miércoles, 4 de febrero de 2015

Jueves semana 4ª de tiempo ordinario; año impar

Jueves de la semana 4 de tiempo ordinario; año impar

Jesús, la Palabra encarnada, nos pide que anunciemos el Evangelio por todo el mundo
Entonces llamó a los Doce y los envió de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus impuros. Y les ordenó que no llevaran para el camino más que un bastón; ni pan, ni alforja, ni dinero; que fueran calzados con sandalias, y que no tuvieran dos túnicas. Les dijo: "Permanezcan en la casa donde les den alojamiento hasta el momento de partir. Si no los reciben en un lugar y la gente no los escucha, al salir de allí, sacudan hasta el polvo de sus pies, en testimonio contra ellos". Entonces fueron a predicar, exhortando a la conversión; expulsaron a muchos demonios y curaron a numerosos enfermos, ungiéndolos con óleo”(Marcos 6,7-13).
1. Hoy vemos el envío de los apóstoles a una misión evangelizadora, de dos en dos: Jesús llama a los "doce" y, por primera vez, los "envía"... Esta es la primera vez que van a encontrarse solos, sin Jesús... lejos de Él. Es el "tiempo de la Iglesia" que empieza con este envío. Hemos visto estos días a "Jesús con sus discípulos"... y también que "Jesús estableció a doce para estar con Él y para enviarlos..." Es el movimiento del corazón: la sangre viene al corazón y de allí es enviada al organismo... Es el mismo movimiento del apostolado: vivir con Cristo, ir al mundo a llevarle este Cristo... intimidad con Dios, presencia en el mundo...
-“Los envía de dos en dos”... Trabajo en equipo. El individualismo tiene formas sutiles, temibles… además, mejor ir acompañado.
-“Dándoles poder sobre los espíritus impuros... Partieron, y predicaron que se arrepintiesen. Y echaron muchos demonios, y ungían a muchos enfermos con óleo y los curaban”. Vemos aquí el carisma de la "palabra" que proclama la necesidad de un cambio de vida; el carisma de "echar los demonios", potencia de acción contra el mal; el carisma de "curar a los enfermos", mejorar la vida humana.
-“Y les encargó que no tomasen para el camino nada más que un bastón; ni pan, ni alforja, ni dinero en el cinturón... y que se calzasen con sandalias y no llevasen túnica de recambio... Dondequiera que entréis en una casa quedaos en ella, hasta que salgáis de aquel lugar..."Ligeros de equipaje, sin bagajes embarazosos, siempre dispuestos a partir donde sea... caminantes, gentes disponibles, desprendidos. "Lo hemos dejado todo para seguirte: casa, hermanos, hermanas, madre, padre, niños, campos..." (Mc 10,29-30).
-“Y si una localidad no os recibe ni os escucha, partid”. Como Jesús, se encontrarán ante el rechazo, ante la incredulidad. La misión de la Iglesia es cosa difícil: Jesús les ha advertido (Noel Quesson).
Es la Iglesia, o sea, los cristianos, los que continúan y visibilizan la obra salvadora de Cristo, como dice el último Concilio: «La vocación cristiana implica como tal la vocación al apostolado. Ningún miembro tiene una función pasiva. Por tanto, quien no se esforzara por el crecimiento del cuerpo sería, por ello mismo, inútil para toda la Iglesia como también para sí mismo».
Como los doce apóstoles, que «estaban con Jesús», luego fueron a dar testimonio de Jesús, así nosotros, que celebramos con fe la Eucaristía, luego somos invitados a dar testimonio en la vida. También para nosotros vale la invitación a la pobreza evangélica, para que vayamos a la misión más ligeros de equipaje, sin gran preocupación por llevar repuestos, no apoyándonos demasiado en los medios humanos -que no habrá que descuidar, por otra parte- sino en la fe en Dios. Es Dios el que hace crecer, el que da vida a todo lo que hagamos nosotros. La austeridad y sencillez en hacer el bien es una buena manera de dar testimonio, viviendo esa misión de llevar el Reino de Dios en las vidas de los que nos rodean (J. Aldazábal).
Así, en medio del mundo, de las estructuras temporales para vivificarlas y ordenarlas hacia el Creador, procuraremos «que el mundo, por la predicación de la Iglesia, escuchando pueda creer, creyendo pueda esperar, y esperando pueda amar» (san Agustín). El cristiano no puede huir de este mundo. Tal como escribía Bernanos: «Nos has lanzado en medio de la masa, en medio de la multitud como levadura; reconquistaremos, palmo a palmo, el universo que el pecado nos ha arrebatado; Señor, te lo devolveremos tal como lo recibimos aquella primera mañana de los días, en todo su orden y en toda su santidad».
Uno de los secretos está en amar al mundo con toda el alma y vivir con amor la misión encomendada por Cristo a los Apóstoles y a todos nosotros. Con palabras de san Josemaría, «el apostolado es amor de Dios, que se desborda, con entrega de uno mismo a los otros (...). Y el afán de apostolado es la manifestación exacta, adecuada, necesaria, de la vida interior». Éste ha de ser nuestro testimonio cotidiano en medio de los hombres y a lo largo de todas las épocas (Josep Vall i Mundó).
2. Los hebreos tienen en mucho la potencia de Dios en Sinaí, con su “fuego ardiente”, “oscuridad, tinieblas y tormentas”, “estrépito de la trompeta” y “clamor de las palabras pronunciadas por aquella voz que suplicaron los que lo oyeron no se les hablara más. Tan espantoso era el espectáculo que el mismo Moisés dijo: «Espantado estoy y temblando.»”
Pero esta visión no es la de Jesús: -“Vosotros, en cambio, os habéis acercado al monte Sión. A la ciudad de Dios vivo, la Jerusalén celestial”. Una villa rodeada de murallas, una ciudad, es el símbolo de la seguridad y de la vida en una comunidad, imagen del cielo. La Iglesia "ciudad de Dios vivo" es una comunidad fraterna en la que se vive familiarmente con Dios. ¿Es así como veo yo a la Iglesia?
-“Os habéis acercado a millares de ángeles reunidos en asamblea festiva y a la reunión de los primogénitos cuyos nombres están inscritos en el cielo”. «Asamblea» traduce aquí el término griego «ecclesia». ¿Es verdaderamente la Iglesia esa comunidad festiva? Todo lo contrario del temor aterrador del Sinaí. ¿Tienen nuestras liturgias un carácter verdaderamente festivo? ¿Es mi religión la del Antiguo Testamento o la que Jesús nos enseñó?
¿Tengo yo la seguridad de que mi nombre está escrito en el cielo? Mi nombre escrito en el corazón del Padre. Jesús pedía a sus amigos que se alegraran de ello: «Alegraos de que vuestros nombres estén escritos en el cielo» (Lucas 10,20). ¡Cuán grande ha de ser nuestra confianza!
-“Os habéis acercado a Dios, juez universal y a los espíritus de los justos llegados ya a la perfección”. Nos reunimos en espíritu, con Dios y los santos…
-“Y a Jesús, mediador de una nueva Alianza y a la aspersión de su sangre derramada por los hombres”. Nos reunimos en torno a Jesús resucitado. Porque estamos seguros de ser amados, de estar salvados: derramó su sangre por nosotros.
-“Sangre que habla más alto y mejor que la de Abel”. ¡La sangre de Jesús habla! Nos comunica su amor infinito. Nos habla de la voluntad de Salvación de Dios. Y nos dice hasta donde Dios quiere llegar. Te damos las gracias, Señor, en la misa de modo especial (Noel Quesson).
La nueva y definitiva Alianza en Cristo Jesús es más amable que la Antigua; el monte Sión, más cercano que el Sinaí, con ángeles y multitud de creyentes que han alcanzado ya la salvación y gozan en el cielo; y Dios, juez justo, y Jesús como Mediador, que nos ha purificado con su Sangre. Todo ello hace que miremos a la nueva Alianza con confianza, no con miedo.
Es una pena ver que quizá nos han dado una educación religiosa de miedo, durante algún tiempo. ¿Estamos bajo la ley del miedo o de la confianza y el amor? Pero hemos visto también una tendencia a descuidar la ascética. Si el abandono santo de Teresa de Lisieux, el amor misericordioso, es lo más necesario para nuestra espiritualidad, no podemos caer en el extremo opuesto de que todo da igual. Precisamente el amor de Dios que se nos ha manifestado en Cristo Jesús y la Alianza que él ha sellado por todos nosotros, no son ciertamente una invitación a la superficialidad y la dejadez: nos comprometen radicalmente. No hay nada más exigente que el amor.
Pero nos envuelven en una atmósfera de confianza, con la actitud de los hijos que se encuentran en casa de su Padre, acompañados de los bienaventurados -la Virgen y los Santos y los ángeles- y el Mediador, Cristo, y delante de todos, Dios que es Juez pero también es Padre. La Nueva Alianza en que vivimos nos debería llenar de alegría por pertenecer a una comunidad que es congregada por el Espíritu de Dios en torno a Cristo. Ahora el lugar de la Alianza no es un monte: es la persona misma del Señor Resucitado, Jesús.
En la oración penitencial ahora más repetida, el «Yo confieso», invocamos a Dios y a la comunidad que nos rodea («vosotros, hermanos») y también a la Virgen María, los ángeles y los santos, para que intercedan por nosotros ante Dios. No estamos solos en nuestro camino de fe: también los hermanos de la comunidad cristiana y la Virgen María y los ángeles y santos están interesados en nuestra conversión a Dios. Es una hermosa oración, que sería completa si además nombrara explícitamente a Jesús, el Mediador, el que en la cruz nos reconcilió con Dios de una vez por todas.
Cuando el Catecismo de la Iglesia, al hablar de la liturgia cristiana, se pregunta: «¿quién celebra?», responde con una visión de la comunidad celestial en torno a Dios y al Cordero, con un río de agua viva que es el Espíritu, y los ángeles y los bienaventurados, con la Virgen Madre, y multitud incontable de salvados por la Pascua de Cristo. Esta es la Alianza a la que pertenecemos. Una visión llena de optimismo, tomada del Apocalipsis (CEC 1137-1139). Una asamblea donde «la celebración es enteramente comunión y fiesta» (CEC 1136) y a la que ya nos unimos ahora en nuestra celebración (mercaba.org
).
3. “Grande es el Señor y muy digno de alabanza / en la ciudad de nuestro Dios, / su monte santo, altura hermosa, / alegría de toda la tierra”, decimos con agradecimiento en el salmo de hoy. Sólo el Señor nos salva, convirtiéndose en una fortaleza inexpugnable y en alegría para toda la tierra: “El monte Sión, vértice del cielo, / ciudad del gran rey; / entre sus palacios, / Dios descuella como un alcázar.” El Señor nos da vida con la Alianza de su Sangre, nos abre las puertas al cielo: “Lo que habíamos oído lo hemos visto / en la ciudad del Señor de los ejércitos, / en la ciudad de nuestro Dios: / que Dios la ha fundado para siempre.”
Por eso queremos cantar eternamente las misericordias de Dios: “Oh Dios, meditamos tu misericordia / en medio de tu templo: / como tu renombre, oh Dios, tu alabanza / llega al confín de la tierra; / tu diestra está llena de justicia.”
Llucià Pou Sabaté

(Para leer este texto en el web y compartirlo pulse aquí)


Santa Águeda, virgen y mártir. San Felipe de Jesús, mártir

SANTA ÁGUEDA, VIRGEN Y MÁRTIR
Santa Águeda poseía todo lo que una joven suele desear: Una familia  distinguida y belleza extraordinaria. Pero atesoraba mucho mas que todo su fe en Jesucristo. Así lo demostró cuando el Senador Quintianus se aprovechó de la persecución del emperador Decio  (250-253) contra los cristianos para intentar poseerla. Las propuestas del senador fueron resueltamente rechazadas por la joven virgen, que ya se había comprometido con otro esposo: Jesucristo.
Quintianus no se dio por vencido y la entregó en manos de Afrodisia, una mujer malvada, con la idea de que esta la sedujera con las tentaciones del mundo. Pero sus malas artes se vieron fustigadas por la virtud y la fidelidad a Cristo que demostró Santa Águeda.
Quintianus entonces, poseído por la ira, torturó a la joven virgen cruelmente, hasta llegar a ordenar que se le corten los senos. Es famosa respuesta de Santa Águeda: "Cruel tirano, ¿no te da vergüenza torturar en una mujer el mismo seno con el que de niño te alimentaste?". La santa fue consolada con una visión de San Pedro quién, milagrosamente, la sanó. Pero las torturas continuaron y al fin fue meritoria de la palma del martirio, siendo echada sobre carbones encendidos en Catania, Sicilia (Italia).
Según la tradición, en una erupción del volcán Etna, ocurrida un año después del martirio de Santa Águeda  (c.250), la lava se detuvo milagrosamente al pedir los pobladores del área la intercesión de la santa mártir. Por eso la ciudad de Catania la tiene como patrona y las regiones aledañas al Etna la invocan como patrona y protectora contra fuego, rayos y volcanes. Además de estos elementos, la iconografía de Santa Águeda suele presentar la palma (victoria del martirio), y algún símbolo o gesto que recuerde las torturas que padeció (ver imagen, arriba).
Tanto Catania como Palermo reclaman el honor de ser la cuna de Santa Águeda. En algunos lugares, el "pan de Santa Águeda" y agua son bendecidos durante la misa de su fiesta.
La Iglesia de Santa Águeda en Roma tiene una impresionante pintura de su martirio sobre el altar mayor.
Fuentes antiguas
Su oficio en el Breviario Romano se toma, en parte de las Actas de latinas de su martirio. (Acta SS., I, Feb., 595 sqq.). De la carta del Papa Gelasius (492-496) a un tal Obispo Victor (Thiel. Epist. Roman. Pont., 495) conocemos de una Basílica de Santa Águeda. Gregorio I (590-604) menciona que está en Roma (Epp., IV, 19; P.L., LXXVII, 688) y parece que fue este Papa quien  incluyó su nombre en el Canon de la Misa.
Solo conocemos con certeza histórica el hecho y la fecha de su martirio y la veneración pública con que se le honraba in la Iglesia primitiva.  Aparece en el Martyrologium Hieronymianum (ed. De Rossi y Duchesne, en el Acta SS., Nov. II, 17) y en el Martyrologium Carthaginiense que data del quinto o sexto siglo (Ruinart, Acta Sincera, Ratisbon, 1859, 634). En el siglo VI, Venantius Fortunatus la menciona en su poema sobre la virginidad como una de las celebradas vírgenes y mártires cristianas (Carm., VIII, 4, De Virginitate: Illic Euphemia pariter quoque plaudit Agathe Et Justina simul consociante Thecla. etc.).
Su bondad provenía del mismo Dios, fuente de todo bien
Del sermón de san Metodio, obispo de Sicilia, sobre santa Agueda
Analecta Bollandiana 68, 76-78
Hermanos, como sabéis, la conmemoración anual de esta santa mártir nos reúne en este lugar para celebrar principalmente su glorioso martirio, que pertenece ya al pasado, pero que es también actual, ya que también ahora continúa su victorioso combate por medio de los milagros divinos por los que es coronada de nuevo todos los días y recibe una incomparable gloria.
Es una virgen, porque nació del Verbo inmortal (quien también por mi causa gustó de la muerte en su carne) e indiviso Hijo de Dios, como afirma el teólogo Juan: A cuantos le recibieron, les da poder para ser hijos de Dios.
Esta mujer virgen, la que hoy os ha invitado a nuestro convite sagrado, es la mujer desposada con un solo esposo, Cristo, para decirlo con el mismo simbolismo nupcial que emplea el apóstol Pablo.
Una virgen que, con la lámpara siempre encendida, enrojecía y embellecía sus labios, mejillas y lengua con la púrpura de la sangre del verdadero y divino Cordero, y que no dejaba de recordar y meditar continuamente la muerte de su ardiente enamorado, como si la tuviera presente ante sus ojos.
De este modo, su mística vestidura es un testimonio que habla por sí mismo a todas las generaciones futuras, ya que lleva en sí la marca indeleble de la sangre de Cristo, de la que está impregnada, como también la blancura resplandeciente de su virginidad.
Águeda hizo honor a su nombre, que significa «buena»; ella fue en verdad buena por su identificación con el mismo Dios; fue buena para su divino Esposo y lo es también para nosotros, ya que su bondad provenía del mismo Dios, fuente de todo bien.
En efecto, ¿cuál es la causa suprema de toda bondad sino aquel que es el sumo bien? Por esto, difícilmente hallaríamos algo que mereciera, como Águeda, nuestros elogios y alabanzas.
Águeda, buena de nombre y por sus hechos; Águeda, cuyo nombre indica de antemano la bondad de sus obras maravillosas, y cuyas obras corresponden a la bondad de su nombre; Águeda, cuyo solo nombre es un estímulo para que todos acudan a ella, y que nos enseña también con su ejemplo a que todos pongamos el máximo empeño en llegar sin demora al bien verdadero, que es sólo Dios.
Bibliografía
-Butler, Vida de Santos, vol. IV.  México, D.F.: Collier’s International - John W. Clute, S.A., 1965.
-The Catholic Encyclopedia
-Kirsch, J. P., Saint Agatha, Catholic Encyclopedia,   Encyclopedia Press. 1913,
-Sgarbossa, Mario y Giovannini, Luigi. Un Santo Para Cada Día. Santa Fe de Bogotá: San Pablo. 1996.

SAN FELIPE DE JESUS, MÁRTIR
Nació en la ciudad de México entre 1572 y 1576. En su niñez era inquieto y travieso por lo que su aya decía, refiriéndose a un árbol de la casa: 'Antes la higuera seca reverdecerá, a que Felipillo llegue a ser santo'.
El joven Felipe entró en el noviciado de los franciscanos dieguinos, pero no resistió aquella vida y se escapó del convento. Regresó a su casa y ejerció el oficio de platero sin mucho éxito. Varios años más tarde, cuando había cumplido 18 años, su padre lo envió a las Islas Filipinas a probar fortuna.
Allí se estableció en la ciudad de Manila. Al principio estaba deslumbrado por los placeres, las riquezas y la vida mundana que ofrecía la ciudad, pero pronto sintió de nuevo la llamada del Señor: "Si quieres venir en pos de mí, renuncia a ti mismo, toma tu cruz y sígueme" (Mateo 16,24).
Felipe entró con los franciscanos de Manila. Esta vez ya había madurado y su conversión fue de todo corazón. Cambió su nombre al de Felipe de Jesús. Estudiaba y atendía a los enfermos y moribundos. Todo lo hacía con la dedicación de un hombre que vivía para Jesús. Un día sus superiores le anunciaron que ya se podía ordenar sacerdote. La ordenación sería en México, su ciudad natal, junto con su familia y amistades de infancia.
Con ese fin se embarcó con Fray Juan Pobre y otros franciscanos, rumbo a la Nueva España, hoy México; pero una gran tempestad desvió el barco hacia el Japón. En medio de la tormenta Felipe pudo observar una gran señal sobre ese país, una especie de cruz blanca, símbolo de su pronta victoria. El barco en que viajaba se vio golpeado por tres tifones (huracanes), encallando finalmente en las costas del Japón. Felipe interpretó su naufragio como una dicha. El mayor sueño de Felipe era la de convertirse en misionero en ese país. Podría entregarse más a Cristo trabajando duro por la conversión de los japoneses, y así lo hizo.
Llegando a tierra, inmediatamente se dio a la tarea de buscar el convento de los Franciscanos. San Francisco Javier y otros habían comenzado la evangelización del país. Allí estaban Fray Pedro Bautista y algunos hermanos de su provincia Franciscana de Filipinas.
Los frailes se dedicaron a la evangelización con buenos resultados, pero sobrevino la persecución del emperador Taicosama contra los cristianos. Felipe, por su calidad de náufrago, hubiera podido evitar honrosamente la prisión y los tormentos, como lo habían hecho Fray Pobre y otros compañeros de naufragio. Pero Felipe escogió el camino más estrecho y difícil, compartiendo la suerte de sus hermanos cristianos en aquel país. Se quedó allí con Fray Pedro Bautista y demás misioneros franciscanos.
Felipe y los otros fueron llevados en procesión a pie, por un mes y en pleno invierno por pueblos y ciudades de Japón, para ser objeto de burla y escarmiento, un auténtico Vía Crucis. En la ciudad de Kyoto, a cada uno le cortaron la oreja izquierda. Las orejas fueron exhibidas en las calles. Cuando se vieron a lo lejos en una colina las cruces para el tormento que les tenían destinado, los 26 religiosos y laicos cristianos se llenaron de júbilo; pero al contarlas se turbaron, pues les pareció que sólo había 25. Entonces, Felipe corrió presuroso y abrazó fuertemente su cruz y no quería que nadie se la arrebatara.
Finalmente, en el “Monte de los Mártires” a las afueras de Nagasaki --la ciudad que en 1945 sufrió la terrible destrucción de la bomba atómica--, fueron todos colgados, pues sí, eran 26 las cruces. Felipe de Jesús fue el primero entre aquellos mártires en ser crucificado. Muere en la cruz, atravesado por ambos costados por dos lanzas; otra más le atravesó el pecho. Sus últimas palabras fueron: "Jesús, Jesús, Jesús". Era el 5 de febrero de 1597 y Felipe contaba con apenas 23 años.
Se cuenta que ese mismo día, la higuera seca de su casa paterna reverdeció de pronto y dio fruto. Felipe había llegado a la santidad más heroica. Fue beatificado, juntamente con sus compañeros mártires el 14 de septiembre de 1627 y canonizado el 8 de junio de 1862.
Es patrono de la Ciudad de México y de su Arzobispado.

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