Inmaculado Corazón de María
María es la mujer que sabe amar según el amor de Dios, a la medida del corazón de Jesús, y nos quiere con corazón de Madre
“Sus padres iban todos los años a Jerusalén a la fiesta de la Pascua. Cuando tuvo doce años, subieron ellos como de costumbre a la fiesta y, al volverse, pasados los días, el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin saberlo sus padres. Pero creyendo que estaría en la caravana, hicieron un día de camino, y le buscaban entre los parientes y conocidos; pero al no encontrarle, se volvieron a Jerusalén en su busca. Y sucedió que, al cabo de tres días, le encontraron en el Templo sentado en medio de los maestros, escuchándoles y preguntándoles; todos los que le oían, estaban estupefactos por su inteligencia y sus respuestas. Cuando le vieron, quedaron sorprendidos, y su madre le dijo: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando.» El les dijo: «Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?» Pero ellos no comprendieron la respuesta que les dio. Bajó con ellos y vino a Nazaret, y vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón” (Lucas 2,41-51).
1. Ayer celebrábamos la solemnidad del Corazón de Jesús, del Amor. Propio de hijos bien nacidos es que hoy, junto al Hijo, encontremos a su Madre. El Papa Pío XII, muy sensible a la celebración del amor compartido entre el Hijo y la Madre, instituyó esta fiesta el año 1944. María, que fue cauce providencial y madre privilegiada del Verbo encarnado, antes de concebir a su Hijo físicamente lo concibió por la fe y el amor. Y cuando el Hijo, concluida la obra de la redención, subió al cielo, al Padre, ella se quedó físicamente entre nosotros sin el Hijo, pero siguió poseyéndolo en fe y amor. Nosotros, si hemos sabido del amor por el costado abierto de Cristo muerto, hemos de saber también del amor sufrido por la Virgen María que en el Calvario hizo ofrenda del Hijo por nosotros al Padre. Alabemos, pues, al Hijo y a su Madre.
Hablar del corazón, y más hablar del corazón de una mujer bendita, es situarnos en un campo de esperanza. El lenguaje popular dice: "tiene un corazón de oro", "te lo digo de corazón", "es toda corazón". Corazón significa intimidad, vida interior, el motor y la raíz de la persona. En la Biblia, corazón es igual a la persona misma. El corazón de la Virgen María es representado con dos símbolos: la espada del dolor y del martirio y las llamas del amor y la ternura.
San Lucas hace dos referencias al corazón de María. Cuando los pastores ven al niño Jesús, “María guardaba todas estas cosas ponderándolas en su corazón" (Lc 2,19).El otro es el que hemos leído hoy: "...Y su madre guardaba estas cosas en su corazón", y fue luego de encontrar a Jesús en el templo, cuando dijo el Señor: "¿Por qué me buscábais? No sabíais que yo tengo que estar en lo que es de mi Padre?" María, como nosotros, has tenido que recorrer un camino de fe y de oscuridades hasta llegar a comprender que “su madre y sus hermanos son los que cumplen el designio de Dios” (Mc 3,35) y que tú estabas ahí en primer lugar por tu entrega, constante, hasta seguir la suerte del maestro hasta el final: "Estaba presente junto a la cruz de Jesús su madre..." (Jn 19,25; Servicio bíblico latinoamericano).
Madre mía, te pedimos hoy que sepamos hacer como tú, que guardabas las cosas buenas, y además las ponderabas. Gracias a eso eres consuelo para la aflicción, Madre del buen consejo, quien mejor nos puede enseñar a vivir el amor al prójimo. Puedes convertir nuestro egoísmo y amor propio en caridad y amor a Dios. Puedes quitar las nubes negras que a veces vienen a mi alma, haciéndome ver la luz de tu Hijo, puedes dar buenas inspiraciones a todos mis pensamientos, haciéndolos puros como los tuyos, puedes darme la libertad de la humildad y poder proclamaramar: “he aquí la esclava del Señor, se haga en mí según su palabra”.Contemplar hoy a Nuestra Señora es mirar el misterio del hombre desde la luz que brota de María. Y decirse devoto del Corazón de María es ser hombre o mujer de corazón misericordioso, donde habita el amor y la ternura.
Corazón es emoción, sentimiento y pasión. Sólo la palabra que sale del corazón y se dice de corazón puede llegar al corazón del otro. Lenguajes rutinarios, formalistas, abstractos no pueden ser los de un profeta porque nada dicen ni a nadie llegan. Cantar al Corazón de la Virgen María es adentrarse por el camino de la profundidad, de la contemplación, del silencio interior. Lo que guardaba y meditaba en su corazón nos señala la senda. Del hondo silencio brota la palabra insondable. "No se ve bien sino con el corazón” (El Principito). En esta fiesta, pensemos que "tener corazón" es la herencia y el regalo que nos ofrece María. Por eso suplicamos: "Danos un corazón grande para amar" (Conrado Bueno Bueno).
María, Tú supiste cuidar de Dios Hombre, hasta la edad adulta, para que creciera «en sabiduría, en edad y en gracia» (Lc 2, 52) eres modelo de todos los educadores. Especialmente eres modelo para los padres cristianos, que están llamados, en condiciones cada vez más complejas y difíciles, a ponerse al servicio del desarrollo integral de sus hijos, para que lleven una vida digna del hombre y que corresponda al proyecto de Dios (Juan Pablo II).
Gran apóstol del Inmaculado Corazón de María fue San Antonio María Claret, que fundó la Congregación de los Misioneros del Inmaculado Corazón de María. Pero es en el siglo XX, cuando alcanza su cenit con dos hechos trascendentales: las apariciones de la Virgen en Fátima y la consagración del mundo al Corazón Inmaculado de María, hecha por Pío XII el año 1942, y luego Juan Pablo II en 1984, y poco después se cumplió la profecía, la caída del marxismo en Rusia. En Fátima la Virgen manifestó a los niños que Jesús quiere establecer en el mundo la devoción a su Inmaculado Corazón como medio para asegurar la salvación de muchas almas y para conservar o devolver la paz al mundo. La Beata Jacinta Marto, le dijo a Lucía: "Ya me falta poco para ir al cielo. Tú te quedarás aquí, para establecer la devoción al Corazón Inmaculado de Maria". También se lo dirá después la Virgen. Seguirán con esta devoción Pablo VI y, sobre todo Juan Pablo II, que se declara milagro de María, porque ella le salvó en su atentado. El Corazón Inmaculado, que es, ternura y dulzura, pero, a la vez, exigencia de oración, sacrificio, penitencia, generosidad y entrega.
María es nuestra madre, y nos quiere incondicionalmente. Así como una madre se pone en segundo lugar, olvidando sus proyectos y sueños para el bien de sus hijos, así como cuando un hijo no se porta bien con su madre pero luego le pregunta si le perdona ella dice: “¿cómo no voy a perdonarte, hijo mío?, ¡si soy tu madre!” Así María nos hace ver, como las buenas madres, cómo es el amor de Dios, y su perdón. Un niño de 8 años me decía que “una madre sabe amar de manera distinta a los hijos, según sus necesidades”. Así es, le respondí con lo que yo he aprendido: “quiere más a quién más lo necesita, que hoy puede ser tu hermano más pequeño, pero mañana puedes ser tú”. Así a María le sobra corazón para atendernos a todos como si fuéramos únicos: Dios le dio Corazón de Madre para que con él amara a todos y cada uno de los hombres. Y, no sólo los de hoy, sino todos los de ayer y de mañana. Toda madre tiene amor particular a cada hijo exactamente igual que el que tiene a todos en conjunto. Y más al más desvalido, al extraviado. Madre mía, santa María, quiero entrar en tu corazón, derramar ahí las penas de mi corazón para encontrar consuelo, mis problemas y tentaciones para que como por ósmosis y en otra dimensión de nuestro ser, transformen nuestra vida, sin saber cómo y sin poderlo explicar: "Entréme donde no supe, / y quedéme no sabiendo, / toda ciencia trascendiendo. // Yo no supe dónde entraba, / Pero cuando allí me ví, / Grandes cosas entendí; / No diré lo que sentí, // Pero me quedé no sabiendo, / Toda ciencia trascendiendo" (San Juan de la Cruz). "¡Oh Dios, tú que has preparado en el Corazón de María, una digna morada al Espíritu Santo, haz que por la intercesión de su Corazón y su compañía e intimidad, lleguemos a ser templos de su gloria". Amen (Jesús Martí Ballester).
2. Isaías (61,9-11) nos adentra en el corazón de María, que desborda de gozo con el Señor. Ella es madre de la estirpe nueva: “conocerán que son la estirpe que bendijo el Señor. Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios: porque me ha vestido con un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo, como novio que se pone la corona, o novia que se adorna con sus joyas”. La ilusión mayor de una madre es que su hijo sea feliz. Ese es el deseo del Corazón de María: que lleguemos al esplendor de la gloria a imagen de Jesús. Por eso se alegra de la salvación de sus hijos: ”Como el suelo echa sus brotes, como un jardín hace brotar sus semillas, así el Señor hará brotar la justicia y los himnos ante todos los pueblos”.
3. También en 1Samuel (2,1.4-8) se nos desvelan los sentimientos del corazón de María: “Mi corazón se regocija por el señor, / mi poder se exalta por Dios; /mi boca se ríe de mis enemigos, / porque gozo con tu salvación”. Su acción de gracias va unida a la alegría por nuestra salvación: “los cobardes se ciñen de valor… la mujer estéril da a luz siete hijos… El Señor da la muerte y la vida, / hunde en el abismo y levanta; / da la pobreza y la riqueza, / humilla y enaltece. Él levanta del polvo al desvalido, / alza de la basura al pobre, / para hacer que se siente entre príncipes / y que herede un trono de gloria”.
Llucià Pou Sabaté
San Ireneo, obispo y mártir
Benedicto XVI presenta a San Ireneo de Lyon
miércoles, 28 marzo 2007
miércoles, 28 marzo 2007
Queridos hermanos y hermanas:
En las catequesis sobre las grandes figuras de la Iglesia de los primeros siglos llegamos hoy a la personalidad eminente de san Ireneo de Lyon. Sus noticias biográficas nos vienen de su mismo testimonio, que nos ha llegado hasta nosotros gracias a Eusebio en el quinto libro de la «Historia eclesiástica».
Ireneo nació con toda probabilidad en Esmirna (hoy Izmir, en Turquía) entre los años 135 y 140, donde en su juventud fue alumno del obispo Policarpo, quien a su vez era discípulo del apóstol Juan. No sabemos cuándo se transfirió de Asia Menor a Galia, pero la mudanza debió coincidir con los primeros desarrollos de la comunidad cristiana de Lyon: allí, en el año 177, encontramos a Ireneo en el colegio de los presbíteros. Precisamente en ese año fue enviado a Roma para llevar una carta de la comunidad de Lyon al Papa Eleuterio. La misión romana evitó a Ireneo la persecución de Marco Aurelio, en la que cayeron al menos 48 mártires, entre los que se encontraba el mismo obispo de Lyon, Potino, de noventa años, fallecido a causa de los malos tratos en la cárcel. De este modo, a su regreso, Ireneo fue elegido obispo de la ciudad. El nuevo pastor se dedicó totalmente al ministerio episcopal, que se concluyó hacia el año 202- 203, quizá con el martirio.
Ireneo es ante todo un hombre de fe y un pastor. Del buen pastor tiene la prudencia, la riqueza de doctrina, el ardor misionero. Como escritor, busca un doble objetivo: defender la verdadera doctrina de los asaltos de los herejes, y exponer con claridad la verdad de la fe. A estos dos objetivos responden exactamente las dos obras que nos quedan de él: los cinco libros «Contra las herejías» y «La exposición de la predicación
apostólica», que puede ser considerada también como el «catecismo de la doctrina cristiana» más antiguo. En definitiva, Ireneo es el campeón de la lucha contra las herejías.
La Iglesia del siglo II estaba amenazada por la «gnosis», una doctrina que afirmaba que la fe enseñada por la Iglesia no era más que un simbolismo para los sencillos, pues no son capaces de comprender cosas difíciles; por el contrario, los iniciados, los intelectuales --se llamaban «gnósticos»-- podrían comprender lo que se escondía detrás de estos símbolos y de este modo formarían un cristianismo de élite, intelectualista.
Obviamente este cristianismo intelectualista se fragmentaba cada vez más en diferentes corrientes con pensamientos con frecuencia extraños y extravagantes, pero atrayentes para muchas personas. Un elemento común de estas diferentes corrientes era el dualismo, es decir, se negaba la fe en el único Dios Padre de todos, creador y salvador del hombre y del mundo. Para explicar el mal en el mundo, afirmaban la existencia junto al Dios bueno de un principio negativo. Este principio negativo habría producido las cosas materiales, la materia.
Arraigándose firmemente en la doctrina bíblica de la creación, Ireneo refuta el dualismo y el pesimismo gnóstico que devalúan las realidades corporales. Reivindica con decisión la originaria santidad de la materia, del cuerpo, de la carne, al igual que del espíritu. Pero su obra va mucho más allá de la confutación de la herejía: se puede decir, de hecho, que se presenta como el primer gran teólogo de la Iglesia, que creó la teología sistemática; él mismo habla del sistema de la teología, es decir, de la coherencia interna de toda la fe. En el centro de su doctrina está la cuestión de la «regla de la fe» y de su transmisión. Para Ireneo la «regla de la fe» coincide en la práctica con el «Credo» de los apóstoles, y nos da la clave para interpretar el Evangelio, para interpretar el Credo a la luz del Evangelio. El símbolo apostólico, que es una especie de síntesis del Evangelio, nos ayuda a comprender lo que quiere decir, la manera en que tenemos que leer el mismo Evangelio.
De hecho, el Evangelio predicado por Ireneo es el que recibió de Policarpo, obispo de Esmirna, y el Evangelio de Policarpo se remonta al apóstol Juan, de quien Policarpo era discípulo. De este modo, la verdadera enseñanza no es la inventada por los intelectuales, superando la fe sencilla de la Iglesia. El verdadero Evangelio es el impartido por los obispos que lo han recibido gracias a una cadena interrumpida que procede de los apóstoles. Éstos no han enseñado otra cosa que esta fe sencilla, que es también la verdadera profundidad de la revelación de Dios. De este modo, nos dice Ireneo, no hay una doctrina secreta detrás del Credo común de la Iglesia. No hay un cristianismo superior para intelectuales. La fe confesada públicamente por la Iglesia es la fe común de todos. Sólo es apostólica esta fe, procede de los apóstoles, es decir, de Jesús y de Dios.
Al adherir a esta fe transmitida públicamente por los apóstoles a sus sucesores, los cristianos tienen que observar lo que dicen los obispos, tienen que considerar específicamente la enseñanza de la Iglesia de Roma, preeminente y antiquísima. Esta Iglesia, a causa de su antigüedad, tiene la mayor apostolicidad: de hecho, tiene su origen en las columnas del colegio apostólico, Pedro y Pablo. Con la Iglesia de Roma tienen que estar en armonía todas las Iglesias, reconociendo en ella la medida de la verdadera tradición apostólica, de la única fe común de la Iglesia. Con estos argumentos, resumidos aquí de manera sumamente breve, Ireneo confuta en sus fundamentos las pretensiones de estos gnósticos, de estos intelectuales: ante todo, no poseen una verdad que sería superior a la de la fe común, pues lo que dicen no es de origen apostólico, se
lo han inventado ellos; en segundo lugar, la verdad y la salvación no son privilegio y monopolio de pocos, sino que todos las pueden alcanzar a través de la predicación de los sucesores de los apóstoles, y sobre todo del obispo de Roma. En particular, al polemizar con el carácter «secreto» de la tradición gnóstica, y al constatar sus múltiples conclusiones contradictorias entre sí, Ireneo se preocupa por ilustrar el concepto
genuino de Tradición apostólica, que podemos resumir en tres puntos.
a) La Tradición apostólica es «pública», no privada o secreta. Para Ireneo no hay duda alguna de que el contenido de la fe transmitida por la Iglesia es el recibido de los apóstoles y de Jesús, el Hijo de Dios. No hay otra enseñanza. Por tanto, a quien quiere conocer la verdadera doctrina le basta conocer «la Tradición que procede de los apóstoles y la fe anunciada a los hombres»: tradición y fe que «nos han llegado a través de la sucesión de los obispos» («Contra las herejías» 3, 3 , 3-4). De este modo, coinciden sucesión de los obispos, principio personal, Tradición apostólica y principio doctrinal.
b) La Tradición apostólica es «única». Mientras el gnosticismo se divide en numerosas sectas, la Tradición de la Iglesia es única en sus contenidos fundamentales que, como hemos visto, Ireneo llama «regula fidei» o «veritatis»: y dado que es única, crea unidad a través de los pueblos, a través de las diferentes culturas, a través de pueblos diferentes; es un contenido común como la verdad, a pesar de las diferentes lenguas y culturas. Hay una expresión preciosa de san Ireneo en el libro «Contra las herejías»: «La Iglesia que recibe esta predicación y esta fe [de los apóstoles], a pesar de estar diseminada en el mundo entero, la guarda con cuidado, como si habitase en una casa única; cree igualmente a todo esto, como quien tiene una sola alma y un mismo corazón; y predica todo esto con una sola voz, y así lo enseña y trasmite como si tuviese una sola boca. Pues si bien las lenguas en el mundo son diversas, única y siempre la misma es la fuerza de la tradición. Las iglesias que están en las Germanias no creen diversamente, ni trasmiten otra cosa las iglesias de las Hiberias, ni las que existen entre los celtas, ni las de Oriente, ni las de Egipto ni las de Libia, ni las que están en el centro del mundo» (1, 10, 1-2). Ya en ese momento, nos encontramos en el año 200, se puede ver la universalidad de la Iglesia, su catolicidad y la fuerza unificadora de la verdad, que une estas realidades tan diferentes, de Alemania a España, de Italia a Egipto y Libia, en la común verdad que nos reveló Cristo.
c) Por último, la Tradición apostólica es como él dice en griego, la lengua en la que escribió su libro, «pneumática», es decir, espiritual, guiada por el Espíritu Santo: en griego, se dice «pneuma». No se trata de una transmisión confiada a la capacidad de los hombres más o menos instruidos, sino al Espíritu de Dios, que garantiza la fidelidad de la transmisión de la fe. Esta es la «vida» de la Iglesia, que la hace siempre joven, es decir, fecunda de muchos carismas. Iglesia y Espíritu para Ireneo son inseparables: «Esta fe», leemos en el tercer libro de «Contra las herejías», «la hemos recibido de la Iglesia y la custodiamos: la fe, por obra del Espíritu de Dios, como depósito precioso custodiado en una vasija de valor rejuvenece siempre y hace rejuvenecer también a la vasija que la contiene… Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia» (3, 24, 1).
Como se puede ver, Ireneo no se limita a definir el concepto de Tradición. Su tradición, la Tradición ininterrumpida, no es tradicionalismo, pues esta Tradición siempre está internamente vivificada por el Espíritu Santo, que la hace vivir de nuevo, hace que pueda ser interpretada y comprendida en la vitalidad de la Iglesia. Según su enseñanza, la fe de la Iglesia debe ser transmitida de manera que aparezca como tiene que ser, es decir, «pública», «única», «pneumática», «espiritual». A partir de cada una de estas características, se puede llegar a un fecundo discernimiento sobre la auténtica transmisión de la fe en el hoy de la Iglesia. Más en general, según la doctrina de Ireneo, la dignidad del hombre, cuerpo y alma, está firmemente anclada en la creación divina, en la imagen de Cristo y en la obra permanente de santificación de Espíritu. Esta doctrina es como una «senda maestra» para aclarar a todas las personas de buena voluntad el objeto y los confines del diálogo sobre los valores, y para dar un empuje siempre nuevo a la acción misionera de la Iglesia, a la fuerza de la verdad que es la fuente de todos los auténticos valores del mundo.
En las catequesis sobre las grandes figuras de la Iglesia de los primeros siglos llegamos hoy a la personalidad eminente de san Ireneo de Lyon. Sus noticias biográficas nos vienen de su mismo testimonio, que nos ha llegado hasta nosotros gracias a Eusebio en el quinto libro de la «Historia eclesiástica».
Ireneo nació con toda probabilidad en Esmirna (hoy Izmir, en Turquía) entre los años 135 y 140, donde en su juventud fue alumno del obispo Policarpo, quien a su vez era discípulo del apóstol Juan. No sabemos cuándo se transfirió de Asia Menor a Galia, pero la mudanza debió coincidir con los primeros desarrollos de la comunidad cristiana de Lyon: allí, en el año 177, encontramos a Ireneo en el colegio de los presbíteros. Precisamente en ese año fue enviado a Roma para llevar una carta de la comunidad de Lyon al Papa Eleuterio. La misión romana evitó a Ireneo la persecución de Marco Aurelio, en la que cayeron al menos 48 mártires, entre los que se encontraba el mismo obispo de Lyon, Potino, de noventa años, fallecido a causa de los malos tratos en la cárcel. De este modo, a su regreso, Ireneo fue elegido obispo de la ciudad. El nuevo pastor se dedicó totalmente al ministerio episcopal, que se concluyó hacia el año 202- 203, quizá con el martirio.
Ireneo es ante todo un hombre de fe y un pastor. Del buen pastor tiene la prudencia, la riqueza de doctrina, el ardor misionero. Como escritor, busca un doble objetivo: defender la verdadera doctrina de los asaltos de los herejes, y exponer con claridad la verdad de la fe. A estos dos objetivos responden exactamente las dos obras que nos quedan de él: los cinco libros «Contra las herejías» y «La exposición de la predicación
apostólica», que puede ser considerada también como el «catecismo de la doctrina cristiana» más antiguo. En definitiva, Ireneo es el campeón de la lucha contra las herejías.
La Iglesia del siglo II estaba amenazada por la «gnosis», una doctrina que afirmaba que la fe enseñada por la Iglesia no era más que un simbolismo para los sencillos, pues no son capaces de comprender cosas difíciles; por el contrario, los iniciados, los intelectuales --se llamaban «gnósticos»-- podrían comprender lo que se escondía detrás de estos símbolos y de este modo formarían un cristianismo de élite, intelectualista.
Obviamente este cristianismo intelectualista se fragmentaba cada vez más en diferentes corrientes con pensamientos con frecuencia extraños y extravagantes, pero atrayentes para muchas personas. Un elemento común de estas diferentes corrientes era el dualismo, es decir, se negaba la fe en el único Dios Padre de todos, creador y salvador del hombre y del mundo. Para explicar el mal en el mundo, afirmaban la existencia junto al Dios bueno de un principio negativo. Este principio negativo habría producido las cosas materiales, la materia.
Arraigándose firmemente en la doctrina bíblica de la creación, Ireneo refuta el dualismo y el pesimismo gnóstico que devalúan las realidades corporales. Reivindica con decisión la originaria santidad de la materia, del cuerpo, de la carne, al igual que del espíritu. Pero su obra va mucho más allá de la confutación de la herejía: se puede decir, de hecho, que se presenta como el primer gran teólogo de la Iglesia, que creó la teología sistemática; él mismo habla del sistema de la teología, es decir, de la coherencia interna de toda la fe. En el centro de su doctrina está la cuestión de la «regla de la fe» y de su transmisión. Para Ireneo la «regla de la fe» coincide en la práctica con el «Credo» de los apóstoles, y nos da la clave para interpretar el Evangelio, para interpretar el Credo a la luz del Evangelio. El símbolo apostólico, que es una especie de síntesis del Evangelio, nos ayuda a comprender lo que quiere decir, la manera en que tenemos que leer el mismo Evangelio.
De hecho, el Evangelio predicado por Ireneo es el que recibió de Policarpo, obispo de Esmirna, y el Evangelio de Policarpo se remonta al apóstol Juan, de quien Policarpo era discípulo. De este modo, la verdadera enseñanza no es la inventada por los intelectuales, superando la fe sencilla de la Iglesia. El verdadero Evangelio es el impartido por los obispos que lo han recibido gracias a una cadena interrumpida que procede de los apóstoles. Éstos no han enseñado otra cosa que esta fe sencilla, que es también la verdadera profundidad de la revelación de Dios. De este modo, nos dice Ireneo, no hay una doctrina secreta detrás del Credo común de la Iglesia. No hay un cristianismo superior para intelectuales. La fe confesada públicamente por la Iglesia es la fe común de todos. Sólo es apostólica esta fe, procede de los apóstoles, es decir, de Jesús y de Dios.
Al adherir a esta fe transmitida públicamente por los apóstoles a sus sucesores, los cristianos tienen que observar lo que dicen los obispos, tienen que considerar específicamente la enseñanza de la Iglesia de Roma, preeminente y antiquísima. Esta Iglesia, a causa de su antigüedad, tiene la mayor apostolicidad: de hecho, tiene su origen en las columnas del colegio apostólico, Pedro y Pablo. Con la Iglesia de Roma tienen que estar en armonía todas las Iglesias, reconociendo en ella la medida de la verdadera tradición apostólica, de la única fe común de la Iglesia. Con estos argumentos, resumidos aquí de manera sumamente breve, Ireneo confuta en sus fundamentos las pretensiones de estos gnósticos, de estos intelectuales: ante todo, no poseen una verdad que sería superior a la de la fe común, pues lo que dicen no es de origen apostólico, se
lo han inventado ellos; en segundo lugar, la verdad y la salvación no son privilegio y monopolio de pocos, sino que todos las pueden alcanzar a través de la predicación de los sucesores de los apóstoles, y sobre todo del obispo de Roma. En particular, al polemizar con el carácter «secreto» de la tradición gnóstica, y al constatar sus múltiples conclusiones contradictorias entre sí, Ireneo se preocupa por ilustrar el concepto
genuino de Tradición apostólica, que podemos resumir en tres puntos.
a) La Tradición apostólica es «pública», no privada o secreta. Para Ireneo no hay duda alguna de que el contenido de la fe transmitida por la Iglesia es el recibido de los apóstoles y de Jesús, el Hijo de Dios. No hay otra enseñanza. Por tanto, a quien quiere conocer la verdadera doctrina le basta conocer «la Tradición que procede de los apóstoles y la fe anunciada a los hombres»: tradición y fe que «nos han llegado a través de la sucesión de los obispos» («Contra las herejías» 3, 3 , 3-4). De este modo, coinciden sucesión de los obispos, principio personal, Tradición apostólica y principio doctrinal.
b) La Tradición apostólica es «única». Mientras el gnosticismo se divide en numerosas sectas, la Tradición de la Iglesia es única en sus contenidos fundamentales que, como hemos visto, Ireneo llama «regula fidei» o «veritatis»: y dado que es única, crea unidad a través de los pueblos, a través de las diferentes culturas, a través de pueblos diferentes; es un contenido común como la verdad, a pesar de las diferentes lenguas y culturas. Hay una expresión preciosa de san Ireneo en el libro «Contra las herejías»: «La Iglesia que recibe esta predicación y esta fe [de los apóstoles], a pesar de estar diseminada en el mundo entero, la guarda con cuidado, como si habitase en una casa única; cree igualmente a todo esto, como quien tiene una sola alma y un mismo corazón; y predica todo esto con una sola voz, y así lo enseña y trasmite como si tuviese una sola boca. Pues si bien las lenguas en el mundo son diversas, única y siempre la misma es la fuerza de la tradición. Las iglesias que están en las Germanias no creen diversamente, ni trasmiten otra cosa las iglesias de las Hiberias, ni las que existen entre los celtas, ni las de Oriente, ni las de Egipto ni las de Libia, ni las que están en el centro del mundo» (1, 10, 1-2). Ya en ese momento, nos encontramos en el año 200, se puede ver la universalidad de la Iglesia, su catolicidad y la fuerza unificadora de la verdad, que une estas realidades tan diferentes, de Alemania a España, de Italia a Egipto y Libia, en la común verdad que nos reveló Cristo.
c) Por último, la Tradición apostólica es como él dice en griego, la lengua en la que escribió su libro, «pneumática», es decir, espiritual, guiada por el Espíritu Santo: en griego, se dice «pneuma». No se trata de una transmisión confiada a la capacidad de los hombres más o menos instruidos, sino al Espíritu de Dios, que garantiza la fidelidad de la transmisión de la fe. Esta es la «vida» de la Iglesia, que la hace siempre joven, es decir, fecunda de muchos carismas. Iglesia y Espíritu para Ireneo son inseparables: «Esta fe», leemos en el tercer libro de «Contra las herejías», «la hemos recibido de la Iglesia y la custodiamos: la fe, por obra del Espíritu de Dios, como depósito precioso custodiado en una vasija de valor rejuvenece siempre y hace rejuvenecer también a la vasija que la contiene… Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia» (3, 24, 1).
Como se puede ver, Ireneo no se limita a definir el concepto de Tradición. Su tradición, la Tradición ininterrumpida, no es tradicionalismo, pues esta Tradición siempre está internamente vivificada por el Espíritu Santo, que la hace vivir de nuevo, hace que pueda ser interpretada y comprendida en la vitalidad de la Iglesia. Según su enseñanza, la fe de la Iglesia debe ser transmitida de manera que aparezca como tiene que ser, es decir, «pública», «única», «pneumática», «espiritual». A partir de cada una de estas características, se puede llegar a un fecundo discernimiento sobre la auténtica transmisión de la fe en el hoy de la Iglesia. Más en general, según la doctrina de Ireneo, la dignidad del hombre, cuerpo y alma, está firmemente anclada en la creación divina, en la imagen de Cristo y en la obra permanente de santificación de Espíritu. Esta doctrina es como una «senda maestra» para aclarar a todas las personas de buena voluntad el objeto y los confines del diálogo sobre los valores, y para dar un empuje siempre nuevo a la acción misionera de la Iglesia, a la fuerza de la verdad que es la fuente de todos los auténticos valores del mundo.
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