domingo, 29 de junio de 2014

San Pedro y San Pablo

Domingo de la semana 13 de tiempo ordinario; ciclo A

«No penséis que he venido a traer la paz a la tierra. No he venido a traer la paz sino la espada. Pues he venido a enfrentar al hombre contra su padre, y a la hija contra su madre y a la nuera contra su suegra. Y los enemigos del hombre serán los de su misma casa.Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y quien ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. Quien no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. Quien encuentre su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la encontrará.Quien a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe al que me ha enviado. Quien recibe a un profeta por ser profeta obtendrá recompensa de profeta, y quien recibe a un justo por ser justo obtendrá recompensa de justo. Y todo el que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños por ser discípulo, en verdad os digo que no quedará sin recompensa.» (Mateo 10, 34-42)
1º. Jesús, intentar seguirte no es sencillo, aunque tampoco es difícil: se trata de valorar las cosas y las personas como las valoras Tú, mirar con tu mirada, tener visión sobrenatural, buscar hacer siempre tu voluntad.
Ese modo de comportarme puede chocar, a veces, con la visión humana de los que me rodean  familiares, amigos, compañeros.
Ante esas situaciones, Tú me recuerdas: «quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mi.»
No es que no tenga que querer a mis familiares o amigos, o que sólo pueda quererlos un poco.
Los he de querer con todo mi corazón.
Pero para quererles de verdad, he de obedecerte a Ti primero.
Ponerte a Ti por delante no es sólo lo mejor para mí, sino también lo mejor para ellos, aunque ahora les cueste un poco más tener que cambiar sus planes o no poder estar conmigo todo el tiempo que querrían.
Lo mismo le pasó a tus padres, Jesús, en Jerusalén, cuando les dejaste plantados porque era necesario estar primero en las cosas de tu Padre (cfr. Lucas 2, 49).
Lo que ocurre más a menudo, sin embargo, es que hacer tu voluntad choca con «mi» voluntad: mis ganas, mis ilusiones, mis «necesidades».
Por eso me recuerdas también: «Quien no toma su cruz me sigue, no es digno de mí. Quien encuentre su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la encontrará.»
También Tú sentiste la angustia de la muerte, propia de la condición humana, en el huerto de los olivos, pero preferiste la voluntad de tu Padre a la tuya propia:«Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz; pero no sea como yo quiero, sino como quieres Tú» (Mateo 26,39).
2º. «Las personas que están pendientes de sí mismas, que actúan buscando ante todo la propia satisfacción, ponen en juego su salvación eterna, y ya ahora son inevitablemente infelices y desgraciadas. Sólo quien se olvida de sí, y se entrega a Dios y a los demás -también en el matrimonio-                                      , puede ser dichoso en la tierra, con una felicidad que es preparación y anticipo del cielo» (Es Cristo que pasa.-24).
Jesús, ésta es la gran paradoja del cristianismo: para ganar la vida, hay que «perder» la vida.
Para ser feliz en esta tierra y en la vida eterna, hay que aprender a no buscar la propia felicidad de manera egoísta, como las personas que están pendientes de si mismas, que actúan buscando ante todo la propia satisfacción.
A veces cuesta, y en esos casos hay que ser fuerte y coger la cruz.
Pero, en cuanto uno descubre que el que se olvida de sí es el más dichoso en la tierra, la cruz se hace llevadera y alegre.
«El Reino de Dios no tiene precio, y sin embargo cuesta exactamente lo que tengas (...). A Pedro y a Andrés les costó el abandono de una barca y unas redes; a la viuda le costó dos moneditas de plata; a otro, un vaso de agua fresca» (San Gregorio Magno).
Jesús, que no tenga miedo a la cruz, al sacrificio, a la entrega a Dios y a los demás.
Que me dé cuenta de que nada de lo que haga por Ti «quedará sin recompensa.»
Y la recompensa es la felicidad terrena -como nadie la puede encontrar- y, además, la eterna.


San Pedro y San Pablo, apóstoles

Cristo está presente en la Iglesia, que se edifica con los cristianos, con sus vicarios los obispos, y Pedro es portavoz y tiene el poder de las llaves que Jesús le dio
En aquel tiempo, llegó Jesús a la región de Cesarea de Felipe y preguntaba a sus discípulos: -¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre? Ellos contestaron: -Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas. Él les preguntó: -Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Simón Pedro tomó la palabra y dijo: -Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Jesús le respondió: -¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: -Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo” (Mateo 16,13-19).
1. Celebramos hoy la fiesta de estos dos Apóstoles, Pedro y Pablo, mártires de la primitiva Iglesia de Roma. La Iglesia es una casa construida sobre roca, aunque se apoya en la fragilidad de los hombres. Pero la roca es Cristo, que da hoy sus llaves a Pedro, y el poder de atar y desatar. Así, Pedro es la roca que mantiene firme a la Iglesia, el punto alrededor del cual se constituye la unidad de la comunidad. Dar las llaves significa confiar una autoridad verdadera y plena. Atar y desatar tiene el sentido de permitir y prohibir, de separar y perdonar. El Mesías tiene su vicario en la tierra con el Papa. Debilidad y gracia van unidos, porque poco después Jesús reprocha a Pedro su incomprensión de la cruz. La elección divina no es por dones naturales, es Pedro la roca sobre la cual funda Cristo la Iglesia (Bruno Maggioni).
Jesús, preguntas lo que la gente opina de ti… Yo, ¿que es lo que respondo? Tu pregunta, Señor, es la más actual, la más importante. Tu identidad, solo se descubre en la fe y el amor. Además, "nadie puede decir Jesús es Señor sino en el Espíritu Santo".
¿Quién es éste a quien obedecen el viento y el mar? ¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre? Sigue abierto el interrogante, para todos los hombres de todos los tiempos. ¿Y vosotros, quién decís que soy yo? La respuesta solamente puede darse desde dos puntos de vista. Pedro personifica la confesión cristiana de la fe: el Mesías, el Hijo de Dios. San Agustín se pregunta: “¿Qué es, pues, el Hijo de Dios? Como antes preguntábamos qué era Cristo y escuchamos que era el Hijo de Dios, preguntemos ahora qué es el Hijo de Dios. He aquí el Hijo de Dios: En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba en Dios y la Palabra era Dios (Jn 1)”.
Pero esta confesión cristiana "no procede de la carne ni de la sangre", es decir, no es posible llegar a través de la lógica y de la razón humana, se hace posible únicamente gracias a la revelación del Padre. Sí, la fe viene de fuera. El hombre, por muy inteligente que sea, es radicalmente incapaz de acceder a lo que es dominio misterioso de Dios. "Mi Padre te lo ha revelado."
"Y vosotros ¿quién decís que soy yo?". Este interrogante nos sitúa en el centro de la fe: y además se puede ampliar a su cuerpo místico, porque además Cristo continúa presente en la Iglesia; ésta es Cristo vivo. La respuesta de la fe es una respuesta a la Iglesia. La respuesta no es fácil.
Hoy ponemos los ojos ante dos apóstoles que son columnas de la Iglesia. El Papa de Roma, que continúa el ministerio apostólico de confirmar en la fe a los hermanos, es para nosotros, como dice el Concilio Vaticano II, "el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles" (LG 23). Jesús edificó sobre la Roca de Pedro a todos los obispos de Roma y por eso vemos en el Santo Padre la imagen cercana, segura y querida de Cristo Buen Pastor entre nosotros. La colecta -el tradicional Óbolo de San Pedro- de este último domingo de junio, destinada a sufragar los servicios pastorales de la Santa Sede, de los que salen beneficiadas todas las diócesis del mundo, es expresión de esta unidad, para colaborar con el ministerio apostólico del Papa, para rezar por él y ayudarle con nuestra limosna.
Jesús, llamas a Cefas Pedro, es decir, "roca". En el Antiguo Testamento se llama "roca" a Yavé, también a Abrahán (Is 51,1ss). Yavé es roca por su fidelidad, porque no le falla al creyente que funda en él su vida. Abrahán y Pedro sólo pueden ser roca por su fe y por su confianza en Dios. Jesús, eliges a Pedro como fundamento de tu iglesia. Quieres construir algo nuevo desde el fundamento; y el poder de la muerte no puede nada contra ella. Nos prometes que tu Iglesia sobrevivirá, no obstante las fuerzas de la destrucción y de la muerte. Poseer "las llaves" en sentido bíblico significa tener autoridad suprema en la casa, en este caso, dentro de la Iglesia. "Atar y desatar" se refiere a la potestad de interpretar auténticamente una ley o una doctrina; pero, sobre todo, a la de expulsar y admitir en la comunidad eclesial. Todo ese poder debe ejercerse con un espíritu de servicio, sin olvidar que la iglesia es de Cristo, y que el fundamento de cualquier fundamento es, en definitiva, el Señor (“Eucaristía 1987”).
2. En la primera lectura (Hch 12,1-11) Lucas presenta a Pedro viviendo una experiencia salvífica. Recuerda la salida de Egipto, y la Pasión y Resurrección de Jesús. De Pascua y de noche; con una intervención milagrosa del ángel del Señor cuando está en la cárcel, bajo custodia, probablemente en la Torre Antonia, en la misma cárcel en la que estaría preso también San Pablo con el tiempo. Pedro ha sido encadenado a sus dos guardianes, que responderían con su propia vida de la seguridad del reo. La pequeña comunidad cristiana de Jerusalén está reunida seguramente en casa de María, la madre de Marcos evangelista, en donde Jesús había celebrado la Cena con sus discípulos. Así que la oración de la comunidad acompaña a Pedro en su angustia durante toda aquella noche, a Pedro, que no supo velar en Getsemaní para acompañar a Jesús en su oración angustiada. Y Dios libró a Pedro de la expectación de los judíos y de la política de Herodes. Todo este relato de la liberación de Pedro se desarrolla con la ayuda de Dios (“Eucaristía 1976”).
Si el afligido invoca al Señor él lo escucha y lo salva de sus angustias”, "el ángel del Señor acampa cerca de sus fieles”. El Salmo 33 es un canto de acción de gracias. Son muchos los beneficios que el salmista ha recibido del Señor y se ve en la necesidad de agradecérselos. Nos recuerda el comienzo del Magníficat de María: "Bendigo al Señor en todo momento... mi alma se gloría en el Señor..." El autor invita a los humildes a que le escuchen y se alegren, y también ellos se sumen a su alabanza: "Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre". Vemos la bondad y condescendencia de Dios. Dios se inclina hacia nosotros, nos escucha, y nos responde y libra de todas nuestras ansias, de todo mal y angustia. "Yo consulté al Señor y me respondió". Por esto se exhorta: "Contempladlo y quedaréis radiantes": mirar a Dios es mirar la luz y por tanto, reflejarla (como Moisés y Esteban).
Quien camina en la luz se halla iluminado, irradia él mismo luz, luz de alegría, de confianza, de seguridad. La frente de los justos no tiene de qué avergonzarse, puede ir siempre alta. "El ángel del Señor acampa en torno a los fieles": manera poética de expresar la protección divina y su providencia. Donde los otros caen, tropiezan o se encallan, el justo lo supera sin dificultad. Es lo que llamaríamos convertir las dificultades en oportunidades. Aquello que es insoportable e inexplicable para los demás, resulta ligero y suave para él: porque el ángel del Señor está con él, lo defiende y ayuda. Lo dirá también Jesús: "Mi yugo es suave y mi carga ligera" (Mt 11,30).
3. Pablo nos dice (Tm 4,6-8.17-18) que entiende su muerte próxima como un sacrificio de libación que ofrece a Dios y en el que va a ser derramada su sangre, también como un retorno a la casa paterna. Juan Pablo II también decía ante su muerte: “dejadme ir a la casa del Padre”. Señor, que yo sepa también aceptar serena y confiadamente la muerte, sabiendo que se vive y se muere siempre para ti. Consciente de haber alcanzado la meta de su vida, Pablo lanza una mirada retrospectiva sobre ella y se goza como atleta que ha vencido en la carrera. Ha vivido esforzadamente y ha conseguido mantener viva y encendida la antorcha de la fe. En este momento de plenitud mira también hacia adelante y espera recibir la corona de justicia de manos del Señor. Pues el triunfo de Pablo es el triunfo del Señor, cuya fuerza se ha manifestado en medio de la debilidad y los apuros de quien le ha servido (“Eucaristía 1976”).
Llucià Pou Sabaté

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