martes, 18 de noviembre de 2014

Martes semana 33 de tiempo ordinario; año par

Martes de la semana 33 de tiempo ordinario; año par

Jesús salva a un pecador publicano: “El Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido.”
En aquel tiempo, entró Jesús en Jericó y atravesaba la ciudad. Un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de distinguir quién era Jesús, pero la gente se lo impedía, porque era bajo de estatura. Corrió más adelante y se subió a una higuera, para verlo, porque tenía que pasar por allí. Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo: -«Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa.» Él bajó en seguida y lo recibió muy contento. Al ver esto, todos murmuraban, diciendo: -«Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador.» Pero Zaqueo se puso en pie, y dijo al Señor: -«Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más.» Jesús le contestó: -«Hoy ha sido la salvación de esta casa; también éste es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido»” (Lucas 19,1-10).
1. Lucas es el único evangelista que nos cuenta la famosa escena de la conversión de Zaqueo. Estamos en Jericó, primer bastión de la tierra prometida, símbolo de las luchas de Israel. El evangelista de la misericordia y del perdón nos habla hoy de ese publicano -recaudador de impuestos, y además para la potencia ocupante, los romanos-, despreciado y con negocios un tanto dudosos. Dirigía el grupo de cobradores de impuestos de la comarca.
Jesús entró en Jericó y atravesaba la ciudad. Zaqueo, jefe de publicanos y rico, como no podía ver a Jesús entre la gente por ser bajo, se subió a una higuera, para verlo. Las búsquedas de Zaqueo lo conducen a Jesús, superando todos los obstáculos que se le presentan en su camino. Soluciona su falta de estatura encaramándose a un sicomoro.
“Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo: -«Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa.» Él bajó en seguida y lo recibió muy contento”. Zaqueo tendrá una conversión radical, consecuente, llevada hasta sus consecuencias materiales y sociales. Jesús busca a todos y que a todos les predica una Noticia. La conversión será paulatina: comienza con el deseo de conocer a Jesús de cerca; luego Jesús le habla, y él lo acoge en su casa.
Jesús, Tú que conoces el interior de las almas no te haces esperar; y una vez más, pagas con creces insospechadas la generosidad del corazón humano: él buscaba verte, y Tú vas a hospedarte en su casa. Zaqueo bajó rápido y lo recibió con gozo. No puede ser de otra manera. Si acudimos continuamente a ponernos en la presencia del Señor, se acrecentará nuestra confianza, al comprobar que su Amor y su llamada permanecen actuales: Dios no se cansa de amarnos. La esperanza nos demuestra que, sin Él, no logramos realizar ni el más pequeño deber; y con él, con su gracia, cicatrizarán nuestras heridas; nos revestiremos con su fortaleza para resistir los ataques del enemigo, y mejoraremos. En resumen: la conciencia de que estamos hechos de barro de botijo nos ha de servir, sobre todo, para afirmar nuestra esperanza en Cristo Jesús (Josemaría Escrivá, Amigos de Dios).
“Al ver esto, todos murmuraban, diciendo: -«Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador.»” Jesús, tu presencia remueve a Zaqueo y le lleva a la conversión.
“Pero Zaqueo se puso en pie, y dijo al Señor: -«Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más.»” Es el momento de la decisión, de la luz, de la esperanza, la conversión.
Jesús le contestó: -«Hoy ha sido la salvación de esta casa; también éste es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido»” Hoy ha llegado la salvación a esta casa. Todo empezó por aquel deseo de conocerte que le llevó a poner los medios que hiciera falta para verte pasar. Señor, yo también necesito que vengas a mi casa: a mi vida, a mi alma. Tengo tantas heridas que necesitan cicatrizar, tantas flaquezas que necesitan de tu fortaleza divina, tantos egoísmos que me impiden ser feliz. A veces pienso que no puedo... lléname de esperanza: “¡No desesperéis nunca! Os lo diré en todos mis discursos, en todas mis conversaciones; y si me hacéis caso, sanaréis. Nuestra salvación tiene dos enemigos mortales: la presunción cuando las cosas van bien y la desesperación después de la caída; este segundo es con mucho el más terrible” (San Juan Crisóstomo).
Jesús, que la conciencia de mi poquedad y mi fragilidad no me lleve a la desconfianza ni a la desesperación. La conciencia de que estamos hechos de barro de botijo nos ha de servir, sobre todo, para afirmar nuestra esperanza en Cristo Jesús. Y si alguna vez me rompo en mil pedazos, que siempre sepa volver a Ti, especialmente a través del Sacramento de la Penitencia, dándome cuenta de que el Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido (Pablo Cardona).
Jesús, provocas el encuentro… el resultado es la alegría, la salvación. “Elige a un jefe de publicanos, ¿quién deseperará de sí mismo cuando éste alcanza la gracia?” (S. Ambrosio). En Zaqueo vemos la búsqueda de Dios, sin miedo… “convéncete de que el ridículo no existe para quien hace lo mejor” (S. Josemaría Escrivá, Camino 392).
Al final, su correspondencia a la gracia, propósitos de devolver… “Que aprendan los ricos que no consiste el mal en tener riquezas, sino en no usar bien de ellas; porque así como las riquezas son un impedimento para los malos, son también un medio de virtud para los buenos” (S. Ambrosio). Jesús llamó a la puerta de Zaqueo y él oyó-subió-abrió, con el esfuerzo que supone querer oír, alzarse y abrir. Jesús entró y comieron juntos. Y la salvación iluminó la casa de un pecador que deseaba oír-ver, quería levantarse y anhelaba abrir la puerta. La salvación entró en casa de alguien que, sabiéndose necesitado de ella, aguzó el oído (Luis Ángel de las Heras).
También de este pasaje aprendo a tener confianza a todos, como hacías tú, Jesús. Deberíamos hacer fácil la rehabilitación de las personas que han tenido momentos malos en su vida, sabiendo descubrir que, por debajo de una posible mala fama, tienen muchas veces valores interesantes. Pueden ser "pequeños de estatura", como Zaqueo, pero en su interior -¡quién lo diría!- hay el deseo de "ver a Jesús", y pueden llegar a ser auténticos "hijos de Abrahán". ¿Nos alegramos del acercamiento de los alejados?, ¿tenemos corazón de buen pastor, que celebra la vuelta de la oveja o del hijo pródigo?, ¿o nos encastillamos en la justicia, como el hermano mayor o como los fariseos, intransigentes ante las faltas de los demás? Si Jesús, nuestro Maestro, vino "a buscar y a salvar lo que estaba perdido", ¿quiénes somos nosotros para desesperar de nadie? "Hoy voy a comer en tu casa". "Hoy ha sido la salvación de esta casa". Cada vez que celebramos la Eucaristía, que es algo más que recibir la visita del Señor, debería notarse que ha entrado la alegría en nuestra vida y que cambia nuestra actitud con los demás (J. Aldazábal).
2. Hoy leemos las cartas que fueron dirigidas a Sardes y a Laodicea. El tono aparece pesimista. Hay desconcierto quizá porque la caída de Jerusalén no supuso como pensaban el fin del mundo. Pero se va viendo que no se puede interpretar así la historia, sino que la visión de Dios es distinta de la del teatro del mundo…y nuestra esperanza se basa en Dios y no en signos de la historia.
-“Tienes nombre como de quien vive, pero estás muerto. Despierta... Si no estás en vela, vendré como un ladrón sin que sepas la hora, te sorprenderé”. Los cristianos del siglo I, como nosotros, se veían tentados por la falta de vitalidad y de dinamismo... la muerte, el sueño, la tibieza espiritual. Juan repite los acentos de Jesús: «Velad... despertaos... vengo... os sorprenderé como un ladrón que viene de improviso».
El tema de la «venida» de Jesús es esencial. Este tema importante ocupa ahora un lugar destacado en las nuevas aclamaciones eucarísticas: «esperamos tu venida gloriosa, esperamos tu retorno... Ven, Señor, Jesús...» Inmediatamente después de la consagración, en cada misa, reafirmamos esta fe, que estaba ya presente en el credo, aunque poco valorada: «Volverá glorioso a juzgar a vivos y muertos
-“No eres ni frío ni caliente... Puesto que eres tibio, te vomitaré de mi boca”. Ningún texto condena con tal fuerza la «mediocridad espiritual»… ¿no es quizá la tibieza, la mediocridad lo que caracteriza muchos de mis días? Señor Jesús, enviado por el Padre para sanar y salvar, ¡ten piedad de mí!
“Escucha mi consejo... Cúrate... A los que amo los reprendo y corrijo. ¡Vamos, sé pues ferviente y arrepiéntete!” Es exactamente el mismo Jesús del evangelio, que curaba a los enfermos y devolvía la vista a los ciegos. «A los que amo». ¡Qué ternura en estas palabras! «¡Vamos, anímate!» Escucho estas palabras de aliento que Jesús me dirige. También en este momento me repites las mismas palabras: «¡vamos, ánimo, arrepiéntete!»
-“Mira que estoy a la puerta y llamo...” Una hermosa imagen de la Biblia, es un símbolo, muy comprensible, para todos los tiempos. Dios es «el que espera a nuestra puerta y solicita entrar en nosotros». Humildad de Dios. Discreción de Dios. Proximidad escondida. «El Señor ha llamado a tu ventana, amigo, amigo, amigo... Pero tú dormías.» (Padre Duval)
-“Si alguien oye mi voz y abre la puerta...” Inmenso y misterioso respeto a la libertad de cada uno. Dios no fuerza la puerta. Incluso la «fe», a pesar de la gracia que solicita a todo hombre, sigue siendo un acto libre. Cuando pienso, Señor, como te hemos obligado, a «¡esperarte fuera!» Y, aun más, sin cansarte, continúas llamando discretamente... para que te abramos. Quiero meditar detenidamente esta imagen. Concédeme, Señor, una mayor atención a tu Presencia. Ayúdame a interpretar los signos de tu «venida» cotidiana. Pues, en realidad, es así como «Tú vienes» cada día.
-“Entraré en su casa y cenaré con él y El conmigo”. La cena, intimidad, felicidad. La «comunidad cristiana» de Laodicea, a la que escribía san Juan, no podía dejar de aplicar todas esas imágenes a la eucaristía, sacramento de la presencia de Jesús, anuncio del «festín mesiánico» del fin de los tiempos. Cenar con un amigo, un invitado. Tal es el ofrecimiento de Dios… dulzura y esperanza: tal es una de las imágenes del «fin de los tiempos». ¡Gracias, Señor! (Noel Quesson).
3. En el momento de participar en la Eucaristía, reconozcamos la voz de Jesús: "estoy a la puerta llamando; si alguien oye y me abre, entraré y comeremos juntos". Si lo hacemos así, nos incorporará al cortejo de los que participan de su victoria: "a los vencedores los sentaré en mi trono, junto a mí". Es lo que cantamos en el salmo: “El que procede honradamente / y practica la justicia, / el que tiene intenciones leales / y no calumnia con su lengua”. Te pido, Señor, un corazón bueno, que sepa amar: “El que no hace mal a su prójimo / ni difama al vecino, / el que considera despreciable al impío / y honra a los que temen al Señor”. Quien no    hace daño y obra la verdad, “el que así obra nunca fallará”.
Llucià Pou Sabaté

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La Dedicación de las basílicas de los apóstoles San Pedro y San Pablo

Durante el siglo III los cristianos comienzan a dar culto litúrgico a los mártires, sus hermanos en la fe, que amaron a Dios más que a su propia vida. El culto empieza en las mismas tumbas. La comunidad cristiana se reúne lo más cerca posible del sepulcro para conmemorar el aniversario del martirio. En estas reuniones se celebraba la santa misa y un testigo presencial relataba las vicisitudes del martirio o bien se leían las actas. No era raro ver en primera fila al hijo, al padre o a la esposa del glorioso mártir. La tumba de un mártir constituye una gloria local, y, visitada en un principio por parientes y amigos, acaba por convertirse en centro de peregrinación. En el siglo iv, cuando la Iglesia goza de paz después del azaroso período de persecuciones, se levantan bellas basílicas en honor de los mártires, procurando siempre que el altar central (el único que había entonces en las iglesias) se asiente encima del sepulcro, aunque para ello tengan que nivelar el terreno o inutilizar otras sepulturas. Desde la iglesia se podía descender por escaleras laterales hasta la cámara sepulcral o cripta, situada debajo del presbiterio, en donde estaba el cuerpo del mártir.
No se conservan las tumbas de los mártires de los dos primeros siglos por la sencilla razón de que aún no se les daba culto. Hay, empero, dos excepciones, y son la tumba de San Pedro, primer papa, y la de San Pablo, apóstol de los gentiles. Ambos fueron martirizados en Roma hacia el año 67, en distinta fecha, aunque la liturgia celebre su fiesta el mismo día 29 de junio. San Pedro fue crucificado, según tradición, y los cristianos le dieron sepultura en un cementerio público de la colina Vaticana, junto a la vía Aurelia, mientras que San Pablo murió decapitado (tuvieron con él esta deferencia por tratarse de un ciudadano romano), siendo enterrado en la vía Ostiense, muy cerca del Tíber. Tenían los dos mucha importancia en la fundación de la Iglesia romana para que los cristianos perdieran el recuerdo de sus tumbas. Efectivamente, hacia el año 200, el sacerdote romano Gayo, en una discusión con Próculo, representante de la secta montanista, le decía a éste: "Yo te puedo mostrar los restos de los apóstoles; pues, ya te dirijas al Vaticano, ya a la vía Ostiense, hallarás los trofeos de quienes fundaron aquella Iglesia" (EusEBIO, Hist. Ecl., II, 25,7.)
Cesaron las persecuciones y Constantino subió al trono imperial. Por aquellos días gobernaba la Iglesia el papa San Silvestre. Su biógrafo, en el Liber Pontificalis, dice que el emperador construyó, a ruegos del Papa, la basílica sobre la tumba de San Pedro. La empresa no fue fácil, pues el sepulcro estaba en una pendiente bastante pronunciada de la colina. Tuvieron que levantar altos muros a un lado, ahondar el terreno en otro y nivelar el conjunto hasta obtener una gran plataforma. El Papa la dedicó en el año 326 y, según se lee en el Breviario Romano, erigió en ella un altar de piedra, al que ungió con el sagrado crisma, disponiendo además que, en adelante, tan sólo se consagraran altares de piedra. Era una basílica grandiosa, a cinco naves, con un pórtico en la entrada, y que perduró por toda la Edad Media. Debajo del altar, a unos metros de profundidad había la cripta con la tumba del apóstol, la cual fue recubierta con una masa de bronce y una cruz horizontal encima, toda ella de oro, de 150 libras de peso, debido a la munificencia de Constantino. La cripta era inaccesible, pero los peregrinos para confiarse al Santo se acercaban a la ventanilla de la confesión (una abertura que había en la parte delantera del altar), y desde allí, por un conducto interior, hacían descender lienzos y otros objetos que tocaran el sepulcro. Dichos objetos eran conservados como recuerdo y venerados a modo de reliquias. Así como la basílica de Letrán, edificada también por Constantino y dedicada en un principio al Salvador, era considerada como la catedral de Roma y fue residencia de los Papas por toda la Edad Media, la de San Pedro venía a ser la catedral del mundo. En ella se reunían los fieles en las principales festividades del año litúrgico: Navidad, Epifanía, Pasión, Pascua, Ascensión y Pentecostés. El nuevo Papa recibía la consagración en San Pedro y allí era sepultado al morir. En ella eran ordenados los presbíteros y diáconos romanos.
Constantino cuidó también de la edificación de la basílica de San Pablo sobre la tumba de éste apóstol en la vía Ostiense. Era un edificio más bien pequeño; por eso algunos años después, en tiempo del emperador Valentiniano, construyeron otra mucho mayor a cinco naves, de orientación contraria a la anterior, sin tocar, no obstante, el altar primitivo. Todavía se conservan hoy, en la mesa del altar, los agujeros por los que en otros tiempos se hacían descender los lienzos y los incensarios para fumigar el sepulcro.
Desde un principio, ambas basílicas ofrecen una historia parecida. Son los dos templos más visitados de Roma y se convierten en centros mundiales de peregrinación. Desde todas partes del orbe cristiano se iba a rendir homenaje a los Príncipes de los Apóstoles (ad limina apostolorum). Era tal la concurrencia de peregrinos que el papa San Simplicio, en el siglo v, estableció en ambas basílicas un servicio permanente de sacerdotes para administrar el bautismo y la penitencia. Cuando Alarico sitió la ciudad de Roma en el año 410, prometió a los romanos que las tropas respetarían a quienes se refugiasen en las basílicas apostólicas. A propósito de esto nos cuenta San Jerónimo que la noble dama Marcela huyó de su palacio del Aventino y corrió a la basílica de San Pablo "para hallar allí su refugio o su sepultura". En invasiones posteriores, los romanos no tuvieron tanta suerte, y las basílicas apostólicas fueron saqueadas más de una vez. A fin de evitar tantos desastres, León IV, en el siglo ix, hizo amurallar la basílica vaticana y los edificios contiguos, creando la que en adelante se llamó Ciudad Leonina. Lo propio hizo luego el papa Juan VIII con la basílica de San Pablo. El nuevo recinto tomó el nombre de Joanópolis.
La confesión y el altar de San Pedro sufrieron diversas restauraciones en el decurso de los siglos. Al final de la Edad Media, la basílica vaticana, además de resultar pequeña, amenazaba ruina; por lo cual, el papa Nicolás V determinó la construcción de la actual. Tomaron parte en los trabajos los arquitectos más destacados de la época y los mejores artistas. La obra duró varios pontificados, hasta fue fue consagrada ppr el papa Urbano VIII en 18 de noviembre de 1626, exactamente a los trece siglos de haber sido erigida la anterior. La actual basílica 'tiene la forma de cruz latina con el altar en el centro de los brazos y en el mismo sitio que ocupaba el anterior, pero en un plano más elevado. Ocupa un espacio que rebasa los quince mil metros cuadrados. La longitud total, comprendiendo el pórtico, es de doscientos once metros y medio. La nave transversal tiene ciento cuarenta metros. La cúpula se eleva a ciento treinta y tres metros del suelo, con un diámetro de cuarenta y dos metros. No hay que decir que es la mayor iglesia del mundo. En las recientes excavaciones llevadas a cabo por indicación del papa Pío XII, se hallaron las capas superpuestas de las distintas restauraciones; de modo que las noticias que se tenían sobre la historia de la tumba han sido admirablemente confirmadas por los vestigios monumentales que han ido apareciendo en el decurso de las excavaciones. Debajo del altar actual apareció la confesión y el altar construido por Calixto II en el siglo xii. Debajo de éste había otro altar, el que edificó el papa San Gregorio el Magno hacia el año 600. Más abajo estaba la construcción sepulcral del tiempo de Constantino. Y, ahondando más, dieron con el primer revestimiento de la tumba, que, según la tradición, había sido hecha en tiempo del papa Anacleto, pero que el estudio atento de los materiales empleados ha puesto en claro que fue en tiempos, del papa Aniceto, hacia el año 160. La equivocación de estos dos nombres en documentos posteriores es por demás comprensible. Finalmente, debajo de la memoria del papa Aniceto se halló una humilde fosa excavada en la tierra y recubierta con tejas (según costumbre) con los restos del apóstol.
La basílica de San Pablo, también a cinco naves separadas por veinticuatro columnas de mármol, enriquecida con mosaicos y por los famosos medallones de todos los Papas, era considerada en la Edad Media como la basílica más bella de Roma. Pero, en 1823, un incendió la destruyó casi por completo. León XII ordenó la reconstrucción siguiendo el mismo plano y aprovechando lo que había salvado de la antigua, entre otras cosas, el famoso mosaico del arco triunfal del tiempo de Gala Placidia. La consagró el papa Pío IX el 10 de diciembre de 1854, con asistencia de muchos cardenales y obispos de todo el orbe que habían acudido a Roma para la proclamación del dogma de la Inmaculada, que tuvo lunar dos días antes. Se estableció, sin embargo, que el aniversario de la consagración continuase celebrándose el 18 de noviembre. De esta forma se ha respetado una vez más el interés de la sagrada liturgia en unir en un mismo día (29 de junio) la fiesta y la dedicación (18 de noviembre) de los dos apóstoles columnas de la Iglesia, tan dispares en su origen (el uno apóstol y el otro perseguidor), tan diversos en su apostolado (el uno representa la tradición y el otro la renovación), pero unidos ambos por el martirio bajo una misma persecución, y unidos, sobre todo, por el mismo amor ardiente y sincero a Jesús.
JUAN FERRANDO ROIG

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