Domingo de la 2ª semana del Tiempo ordinario: encontrar a Jesús y seguirle, es la respuesta a la vocación para la que nos ha creado Dios
Lectura del primer Libro de Samuel 3,3b-10. 19: En aquellos días, Samuel estaba acostado en el templo, donde estaba el arca de Dios. El Señor llamó a Samuel y él respondió: —Aquí estoy. Fue corriendo a donde estaba Elí y le dijo: —Aquí estoy; vengo porque me has llamado.
Respondió Elí: —No te he llamado; vuelve a acostarte. Samuel volvió a acostarse. Volvió a llamar el Señor a Samuel. El se levantó y fue a donde estaba Elí y le dijo: —Aquí estoy, vengo porque me has llamado.
Respondió Elí: —No te he llamado, vuelve a acostarte. Aún no conocía Samuel al Señor, pues no le había sido revelada la palabra del Señor. Por tercera vez llamó el Señor a Samuel y él se fue a donde estaba Elí y le dijo: —Aquí estoy; vengo porque me has llamado.
Elí comprendió que era el Señor quien llamaba al muchacho y dijo a Samuel: —Anda, acuéstate; y si te llama alguien, responde: «Habla, Señor, que tu siervo te escucha.» Samuel fue y se acostó en su sitio. El Señor se presentó y le llamó como antes: —¡Samuel, Samuel! El respondió: —Habla, Señor, que tu siervo te escucha.
Samuel crecía, Dios estaba con él, y ninguna de sus palabras dejó de cumplirse.
Salmo 39,2 y 4ab.7-8.8b-9.10: R/. Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.
Yo esperaba con ansia al Señor; / El se inclinó y escuchó mi grito: / me puso en la boca un cántico nuevo, / un himno a nuestro Dios.
Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, / y en cambio me abriste el oído; / no pides sacrificio expiatorio, / entonces yo digo: "Aquí estoy / —como está escrito en mi libro— / para hacer tu voluntad."
Dios mío lo quiero / y llevo tu ley en las entrañas. / He proclamado tu salvación / ante la gran asamblea; / no he cerrado los labios, / Señor, tú lo sabes.
Lectura de la primera carta del Apóstol San Pablo a los Corintios 6,13c-15a. 17-20: Hermanos: El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor; y el Señor para el cuerpo. Dios, con su poder, resucitó al Señor y nos resucitará también a nosotros. ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? El que se une al Señor es un espíritu con él. Huid de la fornicación. Cualquier pecado que cometa el hombre, queda fuera de su cuerpo. Pero el que fornica, peca en su propio cuerpo. ¿O es que no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo? Él habita en vosotros porque lo habéis recibido de Dios. No os poseáis en propiedad, porque os han comprado pagando un precio por vosotros. Por tanto, ¡glorificad a Dios con vuestro cuerpo!
Lectura del santo Evangelio según San Juan 1,35-42: En aquel tiempo estaba Juan con dos de sus discípulos y fijándose en Jesús que pasaba, dijo: —Este es el cordero de Dios. Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y al ver que lo seguían, les preguntó: —¿Qué buscáis? Ellos le contestaron: —Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives? El les dijo: —Venid y lo veréis. Entonces fueron, vieron dónde vivía, y se quedaron con él aquel día; serían las cuatro de la tarde. Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús; encontró primero a su hermano Simón y le dijo: —Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo). Y lo llevó a Jesús. Jesús se le quedó mirando y le dijo: —Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que significa Pedro).
Comentario: 1. Vemos al joven Samuel hablar con Dios, en el silencio de la noche. Estamos en un mundo en el que oímos demasiadas cosas, el hombre moderno no sabe estar sin algo que oír: el televisor, la radio o el tocadiscos, aún rompiendo el silencio maravilloso del campo, como recuerdo hace años cuando subí con unos amigos al Veleta, y a más de 3000 metros, en la cumbre donde antes se podía subir en coche, estaban unos “de marcha” con un “loro”, un aparato de música a todo volumen. El hombre es un ser a la escucha, con la posibilidad de abrirse a la voz divina, al Padre que habla, que nos habla, con carácter personal y que exige también el esfuerzo de escuchar, Dios que nos llama por nuestro nombre para darnos el encargo máximo de nuestra vida, para descubrirnos, ni más ni menos, que nuestra vocación: ese modo especial de realizarnos, esa manera irrepetible de ser. Dios que tiene un proyecto para cada uno de nosotros y quiere que lo conozcamos. Pero escuchar a Dios supone esfuerzo, requiere cierto silencio interior, cierta serenidad de espíritu y, sobre todo, un gran deseo de oírlo. Ser cristiano es ser discípulo de Cristo… Pero escuchar, cuesta ciertamente. Hay que pararse, aquietar el ánimo, esforzarse. Pero de ahí surge el enriquecimiento: Cuando escuchamos en el terreno humano nos enriquecemos siempre. Es entonces cuando el diálogo tiene sentido y cuando se establece entre los hombres una auténtica comunicación que los hace solidarios, que les lleva al conocimiento mutuo, a la comprensión y al amor (“Dabar 1976”).
Samuel será el gran protagonista de esta transición política: es el último juez, y de gran autoridad entre la gente, y a la vez el instaurador de la monarquía. Su vocación está encuadrada dentro de un marco hecho de contrastes: sencillez y sublimidad; serenidad y dramatismo; silencio y elocuencia; quietud y dinamismo. Uno se encuentra a gusto en este clima y el texto se deja saborear. Aún ardía la lámpara de Dios. Quiere decir que aún era de noche. Hora propicia para la revelación. Cesa el ruido de las cosas, descansan los sentidos del cuerpo y se alertan los del alma. Por tres veces, y todavía una cuarta, Yahveh llamó a Samuel. El niño creía que era la voz de Elí y acudía junto a él. El anciano sacerdote de Silo cayó finalmente en la cuenta de lo que ocurría y puso a Samuel en presencia del Señor. Por contraste, el llamamiento de Samuel evoca la vocación de Isaías. También ésta tuvo lugar en el santuario, pero en el de Jerusalén, en medio de una teofanía llena de solemnidad (Is 6). Samuel evoca, asimismo, por muchos capítulos, la figura del Bautista, y de hecho estos paralelismos se hallan subrayados por el evangelio de la infancia de san Lucas (1,7.15-17.25): en ambos casos nos encontramos en ambiente sacerdotal y ambas anunciaciones tiene lugar en el santuario; en uno y otro caso las madres son estériles y los dos niños son consagrados al nazareato. Posiblemente, el paralelismo más profundo radique en que uno y otro tienen la misión de anunciar una nueva etapa de la historia de la salvación. El Bautista es el último de los profetas y anuncia la plenitud de los tiempos. Samuel es el primero de los profetas y anuncia y consagra los comienzos de la monarquía, presididos por la dinastía davídica, de la cual habría de nacer el Mesías. "Es preciso que él crezca y yo disminuya" (Jn 3,30). Estas palabras del Bautista son perfectamente aplicables a Samuel. Samuel, él y sus dos hijos, renunciaron al título de juez para dar paso a la monarquía. Se vio obligado a anunciar la descalificación del sacerdocio de Silo, que era su santuario, para dar paso al nuevo sacerdocio de Jerusalén. En resumen, Samuel hubo de sufrir el desgarro que supone romper con toda una época que se ama y que se va, y hubo de sufrir todo el dolor que lleva consigo el alumbramiento de una etapa nueva (Comentarios Edic. Marova).
El autor comienza este relato, en el que nos informa sobre la vocación de Samuel, diciendo que en aquellos días "escaseaba la palabra de Yavé y no eran corrientes las visiones" (v. 1); es decir, Dios guardaba silencio y escondía su rostro, no dispensaba su palabra y su favor, y, en consecuencia, la vida de Israel discurría como tiempo perdido para la historia de la salvación. La razón de esta ausencia de Dios parece atribuirla al indigno comportamiento de la casta sacerdotal, de la casa de Elí, un anciano débil que no corregía los desmanes de sus hijos y que estaba física y moralmente ciego (v. 2). Sin embargo, hace notar expresamente que "la lámpara de Dios que ardía en el santuario no estaba totalmente apagada" (v. 3). Añade que Samuel, un adolescente, dormía en el santuario, montaba guardia por si Dios le dirigía la palabra. Y la palabra vino. Samuel escucha al principio como unas voces que no sabe de dónde vienen; cree que le llama el sumo sacerdote. Samuel no reconoce la voz del Señor pues nunca le había hablado antes; Samuel no ha aprendido todavía a distinguir la voz de Dios de la voz de los sacerdotes. Por tres veces se repiten las voces misteriosas y el equívoco. Sólo a la cuarta vez comprende Samuel que es el Señor el que le llama y responde a su llamada según las indicaciones de Elí. Samuel dice: "Habla, Señor, que tu siervo escucha". Más exacto hubiera sido traducir "... que tu siervo está dispuesto a escuchar". Sin esa disponibilidad del hombre, Dios guarda silencio; pero Dios puede llamar al hombre a responsabilidad, puede despertarle con sus voces, y después dirigirle la palabra. Cuando Dios habla y el hombre escucha se renueva la historia de salvación. Samuel escuchaba a Dios y anunciaba al pueblo lo que escuchaba y no otra cosa. Por eso sus palabras se cumplían y Dios acreditaba a su profeta delante del pueblo. Samuel era "un hombre de Dios". Y Dios estaba con él; era el Dios de Samuel (“Eucaristía 1985”).
2. Salmo 39: El "movimiento" de este salmo de acción de gracias es admirable: primero un grito de plegaria en una situación dramática, luego acción de gracias por ser escuchado. Conecta con la primera lectura, y también con lo que hemos leído en la carta a los hebreos, en estos días: es la respuesta “aquí estoy” a la voz del Señor. -"Se inclinó hacia mí... para escuchar mi grito", -"afirmó mi pie sobre la roca”, -"me puso en la boca un canto nuevo", -"abriste mis oídos... para que escuchara tu voluntad", -"llevo tu ley en mis entrañas... mira, no guardo silencio", -"Se me echan encima mis culpas y no puedo huir..." Dios no quiere ya sacrificios de animales... lo que agrada a Dios es la docilidad de cada instante a su voluntad... El "don de sí por amor".
La Epístola a los Hebreos que hemos leído estos días pasados, comentando el sacrificio que Jesús hizo de sí mismo, toma las palabras de este salmo. "Por eso Cristo al entrar en el mundo, dijo: no quieres sacrificio ni ofrendas, sino que me has dado un cuerpo (Era la traducción corriente según los manuscritos griegos de la época). No te agradan los holocaustos ni las ofrendas, para quitar los pecados. Entonces dije: aquí estoy, tal como está escrito de Mí en el libro (precisamente en este salmo 39), para hacer tu voluntad, oh Dios..." (Hebreos 10, 5-10). En esta forma un texto inspirado por Dios nos revela que Jesús recitaba este salmo con predilección, encontrando en él una de las más claras expresiones del don de sí permanente al Padre y a sus hermanos, hasta la hora del don total "de sí mismo en la cruz." Y añadió: "mi alimento es hacer la voluntad del Padre... (Juan 4,34). Y en la hora misma de definir su sacrificio, repitió haciendo eco a este salmo: "¡Padre, que no se haga mi voluntad sino la tuya!" (Mateo 26,39). Y "por su obediencia somos salvados" (Romanos 5,19). Este salmo es ante todo la "oración misma de Jesús". Pero también es la nuestra, a condición de no caer en el ritualismo: lo que Dios espera de nosotros, no son los sacrificios externos, las oraciones ajenas a nosotros... Sino, el ofrecimiento de nuestra carne y sangre, de nuestra vida cotidiana, del "sacrificio espiritual" (1P 2,5; Rm 12,1). Podemos decir, ampliando la afirmación central de este salmo, que Dios espera más nuestros comportamientos cotidianos, que nuestras oraciones dominicales. Mi "acción de gracias" (Eucaristía) consiste en: -Estar feliz de mi fe. -Maravillarme de Dios. -Hacer su voluntad en lo profundo de mi vida. -Anunciar el evangelio, la buena nueva de su justicia, de su salvación, de su amor y de su verdad. Una forma de recitar este salmo, sería dejarnos empapar por el ambiente de oración que respira, tal como se ha resaltado más arriba, para luego concretarlo en actitudes de "mi propia vida". Heme aquí, Señor, para hacer Tu voluntad (Noel Quesson).
3. 1 Cor 6,13c-15a.17-20: Los corresponsales de Pablo no llegaron a comprender seguramente bien uno de los adagios favoritos del apóstol: "Todo me está permitido" (v. 12; cf. 1Cor 10, 23; Rom. 6, 15). Algunos libertinos utilizan esta adagio para lanzarse a la fornicación bajo el pretexto de que no sería más que una simple necesidad del cuerpo, lo mismo que comer o beber (v. 13). Pablo aprovecha la ocasión para recordar los principios fundamentales de la ética cristiana del cuerpo.
a) El primer principio consiste en que el hombre es el templo del Espíritu Santo. No se trata de entender ese templo como si el Espíritu "morase" en el hombre de una forma absolutamente extrínseca tal como Dios moraba en el Templo de Jerusalén. En realidad, el Espíritu de Dios no puede morar en el hombre como en un lugar, sino que mora, por el contrario, respetando y animando las facultades mismas del hombre. En otros términos, si el cuerpo del cristiano está consagrado (v. 19), no lo es desde el exterior, por una especie de acción que le haría tabú a la manera de los muros de un templo, sino en virtud de su mismo libre albedrío con que el hombre colabora con el Espíritu. Por eso, no ha quedado abolida la preocupación que se tenía por estar "puros" para penetrar en el Templo de Jerusalén: el cristiano prosigue en busca de la pureza y continúa "temiendo" (en el sentido bíblico de la palabra) la presencia de Dios, pero al mismo tiempo sabe que esa presencia de Dios es un diapasón de sus propias facultades, de su propio hacer, animado por el Espíritu que procede de Dios. El judío entraba en el Templo como en otro mundo y se alineaba para penetrar en él; el cristiano sabe que, merced a su libertad y con la cooperación del Espíritu, edifica por sí mismo el templo, y que ya no hay alienación, sino promoción humana y revelación inesperada del más allá para el hombre.
b) El segundo principio que San Pablo incorpora al comportamiento del cristiano es el del rescate por parte de Cristo, lo que significa que ya no se pertenece (vv. 13, 20). ¿Quiere eso decir que el cristiano se aliena cuando cae bajo la esclavitud de quien le ha rescatado? (cf. Rom. 6,12-18): para Pablo, el hombre reducido a sus propios recursos es un esclavo, el esclavo de la "carne" (en el sentido paulino de la palabra: la técnica de la salvación se fundamenta exclusivamente en los medio de que el hombre dispone, cf. Rom. 8,1-13). Ahora bien, Cristo es el primer hombre que ha aceptado el disponer no solo de los medios humanos ordinarios -como lo habría hecho Adán-, sino también de un medio salvífico nuevo: el Espíritu de Dios en El. Se ha visto, pues, liberado de la "carne", que, dejada a sí misma, no puede sino fracasar; se ha liberado, además de otra técnica de salvación: la ley exterior, puesto que la presencia del Espíritu le ha bastado para orientar sus facultades humanas hacia la adquisición de la verdadera salvación. Cristo ha conquistado esa promoción del hombre con su resurreción. El logro de ese proyecto de salvación ha servido a Cristo para interesar a toda la humanidad por la búsqueda de esa misma salvación: su libertad es también cosa nuestra, no solo desde fuera, como una magnifica conquista, sino desde dentro, puesto que nos ofrece, por mediación suya, la posibilidad de actuar de igual manera. Esta mediación del nuevo tipo de humanidad que se da en Cristo y que es ofrecida a cada uno de nosotros se encuentra insistentemente anunciada por Pablo en sus cartas a los corintios (1Cor 1,12; 6,19-20; 11,3; 2Cor 10,7; cf. Rom 6,11.15; 8,9, etc.). Al liberarnos de la "carne" y de la ley, Cristo puede ser comparado perfectamente a alguien que nos rescata, como se rescata a un esclavo (cf. 1 Cor. 7, 23). Pero, una vez libres, no podemos prescindir de su Espíritu, y por eso "no nos pertenecemos" y contamos con el don de Dios..., un don que hace florecer nuestra libertad en lugar de aprisionarla. La terminología de la compra y de la pertenencia es más fácilmente admisible cuando se sitúa dentro de la perspectiva paulina de la esclavitud de la carnes y de la libertad del Espíritu conquistada por Jesucristo.
c) El tercero y último principio se fundamenta en la resurrección (v. 14) y la glorificación (v. 20) prometidas al cuerpo del hombre. Este principio se conjuga muy bien con el primero, pero necesita del segundo para que sea perfectamente comprendido. El Templo era considerado tradicionalmente como el lugar de la "presencia" de Dios en el pueblo y en el mundo. A esta presencia se la ha descrito muchas veces con el término "Gloria" (shekinah-doxa). En el culto antiguo, glorificar a Dios consistía en cantar esa gloria presente en los muros del templo; hoy, cuando el templo ya no existe y cuando su culto ha caducado, glorificar a Dios no es ya tan solo celebrar la gloria de Dios, sino hacer que esa gloria esté presente en nuestra manera de comportarnos, dar testimonio de que Dios está presente en nosotros en espera de que lo sea totalmente en la resurrección de los cuerpos. Y está presente en nosotros mediante la acogida que nuestra facultades humanas, plenamente adultas y desarrolladas, dispensen a las sugerencias del Espíritu y a la imitación del Nuevo Adán.
La argumentación de San Pablo se apoya, por consiguiente, en dos convicciones: en primer lugar, la sexualidad no es una simple "necesidad" corporal; es la expresión de todo el ser en una relación de persona a persona; por consiguiente, no puede traducirse en un uso que no sea fisico. En segundo lugar, todo nuestro ser está absorbido por el Señor, comprendida la sexualidad. En consecuencia, esta se convierte en relación de persona cristificada a persona cristificada, hasta el día en que, transparentes a nosotros mismos, lo seremos también para el Señor en su gloria (Maertens-Frisque).
El libertinaje no es una mayor libertad, sino su ausencia. Pensaban –como hoy- que la cuestión sexual es indiferente para la salvación, algo así como tomarse un vaso de agua cuando a uno se lo pide el cuerpo. Pablo establece como principio que existe una íntima solidaridad entre el cuerpo y el Señor, que también el cuerpo participa de la salvación de Cristo. Hay una promesa para el cuerpo, que se ha de cumplir. Porque es falso pensar que el alma está destinada a la inmortalidad y el cuerpo a la corrupción. No; también los cuerpos resucitarán. Por eso ya ahora los cuerpos de los bautizados, de los creyentes, están unidos a Cristo como los miembros a su cabeza. Cristo es la cabeza; a él le pertenecemos y con él estamos unidos en cuerpo y alma. La separación del alma y la degradación del cuerpo a enemigo del alma obedecen a una concepción platónica muy distinta de la cristiana. Para Pablo el hombre nunca es pura interioridad; más aún, no puede ser interioridad, alma, sin ser al mismo tiempo expresión corporal. Por eso, o nos unimos a Cristo en cuerpo y alma o no estamos unidos a él de ningún modo. Cuando un hombre se une a una prostituta, todo él se compromete en esa unión, que le convierte en "esclavo de la carne". Pero el que se une a Cristo, llega a ser todo él, un "espíritu" con Cristo. "Carne" y "Espíritu" no son términos complementarios, sino contradictorios; el hombre es enteramente "carne" cuando se deja seducir por el instinto, y "espíritu" cuando se deja guiar por el Espíritu de Dios, que da la vida. Porque el Espíritu ha sido derramado en nuestros corazones (Rm 5,5), porque el Espíritu es el que suspira en nosotros para que venga el Señor y el que nos anima a llamar a Dios "Padre nuestro". Este es el Espíritu de Cristo, el que Cristo nos envía y el que nos une a Cristo y por Cristo al Padre. Constituido el cuerpo en templo del Espíritu, podemos y debemos dar culto a Dios en nuestro cuerpo, animados por el Espíritu que nos ha sido dado. La fornicación aparece en este contexto como una profanación y un rechazo del Espíritu que nos une a Cristo (“Eucaristía 1985”).
Corinto era una ciudad reconocida por su vida licenciosa. Para indicar un estilo de vida desarreglado se había acuñado la expresión "vivir a la corintia". El apóstol puntualiza: "todo está permitido, pero no todo conviene". A la problemática de lo permitido y de lo prohibido Pablo sustituye la de saber lo que está de acuerdo o no con la vida nueva del cristiano transformado por el espíritu (cf. Rom 7-8), y la impureza es una contradicción con el destino del cuerpo cristiano, miembro de Cristo. El cristiano no lleva su vida afectiva y sexual por un camino recto en virtud de una ascesis cualquiera. Esto sería empobrecedor. Es el hecho mismo de Jesús, su misma muerte la que marca una pauta de conducta que le hace sentirse responsable y respetuoso en todo aquello que toca a su comportamiento sexual. Es tal vez un punto donde el creyente de hoy tiene que decir algo principalmente con su propia conducta (“Eucaristía 1979”). "Ser en Cristo" es el fundamento de la conducta moral del cristiano y su motivación. A Pablo le interesa poner de relieve que el fundamento decisivo y el motivo último de la conducta moral es la unión personal con Cristo. No es una ética de normas abstractas sino una vida desde la fe, la esperanza y el amor. "Ser en Cristo" abarca toda la realidad del hombre, alma y cuerpo, todo lo que es y todo lo que hace (P. Franquesa).
4. Jn 1, 35-42: Juan presenta a Jesús a dos discípulos suyos y lo hace sirviéndose de una imagen figurada: el cordero de Dios. La imagen remite al sacrificio de los corderos en el Templo para la cena de Pascua. En el cuarto evangelio, en efecto, Jesús muere en las horas en que eran sacrificados los corderos que iban a ser comidos en la cena de pascua. La escena se hace después seguimiento tras Jesús por parte de los dos discípulos, en búsqueda del lugar donde Jesús vive. ¡Y sin embargo no se nos revela el lugar! A cambio, el autor ofrece una referencia de tiempo: serían las cuatro de la tarde. De nuevo una referencia a las horas del sacrificio de los corderos. La escena es encantadora por su capacidad de sugerencia, quebrando la expectativa y la curiosidad del lector: éste se ve sorprendido por el desenlace, por cuanto que en él se le ofrece un dato que no buscaba (el tiempo) y se le oculta el dato que buscaba (el lugar), con lo cual su curiosidad por conocer ese lugar queda reforzada. ¿No será que el lugar al que el autor quiere referirse como lugar donde vive Jesús es la cruz? La escena, en un tercer paso, se hace comunicación. El autor juega de nuevo con el factor sorpresa: del interés por el lugar y el dato sobre el tiempo nos pasa ahora a la persona misma de Jesús: es el Mesías. Por último, y en un cuarto paso, el autor presenta el papel especial de Simón: el de Pedro. El autor adelanta al comienzo situaciones y encuentros posteriores. El conjunto del texto es, sin duda, una obra maestra de síntesis y de evocación.
-De la mano del autor de este texto, la andadura que comenzamos en estos domingos primeros del tiempo ordinario nos lleva a la cruz, ese lugar en alto en el que tiene que ser levantado el Hijo del hombre, como dirá Jesús a Nicodemo en Jn 3,14. La cruz es el lugar donde Jesús vive, porque es el lugar donde se pone de manifiesto sin el menor resquicio de sombra el amor. En efecto, el amor supremo consiste en dar la vida, como va a decir Jesús a sus discípulos en Jn 15,13. Y si hay algo que Jesús ha hecho, esto ha sido, precisamente, amar. De ahí que sea el amor el lugar en el que él vive y el lugar en el que únicamente se le puede encontrar. Hay un salmo del s. I a. C., no recogido en la Biblia, que nos permite ver cuáles eran las esperanzas mesiánicas en tiempos de Jesús: el Mesías expulsará a los enemigos, congregará al pueblo y lo santificará. El texto de hoy rompe con esas esperanzas al situar la manifestación de Jesús como Mesías en un medio en el que nadie pensaba, por ser un medio demasiado "débil". El amor, en efecto, no tiene ninguna prepotencia, sobre todo cuando su signo máximo es la cruz. Aquí no valen hipocresías ni buenas palabras, raquitismos ni componendas. Amar es, a veces, fracasar según los baremos y criterios al uso. ¡Pero el Mesías es Jesús! El poder ha quedado desde entonces definitivamente descalificado: Dios sólo reconoce al que ama (“Dabar 1991”).
En el relato de Juan, parece que Jesús no es quien lleva la iniciativa, salvo en el versículo último; la iniciativa la llevan los dos discípulos del Bautista. En realidad, el autor presenta en síntesis el proceso formativo de la comunidad cristiana. Sus comienzos son muy simples: un escuchar a alguien que habla de Jesús. Después vienen el seguir, el ver, el indagar, tal vez por simple curiosidad; no importa, el caso es buscar allí donde creo que está Jesús. Un día, seguro, vendrá el encuentro. No será un encuentro conceptual (las ideas solas nunca salvan) sino existencial. Será una experiencia transformadora. Te sacará de ti mismo, de tu egoísmo, de tu falta de horizontes, y te pondrá en contacto con los demás, a los que comunicarás tu descubrimiento de Jesús como líder (=mesías) de todos tus anhelos y esperanzas. Es incluso posible que te cambie el nombre, que te confíe una función, una misión de consolidación dentro de la comunidad (“Dabar 1976”).
Los dos discípulos siguieron a Jesús (evangelio). Toda la vida cristiana es seguir a Jesucristo; no de una manera material, con nuestros pasos, sino con la vida entera. Creer es seguir a Jesús, seguir sus huellas, ir detrás de él. El nos admite en su intimidad: Venid y lo veréis (...) y se quedaron con él aquel día; y ya no se movieron de su lado; más aún: Andrés condujo hasta él a su hermano (Hemos encontrado al Mesías!), de la misma manera que, al día siguiente, Felipe llevó también a su amigo Natanael. Encontrar a Jesús es encontrar la perla y el tesoro (Mt 13, 44-46); pero con una diferencia sustancial: Jesús no es para mí sólo, en exclusiva, sino que su descubrimiento me empuja connaturalmente a llevar a los demás hacia la misma perla y el mismo tesoro (José M. Totosaus). La actitud del Bautista y de Jesús, la de los discípulos y la de la Iglesia es la de búsqueda y escucha. Maestro, ¿dónde vives? Dios se hace encontradizo, pero a condición de que encuentre la capacidad de escucha y de reflexión, de paciencia en la búsqueda y de valor en el desprendimiento, de desinterés y entrega del don descubierto (Pere Franquesa).
S. Agustín comenta ¡Qué día tan feliz y qué noche tan deliciosa pasaron!: “Ellos no le siguen como para unirse ya a él, pues se sabe cuándo se le unieron: cuando los llamó estando en la barca. Uno de los dos era Andrés, como acabáis de oír. Andrés era el hermano de Pedro, y sabemos por el evangelio que el Señor llamó a Pedro y a Andrés cuando estaban en la barca, con estas palabras: Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres (Mt 4,19). Desde aquel momento se unieron a él, para no separarse ya. Ahora, pues, le siguen estos dos, no con la intención de no separarse ya; simplemente querían ver dónde vivía y cumplir lo que está escrito: El dintel de tus puertas desgaste tus pies; levántate para venir a él siempre e instrúyete en sus preceptos (Eclo 6,36). Él les mostró dónde moraba; ellos fueron y se quedaron con él. ¡Qué día tan feliz y qué noche tan deliciosa pasaron! ¿Quién podrá decirnos lo que oyeron de boca del Señor? Edifiquemos y levantemos también nosotros una casa en nuestro corazón a donde venga él a hablar con nosotros y a enseñarnos. ¿Qué buscáis? Responden: Rabí -que significa maestro-, ¿dónde vives? Contesta Jesús: Venid y vedlo. Y se fueron con él y vieron dónde vivía y se quedaron en su compañía aquel día. Era aproximadamente la hora décima (Jn 1,38-39). ¿Carece, acaso de intención, el que el evangelista nos precise la hora? ¿Podemos creer que no quiera advertirnos nada o que nada busquemos? Era la hora décima. Este número significa la ley, que se dio en diez mandamientos. Mas había llegado el tiempo de cumplirla por el amor, ya que los judíos no pudieron hacerlo por el temor. Por eso dijo el Señor: No he venido a destruir la ley, sino a darle plenitud (Mt 5,17). Con razón, pues, le siguen estos dos por el testimonio del amigo del esposo, a la hora décima, hora en que oyó: Rabí -que significa maestro-. Si el Señor oyó que le llamaban Rabí a la hora décima y el número diez simboliza la ley, el maestro de la ley no es otro que el mismo dador de la ley. Nadie diga que uno da la ley y otro la enseña. La enseña el mismo que la da. Él es el maestro de su ley y él mismo la enseña. Como la misericordia está en sus labios, la enseña misericordiosamente. Así lo dice la Escritura hablando de la sabiduría: Lleva en su lengua la ley y la misericordia (Prov 31,26). No temas que no puedas cumplir la ley; huye a la misericordia. Si te parece demasiado para ti el cumplir la ley, utiliza aquel pacto, aquella firma, aquellas palabras que compuso para ti el abogado celestial”.
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