cuando allí mismo fueron degolladas junto con los dos niños.
Siguió fuerte San Blas, entonces avergonzado el Gobernador de verse siempre vencido, mandó que lo ahoguen en la misma laguna donde habían sido arrojados los ídolos. Protegiéndose el Santo Mártir con la señal de la cruz, comenzó a caminar sobre las aguas sin hundirse, como si fuera por tierra firme. Llegó a la mitad de la laguna y se sentó serenamente, demostrando a los infieles que sus dioses no tenían ningún poder. Hubo algunos tan necios o corajudos, que quisieron hacer la prueba por su cuenta, pero todos se ahogaron. En ese momento escuchó San Blas una voz que lo llamaba a salir de la laguna para recibir el martirio. Al salir, el gobernador de inmediato le mandó a cortar la cabeza en el año 316.
SAN OSCAR, OBISPO
San Óscar, obispo (también llamado Ascario, Anscario, Ansgar o Anskar) (Amiens, Austrasia; 8 de septiembre de 801 – Brema, Sajonia; 3 de febrero de 865), misionero europeo, el primer arzobispo de Hamburgo y santo patrono de Escandinavia, siendo su día festivo el 3 de febrero. Su biografía fue escrita por san Remberto de Bremen en la Vita Ansgarii.
Fue mandado por Ludovico Pío a ayudar al rey Harald Klak a cristianizar Dinamarca y con el rey Björn på Håga para convertir al cristianismo a Suecia. Óscar inició una misión religiosa en todos los países eslavos y escandinavos, siendo designado arzobispo de Hamburgo en el año 832.
Sin embargo los normandos restituyeron el paganismo en Suecia y Dinamarca en el 845 y Óscar hubo de repetir todo su trabajo. Después frustró otra rebelión pagana y fue reconocido como un santo después de su muerte.
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