lunes, 30 de junio de 2014

Lunes de la semana 13 de tiempo ordinario

Lunes de la semana 13 de tiempo ordinario

Jesús nos enseña el desprendimiento, que nos da libertad de espíritu
«Viendo Jesús a la multitud que estaba a su alrededor ordenó pasar a la otra orilla. Y acercándose a él cierto escriba, le dijo: ‘Maestro, te seguiré dondequiera que vayas’. Jesús le contestó: ‘Las zorras tienen sus guaridas y los pájaros del cielo sus nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar su cabeza’. Otro de sus discípulos le dijo: ‘Señor permíteme ir primero a enterrar a mi padre’. Jesús le respondió: ‘Sígueme y deja a los muertos enterrar a sus muertos’» (Mateo 8, 18-22).
1. Jesús, buscas la soledad… a veces me cuesta, porque confundo el trabajo con activismo. Con tu vida, me enseñas que el equilibrio humano corporal y espiritual requiere descanso, que no somos mejores por desarrollar una hiperactividad... ¿Cómo empleo mi tiempo libre, de descanso, de vacaciones?
-“Se acercó un escriba a Jesús y le dijo: "Maestro, te seguiré vayas adonde vayas"”. Es bonito ver que quieren seguirte, Señor. Me recuerdas que la vida cristiana no es solo seguir unos principios... Esto sería "moralismo". Tampoco unos dogmas... esquemas mentales... Ser cristiano es seguirte, Señor, compartir tu vida... imitarte... necesito meditar tu evangelio, tratarte, para conocerte mejor. Como tus discípulos, ir contigo y seguir tus pasos. No quiero, Señor, solamente "saber", sino "aprender" contigo.
-“Jesús respondió al escriba: "Las zorras tienen madrigueras y los pájaros, nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza...” Las personas necesitan seguridad, algo así como lo que hacen los animales, de “marcar su territorio”, lo que es suyo. Pero tú, Jesús, vives en libertad, tienes en tu madre tu hogar, y en la familia que has comenzado que es la Iglesia, y te sientes en casa dondequiera que estés: "no tengo dónde reclinar mi cabeza". Hoy te pido, Señor, no estar apegado a mis cosas, "seguirte". Sé que eso es renunciar a cosas, al excesivo confort. Que la cruz aparece como un tesoro, eso que llamamos inseguridad... ¡sin un lugar donde reclinar la cabeza! Pero, Señor, Tú nos enseñas a caminar por donde tú has ido.
-“Otro, ya discípulo, le dijo: "Señor, permíteme ir primero a enterrar a mi padre". Jesús le replicó: "Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos."” Desprendimiento de la "familia" que hay que entender en el contexto del mensaje de Jesús, de su amor a la familia y de los preceptos de atención a la familia, sino sería algo no evangélico, descarnado, y que pasa factura cuando uno abre los ojos a lo que de verdad nos dice el Señor (Noel Quesson).
2. –“Dijo el Señor a Abraham: «¡Su pecado es gravísimo!»” Señor, consideras realmente a Abraham como «Tu amigo». Le confías lo que se da en lo más íntimo de tu corazón. Eres un Dios Santo y no puedes pactar con el mal. No puedes admitir la maldad, la injusticia, la corrupción. Te desagrada el hombre perverso que quiere hacer el mal. Estás decidido a destruir el mal que va extendiéndose en la ciudad corrompida de Sodoma. Y confías tu propósito a Abraham.
Señor, ¿soy suficientemente amigo tuyo para que compartas, también conmigo, tu preocupación divina de «combatir el mal», de «hacer progresar el bien», en el mundo, en la ciudad donde habito, en la profesión en que trabajo? «¡Su pecado es gravísimo!»
-“¿No perdonarás por los cincuenta justos que hubiere en la ciudad?” Abraham intercede a favor de toda la ciudad. Ruega a Dios por esta urbe, donde «hay tanto mal», en medio de tan «poco bien». Miles de hombres malvados... y ¿quizá cincuenta hombres justos? La fe me pone «en diálogo contigo» y me introduce en el misterio de la «salvación» de la humanidad. La fe me hace ver el mundo «desde un cierto ángulo»: lo veo como un mundo que hay «que salvar». Una humanidad a la que hay que ayudar a salir del mal. La fe me hace participar de tu manera de ver, Señor. Descubro los caminos de Dios.
Creyendo en Ti, Señor, adopto tu punto de vista: en el fondo y a pesar de las apariencias ¡quieres salvar a todos los hombres! Y los que son tus amigos, como Abraham, comparten tu preocupación.
¿Qué haré, HOY, para ayudarte en tu labor de Salvador? ¿A quién puedo ayudar? «¿Me atreveré a interpelar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza?»-
Abraham se siente a sí mismo pecador. Ante el Dios Santísimo, está al lado de la humanidad pecadora y pobre amasada de frágil barro. Quizá por esto, emprende la defensa de sus hermanos: se siente solidario porque hay también mal en él.
Señor, ayúdame a no juzgar, incluso cuando «combato el mal»... pensando que yo mismo participo también de ese pecado. Necesito ser «salvado» yo primero. Mi deseo de salvar a los demás no es una superioridad orgullosa: porque yo mismo he sido beneficiado, quisiera hacer llegar a otros el mismo beneficio: tu perdón.
Que mi fe, Señor, me ayude a profundizar en mi solidaridad con el mundo pecador, que diga yo de veras «perdónanos nuestras ofensas» -insistiendo sobre el «-nos»... contándome estar entre los pecadores-.
-“¿Quizá se encuentren allí diez. - En gracia de esos diez no destruiré la ciudad.” A ese final tiende todo el relato. Ahí se revela la intención profunda de Dios: en realidad. Tú no deseas castigar sino salvar... Esto es ya el evangelio: por «un solo Justo», Jesús, ha llegado la salvación a todos los pecadores. ¡Qué misterio de bondad, Señor! Algunos justos son suficientes para salvar a toda la comunidad.
Concédeme la gracia, Señor, de ser de «los que contribuyen a salvar»... y no de los que contribuyen a merecer la desgracia... Te doy gracias, Señor Jesucristo, a Ti que has dado tu vida por nosotros. ¡Concédenos la gracia de no condenar al mundo, sino de interceder por él, como tu amigo Abraham!
HOY, en mi familia, en mi oficio o profesión, en los grupos que frecuentaré, quiero «atraer el perdón» para todos (Noel Quesson).
3. El diálogo es un regateo delicioso. Abrahán está convencido de la justicia de Dios y, a la vez, de su misericordia. Pero no se atreve a bajar del número de diez justos. Y, como no se encuentran tantos en Sodoma, cae el juicio de Dios sobre esta ciudad, como leeremos mañana.
El salmo subraya la actitud comprensiva de Dios, que va aceptando todas las rebajas que le pide Abrahán, porque lo que Dios quiere es la salvación y no la condenación de los hombres: «el Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia; no está siempre acusando ni guarda rencor perpetuo». Rezamos de nuevo este salmo, que tan hermosamente canta el amor misericordioso de Dios (J. Aldazábal). El sacrificio pascual de Jesús lleva a coronación ese Amor: «dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia y reconoce en ella la victima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad» (Plegaria Eucarística III). Nuestra oración es eficaz a los ojos de Dios porque está apoyada en la de Jesús.
Llucià Pou Sabaté


Santos Protomártires de la santa Iglesia Romana

Acta del Martirio de los protomártires romanos
En el año 64, la cristiandad romana va a pasar literalmente por la prueba del fuego. Una clara noche de julio de dicho año, sentado en el trono imperial Nerón, un terrible incendio, propagado con inusitada violencia, destruyó durante seis días los principales barrios de la vieja Roma.
La descripción que del siniestro nos ha dejado Tácito en sus Anales, escritos unos cincuenta años después del suceso, pertenece a las páginas justamente más célebres de la literatura universal; celebridad enormemente acrecida por ser en esa página donde por primera vez una pluma pagana (y nada menos que la del historiador romano más importante) deja constancia del hecho más grande de la historia universal: el cristianismo y la muerte violenta de su fundador, Cristo:
El incendio de Roma y los mártires (Tácito, Ann., XV, 38-44)
“Siguióse un desastre, no se sabe si por obra del azar o por maquinación del emperador (pues una y otra versión tuvieron autoridad), pero sí más grave y espantoso de cuantos acontecieron a esta ciudad por violencia del fuego.
[…]
Añadióse a todo esto los gritos de las mujeres despavoridas, los ancianos y los niños; unos arrastraban a los enfermos, otros los aguardaban; gentes que se detenían, otras que se apresuraban, todo se tornaba impedimento. Y a menudo sucedía que, volviendo la vista atrás, se hallaban atacados por el fuego de lado o de frente; o que, al escapar a los barrios vecinos, alcanzados también estos por el siniestro, daban con la misma calamidad aun en parajes que creyeran alejados.
[…]
Por otra parte, nadie se atrevía a tajar el incendio, pues había fuertes grupos de hombres que, con repetidas amenazas, prohibían apagarlo, a lo que se añadían que otros, a cara descubierta, lanzaban tizones, y a gritos proclamaban estar autorizados para ello, fuera para llevar a cabo más libremente sus rapiñas, fuera que, efectivamente, se les hubiera dado semejante orden.
Nerón, que a la sazón tenía su residencia en Ancio, no volvió a la ciudad hasta que el fuego se fue acercando a su casa, por la que había unido el Palatino y los jardines de Mecenas.
[…]
Todo ello, si bien encaminado al favor popular, caía en el vacío, pues se había esparcido el rumor de que, en el momento mismo en que se abrasaba la ciudad, había él subido a la escena de su palacio y había recitado la ruina de Troya, buscando semejanza a las calamidades presentes en los desastres antiguos.
Por fin, a los seis días, se logró poner término al incendio al pie mismo del Esquilino, derribando en un vasto espacio los edificios, a fin de oponer a su continua violencia un campo raso y, por así decir, el vacío del cielo.
Aun no se había ido el miedo y vuelto la esperanza al pueblo, cuando de nuevo estalló el incendio, si bien en lugares más deshabitados de la ciudad, por lo que fueron menos las víctimas humanas, derruyéndose, en cambio, más ampliamente templos de dioses y galerías dedicadas a esparcimiento y recreo. Sobre este nuevo incendio corrieron aún peores voces, por haber estallado en los campos aurelianos de Tigelino y creerse que, por lo visto, Nerón buscaba la gloria de fundar una nueva ciudad y llamarla con su nombre.
[…]
Sea de ello lo que fuere, Nerón se aprovechó de la ruina de su ciudad y se construyó un palacio, en que no eran tanto de admirar las piedras preciosas y el oro, cosas gastadas de antiguo y hechas vulgares por el lujo, cuanto de campos y estanques, y, al modo de los desiertos, acá unos bosques, allá espacios descubiertos y panoramas.
[…]   
Tales fueron las medidas aconsejadas por la humana prudencia. Seguidamente se celebraron expiaciones a los dioses y se consultaron los libros sibilinos. Siguiendo sus indicaciones, se hicieron públicas rogativas a Vulcano, a Ceres y a Proserpina; se ofreció por las matronas un sacrificio de propiciación a Juno, primero en el Capitolio, luego junto al próximo mar, de donde se sacó agua para rociar el templo e imagen de la diosa.
Sin embargo, ni por industria humana, ni por larguezas del emperador, ni por sacrificios a los dioses, se lograba alejar la mala fama de que el incendio había sido mandado. Así pues, con el fin de extirpar el rumor, Nerón se inventó unos culpables, y ejecutó con refinadísimos tormentos a los que, aborrecidos por sus infamias, llamaba el vulgo cristianos. El autor de este nombre, Cristo, fue mandado ejecutar con el último suplicio por el procurador Poncio Pilatos durante el Imperio de Tiberio y, reprimida, por de pronto, la perniciosa superstición, irrumpió de nuevo no sólo por Judea, origen de este mal, sino por la urbe misma, a donde confluye y se celebra cuanto de atroz y vergonzoso hay por dondequiera.
Así pues, se empezó por detener a los que confesaban su fe; luego, por las indicaciones que éstos dieron, toda una ingente muchedumbre quedó convicta, no tanto del crimen del incendio, cuanto de odio al género humano. Su ejecución fue acompañada de escarnios, y así unos, cubiertos de pieles de animales, eran desgarrados por los dientes de los perros; otros, clavados en cruces, eran quemados al caer el día, a guisa de luminarias nocturnas.
Para este espectáculo, Nerón había cedido sus propios jardines y celebró unos juegos en el circo, mezclado en atuendo de auriga entre la plebe o guiando él mismo su coche. De ahí que, aun castigando a culpables y merecedores de los últimos suplicios, se les tenía lástima, pues se tenía la impresión de que no se los eliminaba por motivo de pública autoridad, sino por satisfacer la crueldad de uno solo.”
El incendio de Roma, según Suetonio  (Nero, XXXVIII)
“Mas ni a su pueblo ni a las murallas de su patria perdonó Nerón. En efecto, con achaque de serle molesta la deformidad de los viejos edificios y la estrechez y tortuosidad de las calles, prendió fuego a la ciudad tan al descubierto que varios consulares que sorprendieron a camareros suyos con estopa y teas en sus propias fincas, no se atrevieron ni a tocarlos, y algunos graneros, situados en el solar de la Casa de Oro, qué él codiciaba sobre toda ponderación, fueron derribados con máquinas de guerra y abrasados, por estar hechos con piedra de sillería. Durante seis días con sus noches duró en todo su furor el estrago, obligando a la muchedumbre a buscar cobijo en los públicos monumentos y sepulcros.
Entonces, aparte un número inmenso de casas particulares, se quemaron los palacios de los antiguos generales, adornados todavía con los trofeos e los enemigos; los templos de los dioses, que se remontaban a la época de los reyes, y otros consagrados en las guerras gálicas y púnicas, y, en fin, cuanto de precioso y memorable había sobrevivido al tiempo.
Nerón contempló el incendio desde la torre de Mecenas, y arrebatado “por la belleza”, como él decía, “de las llamas”, recitó, vestido de su famoso traje de teatro, la “Toma de Ilión”. Y para que no se le escapara tampoco esta ocasión de coger la mayor presa y botín posible, prometió retirar por su cuenta los escombros y cadáveres, con cuyo pretexto no permitió a nadie acercarse a los restos de sus bienes; y con las tributaciones, no ya sólo voluntarias, sino exigidas, dejó casi exhaustas a las provincias y a los particulares.” 
(BAC, D. RUIZ BUENO, ACTAS DE LOS MÁRTIRES, 212-225)

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