Texto del Evangelio (Mc 3,22-30): En aquel tiempo, los escribas que habían bajado de Jerusalén decían: «Está poseído por Beelzebul» y «por el príncipe de los demonios expulsa los demonios». Entonces Jesús, llamándoles junto a sí, les decía en parábolas: «¿Cómo puede Satanás expulsar a Satanás? Si un reino está dividido contra sí mismo, ese reino no puede subsistir. Si una casa está dividida contra sí misma, esa casa no podrá subsistir. Y si Satanás se ha alzado contra sí mismo y está dividido, no puede subsistir, pues ha llegado su fin. Pero nadie puede entrar en la casa del fuerte y saquear su ajuar, si no ata primero al fuerte; entonces podrá saquear su casa. Yo os aseguro que se perdonará todo a los hijos de los hombres, los pecados y las blasfemias, por muchas que éstas sean. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón nunca, antes bien, será reo de pecado eterno». Es que decían: «Está poseído por un espíritu inmundo».
Comentario: Jesús «es un testimonio insuperable de amor paciente y de humilde mansedumbre» (Juan Pablo II). Se encuentra con la malicia de los hombres, que se une a la astucia de los demonios, para hacer perder la paciencia al Señor. Los milagros y curaciones que hemos visto realizar a Jesús son interpretados como un poder del demonio. Jesús nos habla del sentido de estos signos, de su auténtico sentido, en relación con el Reino que está estableciendo.
1. Como dice R. Cantalamessa, “cerca de un tercio del Evangelio se ocupa de las curaciones obradas por Jesús durante el breve tiempo de su vida pública. Es imposible eliminar estos milagros o darles una explicación natural sin desmembrar todo el Evangelio y hacerlo incomprensible. Los milagros en el Evangelio tienen características inconfundibles. Jamás están para sorprender o para ensalzar a quien los realiza. Hoy algunos se dejan encantar al oír a ciertos personajes que dicen poseer poderes de levitación, de hacer aparecer o desaparecer objetos y cosas por el estilo. ¿A quién sirve este tipo de milagro, suponiendo que sea tal? A nadie, o sólo a uno mismo para ganar adeptos y dinero.
Jesús realiza milagros por compasión, porque ama a los demás: hace milagros también para ayudarles a creer. Obra curaciones para anunciar que Dios es el Dios de la vida y que al final, junto a la muerte, también la enfermedad será vencida y «ya no habrá luto ni llanto». Jesús no es el único que sana, sino que ordena a sus apóstoles hacer lo mismo detrás de Él: «Les envió a anunciar el Reino de Dios y a curar a los enfermos» (Lc 9,2); «Predicad que el reino de los cielos está cerca. Curad a los enfermos» (Mt 10,7 s.). Encontramos siempre las dos cosas a la vez: predicar el Evangelio y curar a los enfermos. El hombre tiene dos medios para intentar superar sus enfermedades: la naturaleza y la gracia. Naturaleza indica la inteligencia, la ciencia, la medicina, la técnica; gracia indica el recurso directo a Dios, a través de la fe, la oración y los sacramentos. Estos últimos son los medios que la Iglesia tiene a disposición para «curar a los enfermos»”. Hoy vemos mucha magia y pretendidos poderes ocultos de la persona que no son ni ciencia ni fe, sino charlatanería y campo abonado para la intervención del demonio. “No es difícil distinguir cuándo se trata de un verdadero carisma de curación y cuándo de su falsificación en la magia. En el primer caso, la persona jamás atribuye a poderes propios los resultados obtenidos, sino a Dios; en el segundo, la gente no hace más que alardear de sus pretendidos «poderes extraordinarios». Cuando por ello se leen anuncios del tipo: mago tal de no sé quién «llega donde otros fracasan», «resuelve problemas de todo tipo», «poderes extraordinarios reconocidos», «expulsa demonios, aleja el mal de ojo», no hay que dudar ni un instante: son grandes engaños. Jesús decía que los demonios se expulsan «con ayuno y oración», ¡no vaciando el bolsillo de la gente!”
¿Y si “no funciona”? ¿Hay que acudir a los astrólogos o brujos? “El poder de Dios no se manifiesta sólo de una manera –eliminando el mal, curando físicamente–, sino también dando la capacidad, y a veces hasta el gozo, de llevar la propia cruz con Cristo y completar lo que falta a sus padecimientos. Cristo redimió también el sufrimiento y la muerte: ya no es signo del pecado, participación en la culpa de Adán, sino instrumento de redención”. Se trata de un reino que no es de este mundo. Hoy se celebra la infancia misionera, sembrar en el corazón de los pequeños, con actividades a medida de sus posibilidades y edad, una preocupación por la evangelización del mundo y por la paz, pues la amistad con Jesús es un don tan precioso que no queremos egoístamente que sea para mí solamente, quiero dar a conocer el amor de Dios encarnado en Jesús, a mucha gente, por todos los medios. Extender esta gran luz “para los que yacían en región y sombra de muerte”, como decimos hoy: “una luz ha amanecido”. Vemos al Señor predicando que el Reino de los Cielos estaba cerca, y era necesario disponerse por la penitencia para ser dignos de él. Él es esa gran luz que muestra el camino de la vida eterna y la auténtica vida terrena, como hijos de Dios.
2. En relación con el Reino que Jesús está instaurando, Benedicto XVI nos habla de este reinado: “El contenido central del «Evangelio» es que el Reino de Dios está cerca. Se pone un hito en el tiempo, sucede algo nuevo. Y se pide a los hombres una respuesta a este don: conversión y fe. El centro de esta proclamación es el anuncio de la proximidad del Reino de Dios; anuncio que constituye realmente el centro de las palabras y la actividad de Jesús. Un dato estadístico puede confirmarlo: la expresión «Reino de Dios» aparece en el Nuevo Testamento 122 veces; de ellas, 99 se encuentran en los tres Evangelios sinópticos y 90 están en boca de Jesús. En el Evangelio de Juan y en los demás escritos del Nuevo Testamento el término tiene sólo un papel marginal. Se puede decir que, mientras el eje de la predicación de Jesús antes de la Pascua es el anuncio de Dios, la cristología es el centro de la predicación apostólica después de la Pascua”.
La teología ideologizada ha seguido otos derroteros, porque no cuenta con la fe ni tiene confianza en la tradición, y también algunos comentarios irónicos han colaborado en cierta imagen confusa que está en el ambiente, como la afirmación del modernista católico Alfred Loisy: «Jesús anunció el Reino de Dios y ha venido la Iglesia». «Reino de Dios», Reino de Cristo (es decir, inicio de la Iglesia). La proclamación del reino de Dios constituye el centro y la actividad de Jesús en su vida terrena antes de la Pascua. Después de la Pascua, sin embargo, el centro de la predicación apostólica es el reino de Cristo. ¿Hay distinción entre el Reino de Dios y el Reino de Cristo? ¿Se ha producido un alejamiento del verdadero anuncio de Jesús? El cambio de sujeto de reino de Dios por el de Cristo ¿supone la aparición de algo distinto? Para comprender el anuncio de Jesús en el Evangelio es útil considerar cómo se ha interpretado la palabra Reino en la historia de la Iglesia. Ratzinger, en su libro “Jesús de Nazaret” (cap. 3) nos habla de ello:
Los santos Padres interpretan el Reino de tres modos distintos aunque conexos:
a) el reino es Jesús mismo en persona (Orígenes);
b) el reino de se encuentra esencialmente en el interior de los hombres. “Esta corriente fue iniciada también por Orígenes, que en su tratado Sobre la oración dice: «Quien pide en la oración la llegada del Reino de Dios, ora sin duda por el Reino de Dios que lleva en sí mismo, y ora para que ese reino dé fruto y llegue a su plenitud... Puesto que en las personas santas reina Dios [es decir, está el reinado, el Reino de Dios]... Así, si queremos que Dios reine en nosotros [que su reino esté en nosotros], en modo alguno debe reinar el pecado en nuestro cuerpo mortal [Rm 6, 12]... Entonces Dios se paseará en nosotros como en un paraíso espiritual [Gn 3,8] y, junto con su Cristo, será el único que reinará en nosotros». La idea de fondo es clara: el «Reino de Dios» no se encuentra en ningún mapa. No es un reino como los de este mundo; su lugar está en el interior del hombre. Allí crece, y desde allí actúa.
c) el Reino de Dios y la Iglesia se relacionan entre sí estableciendo entre ambos una mayor o menor identificación. En la teología católica moderna se ha impuesto esta última interpretación eclesiológica, sin perder de vista las interpretaciones cristológica y mística. “Pero en la teología del siglo XIX y comienzos del XX se hablaba predominantemente de la Iglesia como el Reino de Dios en la tierra; era vista como la realización del Reino de Dios en la historia. Pero, entretanto, la Ilustración había suscitado en la teología protestante un cambio en la exégesis que comportaba, en particular, una nueva interpretación del mensaje de Jesús sobre el Reino de Dios. Sin embargo, esta nueva interpretación se subdividió enseguida en corrientes muy diferentes entre sí”.
La interpretación secularizada del Reino, con la pretensión de hacer aceptable el mensaje de Jesús a todos, despoja al Reino de su referencia divina y cristológica; el reino significaría un mundo en el que reina la paz, la justicia y la salvaguarda de la creación. Se ha pasado de una concepción teocéntrica y cristológica, a un reinocentrismo utópico, tarea común de todos los hombres y religiones.
Harnack hace entrar en la teología católica una contraposición entre el ritualismo del judaísmo (aspecto cultual) y lo que Jesús viene a proclamar, un mensaje estrictamente moral, de obras basadas no en un cumplir normas sino en el amor, so sería lo decisivo para entrar a formar parte del reino o quedar fuera de él. También sería el ritualismo más comunitario, de colectividad, y la vida de amor algo propio de la persona individual. Lógicamente, hay contradicciones internas en esta como todas las teorías que quieren encerrar la verdad del Evangelio. Luego otros le dieron al Reino un aire más escatológico (el fin del mundo estaba próximo, de la irrupción del nuevo mundo de Dios, de su soberanía). Bultmann probó aplicar la filosofía de Martin Heidegger: lo que cuenta es una actitud existencial, una «disposición permanente»; Jürgen Moltmann, enlazando con Ernst Bloch, desarrolló una «Teología de la esperanza» que pretendía interpretar la fe como una participación activa en la construcción del futuro.
“Entretanto se ha extendido en amplios círculos de la teología, particularmente en el ámbito católico, una reinterpretación secularista del concepto de «reino» que da lugar a una nueva visión del cristianismo, de las religiones y de la historia en general, pretendiendo lograr así con esta profunda transformación que el supuesto mensaje de Jesús sea de nuevo aceptable. Se dice que antes del Concilio dominaba el eclesiocentrismo: se proponía a la Iglesia como el centro del cristianismo. Más tarde se pasó al cristocentrismo, presentando a Cristo como el centro de todo. Pero no es sólo la Iglesia la que separa, se dice, también Cristo pertenece sólo a los cristianos. Así que del cristocentrismo se pasó al teocentrismo y, con ello, se avanzaba un poco más en la comunión con las religiones. Pero tampoco así se habría alcanzado la meta, pues también Dios puede ser un factor de división entre las religiones y entre los hombres.
Por eso es necesario dar el paso hacia el reinocentrismo, hacia la centralidad del reino. Éste sería, al fin y al cabo, el corazón del mensaje de Jesús, y ésta sería la vía correcta para unir por fin las fuerzas positivas de la humanidad en su camino hacia el futuro del mundo; «reino» significaría simplemente un mundo en el que reinan la paz, la justicia y la salvaguardia de la creación. No se trataría de otra cosa. Este «reino» debería ser considerado como el destino final de la historia. Y el auténtico cometido de las religiones sería entonces el de colaborar todas juntas en la llegada del «reino»... Por otra parte, todas ellas podrían conservar sus tradiciones, vivir su identidad, pero, aun conservando sus diversas identidades, deberían trabajar por un mundo en el que lo primordial sea la paz, la justicia y el respeto de la creación.
Esto suena bien: por este camino parece posible que el mensaje de Cristo sea aceptado finalmente por todos sin tener que evangelizar las otras religiones. Su palabra parece haber adquirido, por fin, un contenido práctico y, de este modo, da la impresión de que la construcción del «reino» se ha convertido en una tarea común y, según parece, más cercana. Pero, examinando más atentamente la cuestión, uno queda perplejo: ¿Quién nos dice lo que es propiamente la justicia? ¿Qué es lo que sirve concretamente a la justicia? ¿Cómo se construye la paz? A decir verdad, si se analiza con detenimiento el razonamiento en su conjunto, se manifiesta como una serie de habladurías utópicas, carentes de contenido real, a menos que el contenido de estos conceptos sean en realidad una cobertura de doctrinas de partido que todos deben aceptar.
Pero lo más importante es que por encima de todo destaca un punto: Dios ha desaparecido, quien actúa ahora es solamente el hombre. El respeto por las «tradiciones» religiosas es sólo aparente. En realidad, se las considera como una serie de costumbres que hay que dejar a la gente, aunque en el fondo no cuenten para nada. La fe, las religiones, son utilizadas para fines políticos. Cuenta sólo la organización del mundo. La religión interesa sólo en la medida en que puede ayudar a esto. La semejanza entre esta visión postcristiana de la fe y de la religión con la tercera tentación resulta inquietante”.
Después de este “paseo” por las teorías, añade: “Volvamos, pues, al Evangelio, al auténtico Jesús. Nuestra crítica principal a esta idea secular-utópica del reino era: Dios ha desaparecido. Ya no se le necesita e incluso estorba. Pero Jesús ha anunciado el Reino de Dios, no otro reino cualquiera. Es verdad que Mateo habla del «reino de los cielos», pero la palabra «cielo» es otro modo de nombrar a «Dios», palabra que en el judaísmo se trataba de evitar por respeto al misterio de Dios, en conformidad con el segundo mandamiento. Por tanto, con la expresión «reino de los cielos» no se anuncia sólo algo ultraterreno, sino que se habla de Dios, que está tanto aquí como allá, que trasciende infinitamente nuestro mundo, pero que también es íntimo a él”.
Jesús no quiere sólo indicarnos un camino hacia el cielo, sino también un modo de vivir aquí que es el mismo que luego estará plenamente en el cielo. Pero no es aquí su realización; es un reinado sin poder temporal: “hablando del Reino de Dios, Jesús anuncia simplemente a Dios, es decir, al Dios vivo, que es capaz de actuar en el mundo y en la historia de un modo concreto, y precisamente ahora lo está haciendo. Nos dice: Dios existe. Y además: Dios es realmente Dios, es decir, tiene en sus manos los hilos del mundo. En este sentido, el mensaje de Jesús resulta muy sencillo, enteramente teocéntrico. El aspecto nuevo y totalmente específico de su mensaje consiste en que Él nos dice: Dios actúa ahora; ésta es la hora en que Dios, de una manera que supera cualquier modalidad precedente, se manifiesta en la historia como su verdadero Señor, como el Dios vivo. En este sentido, la traducción «Reino de Dios» es inadecuada, sería mejor hablar del «ser soberano de Dios» o del reinado de Dios”.
A lo largo del año, y también en las lecturas del Antiguo Testamento, se va perfilando el alcance de este Reino, y el camino de su realización (en la persona de Jesús, en sus parábolas). “Metodológicamente es inadmisible reconocer como «propio de Jesús» sólo un aspecto del todo y, partiendo de una semejante afirmación arbitraria, doblegar a ella todo lo demás. Tenemos que decir más bien: lo que Jesús llama «Reino de Dios, reinado de Dios», es sumamente complejo y sólo aceptando todo el conjunto podemos acercarnos a su mensaje y dejarnos guiar por él”.
La Iglesia tiene esta misión de “anunciar el Reino de Cristo y establecerlo en medio de las gentes” (LG 5), mostrar a Jesús, con la vida de los santos: la Iglesia misma constituye en la tierra el germen y principio de este Reino. Por otro lado es sacramento, signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano, ella es, por tanto, “el Reino de Cristo presente ya en el misterio” (LG 3), pero solamente en germen e inicio, apuntando a su realización definitiva que llegará con el fin y el cumplimiento de la historia. De los textos bíblicos y los testimonios patrísticos, así como de los documentos de Magisterio no se deducen significados unívocos para las expresiones Reino de los Cielos, Reino de Dios, y Reino de Cristo, ni de la relación de los mismos con la Iglesia. Se pueden dar diversas explicaciones, pero sin negar o vaciar de contenido en modo alguno la íntima conexión entre Cristo, el Reino y la Iglesia. En efecto “el Reino de Dios que conocemos por revelación no puede ser separado ni de Cristo ni de la Iglesia… si se separan de la persona de Jesús no es este ya el reino de Dios revelado por Él y se termina por distorsionar tanto el significado del Reino como la identidad de Cristo. Asimismo, el Reino no puede ser separado de la Iglesia; ciertamente ésta no es un fin en sí misma, está ordenada al Reino de Dios, del cual es germen, signo e instrumento. Sin embargo, a la vez que se distingue de Cristo y del Reino, está indisolublemente unida a ambos” (Juan Pablo II, “Redemptoris missio”, 8; cf. Declaración “Dominus Iesus”, 4,5.18).
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