miércoles, 20 de febrero de 2019

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Jueves semana 6 de tiempo ordinario; año impar

Jueves de la semana 6 de tiempo ordinario; año impar

La misa, centro de la vida cristiana
«Salió Jesús con sus discípulos hacia las aldeas de Cesarea de Filipo y en el camino preguntaba a sus discípulos: ¿Quién dicen los hombres que soy yo? Ellos le respondieron: Unos que Juan el Bautista, otros que Elías y otros que uno de los profetas. Entonces él les pregunta: Y vosotros ¿quién decís que soy yo? Respondiendo Pedro, le dice: Tú eres el Cristo. Y les ordenó que no hablasen a nadie sobre esto.Y comenzó a enseñarles que el Hijo del Hombre debía pa­decer mucho, ser rechazado por los ancianos, por los prínci­pes de los sacerdotes y por los escribas y ser muerto, y resuci­tar después de tres días. Hablaba de esto abiertamente. Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderle. Pero él, volviéndose y mirando a sus discípulos, increpó a Pedro y le dijo: ¡Apárta­te de mí, Satanás!, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres» (Marcos 8,27-33).
I. El Señor nos pide, como a sus Apóstoles, una clara confesión de fe –con palabras y con obras- en medio de un mundo en el que parece cosa normal la confusión, la ignorancia y el error. Mantenemos con Jesús un estrecho vínculo, una íntima y profunda unión, que nació en el Bautismo y que ha crecido día a día. Es una comunión de vida mucho más profunda que la que pudiera darse entre dos seres humanos cualesquiera. Y es tan fuerte esta unión a la que podemos llegar todos los cristianos, si luchamos por la santidad, que podremos llegar a decir: Vivo, pero no yo; es Cristo quien vive en mí (Gálatas 2, 20). En cada Misa, Cristo se ofrece todo entero juntamente con la Iglesia, que es su Cuerpo Místico, formado por todos los bautizados. Por esta unión con Cristo a través de la Iglesia, los fieles ofrecen el sacrificio juntamente con Él, y con Él se ofrecen también a sí mismos. Y Cristo hace presentes a Dios Padre todos sus padecimientos redentores y los de sus hermanos. ¿Cabe mayor intimidad con Cristo? La Santa Misa, bien vivida, puede cambiar la propia existencia.
II. Acudimos a la santa Misa para hacer nuestro el Sacrificio único de Cristo, de infinito valor. Nos lo apropiamos y nos presentamos ante la Trinidad Beatísima revestidos de sus incontables méritos, aspirando con certeza al perdón, a una mayor gracia en el alma y a la vida eterna; adoramos con la adoración de Cristo. Satisfacemos con Sus méritos, pedimos con Su voz. Todo lo Suyo se hace nuestro. Y todo lo nuestro se hace Suyo, y adquiere una dimensión sobrenatural y eterna. Cuando buscamos esta intimidad con el Señor, “en la propia vida se entrelaza lo humano con lo divino. Todos nuestros esfuerzos –aun los más insignificantes- adquieren un alcance eterno, porque van unidos al sacrificio de Jesús en la Cruz” (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Via Crucis)
III. La Misa es “el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano” (Idem) Toda nuestra vida la ponemos en la patena del sacerdote. Para conseguir los frutos que el Señor nos quiere dar en cada Misa debemos cuidar la preparación de nuestra alma y nuestra participación ha de ser consciente, piadosa y activa (CONCILIO VATICANO II, Sacrosantum Concilium). Junto A Jesús encontraremos a Su Madre, quien nos enseñará los sentimientos con los que debemos vivir el Sacrificio Eucarístico, donde se ofrece su Hijo.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Pedro Damiani, obispo y doctor de la Iglesia

Nació en Ravena, el año 1007; acabados los estudios, ejerció la docencia, pero se retiró en seguida al yermo de Fonte Avellana, donde fue elegido prior. Fue gran propagador de la vida religiosa allí y en otras regiones de Italia. En aquella dura época ayudó eficazmente a los papas, con sus escritos y legaciones, en la reforma de la Iglesia. Creado por Esteban IX cardenal y obispo de Ostia, murió el año 1072 y al poco tiempo era venerado como santo.
San Pedro Damián es una de esas figuras severas que, como San Juan Bautista, surgen en las épocas de relajamiento para apartar a los hombres del error y traerles de nuevo al estrecho sendero de la virtud.  Pedro Damián nació en Ravena, el último hijo de una numerosa familia,  Habiendo perdido a sus padres cuando era muy niño, quedó al cuidado de un hermano suyo, quien le trató como si fuera un esclavo, así le envió a cuidar los puercos en cuanto pudo andar.  Otro de sus hermanos, que era arcipreste de Ravena, se compadeció de él y decidió encargarse de su educación. Viéndose tratado como un hijo, Pedro tomó de su hermano el nombre de Damián.  Este le mandó a la escuela, primero a Faenza y después a Parma.  Pedro fue un buen discípulo y, más tarde, un magnífico maestro. Desde joven se había acostumbrado a la oración, la vigilia y el ayuno.  Llevaba debajo de la ropa una camisa de pelo para defenderse de los atractivos del placer y de los ataques del demonio.  Hacía grandes limosnas, invitaba frecuentemente a los pobres a su mesa y les servía con sus propias manos.
Pedro decidió abandonar enteramente el mundo y abrazar la vida monacal en otra región.  Un día en que se hallaba reflexionando sobre su proyecto, se presentaron en su casa dos benedictinos de la reforma de San Romualdo, que pertenecían al convento de Fonte Avellana.  Pedro les hizo muchas preguntas sobre sus reglas y modo de vida.  Sus respuestas le dejaron satisfecho, e ingresó en esa comunidad de ermitaños, que gozaba entonces de gran reputación.  Los ermitaños habitaban en celdas separadas, consagraban la mayor parte del tiempo a la oración y lectura espiritual, y vivían con gran austeridad. 
Pedro quiso morir al pecado cueste lo que cueste. Para lograr dominar sus pasiones sensuales, se colocó debajo de su camisa correas con espinas (cilicio), se daba azotes y se dedicó a ayunar a pan y agua.  Pero sucedió que su cuerpo, que no estaba acostumbrado a tan duras penitencias, empezó a debilitarse y le llegó el insomnio, y pasaba las noches sin dormir, y le afectó una debilidad general que no le dejaba hacer nada.  Entonces comprendió que las penitencias no deben ser tan excesivas. Mas bien, la mejor penitencia es tener paciencia con las penas que Dios permite que nos lleguen. Una muy buena penitencia es dedicarse a cumplir exactamente los deberes de cada día y a estudiar y trabajar con todo empeño
Esta experiencia personal le fue de gran utilidad para dirigir espiritualmente a otros y enseñarles que,  en vez de hacer enfermar al cuerpo con penitencias exageradas, hay que hacerlo trabajar fuertemente en favor del reino de Dios y de la salvación de las almas.
Aleccionado por esa experiencia, se dedicó con mayor ahínco a los estudios sagrados,  llegando a ser tan versado en la Sagrada Escritura, como antes lo había sido en las ciencias profanas.  Los ermitaños le eligieron unánimemente para suceder al abad cuando este muriese; como Pedro se resistiera a aceptar, el propio abad se lo impuso por obediencia.  Así pues, a la muerte del abad, hacia el año 1043, Pedro tomó la dirección de la comunidad, a la que gobernó con gran prudencia y piedad.  Igualmente fundó otras cinco comunidades de ermitaños, al frente de las cuales puso a otros tantos priores bajo su propia dirección.  Su principal cuidado era fomentar entre los monjes el espíritu de retiro, caridad y humildad.  Muchos de los ermitaños llegaron a ser lumbreras de la Iglesia; entre otros, San Domingo Loricato y San Juan de Lodi, quien sucedió a San Pedro en la dirección del convento de la Santa Cruz, escribió su biografía y fue más tarde obispo de Gubio.
Varios Papas emplearon a San Pedro Damián en el servicio de la Iglesia. Esteban IX le nombró, en 1057, cardenal y obispo de Ostia, a pesar de la repugnancia del santo.  Pedro rogó muchas veces al Papa Nicolás II que le permitiese renunciar al gobierno de la diócesis y volver a su vida de ermitaño, pero el Sumo Pontífice se negó a ello.  Alejandro II, que amaba mucho al santo, accedió finalmente a sus súplicas, pero se reservó el poder de emplearle en el servicio de la Iglesia, en caso de necesidad.  San Pedro Damián se consideró desde ese momento libre, no sólo del gobierno de su diócesis, sino también de la supervisión de las diversas comunidades, y volvió al convento como simple monje.
A los Pontífices y a muchos personajes les dirigió frecuentemente cartas pidiéndoles la erradicación de la simonía. En aquel siglo del año mil era muy frecuente que un hombre nada santo llegara a ser sacerdote y hasta obispo, porque compraba su nombramiento dando mucho dinero a los que lo elegían para ese cargo.  Así se consagraban hombres indignos que hacían mucho daño.  Afortunadamente, al año de la muerte de San Pedro Damián, su gran amigo, el monje Hildebrando fue nombrado Papa Gregorio VII y hizo una gran reforma.
Escribió el "libro Gomorriano", en contra de las costumbres impuras de su tiempo.  (Gomorriano, en referencia a Gomorra, una de las ciudades que Dios destruyó por su impureza). Su estilo es vehemente. Todas sus obras llevan la huella de su espíritu estricto, particularmente cuando se trata de los deberes de los clérigos y monjes. El santo escribió un tratado al obispo de Besancon, en el que atacaba la costumbre que tenían los canónigos de esa diócesis de cantar sentados el oficio divino.  San Pedro Damián recomendaba el uso de la disciplina más que los ayunos prolongados.  Escribió cosas muy severas sobre las obligaciones de los monjes y protestó contra la costumbre de ciertas peregrinaciones, pues consideraba que el retiro era la condición esencial del estado monacal. 
Decía:  "Es imposible restaurar la disciplina una vez que ésta decae; si nosotros, por negligencia, dejamos caer en desuso las reglas, las generaciones futuras no podrán volver a la primitiva observancia.  Guardémonos de incurrir en semejante culpa y transmitamos fielmente a nuestros sucesores el legado de nuestros predecesores". 
Predicó a favor del celibato eclesiástico.  Pedía que el clero diocesano viviese en comunidad.  Su carácter vehemente se manifestaba en todos sus actos y palabras.  Se ha dicho de él que "su genio consistía en exhortar y mover al heroísmo, en predicar acciones extraordinarias y recordar ejemplos conmovedores . . . ; en sus escritos arde el fuego de una extraordinaria fuerza moral".
A pesar de su severidad, San Pedro Damián sabía tratar a los pecadores con bondad e indulgencia, cuando la caridad y la prudencia lo pedían. Enrique IV de Alemania se había casado con Berta, la hija de Otón, marqués de las Marcas de Italia; pero dos años más tarde, había pedido el divorcio, alegando que el matrimonio no había sido consumado. Con promesas y amenazas logró ganar para su causa al arzobispo de Mainz, quien convocó un concilio para anular el matrimonio; pero el Papa Alejandro II le prohibió cometer semejante injusticia y envió a San Pedro Damián a presidir el sínodo. El anciano legado se reunió en Frankfurt con el rey y los obispos, les leyó las órdenes e instrucciones de la Santa Sede y exhortó al rey a guardar la ley de Dios, los cánones de la Iglesia y su propia reputación y también, a reflexionar sobre el escándalo y el mal ejemplo que daría, si no se sometiera.  Los nobles se unieron al santo para rogar al joven monarca que no manchase su honor. Ante tal oposición, Enrique renunció a su proyecto de divorcio, aunque interiormente no cambiase de actitud.
Pedro retornó, en cuanto pudo, a su retiro en Fonte Avellana para vivir en profunda austeridad hasta el fin de su vida.  En los ratos en que no se hallaba absorto en la oración o el trabajo, acostumbraba hacer cucharas de madera y otros utensilios para no estar ocioso. 
El Papa Alejandro II envió a San Pedro Damián a arreglar el asunto del arzobispo de Ravena, que había sido excomulgado por las atrocidades que había cometido.  Cuando San Pedro llegó, el arzobispo ya había muerto; pero el santo pudo convertir a sus cómplices, a los que impuso justa penitencia.  Este fue el último servicio público que el santo prestó a la Iglesia.  A su vuelta a Roma, se vio atacado por una aguda fiebre en un monasterio de las afueras de Faenza, donde murió al octavo día, el 22 de febrero de 1072, mientras los monjes recitaban los maitines alrededor de su lecho.
Dante Alighieri, en el canto XXI del Paraíso, coloca a san Pedro Damián en el cielo de Saturno, destinado en su Comedia a los espíritus contemplativos.  El poeta pone en los labios del Santo una breve y eficaz narración autobiográfica:  la predilección por los alimentos frugales y la vida contemplativa, y el abandono de la tranquila vida de convento por el cargo episcopal y cardenalicio.
Fue declarado doctor de la Iglesia en 1828.

martes, 19 de febrero de 2019

Miércoles semana 6 de tiempo ordinario, año impar


Miércoles de la semana 6 de tiempo ordinario; año impar

Con la mirada limpia
«Llegan a Betsaida y le traen un ciego suplicándole que lo toque. Tomando de la mano al ciego lo sacó fuera de la aldea, y poniendo saliva en sus ojos, le impuso las manos y le preguntó: ¿Ves algo? Y alzando la mirada dijo: Veo a los hombres como árboles que andan. Después puso otra vez las manos sobre sus ojos y comenzó a ver y quedó curado de manera que veía con claridad todas las cosas. Y lo envió a su casa diciendo: No entres ni siquiera en la aldea» (Marcos 8, 22-26).
I. Llegó Jesús a Betsaida con sus discípulos, y enseguida le llevaron un ciego para que lo tocara. El Señor tomó de la mano al ciego y lo sacó fuera de la aldea, y allí hizo lodo con saliva y lo puso en sus ojos; a continuación le impuso las manos y le preguntó si veía algo. El ciego, alzando la mirada, dijo: Veo a los hombres como árboles que andan. Y después de imponerle de nuevo las manos, el ciego comenzó a ver, de manera que veía con claridad todas las cosas.
Las curaciones del Señor solían ser instantáneas. Ésta, sin embargo, tuvo un pequeño proceso, porque quizá la fe del ciego al comienzo era débil, y Jesús quería curar a la vez alma y cuerpo. Ayudó a este hombre, al que con tanta piedad tomó de la mano, para que su fe se fortaleciera. Pasar de no tener luz alguna a ver algo borroso ya era algo, pero el Maestro quería darle una mirada clara y penetrante para que pudiera contemplar las maravillas de la creación. Muy probablemente, lo primero que vio con claridad aquel ciego fue el rostro de Jesús, que le miraba complacido.
Lo sucedido con este hombre ciego para las cosas materiales nos puede servir para considerar la ceguera espiritual; con frecuencia nos encontramos a muchos ciegos espirituales que no ven lo esencial: el rostro de Cristo, presente en la vida del mundo. El Señor habló muchas veces de este tipo de ceguera, cuando decía a los fariseos que eran ciegos o cuando se refería a quienes tienen los ojos abiertos pero no ven. Es un gran don de Dios mantener la mirada limpia para el bien, para encontrar a Dios en medio de los propios quehaceres, para ver a los hombres como hijos de Dios, para penetrar en lo que verdaderamente vale la pena..., incluso para contemplar, junto a Dios y desde Dios, la belleza divina que dejó como un rastro en las obras de la creación. Por otra parte, es necesario tener la mirada limpia para que el corazón pueda amar, para mantenerlo joven, como Dios desea.
Muchos hombres no están ciegos del todo, pero tienen una fe muy débil y una mirada apagada para el bien, que apenas vislumbran en el horizonte de su vida. Estos cristianos apenas se dan cuenta del valor de la presencia de Cristo en la Sagrada Eucaristía, el inmenso bien del sacramento de la Penitencia, el valor infinito de una sola Misa, la belleza del celibato apostólico... Les falta limpieza de alma y una mayor vigilancia en la guarda de los sentidos -que son como las puertas del alma-, y de modo particular de la vista.
El alma que comienza a tener vida interior aprecia el tesoro que lleva en su corazón y cada día evita con más esmero la entrada en el alma de imágenes que imposibiliten o entorpezcan el trato con Dios. No se trata de «no ver» -porque necesitamos la vista para andar en medio del mundo, para trabajar, para relacionarnos-, sino de «no mirar» lo que no se debe mirar, de ser limpios de corazón, de vivir sin rarezas el necesario recogimiento. Y esto al ir por la calle, en el ambiente en el que nos movemos, en las relaciones sociales. Mirada limpia no sólo en aquello que se refiere directamente a la lujuria ‑que ciega para los bienes sobrenaturales, e incluso para los auténticos valores humanos-, sino en otros campos que también caen dentro de la «concupiscencia de los ojos»: afán de poseer ropas, objetos, determinadas comidas o bebidas... La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo es sencillo, todo tu cuerpo estará iluminado. Pero si tu ojo es malicioso, todo tu cuerpo estará en tinieblas.
¡Qué pena si alguna vez -por no haber sido delicadamente fieles en esta materia- en vez de ver el rostro de Cristo con claridad vislumbráramos sólo una imagen desdibujada y lejana! Examinemos hoy en nuestra oración cómo vivimos esa «guarda de la vista», tan necesaria para la vida sobrenatural, para ver a Dios. Quien no tiene esa mirada limpia, su visión es borrosa y frecuentemente deforme.
II. El cristiano ha de saber -poniendo los medios necesarios- quedar a salvo de esa gran ola de sensualidad y consumismo que parece querer arrasarlo todo. No tenemos miedo al mundo porque en él hemos recibido nuestra llamada a la santidad, ni tampoco podemos desertar, porque el Señor nos quiere como fermento y levadura; los cristianos «somos una inyección intravenosa puesta en el torrente circulatorio de la sociedad». Pero estar en medio del mundo no quiere decir ser frívolos y mundanos: no te pido que los saques del mundo -pidió Jesús al Padre-, sino que los preserves del mal. Debemos estar vigilantes, con una auténtica vida de oración y sin olvidar que las pequeñas mortificaciones -y las grandes, cuando lleguen y cuando el Señor las pida- han de mantenernos siempre en guardia, como el soldado que no se deja vencer por el sueño, porque es mucho lo que depende de su vigilia.
Los Apóstoles alertaron a quienes se convertían a la fe para que vivieran la doctrina y la moral de Cristo, en un ambiente pagano bastante parecido al que en estos tiempos nos rodea. Si alguno no luchara de una manera decidida sería arrastrado por ese clima de materialismo y de permisivismo. Incluso en los países de honda tradición cristiana es patente cómo se han extendido modos de vivir y de pensar en oposición abierta con las exigencias morales de la fe cristiana y hasta de la misma ley natural.
Los propagadores del nuevo paganismo han encontrado un eficaz aliado en esas diversiones de masas, que ejercen un gran influjo en el ánimo de los espectadores. Con mayor abundancia en los últimos años, proliferan estos espectáculos que, bajo las más variadas excusas o sin excusa alguna, fomentan la concupiscencia y un estado interior de impureza que da lugar a muchos pecados internos y externos contra la castidad. A un alma que viviera en ese clima sensual le sería imposible seguir a Cristo de cerca... y quizá tampoco de lejos. No es raro que, junto a la procacidad e impureza en la forma o en el fondo, esas representaciones traten de ridiculizar la religión y las verdades más santas del Cristianismo, y hagan alarde de irreligiosidad y de ateísmo, con un lenguaje blasfemo o unas actitudes irreverentes.
Los Santos Padres utilizaron en su predicación palabras duras para apartar a los primeros cristianos de los espectáculos y diversiones inmorales. Y aquellos fieles supieron prescindir ‑con soltura, porque así lo pedían los nuevos ideales que habían encontrado al conocer a Cristo- de los esparcimientos que podían desdecir de su afán de santidad o poner en peligro su alma, hasta el punto de que, no pocas veces, los paganos se daban cuenta de la conversión de un amigo, de un pariente o de un vecino porque dejaba de asistir a aquellos espectáculos, poco coherentes o abiertamente opuestos a la delicadeza de conciencia de una persona que ha encontrado en su vida a Cristo.
¿Ocurre con nosotros algo semejante? ¿Sabemos cortar con diversiones, o dejamos de asistir a lugares que desdicen de un cristiano? ¿Cuidamos la fe y la santa pureza de los hijos, de los hermanos más pequeños, por ejemplo cuando un programa de televisión es inconveniente? Pidamos al Señor una delicada conciencia para apartar con firmeza, sin titubeos, lo que nos separe de Él o enfríe nuestro afán de seguirle.
III. El Cristianismo no ha cambiado: Jesucristo es el mismo ayer, y hoy y siempre, y nos pide la misma fidelidad, fortaleza y ejemplaridad que pedía a los primeros discípulos. También ahora deberemos navegar contra corriente en muchas ocasiones; y pueden darse situaciones que quizá nuestros amigos no entiendan en un primer momento, pero que frecuentemente son el primer paso para acercarlos al Señor y para que se decidan a vivir una honda vida cristiana.
Nuestra lealtad con Dios nos ha de llevar a evitar las ocasiones de peligro para el alma. Por esto, antes de ver la televisión o de acudir a una diversión hay que tener la seguridad de que no será ocasión de pecado. En la duda debemos prescindir de esos entretenimientos, y si -por estar mal informados- se asistiera a un espectáculo que desdice de la moral, la conducta que sigue un buen cristiano es levantarse y marcharse: si tu ojo derecho te es ocasión de escándalo, arráncatelo y tíralo lejos de ti. No asistir o marcharse, sin miedo a «parecer raros» o poco naturales, pues lo poco natural en un seguidor de Jesucristo es precisamente lo contrario.
Para vivir como verdaderos cristianos debemos pedir al Señor la virtud de la fortaleza, de no transigir con nosotros mismos y saber hablar con claridad a los demás, sin miedo al qué dirán, aunque parezca que no van a entender lo que les decimos. Las palabras, acompañadas del ejemplo y de una actitud llena de seguridad y de alegría, les ayudarán a comprender y a buscar una vida más firme, una mejor formación. Y si alguno objetara que está inmune al influjo de esas diversiones, cuando sea oportuno le podremos recordar cómo, de modo imperceptible, se va creando en el alma una corteza que impide el trato con Dios y la delicadeza y respeto que exige todo amor humano verdadero. Cuando alguien dice que no le hace daño asistir a esos lugares o ver esos programas, quizá es señal precisamente de que él necesita más que otros abstenerse de ellos. Posiblemente tiene ya el alma endurecida y los ojos nublados para el bien.
Además de no asistir, de no contribuir ni con una sola moneda al mal, y poner de su parte, cada uno según sus posibilidades, los medios para evitarlo, los cristianos deben contribuir positivamente a que existan espectáculos y diversiones sanas y limpias que sirvan para descansar del trabajo, para relacionarse y conocerse, para cultivar amenamente el espíritu, etc.
San José, fiel a su vocación de custodio y protector de Jesús y de María, los amó con amor purísimo. Pidámosle hoy que sepamos nosotros, con fortaleza, poner los medios que sean necesarios para poder contemplar a Dios con una mirada clara y penetrante; que sepamos amar a las criaturas con hondura y limpieza, según la peculiar vocación recibida de Dios.

Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.

lunes, 18 de febrero de 2019

Martes semana 6 de tiempo ordinario; año impar

Martes de la semana 6 de tiempo ordinario; año impar

La tarea salvadora de la Iglesia
“En aquel tiempo, a los discípulos se les olvidó llevar pan, y no tenían más que un pan en la barca. Jesús les recomendó: -«Tened cuidado con la levadura de los fariseos y con la de Herodes.» Ellos comentaban: -«Lo dice porque no tenemos pan.» Dándose cuenta, les dijo Jesús: -«¿Por qué comentáis que no tenéis pan? ¿No acabáis de entender? ¿Tan torpes sois? ¿Para qué os sirven los ojos si no veis, y los oídos si no oís? A ver, ¿cuántos cestos de sobras recogisteis cuando repartí cinco panes entre cinco mil? ¿Os acordáis?» Ellos contestaron: -«Doce.» -« ¿Y cuántas canastas de sobras recogisteis cuando repartí siete entre cuatro mil?» Le respondieron: -«Siete.» Él les dijo: -«¿Y no acabáis de entender?»(Marcos 8,14-21).
I. El Señor antes de su Ascensión a los Cielos, entregó a sus Apóstoles sus propios poderes en orden a la salvación del mundo (6): Se me ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra. Id pues, y haced discípulos míos a todos los pueblos ...; y la Iglesia comenzó enseguida, con autoridad divina, a ejercer su poder salvador. Imitando la vida de Cristo, que pasó haciendo el bien, confortando, sanando, enseñando, la Iglesia procura hacer el bien allí donde está. Les presta ayuda humana a los necesitados, enfermos, refugiados, etc.. Esta ayuda humana es y será siempre grande, pero al mismo tiempo, es algo muy secundario: Por la misión recibida de Cristo, Ella aspira a mucho más: a dar a los hombres la doctrina de Cristo y llevarlos a la salvación.
II. Es abrumador el peso que, con solicitud paterna, ha de llevar sobre sí el Romano Pontífice, Vicario de Cristo: sufre la resistencia con que le combaten los enemigos de la fe y la presión de los que abominan del afán apostólico de los cristianos que se oponen a la tarea evangelizadora que impulsa constantemente el Papa. Nosotros pediremos fervientemente por él al Señor, que lo vivifique con su aliento divino, que lo haga santo y lo llene de sus dones, que lo proteja de modo especialísimo. También tenemos el gratísimo deber de pedir cada día que todos los fieles cristianos seamos verdadera levadura en medio de un mundo alejado de Dios, que la Iglesia puede salvar. Hemos de pedir también por los Obispos, Pastores de la Iglesia de Dios junto al Papa, por los sacerdotes, por los religiosos y por todo el Pueblo de Dios. Y también por quien más necesitado esté en el Cuerpo Místico de Cristo, viviendo con naturalidad el dogma de la Comunión de los Santos.
III. La Iglesia somos todos los bautizados, y todos somos instrumentos de salvación para los demás cuando procuramos permanecer unidos a Cristo con el cumplimiento amoroso y fiel de nuestros deberes religiosos, familiares, profesionales y cívicos; con un apostolado eficaz en el entramado de relaciones en el que discurre nuestra vida. Este apostolado es urgente por la cizaña de la mala levadura que invade al mundo. Hoy pedimos a Dios Padre que sean muchos los pueblos que acojan la palabra de salvación que proclama la Iglesia, ya que también a Ella, como a Cristo –como nos recuerda la Constitución Lumen gentium- le han sido dadas en heredad todas las naciones.

Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.

Muchas gracias por la participación de la mesa redonda, y anuncio de encuentro de los lunes sobre el miedo

Hola! 
   Te damos las gracias por la participación tan bonita que hubo este jueves pasado 14 de febrero, en la mesa redonda de la biblioteca de Andalucía, sobre el amor. Estuvimos un centenar de personas disfrutando de un coloquio sobre el amor, el día de san Valentín. Aquí está el enlace de una primera edición de la grabación que hicimos: https://www.youtube.com/watch?v=7YMATF4HVTQ
   También mando información del encuentro de mañana, por si te interesa asistir, y una invitación adjunta, por si quieres difundirlo. Saludos!
   

DIA: LUNES 18 de febrero de  2019  a  las 7,45 de la TARDE.

            CHARLA-COLOQUIO

DIÁLOGOS ENTRE  ORIENTE  Y OCCIDENTE:

 

 Tema: "EL MIEDO: FORMAS, CAUSAS, SOLUCIONES..."

 

 Ponente: Marisa Wonenburger

 

Presenta: Eduardo ORTEGA.

 

 

EN LOTO AZUL (antigua librería Metro)
calle Gracia 31 
Granada capital.
  (Centro).

 

 Entrada libre hasta completar el aforo

 


domingo, 17 de febrero de 2019

Lunes semana 6 de tiempo ordinario, año impar


Lunes de la semana 6 de tiempo ordinario; año impar

El sacrificio de Abel
Entonces llegaron los fariseos, que comenzaron a discutir con él; y, para ponerlo a prueba, le pedían un signo del cielo. Jesús, suspirando profundamente, dijo: "¿Por qué esta generación pide un signo? Les aseguro que no se le dará ningún signo". Y dejándolos, volvió a embarcarse hacia la otra orilla” (Marcos 8,11-13).
I. Lo mejor de nuestra vida ha de ser para Dios: lo mejor de nuestro tiempo, de nuestros bienes, de toda nuestra vida, incluyendo los años mejores. No podemos darle lo peor, lo que sobra, lo que no cuesta sacrificio o aquello que no necesitamos. Para el Señor toda nuestra hacienda, pero, cuando queramos hacerle una ofrenda, escojamos lo más preciado, como haríamos con una criatura de la tierra a la que estimamos mucho. Dar agranda el corazón y lo ennoblece; de la mezquindad acaba saliendo un alma envidiosa, como la de Caín, quien no soportaba la generosidad de Abel, como nos lo relata el Génesis (4, 1-5, 25) Para Ti, Señor, lo mejor de mi vida, de mi trabajo, de mis talentos, de mis bienes..., incluso de los que podría haber tenido. Para Ti mi Dios, todo lo que me has dado en la vida, sin límites, sin condiciones... Enséñame a no negarte nada, a ofrecerte siempre lo mejor.
II. Para Dios, lo mejor: un culto lleno de generosidad en los elementos sagrados que se utilicen, y con generosidad en el tiempo, el que sea preciso –no más-, pero sin prisas, sin recortar las ceremonias, o la acción de gracias privada después de la Santa Misa, por ejemplo. El decoro, calidad y belleza de los ornamentos litúrgicos y de los vasos sagrados expresan que es para Dios lo mejor que tenemos. La tibieza, la fe endeble y desamorada tienden a no tratar santamente las cosas santas, perdiendo de vista la gloria, el honor y la majestad que corresponden a la Trinidad Beatísima. “Contra los que atacan la riqueza de vasos sagrados, ornamentos y retablos, se oye la alabanza de Jesús: “Opus enim bonum operata est in me” –una buena obra ha hecho conmigo” (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino)
III. Cuando nace Jesús, no dispone siquiera de la cuna de un niño pobre. Con sus discípulos, no tiene dónde reclinar su cabeza. Morirá desprendido de todo ropaje, en la pobreza más extrema; pero cuando su Cuerpo exánime es bajado de la Cruz y entregado a los que le quieren, éstos le tratan con veneración. En nuestros Sagrarios, Jesús esta ¡vivo! Se nos entrega para que nuestro amor lo cuide y lo atienda con lo mejor que podamos, y esto a costa de nuestro tiempo, de nuestro dinero, de nuestro esfuerzo: de nuestro amor. Pidamos a la Santísima Virgen que aprendamos a ser generosos con Dios, como Ella lo fue, en lo grande y en lo pequeño, en la juventud y en la madurez, en fin, lo mejor que tengamos en cada momento y en cada circunstancia de la vida.

Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.

sábado, 16 de febrero de 2019

Domingo semana 6 de tiempo ordinario, ciclo C


Domingo de la semana 6 de tiempo ordinario; ciclo C

Humildad personal y confianza en Dios
En aquel tiempo, Jesús bajó del monte con los Doce, se paró en una llanura con un grupo grande de discípulos y una gran muchedumbre del pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón. Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les decía: 
«Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis. Bienaventurados vosotros cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas. Pero ¡ay de vosotros, los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo! ¡Ay de vosotros, los que estáis saciados, porque tendréis hambre! ¡Ay de los que ahora reís, porque haréis duelo y lloraréis! ¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que vuestros padres hacían con los falsos profetas. (Lucas 6,17 20-26)
I. Sé la roca de mi refugio, Señor, un baluarte donde se me salve..., rezamos en la Antífona de entrada de la Misa. Él es la fortaleza y la seguridad en medio de tanta debilidad como encontramos a nuestro alrededor y en nosotros mismos; Él es el agarradero firme en cada momento, a cualquier edad y en toda circunstancia. Bendito quien confía en el Señor y pone en Él su confianza, nos dice el profeta Jeremías en la Primera lectura, será un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces; cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará verde; en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto. Por el contrario, es maldito quien, apartando su corazón del Señor, confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza. Su vida será estéril, como un cardo en la estepa. Sé la roca de mi refugio, Señor: la humildad personal y la confianza en Dios van siempre juntas. Sólo el humilde busca su dicha y su fortaleza en el Señor. Uno de los motivos por los que los soberbios tratan de buscar alabanzas con avidez, de sobreestimarse a sí mismos y se resienten ante cualquier cosa que pueda rebajarles en su propia estima o en la de otros, es la falta de firmeza interior: no tienen más punto de apoyo ni más esperanzas de felicidad que ellos mismos. Por esto son, con mucha frecuencia, tan sensibles a la menor crítica, tan insistentes en salirse con la suya, tan deseosos de ser conocidos, tan ansiosos de consideraciones. Se afianzan en sí mismos como el náufrago se agarra a una débil tabla, que no puede sostenerlo. Y sea lo que fuere lo que hayan logrado en la vida, siempre se encuentran inseguros, insatisfechos, sin paz. Un hombre así, sin humildad, sin confiar en su Padre Dios que le tiende continuamente sus brazos, habitará en la aridez del desierto, tierra salobre e inhóspita, como nos dice hoy la liturgia de la Misa. El soberbio se encuentra sin frutos, insatisfecho y sin la paz y felicidad verdaderas.
El cristiano tiene puesta en Dios su esperanza y, porque conoce y acepta su propia debilidad, no se fía mucho de lo propio. Sabe que en cualquier empresa deberá poner todos los medios humanos a su alcance, pero conoce bien que ante todo debe contar con su oración; y reconoce y acepta con alegría que todo lo que posee lo ha recibido de Dios. La humildad no consiste tanto en el propio desprecio -porque Dios no nos desprecia, somos obra salida de sus manos-, sino en el olvido de sí y en la preocupación sincera por los demás. Es la sencillez interior la que nos lleva a sentirnos hijos de Dios. «Cuando imaginamos que todo se hunde ante nuestros ojos, no se hunde nada, porque Tú eres, Señor, mi fortaleza (Sal 42, 2). Si Dios habita en nuestra alma, todo lo demás, por importante que parezca, es accidental, transitorio; en cambio, nosotros, en Dios, somos lo permanente». En medio de nuestra debilidad -cualquiera que sea la forma en la que se presente- nos sentimos junto a Dios con una firmeza indestructible.
II. Los mayores obstáculos que el alma encuentra para seguir a Cristo y para ayudar a otros tienen su origen en el desordenado amor de sí mismo, que lleva unas veces a sobrevalorar las propias fuerzas y, otras, al desánimo y al desaliento, al ver los propios fallos y defectos. La soberbia se manifiesta frecuentemente en un monólogo interior, en el que los propios intereses se agrandan o desorbitan; el yo sale siempre enaltecido. En la conversación, el orgullo conduce al hombre a hablar de sí mismo y de sus propios asuntos y a buscar la estimación a toda costa. Algunos se empeñan en mantener su propia opinión, con razón y sin ella; no dejan pasar cualquier descuido ajeno sin corregirlo, y hacen difícil la convivencia. La forma más vil de resaltar la propia valía es aquella en la que se busca desacreditar a otros; a los orgullosos no les gusta escuchar alabanzas de los demás y están prontos a descubrir las deficiencias de quienes sobresalen. Tal vez su nota más característica estriba en que no pueden sufrir la contradicción o la corrección.
Quien está lleno de orgullo parece no necesitar mucho de Dios en sus trabajos, en sus quehaceres, incluso en su misma lucha ascética, por mejorar; exagera sus cualidades personales, cerrando los ojos para no ver sus defectos, y termina por considerar como una gran cualidad lo que en realidad es una desviación del buen criterio: se persuade, por ejemplo, de tener un espíritu amplio y generoso porque hace poco caso de las menudas obligaciones de cada día, y se olvida de que para ser fiel en lo mucho es necesario serlo en lo poco. Y llega por ese camino a creerse superior, rebajando injustamente las cualidades de otros que le superan en muchas virtudes.
San Bernardo señala diferentes manifestaciones progresivas de la soberbia: curiosidad -querer saberlo todo de todos-; frivolidad de espíritu, por falta de hondura en su oración y en su vida; alegría necia y fuera de lugar, que se alimenta frecuentemente de los defectos de otros, que ridiculiza; jactancia; afán de singularidad; arrogancia; presunción; no reconocer los propios fallos, aunque sean notorios; disimular las faltas en la Confesión...
El soberbio es poco amigo de conocer la auténtica realidad que anida en su corazón. Examinemos hoy en la oración si valoramos mucho la virtud de la humildad, si la pedimos al Señor con frecuencia, si nos sentimos constantemente necesitados de la ayuda de nuestro Padre Dios, en lo grande y en lo pequeño. Oh Dios -le decimos con el Salmista-, Tú eres mi Dios, te busco ansioso, en pos de Ti mi carne desfallece, tiene mi alma sed de Ti, como tierra seca, sedienta, sin agua. Puede servirnos de jaculatoria para repetir a lo largo de este día.
III. El olvido de sí es una condición indispensable para la santidad: sólo entonces podemos mirar a Dios como a nuestro Bien absoluto, y tenemos capacidad para preocuparnos de los demás. Junto a la oración, que es el primer medio que debemos poner siempre, hemos de ejercitarnos en esta virtud de la humildad; y esto en nuestros quehaceres, en la vida familiar, cuando estamos solos..., siempre. Procuremos no estar excesivamente pendientes de las cosas personales; la salud, el descanso, si nos estiman y aprecian, si nos tienen en cuenta... Procuremos hablar tan poco como sea posible de nosotros mismos, de los propios asuntos, de aquello que nos dejaría en buen lugar; evitemos la curiosidad, el afán de conocerlo todo y mostrar que se conoce; aceptemos la contradicción sin impaciencia, sin malhumor, ofreciéndola con alegría al Señor; procuremos no insistir sobre la propia opinión a no ser que la verdad o la justicia lo requieran, y entonces empleemos la moderación, pero también la firmeza; pasemos por alto los errores de otros, disculpándolos, y ayudémosles con caridad delicada a superarlos; aceptemos la corrección, aunque nos parezca injusta; cedamos en ocasiones a la voluntad de otros cuando no esté implicado el deber o la caridad; procuremos evitar siempre la ostentación de cualidades, bienes materiales, conocimientos...; aceptemos ser menospreciados, olvidados, no consultados en aquella materia en la que nos consideramos con más ciencia o con más experiencia; no busquemos ser estimados y admirados, rectificando la intención ante las alabanzas y los elogios. Sí debemos buscar mayor prestigio profesional, pero por Dios, no por orgullo ni por sobresalir.
Creceremos sobre todo en esta virtud cuando nos humillen y lo llevemos con alegría por Cristo, nos alegremos en el desprecio, seamos pacientes con los propios defectos, nos esforcemos en gloriarnos de las flaquezas junto al Sagrario, donde iremos a pedirle al Señor que nos dé su gracia y no nos abandone, y reconozcamos una vez más que no hay nada bueno en nosotros que no venga de Él, que lo personal es precisamente el obstáculo, lo que estorba para que el Espíritu Santo nos llene con sus dones. Aprenderemos a ser humildes frecuentando el trato con Jesús y con María. La meditación frecuente de la Pasión nos llevará a contemplar la figura de Cristo humillado y maltratado hasta el extremo por nosotros; ahí se encenderá nuestro amor y un vivo deseo de imitarle.
El ejemplo de nuestra Madre Santa María, Ancilla Domini, Esclava del Señor, nos moverá a vivir la virtud de la humildad. A ella acudimos al terminar nuestra oración, pues «es, al mismo tiempo, una madre de misericordia y de ternura, a la que nadie ha recurrido en vano; abandónate lleno de confianza en el seno materno; pídele que te alcance esta virtud que tanto apreció; no tengas miedo de no ser atendido, María la pedirá para ti de ese Dios que ensalza a los humildes y reduce a la nada a los soberbios; y como María es omnipotente cerca de su Hijo, será con toda seguridad oída».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Los siete santos Fundadores de la Orden de los Siervos de la Virgen María

LOS SIETE FUNDADORES SERVITAS
(Alejo de Falconieri, Bonfiglio, Bonajunta, Amideo, Sosteneo, Lotoringo, Ugocio)

Se ha hablado alguna vez de "constelaciones de santos". En efecto; en el cielo de la Iglesia, como en el cielo astronómico, los astros no se suelen presentar aislados, sino formando parte de "constelaciones": grupos de santos que se influyen entre sí, se prestan mutuamente sus luces, se ayudan y se estimulan. Sin embargo, aunque esto sea verdad, no es menos cierto que cada uno de esos santos es luego, salvo el caso de los mártires, objeto de un culto individual, al que han precedido una beatificación y una canonización también individuales. Hay, sin embargo, una excepción: el caso singularísimo de los siete fundadores servitas cuya fiesta celebra la Iglesia el 12 de febrero. Este grupo de siete almas, llegó a fundirse en el único ideal de "servir" a su Señora, y servirla de manera tan perfecta que las notas personales apenas tuvieran un valor relativo. Después de su muerte, su memoria y su culto fueron y siguen siendo algo esencialmente colectivo, y así sus nombres son prácticamente desconocidos, porque siempre se habla de ellos bajo la apelación de los siete fundadores servitas".
Por eso, cuando las más antiguas crónicas tratan de la vida de fray Alejo de Florencia, el último en morir, y el que por estas circunstancias pudo ofrecer a los biógrafos alguna mayor ocasión de ser considerado individualmente, esos mismos biógrafos se apresuran a asegurarnos que la santidad de él mostraba la de sus seis compañeros. Oigámosles:
"Hubo siete hombres de tanta perfección, que Nuestra Señora estimó cosa digna dar origen a su Orden por medio de ellos. No encontré que ninguno sobreviviera de ellos, cuando ingresé en la Orden, a excepción de uno que se llamaba fray Alejo... La vida de dicho fray Alejo, como yo mismo pude comprobar con mis ojos, era tal, que no sólo, conmovía con su ejemplo, sino que también demostraba la perfección de sus compañeros y su santidad."
Es éste el único caso que se da culto colectivo a varios santos confesores, y la misma liturgia, en el oficio divino y en la misa de este día, se ve forzada a modificar sus esquemas habituales para poder adaptarlos a una fiesta tan singular. Caso hermosísimo, que alienta a cuantos lo contemplamos a ir por el camino de la imitación. Llegar a la santidad, es muy hermoso, pero todavía sería más hermoso aún que lográsemos esa santidad dentro de un grupo, ayudándonos unos a otros, estimulándonos con nuestro buen ejemplo, siguiendo las huellas de este hermoso caso de santidad colectiva.
Nos encontramos en el siglo XIII. Y he aquí que entonces va a producirse un fenómeno que ya antes se había producido muchas veces en la Iglesia, que hemos visto repetirse ante nuestros propios ojos en los días que vivimos, y que, sin duda, ha de continuar produciéndose también hasta el fin de los siglos. La fundación de una Orden o Congregación religiosa sin que, quienes intervienen en ella, tuvieran al principio la más remota idea de emprenderla.
No sabemos si fueron estos siete jóvenes nobles de Florencia quienes, por sus relaciones comerciales, trajeron a la ciudad toscana la idea de aquella nueva cofradía. Acaso estuviera ya fundada y llevase unos años funcionando. Poco importa para nuestro intento. Lo cierto es que en Florencia, al comienzo del siglo XIII, encontramos una hermandad, llamada oficialmente sociedad de Santa María, pero más conocida por su nombre vulgar de los laudesi, o alabadores de la Santísima Virgen, a la que pertenecían siete mercaderes de las mejores familias de Toscana. Las crónicas nos han conservado su nombre: Bonfilio Monaldi, Bonayunto Manetti, Manetto de l´Antella, Amidio Amidei, Ugoccio Ugoccioni, Sostenio de Sostegni y Alejo Falconieri. Tengamos, sin embargo, en cuenta que algunos de ellos cambiaron su nombre al hacer la profesión religiosa. Los siete formaban parte de lo que hoy llamaríamos la junta directiva, es decir, el elemento más vivo y entusiasta de la cofradía. No sabemos la fecha de su nacimiento, pero ciertamente eran todavía jóvenes cuando, en 1233, comenzaron los acontecimientos que vamos a narrar.
Fue el día 15 de agosto, ese día que, además de estar consagrado a la Asunción de la Santísima Virgen, ha sido también señalado para tantos y tantos acontecimientos importantes de la historia eclesiástica. Los siete gentileshombres florentinos sintieron aquel día una común inspiración. Oigamos, una vez más, al cronista clásico: "Teniendo su propia imperfección, pensaron rectamente ponerse a sí mismos y a sus propios corazones, con toda devoción, a los pies de la Reina del cielo, la gloriosísima Virgen María, a fin de que, como mediadora y abogada, les reconciliara y les recomendase a su Hijo, y supliendo con su plenísima caridad sus propias imperfecciones, impetrase misericordiosamente para ellos la fecundidad de los méritos. Por eso, para honor de Dios, poniéndose al servicio de la Virgen Madre, quisieron, desde entonces, ser llamados siervos de María."
Pidieron para eso la bendición de su obispo, que se la otorgó contento; se despidieron de sus familias, y el 8 de septiembre del mismo año 1233 se recogieron en una casita, Villa Camarzia, en un suburbio de Florencia, no lejos del convento de los franciscanos, y en las inmediaciones de la antigua iglesia de Santa Cruz. Sin embargo, la casita, que ni siquiera era propiedad de ellos, sino de otro miembro de la cofradía, resultó pronto excesivamente céntrica para sus deseos de oscuridad, olvido y renunciamiento. Pasaron a otra casa que la cofradía tenía en el Cafaggio, en la que transcurrió bien poco tiempo, y pronto se planteó la cuestión de encontrar una sede que en cierto modo pudiera llamarse definitiva.
Pero antes un milagro vino a señalar cuán grata era a Dios la empresa que habían acometido. Alrededor de la fiesta de Epifanía del siguiente año, 1234, iban de dos en dos recorriendo las calles de Florencia y solicitando humildemente la caridad por amor de Dios, cuando se oyó exclamar a los niños, incluso los que aún no hablaban, señalándoles con el dedo: "He ahí los servidores de la Virgen: dadles una limosna". Entre aquellos inocentes niños que sirvieron para proclamar el agrado de Dios sobre la nueva Orden estaba uno que todavía no había cumplido los cinco meses, y que con el tiempo habría de ser una de sus más preciadas joyas: San Felipe Benicio.
El milagro vino a agravar la situación: las gentes empezaron a fijarse más en aquel humilde grupo y se hizo también más urgente la necesidad de alejarse de la ciudad. Por eso recurrieron ellos al obispo de Florencia, que tan acogedor se había mostrado desde el primer momento. Él, con el generoso consentimiento del cabildo catedral, les ofreció una porción de terreno en el monte Senario. Y allí se instalaron el día de la Ascensión del año 1234.
Es aquí, en el monte Senario, donde se inicia propiamente la vida religiosa. Hasta entonces sólo había habido una especie de tentativa. En el monte Senario construyen una iglesia, edifican unos míseros eremitorios de madera, separados unos de otros, e inician observancia con todo rigor. Reciben la visita del cardenal de Chatillon, legado del papa Gregorio IX en la Toscana y la Lombardía, quien les anima a continuar su vida, si bien moderando sus excesivas austeridades.
Pero la mejor y más preciada confirmación la tuvieron el Viernes Santo de 1239: la Santísima Virgen se apareció para encargarles que llevaran un hábito negro, en memoria de la pasión de su Hijo, y para presentarles la regla de San Agustín. Después de esta aparición, ya no había lugar a dudas. Acudieron al obispo de Florencia para regularizar, por decirlo así, su situación canónica.
Y, en efecto, el obispo impuso a los siete el hábito que les había mostrado la Virgen, recibió sus votos y les dio las sagradas órdenes. Fue precisamente en esta ocasión cuando algunos de ellos cambiaron de nombre. Y fue también en esta ocasión cuando San Alejo Falconieri mostró sus deseos de no ser ordenado sacerdote, lo que consiguió, muriendo como hermano.
La obra estaba ya, en cierto modo, encauzada. Quienes sólo habían pensado en vivir con mayor entusiasmo los ideales de su piadosa confraternidad, encontraban ya ordenados sacerdotes, con unos votos emitidos y con una regla, la de San Agustín, recibida al par de la Santísima Virgen y de la autoridad eclesiástica. Faltaba, sin embargo, dar un último paso para que naciera una nueva Orden religiosa: la admisión de novicios. Hubo sus discusiones, y mientras unos se inclinaban a admitirlos, contando con el favor del obispo, siempre inclinado en este sentido, otros preferían mantener su vida en el cuadro de la primitiva sencillez.
El hecho es que en el huerto en el que trabajaban para huir del demonio de la ociosidad, se habían producido, en la noche que precedió al tercer domingo de Cuaresma del año 1239, un significativo milagro. Una viña, mientras todo el resto del terreno estaba endurecido por la helada, se cubrió de frutos sin haber tenido previamente flores, y extendió de manera maravillosa sus brazos fecundos. Ya no cabía duda: todos vieron en el prodigio una señal de la voluntad de Dios y un presagio de los futuros destinos de la naciente familia religiosa.
Y, en efecto, los novicios empezaron a llegar en gran número. El fervor se mantuvo y atrajo las simpatías de toda la región. No faltaron tampoco insignes aprobaciones. San Pedro de Verona visita el monte Senario y alienta a los servitas en su vida religiosa. Poco después, en 1249, el cardenal Capocci, legado del Papa en Toscana, aprueba la Orden y la coloca bajo la jurisdicción de la Santa Sede. Dos años más tarde, el 2 de octubre de 1251, el papa Inocencio IV nombra al cardenal Fiechi primer protector de los servitas. En 1255 un rescripto del papa Alejandro IV daba la aprobación definitiva a la Orden y la autorización para nombrar un superior general. Nuevas aprobaciones llegaron de los papas Urbano IV y Clemente IV.
¿Será necesario decir algo de cada uno? En realidad las vidas corren casi paralelas y resulta difícil separarlas. El más anciano de ellos, Bonfilio Monaldi, fue el primer superior que gobernó la comunidad durante los dieciséis primeros años de tentativas. En 1251 fue nombrado superior general de la Orden, de manera provisional. Cuando en 1225, Alejandro IV aprueba solemnemente la Orden, convocó un capítulo general y dimitió su cargo. Ya desde entonces sólo se dedicó a la oración y a la penitencia en el retiro. En 1262, volviendo de visitar los conventos de la Orden, acompañando a San Felipe Benicio, devolvió dulcemente su alma a Dios después de maitines, encontrándose en el oratorio.
Le había sucedido, como general de la Orden, primero en el sentido canónico, Juan Magnetti. Pero por poco tiempo. De los siete, fue éste el primero en volar a Dios el 31 de agosto de 1257. Con una muerte hermosísima: celebró la santa misa en presencia de sus hermanos, anunció su próximo fin, dio a conocer algunos detalles de la vida futura de la Orden que le habían sido revelados por Dios, Después, como era viernes, quiso, según era uso entre ellos, comentar la narración de la Pasión. Y al llegar a las palabras: "En tus manos Señor, encomiendo mi espíritu", expiró.
También al tercero de los tres compañeros le correspondió gobernar toda la Orden. Elegido superior general en 1265, contribuyó extraordinariamente al desenvolvimiento de la Orden por su actividad y el resplandor de su virtud. Dos años después renunció a su oficio y consiguió que fuera elegido para sucederle San Felipe Benicio. A los pocos meses, el 20 de agosto de 1268, moría asistido por su propio sucesor.
Mucho más sencilla es la vida del cuarto, Amideo Amidei. Había nacido en 1204 en el seno de una familia dividida por violentas enemistades. Era de un candor tal, que su misma familia evitó siempre mezclarle para nada en aquellas animosidades. Su vida religiosa fue también sencilla, limpia, retirada, humilde. Fue elegido prior de Monte Senario y después, de Cafaggio. Pero no pudo decirse que tales dignidades llegasen a cambiar el humilde curso de su vida. El 18 de abril de 1266 entregaba su alma a Dios. Todo el convento se sintió envuelto por un perfume celestial, mientras una resplandeciente llama volaba desde su celda hasta el cielo.
Pero acaso sea todavía más encantadora la vida de otros dos de los siete compañeros: Ugoccio Ugoccioni y Sostenio de Sostegni. Eran amigos desde su misma juventud. Juntos entraron a formar parte del grupo. Juntos se santificaron en los largos años de preparación de la Orden. Cuando ésta empezó a extenderse, les fue, sin embargo, forzoso separarse. Sostegni fue elegido vicario general de Francia; Ugoccini, de Alemania. Los dos trabajaron con todas sus fuerzas en la difusión de la Orden en sus respectivas provincias. Ya ancianos, San Felipe Benicio les llamó a Viterbo para la celebración de un capítulo general que habría de reunirse en mayo de 1282. En Monte Senario, al que tantos y tan dulces recuerdos les ligaban, se encontraron los dos ancianos, y allí hablaron largamente de todas las cosas que habían ocurrido en los últimos cincuenta años, y de lo que habían hecho por la propagación de la Orden. Hablando estaban cuando se dejó oír una voz que decía: "Servidores de Dios y de María, no lloréis más la prolongación de vuestro destierro: vuestros trabajos tocan ya a su fin". En efecto, llegados al convento, el agotamiento y la fatiga les obligaron a acostarse. Y al mismo tiempo murieron, el 3 de mayo de 1282. San Felipe Benicio vio aquella noche dos lirios de una blancura deslumbrante que eran cortados en la tierra e inmediatamente presentados a la Virgen en el cielo. Comprendió que los dos ancianos habían dejado este mundo, y así se lo anunció a los religiosos que estaban con él en Viterbo.
Nos queda San Alejo Falconieri. Es el que más vivió, pues alcanzó los ciento diez años de edad. Nacido en Florencia en 1200, murió el 17 de febrero de 1310. Entró el más joven de todos en la Orden, rehusó siempre ser sacerdote y vivió con gran humildad, dedicado, como hermano lego, a recoger limosnas y a trabajar en las más humildes tareas. Fue el instrumento de que Dios se sirvió para la santificación de su sobrina, Santa Juliana Falconieri, y quien le animó a abrazar la vida religiosa. Su larga vida le hizo presenciar un episodio harto doloroso que se produjo en 1276... y su feliz solución.
En efecto, en ese año 1276 el papa Beato Inocencio V comunicó a la Orden de los servitas que la Iglesia la consideraba como extinguida, a causa del canon 223 del segundo concilio de Lyon. Habían desaparecido ya de la tierra cuatro de los siete fundadores. Otros dos de ellos estaban ausentes de Italia. La tempestad parecía amenazante y hubo momentos en que todo estuvo a punto de perderse. Hay quien dice que de hecho se hubiese perdido si no hubiera mediado la fortaleza y el ánimo de San Felipe Benicio.
Fue él quien levantó la bandera mariana y alegó que la Orden había sido aprobada repetidas veces por los Romanos Pontífices. Sólo San Alejo llegó a ver la victoria. San Felipe Benicio, y los otros dos fundadores supervivientes murieron antes de que el 11 de febrero de 1304 el papa Benedicto XI la confirmara de nuevo. Todavía había de vivir seis años gozando de la admirable expansión que tras esta confirmación tuvo la Orden.
En efecto, como si el triunfo después de tan deshecha tempestad hubiera sido la señal que se esperaba para lanzarse por todo el mundo, la Orden se extendió desde entonces con particular fuerza, y en el siglo XIV contaba con más de cien conventos y con misiones en Creta y en las Indias. La reforma protestante le hizo perder un buen número de conventos en Alemania, pero la Orden prosperó en el mediodía de Francia. El final del siglo XVIII le fue funesto, como a todas las Ordenes religiosas. Pero en el siglo XIX se extendió a Inglaterra, y después a América. Muy recientemente se ha implantado también en España. En la actualidad consta de 1.550 religiosos.
Como hemos dicho, desde el primer momento, al poco tiempo de muerto San Alejo, la historia nos habla del culto colectivo a los siete fundadores. Sin embargo, habría de pasar mucho tiempo antes de que este culto obtuviera la plena aprobación canónica. Todos ellos habían muerto en el Monte Senario, salvo San Alejo, cuyo cadáver fue prontamente transportado allí. Benedicto XIV atestiguaba que en sus tiempos los cuerpos estaban conservados en la iglesia de Monte Senario, bajo el altar de la capilla situado bajo el coro. Sin embargo, este Papa creó una seria dificultad para su posible canonización, exigiendo que para cada uno de los siete fueran presentados cuatro milagros, y que, por consiguiente, las siete causas se vieran independientemente. De hecho, los primeros bolandistas no los mencionaban, con la única excepción de San Alejo.
En 1717, Clemente XI aprobaba el culto del Beato Alejo, y en 1725, el de los otros seis. Sólo en tiempo de León XIII, como consecuencia de un clamoroso milagro ocurrido en Viareggio como consecuencia de la invocación colectiva a los siete fundadores, se pudo volver al primitivo procedimiento: estudiar simultáneamente y en una sola causa la santidad de los siete. La causa tuvo éxito feliz, y el 15 de enero de 1888 fueron solemnísimamente canonizados. El 28 de diciembre del mismo año se fijaba su fiesta para el 11 de febrero. Años después, la fiesta fue pasada al 12, para dar lugar a la celebración de la aparición de la Inmaculada en Lourdes. Así sus fieles siervos cedieron, por medio de la Orden por ellos fundada, a la Santísima Virgen el lugar que venían ocupando en el calendario.
LAMBERTO DE ECHEVERRíA

viernes, 15 de febrero de 2019

Sábado semana 5 de tiempo ordinario,año impar


Sábado de la semana 5 de tiempo ordinario; año impar

Madre de misericordia
Uno de aquellos días, como había mucha gente y no tenían qué comer, Jesús llamó a sus discípulos y les dijo: «Me da lástima de esta gente; llevan ya tres días conmigo y no tienen qué comer, y, si los despido a sus casas en ayunas, se van a desmayar por el camino. Además, algunos han venido desde lejos.» Le replicaron sus discípulos: « ¿Y de dónde se puede sacar pan, aquí, en despoblado, para que se queden satisfechos?» Él les preguntó: «¿Cuántos panes tenéis?» Ellos contestaron: «Siete.» Mandó que la gente se sentara en el suelo, tomó los siete panes, pronunció la acción de gracias, los partió y los fue dando a sus discípulos para que los sirvieran. Ellos los sirvieron a la gente. Tenían también unos cuantos peces; Jesús los bendijo, y mandó que los sirvieran también. La gente comió hasta quedar satisfecha, y de los trozos que sobraron llenaron siete canastas; eran unos cuatro mil. Jesús los despidió, luego se embarcó con sus discipulos y se fue a la región de Dalmanuta” (Marcos 8,1-10).
I. El Evangelio nos muestra con frecuencia la compasión misericordiosa de Jesús hacia los hombres. Nosotros debemos recurrir frecuentemente a la misericordia divina, porque en su compasión por nosotros está nuestra salvación y seguridad, y también debemos ser misericordiosos con los demás: éste es el camino para atraer con más prontitud el favor de Dios. Enseña San Agustín que la misericordia nace del corazón y se apiada de la miseria ajena, corporal o espiritual, de tal manera que le duele y entristece como si fuera propia, llevando a poner los remedios oportunos para intentar sanarla (PABLO VI, Alocución). En Jesucristo, Dios hecho hombre, encontramos plenamente la expresión de esta misericordia divina. María participa en grado eminente de esta perfección divina, y en Ella la misericordia se une a la piedad de madre. Ella es nuestro consuelo y nuestra seguridad. Ni un solo día ha dejado de ayudarnos, de protegernos, de interceder por nuestras necesidades.
II. El título de Madre de Misericordia se ha expresado en las advocaciones de Salud de los enfermos, Refugio de los pecadores, Consuelo de los afligidos, Auxilio de los cristianos. La Virgen nos obtiene la curación del cuerpo, sobre todo si está ordenada el alma, o la gracia de entender que el dolor es instrumento de Dios. Nadie después de Jesús ha detestado más el pecado que Santa María, pero lejos de rechazar a los pecadores, los acoge, los mueve al arrepentimiento. A Ella también acudimos para decirle que somos pecadores, pero que queremos amar cada vez más a su Hijo Jesucristo, que tenga compasión de nuestras flaquezas y que nos ayude a superarlas.
III. Nuestra Madre fue durante toda su vida, consuelo de aquellos que andaban afligidos por un peso demasiado grande para llevarlo solos: dio ánimos a José, quien a pesar de ser un hombre lleno de fortaleza, se le hizo más fácil el cumplimiento de la voluntad de Dios con el consuelo de María. Después consoló a los Apóstoles cuando todo se les volvió negro y sin sentido después que Cristo murió en la cruz. Y desde entonces nunca ha dejado de ser consuelo de todos sus hijos cuando están afligidos. La Virgen es también auxilio de los cristianos, porque se favorece principalmente a quienes se ama. Y nadie amó más a quienes formamos parte de la familia de su Hijo. En Ella encontramos todas las gracias para vencer en las tentaciones, en el apostolado, en el trabajo. Acudamos a nuestra Madre, Ella está siempre dispuesta a auxiliarnos.

Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.

jueves, 14 de febrero de 2019

Viernes semana 5 de tiempo ordinario, año impar

Viernes de la semana 5 de tiempo ordinario; año impar

Todo lo hizo bien
En aquel tiempo, dejó Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del lago de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos. El, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y, mirando al cielo, suspiró y le dijo: «Effetá», esto es: «Ábrete.» Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad. Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. Y en el colmo del asombro decían: «Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos» (Marcos 7,31-37).
I. En el Evangelio de la Misa de Hoy, (San Marcos 7, 37) nos comenta sobre el asombro y entusiasmo de la multitud al presenciar atónita los milagros de Jesús: bene omnia fecit, todo lo ha hecho bien: Los grandes prodigios, y las cosas menudas, cotidianas, que a nadie deslumbraron, pero que Cristo realizó con la plenitud de quien es perfectus Deus, perfectus homo, perfecto Dios y hombre perfecto (Símbolo Quicumque). El Señor se nos presenta como Modelo para nuestra vida corriente puesto que una gran parte de ella se encuentra configurada por el trabajo. Cristo quiere que quienes le siguen en medio del mundo sean personas que trabajan bien, con prestigio, competentes en su profesión u oficio, sin chapuzas; personas muy distintas, que se mueven por fines humanos nobles porque el trabajo -sea el que sea- es el medio donde debemos ejercitar las virtudes humanas y las sobrenaturales. Hoy nosotros le decimos que queremos imitarlo en su vida oculta de Nazaret.
II. Cuando Jesús busca a quienes han de seguirle, lo hace entre hombres acostumbrados al trabajo. Para trabajar bien, primero es necesario trabajar con laboriosidad, aprovechando bien las horas, pues es imposible que quien no aproveche bien el tiempo pueda acostumbrarse al sacrificio y mantenga despierto su espíritu, que pueda vivir las virtudes humanas más elementales. Una vida sin trabajo se corrompe, y con frecuencia corrompe a lo que hay alrededor. El Señor nos pide un trabajo bien hecho, orden, competencia, afán de perfección, sin tacha ni errores, acabado hasta el final con ilusión. Además, el cristiano hace su trabajo por Dios, a quien cada día lo presenta como una ofrenda que permanecerá en la eternidad.
III. Acabar bien lo que realizamos significa en muchos casos estar pendientes en lo pequeño. Eso exige esfuerzo y sacrificio, y al ofrecerlo se convierte en algo grato a Dios. Estar en los detalles pequeños por amor a Dios engrandece el alma porque nuestro trabajo se perfecciona. Quizá quiera el Señor hacernos ver hoy, detalles que exigen un cambio de orientación o de ritmo en nuestro modo de trabajar. Con la ayuda de la Virgen, hagamos un propósito concreto sobre nuestro trabajo con la intención de que mientras lo realicemos nuestro corazón se escape junto al Sagrario, para decir, sin cosas raras: Jesús mío, te amo (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja)

Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal

miércoles, 13 de febrero de 2019

Mesa redonda sobre las formas del amor, mañana a las 19,30 en la Biblioteca de Andalucía


Hola! 
   Te recuerdo la mesa redonda de mañana, a las 19,30 sobre las formas del amor, en la Biblioteca de Andalucía (delante del campus de Ciencias de Méndez Núñez, la calle de atrás). Adjunto invitación. Me encantará contar con tu participación. 
   Saludos!

Jueves semana 5 de tiempo ordinario; año impar


Jueves de la semana 5 de tiempo ordinario; año impar

Oración humilde y perseverante
«Y partiendo de allí se fue hacia la región de Tiro y de Sidón. Y habiendo entrado en una casa deseaba que nadie lo supiera, pero no pudo permanecer oculto. Al punto, en cuanto oyó hablar de él una mujer cuya hija tenía un espíritu inmundo, entró y se echó a sus pies. La mujer era griega, sirofenicia de origen. Y le rogaba que expulsara de su hija al demonio. Y le dijo: Deja que primero se sacien los hijos, porque no está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos. Ella respondió diciendo: Señor también los perrillos comen debajo de la mesa las migajas de los hijos. Y le dijo: Por esto que has dicho, vete, el demonio ha salido de tu hija. Y al regresar a su casa encontró a la niña echada en la cama, y que el demonio había salido» (Marcos 7,24-30).
I. En el Evangelio de la Misa (Marcos 7, 24-30) contemplamos a Jesús que se conmueve ante la mujer cananea que le pide la curación de su hija. Aquella mujer alcanzó lo que quería y se ganó el corazón del Maestro. Es un ejemplo para nosotros; en su oración se hallan resumidas las condiciones de toda petición: fe, humildad, perseverancia y confianza. Enseña Santo Tomás que la verdadera oración es infaliblemente eficaz, porque Dios, que nunca se vuelve atrás, ha decretado que así sea (Suma Teológica) El Señor mismo nos dijo que siempre y en todo lugar nuestras oraciones hechas con rectitud de intención llegan hasta Él y las atiende: si entre vosotros un hijo pide pan a su padre, ¿acaso le dará una piedra? O si pide un pez, ¿le dará una serpiente? ¡Cuánto más vuestro Padre, que está en los cielos... ! (Lucas 11, 11-13) Cuando pidamos algún don, hemos de pensar que somos hijos de Dios, y Él está infinitamente más atento hacia nosotros que el mejor padre de la tierra hacia su hijo más necesitado.
II. A medida que intensificamos nuestra petición identificamos nuestra voluntad con la de Dios, que es Quien verdaderamente conoce nuestra penuria y escasez. Él nos hace esperar en ocasiones para disponernos mejor, para que deseemos esas gracias con más hondura y fervor; otras veces rectifica nuestra petición y nos concede lo que verdaderamente necesitamos, y otras veces no nos concede lo que pedimos porque, sin darnos cuenta quizá, estamos pidiendo un mal que nuestra voluntad ha revestido de bien. Nuestra oración debe ser confiada, como quien pide a su padre; y serena, porque Dios sabe bien las necesidades que padecemos. La confianza nos mueve a pedir con perseverancia, aunque aparentemente el Señor no nos escuche. Al pedir, nos confortan las palabras de Jesús: En verdad os digo que cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, si tenéis fe, os lo concederá (Juan 16, 23)
III. El Señor sabe de nuestras necesidades materiales, Él mismo nos enseñó a rogar: el pan nuestro de cada día dánosle hoy... El primer milagro que hizo Jesús fue de carácter material. Sin embargo, por muchas y muy urgentes que sean las limitaciones y privaciones materiales, tenemos siempre más necesidad de los bienes sobrenaturales. Pedimos los bienes temporales en la medida que son útiles para la salvación y en la medida que están subordinados a los sobrenaturales. La Virgen Nuestra Madre enderezará todas las peticiones que no sean del todo rectas. En el Santo Rosario tenemos una arma poderosa. No lo dejemos.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Cirilo, monje y San Metodio, obispo

«Después de esto, designó el Señor a otros setenta y dos, los envió de dos en dos delante de él a toda ciudad y lugar a donde él había de ir. Y les decía: «La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, pues, al señor de la mies que envíe obreros a su mies. íd: he aquí que yo os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa ni alforja ni sandalias, y no saludéis a nadie por el camino. En la casa en que entréis decid primero: "Paz a esta casa". Y si allí hubiera algún hijo de paz, descansará sobre él vuestra paz; de lo contrario, retornará a vosotros. Permaneced en la misma casa comiendo y bebiendo de lo que tengan, pues el que trabaja es merecedor de su salario. No vayáis de casa en casa. Y en aquella ciudad donde entréis y os reciban, comed lo que os pongan; curad a los enfermos que haya en ella. Y decidles: "El Reino de Dios está cerca de vosotros». (Lucas 10,1-9)

1º. Jesús, te apoyas en estos setenta y dos discípulos para que te preparen el terreno en toda ciudad a donde ibas a ir.
Estos discípulos te han seguido en tus últimos viajes y han aprendido la buena nueva directamente de tus labios.
Ahora, cuando los necesitas, allí están, dispuestos a lo que haga falta.
Estos son los que han respondido con generosidad a tu llamada; los que no se han excusado con falsas necesidades o dificultades.
Jesús, aunque son un buen número -setenta y dos- te parecen pocos: «la mies es mucha, pero los obreros pocos».
Después de dos mil años, ¡aún queda tanto por hacer!
Países enteros que se llaman cristianos y que no conocen de Ti más que una oscura sombra de tu rostro.
Y países inmensos aún por cristianizar.
Realmente «los obreros son pocos».
¿Qué puedo hacer yo, Jesús, ante este panorama?
Para empezar, no excusarme yo el primero, preguntándote en la intimidad de mi oración: ¿qué lugar tengo en esta gran misión de anunciar la buena nueva del Evangelio?, ¿dónde te puedo servir mejor en esta mies  -en este campo- que es el mundo?
Y luego, he de rezar más: «Rogad, pues, al señor de la mies que envíe obreros a su mies».
Dios mío, llama más gente a que te sirva en esta batalla de paz, en esta siembra de amor.
«Nado hay más frío que un cristiano despreocupado de la salvación ajena. No puedes aducir tu pobreza como pretexto. La que dio sus monedas te acusará. El mismo Pedro dijo: No tengo oro ni plata. Y Pablo era tan pobre que muchas veces padecía hambre y carecía de lo necesario para vivir; Tú no puedes pretextar tu humilde origen: ellos eran también personas humildes, de modesta condición. Ni la ignorancia te servirá de excuso: ellos eran todos hombres sin letras. Seas esclavo o fugitivo, puedes cumplir lo que de ti depende. Tal fue Onésimo, y mira cuál fue su vocación. No aduzcas la enfermedad como pretexto, Timoteo estaba sometido a frecuentes achaques. Cada uno puede ser útil a su prójimo, si quiere hacer lo que puede» San Juan Crisóstomo).
2º. Tienes obligación de llegarte a los que te rodean, de sacudirles de su modorra, de abrir horizontes diferentes y amplios a su existencia aburguesada y egoísta, de complicarles santamente la vida, de hacer que se olviden de si mismos y que comprendan los problemas de los demás.
Si no, no eres buen hermano de tus hermanos los hombres, que están necesitados de ese «gaudium cum pace»  de esta alegría y esta paz, que quizá no conocen o han olvidado» (Forja 900).
Jesús, como a esos setenta y dos discípulos, también hoy llamas a los cristianos -a mí- y nos envías «como corderos en medio de lobos».
En un mundo de luchas egoístas y comportamiento oportunista -que en vez de hombres produce lobos hambrientos- Tú me muestras otro modelo: Tú mismo, que eres «el cordero de Dios».
El mundo de lobos está dominado por la astucia, la desconfianza y la traición.
Por el contrario, tu mundo es un mundo de paz: «paz a esta casa.»
Jesús, si quiero ser hijo de Dios, he de ser «hijo de paz»; promotor del entendimiento y del perdón, hermano de mis hermanos los hombres.
Ésta es precisamente la tarea del apóstol a la que me llamas: abrir horizontes diferentes y amplios a la existencia aburguesada y egoísta de los que me rodean.
Y para ello, el primero que debe cambiar soy yo, olvidándome de mí mismo para atender los problemas de los demás.