miércoles, 26 de octubre de 2011

San Lucas 13,31-35: Ninguna criatura podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Autor: Padre Llucià Pou Sabaté

San Lucas 13,31-35:
Ninguna criatura podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo
Autor: Padre Llucià Pou Sabaté

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 8,31b-39.
Hermanos: Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El
que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos
nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él? ¿Quién acusará a los elegidos
de Dios? ¿Dios, el que justifica? ¿Quién condenará? ¿Será acaso
Cristo, que murió, más aún, resucitó y está a la derecha de Dios, y
que intercede por nosotros? ¿Quién podrá apartarnos del amor de
Cristo?: ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?,
¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?, como dice la Escritura: «Por
tu causa nos degüellan cada día, nos tratan como a ovejas de matanza.»
Pero en todo esto vencemos fácilmente por aquel que nos ha amado. Pues
estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni
principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni
profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios
manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro.

Salmo 108,21-22.26-27.30-31. R. Sálvame, Señor, por tu bondad.

Tú, Señor, trátame bien, por tu nombre, líbrame con la ternura de tu
bondad; que yo soy un pobre desvalido, y llevo dentro el corazón
traspasado.

Socórreme, Señor, Dios mío, sálvame por tu bondad. Reconozcan que aquí
está tu mano, que eres tú, Señor, quien lo ha hecho.

Yo daré gracias al Señor con voz potente, lo alabaré en medio de la
multitud: porque se puso a la derecha del pobre, para salvar su vida
de los jueces.

Evangelio según san Lucas 13,31-35. En aquella ocasión, se acercaron
unos fariseos a decirle: -«Márchate de aquí, porque Herodes quiere
matarte.» Él contestó: -«ld a decirle a ese zorro: "Hoy y mañana
seguiré curando y echando demonios; pasado mañana llego a mi término."
Pero hoy y mañana y pasado tengo que caminar, porque no cabe que un
profeta muera fuera de Jerusalén. ¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a
los profetas y apedreas a los que se te envían! ¡Cuántas veces he
querido reunir a tus hijos, como la clueca reúne a sus pollitos bajo
las alas! Pero no habéis querido. Vuestra casa se os quedará vacía. Os
digo que no me volveréis a ver hasta el día que exclaméis: "Bendito el
que viene en nombre del Señor."»

Comentario: 1.- Rm 8,31-39. Estamos leyendo páginas profundas y
consoladoras en extremo. Hoy, Pablo entona un himno triunfal, que pone
fin a la primera parte de su carta, un himno al amor que nos tiene
Dios. Con un lenguaje lleno de interrogantes retóricos y de respuestas
vivas, canta la seguridad que nos da el sabernos amados por Dios: "si
Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?". No puede
condenarnos ni el mismo Jesús, que se entregó por nosotros, ni ninguna
de las cosas que nos puedan pasar, por malas que parezcan: ni la
persecución ni los peligros ni la muerte ni los ángeles ni criatura
alguna "podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo
Jesús".

Esta confianza fue para Pablo el punto de apoyo en sus momentos
difíciles, el motor de su vida, la motivación de su entrega absoluta a
la tarea misionera de la evangelización. Se sintió amado por Dios y
elegido personalmente por Cristo para una misión. Lo que nos da tanta
seguridad no es el amor que nosotros tenemos a Dios: ése es bien
débil, y nos lo podrían arrebatar fácilmente esas fuerzas que nombra
Pablo. Es el amor que Dios nos tiene: ése sí que es firme, en ése sí
que podemos confiar, "el amor de Dios manifestado en Cristo Jesús". Si
tuviéramos esta misma convicción del amor de Dios, nuestra vida
tendría sentido mucho más optimista. De tanto decirlo y cantarlo, tal
vez no nos lo acabamos de creer: que Dios nos ama, que Cristo está de
nuestra parte e intercede por nosotros. Gracias a eso, "vencemos
fácilmente por aquél que nos ha amado". Ni siquiera nuestro pecado
podrá con el amor que Dios nos tiene. Este texto inspira cantos
preciosos, que saborean la serenidad que nos infunde en lo más hondo
de nuestro ser esta explosión de euforia de Pablo.

He ahí el final de la primera parte de la Epístola a los Romanos.
Después de haber «encerrado» todo el universo en la impotencia, bajo
la «cólera de Dios». Después de haber revelado la justificación
universal por la gracia y el «amor de Dios». He ahí en conclusión un
«grito de victoria», apasionado, vibrante.

-Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? No estamos seguros
de nosotros, ¡oh no! Seguimos sin fiarnos de nuestros propios límites,
desgraciadamente continuamos pecando... Pero ¡estamos seguros de Dios
¡Estamos seguros del amor de Jesús!

-El que no perdonó ni a su propio Hijo... Antes bien lo entregó por
todos nosotros... ¿cómo no nos dará con El todas las cosas? Quiero
tratar de contemplar detenidamente ese «don del Hijo». Dios, ¡que ha
dado su Hijo por nosotros! Que es lo más querido. Alusión al
sacrificio que Abraham había aceptado también (Gn 22,16). Cuidado. Hay
que entender bien esta expresión: «entregó» a su Hijo. ¡No tiene aquí
el mismo sentido que en la frase: «Judas entregó a Jesús»! Sería
inicuo y cruel. Estamos ante el misterio: Dios ama a su Hijo y el Hijo
ama a su Padre y ambos están de acuerdo en el Espíritu y el Hijo «se
entrega". Esto es mi Cuerpo entregado por vosotros. Y el Padre acepta
ese don total, que la malignidad de los hombres se ingenió en hacer
cruel.¿De qué obstáculo no podrá triunfar tal amor?

-¿Quién acusará a los elegidos de Dios? ¡Pues es Dios quien justifica!
¿Quién condenará? Puesto que Jesucristo murió... Más aún, resucitó...
Está a la diestra del Padre... Intercede por nosotros... No somos
dignos, Señor. Somos muy ingratos contigo. Quisiera amarte más. Quiero
contemplar la intercesión que en este instante estás llevando a cabo
por mí en el cielo... por nosotros los hombres, ¡por todos! En este
mismo instante, Tú, Señor, estás intercediendo por los pecadores, por
aquellos que, como yo, cometen el mal. Estás intercediendo por todos
los que me están dañando, por todos los que yo no amaría o que
detestaría.

-¿Quién podrá separarme del amor de Cristo? A veces, Señor, llego a
preguntarme si te amo de veras... Lo cierto, es que yo quisiera
amarte, sinceramente. Pero, ¡mis actos cotidianos contradicen tan a
menudo este deseo y esta buena voluntad! Esa frase de san Pablo me
invita HOY a no pensar ya en el "amor que debería yo tener por Ti"...
para pensar, en cambio, en el «amor que Tú tienes por mí». Incluso si
llego a abandonarte alguna vez, Señor, sé que Tú no me abandonas
nunca. ¿«Quién podrá separarme del amor de Cristo»?

-Nada podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Jesús. Ni la
tribulación, ni la angustia, ni la persecución, ni el peligro, ni...
Es una especie de letanía triunfal en la que san Pablo pone a
continuación todos los obstáculos que ha ido encontrando
personalmente: nada, nada, nada, puede separarnos de Ti. Guardo unos
momentos de silencio para reflexionar en lo que podría yo añadir a esa
lista: ¿cuáles son mis pruebas y dificultades desde hace unas semanas,
HOY mismo? Trato de repetir a mi vez la certeza: ni... ni... ¡ni...
podrán jamás separarme de tu amor, Señor!

-Saldremos vencedores, gracias a Aquel que nos amó. Qué hermosa
definición de Jesús: «aquel que nos amó"... Trato de dar a estas
palabras un contenido concreto: Tú piensas en mí, Señor... Quieres mi
felicidad... Me tiendes la mano cuando caigo... Me comprendes... Das
tu vida por mí... Me perdonas... Me amas... (Noel Quesson).

2. El salmista reacciona contra estas calumniosas acusaciones, y
comienza su defensa exponiendo ante Dios lo que ellos desean. El v. 20
dice literalmente: «Esta (es) la obra (que) mis adversarios (demandan)
de Yahweh y los que hablan el mal contra mi alma.»

A continuación, pide a Dios: «Favoréceme en atención a tu nombre» (v.
21) y, más detalladamente, en el v. 26: «Ayúdame, Yahweh Dios mío;
sálvame conforme a tu amor misericordioso.» Pide (v. 28): «Maldigan
ellos, pero bendice tú.» Si Dios nos bendice, no nos ha de importar
que nos maldigan los hombres.

Expone ante Dios su triste situación (vv. 22-25). (A) Está pobre y
necesitado, con el corazón herido (v. 22), no por conciencia de
pecado, sino por la maldad de sus enemigos. (B) Se siente cerca de la
muerte («Me voy»), como la sombra cuando se alarga, y sacudido como la
langosta (v. 23), que uno se sacude cuando se le pega al vestido. (C)
Se siente sumamente débil (v. 24): Las piernas le flaquean y todo su
cuerpo está macilento por falta de aceite, tan importante en la dieta
de los orientales. Aun así, es mejor tener un cuerpo macilento por el
ayuno si el alma está ganando salud, que estar bien cebados, como
Israel, y tener el alma rebelde (Dt. 32:15).

Pide a Dios que sus enemigos sean avergonzados (v. 28), vestidos de
ignominia (v. 29), cubiertos de confusión como de un manto (v. 29b),
de forma que su insensatez quede a la vista de todos, pues el manto
era la vestidura exterior. Si esa confusión les lleva al
arrepentimiento, no hay duda de que el salmista se verá satisfecho,
pues eso es lo que debemos pedir a Dios con respecto a nuestros
enemigos.

Apela a la gloria de Dios y al honor de su nombre, como ya lo había
hecho en el v. 21. Allí había dicho: «Líbrame, porque tu amor
misericordioso es bueno.» Y esto es lo que quiere alabar (lit. dar
gracias) en gran manera con su boca (v. 30), es decir, en voz alta y
públicamente. Y añade que tendrá buen motivo para ser agradecido a
Dios, pues Dios estaba a su diestra, no para acusarle, sino para
protegerle (v. 31) y librarle de los que le juzgaban, es decir,
querían que se le condenara a muerte (www.eladorador.com).

Quien se ve perseguido y condenado injustamente, fácilmente reacciona
con violencia; y si busca su refugio en Dios no es sólo para que Él lo
proteja, sino también para pedirle que le haga justicia de tal forma
que el mal que han tramado contra él sus enemigos se vuelva en contra
de ellos. Y dará gracias a Dios porque se puso a favor del pobre para
salvarle la vida de sus jueces. El Señor Jesús nos ha enseñado a
comportarnos de un modo muy diferente. Él nos dice: Amen a sus
enemigos y oren por quienes los persiguen para que sean dignos hijos
de su Padre del cielo. Y Él no se quedó en una vana palabrería, sino
que, a quienes le persiguieron, condenaron y asesinaron colgándolo de
la cruz les perdonó y disculpó ante su Padre Dios diciendo: Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen. Sólo cuando nos amemos como
hermanos seremos capaces de colaborar en la construcción del Reino de
Dios entre nosotros, pues entonces seremos un signo creíble del amor
del Señor en medio de nuestros hermanos.

3.- Lc 13,31-35. No sabemos si la advertencia que hicieron a Jesús los
fariseos era sincera, para que escapara a tiempo del peligro que le
acechaba: "márchate de aquí, porque Herodes quiere matarte". Herodes,
el que había encarcelado y dado muerte al Bautista (como antes, su
padre Herodes el Grande había mandado matar a los inocentes de Belén
cuando nació Jesús), quiere deshacerse de Jesús. Jesús responde con
palabras duras, llamando "zorro" al virrey y mostrando que camina
libremente hacia Jerusalén a cumplir allí su misión. No morirá a manos
de Herodes: no es ése el plan de Dios. La idea de su muerte le
entristece, sobre todo por lo que supone de ingratitud por parte de
Jerusalén, la capital a la que él tanto quiere. Es entrañable que se
compare a sí mismo con la gallina que quiere reunir a sus pollitos
bajo las alas.

Jesús aprovecha la amenaza de Herodes para dar sentido a su marcha
hacia Jerusalén y a su muerte, que él mismo ha anunciado y que no va a
depender de la voluntad de otros, sino que sucederá porque él la
acepta, por solidaridad, y además cuando él considere que ha llegado
"su hora". Mientras tanto, sigue su camino con decisión y firmeza. El
lamento de Jesús -"Jerusalén, Jerusalén"- es parecido al dolor que
siente luego Pablo (Rm 9,11) al ver la obstinación del pueblo judío
que no ha querido aceptar, al menos en su mayoría, la fe en el Mesías
Jesús. El amor de Dios a veces se describe ya en el AT con un lenguaje
parecido al de la gallina y sus pollitos: el águila que juega con sus
crías y les enseña a volar (Dt 32,11), o el salmista que pide a Dios:
"guárdame a la sombra de tus alas" (Ps 17,8), y otras con un lenguaje
materno y femenino: "en brazos seréis llevados y sobre las rodillas
seréis acariciados, como uno a quien su madre le consuela, así yo os
consolaré" (Is 66,12-13). ¿Estamos dispuestos a una entrega tan
decidida como la de Jesús?; ¿incluso si aquellos por los que nos
entregamos se nos vuelven contra nosotros?; ¿tenemos un corazón
paterno o materno, un corazón bueno, lleno de misericordia y de amor,
para seguir trabajando y dándonos día a día, por el bien de los
demás?; ¿o nos influyen los Herodes de turno para cambiar nuestro
camino, por miedo o por cansancio? (J. Aldazábal).

-Algunos fariseos se acercaron a Jesús para decirle: "Vete, márchate
de aquí, que Herodes quiere matarte". Ya hemos observado que Lucas, a
diferencia de Mateo, no parece tener ningún a priori contra los
fariseos. Anota aquí un paso que ellos hicieron para salvar la vida de
Jesús. Y todo ello, no lo olvidemos, es revelación del clima dramático
en el que vivía Jesús: ¡quieren su muerte! Los poderosos de este mundo
lo consideran un hombre peligroso al que hay que suprimir. Herodes
sería capaz... ya había hecho decapitar a Juan Bautista, unos meses
antes solamente (Lc 3,19). Quiero compartir contigo, Señor, esa
angustia de tu muerte que se avecina.

-Jesús les contestó: "Id a decir a ese zorro..." Jesús no se presta a
dejarse influenciar por Herodes. Es Jesús quien decide su camino a
seguir. Jesús responde a esa amenaza de Herodes con el desprecio: el
"zorro" es un animal miedoso que sólo caza de noche y huye a su
madriguera al menor peligro... ¡Herodes, ese zorro, ese cobarde! ese
hipócrita que no se atreverá siquiera a tomar sobre sí la
responsabilidad de la muerte de Jesús y la endosará a Pilato (Lc
23,6-12).

-"Mira, hoy y mañana seguiré curando y echando demonios; y al tercer
día acabo". La expresión "el tercer día" es usual en lengua aramea
para significar "en plazo breve". "Acabo"... estoy llegando al final,
o bien "he logrado mi objetivo..." Jesús sube a Jerusalén. Sube hacia
su muerte. Pero no es un condenado a muerte ordinario. Es consciente
de ir hacia un cumplimiento. Jesús conoce perfectamente a lo que va.
No morirá el día que Herodes decida, sino ¡el día que El decida!

-Pero hoy, mañana, y el día siguiente es preciso que prosiga mi
camino, porque no cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén.
¡Palabras misteriosas! El profeta Oseas había escrito esas otras
palabras misteriosas "Dentro de dos días, el Señor nos dará la vida y
al tercer día, nos levantará y en su presencia, viviremos" (Oseas 6,
2) Jesús, caminando hacia Jerusalén, caminando hacia su muerte, pone
en manos de Dios el cuidado de prolongar su misión.

-¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que
se te envían!... Jerusalén, ciudad de los dones de Dios, ciudad de la
"proximidad de Dios..." Jerusalén, ciudad de la revuelta contra Dios,
del rechazo a Dios... Pero, la tierra y la humanidad entera están
simbolizadas en esa ciudad: la historia de los rechazos hecho a Dios
por tantos hombres, alcanzara aquí su punto culminante... ¡los hombres
van a juzgar a Dios! Y eso continúa también hoy.

-¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la clueca a sus
pollitos bajo las alas... pero no habéis querido! Imagen de ternura.
Imagen maternal. El pájaro que protege a sus polluelos (Dt 32 10; Isa
31,5, Sal 17,8; 57,2; 61,5; 63,8; 91,4). La oferta de la salvación, de
la protección, de la ternura de Dios... ha sido rehusada. "¡No habéis
querido!"

-Pero Yo os digo: "No me volveréis a ver hasta el día que exclaméis:
Bendito el que viene en nombre del Señor". Jesús sabe que hay un más
allá después de su muerte... Día vendrá en el que se le saludará
exclamando: "Bendito el que viene" (Noel Quesson).

Irreverente para con la autoridad parecería Jesús con ese modo de
hablar… En vez de huir, por la amenaza que le dicen que pesa sobre él,
Jesús desafía al "zorro" de Herodes, con un misterioso argumento de
que no conviene que un profeta muera fuera de Jerusalén… Se trata de
una virtud -la libertad y autonomía personal frente a la autoridad-
que nos es en verdad muy extraña. Siglos de inculcamiento de la
obediencia y la sumisión como las grandes virtudes cristianas, pesan
notablemente, y todavía el subconsciente colectivo está dependiente de
ellas. Tenemos introyectada la mitificación de la autoridad. Como si
estar investido de autoridad fuese un certificado de ser una persona
divina. Como si las personas revestidas de autoridad no fueran… eso:
simples personas humanas, de carne y hueso, con la misma
responsabilidad ante Dios y ante la historia que cada uno de nosotros.
Afortunadamente la sociedad humana ha crecido mucho en los últimos
siglos, desde la Ilustración y la modernidad hasta nuestros días.
Lamentablemente, ha tenido que ser fuera del ámbito eclesiástico donde
ha florecido más claramente esta conciencia de la dignidad de la
persona y de la igualdad de todos ante Dios y ante la historia. Todos
somos simples seres humanos, sometidos a la misma oscuridad,
igualmente impelidos a jugarnos nuestra vida a unos determinados
valores. Todos tenemos el riesgo de equivocarnos, y cada cual debe
asumir su riesgo. Podemos y debemos discrepar de la autoridad cuando,
según nuestra conciencia, no está actuando correctamente. Eso, por sí
mismo, no es irreverencia ni rebeldía, sino rectitud de conciencia y
coherencia consigo mismo. El poder puede dar apariencia de triunfo en
este mundo, pero el único verdadero triunfo es la fidelidad al amor y
a la verdad (Josep Rius-Camps).

Durante la persecución religiosa en España, en el año de 1936, un
grupo de milicianos llegó a un convento de carmelitas descalzas con la
orden de subir a todas las monjas a un camión y llevarlas a fusilar.
La sorpresa de los soldados fue mayúscula cuando escucharon a la madre
superiora comunicar a las religiosas que "estos señores nos llevan al
cielo porque nos van a hacer mártires, como los primeros cristianos" y
acto seguido ver a las monjas felicitarse alegremente porque recibían
el mayor don de Dios. A los ojos de Cristo eran de las pocas que
habían entendido lo que significa amar a Dios hasta dar la vida por
él. Cristo va subiendo a Jerusalén decidido; lleva prisa. En otro
pasaje del Evangelio se nos dirá que en este su último viaje «iba
delante de los discípulos». No tiene miedo, sino premura. Sabe que la
voluntad de Dios es, a fin de cuentas, lo único que nos cuenta en esta
vida, y sabe que muchos cristianos a lo largo de la historias sabrán
renunciar a muchas cosas, incluso a su vida misma, por cumplir
fielmente la voluntad de Dios. Jesús está loco, porque es el amor. Por
eso todo amor que se precie ha de llevar una dosis de locura e
incomprensión. Locura porque lo que se hace no tiene sentido desde el
punto de vista humano, parece ir en contra de lo natural y de lo que
es razonable. Incomprensión porque no sólo va a estar teñido de un
color que las personas que no entiendan, sino que provocará sorpresa
por lo desconocido que es y desatará todo tipo de opiniones desde las
risas y tachaduras de tontos hasta las más incisivas y violentas.
Jesús con su vida provoca, ha llegado la hora de preguntarse qué pasa
con nuestra vida, que reacción provocamos en los demás, ojalá que la
respuesta no sea indiferencia.

Jesús tiene una conciencia clara de la Misión que el Padre Dios le ha
confiado: salvar a la humanidad y llevarla de retorno a la casa
paterna, no en calidad de siervos, sino de hijos en el Hijo. Y nadie
le impedirá cumplir con la voluntad de su Padre. Dios, efectivamente,
quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la
verdad. Él, a pesar de nuestras rebeldías, no sólo nos llama a la
conversión, sino que nos da muchos signos de su ternura para con
nosotros; jamás se comporta como juez, sino siempre como un
Padre-Madre amoroso, cercano a nosotros y amándonos hasta el extremo.
Ojalá y algún día no sea demasiado tarde cuando, terminada nuestro
peregrinar por este mundo, tengamos que juzgar nuestra vida
confrontándola con el amor que el Señor nos ha tenido y salgamos
reprobados; y nuestra casa, nuestra herencia, la que nos corresponde
en la eternidad, quede desierta por no poder tomar posesión de ella a
causa de nuestra rebeldía al amor de Dios.

Miremos cuánto amor nos ha tenido el Señor. Él, con sinceridad, ha
dicho: todo está cumplido. La Misión que el Padre Dios le confió fue
cumplida con un amor fiel a Dios y al hombre. Este Memorial de su
Pascua que estamos celebrando nos lo recuerda. Pero nos lo recuerda no
sólo para que lo admiremos, sino para que sepamos cuál es el camino
que hemos de seguir quienes creemos en Él. Hacernos uno con el Señor
en una Alianza nueva y eterna que nos lleva a entregar nuestra vida, a
derramar nuestra sangre no por actitudes enfermizas ni masoquistas,
sino porque, al amar a nuestro prójimo y al verlo hundido en el pecado
y en una diversidad de signos de muerte, vamos en su búsqueda para
ayudarle, con mucho amor, a volver a la casa paterna; con amor, con el
mismo y en la misma forma en que nosotros hemos sido amados por Dios.
Si lo hacemos así entonces estaremos en una verdadera comunión de Vida
con el Señor.

A todos los que participamos de la Vida Divina, por la fe y el
bautismo, se nos ha confiado la proclamación de la Buena Nueva de
Salvación. Y en el cumplimiento fiel de esa Misión no podemos darnos
descanso. No ha de importarnos la tribulación, ni la angustia, ni la
persecución, ni el hambre, ni la desnudez, ni el peligro, ni la espada
que tengamos que padecer por Cristo. El Señor está siempre a nuestro
lado para que su Victoria sea nuestra Victoria, de tal forma que el
amor de Dios siempre esté en nosotros. No nos dejemos amedrentar por
quienes, teniendo el poder, quisieran apagar nuestra voz e impedir
nuestro testimonio y nuestra labor conforme al Evangelio de Cristo con
toda su fuerza y poder salvador. No vendamos nuestra vida a los
poderosos, ni a los ricos de este mundo. No diluyamos la Fuerza del
Mensaje de Cristo en aras de recibir protección o unas cuantas
monedas, sabiendo que de nada sirve al hombre ganar el mundo entero si
al final pierde su vida. No permitamos que nadie nos tenga como perros
mudos a su servicio, amordazados e incapaces de velar por el Pueblo de
Dios y de esforzarnos para que todos sean alimentados a su Tiempo con
la Palabra de Dios, proclamada con lealtad.

Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María,
tomar nuestra cruz de cada día y echarnos a andar tras las huellas de
Cristo, aceptando con amor todas las consecuencias que por ello nos
vengan; pero con la seguridad de que la muerte no tiene la última
palabra, sino la Vida, Vida eterna que Dios regala a quienes le viven
fieles. Amén (www.homiliacatolica.com; textos tomados de mercaba.org;
Llucià Pou, 2009).

viernes, 21 de octubre de 2011

Sábado de la 29ª semana. El Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, y nos ayuda a convertirnos para dar fruto

Sábado de la 29ª semana. El Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, y nos ayuda a convertirnos para dar fruto

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 8,1-11. Hermanos: Ahora no pesa condena alguna sobre los que están unidos a Cristo Jesús, pues, por la unión con Cristo Jesús, la ley del Espíritu de vida me ha librado de la ley del pecado y de la muerte. Lo que no pudo hacer la Ley, reducida a la impotencia por la carne, lo ha hecho Dios: envió a su Hijo encarnado en una carne pecadora como la nuestra, haciéndolo víctima por el pecado, y en su carne condenó el pecado. Así, la justicia que proponía la Ley puede realizarse en nosotros, que ya no procedemos dirigidos por la carne, sino por el Espíritu. Porque los que se dejan dirigir por la carne tienden a lo carnal; en cambio, los que se dejan dirigir por el Espíritu tienden a lo espiritual. Nuestra carne tiende a la muerte; el Espíritu, a la vida y a la paz. Porque la tendencia de la carne es rebelarse contra Dios; no sólo no se somete a la ley de Dios, ni siquiera lo puede. Los que viven sujetos a la carne no pueden agradar a Dios. Pero vosotros no estáis sujetos a la carne, sino al espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo. Pues bien, si Cristo está en vosotros, el cuerpo está muerto por el pecado, pero el espíritu vive por la justificación obtenida. Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros.

Salmo 23,1-2.3-4ab.5-6. R. Éste es el grupo que viene a tu presencia, Señor.
Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes: él la fundó sobre los mares, él la afianzó sobre los ríos.
¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los ídolos.
Ése recibirá la bendición del Señor, le hará justicia el Dios de salvación. Éste es el grupo que busca al Señor, que viene a tu presencia, Dios de Jacob.

Evangelio según san Lucas 13,1-9. En una ocasión, se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús les contestó: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.» Y les dijo esta parábola: -«Uno tenla una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: "Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde? Pero el viñador contestó: "Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas."»

Comentario: 1.- Rm 8,1-11. El capitulo 8 de la carta a los Romanos -que leeremos durante cinco días- es muy importante. Se puede titular "la vida del cristiano en el Espíritu". Es el Espíritu de Jesús el que nos da la fuerza para liberarnos del pecado, de la muerte, de la ley, y para vivir conforme a la gracia. Pablo nos describe aquí un dinámico contraste entre "la carne" y "el Espíritu". Cuando él habla de la carne, se refiere a las fuerzas humanas y a la mentalidad de aquí abajo. Mientras que "el Espíritu" son las fuerzas de Dios y su plan salvador, muchas veces diferente a las apetencias humanas. Antes la ley era débil, no nos podía ni dar fuerzas ni salvar. Pero ahora Dios ha enviado a su Hijo, que con su muerte "condenó el pecado", y ahora vivimos según su Espíritu. Las obras de "la carne" llevan a la muerte. El Espíritu, a la vida y a la paz.
Deberíamos estar totalmente guiados por el Espíritu de Cristo. El que nos conduce a la vida y a la santidad. Ayer terminaba Pablo con la pregunta angustiosa: "¿quién me librará?", y con una respuesta eufórica: "la gracia de Dios". Hoy lo explicita. Dios (Padre) nos ha enviado a su Hijo y también a su Espíritu. Pablo hace aquí una afirmación valiente y densa: "si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos (o sea, el Espíritu del Padre) habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús (el Padre, de nuevo) vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros": - estamos incorporados a Cristo, en su muerte y su resurrección, desde el día de nuestro Bautismo, - si él resucitó, también nosotros estamos destinados a la vida, - a él le resucitó el Espíritu enviado del Padre: también a nosotros el mismo Espíritu es el que nos llena de vida, - con tal que le dejemos "habitar en nosotros". ¿Nos sentimos movidos por el Espíritu de Cristo? ¿es él quien anima nuestra oración -haciéndonos decir "Abbá, Padre"- nuestra caridad, nuestra alegría, nuestra esperanza? ¿o más bien nos dejamos llevar todavía "por la carne", por los criterios de este mundo? Si padecemos anemia espiritual, o tendemos al pesimismo y al desaliento, es que no le dejamos al Espíritu que actúe en nosotros. Ya nos avisa Pablo que, por la debilidad humana, nunca conseguiremos agradar a Dios con nuestras fuerzas. Sólo si "procedemos dirigidos por el Espíritu".
-Para los que están con Cristo Jesús... no hay ninguna condenación. Después de las sombrías descripciones del combate espiritual de cada día, de las tiranteces internas, de la atracción del mal... he ahí el canto de victoria. Para esto, una sola condición, «estar en Cristo»... estar unido a Ti, Señor. -El Espíritu. El Espíritu de Dios. El Espíritu de Cristo. Esta palabra se repite diez veces en la única página leída HOY. Hay que dejarse impregnar por esta palabra y esta realidad misteriosa. -El Espíritu que da la vida en Cristo Jesús me ha liberado... El Espíritu de Dios habita en vosotros. El Espíritu es vuestra vida. Ahora han sido posibles todas las exigencias de la ley de Dios porque el Espíritu de Dios mismo está aquí, presente en nosotros para impulsarnos a ella. No pienso a menudo ni suficientemente en esto. El Espíritu de Dios en mí.
-No estáis bajo el dominio de la carne, sino bajo el dominio del Espíritu. Estoy decidido a dejarme convencer de ello, Señor, puesto que Tú nos lo dices. Yo lo creo. No obstante, continúa en mí esa acción profunda. Transfórmanos. Danos un corazón nuevo.
-Si Cristo está en vosotros, aunque vuestro cuerpo sea para la muerte, el Espíritu es vuestra vida a causa de la justicia. Esta transformación espiritual, este «dominio» del Espíritu, no suprime nuestros otros aspectos mortales. Se continúa yendo hacia la muerte. Y, al mismo tiempo, se va hacia la "vida". Gracias. En medio de nuestros días efímeros, es finalmente ésta la única certeza. Frente a nuestros duelos, junto a nuestros difuntos, creemos que están en la «vida» .
-¡El Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos, habita en nosotros! Fórmula trinitaria de la que Pablo tiene el secreto. Las Tres personas divinas son aquí evocadas, en la misma acción. «El Espíritu... de Aquel... que resucitó a Jesús"..., ¡y no es poco! ¡habita en mí! Hay que detenerse ante esta revelación extraordinaria, hay que saborearla. Contemplar a este «huésped». Dirigirse a El, que está ahí, ¡tan cerca!
-Aquel que resucitó a Jesús dará también la vida a vuestros cuerpos mortales, por su Espíritu que habita en vosotros. No es un «huésped muerto», inactivo. Está ahí como una fuerza de resurrección. Difunde la «vida». Una «vida» que repercutirá incluso sobre este pobre cuerpo que me empuja al pecado. Espíritu. ¡Actual ¡Vivifica! ¡Eleva! ¡Anima! ¡Da vida! ¡Santifica! Desde HOY y en el día de la resurrección final. Toda la obra de Dios está destinada al éxito. Y su Espíritu trabaja ya en el fondo de mí mismo, como en el fondo de todo hombre (Noel Quesson).
La antigua condena era la maldición de Adán, por la que todos éramos esclavos del pecado, incapaces de hacer el bien que entreveíamos. Pero Cristo, solidarizándose con los hombres y ofreciendo su sacrificio expiatorio, pasó al ataque: maldijo el pecado y le arrebató su poder sobre el hombre. A partir de ese momento, el hombre tiene la posibilidad de cumplir la intención profunda de la ley (ya que muchas de las «prescripciones», en plural, han quedado abolidas en la era de Cristo). La antigua situación del hombre recibía el nombre de «carne», es decir, significaba limitación, estrechez, egoísmo, pasiones, comportaba enemistad con Dios e incapacidad de cumplir su ley. Pero sobre esta «carne» ha descendido el Espíritu de Dios, que es vida y fuerza liberadora. El Espíritu, que acompañó a Cristo desde su concepción virginal hasta su glorificación, realizará una obra semejante en nosotros hasta destruir todo residuo de mortalidad. Se afirma que el Espíritu nos «conduce». Pero, por otra parte, el Espíritu es puesto en nuestras manos como una especie de instrumento: se nos dice que «con el Espíritu» damos muerte a las obras de pecado. No indica falta de fuerza o de grandeza del Espíritu, sino una manera de expresar el sumo respeto de Dios por nuestra libertad. Además de capacitarnos para cumplir la voluntad de Dios que Moisés consignó y que la humanidad ya entreveía, el Espíritu nos permite penetrar más adentro: en el fondo del alma de Cristo y de la vida íntima de Dios. El significado del Abba, Padre, que Cristo pronunció y enseñó a sus discípulos es algo que sólo comprenden los que han recibido el Espíritu de Cristo (J. Sánchez Bosch).
2. Sal. 23. El Presentarnos ante el Señor en su templo con un corazón limpio y manos puras nos obtendrá la bendición de Dios, y Dios, nuestro Salvador, nos hará justicia. Cuando estamos en la presencia del Señor en su templo, estamos viviendo por anticipado nuestro ingreso a la Vida Eterna, ahí donde nos gozaremos eternamente en Dios. Así como nada manchado entra al cielo, así hemos de purificar nuestras conciencias para presentarnos ante Dios, en su templo, limpios de toda esclavitud al pecado. Más aún, el Señor no quiere sólo que nos presentemos ante Él en el lugar sagrado; Él quiere hacer su templo en nuestros corazones. Por eso vivamos en una continua conversión para que día a día seamos una morada cada vez más digna para Él.
3.- Lc 13,1-9 (ver cuaresma 3C). Dos hechos de la vida son interpretados aquí por Cristo, sacando de ellos una lección para el camino de fe de sus seguidores. Se pueden considerar como ejemplos prácticos de la invitación que nos hacía ayer, a saber interpretar los signos de los tiempos. No conocemos nada de esa decisión que tomó Pilato de aplastar una revuelta de galileos cuando estaban sacrificando en el Templo, mezclando su sangre con la de los animales que ofrecían. Sí sabemos por Flavio Josefo que lo había hecho en otras ocasiones, con métodos expeditivos, pero no es seguro que sea el mismo caso. Tampoco sabemos más de ese accidente, el derrumbamiento de un muro de la torre de Siloé, que aplastó a dieciocho personas. Jesús ni aprueba ni condena la conducta de Pilato, ni quiere admitir que el accidente fuera un castigo de Dios por los pecados de aquellas personas. Lo que sí saca como consecuencia que, dado lo caducos y frágiles que somos, todos tenemos que convertirnos, para que así la muerte, sea cuando sea, nos encuentre preparados. También apunta a esta actitud de vigilancia la parábola de la higuera que al amo le parecía que ocupaba terreno en balde. Menos mal que el viñador intercedió por ella y consiguió una prórroga de tiempo para salvarla. La parábola se parece mucho a la queja poética por la viña desagradecida, en Isaías 5 y en Jeremías 8.
¡Cuántas veces, como consecuencia de enfermedades imprevistas o de accidentes o de cataclismos naturales, experimentamos dolorosamente la pérdida de personas cercanas a nosotros! La lectura cristiana que debemos hacer de estos hechos no es ni fatalista, ni de rebelión contra Dios. La muerte es un misterio, y no es Dios quien la manda como castigo de los pecados ni "la permite" a pesar de su bondad. En su plan no entraba la muerte, pero lo que sí entra es que incluso de la muerte saca vida, y del mal, bien. Desde la muerte de Cristo, también trágica e injusta, toda muerte tiene un sentido misterioso pero salvador. Jesús nos enseña a sacar de cada hecho de estos una lección de conversión, de llamada a la vigilancia (en términos deportivos, podríamos hablar de una "tarjeta amarilla" que nos enseña el árbitro, por esta vez en la persona de otros). Somos frágiles, nuestra vida pende de un hilo: tengamos siempre las cosas en regla, bien orientada nuestra vida, para que no nos sorprenda la muerte, que vendrá como un ladrón, con la casa en desorden. Lo mismo nos dice la parábola de la higuera estéril. ¿Podemos decir que damos a Dios los frutos que esperaba de nosotros? ¿que si nos llamara ahora mismo a su presencia tendríamos las manos llenas de buenas obras o, por el contrario, vacías? Una última reflexión: ¿tenemos buen corazón, como el de aquel viñador que "intercede" ante el amo para que no corte el árbol? ¿nos interesamos por la salvación de los demás, con nuestra oración y con nuestro trabajo evangelizador? ¿Somos como Jesús, que no vino a condenar, sino a salvar? Con nosotros mismos, tenemos que ser exigentes: debemos dar fruto. Con los demás, debemos ser tolerantes y echarles una mano, ayudándoles en la orientación de su vida (J. Aldazábal).
-En aquel momento llegaron algunos que le contaron lo de los Galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de sus sacrificios. Y aquellas dieciocho personas que murieron aplastadas al desplomarse la torre de Siloé... He ahí pues dos acontecimientos. El uno es el resultado de una voluntad humana: Pilato, gobernador romano, dominó una revuelta de zelotes que querían derribar el poder establecido. La represión política pertenece a todas las épocas. El otro suceso es puramente fortuito: se desplomó una torre de Jerusalén. Es un "accidente" material. Todo lo que acaece puede ser portador de un mensaje; es un signo, si sabemos hacer su lectura en la Fe. Tal enfermedad, tal fracaso, tal éxito, tal solicitud, tal amistad, tal responsabilidad, tal accidente, tal hijo que nos da preocupación o alegría, tal esposo, tal esposa, tal gran corriente contemporánea... Todo es "signo". ¿Qué quiere Dios decirnos a través de esas cosas?
-¿Pensáis que aquellos Galileos eran más pecadores que los demás? ¡Os digo que no!; y si no os enmendáis, todos vosotros pereceréis también. Podemos equivocarnos en la interpretación de los "signos de los tiempos". En tiempo de Jesús -hoy también, por desgracia es corriente esa interpretación- se creía que las víctimas de una desgracia recibían un castigo por sus pecados. Es una manera fácil de justificarse y acallar la conciencia. Pero Jesús da otra interpretación: las catástrofes, las desgracias no son un castigo divino. Jesús lo afirma sin equívoco alguno. No obstante, son, para todos, una invitación a la conversión. Todos nuestros males o los de nuestros vecinos son signos de la fragilidad humana; no hay que abandonarse a una seguridad engañosa... vamos hacia nuestro "fin"... es urgente tomar posición. La "revisión de vida" sobre los acontecimientos no tiene que llevarnos a juzgar a los demás -es demasiado fácil- sino a una conversión personal.
-Jesús añadió esa parábola: "Un hombre tenía una higuera plantada en su viña. Fue a buscar higos y no encontró. Entonces dijo al viñador: "Ya ves, tres años llevo viniendo a buscar fruto de esta higuera y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a agotar la tierra?" Siempre es cuestión de urgencia. ¿Soy una higuera estéril para Dios, para mis hermanos?
-Pero el viñador le contestó: "Señor, déjala todavía este año, entretanto yo cavaré y le echaré estiércol. Quizá dará fruto de ahora en adelante" Tenemos aquí un elemento capital de apreciación de los "signos de los tiempos": ¡la paciencia de Dios! La intercesión de ese viñador es una línea de conducta para nosotros. Tan necesario es no perder un minuto en trabajar para nuestra propia conversión como ser nosotros muy pacientes con los demás e interceder a favor de ellos. Tenemos siempre tendencia a juzgar a los demás demasiado aprisa y desconsideradamente. Jesús nos pone como ejemplo a ese viñador que no escatima sus energías: cava, pone abono. Seguramente Jesús, compartiendo la vida dura de los pobres cultivadores galileos, debió también hacer ese humilde trabajo en el cercado de su viña familiar. Contemplo a Jesús cavando la tierra de una higuera que no quería dar fruto. Todo un símbolo de Dios hacia nosotros. Jesús, hoy todavía, se porta así conmigo. Gracias, Señor.
-Si no, la cortas. "Un año" aún ante mí, para dar fruto... El Final de los tiempos se acerca... ha empezado.... ¡Señor, que sepa utilizar bien el tiempo que tú me das! (Noel Quesson).
En la segunda sección de la enseñanza dirigida a la multitud se presentan algunos con el ánimo de controvertir con hechos la propuesta de Jesús. Le dicen: algunos que como tú han exhortado al pueblo a cambiar los valores vigentes, han muerto a manos del imperio, perdiéndose con ellos todas sus aspiraciones. Jesús, entonces pone en evidencia la perspectiva de su mesianismo. Él no intenta en ningún momento y por ninguna excusa tomarse el poder por la vía de las armas. El no aspira siquiera a ocupar el lugar de Pilato o el del presidente del sanedrín. Pues, lo que él propone no es un remplazo de los dirigentes de las estructuras vigentes, sino un cambio de mentalidad que le lleve al ser humano a cambiar las condiciones sociales. Y, además, advierte a la multitud: no crean que esos hombres que murieron eran malos. Simplemente eligieron el camino equivocado; además, si la multitud toma ese camino, le va a ocurrir igual. Precisamente esto fue lo que ocurrió en el año 75 d.C. cuando algunos fanáticos nacionalistas se rebelaron contra Roma. Su mentalidad posesiva y opresora los llevó a interminables luchas internas que le facilitaron el triunfo a Roma. Jesús les advierte: no es el éxito armado lo que garantiza una victoria sobre el sistema vigente, sino el cambio de mentalidad en las personas y en la comunidad. De lo contrario, la violencia seguirá reproduciéndose y la guerra, entonces como ahora, será despiadada e interminable. Jesús llama al Pueblo de Dios para que no se convierta en una higuera estéril, sino que se transforme en un árbol que de abundantes frutos de solidaridad, justicia e igualdad. Por eso, advierte al pueblo que tiene un breve tiempo, en el que Dios espera que la higuera de los frutos que le corresponden. Terminado el tiempo, Dios decidirá qué hacer con ella. Así, el Pueblo tiene que entender que el tiempo no es indefinido, sino que debe comenzar aquí y ahora a cambiar su manera de pensar y a transformar su manera de actuar (servicio bíblico latinoamericano).
Tres años llevaba la higuera plantada en la viña sin dar fruto. Para qué esperar más, diríamos nosotros con el dueño de la viña. El número tres, entre los hebreos, indica sobre todo lo completo y definitivo, la plenitud, para los hebreos; si la higuera no ha dado fruto en este tiempo, será vano esperar. Y, sin embargo, el viñador pide un plazo más, un tiempo en el que va a dedicarle una especial atención: “cavarla alrededor, echarle estiércol, a ver si da fruto el próximo año”. Para cortarla siempre hay tiempo, pero ¿y si da fruto? La paciencia de Dios, como la del viñador, no tiene límite, es capaz de esperar toda la vida para que nos convirtamos al amor y le demos una respuesta de amor.
La paciencia de Dios contrasta con nuestra impaciencia. Queremos ver pronto los resultados, que todo se arregle en un instante, que se acabe de golpe con el mal. Y la vida no es así: se crece lentamente, se madura lentamente, no siempre se da el fruto deseado. Hay que saber, por tanto, adoptar una actitud de espera activa y positiva, como la de aquel viñador que dio un plazo más a la higuera y dejó abierta la puerta a la esperanza de una cosecha abundante de higos, haciendo mientras tanto lo que estaba de su parte: cavar y echar estiércol (servicio bíblico latinoamericano).
Como los amigos de Job, tenemos tendencia a pensar que los que reciben a nuestra vista grandes pruebas son los más culpables. Jesús rectifica esta presunción de penetrar los juicios divinos y de ver la paja en el ojo ajeno, mostrando una vez más, como lo hizo desde el principio de su predicación, que nadie puede creerse exento de pecado y por consiguiente que a todos es indispensable el arrepentimiento y la actitud de un corazón contrito delante de Dios.
El griego metanoeite es algo más que arrepentirse: pensar de otro modo. Equivale al "renunciarse". Cf. 9, 23: Y a todos les decía: "Si alguno quiere venir en pos de Mí, renúnciese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame.
La higuera estéril es la Sinagoga. Jesús le consiguió del Padre, al cabo de tres años de predicación desoída, el último plazo para arrepentirse (v. 5), que puede identificarse con el llamado tiempo de los Hechos de los Apóstoles, durante el cual, no obstante el deicidio, Dios le renovó, por boca de Pedro y Pablo, todas las promesas antiguas. Desechada también esta predicación apostólica, perdió Israel su elección definitivamente y S. Pablo pudo revelar a los gentiles, con las llamadas Epístolas de la cautividad, la plenitud del Misterio de la Iglesia. En sentido más amplio la higuera estéril es figura de todos los hombres que no dan los frutos de la fe, como se ve también en la Parábola de los talentos (Mt 25,14 ss.).
Recemos con humildad el Yo confieso ante Dios. Reconozcámonos pecadores diciendo con el Salmista: Reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado; contra ti, contra ti solo pequé; hice lo que tú detestas. Dios, por medio de su Hijo nos ofrece el perdón de nuestros pecados y la liberación de la muerte eterna, ¿aceptamos el don de Dios? Quien rechaza a Cristo, rechaza a Quien lo envió. Y puesto que no tenemos otro nombre en el cual podamos salvarnos, quien se aleja del Señor se está poniendo en riesgo de perecer aplastado por la torre de sus iniquidades. No basta creerse justo por acudir a la celebración en que ofrecemos al Padre Dios el Sacrificio del Memorial del Señor; aún estando junto al Altar, si no nos hemos convertido realmente al Señor, pereceremos víctimas de nuestras hipocresías. Dios quiere que nuestro corazón vuelva a Él para que sea renovado en la Sangre de Cristo. Dios quiere que nos manifestemos como hijos suyos con obras de bondad, de misericordia y de justicia; obras que broten de nuestra permanencia en Él por medio de una fe sincera. Dios se manifiesta con mucha paciencia hacia nosotros; ojalá escuchemos hoy su voz y no continuemos endureciendo ante Él nuestro corazón; no sea que después sea demasiado tarde.
Hoy nos hemos acercado al Monte Santo, que es Cristo, no sólo para ofrecer al Padre Dios el Memorial de su Muerte y Resurrección, sino para ofrecernos, junto con Él como un sacrificio de suave aroma a Dios. Nos reconocemos pecadores; pero al mismo tiempo tenemos la disposición de vivir una constante conversión de nuestros pecados, caminando sin desfallecer hacia la casa paterna, para encontrarnos con el Padre Misericordioso, que siempre está dispuesto a perdonarnos y a revestirnos de su propio Hijo, Cristo Jesús. La celebración de esta Eucaristía, efectivamente nos une a Cristo para que de Él recibamos la Vida nueva que hemos de manifestar en nuestro comportamiento diario. Vivamos, pues, conforme al Espíritu de Cristo que hemos recibido.
Quienes hemos entrado en comunión de Vida con Jesús, no podemos vivir ociosos. Hemos sido llamados a participar de la Vida Divina para dar frutos de buenas obras. Quien vive en la esterilidad, sin trabajar por el amor fraterno, ni por la paz, ni por la justicia; quien no se preocupa de colaborar para dar solución al hambre y a la pobreza de millones de seres humanos, por más que diga que es cristiano, estaría manifestando con su mala vida, con sus desprecios a los demás, con su cerrazón impidiendo a la Palabra de Dios dar fruto desde su vida, que no está cerca, sino lejos de ser un verdadero hombre que haya depositado su fe en Cristo.
Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda vivir nuestra fe no sólo llamándolo Señor, Señor, sino haciendo en todo su Voluntad en nosotros. Amén (www.homiliacatolica.com).
“Convertirse” significa, en el lenguaje del Evangelio, mudar de actitud interior, y también de estilo externo. Es una de las palabras más usadas en el Evangelio. Recordemos que, antes de la venida del Señor Jesús, san Juan Bautista resumía su predicación con la misma expresión: «Predicaba un bautismo de conversión» (Mc 1,4). Y, enseguida, la predicación de Jesús se resume con estas palabras: «Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15). Esta lectura de hoy tiene, sin embargo, características propias, que piden atención fiel y respuesta consecuente. Se puede decir que la primera parte, con ambas referencias históricas (la sangre derramada por Pilato y la torre derrumbada), contiene una amenaza. ¡Imposible llamarla de otro modo!: lamentamos las dos desgracias —entonces sentidas y lloradas— pero Jesucristo, muy seriamente, nos dice a todos: —Si no cambiáis de vida, «todos pereceréis del mismo modo» (Lc 13,5). Esto nos muestra dos cosas. Primero, la absoluta seriedad del compromiso cristiano. Y, segundo: de no respetarlo como Dios quiere, la posibilidad de una muerte, no en este mundo, sino mucho peor, en el otro: la eterna perdición. Las dos muertes de nuestro texto no son más que figuras de otra muerte, sin comparación con la primera. Cada uno sabrá cómo esta exigencia de cambio se le presenta. Ninguno queda excluido. Si esto nos inquieta, la segunda parte nos consuela. El “viñador”, que es Jesús, pide al dueño de la viña, su Padre, que espere un año todavía. Y entretanto, él hará todo lo posible (y lo imposible, muriendo por nosotros) para que la viña dé fruto. Es decir, ¡cambiemos de vida! Éste es el mensaje de la Cuaresma. Tomémoslo entonces en serio. Los santos —san Ignacio, por ejemplo, aunque tarde en su vida— por gracia de Dios cambian y nos animan a cambiar (Cardenal Jorge Mejía).Lluciá Pou

jueves, 20 de octubre de 2011

Viernes de la 29ª semana. ¿Quién me librará de este cuerpo presa de la muerte? Junto al pecado está la gracia, con Jesús que nos acompaña siempre haci

Viernes de la 29ª semana. ¿Quién me librará de este cuerpo presa de la muerte? Junto al pecado está la gracia, con Jesús que nos acompaña siempre hacia la victoria, la salvación

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 7,18-25a. Hermanos: Sé muy bien que no es bueno eso que habita en mi, es decir, en mi carne; porque el querer lo bueno lo tengo a mano, pero el hacerlo, no. El bien que quiero hacer no lo hago; el mal que no quiero hacer, eso es lo que hago. Entonces, si hago precisamente lo que no quiero, señal que no soy yo el que actúa, sino el pecado que habita en mi. Cuando quiero hacer lo bueno, me encuentro inevitablemente con lo malo en las manos. En mi interior me complazco en la ley de Dios, pero percibo en mi cuerpo un principio diferente que guerrea contra la ley que aprueba mi razón, y me hace prisionero de la ley del pecado que está en mi cuerpo. ¡Desgraciado de mi! ¿Quién me librará de este cuerpo presa de la muerte? Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, y le doy gracias.

Salmo 118,66.68.76.77.93.94. R. Instrúyeme, Señor, en tus leyes.
Enséñame a gustar y a comprender, porque me fío de tus mandatos.
Tú eres bueno y haces el bien; instrúyeme en tus leyes.
Que tu bondad me consuele, según la promesa hecha a tu siervo.
Cuando me alcance tu compasión, viviré, y mis delicias serán tu voluntad.
Jamás olvidaré tus decretos, pues con ellos me diste vida. R. Soy tuyo, sálvame, que yo consulto tus leyes.

Lectura del santo evangelio según san Lucas 12,54-59. En aquel tiempo, decía Jesús a la gente: -«Cuando veis subir una nube por el poniente, decís en seguida: "Chaparrón tenemos", y así sucede. Cuando sopla el sur, decís: "Va a hacer bochorno", y lo hace. Hipócritas: si sabéis interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no sabéis interpretar el tiempo presente? ¿Cómo no sabéis juzgar vosotros mismos lo que se debe hacer? Cuando te diriges al tribunal con el que te pone pleito, haz lo posible por llegar a un acuerdo con él, mientras vais de camino; no sea que te arrastre ante el juez, y el juez te entregue al guardia, y el guardia te meta en la cárcel. Te digo que no saldrás de allí hasta que no pagues el último céntimo. »

Comentario: 1.- Rm 7,18-25a. Romanos 7,18-25. La teoría es muy hermosa, y Pablo la había expuesto con entusiasmo: por el Bautismo hemos sido introducidos en la esfera de Cristo, lo cual supone ser libres del pecado. Pero la práctica es distinta. La lucha continúa, y Pablo la describe dramáticamente en sí mismo: "el bien que quiero hacer no lo hago, y el mal que no quiero hacer, eso es lo que hago". Es como un análisis psiquiátrico de su propia existencia. Al final, a modo de grito muy sincero, exclama: "¿quién me librará de este ser mío presa de la muerte?". La respuesta viene tajante: "Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, y le doy gracias". La tesis que ha repetido en toda la carta -y en la de los Gálatas- aparece ahora aplicada a sí mismo: no podrá liberarse del pecado por sus solas fuerzas, sino por la gracia de Dios. Es también nuestra historia. Todos sabemos lo que nos cuesta hacer, a lo largo del día, el bien que la cabeza y el corazón nos dicen que tenemos que hacer: situar a Dios en el centro de la vida, amar a los hermanos, incluso a los enemigos, vivir en esperanza, dominar nuestros bajos instintos... Solemos saber muy bien qué tenemos que hacer. Pero, cuando nos encontramos en la encrucijada, tendemos a elegir el camino más fácil, no necesariamente el más conforme a la voluntad de Dios. Sentimos en nosotros esa doble fuerza de que habla Pablo: la ley del pecado, que contrarresta la atracción de la ley de la gracia. Hagamos nuestro el grito de confianza: nosotros somos débiles y el "mal habita en nosotros", pero Dios nos concede su gracia por medio de Cristo Jesús. La Eucaristía, entre otros medios de su gracia, nos ofrece en comunión al que "quita el pecado del mundo". En la página que vamos a meditar hallaremos la más dramática descripción de la «condición humana»: el hombre es un ser dividido, que aspira al bien y que hace el mal.
-Bien sé yo que nada bueno habita en mí, es decir, en mi naturaleza carnal. En efecto, soy capaz de querer el bien, pero no soy capaz de cumplirlo. El mal está pegado a nuestro ser, «habita» en nosotros. Así, incluso antes de que el hombre tome una decisión, el mal está ya en él. Más que una simple solicitación «exterior» la tentación es interior, está «en el corazón» de mí mismo. Es siempre un error y es superficial, acusar a los demás, al mundo, para justificar o excusar las propias caídas: el mal es mucho más radical que todo esto, «habita» en el hondón de nuestra conciencia que está falseada. Es un mal anterior a nuestra decisión, un mal «original».
-No hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. ¡Cuán verdadero es este análisis de la debilidad humana! ¿Quién de nosotros no ha hecho esta experiencia? Es la impotencia radical de toda voluntad sin la ayuda de la gracia. Sé muy bien lo que «tendría que hacer»... ¡Bien quisiera hacerlo!... Y no lo logro.
-Simpatizo con la Ley de Dios, en tanto que hombre razonable, pero advierto otra ley en mis miembros, que lucha contra la ley de mi inteligencia y me encadena a la ley del pecado. El pecado es la verdadera «alienación del hombre»: el mal aliena al hombre comprometiéndolo a un destino que contradice sus aspiraciones profundas y la vocación a la que Dios le llama. El pecado es destructor del hombre. Y lo más sorprendente es que nos damos perfecta cuenta de ello. Nuestra inteligencia, nuestra razón están de acuerdo con Dios. Y esto es lo mejor de nosotros mismos. Este es nuestro verdadero ser. Señor, mira en mí esta parte de mí mismo que simpatiza contigo, y que está de acuerdo con tu ley. Pero hay otro lado de mi ser que está «encadenado» al pecado, dice san Pablo. Y san Pablo no se coloca fuera de esta constatación. Por el contrario, habla en primera persona: «Yo simpatizo... pero yo advierto... que me encadena...» ¡Qué confesión personal más conmovedora! ¿Por qué hemos sido hechos así, Señor? ¿Por qué esa «lucha» en el fondo de nuestro ser? ¿Por que hay en nosotros lo mejor y lo peor?
-¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? Hay que repetir esta oración. Porque es en verdad una oración. Podemos repetirla con san Pablo. Y darle todo el contenido de nuestras debilidades y de nuestra indigencia.
-Por esta liberación, gracias sean dadas a Dios por Jesucristo, nuestro Señor. Acción de gracias. Alegría. ¡Que mi debilidad termine siempre con ese grito de confianza! El optimismo fundamental de san Pablo no es ingenuo, irreal. Es la conclusión de un análisis riguroso de la impotencia del hombre para salvarse. En el momento mismo en que corremos peligro de salvarnos, «la mano de Dios viene a asirnos y nos salva» (Noel Quesson).
2. Sal. 118. La Ley del Señor es perfecta y reconforta el alma. Dios no nos dio en la Ley una trampa para que pecáramos y nos condenáramos. Quien ama al Señor cumple con amor sus mandamientos. Así, la Ley nos conduce hacia Dios para que, uniéndonos a Él, en Él tengamos la salvación. En el corazón del creyente, que es fiel a la voluntad del Señor, habita la Trinidad Santísima, pues lo ve como al Hijo amado en quien el Padre se complace. Que Dios nos conceda vivir intensamente, de un modo especial, el precepto del amor, en el que se resumen la Ley y los profetas.
3.- Lc 12,54-59. Con un ejemplo tomado de la naturaleza y de la sabiduría popular, Cristo se queja de la poca vista de sus contemporáneos: no ven o no quieren ver que han llegado ya los tiempos mesiánicos. Los hombres del campo y del mar, mirando el color y la forma de las nubes y la dirección del viento, tienen un arte especial, a veces mejor que los meteorólogos de profesión, para conocer el tiempo que va a hacer. Pero los judíos no tenían vista para "interpretar el tiempo presente" y reconocer en Jesús al Enviado de Dios, a pesar de los signos milagrosos que les hacía. Jesús les llama "hipócritas": porque sí que han visto, pero no quieren creer. Otra recomendación se refiere a los dos adversarios que se ponen de acuerdo entre ellos, antes de ir a los tribunales, que se ve que sería peor para los dos. También eso es tener buena vista y ser previsores.
La ofuscación no era exclusiva de los contemporáneos de Jesús. Hay algunos -¿nosotros mismos?- muy hábiles en algunas cosas y necios y ciegos para las importantes. Espabilados para lo humano y obtusos para lo espiritual. Cuando Jesús se queja de esta ceguera voluntaria, emplea la palabra "kairós" para designar "el tiempo presente". "Kairós" significa tiempo oportuno, ocasión de gracia, momento privilegiado que, si se deja escapar, ya no vuelve. Nosotros ya reconocemos en Jesús al Mesías. Pero seguimos, tal vez, sin reconocer su presencia en tantos "signos de los tiempos" y en tantas personas y acontecimientos que nos rodean, y que, si tuviéramos bien la vista de la fe, serían para nosotros otras tantas voces de Dios. El Concilio invitó a la iglesia a que supiera interpretar los signos de los tiempos (GS 4). Nos daría más ánimos y nos interpelaría saludablemente si supiéramos ver como "voces de Dios" y signos de su presencia en este mundo, por ejemplo, las ansias de libertad que tienen los pueblos, la solidaridad con los más injustamente tratados, la defensa de los valores ecológicos de la naturaleza, el respeto a los derechos humanos, la revalorización de la mujer en la sociedad y de los laicos en la Iglesia... Podríamos preguntarnos hoy si tenemos una "visión cristiana" de la historia, de los tiempos, de los grandes hechos de la humanidad y de la Iglesia, viendo en todo un "kairós", una ocasión de crecimiento en nuestra fe (J. Aldazábal).
-Cuando véis subir una nube por el poniente decís enseguida: "Tendremos lluvia", y así sucede. Cuando sopla el viento sur decís: "Hará calor", y así sucede. Por medio de esas palabras, Jesús reprocha a sus conciudadanos no saber interpretar los "signos de los tiempos", cuando son perfectamente capaces de interpretar los signos metereológicos. La Iglesia contemporánea cuida especialmente de ser fiel a esa invitación de Jesús. En el Concilio Vaticano II decía: "Es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda la Iglesia responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y futura... Es necesario, por ello, conocer y comprender el mundo en que vivimos, sus esperanzas, sus aspiraciones y el rasgo dramático que con frecuencia le caracteriza.
-¡Hipócritas! si sabéis interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo es que no sabéis interpretar el "momento presente"? Analizando el estado actual del mundo, "el momento presente", el Concilio ha reconocido algunos "signos de los tiempos" esenciales. He ahí algunos: - la solidaridad creciente de los pueblos (A.S.,14) - el ecumenismo (D: Ecum. 4) - la preocupación por la libertad religiosa (L.R.15) - la necesidad del apostolado de los laicos (A.L.I). "Movido por la fe que le impulsa a creer que quien le conduce es el Espíritu del Señor, que llena el universo, el pueblo de Dios se esfuerza en discernir en los acontecimientos, las exigencias y los deseos que le son comunes con los demás hombres de nuestro tiempo y cuáles son en ellos las señales de la presencia o de los designios de Dios" (G.S. 11). "¡Darnos cuenta" del momento en que nos encontramos! Dios conduce la historia, Dios sigue actuando HOY. Más que dolernos añorando la Iglesia del pasado... Más que evadirnos soñando la Iglesia de mañana... Es preciso, según la invitación de Jesús, "darnos cuenta del momento en que nos encontramos". Sus contemporáneos en la Palestina de aquella época no supieron aprovechar la actualidad prodigiosa del tiempo excepcional que estaban viviendo. ¿Y nosotros? La finalidad de la "revisión de vida" es tratar, humildemente de "reconocer" la acción de Dios en los acontecimientos, en nuestras vidas... para "encontrarlo" y participar en esa acción de Dios... a fin de "revelarlo", en cuanto fuere posible, a los que lo ignoran. Señor, ayúdanos a vivir los menores acontecimientos de nuestras vidas, como los mayores, a ese nivel. Reconocer participar, revelar tu obra actual.
-Y ¿por qué no juzgáis vosotros mismos lo que se debe hacer? El tiempo en el que "yo" estoy viviendo es el único verdaderamente decisivo para mí. "Juzgad vosotros mismos"... Nadie, nadie más que yo puede ponerse en mi lugar para la opción fundamental. No puedo apoyarme en el juicio de los demás... si bien no es inútil que el suyo me dé alguna luz. La breve parábola siguiente nos repetirá la urgencia de esa toma de posición.
-"Cuando vas con tu contrincante a ver al magistrado, haz lo posible para librarte de él mientras vais de camino; no sea que te arrastre ante el juez, y el juez te entregue al alguacil, y el alguacil te meta en la cárcel..." En Mateo, esa misma parábola (Mt 5,25) servía para insistir sobre el deber de la caridad fraterna. Lucas coloca esa parábola en una serie de consejos de Jesús sobre la urgencia de la conversión: no hay que dejar para mañana la "toma de posición", el discernimiento de los "signos de los tiempos" (Noel Quesson).
Si conociendo las Escrituras percibimos que en Jesús se están cumpliendo lo que del Mesías anunció Dios por medio de la Ley y los Profetas, ¿Habrá razón para rechazarlo? ¿Habrá razón para seguir esperando otro Mesías? Nosotros decimos creer en Él, ¿Somos sinceros en nuestra fe? o ¿Actuamos con hipocresía de tal forma que, a pesar de nuestros rezos, vivimos como si no conociéramos a Dios y a su Hijo, enviado a nosotros como Salvador? No podemos llamarnos realmente hombres de fe en Cristo cuando, según nosotros, vivimos en paz con el Señor, pero vivimos como enemigos con nuestro prójimo. Si al final llegamos ante el Señor divididos por discordias y egoísmos, en lugar de Vida encontraremos muerte; en lugar de una vida libre de toda atadura de pecado y de muerte, estaremos encarcelados y sin esperanzas de la salvación, que Dios concede a quienes aman a su prójimo como Cristo nos ha amado a nosotros (www.homiliacatolica.com).
Los signos de los tiempos: Desde siempre los hombres se han interesado por el tiempo y por el clima, especialmente los agricultores y los marinos, para tener un pronóstico en razón de sus tareas. En Lc 12,54-59, Jesús advierte a los hombres que saben prever el clima, pero no saben discernir las señales abundantes y claras que Dios envía para que conozcan que ha llegado el Mesías. El Señor sigue pasando cerca de nuestra vida, con suficientes referencias, y cabe el peligro de que en alguna ocasión no lo reconozcamos. Se hace presente en la enfermedad o en la tribulación, en las personas con las que trabajamos o en las que forman nuestra familia, en las buenas noticias esperando que le demos las gracias. Nuestra vida sería bien distinta si fuéramos más conscientes de la presencia divina y desaparecería la rutina, el malhumor, las penas y las tristezas porque viviríamos más confiados de la Providencia divina. La fe se hace más penetrante cuanto mejores son las disposiciones de la voluntad. Cuando no se está dispuesto a cortar con una mala situación, cuando no se busca con rectitud de intención sólo la gloria de Dios, la conciencia se puede oscurecer y quedarse sin luz para entender incluso lo que parece evidente. Si la voluntad no se orienta a Dios, la inteligencia encontrará muchas dificultades en el camino de la fe, de la obediencia o de la entrega al Señor (J. Piepper, La fe, hoy). La limpieza de corazón, la humildad y la rectitud de intención son importantes para ver a Jesús que nos visita con frecuencia. Rectifiquemos muchas veces la intención: ¡para Dios toda la gloria! Todos vamos por el camino de la vida hacia el juicio. Aprovechemos ahora para olvidar agravios y rencores, por pequeños que sean, mientras queda algo de trayecto por recorrer. Descubramos los signos que nos señalan la presencia de Dios en nuestra vida. Luego, cuando llegue la hora del juicio, será ya demasiado tarde para poner remedio. Este es el tiempo oportuno de rectificar, de merecer, de amar, de reparar, de pagar deudas de gratitud, de perdón, incluso de justicia. A la vez, hemos de ayudar a otros que nos acompañan en el camino de la vida a interpretar esas huellas que señalan el paso del Señor cerca de su familia, de su trabajo... Hemos de saber descubrir a Jesús, Señor de la historia, presente en el mundo, en medio de los grandes acontecimientos de la humanidad, y en los pequeños sucesos de los días sin relieve. Entonces sabremos darlo a conocer a los demás (Francisco Fernández Carvajal).Llucia Pou

miércoles, 19 de octubre de 2011

Jueves de la 29ª semana de Tiempo Ordinario. En Jesús hemos sido emancipados del pecado, hechos siervos del amor

Jueves de la 29ª semana de Tiempo Ordinario. En Jesús hemos sido emancipados del pecado, hechos siervos del amor

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 6,19-23. Hermanos: Uso un lenguaje corriente, adaptándome a vuestra debilidad, propia de hombres; quiero decir esto: si antes cedisteis vuestros miembros como esclavos a la inmoralidad y al desorden, para el desorden total, ponedlos ahora al servicio de la justicia para vuestra santificación. Cuando erais esclavos del pecado, la justicia no os gobernaba. ¿Qué frutos dabais entonces? Frutos de los que ahora os avergonzáis, porque acaban en la muerte. Ahora, en cambio, emancipados del pecado y hechos esclavos de Dios, producís frutos que llevan a la santidad y acaban en vida eterna. Porque el pecado paga con muerte, mientras que Dios regala vida eterna por medio de Cristo Jesús, Señor nuestro.

Salmo 1,1-2.3.4 y 6. R. Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor.
Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni entra por la senda de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los cínicos; sino que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche.
Será como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas; y cuanto emprende tiene buen fin.
No así los impíos, no así; serán paja que arrebata el viento. Porque el Señor protege el camino de los justos, pero el camino de los impíos acaba mal.

Lectura del santo evangelio según san Lucas 12,49-53. En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: -«He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres Contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.»

Comentario: 1.- Rm 6,19-23. Sigue Pablo con el tema de ayer: por el Bautismo hemos sido liberados del pecado. La comparación con la esclavitud le parece muy idónea para estimularnos a cambiar nuestra vida. "Antes" toda nuestra persona, incluido el cuerpo, era esclava "de la impureza y de la maldad". "Ahora, en cambio", liberados del pecado, en todo caso somos "esclavos de Dios", que "nos regala vida eterna por medio de Cristo Jesús". Antes "hacíamos el mal" y los frutos de esa esclavitud nos llevaban a la muerte, porque el pecado paga con la muerte. Ahora, entregados a Dios, "producimos frutos que llevan a la santidad y acaban en vida eterna".
Nosotros hemos creído y pertenecemos "al Dios libertador". Nuestra fe cristiana es libertad interior, victoria sobre el mal y sus instintos. A eso conduce nuestra unión con Cristo, que es el que ha vencido al mal y al pecado con su entrega de la cruz. Una de las actitudes que más hemos de aprender de Cristo es su libertad. Cuando él estaba delante de Pilato, él era mucho más libre que Pilato, a pesar de que sus manos estuvieran atadas. Podemos detenernos a pensar un momento si en verdad somos libres: en nuestro cuerpo, en las costumbres, en nuestra actitud ante las modas y tendencias del mundo. Si somos dueños de nuestras pasiones, de nuestros defectos, de nuestros sentimientos (de odio o de excesivo afecto). A veces nos rodean tentaciones de fuera. Otras, no hace falta que nos tiente nadie, porque nosotros mismos nos las arreglamos para hacernos el camino difícil. Es adulto aquél que es libre. Es maduro aquél que no se deja llevar como una veleta o como un niño por el último que habla, sino que ha robustecido sus convicciones y las sigue libremente.
San Pablo tiene conciencia de no llegar a expresar totalmente lo que siente: «os hablo un lenguaje muy humano en atención a vuestra debilidad»... Ha empleado la imagen de la esclavitud para hablar de la «sumisión a Dios»... de la «docilidad a las inspiraciones del Espíritu». Pablo sabe muy bien que no es éste el lenguaje conveniente. Ningún lenguaje humano puede traducir perfectamente la relación del hombre con Dios. En la página que meditamos HOY, Pablo juega con la oposición entre «esclavo» y «libre». ¡El cristiano es un hombre libre! -En otros tiempos ofrecisteis vuestros miembros como esclavos a la impureza y llegasteis al desorden... Cuando erais esclavos del pecado, ¿qué frutos cosechasteis? Aquellas cosas que ahora os avergüenzan, pues su fin es la muerte. Antes de su bautismo, los destinatarios de esta Carta habían vivido como paganos. Pablo apela a sus recuerdos. ¡Acordaos de vuestros pecados! ¿Erais verdaderamente dichosos? ¿Os avergonzáis de vosotros mismos evocando vuestros pecados? La invitación de san Pablo es válida también para nosotros incluso si fuimos bautizados al nacer. Tenemos también la experiencia de esa «esclavitud». Debemos detenernos a reflexionar sobre nuestros pecados, a sentirlos como límites de nuestra libertad. No por morosidad, sino para desear tanto más la «liberación» que Cristo propone. -Ahora pues, haced de vuestros miembros esclavos de la justicia para llegar a la santidad.
La experiencia del pecado no lleva a san Pablo hasta el pesimismo, es el medio pedagógico de conducir al pecador a la santidad. Nadie puede salir del pecado si se complace en él. Hay que sentir la «náusea» de esta mala vida para desear salir de ella.
-Libres del pecado y esclavos de Dios fructificáis para la santidad; y el fin es la vida eterna. Notemos la equivalencia establecida por san Pablo: esclavos de la justicia=esclavos de Dios. Dios, el ser Justo por excelencia. Dios, el ser Perfecto. Dios el ser Santo. Someterse a Dios es ser libre, porque es someterse a la perfección. «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto». Señor, Tú lo sabes, la santidad da miedo a muchos hombres, porque al ver las «vidas de santos» la imaginan como excepcional. Y, sin embargo, Tú quieres que seamos santos, como Tú eres Santo. Concédenos realizar modestamente, cotidianamente, el máximo de perfección. Tratar de hacer «lo mejor posible» las cosas más pequeñas.
-Porque el salario del pecado es la muerte; pero el don de Dios es la vida eterna, en Cristo Jesús. Pecado=esclavitud=muerte... Justicia=libertad=vida=Dios... San Pablo evita hablar de «salario» para la vida eterna, cuando uno lo expresaría en la frase: la vida eterna es un «don» (Noel Quesson).
2. Sal. 1. Pongámonos en manos de Dios y tendremos vida. Alejémonos del camino de la maldad, que nos lleva a la muerte. Quien une su vida a Dios y es fiel a sus mandatos, no puede andar en malos pasos. El participar de la Vida de Dios nos ha de llevar a amar a nuestro prójimo. Hundidas las raíces de nuestra vida en Dios hemos de dar frutos de santidad, de justicia, de bondad, de misericordia, de solidaridad con los que sufren. Si vivimos sumergidos en Cristo, desde nuestro bautismo en Él, no podemos marchitarnos de tal forma que dejemos de producir los frutos de las buenas obras que proceden de Él, pues, así, estaríamos a un paso de convertirnos en malvados por perder nuestra relación, nuestra unión, nuestra comunión con el Señor. Unidos a Cristo no nos quedemos como las plantas estériles; no hagamos ineficaz en nosotros la fecundidad del Espíritu de Cristo al entristecerlo con una vida pecaminosa o cobarde. Una vez más el salmo 1 nos sirve de pauta para evaluar nuestra conducta. El camino del justo conduce a la vida. El del impío, a la perdición: "dichoso el que no sigue el consejo de los impíos, sino que su gozo es la ley del Señor".
3.- Lc 12,49-53 (ver domingo 20C). Jesús hace hoy unas afirmaciones que pueden parecernos un tanto paradójicas: desea prender fuego a la tierra y pasar por el bautismo de su muerte; no ha venido a traer paz, sino división. El fuego del que habla aquí Cristo no es, ciertamente, el fuego destructor de un bosque o de una ciudad, no es el fuego que Santiago y Juan querían hacer bajar del cielo contra los samaritanos, no es tampoco el fuego del juicio y del castigo de Dios, como solía ser en los profetas del AT. Está diciendo con esta imagen tan expresiva que tiene dentro un ardiente deseo de llevar a cabo su misión y comunicar a toda la humanidad su amor, su alegría, su Espíritu. El Espíritu que, precisamente en forma de lenguas de fuego, descendió el día de Pentecostés sobre la primera comunidad. Lo mismo pasa con la paz y la división. La paz es un gran bien y fruto del Espíritu. Pero no puede identificarse con una tranquilidad a cualquier precio. Cristo es -ya lo dijo el anciano Simeón en el Templo- "signo de contradicción": optar por él puede traer división en una familia o en un grupo humano.
A veces son las paradojas las que mejor nos transmiten un pensamiento, precisamente por su exageración y por su sentido sorprendente a primera vista. El Bautista anunció, refiriéndose a Jesús: "yo os bautizo con agua, pero viene el que es más fuerte que yo: él os bautizará en Espíritu Santo y fuego" (Lc 3,16). El fuego con el que Jesús quiere incendiar el mundo es su luz, su vida, su Espíritu. Ése es el Bautismo al que aquí se refiere: pasar, a través de la muerte, a la nueva existencia e inaugurar así definitivamente el Reino. Ésa es también la "división", porque la opción que cada uno haga, aceptándole o no, crea situaciones de contradicción en una familia o en un grupo. Decir que no ha venido a traer la paz no es que Jesús sea violento. Él mismo nos dirá: "mi paz os dejo, mi paz os doy". La paz que él no quiere es la falsa: no quiere ánimos demasiado tranquilos y mortecinos. No se puede quedar uno neutral ante él y su mensaje. El evangelio es un programa para fuertes, y compromete. Si el Papa o los Obispos o un cristiano cualquiera sólo hablara de lo que gusta a la gente, les dejarían en paz. Serían aplaudidos por todos. ¿Pero es ése el fuego que Jesús ha venido a traer a la tierra, la evangelización que nos ha encargado? Jesús aparece manso y humilde de corazón, pero lleva dentro un fuego que le hace caminar hacia el cumplimiento de su misión y quiere que todos se enteren y se decidan a seguirle. Jesús es humilde, pero apasionado. No es el Cristo acaramelado y dulzón que a veces nos han presentado. Ama al Padre y a la humanidad, y por eso sube decidido a Jerusalén, a entregarse por el bien de todos. ¿Nos hemos dejado nosotros contagiar ese fuego? Cuando los dos discípulos de Emaús reconocieron finalmente a Jesús, en la fracción del pan, se decían: "¿no ardía nuestro corazón cuando nos explicaba las Escrituras?". La Eucaristía que celebramos y la Palabra que escuchamos, ¿nos calientan en ese amor que consume a Cristo, o nos dejan apáticos y perezosos, en la rutina y frialdad de siempre? Su evangelio, que a veces compara con la semilla o con la luz o la vida, es también fuego (J. Aldazábal).
-He venido a traer fuego a la tierra... Reconsiderando esa hermosa imagen de Jesús, un himno de comunión canta: "Mendigo del fuego yo te tomo en mis manos como en la mano se toma la tea para el invierno... Y Tú pasas a ser el incendio que abrasa el mundo..." En toda la Biblia, el fuego es símbolo de Dios; en la zarza ardiendo encontrada por Moisés, en el fuego o rayo de la tempestad en el Sinaí, en los sacrificios del Templo, donde las víctimas eran pasadas por el fuego, como símbolo del juicio final que purificará todas las cosas: - Jesús se compara al que lleva en su mano el bieldo para aventar la paja y echarla al fuego (Mt 3,12). - Habla del fuego que quemará la cizaña improductiva (Mt 13,40). - Pero Jesús rehúsa hacer bajar fuego del cielo sobre los samaritanos (Lc 9,54). - La Iglesia, en lo sucesivo, vive del "fuego del Espíritu" descendido en Pentecostés (Hch 2,3). - Ese fuego ardía en el corazón de los peregrinos de Emaús cuando escuchaban al Resucitado sin reconocerlo... (Lc 24,32).
-¡Y otra cosa no quiero sino que baya prendido! Cuando Jesús, en las páginas precedentes nos recomendaba que nos mantuviéramos en vela y en actitud de servicio, nos invitaba a una disponibilidad constante a la voluntad de Dios. El mismo Jesús dio ejemplo de esa disponibilidad, de ese deseo ardiente de hacer venir el Reino de Dios. No hay que estar durmiendo... "¡Cómo quisiera que el fuego haya prendido y esté ardiendo!" Hay que despegarse de la banalidad de la existencia, hay que "arder"... en el seno mismo de las banalidades cotidianas. -Tengo que recibir un bautismo, y ¡cuán angustiado estoy hasta que se cumpla! La renovación del mundo por el Fuego de Dios, la purificación de la humanidad, son como una obsesión para Jesús. Sabe que para ello tendrá que ser sumergido -bautizado- en el sufrimiento de la muerte, que será vapuleado como las olas del mar vapulean a un ahogado. Este pensamiento le llena de angustia. La salvación del mundo... la Purificación, la redención de los hombres... no se han llevado a cabo sin esfuerzo, ni sin sufrimientos inmensos. No lo olvidemos nunca. ¿Cómo podría extrañarnos que eso nos cueste, puesto que ha costado tan caro a Jesús? Señor, danos la gracia de participar a tu bautismo.
-¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? Os digo que no, sino división. El Mesías era esperado como Príncipe de la Paz (Is 9,5; Zac 9,10; Lc 2,14; Ef 2-14). La paz es uno de los más grandes beneficios que el hombre desea; aquel sin el cual todos los demás son ilusorios y frágiles. Los Hebreos se saludaban deseándose la paz: "Shalom". Jesús despedía a los pecadores y pecadoras con esa frase llena de sentido: "Vete en paz" (Lc 7,50; 8,48; 10,5-9). Y sus discípulos tenían que desear la "paz" a las casas donde entraban. Pero... Ese saludo, esa paz nueva, viene a trastornar la paz de este mundo. No es una paz fácil, sin dificultades: es una paz que hay que construir en la dificultad.
-Porque de ahora en adelante una familia de cinco estará dividida: Tres contra dos, y dos contra tres... El padre contra el hijo, y el hijo contra el padre... La madre contra la hija, y la hija contra la madre... Vemos cada día en muchas familias ese tipo de conflictos que anuncia Jesús. Llegará un día en que habrá que decidirse, por, o contra Jesús; y en el interior de una misma familia, la separación, la división resulta dolorosa... Te ruego, Señor, por las familias divididas por ti: ¡cuán seria es esa toma de posición que Tú exiges! ineluctable, inevitable, necesaria (Noel Quesson).
En el evangelio se encuentra un episodio dedicado al bautismo de Jesús (Lc 3, 21). Él acude al llamado de Juan a la orilla del Jordán y, como el pueblo, se hace bautizar. Para todos él era, simplemente, el hijo de José (Lc 3, 23). Allí Jesús comienza su camino. Se fue sumergido en las aguas del Jordán... como para iniciar un nuevo estilo de vida. Esa opción que Jesús toma se le va mostrar paulatinamente como una inserción en la vida del pueblo, a través de su acción con los discípulos, los enfermos, los marginados, las mujeres y todo el pueblo que se congrega alrededor de su persona y de su palabra. El evangelista nuevamente conecta el tema del bautismo de Jesús con la instrucción que le dirige a los discípulos y discípulas. Pues, las exigencias que él plantea no son condiciones de un contrato, sino parte del testimonio que ofrece a sus seguidores. Jesús, primero se ha insertado en las condiciones del pueblo, en sus conflictos y ha afrontado con decisión muchas ambigüedades. Ahora, muestra cómo el bautismo que un día recibió se hace vida en su trabajo de promoción del Reino. De modo que el sacramento no quedó estancado en las aguas, sino que ha fluido como un río dando vida a todos los que encuentra a su paso. Este testimonio es una invitación a los discípulos para que afronten, desde la coherencia de vida, los conflictos y ambigüedades que la lucha por el Reino les depara. Los cristianos tienen que ser fuego que purifica y luz que ilumina las tinieblas en que la corrupción y la injusticia envuelven al mudo. Deben ser muy entusiastas de su trabajo y convencidos de su misión. No rehuir el inevitable conflicto que se genera en las familias y en las comunidades. Pues, el Espíritu de Dios los llama a dar un testimonio a favor de Dios y en contra de todas las opresiones, incluso de aquellas que anidan al interior de sus propias familias. Los cristianos inevitablemente también afrontarán las interminables ambigüedades de la naturaleza humana, que experimentarán en sí mismos y en todos los hermanos. Pero lo harán no desde la debilidad de la consciencias, sino desde el Espíritu de fortaleza que Dios nos da. Esta reflexión nos hace tomar conciencia de que nuestro bautismo no queda estancado en las aguas del pasado, sino que fluye como agua vivificadora de todos los proyectos de humanización (servicio bíblico latinoamericano).
La secuencia relativa a la instrucción de los discípulos concluye con una serie de sentencias: «Fuego he venido a lanzar sobre la tierra, y ¡qué más quiero si ya ha prendido!» (12,49). El fuego que trae Jesús no es un fuego destructor ni de juicio (contra la expectación de Juan Bautista, cf. 3,9.16.17), sino el fuego del Espíritu (cf. Hch 2,3), fuerza de vida que él infunde en la historia y que causa división entre los hombres. La reacción de la sociedad no se hará esperar: «Pero tengo que ser sumergido por las aguas y no veo la hora de que eso se cumpla» (Lc 12,50). La sociedad reaccionará dándole muerte («ser sumergido por las aguas»), pero él sabe muy bien que la plena efusión del Espíritu será fruto de su muerte, llevando a término así su obra (cf. 23,46 y Hch 2,33). «¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? Os digo que paz no, sino división. Porque, de ahora en adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; se dividirá padre contra hijo e hijo contra padre, madre contra hija e hija contra madre, la suegra contra su nuera y la nuera contra la suegra» (Lc 12,51-53). Jesús viene a romper la falsa paz del orden establecido (cf. Miq 7,6). El juicio lo hace la actitud misma que la persona adopte ante el mensaje. Los vínculos que crea la adhesión a Jesús son más fuertes que los de sangre.
El supremo anhelo de Jesús fue llevar a término la misión encomendada a él por el Padre. Por ello presenta su misión como la de Aquel que vino a traer fuego a la tierra y como la de Aquel que vino a recibir un bautismo. El motivo fundamental de su venida no puede ser otra que completar la obra comenzada, ya que la naturaleza propia del fuego es la encender lo que toca y el bautismo, por su propia dinámica, debe llegar a su consumación. Esta misión de Jesús no puede realizarse en el ocultamiento de conflictos y, por ello, no puede ser adecuadamente expresada con el término de "paz". La paz prometida y pretendidamente realizada por los detentores del poder enmascara y oculta las graves tensiones en que una sociedad está inmersa. Llamar paz a tal realidad es continuar la práctica de los falsos profetas que aplauden lo que a Dios desagrada. Por ello los seguidores de Jesús deben prepararse para tomar sobre sí los conflictos y aceptar la carga dolorosa de la división que la misión produce y que ellos deben cargar sobre sus débiles hombros. Dicha división toca al discípulo en todos los órdenes de su vida. Por eso su misma tranquilidad familiar desaparece y la aprobación de las personas de los ámbitos más cercanos se convierte en hostilidad. Llamado a repetir las condenas de Dios respecto al egoísmo humano sabe que el silencio en este punto sería una traición fundamental a la Palabra divina. Ella lo impulsa a desenmascarar la maldad escondida en acciones y palabras. El supremo anhelo de Jesús fue llevar a término la misión encomendada a él por el Padre. Por ello presenta su misión como la de Aquel que vino a traer fuego a la tierra y como la de Aquel que vino a recibir un bautismo. El motivo fundamental de su venida no puede ser otra que completar la obra comenzada, ya que la naturaleza propia del fuego es la encender lo que toca y el bautismo, por su propia dinámica, debe llegar a su consumación. Esta misión de Jesús no puede realizarse en el ocultamiento de conflictos y, por ello, no puede ser adecuadamente expresada con el término de "paz". La paz prometida y pretendidamente realizada por los detentores del poder enmascara y oculta las graves tensiones en que una sociedad está inmersa. Llamar paz a tal realidad es continuar la práctica de los falsos profetas que aplauden lo que a Dios desagrada. Por ello los seguidores de Jesús deben prepararse para tomar sobre sí los conflictos y aceptar la carga dolorosa de la división que la misión produce y que ellos deben cargar sobre sus débiles hombros. Dicha división toca al discípulo en todos los órdenes de su vida. Por eso su misma tranquilidad familiar desaparece y la aprobación de las personas de los ámbitos más cercanos se convierte en hostilidad. Llamado a repetir las condenas de Dios respecto al egoísmo humano sabe que el silencio en este punto sería una traición fundamental a la Palabra divina. Ella lo impulsa a desenmascarar la maldad escondida en acciones y palabras (Josep Rius-Camps).
Por medio de Cristo Dios ha enviado fuego para purificarnos y probar la fidelidad de nuestro corazón. Por medio del Bautismo de Cristo, recibido en su pasión y muerte, nosotros hemos sido liberados de la esclavitud al pecado. Quienes nos sumergimos en su muerte participamos del perdón que Dios nos ofrece en su Hijo, que nos amó hasta el extremo. Y al resucitar junto con Él, participamos de su Victoria sobre el pecado y la muerte, y vivimos hechos justos y convertidos en una continua alabanza de Dios. Muchos le aceptarán y muchos, al rechazarlo, nos rechazarán también a nosotros, cumpliéndose aquello que hoy nos anuncia el Señor, de que hasta los de nuestra misma familia se levantarán en contra nuestra a causa de nuestra fe en Él. Así se cumple también la profecía del anciano Simeón: este niño está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, como signo de contradicción, quedando al descubierto las intenciones de muchos corazones. Que el Señor nos conceda ser fieles a nuestra unión con Él a pesar de todos los riesgos que, por su Nombre, tengamos que afrontar (www.homiliacatolica.com).Lluciá Pou

martes, 18 de octubre de 2011

Miércoles de la 29ª semana. Ofreceos a Dios como hombres que de la muerte han vuelto a la vida, pero hemos de ser responsables con lo que nos ha da

Miércoles de la 29ª semana. Ofreceos a Dios como hombres que de la muerte han vuelto a la vida, pero hemos de ser responsables con lo que nos ha dado el Señor para hacerlo fructificar por el amor.

Carta del apóstol san Pablo a los Romanos 6, 12-18. Hermanos: Que el pecado no siga dominando vuestro cuerpo mortal, ni seáis súbditos de los deseos del cuerpo. No pongáis vuestros miembros al servicio del pecado, como instrumentos para la injusticia; ofreceos a Dios como hombres que de la muerte han vuelto a la vida, y poned a su servicio vuestros miembros, como instrumentos para la justicia. Porque el pecado no os dominará: ya no estáis bajo la Ley, sino bajo la gracia. Pues, ¿qué? ¿Pecaremos porque no estamos bajo la Ley, sino bajo la gracia? ¡De ningún modo! ¿No sabéis que, al ofreceros a alguno como esclavos para obedecerle, os hacéis esclavos de aquel a quien obedecéis: bien del pecado, para la muerte, bien de la obediencia, para la justicia? Pero, gracias a Dios, vosotros, que erais esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón a aquel modelo de doctrina al que fuisteis entregados y, liberados del pecado, os habéis hecho esclavos de la justicia.

Salmo 123,1-3.4-6.7-8. R. Nuestro auxilio es el nombre del Señor
Si el Señor no hubiera estado de nuestra parte - que lo diga Israel -, si el Señor no hubiera estado de nuestra parte, cuando nos asaltaban los hombres, nos habrían tragado vivos: tanto ardía su ira contra nosotros.
Nos habrían arrollado las aguas, llegándonos el torrente hasta el cuello; nos habrían llegado hasta el cuello las aguas espumantes. Bendito el Señor, que no nos entregó en presa a sus dientes.
Hemos salvado la vida, como un pájaro de la trampa del cazador; la trampa se rompió, y escapamos. Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra.

Evangelio según san Lucas 12,39-48. En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: -«Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora viene el ladrón, no le dejaría abrir un boquete. Lo mismo vosotros, estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre.» Pedro le preguntó: -«Señor, ¿has dicho esa parábola por nosotros o por todos?» El Señor le respondió: -«¿Quién es el administrador fiel y solícito a quien el amo ha puesto al frente de su servidumbre para que les reparta la ración a sus horas? Dichoso el criado a quien su amo, al llegar, lo encuentre portándose así. Os aseguro que lo pondrá al frente de todos sus bienes. Pero si el empleado piensa: "Mi amo tarda en llegar", y empieza a pegarles a los mozos y a las muchachas, a comer y beber y emborracharse, llegará el amo de ese criado el día y a la hora que menos lo espera y lo despedirá, condenándolo a la pena de los que no son fieles. El criado que sabe lo que su amo quiere y no está dispuesto a ponerlo por obra recibirá muchos azotes; el que no lo sabe, pero hace algo digno de castigo, recibirá pocos. Al que mucho se le dio, mucho se le exigirá; al que mucho se le confió, más se le exigirá.»

Comentario: 1.- Rm 6,12-18. Esta carta de Pablo -como, en general, los varios libros que vamos leyendo- no la leemos entera. No hay tiempo para ir escuchando todos sus capítulos. Por eso, cuando algo ya se ha leído en otro tiempo del año, nos lo saltamos en esta lectura continuada. Como aquí, en el capítulo 6 de Romanos, en el que se encuentra, inmediatamente antes de lo que hoy leemos, la famosa página bautismal: por el Bautismo hemos sido incorporados a Cristo, hemos vivido sacramentalmente su muerte y su resurrección. Es una lectura que se proclama en la Vigilia Pascual. Ahora bien, para Pablo, el haber sido bautizados en Cristo, tiene como consecuencia una triple liberación: del pecado, de la muerte y de la ley. Hoy nos describe por qué hemos de liberarnos del pecado. Compara al pecado a un dueño tiránico que nos domina. Antes de convertirnos a Cristo, éramos esclavos del pecado, "poníamos a su servicio nuestros miembros como instrumentos del mal". Ahora al revés, debemos sentirnos libres de ese dueño y servir sólo a Dios, "ofreciéndole nuestros miembros como instrumentos del bien".
Uno se queda pensando, al leer estas palabras, que eso sería el ideal: que nos sintiéramos libres interiormente, que no fuéramos esclavos del mal, porque al incorporarnos a Cristo desde el Bautismo, ya no somos "súbditos de los deseos del cuerpo", que "el pecado no sigue dominando en nuestro cuerpo mortal", sino que vivimos como quien "de la muerte ha vuelto a la vida".
Pero también experimentamos, y dramáticamente, que eso lo vamos consiguiendo poco a poco. El amor que nos tiene Dios es grande y la fuerza que nos transmite Cristo es muy eficaz, pero de alguna manera seguimos sintiendo en nosotros la atracción del mal. El Bautismo no es más que el nacimiento. Luego, toda la vida del cristiano es un proceso trabajoso de crecimiento en esa gracia recibida. Ya tenemos vida en nosotros, ya somos miembros de Cristo, pero el pecado no ha desaparecido de nuestro horizonte y hemos de luchar día a día para vivir conforme a eso que somos. La fuerza del pecado permanece en incluso tras el don de la gracia ganada por Cristo.
Pablo exhorta con acentos encendidos: Que no reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal obedeciendo a sus concupiscencias. El Apóstol es un entusiasta del cuerpo humano, llegándolo a considerar como el templo del Esp. Santo (1 Co 6,19), miembro de Cristo (1 Co 6,15), símbolo de la Iglesia (1 Co 12,12). Y, aunque caduco, mortal, algo que se marchita, está destinado a la incorrupción, a la inmortalidad (1 Co 15,12/49). Cuerpo que ha de estar sin pecado, santificado hasta constituir una ofrenda sagrada digna del Altísimo (Rm 12,1). Y lo más material que hay en el hombre, su cuerpo, viene a ser algo lleno de valor espiritual. Por eso Pablo llegará a decir que ya comamos, ya bebamos, todo hay que hacerlo en Dios (1 Co 10,31). La vida entera queda así convertida en una liturgia, en un culto grato a Dios. “Nuestros antiguos pecados han sido eliminados por obra de la gracia. Ahora, para permanecer muertos al pecado después del bautismo, se precisa un esfuerzo personal aunqeu la gracia de Dios continúe ayudándonos poderosamente” (S. Juan Crisóstomo).
Lo que rige la vida del Cristiano, no es un moralismo abstracto, sino el dinamismo interior de la Fe misma. «No obedezcáis a las apetencias de la carne». «No os sometáis a los deseos del cuerpo»: Tales podrían ser las traducciones literales de la primera frase. Lo que san Pablo llama aquí «los deseos del cuerpo» tendría que traducirse en lenguaje moderno por el término «egoísmo», que es lo contrario del amor desinteresado. «No dejéis que reine en vosotros el egoísmo... no busquéis la satisfacción de vuestros deseos egoístas»... porque habéis sido hechos amor, por Aquel que es amor.
-Al contrario, poneos al servicio de Dios... y ofreced a Dios vuestros miembros para el combate de la justicia. En resumen, he ahí lo esencial de la nueva condición del cristiano. El Cristiano tiene, en adelante, la posibilidad y el deber de «ofrecerse a sí mismo» a Dios: el culto nuevo, la moral nueva son, en adelante, lo mismo. «Os exhorto, hermanos, a que ofrezcáis vuestra existencia como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios: éste será vuestro culto espiritual» -dirá san Pablo más adelante en la misma Carta Rom 12,1-. ¡Que mi vida de cada día te glorifique, Señor! Te ofrezco todo lo que voy a hacer. «He ahí mi cuerpo entregado por vosotros». Cristo se ofreció. Cada misa es el memorial y la renovación de ello para que nos ofrezcamos también nosotros con El, por El y en El. ¡Ofreced vuestras vidas! mi trabajo... mis responsabilidades...
-Porque el pecado no dominará ya sobre vosotros: en efecto no estáis sujetos a la ley. Estáis sujetos a la gracia...
San Pablo vuelve a presentar aquí una oposición que nos repite a menudo. Hay dos concepciones de la religión: - aquella en que el hombre cree que llega a ser justo observando una Ley... - aquella en que el hombre cree que llega a ser justo, primero y esencialmente en virtud de una «actividad de Dios» en él, que el hombre ha de acoger en él por la Fe, pero que Dios mismo opera en lo íntimo de su ser. -Pues ¿qué? ¿Pecaremos porque no estamos bajo la ley sino bajo la gracia? ¡De ningún modo!... Pues después de haber sido liberados del pecado, os hacéis esclavos al servicio de la justicia. Esto es verdad: ¡el cristiano no tiene ya Ley que se le imponga desde el exterior! Es «libre». Pero es ahora «dócil a la actividad íntima del Espíritu que trabaja su ser desde el interior». Así, la condición humana se expresa en un dilema: o bien nos hacemos esclavos del pecado o bien nos hacemos, libremente, esclavos de Dios. Toda la vida cristiana consiste en esta elección. Someterse a Dios es la única verdadera libertad. El que ama se ajusta espontáneamente a la voluntad de aquel a quien ama. «Líbranos del pecado, Señor» (Noel Quesson).
¿A quién serviremos: a Cristo o al pecado? La obediencia a Cristo nos lleva a la Vida. La obediencia al pecado nos lleva a la muerte. No podemos servir, al mismo tiempo, a Dios y al Demonio. No podemos decir que permanecemos en la gracia y que, al mismo tiempo, vivimos pecando. Si por el Bautismo hemos sido unidos a Cristo en su muerte, que clavó en la cruz el cuerpo marcado por el pecado, no podemos, resucitados con Él y haciendo, así, nuestra la Justificación que nos ofrece, continuar siendo esclavos de aquello que ya ha sido destruido. No podemos negar la realidad del pecado que continúa en el mundo. Quienes viven pecando no conocen ni tienen con ellos a Dios. Nosotros, en cambio, que tenemos a Dios por Padre, nos hemos de comportar a la altura de nuestro ser de hijos de Dios, llevando una vida intachable y justa a los ojos del Señor. “Todos fuimos esclavos del pecado, pero cuando se nos transmitió la forma de la doctrina y decidimos obedecerla no sólo de palabra, sino de corazón y completa decisión, nos liberamos de la servidumbre del pecado y nos hicimos siermos de la justicia” (Orígenes).
2. No tenemos que volver atrás ni dejarnos esclavizar por el pecado. El salmo nos da la motivación para que sigamos confiando, a pesar de todo: "si el Señor no hubiera estado de nuestra parte, nos habrían tragado vivos... nos habrían arrollado las aguas... nuestro auxilio es el nombre del Señor". A pesar de que cada día nos acechan mil tentaciones, ojalá podamos decir: "hemos salvado la vida como un pájaro de la trampa del cazador". En el Catecismo 287: “La verdad en la creación es tan importante para toda la vida humana que Dios, en su ternura, quiso revelar a su pueblo todo lo que es saludable conocer a este respecto. Más allá del conocimiento natural que todo hombre puede tener del Creador (cf Hch 17,24-29; Rom 1,19-20), Dios reveló progresivamente a Israel el misterio de la creación. El que eligió a los patriarcas, el que hizo salir a Israel de Egipto y que, al escoger a Israel, lo creó y formó (cf Is 43,1), se revela como aquel a quien pertenecen todos los pueblos de la tierra y la tierra entera, como el único Dios que "hizo el cielo y la tierra" (Sal 115,15;124,8;134,3)”. Y también sobre el v 8, empleadas en la liturgia cristiana como antífona de comienzo de oración, dice el relato del martirio de S. Eulogio de Córdoba: “Señor, Dios omnipotente, verdadero consuelo de los que en ti esperan, remedio seguro de los que te temen y alegría perpetua de los que te aman: Inflama, con el fuego de tu amor, nuestro corazón y, con la llama de tu caridad, abrasa hasta el hondón de nuestro pecho, para que podamos consumar el comenzado martirio; y así, vivo en nosotras el incendio de tu amor, desaparezca la atracción del pecado y se destruyan los falaces halagos de los vicios; para que, iluminadas por tu gracia, tengamos el valor de despreciar los deleites del mundo; y amarte, temerte, desearte y buscarte en todo momento, con pureza de intención y con deseo sincero.
Danos, Señor, tu ayuda en la tribulación, porque el auxilio humano es ineficaz. Danos fortaleza para luchar en los combates, y míranos propicio desde Sión, de modo que, siguiendo las huellas de tu pasión, podamos beber alegres el cáliz del martirio. Porque tú, Señor, libraste con mano poderosa a tu pueblo, cuando gemía bajo el pesado yugo de Egipto, y deshiciste al Faraón y a su ejército en el mar Rojo, para gloria de tu nombre.
Ayuda, pues, eficazmente a nuestra fragilidad en esta hora de la prueba. Sé nuestro auxilio poderoso contra las huestes del demonio y de nuestros enemigos. Para nuestra defensa, embraza el escudo de tu divinidad y mantennos en la resolución de seguir luchando virilmente por ti hasta la muerte.
Así, con nuestra sangre, podremos pagarte la deuda que contrajimos con tu pasión, para que, como tú te dignaste morir por nosotras, también a nosotras nos hagas dignas del martirio. Y, a través de la espada terrena, consigamos evitar los tormentos eternos; y, aligeradas del fardo de la carne, merezcamos llegar felices hasta ti.
No le falte tampoco, Señor, al pueblo católico, tu piadoso vigor en las dificultades. Defiende a tu Iglesia de la hostigación del perseguidor. Y haz que esa corona, tejida de santidad y castidad, que forman todos tus sacerdotes, tras haber ejercitado limpiamente su ministerio, llegue a la patria celestial. Y, entre ellos, te pedimos especialmente por tu siervo Eulogio, a quien, después de ti, debemos nuestra instrucción; es nuestro maestro; nos conforta y nos anima.
Concédele que, borrado todo pecado y limpio de toda iniquidad, llegue a ser tu siervo fiel, siempre a tu servicio; y que, mostrándose siempre en esta vida tu voluntario servidor, se haga merecedor de los premios de tu gracia en la otra, de modo que consiga un lugar de descanso, aunque sea el último, en la región de los vivos.
Por Cristo Señor nuestro, que vive y reina contigo por los siglos de los siglos. Amén».
Juan Pablo II explica: “El salmo 123, que acabamos de proclamar, es un canto de acción de gracias entonado por toda la comunidad orante, que eleva a Dios la alabanza por el don de la liberación. El salmista proclama al inicio esta invitación: "Que lo diga Israel" (v. 1), estimulando así a todo el pueblo a elevar una acción de gracias viva y sincera al Dios salvador. Si el Señor no hubiera estado de parte de las víctimas, ellas, con sus escasas fuerzas, habrían sido impotentes para liberarse y los enemigos, como monstruos, las habrían desgarrado y triturado. Aunque se ha pensado en algún acontecimiento histórico particular, como el fin del exilio babilónico, es más probable que el salmo sea un himno compuesto para dar gracias a Dios por los peligros evitados y para implorar de él la liberación de todo mal. En este sentido es un salmo muy actual.
Después de la alusión inicial a ciertos "hombres" que asaltaban a los fieles y eran capaces de "tragarlos vivos" (cf vv. 2-3), dos son los momentos del canto. En la primera parte dominan las aguas que arrollan, para la Biblia símbolo del caos devastador, del mal y de la muerte: "Nos habrían arrollado las aguas, llegándonos el torrente hasta el cuello; nos habrían llegado hasta el cuello las aguas espumantes" (vv. 4-5). El orante experimenta ahora la sensación de encontrarse en una playa, salvado milagrosamente de la furia impetuosa del mar. La vida del hombre está plagada de asechanzas de los malvados, que no sólo atentan contra su existencia, sino que también quieren destruir todos los valores humanos. Vemos cómo estos peligros existen también ahora. Pero -podemos estar seguros también hoy- el Señor se presenta para proteger al justo, y lo salva, como se canta en el salmo 17: "Él extiende su mano de lo alto para asirme, para sacarme de las profundas aguas; me libera de un enemigo poderoso, de mis adversarios más fuertes que yo. (...) El Señor fue un apoyo para mí; me sacó a espacio abierto, me salvó porque me amaba" (vv 17-20). Realmente, el Señor nos ama; esta es nuestra certeza, el motivo de nuestra gran confianza.
En la segunda parte de nuestro canto de acción de gracias se pasa de la imagen marina a una escena de caza, típica de muchos salmos de súplica (cf Sal 123,6-8). En efecto, se evoca una fiera que aprieta entre sus fauces una presa, o la trampa del cazador, que captura un pájaro. Pero la bendición expresada por el Salmo nos permite comprender que el destino de los fieles, que era un destino de muerte, ha cambiado radicalmente gracias a una intervención salvífica: "Bendito sea el Señor, que no nos entregó en presa a sus dientes; hemos salvado la vida como un pájaro de la trampa del cazador: la trampa se rompió y escapamos" (vv 6-7). La oración se transforma aquí en un suspiro de alivio que brota de lo profundo del alma: aunque se desvanezcan todas las esperanzas humanas, puede aparecer la fuerza liberadora divina. Por tanto, el Salmo puede concluir con una profesión de fe, que desde hace siglos ha entrado en la liturgia cristiana como premisa ideal de todas nuestras oraciones: "Adiutorium nostrum in nomine Domini, qui fecit caelum et terram", "Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra" (v 8). En particular, el Todopoderoso está de parte de las víctimas y de los perseguidos, "que claman a él día y noche", y "les hará justicia pronto" (cf. Lc 18,7-8).
San Agustín hace un comentario articulado de este salmo. En un primer momento, observa que cantan adecuadamente este salmo los "miembros de Cristo que han conseguido la felicidad". Así pues, en particular, "lo han cantado los santos mártires, los cuales, habiendo salido de este mundo, están con Cristo en la alegría, dispuestos a retomar incorruptos los mismos cuerpos que antes eran corruptibles. En vida sufrieron tormentos en el cuerpo, pero en la eternidad estos tormentos se transformarán en adornos de justicia". Y San Agustín habla de los mártires de todos los siglos, también del nuestro. Sin embargo, en un segundo momento, el Obispo de Hipona nos dice que también nosotros, no sólo los bienaventurados en el cielo, podemos cantar este salmo con esperanza. Afirma: "También a nosotros nos sostiene una segura esperanza, y cantaremos con júbilo. En efecto, para nosotros no son extraños los cantores de este salmo... Por tanto, cantemos todos con un mismo espíritu: tanto los santos que ya poseen la corona, como nosotros, que con el afecto nos unimos en la esperanza a su corona. Juntos deseamos aquella vida que aquí en la tierra no tenemos, pero que no podremos tener jamás si antes no la hemos deseado". San Agustín vuelve entonces a la primera perspectiva y explica: "Reflexionan los santos en los sufrimientos que han pasado, y desde el lugar de bienaventuranza y de tranquilidad donde ahora se hallan miran el camino recorrido para llegar allá; y, como habría sido difícil conseguir la liberación si no hubiera intervenido la mano del Liberador para socorrerlos, llenos de alegría exclaman: "Si el Señor no hubiera estado de nuestra parte". Así inician su canto. Era tan grande su júbilo, que ni siquiera han dicho de qué habían sido librados."
3.- Lc 12,39-48. A la comparación de ayer -los criados deben estar preparados para la vuelta de su señor- añade Jesús otra: debemos estar dispuestos a la venida del Señor como solemos estar alerta para que no entre un ladrón en casa. La comparación no está, claro está, en lo del ladrón, sino en lo de "a qué hora viene el ladrón". Pedro quiere saber si esta llamada a la vigilancia se refiere a todos, o a ellos, los apóstoles. Jesús le toma la palabra y les dice otra parábola, en la que los protagonistas son los administradores, los responsables de los otros criados. La lección se condensa en la afirmación final: "al que mucho se le confió, más se le exigirá".
Todos tenemos el peligro de la pereza en nuestra vida de fe. O del amodorramiento, acuciados como por tantas preocupaciones. Hoy nos recuerdan que debemos estar vigilantes. Las comparaciones del ladrón que puede venir en cualquier momento, o el amo que puede presentarse improvisamente, nos invitan a que tengamos siempre las cosas preparadas. No a que vivamos con angustia, pero sí con una cierta tensión, con sentido de responsabilidad, sin descuidar ni la defensa de la casa ni el arreglo y el buen orden en las cosas que dependen de nosotros. Si se nos ha confiado alguna clase de responsabilidad, todavía más: no podemos caer en la fácil tentación de aprovecharnos de nuestra situación para ejercer esos modos tiránicos que Jesús describe tan vivamente. LG 41 nos da una visión de las distintas vocaciones, y de su responsabilidad en la santidad: “Una misma es la santidad que cultivan en cualquier clase de vida y de profesión los que son guiados por el espíritu de Dios y, obedeciendo a la voz del Padre, adorando a Dios y al Padre en espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, para merecer la participación de su gloria. Según eso, cada uno según los propios dones y las gracias recibidas, debe caminar sin vacilación por el camino de la fe viva, que excita la esperanza y obra por la caridad.
Es menester, en primer lugar, que los pastores del rebaño de Cristo cumplan con su deber ministerial, santamente y con entusiasmo, con humildad y fortaleza, según la imagen del Sumo y Eterno sacerdote, pastor y obispo de nuestras almas; cumplido así su ministerio, será para ellos un magnífico medio de santificación. Los escogidos a la plenitud del sacerdocio reciben como don, con la gracia sacramental, el poder ejercitar el perfecto deber de su pastoral caridad con la oración, con el sacrificio y la predicación, en todo género de preocupación y servicio episcopal, sin miedo de ofrecer la vida por sus ovejas y haciéndose modelo de la grey (cf 1 Pe 5,13). Así incluso con su ejemplo, han de estimular a la Iglesia hacia una creciente santidad.
Los presbíteros, a semejanza del orden de los Obispos, cuya corona espiritual forman participando de la gracia del oficio de ellos por Cristo, eterno y único Mediador, crezcan en el amor de Dios y del prójimo por el ejercicio cotidiano de su deber; conserven el vínculo de la comunión sacerdotal; abunden en toda clase de bienes espirituales y den a todos un testimonio vivo de Dios, emulando a aquellos sacerdotes que en el transcurso de los siglos nos dejaron muchas veces con un servicio humilde y escondido, preclaro ejemplo de santidad, cuya alabanza se difunde por la Iglesia de Dios. Ofrezcan, como es su deber, sus oraciones y sacrificios por su grey y por todo el Pueblo de Dios, conscientes de lo que hacen e imitando lo que tratan. Así, en vez de encontrar un obstáculo en sus preocupaciones apostólicas, peligros y contratiempos, sírvanse más bien de todo ello para elevarse a más alta santidad, alimentando y fomentando su actividad con la frecuencia de la contemplación, para consuelo de toda la Iglesia de Dios. Todos los presbíteros, y en particular los que por el título peculiar de su ordenación se llaman sacerdotes diocesanos, recuerden cuánto contribuirá a su santificación el fiel acuerdo y la generosa cooperación con su propio Obispo.
Son también participantes de la misión y de la gracia del supremo sacerdote, de una manera particular, los ministros de orden inferior, en primer lugar los diáconos, los cuales, al dedicarse a los misterios de Cristo y de la Iglesia, deben conservarse inmunes de todo vicio y agradar a Dios y ser ejemplo de todo lo bueno ante los hombres (cf 1 Tim 3,8-10;12-13). Los clérigos, que llamados por Dios y apartados para su servicio se preparan para los deberes de los ministros bajo la vigilancia de los pastores, están obligados a ir adaptando su manera de pensar y sentir a tan preclara elección, asiduos en la oración, fervorosos en el amor, preocupados siempre por la verdad, la justicia, la buena fama, realizando todo para gloria y honor de Dios. A los cuales todavía se añaden aquellos seglares, escogidos por Dios, que, entregados totalmente a las tareas apostólicas, son llamados por el Obispo y trabajan en el campo del Señor con mucho fruto.
Conviene que los cónyuges y padres cristianos, siguiendo su propio camino, se ayuden el uno al otro en la gracia, con la fidelidad en su amor a lo largo de toda la vida, y eduquen en la doctrina cristiana y en las virtudes evangélicas a la prole que el Señor les haya dado. De esta manera ofrecen al mundo el ejemplo de una incansable y generoso amor, construyen la fraternidad de la caridad y se presentan como testigos y cooperadores de la fecundidad de la Madre Iglesia, como símbolo y al mismo tiempo participación de aquel amor con que Cristo amó a su Esposa y se entregó a sí mismo por ella. Un ejemplo análogo lo dan los que, en estado de viudez o de celibato, pueden contribuir no poco a la santidad y actividad de la Iglesia. Y por su lado, los que viven entregados al duro trabajo conviene que en ese mismo trabajo humano busquen su perfección, ayuden a sus conciudadanos, traten de mejorar la sociedad entera y la creación, pero traten también de imitar, en su laboriosa caridad, a Cristo, cuyas manos se ejercitaron en el trabajo manual, y que continúa trabajando por la salvación de todos en unión con el Padre; gozosos en la esperanza, ayudándose unos a otros en llevar sus cargas, y sirviéndose incluso del trabajo cotidiano para subir a una mayor santidad, incluso apostólica.
Sepan también que están unidos de una manera especial con Cristo en sus dolores por la salvación del mundo todos los que se ven oprimidos por la pobreza, la enfermedad, los achaques y otros muchos sufrimientos o padecen persecución por la justicia: todos aquellos a quienes el Señor en su Evangelio llamó Bienaventurados, y a quienes: «El Señor... de toda gracia, que nos llamó a su eterna gloria en Cristo Jesús, después de un poco de sufrimiento, nos perfeccionará El mismo, nos confirmará, nos solidificará» (1 Pe 5,10). Por consiguiente, todos los fieles cristianos, en cualquier condición de vida, de oficio o de circunstancias, y precisamente por medio de todo eso, se podrán santificar de día en día, con tal de recibirlo todo con fe de la mano del Padre Celestial, con tal de cooperar con la voluntad divina, manifestando a todos, incluso en el servicio temporal, la caridad con que Dios amó al mundo”.
La "venida del Hijo del Hombre" puede significar, también aquí, tanto el día del juicio final como la muerte de cada uno, como también esas pequeñas pero irrepetibles ocasiones diarias en que Dios nos manifiesta su cercanía, y que sólo aprovechamos si estamos "despiertos", si no nos hemos quedado dormidos en las cosas de aquí abajo. El Señor no sólo nos "visita" en la hora de la muerte, sino cada día, a lo largo del camino, si sabemos verle.
En el Apocalipsis, el ángel les dice a los cristianos que vivan atentos, porque podrían desperdiciar el momento de la visita del Señor: "mira que estoy a la puerta y llamo: si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo" (Ap 3,20). Sería una lástima que no le abriéramos al Señor y nos perdiéramos la cena con él (J. Aldazábal).
Jesús exhorta a la vigilancia, especialmente a los pastores de la Iglesia, a los responsables de la comunidad (v.41). Ellos tienen el encargo especial de velar por el rebaño (1 P 5,1-4). La tentación típica del ministerio, al tardar el Señor, es la de olvidarse de que sólo se es administrador, actuar como si fuera el dueño, a su capricho, en su propio provecho. La tentación de explotar al rebaño, de apacentarse a sí mismos. La fidelidad al Señor, que es el amo, y a la comunidad, a cuyo servicio ha sido destinado, define la actitud radical de todo administrador (cf 1 Co 4,2). No debe olvidar que ha de rendir cuentas. Sólo si se ha mostrado fiel será el siervo asociado al reinado de Cristo. El siervo infiel, en cambio, no tiene parte en su Reino. No cabe excusa. El administrador ha recibido encargos de mayor responsabilidad. Pero ha recibido también dones correspondientes.
Esta parábola nos muestra que el tiempo de la espera se precisa para Lc como tiempo de servicio, porque el reino se refleja ya de forma decisiva en nuestra vida. Es muy posible que el mayordomo a quien se ha puesto al frente de la casa sea un símbolo de los dirigentes de la Iglesia. A todos se confía un tipo de servicio en el tiempo de la espera. La riqueza del reino se traduce para todos a manera de amor que dirige hacia los otros. Aquél que ha recibido el gran tesoro que le hace rico para Dios empieza a ser inmediatamente (tiene que ser inmediatamente) fuente de amor para los hombres (coment., edic. Marova).
El Señor de una casa está ausente, lejos. Durante el tiempo de su ausencia encarga a un capataz que cuide de atender con justicia y puntualidad a la servidumbre. Para este cargo se requiere fidelidad y sensatez: fidelidad porque el capataz sólo es administrador, no señor, por lo cual debe obrar conforme la voluntad del señor; sensatez, porque no debe perder de vista que el señor puede venir de repente y pedirle cuentas. Si este capataz obra con conciencia, es felicitado, pues el señor quiere encomendarle la administración de todos sus bienes. Si, en cambio, obra sin conciencia e indebidamente, maltrata a la servidumbre y explota su posición de manera egoísta para llevar una vida sibarítica, le espera duro castigo. (...) La tentación puede consistir para el administrador en que se diga: "El Señor está tardando", todavía no viene. Los instintos egoístas y los impulsos del capricho le seducen llevándolo a la infidelidad. Lucas parece haber dado a esta observación sobre la tardanza del Señor una importancia mayor de la que tenía en la redacción originaria de la parábola. Es posible que en la época en que vivía Lucas más de una autoridad en la Iglesia dejara que desear tocante a la fidelidad, a la vigilancia y a la sensatez, diciéndose: el Señor está tardando. La venida del Señor en un plazo próximo no se había cumplido. Entonces se pensaba: A lo mejor ni siquiera viene. El hecho de que Jesús ha de venir es cierto. Cuándo ha de venir, es cosa que se ignora. Con la venida de Jesús está asociado el juicio, en el que cada cual ha de rendir cuentas de su administración. (...) "¿Nos dices esta parábola a nosotros o a todos?" Así había preguntado Pedro, porque pensaba que los apóstoles tenían la promesa segura y que no estaban en peligro. Habían oído lo que había dicho el Maestro sobre el pequeño rebaño, al que Dios se había complacido en dar el Reino. También el apóstol debe dar buena cuenta de sí con fidelidad y sensatez, si quiere tener participación en el reino. También para él existe la posibilidad de castigo. La sentencia depende de la medida y gravedad de la culpa, del conocimiento de la obligación, y de la responsabilidad. Los apóstoles han sido dotados de mayor conocimiento que los otros, por lo cual también se les exige más y también es mayor su castigo si se hacen culpables. El que "no habiendo conocido la voluntad del Señor" hace algo que merece azotes, recibirá menos golpes. No estaba iniciado en los planes y designios del Señor, y por ello no será tan severa la sentencia de castigo. Pero será también alcanzado por el castigo, aunque menos, pues al fin y al cabo conocía cosas que hubiera debido hacer, pero no las ha hecho. Todo hombre es considerado punible, pues nadie ha obrado completamente conforme a su saber y a su conciencia. La medida de la exigencia de Dios a los hombres se regula conforme a la medida de los dones que se han otorgado a cada uno. Todo lo que recibe el hombre es un capital que se le confía para que trabaje con él (coment., edic. Herder).
-Si el dueño de la casa supiera a qué hora va a llegar el ladrón... Estad también vosotros preparados: pues cuando menos lo penséis llegará el Hijo del hombre. Para el creyente, la historia no es un perpetuo volver a empezar; sigue una progresión que jalonan unas "visitas" de Dios, unas "intervenciones" de Dios, en días, horas y momentos privilegiados: el Señor ha venido, continúa viniendo, vendrá... para juzgar el mundo y salvarlo. Es verdad que los primeros cristianos esperaron, casi físicamente, la última venida -la Parusía- de Jesús... la deseaban con ardor y rogaban para adelantar esa venida: "Ven Señor Jesús" (1 Cor 16,22; Ap 22,17-20). Las nuevas plegarias eucarísticas, desde el Concilio, nos han retornado esa bella y esencial plegaria: "Esperamos tu venida gloriosa... esperamos tu retorno... Ven, Señor Jesús". Pero, ¿puede decirse que esas plegarias han entrado efectivamente en nuestras vidas? Por otra parte, no debemos estar solamente a la espera de la última venida de Jesús, la de nuestra propia muerte, la del fin del mundo. Porque, nunca se repetirá bastante, que las "venidas" de Jesús son múltiples, y nada ostentosas... incluso ¡podemos no verlas! podemos ¡rehusarlas! "Vino a su casa y los suyos no lo recibieron" (Jn 1,11 ) y Jesús lloró sobre Jerusalén "porque la ciudad no reconoció el tiempo en que fue "visitada" (Lc 19,44). El Apocalipsis presenta a Jesús preparado a intervenir en la vida de las Iglesias de Asia si no se convierten (Ap 2,3). Y cada discípulo es invitado a recibir la "visita íntima y personal" de Jesús: "He ahí que estoy a la puerta y llamo: si uno me oye y me abre, entraré en su casa y tomaremos la "cena" juntos" (Ap 3,20) "Llegará cuando menos lo penséis..." Oh Señor, ayúdame a pensarlo. Despierta mi corazón para esos encuentros contigo.
-Pedro le dijo entonces: "Señor, ¿has dicho esa parábola por nosotros o por todos en general?" El Señor responde: "¿Dónde está ese administrador fiel y sensato a quien el Amo va a encargar de repartir a los sirvientes la ración de trigo a sus horas? Dichoso el tal empleado si el Amo al llegar lo encuentra en su trabajo.
Después de invitar a cada cristiano a la vigilancia, Jesús, contestando a Pedro, hará una aplicación particular de la parábola o los "responsables de comunidades" que deben ser "fieles y sensatos". Sí, el servidor de los sirvientes es solamente un administrador, no es el amo... llegará el día en que tendrá que rendir cuentas. Su papel esencial es " dar a cada uno el alimento a sus horas" Así pues, toda la Iglesia tiene que estar en actitud de "vigilancia"... cada cristiano, pero también y ante todo cada responsable. El Reino de Dios ya está inaugurado.
Referirse a ese Reino -que ciertamente no estará "acabado" más que al Fin- no supone para la Iglesia un proyectarse en un futuro de ensueño, sino aceptar el presente como esperanza, y contribuir a que ese presente acepte y reciba el Reino que ya está aquí.
-"Dichoso el servidor si su amo al llegar le encuentra en su trabajo". Ayúdame, Señor, a estar en mi trabajo cada día y a captar tu presencia.
-Al que mucho se le dio, mucho se le exigirá; al que mucho se le confió, más se le pedirá. La pregunta de Pedro podía quizá significar que, en su interior, se sentía muy seguro del Reino, y que no tenía nada que temer ya que había sido elegido responsable... La respuesta de Jesús va enteramente en sentido contrario: cuando mayor sea la responsabilidad, tanto más serán también las cuentas a rendir. Notemos, empero, la sutileza del pensamiento: el juicio dependerá del grado de culpabilidad... se puede ser inconsciente del daño causado y eso disminuye nuestra responsabilidad, dice Jesús. Ayúdanos, Señor (Noel Quesson).