sábado, 20 de septiembre de 2014

Domingo de la semanas 25 de tiempo ordinario; ciclo A

Domingo de la semana 25 de tiempo ordinario; ciclo A

Lo más importante en la vida no son nuestros méritos sino acoger el amor que Dios nos da
“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: El Reino de los Cielos se parece a un propietario que al amanecer salió a contratar jornaleros para su viña. Después de ajustarse con ellos en un denario por jornada, los mandó a la viña.Salió otra vez a media mañana, vio a otros que estaban en la plaza sin trabajo, y les dijo: -Id también vosotros a mi viña, y os pagaré lo debido. Ellos fueron. Salió de nuevo hacia mediodía y a media tarde, e hizo lo mismo. Salió al caer la tarde y encontró a otros, parados, y les dijo: -¿Cómo es que estáis aquí el día entero sin trabajar? Le respondieron: -Nadie nos ha contratado. El les dijo: -Id también vosotros a mi viña. Cuando oscureció, el dueño dijo al capataz: -Llama a los jornaleros y págales el jornal, empezando por los últimos y acabando por los primeros. Vinieron los del atardecer y recibieron un denario cada uno. Cuando llegaron los primeros, pensaban que recibirían más, pero ellos también recibieron un denario cada uno. Entonces se pusieron a protestar contra el amo: -Estos últimos han trabajado sólo una hora y los has tratado igual que a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el bochorno. El replicó a uno de ellos: -Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No nos ajustamos en un denario? Toma lo tuyo y vete. Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno? Así, los últimos serán los primeros y los primeros los últimos”(Mateo 20,1-16).
El reino de los cielos es semejante a un amo de casa que salió muy de mañana a ajustar obreros para su viña…”  Gracias, Jesús, por contarnos la parábola de los trabajadores de la viña, donde “es Dios quien llama al hombre al trabajo y que el trabajo debe contribuir a la plasmación continua del mundo según el proyecto del mismo Dios. Todo tipo de trabajo humano, todas sus variantes, están incluidas en la parábola evangélica. En el punto de partida esta parábola incluye la llamada al hombre a redescubrir el significado del trabajo, teniendo presente el designio salvífico de Dios”, señalaba Juan Pablo II en 1981; y, al plantearse qué es el trabajo, añadía: “es una prerrogativa del hombre-persona, un factor de plenitud humana que ayuda precisamente al hombre a ser más hombre. Sin el trabajo no solo no puede alimentarse, sino que tampoco puede autorrealizarse, es decir, llegar a su dimensión verdadera. En segundo lugar y consecuentemente, el trabajo es una necesidad, un deber que da al ser humano, vida, serenidad, interés, sentido. El Apóstol Pablo advierte severamente, recordémoslo: ‘el que no quiera trabajar, no coma’ (2 Tes 3,10). Por consiguiente cada uno está llamado a desempeñar una actividad sea al nivel que fuere, y el estar ocioso y el vivir a costa de otros quedan condenados. El trabajo es, además, un derecho, ‘es el grande y fundamental derecho del hombre’”.
El trabajo llega a ser igualmente un servicio, de tal modo que “el hombre crece en la medida en que se entrega por los demás". Y de esta armonía se beneficia no sólo el individuo sino también la misma sociedad.
Añadía el Papa que hay en el trabajo un “significado último en el designio salvífico de Dios”, donde “no sólo debemos dominar la tierra, sino también alcanzar la salvación. Por tanto, al trabajo está vinculada no sólo la dimensión de la temporalidad, sino también la dimensión de la eternidad”.
La horas de contratación son: 6 de la mañana (amanecer, hora primera, prima), 9 (media mañana, hora tercera, tercia), 12 (mediodía, hora sexta), 3 de la tarde (media tarde, hora novena, nona), 5 de la tarde (caer de la tarde, hora undécima). Los judíos computaban las horas diurnas de 6 de la mañana a 6 de la tarde. Después de contratar también a los de última hora, acaba el trabajo y viene la hora de cobrar. “Vinieron los del atardecer y recibieron un denario cada uno. Cuando llegaron los primeros, pensaban que recibirían más, pero ellos también recibieron un denario cada uno”. Y los trabajadores se quejan… es la queja que oímos del hijo mayor en la parábola del padre misericordioso que acoge al hijo pródigo, y de tantos otros que oponen la justicia de Dios, tal como los hombres la conciben, y su comportamiento misericordioso. Si pensamos distinto, tendremos que cambiar nuestro modo de pensar… "Si vuestra justicia no sobrepasa la de los letrados y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos".
"¿No puedo hacer lo que quiero de mis bienes? ¿O has de ver con mal ojo que yo sea bueno?", Jesús, das el golpe de gracia a un concepto de Dios y de su retribución al modo humano.
“Es tentación del hombre de todos los tiempos juzgar los planes de Dios, conforme a las propias categorías. Dios desborda nuestros pensamientos. Por eso, el hombre ante Dios ha de ser humilde y sencillo, confiado en su Amor a cada uno de nosotros, que ha llamado a la existencia y a su Reino.
En un mundo donde todo se cobra y todo se paga qué difícil es comprender, aceptar y vivir la gratuidad con los demás y con Dios” (Catecismo, 543).
La recompensa divina, un denario, excede de tal manera el esfuerzo realizado por nosotros, que quien ha sido llamado al alba no puede pensar que tiene más méritos que quien fue convocado a mediodía o en el crepúsculo de su vida.  
Jesús, veo que cuentas esta parábola luego de tu encuentro con el joven rico, y quiero aprender el contexto de lo que cuentas, para la mejor comprensión del texto. Acabas diciendo: "Todos los que hayan dejado esposa... por causa mía, recibirán la herencia de la vida eterna. Ahora bien, muchos que son primeros, serán últimos y muchos que son últimos, serán primeros". Dices a los discípulos que son los primeros, pero pueden ser últimos. Y lo repites hoy al final de la parábola: "Así es como los últimos serán los primeros y los primeros los últimos". Dices a tus discípulos que ellos pueden ser los últimos. Esta es la pauta de interpretación.
El Talmud de Jerusalén contiene un relato parecido en la forma a la parábola que hemos escuchado. Se trata del discurso funerario que pronuncia un rabino al sepultar a un joven maestro de 28 años. En él se cuenta cómo un rey contrató obreros para su viña y también pagó a todos lo mismo. Pero, ante las protestas, su contestación fue: éste ha trabajado en dos horas más que vosotros en todo el día. El joven rabino difunto había hecho más en 28 años que muchos doctores en cien. Se le premiaba la cantidad de trabajo que fue capaz de realizar en poco tiempo. La forma narrativa, como se ve, es bien similar, pero el fondo es muy distinto: mientras el discurso rabínico habla de mérito, la parábola de Jesús se refiere a la gracia. En el primer caso, la causa del premio está en el trabajo de quien lo recibe; en el segundo, en la bondad del que lo otorga. En alguna ocasión, la liturgia de la misa recoge en sus oraciones: no por nuestros méritos sino conforme a tu bondad. Nos cuesta entender que los caminos del Señor son distintos a los nuestros. Dios se presenta como un amo generoso que no funciona por rentabilidad, sino por amor gratuito e inmerecido. Esta es la buena noticia del evangelio. Pero nosotros insistimos en atribuirle el metro siempre injusto de nuestra humana justicia. En vez de parecernos a él intentamos que él se parezca a nosotros con salarios, tarifas, comisiones y porcentajes. Queremos comerciar con él y que nos pague puntualmente el tiempo que le dedicamos y que prácticamente se reduce al empleado en unos ritos sin compromiso y unas oraciones sin corazón. Con una mentalidad utilitarista, muy propia de nuestro tiempo, preguntamos: ¿Para qué sirve ir a misa, si Dios nos va a querer igual? Así evidenciamos que no hemos tenido la experiencia de que Dios nos quiere y no reaccionamos en consecuencia amándole también más por encima de leyes y medidas. Exigimos normas cuyo cumplimiento diferencie a los buenos de los malos. Vemos absurdo y hasta injusto ser queridos todos por igual. ¡A cada uno lo suyo!, decimos como quien da un argumento incontestable con tono de protesta sindical ante Dios. Tardamos en comprender que la traducción no es: "Paz a los hombres de buena voluntad", sino: "Paz a los hombres que Dios ama". Tampoco hay conexión entre culpa y desgracia. Olvidamos que la gracia ha sustituido a la ley. Necesitamos que existan los malos para podernos calificar de buenos. De esta forma, el amor al hermano se torna imposible (“Eucaristía 1990”).
2. Los planes divinos subvierten los nuestros, son siempre más altos de lo que podamos aspirar, por eso es muy pobre la visión que algunos tienen del cielo, de estar con un arpa aburrida rodeado de ángeles… prefieren su egoísmo sin darse cuenta que le degrada, y como les gusta lo malo, prefieren su “infierno”, en lugar de aspirar a mejorar su gusto… es como estar en la mejor representación de una Opera con los auriculares escuchando la peor música. Por eso dice el profeta: “Buscad al Señor mientras se le encuentra,  invocadlo mientras está cerca; que el malvado abandone su camino, y el criminal sus planes; que regrese al Señor, y él tendrá piedad, a nuestro Dios, que es rico en perdón. Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos -oráculo del Señor-. Como el cielo es más alto que la tierra, mis caminos son más altos que los vuestros, mis planes, que vuestros planes”.
El malvado, ¿para qué vive, para qué trabaja si luego está la nada, lo absurdo? El salmista despierta en nosotros una idea que será central en el Evangelio: Dios es amor. Y por eso sale de nosotros alabarle: “Día tras día te bendeciré, Dios mío, y alabaré tu nombre por siempre jamás. Grande es el Señor y merece toda alabanza, es incalculable su grandeza. El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas. El Señor es justo en todos sus caminos, es bondadoso en todas sus acciones; cerca está el Señor de los que lo invocan, de los que lo invocan sinceramente”.
3. San Pablo viene a decirnos que la muerte es el paso a algo mucho mejor, y que si prefiere seguir viviendo aquí es para el servicio a los demás: “Para mí la vida es Cristo, y una ganancia el morir. Pero si el vivir esta vida mortal me supone trabajo fructífero no sé qué escoger”… Pablo deja el asunto en las manos de Dios y acepta su voluntad en cualquier caso, pues todo contribuye tanto la vida como la muerte, para bien de los que se salvan. Lo importante es que los cristianos vivan dignamente y conformen su conducta a las enseñanzas del Señor. A través del amor podremos llegar a comprender y a desear con realismo vivir el estilo de vida que vive ya Jesús. Desde la cárcel, el Apóstol está olvidado de su destino, pensando sólo en hacer el bien, ha logrado desprenderse del ego para vivir la vida de verdad.
Llucià Pou Sabaté


San Mateo, apóstol y evangelista

BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL - Miércoles 30 de agosto de 2006
Queridos hermanos y hermanas:
Continuando con la serie de retratos de los doce Apóstoles, que comenzamos hace algunas semanas, hoy reflexionamos sobre san Mateo. A decir verdad, es casi imposible delinear completamente su figura, pues las noticias que tenemos sobre él son pocas e incompletas. Más que esbozar su biografía, lo que podemos hacer es trazar el perfil que nos ofrece el Evangelio.
Mateo está siempre presente en las listas de los Doce elegidos por Jesús (cf. Mt 10, 3; Mc 3, 18; Lc 6, 15; Hch 1, 13). En hebreo, su nombre significa "don de Dios". El primer Evangelio canónico, que lleva su nombre, nos lo presenta en la lista de los Doce con un apelativo muy preciso:  "el publicano" (Mt 10, 3). De este modo se identifica con el hombre sentado en el despacho de impuestos, a quien Jesús llama a su seguimiento:  "Cuando se iba de allí, al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo, sentado en el despacho de impuestos, y le dijo:  "Sígueme". Él se levantó y le siguió" (Mt 9, 9). También san Marcos (cf. Mc 2, 13-17) y san Lucas (cf. Lc 5, 27-30) narran la llamada del hombre sentado en el despacho de impuestos, pero lo llaman "Leví". Para imaginar la escena descrita en Mt 9, 9 basta recordar el magnífico lienzo de Caravaggio, que se conserva aquí, en Roma, en la iglesia de San Luis de los Franceses.
Los Evangelios nos brindan otro detalle biográfico:  en el pasaje que precede a la narración de la llamada se refiere un milagro realizado por Jesús en Cafarnaúm (cf. Mt 9, 1-8; Mc 2, 1-12), y se alude a la cercanía del Mar de Galilea, es decir, el Lago de Tiberíades (cf. Mc 2, 13-14). De ahí se puede deducir que Mateo desempeñaba la función de recaudador en Cafarnaúm, situada precisamente "junto al mar" (Mt 4, 13), donde Jesús era huésped fijo en la casa de Pedro.
Basándonos en estas sencillas constataciones que encontramos en el Evangelio, podemos hacer un par de reflexiones. La primera es que Jesús acoge en el grupo de sus íntimos a un hombre que, según la concepción de Israel en aquel tiempo, era considerado un pecador público. En efecto, Mateo no sólo manejaba dinero considerado impuro por provenir de gente ajena al pueblo de Dios, sino que además colaboraba con una autoridad extranjera, odiosamente ávida, cuyos tributos podían ser establecidos arbitrariamente. Por estos motivos, todos los Evangelios hablan en más de una ocasión de "publicanos y pecadores" (Mt 9, 10; Lc 15, 1), de "publicanos y prostitutas" (Mt 21, 31). Además, ven en los publicanos un ejemplo de avaricia (cf. Mt 5, 46:  sólo aman a los que les aman) y mencionan a uno de ellos, Zaqueo, como "jefe de publicanos, y rico" (Lc 19, 2), mientras que la opinión popular los tenía por "hombres ladrones, injustos, adúlteros" (Lc 18, 11).
Ante estas referencias, salta a la vista un dato:  Jesús no excluye a nadie de su amistad. Es más, precisamente mientras se encuentra sentado a la mesa en la casa de Mateo-Leví, respondiendo a los que se escandalizaban porque frecuentaba compañías poco recomendables, pronuncia la importante declaración:  "No necesitan médico los sanos sino los enfermos; no he venido a llamar a justos, sino a pecadores" (Mc 2, 17).
La buena nueva del Evangelio consiste precisamente en que Dios ofrece su gracia al pecador. En otro pasaje, con la famosa parábola del fariseo y el publicano que subieron al templo a orar, Jesús llega a poner a un publicano anónimo como ejemplo de humilde confianza en la misericordia divina:  mientras el fariseo hacía alarde de su perfección moral, "el publicano (...) no se atrevía ni a elevar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo:  "¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador!"". Y Jesús comenta:  "Os digo que este bajó a su casa justificado y aquel no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado" (Lc 18, 13-14). Por tanto, con la figura de Mateo, los Evangelios nos presentan una auténtica paradoja:  quien se encuentra aparentemente más lejos de la santidad puede convertirse incluso en un modelo de acogida de la misericordia de Dios, permitiéndole mostrar sus maravillosos efectos en su existencia.

A este respecto, san Juan Crisóstomo hace un comentario significativo:  observa que sólo en la narración de algunas llamadas se menciona el trabajo que estaban realizando esas personas. Pedro, Andrés, Santiago y Juan fueron llamados mientras estaban pescando; y Mateo precisamente mientras recaudaba impuestos. Se trata de oficios de poca importancia —comenta el Crisóstomo—, "pues no hay nada más detestable que el recaudador y nada más común que la pesca" (In Matth. Hom.:  PL 57, 363). Así pues, la llamada de Jesús llega también a personas de bajo nivel social, mientras realizan su trabajo ordinario.
Hay otra reflexión que surge de la narración evangélica:  Mateo responde inmediatamente a la llamada de Jesús:  "Él se levantó y lo siguió". La concisión de la frase subraya claramente la prontitud de Mateo en la respuesta a la llamada. Esto implicaba para él abandonarlo todo, en especial una fuente de ingresos segura, aunque a menudo injusta y deshonrosa. Evidentemente Mateo comprendió que la familiaridad con Jesús no le permitía seguir realizando actividades desaprobadas por Dios.
Se puede intuir fácilmente su aplicación también al presente:  tampoco hoy se puede admitir el apego a lo que es incompatible con el seguimiento de Jesús, como son las riquezas deshonestas. En cierta ocasión dijo tajantemente:  "Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme" (Mt 19, 21). Esto es precisamente lo que hizo Mateo:  se levantó y lo siguió. En este "levantarse" se puede ver el desapego de una situación de pecado y, al mismo tiempo, la adhesión consciente a una existencia nueva, recta, en comunión con Jesús.
Recordemos, por último, que la tradición de la Iglesia antigua concuerda en atribuir a san Mateo la paternidad del primer Evangelio. Esto sucedió ya a partir de Papías, obispo de Gerápolis, en Frigia, alrededor del año 130. Escribe Papías:  "Mateo recogió las palabras (del Señor) en hebreo, y cada quien las interpretó como pudo" (en Eusebio de Cesarea, Hist. eccl. III, 39, 16). El historiador Eusebio añade este dato:  "Mateo, que antes había predicado a los judíos, cuando decidió ir también a otros pueblos, escribió en su lengua materna el Evangelio que anunciaba; de este modo trató de sustituir con un texto escrito lo que perdían con su partida aquellos de los que se separaba" (ib., III, 24, 6).
Ya no tenemos el Evangelio escrito por san Mateo en hebreo o arameo, pero en el Evangelio griego que nos ha llegado seguimos escuchando todavía, en cierto sentido, la voz persuasiva del publicano Mateo que, al convertirse en Apóstol, sigue anunciándonos la misericordia salvadora de Dios. Escuchemos este mensaje de san Mateo, meditémoslo siempre de nuevo, para aprender también nosotros a levantarnos y a seguir a Jesús con decisión.
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Dios en bien de la Iglesia ha constituido a unos, apóstoles, a otros, evangelizadores. Hoy contemplamos la vocación, y a cada uno nos dice el Señor: “Sígueme”…
En aquel tiempo, vio Jesús al pasar a un hombre llamado Mateo, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: -«Sígueme.» Él se levantó y lo siguió. Y, estando en la mesa en casa de Mateo, muchos publicanos y pecadores, que habían acudido, se sentaron con Jesús y sus discípulos. Los fariseos, al verlo, preguntaron a los discípulos: -«¿Cómo es que vuestro maestro come con publicanos y pecadores?» Jesús lo oyó y dijo: -«No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Andad, aprended lo que significa "misericordia quiero y no sacrifi-cios": que no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores.» En aquel tiempo vio Jesús a un hombre llamado Mateo sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: "Sígueme". El se levantó y lo siguió” (Mateo 9,9-13).
1. Jesús llama a los que quiere, hoy a un publicano –tenido por pecaminoso, ya que recaudaba impuestos a sus compatriotas para venderlos a los romanos-, Mateo, que se llama también Leví. No hemos de desanimarnos si nos vemos llenos de miserias, pues ante Dios no podemos vernos de otra forma, y Él ha venido a buscar a todos, pero quien se considere justo se está cerrando a la gracia… abrir las puertas al Señor es lo fundamental. «Lo que a ti te maravilla a mí me parece razonable. —¿Que te ha ido a buscar Dios en el ejercicio de tu profesión? Así buscó a los primeros: a Pedro, a Andrés, a Juan y a Santiago, junto a las redes: a Mateo, sentado en el banco de los recaudadores... Y, ¡asómbrate!, a Pablo, en su afán de acabar con la semilla de los cristianos» (san Josemaría Escrivá, Camino 799).
Hoy, una vez más, Jesús, resuena tu “sígueme” con claridad: no te vayas, no te preocupes, no te quedes ahí, no tengas miedo, ¡sígueme! No hay nada más esperanzador para un enfermo que escuchar a su médico explicarle con firme tranquilidad cuál va a ser el camino de la curación, nada más tranquilizador para una persona que está perdida en medio de un bosque que encontrar un sendero, nada más acogedor que los brazos de papá o de mamá para un niño asustado. Todo eso es el sígueme de Jesús.
¿Qué recuerdos tenemos cada uno de nosotros de ese instante, del momento en el que escuchamos por primera vez esa palabra en lo más hondo de nuestro ser? ¿No sería precioso sentarnos tranquilamente y hablar, recordar, rememorar ese momento? Ese es un momento histórico para cada uno de nosotros, para nuestras vidas y para las personas que comparten sus vidas con nosotros: son recuerdos que nos deben emocionar, aunque estén vinculados a momentos críticos de la existencia (carlo@ya.com).
San Beda el Venerable, comentando la conversión de Mateo, escribe: «La conversión de un cobrador de impuestos da ejemplo de penitencia y de indulgencia a otros cobradores de impuestos y pecadores (...). En el primer instante de su conversión, atrae hacia Él, que es tanto como decir hacia la salvación, a todo un grupo de pecadores». ¿Quién de nosotros puede decir que no tiene pecado? Y a pesar de nuestras esclavitudes a él, a pesar de las grandes injusticias que hayamos cometido en contra de nuestro prójimo, y de las grandes traiciones a Cristo y a su Iglesia, Él vuelve a pasar junto a nosotros y nos llama para que vayamos tras sus huellas. El poder de su Palabra es un poder salvador, que nos llama a la vida, que nos libra de nuestras tinieblas de maldad y que nos saca a luz, para qué seamos criaturas nuevas en Cristo. Pero no basta haber recibido los dones de Dios.
El Señor, pasando junto a nosotros nos ha dicho: Sígueme. Y nosotros, convocados por É, estamos en su presencia para dejarnos, no sólo instruir, sino transformar por su Palabra poderosa, que nos perdona, nos santifica y nos va configurando día a día, hasta que lleguemos a ser hombres perfectos, y alcancemos nuestra plenitud en Cristo Jesús. Y Él nos sienta a su mesa, a nosotros, pecadores amados por Él; amados hasta el extremo de tal forma que se entregó por nosotros, para santificarnos, pues nos quiere totalmente renovados para poder presentarnos justos y santos ante su Padre Dios. Dejémonos amar por el Señor, y permitámosle llevar a cabo en nosotros su obra salvadora.
Así respondieron los apóstoles a su vocación, con entusiasmo, recordando incluso como san Juan la hora en que fue llamado: “hora autem erat quasi decima: Eran entonces alrededor de las cuatro”. Se comprometieron en la empresa divina: "¡Comprometido! ¡Cómo me gusta esta palabra! -Los hijos de Dios nos obligamos -libremente- a vivir dedicados al Señor, con el empeño de que El domine, de modo soberano y completo nuestras vidas" (San Josemaría, Forja 855).
Como hemos repasado, el combustible para el fuego es el amor: "¿Que cuál es el secreto de la perseverancia? El Amor. / -Enamórate, y no "le"  dejarás" (Camino, n.999). "Agradece al Señor la continua delicadeza, paternal y maternal, con que te trata. / Tú, que siempre soñaste con grandes aventuras, te has comprometido en una empresa estupenda..., que te lleva a la santidad. / Insisto: agradéceselo a Dios, con una vida de apostolado" (Surco, n.184).
La correspondencia es docilidad a la labor del Paráclito en nuestras almas. "Descubrir esta llamada, esta vocación, es caer en la cuenta de que Cristo tiene fijos los ojos en ti y que te invita con la mirada a la entrega total en el amor. Ante esa mirada, ante ese amor suyo, el corazón abre las puertas de par en par y es capaz de decirle que sí" (Juan Pablo II en Asunción, Paraguay, 18.5.1988). "La búsqueda y el descubrimiento de la voluntad de Dios para vosotros es una experiencia profunda y fascinante… A fin de cuentas, toda vocación, todo camino al que Cristo nos llama, lleva a la realización y a la felicidad, pues conduce a Dios, a compartir la misma vida divina" (en Manila, 13.1.1995). Compartir la vida de Jesús, su misión: "Recuerdo con profunda emoción el encuentro que tuvo lugar en Nagasaki entre un misionero que acababa de llegar y un grupo de personas que, una vez convencidas de que era un sacerdote católico, le dijeron: ‘Hemos estado esperándote durante siglos’" (en Nagasaki, 25.2.1981).
Es la fascinante misión de ser instrumentos de Jesús para la redención, la felicidad temporal y eterna: "Ha llegado para nosotros un día de salvación, de eternidad. Una vez más se oyen esos silbidos del Pastor Divino, esas palabras cariñosas, 'vocavi te nomine tuo' -te he llamado por tu nombre. / Como nuestra Madre, El nos invita por el nombre. Más: por el apelativo cariñoso, familiar. -Allá, en la intimidad del alma, llama, y hay que contestar: 'ecce ego, quia vocasti me' -aquí estoy, porque me has llamado, decidido a que esta vez no pase el tiempo como el agua sobre los cantos rodados, sin dejar rastro" (Forja, n.7).
La Virgen nos concederá esas gracias, que el Señor ya ha previsto que nos lleguen por las delicadas manos cariñosas de nuestra Madre. Ella nos hace ver que ninguna dificultad es insuperable: porque tengo vocación, superaré ese obstáculo: Dios, que ha empezado en nosotros la obra de la santificación, la llevará a cabo (cfr. Fil. 1,6). Ella fomentará nuestro afán de santidad personal, dando gracias a Dios por su libre y amorosa elección, para la unión con Jesús (estar con Él) y como fundamento de toda eficacia apostólica (la misión). Ella nos enseñará a pronunciar su “fiat”, ella nos indica el camino: “Haced lo que él os diga...”  y nos ayuda a cumplir y responder a la misión –“Ego redemi te et vocavit te nomine tuo: meus es tu!”- con fidelidad se ser de Dios, a escucharle en la suave brisa de la oración (cf 1 Rey 19,12). Santa María, virgo fidelis, la criatura que mejor ha correspondido a la vocación: sub tuum praesidium confugimus, bajo tu amparo nos acogemos.
2. La iglesia es el gran proyecto que Dios tiene en su mente, antes, incluso de la creación del mundo: que todos lleguemos hacer uno en Cristo. Cristo une a todos los hombres en uno solo pueblo, llamados a vivir la unidad en el cuerpo de Cristo, compatible con la variedad de dones y tareas que Cristo otorga a cada uno para que desde su sitio en la Iglesia y en el mundo colabore en el desarrollo del Cuerpo. Esta unidad –un solo Cuerpo, un solo Espíritu se fundamenta en que hay un solo Dios, un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo. “El Espíritu Santo, que habita en los creyentes y llena y gobierna a toda la Iglesia, realiza esa admirable reunión de los fieles, y tan estrechamente une a todos en Cristo, que es el Principio de la unidad de la Iglesia” (Conc. Vat. II).
La Iglesia no es una mera comunidad de fe, que peregrina por este mundo, pues en las comunidades se dan muchas tensiones, que han roto la unidad. La Iglesia va más allá de esas comunidades. La Iglesia es la Esposa de Cristo, que se hace una con Él y que se convierte en signo verdadero de su presencia, llena de humildad, de mansedumbre, de paciencia y capaz de soportar a todos por amor. Ninguno puede llenarse de orgullo y pensar que ha agotado en sí mismo la presencia de Cristo. Nuestro Dios y Padre a cada uno de nosotros nos ha concedido la gracia a la medida de los dones de Cristo. Y conservando la unidad en un solo Espíritu, todos, transformados en Cristo, debemos ponernos al servicio de la unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios.
3. El salmo es hoy un canto poético al sol y a su irradiación sobre la faz de la tierra, que se une a los que hay en Oriente Próximo (himno a Atón por ejemplo). Pero la Biblia nos dice en cambio que el sol no es un dios, sino una criatura al servicio del único Dios y creador. Basta recordar las palabras del Génesis: "Dijo Dios: haya luceros en el firmamento celeste, para apartar el día de la noche, y valgan de señales para solemnidades, días y años; (...) Hizo Dios los dos luceros mayores; el lucero grande para el dominio del día, y el lucero pequeño para el dominio de la noche (...) y vio Dios que estaba bien" (Gn 1,14.16.18). Y los cielos "proclaman", "pregonan" las maravillas de la obra divina. También el día y la noche son representados como mensajeros que transmiten la gran noticia de la creación: testimonio silencioso, pero que se escucha con fuerza, como una voz que recorre todo el cosmos. Con la mirada interior del alma, con la intuición religiosa que no se pierde en la superficialidad, el hombre y la mujer pueden descubrir que el mundo no es mudo, sino que habla del Creador. Como dice el antiguo sabio, "de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor" (Sb 13, 5). También san Pablo recuerda a los Romanos que "desde la creación del mundo, lo invisible de Dios se deja ver a la inteligencia a través de sus obras" (Rm 1, 20).
San Juan Crisóstomo afirma: "El silencio de los cielos es una voz más resonante que la de una trompeta: esta voz pregona a nuestros ojos, y no a nuestros oídos, la grandeza de Aquel que los ha creado". Y san Atanasio: "El firmamento, con su grandeza, su belleza y su orden, es un admirable predicador de su Artífice, cuya elocuencia llena el universo"”.
Todo se hizo por aquel que es la Palabra externa del Padre, y sin Él no se hizo nada. Así, todo lo creado es una expresión de Dios entre nosotros. Sin que las cosas pronuncien palabra alguna, a su modo nos hablan de Aquel que las ha creado. La persona humana, en sí, debería ser el mejor de los lenguajes de Dios entre nosotros, pues el Señor nos creó a su imagen y semejanza. Llegada la plenitud de los tiempos, Dios nos envió a su propio Hijo, el cual mediante sus palabras, sus obras, sus actitudes y su vida misma es para nosotros la suprema revelación del Padre. Y del costado abierto de Jesús, dormido en la cruz, nació la iglesia. Mediante Ella resuena por toda la tierra la Palabra en nos hace conocer a Dios y experimentar su amor, hasta el último rincón de la tierra.
Llucià Pou Sabaté
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