martes, 18 de agosto de 2009

Domingo 20º del tiempo ordinario, ciclo B

Domingo 20, ciclo B: Dios nos ofrece gustar de las delicias celestiales a través de la Eucaristía, el pan vivo, Jesús en su cuerpo que se ofrece para darnos la vida eterna

 

Lectura del libro de los Proverbios 9,1-6. La Sabiduría se ha construido su casa plantando siete columnas; ha preparado el banquete, mezclado el vino y puesto la mesa;  ha despachado sus criados para que lo anuncien en los puntos que dominan la ciudad: «Los inexpertos, que vengan aquí, voy a hablar a los faltos de juicio: Venid a comer mi pan y a beber el vino que he mezclado; dejad la inexperiencia y viviréis, seguid el camino de la prudencia.»

 

Salmo 33,2-3.10-11.12-13.14-I5 R/. Gustad y ved qué bueno es el Señor.

Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor: Que los humildes lo escuchen y se alegren.

Todos sus santos, temed al Señor, porque nada les falta a los que temen; los ricos empobrecen y pasan hambre, los que buscan al Señor no carecen de nada.

Venid, hijos, escuchadme: os instruiré en el temor del Señor; ¿hay alguien que ame la vida y desee días de prosperidad?

Guarda tu lengua del mal, tus labios de la falsedad; apártate del mal, obra el bien, busca la paz y corre tras ella.

 

Carta del Apóstol San Pablo a los Efesios 5,15-20. Hermanos: Fijaos bien cómo andáis; no seáis insensatos, sino sensatos. Sabed comprar la ocasión, porque vienen días malos. Por eso, no estéis aturdidos, daos cuenta de lo que el Señor quiere. No os emborrachéis con vino, que lleva al libertinaje; sino dejaos llenar del Espíritu. Recitad, alternando, salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y tocad con toda el alma para el Señor. Celebrad constantemente la Acción de Gracias a Dios Padre, por todos, en nombre de Nuestro Señor Jesucristo.

 

Santo Evangelio según San Juan 6,51-59. En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: -Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan, vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo. Disputaban entonces los judíos entre sí: -¿Cómo puede éste darnos a comer su carne? Entonces Jesús les dijo: -Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come, vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá para siempre.

 

Comentario: 1. Proverbios 9,1-6. En esta lectura, la Sabiduría divina se muestra ansiosa por comunicarse a los hombres: en su trascendencia, Dios no cesa de animar a todas las cosas desde dentro y de preparar así su encarnación. Pero para poder recibirla, el hombre tiene que ser pobre de espíritu y reconocer su ignorancia (v 4; cf Lc 6,21; 1 Re 17,1-15; Is 55,1-3. En el banquete es donde mejor se manifiesta la comunicación del huésped (v 3) y la receptividad de los comensales (v 5), la riqueza y la abundancia del Dios que invita, la sencillez y la pobreza espiritual de los hambrientos de vida divina. Así se comprende que haya sido fundamentalmente en el banquete donde Cristo ha comunicado a los pecadores la justicia de Dios (Lc 5,29-32), donde ha revelado a los pobres el pan que viene del cielo (Jn 6,56-59) y ha dado su propia vida (Lc 22,14-20) a sus discípulos (Maertens-Frisque).

Este es uno de los textos que tradicionalmente se han leído con referencia eucarística; por eso se lee hoy, atraído por el discurso de Jn 6, del que está tomado el Evangelio.

-Hay que partir de la ecuación entre Sabiduría personificada y Mesías (cf 1 Cor 1,24), entre su casa y la Iglesia, entre los dos banquetes. No es difícil que en el texto bíblico haya un trasfondo de referencia cúltica al templo de Salomón, la mesa del altar, los banquetes litúrgicos. La parábola del banquete de Mt 22,1-14 recoge algunos motivos de este texto.

- La Sabiduría o Sensatez toma toda la iniciativa; como saber artesano, es capaz de construir una casa, amplia, sólida: eso nos dicen las siete columnas que aseguran la estabilidad y la belleza, y sugieren un tamaño de gran capacidad. Ella también como ama de casa (Gn 18,6), prepara el banquete: con el alimento del pan y el gozo del vino, abundante, porque son muchos los invitados (compárese con Is 25,6). El libro de los Proverbios presenta la revelación del designio de Dios de manera verdaderamente "humanista". La importancia que el autor quiere darles viene subrayada al ponerlos bajo el patronazgo de un gran rey de la historia de Israel, Salomón. En este pasaje se personifica a la sabiduría de una forma singular: bajo el modelo de una mujer. La sabiduría inmanente en el mundo y en el hombre no sólo se limita a interpelar a este hombre, sino que también le ama. El cúmulo de tópicos del lenguaje amoroso se despliega en textos de Prov 1-9. Este ir más allá de la expresión externa de la sabiduría, este querer encontrar ese punto de arranque donde todo se comprende bajo la óptica del amor es la pregunta que el hombre plantea continuamente. Para el creyente habrá una respuesta en Jesús.

La presencia de columnas en la casa de "Doña Sabiduría" hace como una referencia a los palacios reales y a los templos. Según el valor simbólico de la cifra siete, se puede pensar que esta morada de muchas columnas quiere afirmar que la Sabiduría posee una dignidad real, ya afirmada en el cap. 8. Son maneras de "adornar" la figura de esta señora para hacerla más atractiva, más capaz de sugestionar al hombre para hacer pasar de un simple conocimiento externo a una experiencia de eso último que es la pregunta de todo hombre. Sólo a partir de la vida puede plantearse bien la pregunta y sólo desde la vida podrá darse bien la respuesta.

-Ese pan y ese vino son la sensatez y la prudencia, que alimenta a los inexpertos, a cuantos tiene hambre del saber auténtico. Comiendo, se asimilarán la sabiduría, participarán de ella. Esto significa que la Sabiduría, en el pan y vino, se da a sí misma: es a la vez la que invita al banquete y el banquete ofrecido.

-Un pregón ciudadano anuncia el acontecimiento gozoso: todos están invitados, de balde. Especialmente los más necesitados, los que tienen hambre. Quizá los que se consideran sabios no tienen hambre y no asistirán al banquete. Las criadas de la Sabiduría tienen voz profética: parecen acusar de ignorancia o inexperiencia a los oyentes, y lo que pretenden es que los oyentes reconozcan su realidad menesterosa. Su mensaje es invitar: ellas no enseñan, no dan de comer sino que conducen a la sala del banquete. La sabiduría no es algo deliberadamente oculto, sino que llama al hombre. Y lo hace de una manera pública, incluso "enviando criados a llamar". No habla en el ámbito de lo sagrado, sino en los sitios públicos más profanos. La última pregunta del hombre no se responde desde un ámbito diferente al del hombre mismo, sino desde lo hondo de la vida. Desde esa vida aceptada y amada es desde donde Jesús ha tratado de esbozar una respuesta para el que le acepta (cf. 3a. lectura).

-La sala del banquete no se presenta como escuela fatigosa, casi forzada; la sabiduría que se sirve a la mesa es enjundiosa y sabrosa. Aprender es un gusto; asimilar, una delicia. Al final del banquete, uno puede emprender "el camino de la prudencia".

Así debería ser nuestra eucaristía: escuela sabrosa del camino cristiano, banquete gozoso en que Cristo, Sabiduría de Dios, se ofrece a todos sus ciudadanos (A. Gil Modrego). La comida tiene un significado simbólico: es la enseñanza de los sabios, y la asimila quien la escucha (cf Si 24,26-29; Ez 3). Ese alimento prefigura el verdadero Pan de Vida (cf Jn 4,14; 6,35) que Dios entregará a los hombres, el cuerpo del Verbo encarnado, de la Sabiduría hecha hombre (cf Biblia de Navarra). Un antiguo autor cristiano pone en boca de Jesús: "tanto a los faltos de obras de fe como a los que tienen el deseo de una vida más perfecta, dice: 'venid, comed mi cuerpo, que es el pan que os alimenta y fortalece; bebed mi sangre, que es el vino de la doctrina celestial que os deleita y os diviniza; porque he mezclado de manera admirable mi sangre con la divinidad, para vuestra salvación" (Procopio de Gaza).

La narración didáctica de Pr 7, 1ss muestra con gran plasticidad cómo seducían a los hombres las mujeres que habían hecho voto de fecundidad. Pero ir por ahí es ir a la muerte (Pr. 9, 13-18). La verdadera colaboradora que llama a los hombres es la sabiduría. Por eso esta llamada solamente es comprensible desde una postura de gran honradez humana. Construir cualquier tipo de fe desde lejos de lo humano, es correr el riesgo de caer en la vaciedad de una ilusión.

La imagen del banquete como la del "vino mezclado" están empujando al lector hacia ese ámbito del amor desde el que la sabiduría, el saber ser hombre, alcanza toda su plenitud. De ahí que el autor haga, a lo largo del libro, una ferviente llamada a llegar a amar la sabiduría y a dejarse amar por ella (Pr. 4, 8: 7,9); ese tal puede considerarse dichoso (Pr 9, 34). Merece la plena esforzarse en llegar a estos contextos hondos de vida donde se resuelve el verdadero ser del hombre. La persona viva de Jesús es el camino histórico que ha llegado a hacer realidad esta aspiración del hombre. Este es el Jesús que da vida (cf 3. lectura; "Eucaristía 1985").

Los capítulos 8 y 9 de los Proverbios forman un solo canto a la sabiduría. El autor sagrado la introduce en escena personificándola. Semejantes cantos y personificaciones ocurren con frecuencia en toda la literatura bíblica sapiencial, a cuyo género pertenece el libro de los Proverbios. En el capítulo 8 aparece la Sabiduría como la primera criatura de Dios que le acompaña después en todas las obras de la creación. Pero la personificación poética de la sabiduría no implica de suyo la afirmación de una persona realmente existente fuera de Dios: se trata de un canto de alabanza al Creador que hizo todas las cosas sabiamente. El sentido literal de este canto no dice tampoco nada sobre la existencia de la segunda persona divina, el Hijo de Dios y Sabiduría del Padre. Siguiendo el juego literario de la personificación, el autor sagrado, en la segunda parte de su himno (c.9), nos habla de la Sabiduría que edifica su casa entre los hombres y prepara un banquete para todos los que lo desean. Así pues, en cualquier caso se trata de una sabiduría que viene de Dios para los hombres. Y ahora, viendo las cosas desde el N. T., especialmente desde el prólogo al Evangelio según san Juan, podemos descubrir una intención más profunda en este himno, sobre todo si tenemos en cuenta el dinamismo profético de unas palabras que son también palabras de Dios y no sólo del autor sagrado: Cristo es en realidad aquella Sabiduría (o Palabra) de Dios que "era ya en el principio de todas las cosas, por quien todas éstas fueron creadas", "que habitó entre nosotros", "en quien puso el Padre todas sus complacencias", que vino al mundo "para que tengamos vida y la tengamos abundante" y que invita a todos los hombres a sentarnos a su mesa: la mesa de la "palabra que da la vida" y del "pan bajado del cielo" ("Eucaristía 1970").

2. El Salmo 33 es un canto de acción de gracias. Son muchos los beneficios que el salmista ha recibido del Señor y se ve en la necesidad de agradecérselos. En tantos momentos, especialmente en las pruebas de la vida, ha visto la mano bondadosa de Dios, su fidelidad, su solicitud, que ahora quiere expresar en un canto estupendo toda su gratitud al Dios providente de Israel. Las pruebas que Dios permite no superan nunca las fuerzas del justo, de modo que las fuerzas del mal no parecen romper el equilibrio de la fidelidad. El salmista tiene experiencia de esta protección y solicitud de Dios y por eso le agradece su bondad y al mismo tiempo comunica a los demás su vivencia, exhortándolos a la fidelidad y a la confianza, invitándoles incluso a que ellos mismos tengan esa experiencia de la providencia y de la cercanía de Dios. Por esto este salmo tiene igualmente un cariz sapiencial y exhortativo. Como muchos salmos de tipo sapiencial, el salmo 33 tiene en su original hebreo forma acróstica o alfabética.

El autor invita a los humildes a que le escuchen y se alegren, y también ellos se sumen a su alabanza: "Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre": (casi idéntico al Magfnificat de la Virgen) él se siente insuficiente para aclamar y agradecer al Señor, y por esto recurre a sus fieles para que le acompañen en su alabanza. La vida interior intensa, la experiencia de Dios se traslucen siempre, se irradian espontáneamente, se comunican. Es como la lámpara que arde e ilumina.

El conocido versículo: "Gustad y ved qué bueno es el Señor" es una enseñanza en que pretende el salmista que tengamos una experiencia de Dios se diría incluso física, material, de tan conocida, de tan probada. Dicen los entendidos que esta expresión hebrea derivaría de una más antigua de la literatura ugarítica que rezaría así: "Comed y bebed qué bueno es el Señor", el Dios de nuestra fe, que debería ser algo tan conocido, tan cercano, tan experimentado como el comer o el beber. Feliz mil veces el hombre que a este Dios se acoge, que tiene en él puesta su entera confianza, que acude siempre a él, cuyo primer pensamiento es Dios y su primera invocación, el nombre del Señor.

Nada falta a aquellos que le temen, los que le buscan no carecen de nada. Dios vela por ellos y se preocupa de su vida y de sus cosas (Mt 6,25-34). De nuevo el paralelo con el Magníficat: "nada les falta a los que le temen, los ricos empobrecen y pasan hambre, los que buscan al Señor no carecen de nada" // Magníficat: "A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos".

Sigue la exhortación: "Venid, hijos, escuchadme"; el salmista agradecido se hace ahora sapiencial: enseña a sus hijos, y les enseña el temor de Dios, el camino de la vida, el recto sendero para caminar con confianza en presencia del Señor.

En su enseñanza hace una pregunta, la más existencial para un hombre: "¿Hay alguien que ame la vida?" y él mismo la responde mostrando el camino: "Guarda tu lengua del mal, apártate del mal, obra el bien, busca la paz": instrucción sabia, fruto de la experiencia. El salmista sabe bien que la lengua es con frecuencia motivo de conflicto, de crítica, de falsedad, cosas que originan luego sinsabores o enemistades, odios y abismos entre las personas. Luego da el otro gran principio: "apartarse del mal", resumen de toda buena conducta, evitar el mal, rehuir el pecado, mantenerse limpio de las faltas que más tarde pesan y oprimen, no cometer el mal, no sembrar tristeza, no fomentar intrigas o injusticias. Y, el aspecto positivo: "hacer el bien", caminar por un sendero de bondad como Cristo que "pasó por este mundo haciendo el bien" (Hch 10,38), donde se encuentra la paz y la alegría, la amistad y el buen nombre, la auténtica vida. Nos dice también el salmista: "busca la paz y corre tras ella": porque sin paz no se puede vivir; sin paz en el corazón, en la vida, el corazón sangra y se ve envuelto en sombras y en temores. La paz del corazón rige la auténtica vida. Por esto se nos exhorta a buscarla y a no cejar hasta encontrarla, esa paz que luego se comunica, se regala espontáneamente y por esto es tan preciosa (J. M. Vernet).

Los vv 13-15 quedan recogidos en en la primera carta de san Pedro cuadno exhorta a los cristianos a no devolver mal por mal, sino hablar siempre bien de los demás (3,8-12), pues es la manera de actuar de los que "buscan la paz" y a los que nuestro Señor llama "bienaventurados".

3. Efesios 5,15-20. La vida nueva en Cristo está basada en la luz de la fe y lleva a la sensatez del que la ama de verdad, apoyados en la Palabra de Dios: v. 19: No se trata forzosamente de salmos bíblicos (cf. Col 3, 18-19). Los tres términos pueden insinuar también las improvisaciones suscitadas por el Espíritu a lo largo de una asamblea litúrgica (cf. 1 Cor 12, 7-8; 14,26). La vida cristiana se celebra también y se vive en el marco del gozo que produce el llegar a saber que se va captando lo esencial del mensaje y que se está poniendo el acento donde es su lugar. Esto produce gozo y alabanza al Dios bueno. La celebración de la gracia de Dios es una de las notas dominantes de toda la carta desde la bendición inicial (1, 3-14) hasta las exhortaciones de la segunda parte (4, 7). De ahí que esta carta más que una charla didáctica pueda considerarse como una exposición lírica. Cuando la fe llega a tocar los puntos vitales de la vida, rápidamente se pasa a la alabanza. El creyente no puede callar, hacerse lenguas, prorrumpir en alabanzas ("Eucaristía 1985").

San Pablo apoya siempre el deber en el ser, el imperativo en el indicativo: "Vosotros erais tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor. Caminad como hijos de la Luz" (Ef 5,8). Más aún: "Fijaos bien como andáis...", es decir, daos cuenta del terreno que pisáis. Porque vosotros "hijos de la luz", tenéis la posibilidad y el deber de caminar con el espíritu alerta. No tenéis por qué andar todavía escondiendo vuestros crímenes en la noche y caminar aún a tientas por las tinieblas de una vida sin fe ni esperanza. Caminad, ya que podéis, a plena luz del día; no tengáis nada que esconder, vigilad y vivid atentos al momento. Por el momento, "los días malos que corren", tiene un valor adquisitivo de una vida mejor. No os agarréis avaramente al instante, negociadlo para la vida eterna. Marchad despabilados y atentos para descubrir la importancia de cada momento: lo que el Señor quiere de vosotros en cada instante. Porque no basta con saber lo que se debe hacer en general, sino que es preciso descubrir la voluntad de Dios en cada situación concreta; por ejemplo; ir a misa los domingos es un deber general para todos los cristianos, pero cuando se está quemando una casa el deber del momento es llamar a los bomberos. El vino, que anima las orgías y los "guateques" de la noche, sirve a la verdad poniendo al descubierto las vergüenzas escondidas en el corazón del libertino, pero no es un buen consejo para andar seguro y tomar la decisión prudente. La sabiduría de la vida tiene otra fuente de inspiración: el Espíritu Santo. El es también el que debe animar nuestras fiestas, el que pone en nuestros labios los salmos inspirados y nos invita a cantar con toda nuestra alma para el Señor. No lleguen a confundir al Espíritu Santo con el espíritu del mosto (cf Hech 2,15). la fiesta cristiana, tal y como se celebraba entonces, es decir, en unión de una comida no eucarística, podía degenerar en excesos reprobables; así sucedió ya en Corinto (1 Cor 11,20-22), y así ocurre a veces en nuestras romerías y procesiones "demasiado animadas". Por eso no está de más la advertencia de San Pablo: "No os emborrachéis con vino, que lleva al libertinaje; sino dejaos llenar del Espíritu". Pero el comportamiento normal de los primeros cristianos era muy distinto y causaba verdadera admiración a los gentiles. Plinio, gobernador de Bitinia (años 111-113) escribe en su informe a Trajano: "Ellos (los cristianos) acostumbran a reunirse en días señalados, antes de salir el sol, para cantar, alternando, un himno a Cristo como a Dios". Es el Espíritu Santo el que inspira estos himnos y el que provoca con su gozo la Acción de Gracias al Padre en nombre de Nuestro Señor Jesucristo ("Eucaristía 1970"). "¡Qué cosa más estupenda que imitar en la tierra el coro de los ángeles! –exclama S. Basilio-. Disponerse  para la oración las primeras horas del día, y glorificar al Creador con himnos y alabanzas. Más tarde, cuando el sol luce en lo alto, lleno de esplendor y de luz, aducir al trabajo mientras la oración nos acompaña a todas partes, condimentando las obras –por decirlo de algún modo- con la sal de las jaculatorias". Y el v 20 es parecido en su contenido a Rom 8,28; San Jerónimo lo comenta así: "en cuanto a lo que dice: dando gracias siempre por todas las cosas, debemos examinarlo de dos maneras: en sentido de dar gracias a Dios en todo tiempo, y por todo lo que nos sucede, de modo que no sólo ante lo que consideramos bueno, sino también ante lo que nos oprime y viene contra nuestra voluntad, prorrumpa nuestra mente en gozosa alabanza a Dios".

"Mirad atentamente cómo vivís". La cosa no es tan simple. Hay fuerzas de dentro (2, 3) y fuerzas de fuera, que están operando para oscurecer la luz, turbar la mirada e impedir o dificultar la recta opción. Y ya no deben vivir como "necios", puesto que han dejado de serlo al recibir en sí abundantemente la riqueza de la gracia de Dios como suma de toda sabiduría e inteligencia a través de la revelación del misterio de la voluntad de Dios (1,8s). Por el contrario, deben vivir como "sabios". Hay que estar atentos a esta vida, ya que en ella está la verdadera sabiduría. Ésta no consiste en una descuidada e irreflexiva improvisación al día, sino en un consciente "aprovechar el tiempo". La palabra griega KAIROS dice más que TIEMPO: se refiere al contenido de este tiempo, a la situación que este tiempo trae consigo, a las posibilidades que ofrece. Y "aprovechar el tiempo" quiere decir sacar ventaja de estas posibilidades con vistas al fin último, entresacando de cada situación lo mejor. Esto es sabiduría, y sabiduría urgente, "...pues los días son malos". Luchas, tentaciones y peligros. Descubrir la voluntad de Dios en todas estas cosas no puede realizarse sin la ayuda de la sabiduría. De aquí la repetición: "no seáis insensatos". ¡Sólo la voluntad de Dios! Conocerla es lo contrario de la insensatez. La voluntad de Dios es decisiva para todo lo que hay que hacer, permitir o padecer. No deja de ser sorprendente la exhortación a no embriagarse con vino. Cabría esperar que a la embriaguez se le opusiera la templanza; pero lo que se considera como su anverso es la "embriaguez en el Espíritu". De la embriaguez se dice que hay en ella asotia, esto es, ausencia de salvación, perdición. La tentación del hombre es buscar en la embriaguez refugio y salvación en sus necesidades y angustias. Realmente, desaparecen así por un momento las preocupaciones de cada día, proyectándolas a la vida "en otro mundo". Esto es lo que ocurre verdaderamente en el mundo, del que el Espíritu nos arrebata en diversas maneras y grados, como primicias de la vida en Dios, a cuyo encuentro vamos (Zerwidk).

4. Jn 6, 51-59 (también en la Fiesta del Corpus en el Ciclo A). El pan eucarístico sigue las leyes de todo pan ofrecido por el padre de familia a los suyos. Los comensales, al participar de ese pan, comparten en cierto modo la vida misma de quien se lo ha dado (v. 54). Si los padres y los hijos pueden cargar de un significado profundo al pan cada vez que lo comparten, ¿por qué Jesús, que es el hombre más perfecto que haya existido, no habría de poder dar al pan una significación completamente nueva, al nivel de la profundidad del ser del que vive, y hacer de él la participación de su vida con el Padre (v. 57) y el elemento constitutivo de un nuevo tipo de humanidad impregnado de vida eterna? (v. 54; Maertens-Frisque).

Como en el cap. 5 tenemos aquí un duplicado del discurso del pan de vida que pretende lanzar aún más lejos la reflexión del tema anterior, es decir: Jesús como revelación y como eucaristía dentro del simbolismo del pan. Parece como si el autor quisiera terminar su discusión sobre la contraposición maná/Cristo, volviendo a sacar jugo de Dt 8, 3: el maná no era más que una profecía de la que ahora se saca la lectura y lección definitiva. Los judíos no han comprendido esta lectura y siguen aferrados a la perspectiva del alimento material. Esto va a dar pie a una nueva explicación, aún más en la línea dura de la presentación de la persona de Jesús. Se va yendo hacia posturas de aceptación o de no aceptación: de amor en definitiva.

Esta palabra "carne" va a ser en adelante la palabra clave en torno a la cual se desarrollará la profundización sobre el misterio revelador. La palabra "carne" designa todo lo que constituye la realidad del hombre con sus posibilidades y debilidades (cf 1,14; 3,16; 8,15). Jn tal vez ha conservado una tradición litúrgica independiente, que traducía literalmente la palabra aramea bisra (carne) que Jesús había podido emplear en la Cena. Jn insiste sobre todo en el valor salvífico de la encarnación. No hay posibilidad de fe más que a partir de Jesús. De un modo u otro hay que llegar a "comprender", a amar a este Jesús que posibilita el acceso a Dios.

v. 54: Lit.: "el que mastica mi carne". Jn utiliza un vocabulario particularmente realista para caracterizar la participación en la eucaristía. Según la costumbre judía, los alimentos de la comida pascual tenían que ser cuidadosamente masticados. En el fondo el escándalo nace de la comprensión a dos niveles que se da en un diálogo de sordos ya que los puntos de partida son diferentes: Jesús habla del todo de su persona, mientras que los judíos lo están comprendiendo en sentido material. Sin embargo, Jn quiere decir que los judíos no están dispuesto a aceptar al todo Jesús, al Jesús de la historia como revelador del Hijo. Por eso se aferran a un diálogo ficticiamente paralelo. En el fondo y de nuevo, la figura del Jesús evangélico es la piedra de discernimiento.

Vivir es entrar en comunión con el Hijo y desde entonces con el Padre. Este intercambio hecho de conocimiento y de amor mutuos queda asegurado por el hecho "Jesús" de una forma estable y definitiva. Esto es lo que celebra el creyente cada domingo: la vida de Jesús y, por la aceptación de ese Jesús, la vida del creyente como lugar único del encuentro con Dios. Huir en la vida es no creer, mientras que amar la vida y defenderla es comenzar el camino de la comprensión última del amor de ese Dios que tiene por Hijo al Jesús de la historia ("Eucaristía 1985").

Hasta ahora había hablado Jesús del pan de vida que baja del cielo, del pan con el que regala el Padre a los hombres enviándoles a su propio Hijo. Este es el pan de vida (v. 35, 48-51 a), de la misma manera que es también la luz del mundo (8, 12), y da vida a los que creen en él. Pero ahora habla Jesús del pan que él mismo les dará y se refiere expresamente a su carne y sangre, los dones eucarísticos.

El lugar paralelo a estas palabras "vida del mundo" lo encontramos en las que pronuncia Cristo sobre el pan en la Cena y precisamente en la forma que recoge la tradición paulina en 1 Cor 11, 24. La expresión "para la vida del mundo" significa lo mismo que "entregada para la vida del mundo" y es una alusión clara al sacrificio de su muerte en la cruz. Por lo tanto, el pan que da la vida es precisamente el cuerpo de Cristo entregado a la muerte para salvar al mundo (cf Lc 22,19).

Los judíos entienden estas palabras literalmente, como verdadera comida de la carne de Jesús. Pero les parece un disparate, una locura. No obstante, Jesús no mitiga el escándalo que han producido sus palabras. Ahora, confirmando de nuevo el sentido, realista, añade que es también preciso beber su sangre, lo cual resultaba especialmente escandaloso para los judíos, a quienes les estaba prohibido el alimentarse de sangre (Lev 17,10 s; Hech, 15,20).

De la misma suerte que el alimento natural se une orgánicamente al hombre, así también el que come la carne y bebe la sangre de Cristo entra en una unión de vida con él. Esta unión es comparada a la que Jesús tiene con el Padre que le ha enviado al mundo. Así como el Hijo tiene vida por el Padre (cfr. 5, 26), así también el que coma la carne de Cristo tendrá vida por el Hijo, esto es, participará en aquella misma vida que el Hijo recibe del Padre. Las palabras "vivirá por mí" son equivalentes a "vivirá por mi carne y sangre"; por lo tanto, esta última expresión debe entenderse de todo lo que Jesús es. El verdadero pan de vida bajado del cielo no es el "maná", sino el que da Cristo. Porque éste sí que viene verdaderamente del Padre y conduce a la vida eterna a todos los que lo reciben con fe y se unen de este modo a Cristo que se entrega para vida del mundo. Comulgar es entrar en unión de vida con Cristo para entregarse con él a todos los hombres y alcanzar así vida eterna ("Eucaristía 1970").

Continuamos con el discurso del pan de vida. El fragmento de este domingo entra de lleno en la clave eucarística, tal como era entendida y vivida por la comunidad joánica. "Mi carne para la vida del mundo", en el fondo de esta expresión hay una fórmula aramea en la que "carne" sustituye a "cuerpo" para designar la realidad creatural de la persona humana. "Para la vida" traduce la preposición griega "Hyper", que en el cuarto Cántico del Siervo y en los relatos de la institución de la eucaristía denota el carácter sacrificial y expiatorio de la muerte de Cristo. "Mundo" acentúa el sentido universalista de la salvación. Las murmuraciones de los judíos del v. 42 nos recuerdan las de sus antepasados ante Moisés en la travesía del desierto del Sinaí.

La Eucaristía proporciona una comunión real de vida y de destino con la persona de Jesús. Lo acentúa nuestro texto de varias maneras: el cuerpo de Jesús nos hace participar en la resurrección, nos hace vivir "por Cristo", que es vida "para siempre". Ello hay que entenderlo no de una manera mágica, sino como una comunión auténticamente personal. La clave de comunión es, además, típica de la teología joánica: comunión de Cristo con el Padre (cf 10,38; 14,10-11), del discípulo con Cristo (cf 15,4-10), y del creyente con el Padre y con Cristo (cf 17,21-23).

Cristo cumple las expectativas del Antiguo Testamento: es el verdadero Moisés que nos nutre con el maná de la Eucaristía, es la verdadera Sabiduría que nos ofrece el pan y el vino de su Palabra y de su Persona presente en el Sacramento. Esa vida de Cristo nos compromete a ponerla en obra en nuestra vida de cada día, como nos indicaba Pablo (Jordi Latorre).

Comer es incorporarse, fusionar. "¡Te comería a besos!", dice la madre mientras estrecha en sus brazos a su hijo. Tomar el cuerpo y la sangre de Cristo es entrar en comunión de amor y de destino. Tomar el cuerpo y la sangre es, además, reconocer la vida del Espíritu en la carne y en la sangre de la humanidad de hoy. La humanidad que sufre, que busca, que da a luz al mundo con dolor; la humanidad que se regocija, que canta y que baila. Humanidad de ricos y de pobres, humanidad de pecadores y de santos. Tenían razón para escandalizarse, porque en lo sucesivo, cuando unos hombres y mujeres, reunidos en el nombre del Señor, compartan el pan dando gracias, se producirá una y otra vez el advenimiento de la sorprendente novedad de Dios que toma carne viva, la carne de la existencia entera de los hombres ("Dios cada día", de Sal terrae).

Para desempeñar un oficio, para pertenecer a ciertas sociedades, para poder tener acceso a ciertas profesiones, para poder realizar ciertos planes... se requieren ciertas condiciones de edad, preparación, títulos académicos, etc. La condición que Jesús pone para permanecer en él y para tener vida eterna es la de comer su pan y beber su sangre, comer de este pan que Jesús ofrece es una condición decisiva, comerlo es vivir eternamente, no comerlo es aceptar no tener vida. Desde nuestra experiencia vital esto es clarísimo. El que no come muere de hambre, y el que come poco está desnutrido, débil, sin fuerzas para el trabajo que otros bien nutridos, cumplen con relativa facilidad.

La vida del Espíritu, la vida de Dios, necesita su adecuado alimento que es el cuerpo de Cristo. No comerlo es resignarse o morir. Hacerlo con poca frecuencia o de manera inadecuada es condenarse a estar débil, desnutrido, sin fuerzas para las dificultades morales de la vida y los compromisos cristianos. No hay cristianos de distinta naturaleza. Aquí radica la diferente fortaleza o debilidad entre los cristianos. En la distinta manera de alimentarse de Cristo.

El alimento es el cuerpo de Cristo, a condición de que se reciba de manera adecuada: con reflexión y no por rutina, con debidas disposiciones y preparación, con voluntad de aceptar los compromisos que de ello se derivan.

"¿Esto os escandaliza?" Les dice Jesús "pues si vierais subir al Hijo del hombre donde estaba antes", esto sí que os terminaría de escandalizar. Habla del Hijo del hombre que volverá a subir donde estaba antes. Dicho en otras palabras. Jesús no es un hombre cualquiera. No se trata de que se escandalicen más sino de dar la razón del mismo; el escándalo se produce sencillamente porque no se reconoce quién es Jesús. Los que lo reconocen como el Hijo del hombre saben que puede hacer lo que dice y aceptan su palabra.

"¿Y si vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu Santo es quien da vida; la carne no sirve de nada". El discurso sobre el pan de vida y el pan de la eucaristía alcanza su lugar exacto hablando de la "ascensión" y del Espíritu Santo. La carne en cuanto carne pertenece al ámbito del pan "perecedero". El Espíritu es el que da vida. Ahora bien, Jesús, en cuanto Hijo del hombre, pertenece a esa esfera de arriba, del Espíritu. Y solamente cuando esté dominado por el Espíritu, que lo resucitó de entre los muertos, podrá entregar la carne y la sangre, animadas del mismo Espíritu como principio de vida eterna.

El evangelista ha querido precisar al final del relato, algunos datos importantes relacionados con la eucaristía. Da importancia fundamentalmente a dos cosas: una relacionada a la ascensión del Hijo del hombre y otra relacionada con el Espíritu con mayúscula. Sólo después de la ascensión del Hijo del hombre será posible recibir el pan vivo de la eucaristía. La mención del Espíritu alude, sobre todo, a la fe como medio absolutamente necesario para ver la eucaristía como la carne y la sangre del Hijo del hombre. O, dicho de otro modo, que sólo puede recibirse fructuosamente la Eucaristía cuando se está en posesión del Espíritu. Se trata por tanto de rechazar una interpretación mecánica o mágica de la eucaristía. Tal vez está en la mente del evangelista afirmar que no es el cuerpo terreno o muerto de Jesús, sino el cuerpo resucitado, lleno, penetrado por el Espíritu de vida, el que aprovecha en la eucaristía.

La fe es, por tanto, indispensable para comer el nuevo pan. Los discípulos que ese día abandonan al Maestro han renunciado a su fe: han preferido juzgar por su cuenta, han intentado comprender lo incomprensible. Pedro, por el contrario, en nombre de los doce, a la pregunta de Jesús sobre si ellos también quieren marcharse, contesta arrebatado. "Señor ¿a quien vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna y nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Santo de Dios". Al hablar así, Pedro no demuestra haber comprendido -¿como iba a comprender nadie el misterio eucarístico?- lo que hace es una acto de inmensa fe, una protesta de adhesión incondicional, a pesar de la gran oscuridad que envolvía aquellas declaraciones de su Maestro.

Emplea S. Juan la misma palabra "carne" cuando habla de la encarnación: "el Verbo se hizo carne". Viene a decir que la realidad del cuerpo de Jesús en la comunión eucarística es la misma realidad que la del cuerpo de Jesús. Niega, por tanto, que exista solamente una unión espiritual por la fe con la persona de Jesús, y por eso repite machaconamente intentado poner de relieve que la carne y la sangre de Jesús son verdadera comida y verdadera bebida. Que no se trata simplemente de una comida y bebida simbólicas, sino de una comida real en la cual se participa realmente de la carne y de la sangre de Cristo.

Tres efectos de la recepción sacramental del cuerpo de Cristo:

-vida eterna y resurrección.

-inmanencia recíproca de Cristo y del cristiano.

-consagración del cristiano a Cristo.

El cuarto evangelio no relata la institución de la eucaristía. Al describir la última cena no se menciona la eucaristía para nada. Es algo realmente sorprendente. Probablemente la razón de esa ausencia está en que Juan traspasa la narración de la última cena, por lo que a la eucaristía se refiere, a este momento. Hay comentaristas que dicen que los vv. 51-59 no fueron pronunciados en Cafarnaún sino en el cenáculo.

A veces se oye hablar de la Eucaristía como si fuese sólo una cena de hermandad donde los cristianos hacen memoria de Jesús y de su muerte, casi de la misma manera como se podría recordar a cualquier otra persona querida. Es evidente que esta manera de hablar resulta totalmente insuficiente y ajena a la gran tradición de la Iglesia, que desde sus comienzos celebró la Eucaristía como el misterio absolutamente singular de la presencia viva y real de Jesús.

Cumpliendo este encargo de Cristo, en las celebraciones eucarísticas de la Iglesia primitiva recibían siempre todos los participantes el cuerpo del Señor, todos recibían la comunión. Después, frente al arrianismo se hizo especial hincapié en la divinidad de Cristo, mientras que su humanidad pasó a segundo plano en la conciencia de los fieles. Y esa actitud de amor y confianza para con la eucaristía fue sustituida por la de reverencia y temor.

Hasta el v. 51 todo el discurso del pan de vida se viene refiriendo a la persona de Jesús, recibida por la fe. Medio por el cual es dada la vida eterna. Ahora afirma Jesús, y pudiéramos decir de una manera descarada, que es su misma carne la que es el pan de vida. Se nos dice que la vida eterna es el efecto, no de "creer" en Jesús, sino de "comer" su carne. El protagonista ya no es el Padre, que da el verdadero pan del cielo, sino Jesús, que da su carne y su sangre.

Hay un crudo realismo -probablemente intentado por el evangelista- en estas expresiones: comer la carne y beber la sangre. Cuando Juan escribe estas palabras lleva más de 60 años celebrando la Eucaristía y han surgido -como aparecen en todos los tiempos- esos hombres tan espirituales que niegan la materialidad del cuerpo.

"Mi carne para la vida del mundo": en el fondo de esta expresión hay una fórmula aramea en la cual "carne" sustituye a "cuerpo" para designar la realidad criatural de la persona humana. "Para la vida" traduce la preposición griega "hyper", que en cuarto Cántico del Siervo y en los relatos de la institución de la eucaristía denota el carácter sacrificial y expiatorio de la muerte de Cristo. "Mundo" acentúa el sentido universalista de la salvación.

Las murmuraciones de los judíos del v. 52 nos recuerdan las de sus antepasados ante Moisés al atravesar el desierto del Sinaí.

La Eucaristía proporciona una comunión real de vida y de destino con la persona de jesús. Nuestro texto lo acentúa de diversas maneras: el cuerpo de Jesús nos hace participar en la resurrección, nos hace vivir "por Cristo", que es vida "para siempre". Lo cual se ha de entender no de forma mágica, sino como una comunión auténticamente personal. La clave de comunión es, demás, típica de la teología juánica: comunión de Cristo con el Padre (cf 10,38;14,10-11), del discípulo con Cristo (cf 15,4-10), y del creyente con el Padre y con Cristo (cf 17,21-23).

Cristo cumple las expectativas del Antiguo Testamento: es el verdadero Moisés que nos alimenta con el maná de la Eucaristía, es la verdadera Sabiduría que nos ofrece el pan y el vino de su Palabra y de su Persona presente en el Sacramento. Esta vida de Cristo nos compromete a ponerla en práctica en nuestra vida de cada día, como nos indicaba san Pablo (Jordi Latorre).

Decía S. Agustín: "Y para que no se les ocurriese pensar que con este manjar y bebida se promete la vida eterna, en el sentido de que quienes lo comen no mueren ni siquiera corporalmente, el Señor se dignó adelantarse a este posible pensamiento. Después de haber dicho: Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna, añadió inmediatamente: Y yo lo resucitaré en el último día (Jn 6,55), para que entretanto tenga la vida eterna según el espíritu y viva en la paz reservada al espíritu de los santos; en cuanto al cuerpo, no se encuentre, defraudado tampoco de la vida eterna, sino que la tenga en el día último, en la resurrección de los muertos.

Dice: Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre verdadera bebida (Jn 6,56). Con la comida y bebida, los hombres buscan apagar su hambre y su sed; pero eso no lo logran en verdad sino con este alimento y bebida, que hace inmortales e incorruptibles a los que lo toman, haciendo de ellos la sociedad misma de los santos, donde existe la paz y unidad plena y perfectas. Por esto -y ya lo han visto antes algunos hombres de Dios- nuestro Señor Jesucristo nos dejó su cuerpo y sangre bajo realidades que se hacen unidad a partir de muchos elementos. En efecto, una de ellas se elabora a partir de muchos granos de trigo y la otra de muchos granos de uva.

Finalmente, explica ya cómo se efectúa ese su comer su cuerpo y beber su sangre. Quien come mi carne y bebe mi sangre, está en mí y yo en él (Jn 6,57). Comer ese manjar y beber esa bebida es lo mismo que permanecer en Cristo y tener a Jesucristo que permanece en sí mismo. Por eso, quien no permanece en Cristo y aquel en quien no permanece Cristo, sin duda alguna no come ni bebe espiritualmente su cuerpo y sangre, aunque material y visiblemente toque con sus dientes el sacramento del cuerpo y la sangre de Cristo. Por el contrario, come y bebe para su perdición el sacramento de realidad tan augusta, ya que, impuro como es, osa acercarse a los sacramentos de Cristo, que sólo los limpios pueden recibir dignamente. De ellos se dice: Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5,8)".

"¿Que palabras habéis oído de boca del Señor que nos invita?, ¿Quién nos invita? ¿A quiénes invitó y qué preparó? Fue el Señor quien invitó a sus siervos, y les preparó como alimento a sí mismo. ¿Quién se atreverá a comer a su Señor? Con todo, dice: Quien me come, vive por mí (Jn 6,58). Cuando se come a Cristo, se come la vida. No se le da muerte para comerlo; al contrario, él da la vida a los muertos. Cuando se le come, da fuerzas, pero él no mengua. Por tanto, hermanos, no temamos comer este pan por miedo a que se acabe y no encontremos después qué tomar. Comamos a Cristo: aunque comido, vive, puesto que habiendo muerto resucitó. Ni siquiera lo partimos en trozos cuando lo comemos. Así acontece, en efecto, en el sacramento (…) Pero, ¿cómo ha de ser comido Cristo? Como él mismo lo indica: quien come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él (Jn 6,57). Así, pues, si él permanece en mí y yo en él, es entonces cuando me come y me bebe; quien, en cambio, no permanece en mí ni yo en él, aunque reciba el sacramento, lo que consigue es un gran tormento. Lo que él dice: Quien permanece en mí, lo repite en otro lugar: Quien cumple mis mandamientos, permanece en mí y yo en él (1 Jn 3,24). Ved, hermanos, que si los fieles os separáis del cuerpo del Señor, es de temer que os muráis de hambre. Él mismo dijo: Quien no come mi carne ni bebe mi sangre, no tendrá vida en sí (Jn 6,54). Si, pues, os separáis hasta el punto de no tomar el cuerpo ni la sangre del Señor, es de temer que muráis; en cambio, si lo recibís y bebéis indignamente, es de temer que comáis y bebáis vuestra condenación.

Os halláis en grandes estrecheces; vivid bien, y esas estrecheces se dilatarán. No os prometáis vida, si vivís mal; el hombre se engaña cuando se promete a sí mismo lo que no le promete Dios. Mal testigo, te prometes a ti mismo lo que la verdad te niega. Dice la Verdad: «Si vivís mal, moriréis por siempre», y ¿dices tú: «Viviré ahora mal, pero viviré por siempre con Cristo»? ¿Cómo puede ser posible que mienta la Verdad y digas tú verdad? Todo hombre es mentiroso (Sal 115,11). Por tanto, no podéis vivir bien si él no os ayuda, si él no os lo otorga, si él no os lo concede. Orad y comed de él. Orad y os libraréis de esas estrecheces: Al obrar el bien y al vivir bien, él os llenará. Examinad vuestra conciencia. Vuestra boca se llenará de alabanza y gozo de Dios, y, una vez liberados de tan grandes estrecheces le diréis: Libraste mis pasos bajo mí y no se han borrado mis huellas (Sal 17,37)".

Nosotros comemos animales y plantas, nos alimentamos de ellos; los animales se alimentan de plantas o de otros animales; las plantas se alimentan de sustancias minerales que nosotros no podemos asimilar directamente.

¿Qué significa "asimilar"? Hacer pasar a la propia sustancia. Yo como animales y plantas; soy yo quien vive, soy yo quien asimila: ellos entran en mi sustancia y se convierten en mí mismo. El fin de la nutrición es éste: la asimilación de las cosas a mi propia sustancia. San Agustin pone en labios de Cristo estas palabras: "Yo soy el alimento de los mayores: crece y me comerás. Pero no eres tú quien me cambiarás en ti, como el alimento de tu cuerpo; soy yo quien te cambiará en mí".

Por la Eucaristía nosotros comemos a Cristo; pero entre el Señor y nosotros, él es quien vive, él es el más fuerte, el más activo; nosotros comemos, pero es él quien nos asimila a sí, hasta hacernos formar un solo ser con él. Sin anular nuestra personalidad, cobra certeza el hecho de que Cristo vive en mí. "Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí; y aunque al presente vivo en carne, vivo en la fe del Hijo de Dios...(Ga, 2, 20).

Y, sin embargo, soy yo también quien vive la vida de Cristo. Que muchas personas, aun siendo muchas y conservando cada una su personalidad, vivan una misma vida que sea la vida del Hijo de Dios hecho hombre, es, precisamente, el misterio del Cuerpo Místico: "somos un solo Cuerpo, aun siendo muchos": una misma vida compartida por muchas personas, una misma vida comunicada a muchos...

Muchas veces se ha escuchado la queja de una persona piadosa, de comunión diaria, que se maravillaba de no ser mejor a pesar de recibir a Jesucristo todos los días y de recibirlo, claro está, con las disposiciones debidas: estado de gracia y ayuno eucarístico. Sin embargo, quizá no se haya apreciado de una manera conveniente la tercera condición que apunta el catecismo: "Saber a quién se recibe". Esto, en resumidas cuentas, coincide también con la condición exigida por San pablo: "Discernir el cuerpo de Cristo".

Teóricamente, uno se queda tranquilo pensando que sí sabe a quién se recibe. Pero el equívoco está en que se trata de un mero saber humano, porque así nos lo enseñaron, y no de una fe auténtica.

¿Cómo es posible creer que recibimos a Jesucristo en la Eucaristía, sin creer que Cristo murió y dio su vida para la salvación de todos? ¿Cómo es explicable ese anhelo de Cristo sacramentado, con esa indiferencia escandalosa hacia Cristo presente en el prójimo? ¿A qué Cristo queremos recibir? Todo hace pensar que hemos reducido la comunión al aspecto del mero consumidor, pero no hemos insistido convenientemente en el otro aspecto de compromiso, de compartir los sentimientos de Cristo, de tomar parte en su obra de salvación. Sólo así es posible que nos parezca normal una actitud egoísta y de evasión con la práctica de la comunión frecuente. Y así nos maravilla que nos cueste ser mejores, a pesar de nuestro esfuerzo de cada día en acercarnos a recibir el pan de los ángeles ("Eucaristía 1970").

Después de participar en tantas liturgias eucarísticas en nuestra vida, parece innecesario detenernos a reflexionar sobre el sentido de la comunión eucarística. Sin embargo, el evangelio nos pide que hoy concentremos nuestra atención sobre este gesto tan tradicional en nuestra vida de fe, para que todo él refleje el espíritu que quiso imprimir Cristo a los actos de culto. Jesús se hizo carne: no solamente al nacer sino durante toda su vida. Y se hace carne de nosotros en cada eucaristía. ¿Comprendemos todo el alcance de esta expresión? La liturgia de hoy nos ayudará a aumentar la comprensión de lo que constituye el centro de toda la liturgia cristiana: la Eucaristía (B. Benetti). Comer juntos juntos es el acto más expresivo de la vida familiar y el momento más fuerte de vinculación y crecimiento en el amor común. En el plano humano es asimilar el poder de otra cosa, es reconocer que uno solo no se basta, es llegar a ser adulto, es mantenerse en la vida y reforzar el signo de unidad y de alegría. Pero el banquete siempre ha tenido un carácter sagrado y difícilmente se dan acciones sagradas sin banquete. Comer en el plano divino es participar en la vida de la divinidad, es divinizarse por connaturalidad y por asimilación. La asimilación del alimento es la expresión fundamental de la asimilación de Dios. Por eso en todas las culturas religiosas, de una forma u otra, siempre han existido los banquetes sagrados que desde una valoración pagana, podían ser totémicos, sacrificiales y mistéricos.

Lo que no puede negarse al cristianismo es una peculiar originalidad al imprimir al banquete unos valores profundos y singulares. La "fracción del pan eucarístico", desde sus orígenes, es el modo perenne de relación con Dios y de actualización de la obra redentora de Cristo. A los primeros cristianos ya se les reconocía públicamente por este banquete sagrado, signo de la mutua caridad, esencialmente vinculada a la "fracción". La Eucaristía es por un lado perfección de toda una serie de signos prefigurativos veterotestamentarios, y por otro, memorial y recuerdo de los acontecimientos salvíficos cumplidos por Cristo en su muerte y resurrección.

El cristiano vive en permanente invitación a la comunión con la sabiduría divina y con Cristo a través de la Eucaristía. La comunión eucarística transforma al creyente en himno de alabanza a Dios, en Cuerpo de Cristo, en Palabra viva que testimonia ante el mundo la salvación. La Eucaristía es sacramento de la fe, sacrificio pascual, presencia de Cristo, raíz y cUlmen de la Iglesia, signo de unidad, vínculo de amor, prenda de esperanza y de gloria futura (Andrés Pardo). "La Eucaristía es nuestro pan cotidiano. La virtud propia de este divino alimento es la fuerza de unión: nos une al Cuerpo del Salvador y hace de nosotros sus miembros para que vengamos a ser lo que recibimos... Este pan cotidiano se encuentra, además en las lecturas que oís cada día en la Iglesia, en los himnos que se cantan y que vosotros cantáis. Todo eso es necesario en nuestra peregrinación" (San Agustín). En el corazón de la celebración de la Eucaristía se encuentran el pan y el vino que, "por las palabras de Cristo y por la invocación del Espíritu Santo, se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Fiel a la orden del Señor, la Iglesia continúa haciendo, en memoria de El, hasta su retorno glorioso, lo que El hizo la víspera de su pasión: "Tornó pan...", "tomó el cáliz lleno de vino...". Al convertirse misteriosamente en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, los signos del pan y del vino siguen significando también la bondad de la creación. Así, en el ofertorio, damos gracias al Creador por el pan y el vino, fruto "del trabajo del hombre", pero antes, "fruto de la tierra" y "de la vid", dones del Creador. La Iglesia ve en el gesto de Melquisedec, rey y sacerdote, que "ofreció pan y vino" (Gn 14,18) una prefiguración de su propia ofrenda" (Catecismo 1333; cf. n. 1334). Y 1376: "El Concilio de Trento resume la fe católica cuando afirma: "Porque Cristo, nuestro Redentor, dijo que lo que ofrecía bajo la especie de pan era verdaderamente su Cuerpo, se ha mantenido siempre en la Iglesia esta convicción, que declara de nuevo el Santo Concilio: por la consagración del pan y del vino se opera el cambio de toda la substancia del pan en la substancia del Cuerpo de Cristo nuestro Señor y de toda la substancia del vino en la substancia de su sangre; la Iglesia católica ha llamado justa y apropiadamente a este cambio transubstanciación" (DS 1642)".

Domingo 20º del tiempo ordinario, ciclo B jóvenes

Domingo 20, ciclo B: Dios nos ofrece gustar de las delicias celestiales a través de la Eucaristía, el pan vivo, Jesús en su cuerpo que se ofrece para darnos la vida eterna

 

1. El libro de los Proverbios habla de un "banquete, mezclado el vino y puesto la mesa;  ha despachado sus criados para que lo anuncien…: Venid a comer mi pan y a beber el vino que he mezclado; dejad la inexperiencia y viviréis, seguid el camino de la prudencia", un banquete de fiesta suculento donde no falte nada, que anuncia el que Jesús nos dará…

2. El Salmo nos anima a probar las cosas de Dios: "Gustad y ved qué bueno es el Señor". No es saber sino probar. Es como si nos dicen: -"¿cómo es el sabor de las cerezas?" No sabemos explicar, sino que decimos: "-toma, come, prueba" porque solo comiendo se sabe explicar. Pues las cosas de Dios hay que probarlas para explicar qué es rezar, cómo se hace… las cosas de amistad se han de probar también, hay que gustarlas, y así se ve que Dios es muy bueno.

3. La Carta a los Efesios nos anima a portarnos bien: "Fijaos bien cómo andáis; no seáis insensatos, sino sensatos... no estéis aturdidos, daos cuenta de lo que el Señor quiere… dejaos llenar del Espíritu". La alegría de vivir no la trae la publicidad, aunque compremos muchas cosas, sino la generosidad, el amor, el Espíritu del Señor, la fe, el gozo y alabanza al Dios bueno, la esperanza de sentirse hijos de Dios, hacer la voluntad de Dios, y como nos dice el Evangelio estar con Jesús en su Eucaristía que es su Cuerpo.

4. En el Evangelio Jesús dice: "-Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan, vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo... El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él... el que me come, vivirá por mí". En la Misa nos encontramos a Jesús que nos quiere con locura, que es Dios y se funde con nosotros. "¡Te comería a besos!", dice la madre mientras estrecha en sus brazos a su hijo. Tomar el cuerpo y la sangre de Cristo es entrar en comunión de amor. A veces tenemos pegas: "La Misa es aburrida", "no me dice nada", "siempre se hace lo mismo", "no siento la necesidad, y para hacer una cosa que no siento mejor no hacerla..." "¿qué pasa en la Misa, que sea tan importante?" Preguntemos al enamorado que lleva la rosa a la chica que ama, si encuentra aburrido este gesto; o a los que se aman si se cansan de verse con las mismas caras. En la Misa disfrutamos saboreando una y otra vez antiguas palabras con las que han rezado tantos cristianos que se encuentran con Jesús como a través del túnel del tiempo. No hay rutina si hay amor. Nuestra vida es como una canción, que tiene letra y música. La letra consiste en todo lo que hacemos, nuestras acciones, y la música es la voz del corazón, el amor que ponemos en todo. De manera que la vida es aburrida o entusiasmante, dependiendo del amor que ponemos. ¿Aburrido?: te falta amor. ¿Procuras entusiasmarte haciendo las cosas porque te da la gana (aunque en algún momento no tengas ganas)? Entonces lo quieres de verdad, hay amor. La Misa es sumergirse en una corriente de vida y de amor. Si hay aburrimiento puede que no hayamos conseguido aún una conexión con Él: si conectamos siempre "pasa algo", Jesús nos dice de alguna manera: "Ven conmigo", y nos pide más, y estamos más contentos.

Jesús viene a nosotros, y se realiza lo que hizo con su cruz y resurrección, que tiene un valor infinito. Pero depende de nuestra fe, pues es como un océano de agua, que podemos ir a recoger con un vasito pequeño (distraídos, sin prepararnos, sin comulgar) o bien con una gran tinaja (devotamente, con amor, comulgando bien confesados); es decir que la eficacia depende de las disposiciones que llevemos, y por eso se dice sacramentos de la fe, pues producen la gracia que significan, pero al mismo tiempo se expresa y enriquece nuestra fe. Hemos procurado hacer actos de fe, mientras el sacerdote hacía la fracción del pan y recordábamos las palabras del centurión, y por dentro pensábamos que si una sola palabra de Jesús es capaz de curar cualquier dolencia, ¡cuanto más tenerle, bien dispuestos, dentro de nosotros! Lo deseamos, como la mujer que padecía flujos de sangre quedó curada al tocar el manto de Jesús, pero nosotros tenemos más, podemos comulgar. Vemos junto a la Eucaristía, con los ojos del alma, los ángeles adorando la Hostia. Pensemos si lo reconocemos por la fe, nosotros también en la fracción del pan. Buen momento para decirle también nosotros: "¡Señor mío y Dios mío!" y pedirle más fe: "creo firmemente que estás aquí con tu Cuerpo, con tu Sangre, con tu Alma y tu Divinidad. Auméntame la fe, la esperanza y la caridad... te adoro con devoción, Dios escondido".

Jesús se da como alimento de los que peregrinan: "quien come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo le resucitaré en el último día", "si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros". Así como la comida es necesaria como alimento del cuerpo, el alma necesita la Eucaristía; es necesaria en cualquier circunstancia de cansancio o agobio, hambre y sed de salvación, en salud y enfermedad, en juventud y vejez, fortalece a todos mucho más que la poción de Astérix pues no es mágica sino sobrenatural.

Está presente el mismo Jesús que nació en Belén y creció en Nazaret y que hizo milagros y murió en el calvario, el mismo que está en el cielo es el que se nos da en la comunión. En su sermón de Cafarnaum, nos abrió este sentido: "Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron. Este es el pan que baja del cielo, para que el que lo coma no muera más sino que vivirá para siempre".

La comunión es un misterio inmenso, pues no transformamos el cuerpo de Jesús en el nuestro sino que  Jesús nos hace como él (espirituales, hijos de Dios). La fe nos va llevando a tratar a Jesús como una persona viva, y transformarnos hasta poder decir: "no soy yo el que vivo, es Cristo quien vive en mí". Esta acción de gracias después de comulgar -tiempo de recogimiento en el que agradecemos a Dios que haya venido a nosotros-, puede continuar aún después del saludo final del sacerdote: "Podéis ir en paz": así acaba la Misa. Como decía Teresa de Jesús: "si después de comulgar / no recogen las miradas  / y van de acá para allá / desmemoriándose vanas, / olvidan Al que está en ellas; / no digan que Él no les habla. / Desvívanse recibiéndolo; / Dios no suele, cuando viaja, / si les dan buen hospedaje, / pagar tan mal la posada". Decía el santo cura de Ars: "Cuando se comulga, se siente algo extraordinario… un gozo… una suavidad… un bienestar que corre por todo el cuerpo… y lo conmueve. No podemos menos de decir  con san Juan: ¡es el Señor!... ¡Oh Dios mío! ¡Qué alegría para un cristiano, cuando al levantarse de la sagrada mesa se lleva consigo todo el cielo en el corazón!" Somos enviados a llevar la paz, llevando a Jesús con nosotros: vemos a Jesús en los demás, y pensamos que dar un vaso de agua fresca a quien lo necesite es también ayudar a Jesús que está en aquel hermano. Ir en paz es una misión que cumplir, es comprender y perdonar (condición que pone Dios para podernos perdonar).

 

 

15 de agosto, Solemnidad de la Asunción de María Virgen, jóvenes

Solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen: María es el Arca de la Alianza que nos ha traido el Cielo a la tierra y cuando Jesús ha ido al cielo ella ha ido con su hijo, donde nos espera y nos ayuda como Madre

1. El Apocalipsis es un libro que nos habla de puertas misteriosas y un templo celeste con el Arca de la Alianza, y "rayos y truenos y un terremoto: una tormenta formidable. Después apareció una figura portentosa en el cielo: Una mujer vestida del sol, la luna por pedestal, coronada con doce estrellas". Iba a tener un hijo, pero "un enorme dragón rojo, con siete cabezas y diez cuernos…" quería luchar contra ella, y "con la cola barrió del cielo un tercio de las estrellas, arrojándolas a la tierra". Yo pienso en el demonio que se llevó muchos ángeles con él. Y quería hacer daño al niño, pero no pudo. La mujer es la Virgen María anunciada por los profetas, y las 12 estrellas son las tribus de Israel, que simbolizan todo el mundo. Se inspiraron en esa imagen para hacer la bandera de Europa. La luna representa el tiempo. Ella es el Arca de la Alianza que nos trae a Jesús. La celebramos este día en muchos pueblos y le dedicamos nuestros mejores regalos, para demostrarle nuestro cariño. Cuentan que Juanito vio a su hermana que se acercó al altar de la Virgen y dejó algo, y le preguntó, y ella le dijo que le había regalado un caramelo; entonces él en un papel apuntó el último chiste que sabía, para llevárselo a la Virgen para que se lo contara a Jesús.

Es un buen día para decirle a nuestra Madre que queremos estar junto a Jesús, en sus brazos. Que nos proteja, y nos guía al cielo donde ella está con su Hijo y con Dios Padre y el Espíritu Santo. Que le ofrecemos nuestro corazón para que esté con el suyo y nos enseñe a amar como ella ama, a perdonar y hacer las paces enseguida, a arreglar als cosas y desenfadarnos enseguida, a ser generosos con lo nuestro.

Ella ha sido llevada al cielo para que desde allí sea la Madre de la Iglesia, de cada uno de nosotros, y nos guía como una estrella para que no equivoquemos el camino… "Se ha dormido la Madre de Dios. -Están alrededor de su lecho los doce Apóstoles… Y nosotros, por gracia que todos respetan, estamos a su lado también. Pero Jesús quiere tener a su Madre, en cuerpo y alma, en la Gloria… Y la Corte celestial despliega todo su aparato, para agasajar a la Señora. -Tú y yo -niños, al fin- tomamos la cola del espléndido manto azul de la Virgen, y así podemos contemplar aquella maravilla. La Trinidad beatísima recibe y colma de honores a la Hija, Madre y Esposa de Dios... -Y es tanta la majestad de la Señora, que hace preguntar a los Angeles: ¿Quién es ésta?... María ha sido llevada por Dios, en cuerpo y alma, a los cielos. Hay alegría entre los ángeles y entre los hombres. ¿Por qué este gozo íntimo que advertimos hoy, con el corazón que parece querer saltar del pecho, con el alma inundada de paz? Porque celebramos la glorificación de nuestra Madre y es natural que sus hijos sintamos un especial júbilo, al ver cómo la honra la Trinidad Beatísima" (san Josemaría Escrivá). AVE-EVA, es al revés, María arregla con el sí que le dijo al ángel cuando la saludó con AVE el estropicio del no que dijo EVA cuando la tentó el demonio. Ella vence al dragón rojo, que es la serpiente del primer pecado solo que mejor vestida, ahora va de colorada: la imagen del dragón con siete cabezas aparece ya en los textos mitológicos de Ugarit y significa la irrupción brutal y la superioridad aplastante con que aparece el mal. Se puede ver en el fondo de esta descripción una alusión a la lucha entre Satanás y los ángeles en el cielo; la serpiente y el hombre en el paraíso. Es la tentación del mal, los placeres fáciles a la exigencia, contaba Juan Pablo II: "y el camino de santidad que el hombre está llamado a recorrer. En esta lucha espiritual la ayuda de María es a la Iglesia determinante para llegar a la victoria definitiva sobre el mal. María es una madre solícita que apoya el esfuerzo de los creyentes y los estimula a perseverar en su empeño. Pienso aquí en los jóvenes, más expuestos a los halagos y mitos efímeros y a falsos maestros. Queridos jóvenes, mirad a María e invocadla con confianza. María os ayudará a no tener miedo de asumir vuestras responsabilidades creíbles del amor de Dios". María es el dulce nombre, camino seguro al cielo. "¡Ay, piadosa Virgen Bella! / ¡Qué fuera de mí sin Vos? /¿Por dónde llegara a Dios / por tal mar sin tal estrella? (Lope de Vega).

2. El Salmo habla de "las nupcias del rey..." y "la esposa predilecta..." Jesús es un enamorado, "ama a su pueblo" y "el reino de Dios es semejante a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron al encuentro del esposo".

3. Cristo es la primicia de los resucitados. Es la primera gavilla de la gran cosecha que Dios recoge de la siembra en el mundo. La primera gavilla indica que la cosecha ha empezado. María es la segunda en subir al cielo. La primera totalmente humana, o sola mujer, que es la esperanza de que nosotros también estaremos con ella, nuestra madre. Es como si nos tuviera de la mano y nos lleva con ella hacia arriba con Jesús.

4. El Evangelio recuerda el canto que María hace con Isabel, dando gracias a Dios. María ha recibido ya el fruto de su fe: "dichosa tu porque has creído", le dice su prima. Juan Pablo II decía: "El Magnificat,  su canto de fe en la acción transformadora de Dios alumbra nuestra fe y aumenta nuestra esperanza. Ahora se sienta como Reina junto a su Hijo en la eterna felicidad del Paraíso, y desde lo alto mira a sus hijos. Brilla hoy como Reina de todos nosotros peregrinos hacia la gloria inmortal. En Ella, llevada al Cielo, se nos manifiesta el eterno destino que nos espera  más allá del misterio de  la muerte: destino de felicidad plena en la gloria divina". Es lo que pedimos en la Misa de hoy: que también a nosotros, como a la Virgen María, nos conceda "el premio de la gloria", que "lleguemos a participar con ella de su misma gloria en el cielo". Como la Virgen prorrumpió en el canto del Magnificat, así nosotros expresamos nuestra alegría y nuestra admiración por lo que Dios hace, en cantos, en aclamaciones y, sobre todo, en la Plegaria Eucarística. Es nuestra respuesta a la acción de Dios: nuestro "Magnificat" continuado: "quien come mi Carne y bebe mi Sangre tendrá la vida eterna, y yo le resucitaré el último día".

 

Viernes de la 19º semana

Viernes de la 19ª semana de Tiempo Ordinario. Dios renueva su Alianza y su misericordia a través de la historia, en cada tiempo, y podemos corresponder en el amor indiviso: un solo Dios y en el camino del matrimonio o celibato por el Reino de los cielos

 

Lectura del libro de Josué 24,1-13. En aquellos días, Josué reunió a las tribus de Israel en Siquén. Convocó a los ancianos de Israel, a los cabezas de familia, jueces y alguaciles, y se presentaron ante el Señor. Josué habló al pueblo: -«Así dice el Señor, Dios de Israel: "Al otro lado del río Éufrates vivieron antaño vuestros padres, Teraj, padre de Abrahán y de Najor, sirviendo a otros dioses. Tomé a Abrahán, vuestro padre, del otro lado del río, lo conduje por todo el país de Canaán y multipliqué su descendencia dándole a Isaac. A Isaac le di Jacob y Esaú. A Esaú le di en propiedad la montaña de Seír, mientras que Jacob y sus hijos bajaron a Egipto. Envié a Moisés y Aarón para castigar a Egipto con los portentos que hice, y después os saqué de allí. Saqué de Egipto a vuestros padres; y llegasteis al mar. Los egipcios persiguieron a vuestros padres con caballería y carros hasta el mar Rojo. Pero gritaron al Señor, y él puso una nube oscura entre vosotros y los egipcios; después desplomó sobre ellos el mar, anegándolos. Vuestros ojos vieron lo que hice en Egipto. Después vivisteis en el desierto muchos años. Os llevé al país de los amorreos, que vivían en Transjordania; os atacaron, y os los entregué. Tomasteis posesión de sus tierras, y yo los exterminé ante vosotros. Entonces Balac, hijo de Sipor, rey de Moab, atacó a Israel; mandó llamar a Balaán, hijo de Beor, para que os maldijera; pero yo no quise oír a Balaán, que no tuvo más remedio que bendeciros, y os libré de sus manos. Pasasteis el Jordán y llegasteis a Jericó. Los jefes de Jericó os atacaron: los amorreos, fereceos, cananeos, hititas, guirgaseos, heveos y jebuseos; pero yo os los entregué; sembré el pánico ante vosotros, y expulsasteis a los dos reyes amorreos, no con tu espada ni con tu arco. Y os di una tierra por la que no habíais sudado, ciudades que no habíais construido, y en las que ahora vivís, viñedos y olivares que no habíais plantado, y de los que ahora coméis."»

 

Salmo 135,1-3.16-18.21-22 y 24. R. Porque es eterna su misericordia.

Dad gracias al Señor porque es bueno: R.

Dad gracias al Dios de los dioses: R.

Dad gracias al Señor de los señores: R.

Guió por el desierto a su pueblo: R.

Él hirió a reyes famosos: R.

Dio muerte a reyes poderosos: R.

Les dio su tierra en heredad: R.

En heredad a Israel, su siervo: R.

Y nos libró de nuestros opresores: R.

 

Santo evangelio según san Mateo 19,3-12. En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos fariseos y le preguntaron, para ponerlo a prueba: -«¿Es lícito a uno despedir a su mujer por cualquier motivo?» El les respondió: -« ¿No habéis leído que el Creador, en el principio, los creó hombre y mujer, y dijo: "Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne"? De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.» Ellos insistieron: -« ¿Y por qué mandó Moisés darle acta de repudio y divorciarse? » Él les contestó: -«Por lo tercos que sois os permitió Moisés divorciaros de vuestras mujeres; pero, al principio, no era así. Ahora os digo yo que, si uno se divorcia de su mujer -no hablo de impureza- y se casa con otra, comete adulterio.» Los discípulos le replicaron: -«Si ésa es la situación del hombre con la mujer, no trae cuenta casarse.» Pero él les dijo: -«No todos pueden con eso, sólo los que han recibido ese don. Hay eunucos que salieron así del vientre de su madre, a otros los hicieron los hombres, y hay quienes se hacen eunucos por el reino de los cielos. El que pueda con esto, que lo haga.»

 

Comentario: 1.- Jos 24,1-13. El libro de Josué termina con una ratificación de la Alianza, renovación del compromiso asumido en el Sinaí, por parte del pueblo de Israel que está en posesión de la tierra prometida. Estos elementos descritos aquí aparecen en pactos hititas de vasallajes del segundo milenio a.C., por tanto además de carácter religioso la Alianza aparece con fuerza de Ley. La Alianza, en la base de la moral cristiana, supone comprender que Dios es Señor de la historia, elige a los que han de asumir un compromiso concreto de fidelidad. "No hay duda de que la doctrina moral cristiana, en sus mismas raíces bíblicas, reconoce la especifica importancia de una elección fundamental que cualifica la vida moral y que compromete la libertad a nivel radical ante Dios. Se trata de la elección de la fe —de la obediencia de la fe (cf Rom 16,26), por la que "el hombre sé entrega entera y libremente a Dios, y le ofrece "el homenaje total de su entendimiento y voluntad" [DV 5] Esta fe, que actúa por la caridad (cf Gal 5,6), proviene de lo más íntimo del hombre, de su "corazón" (cf Rom 10,10), y desde aquí viene llamada a fructificar en las obras (cf Mt 12,33-35; Lc 6,43-45; Rom 8,5-8; Gal 5,22). En el Decálogo se encuentra, al inicio de los diversos mandamientos, la cláusula fundamental: "Yo, el Señor, soy tu Dios" (Ex 20,2), la cual confiriendo el sentido original a las múltiples y varias prescripciones particulares, asegura a la moral de la Alianza una fisonomía de totalidad, unidad y profundidad. La elección fundamental de Israel se refiere, por tanto, al mandamiento fundamental (cf Jos 24,14-25; Ex 19,3-8, Miq 6,8)" (Juan Pablo II, Veritatis Splendor 66). El cap 24 del libro de Josué constituye una especie de apéndice incorporado un siglo o dos después de la refundición deuteronómica del libro. Mas esta incorporación tardía no impide que el relato esté apoyado en una tradición muy antigua de la alianza de Siquem, anterior incluso a las de Jos 8, 30-35 y Dt 27, 1-26. Esta tradición presentaba la alianza pactada en Siquem de acuerdo con los tratados de alianza, normales en aquella época, entre soberano y vasallos. Un preámbulo (v 1), un discurso que recordaba las relaciones anteriores de los contratantes (vv 1-15), el anunciado de las estipulaciones del contrato (vv 16-18), la enumeración de las maldiciones y de los castigos que sancionarán toda contravención a la alianza (vv 19-24; cf, sobre todo, Dt 27), y, finalmente, la mención del rito de alianza y de la grabación del contrato en una estela (vv 25-28). Este fondo primitivo inspiró, sin duda, la redacción del relato de la alianza del Sinaí en el Éxodo, y el código cuya promulgación sitúa este libro en el Sinaí habría sido promulgado realmente en Siquem. Siquem fue, en efecto, durante cierto tiempo, el centro privilegiado del recuerdo de la alianza con Yahvé. El redactor definitivo de Jos 24 habría desfigurado bastante a fondo este relato con el fin de trasladar al Sinaí todo el interés primitivamente centrado en Siquem.

a) Las tribus reunidas en Siquem comprenden clanes instalados en Palestina desde la época de los patriarcas sin interrupción; clanes llegados a Palestina antes de Josué después de una estancia en el extranjero; finalmente, la "casa de José", el último clan llegado a la tierra de sus antepasados, bajo la dirección sucesiva de Moisés y de Josué. Este último grupo resultó ser muy pronto el más importante o, por lo menos, el más organizado y el más cultivado -sin duda gracias a su estancia en Egipto-, y, por consiguiente, el más capacitado para reunir en torno a sí a las demás tribus y para reducir toda la historia del pueblo a la suya propia, a su éxodo y a su alianza. Así es como en Siquem el Dios de la casa de José se convirtió en Dios de todas las tribus y cómo las tradiciones de cada clan se fusionaron para constituir la ley de la alianza.

b) El conjunto del diálogo del pueblo con Dios encierra aún algunos elementos de la tradición primitiva (vv 14-15 y 18); lo demás se incorporó después del exilio. El signo mediante el cual las tribus aceptan realmente las condiciones de la alianza será el abandono de los falsos ídolos: toda alianza supone, pues, una conversión, y ésta supone el abandono de los antiguos dioses de Mesopotamia, adorados por los antepasados de Abraham y de los dioses cananeos conocidos por las tribus que se quedaron en Palestina.

c) La finalidad de la alianza entre las tribus no es, en primer término, política sino religiosa: el servicio de Dios (vv 14-15). Se trata, sin duda, de la organización del culto de Yavhé en forma de anfictionía: doce clanes o tribus se habrán de poner de acuerdo para garantizar, por turno y por espacio de un mes, el "servicio" de un templo común (quizá el lugar elevado de Siquem). Pero en el momento en que el redactor toma por su cuenta esta tradición, el "servicio" de Dios adquirió una dimensión más espiritual; conoce por experiencia la infidelidad de los siglos anteriores, y, para él, servir a Dios es ante todo ser fiel a las condiciones de la ley, como un vasallo sirve a la voluntad de su soberano.

El relato de la asamblea de Siquem ilustra de forma interesante el contenido de la alianza, que no se reduce, en primer término, al hecho de un Dios que reconoce a un pueblo o de un pueblo ya constituido que reconoce a su Dios; es, ante todo, la constitución de un pueblo en torno a una fe común y a un culto común. En otras palabras: Israel nació política y culturalmente en el momento en que, aunado, reconoció a su Dios. Nacionalidad y religión son inseparables: los hebreos son "elegidos" en cuanto pueblo y es un comportamiento colectivo lo que preside la alianza religiosa. Ya que se pertenezca a la antigua o a la nueva alianza, esta característica domina el comportamiento de los contratantes. La alianza no es tan sólo un tipo de relaciones entre Dios y unos hombres individuales; es más exactamente la solidaridad que los hombres encuentran entre sí debido a que sirven al mismo Dios. Esta solidaridad puede perder el aspecto nacionalista de Siquem; el servicio de Dios puede adquirir nuevas dimensiones después de Jesucristo; pero la alianza es siempre una manera de vivir en común, porque Dios vive con nosotros (Maertens-Frisque).

-Josué reunió a todas las tribus de Israel en Siquem. Llamó a los ancianos, a sus jefes, jueces y a los comisarios. Juntos se situaron en presencia de Dios. Es el relato de lo que se ha llamado "la gran asamblea de Siquem". La unificación de las diversas razas no se hizo en un día. Miles de veces fue necesario renovar la Alianza tan solemnemente pactada en el Sinaí. Ayúdanos, Señor, a renovar constantemente la alianza contigo y con nuestros hermanos. Ayúdanos a superar nuestros individualismos personalistas, clasistas o racistas. Haz que nuestras vidas sean realmente solidarias, más allá de nuestros círculos demasiado estrechos.

-Dijo Josué a todo el pueblo: «Así habla el Señor, el Dios de Israel. Vuestros antepasados habitaban al otro lado del Eufrates desde siempre hasta Teraj, padre Abraham... y servían a otros dioses. Tomé entonces a vuestro padre Abraham y le hice recorrer toda la tierra de Canaán... Y Josué cuenta toda la historia de esas tribus, una historia sinuosa que pasa por la esclavitud y la liberación. Desde el comienzo de esta aventura, la opción esencial es el rechazo de los ídolos. El abandono de los dioses del Eufrates, adorados por los antepasados de Abraham, fue el signo de la nueva fe en el verdadero Dios. Para nosotros, HOY también el abandono de los falsos-dioses es una condición esencial de nuestra liberación y del verdadero encuentro con Dios. ¿Cuáles son mis ídolos, mis falsos ideales, mis apegos excesivos a lo que no vale la pena? ¿Qué conversión espera el Señor de mí para renovar una alianza más verdadera con El?

-No fue con tu espada ni con tu arco... Os he dado una tierra que no os ha costado fatiga alguna... Sabemos, sin embargo que, de hecho, la cosa no pasó sin combates y sin esfuerzos. Pero aquí el autor subraya la gratuidad del don de Dios. Evidentemente eso es todavía más verdadero respecto a la gratuidad del don que se nos hizo en Jesucristo: «Es la justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos los que creen, pues no hay diferencia alguna: todos pecaron y están privados de la gloria de Dios pero son gratuitamente justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Jesucristo» (Rom 3,22-24).

-Unas ciudades en las que os habéis instalado sin haberlas construido, unas viñas y olivares de los que os alimentáis hoy sin haberlos plantado. No es solamente una ciudad, una viñas y unos olivares lo que Dios quiere darnos, es su «propia vida divina». El proyecto de Dios es nada menos que «hacernos participar» de su «naturaleza divina» (2 Ped 1,4). Para esto somos creados, para esto, estamos programados y fabricados por Dios desde el origen para llegar a ser hijos de Dios. Ahora bien, para esa aventura hacia el infinito partimos de cero y de menos que de cero. Lo que aquí dice Josué, del don de la Tierra Prometida es estrictamente verdadero cuando se trata del don esencial de Dios que aquel simbolizaba. ¡Nuestra divinización no se conquista! Nadie tiene derecho ni poder para ello. Nadie puede hacerse Dios: tan sólo podemos dejarnos hacer, en un «sí» lleno de humildad y de agradecimiento. «Por nosotros mismos no somos capaces de atribuirnos cosa alguna, como propia nuestra, sino que nuestra capacidad viene de Dios» (2 Co 3,5; Noel Quesson).

2. Saltándonos bastantes capítulos del Libro de Josué -en los que se cuentan las dramáticas aventuras de la ocupación de Canaán-, nos enteramos, hoy y mañana, de la gran asamblea de las tribus judías en Siquén, en el centro de Palestina, el mismo lugar donde Abrahán había erigido el primer altar a Dios y donde Jacob había tenido su misteriosa experiencia. Esta asamblea constituye el punto culminante del libro de Josué y, también, de la historia del pueblo de Israel, porque en ella renuevan la Alianza que la generación anterior había hecho en el Sinaí. Josué aprovecha para hacer una larga catequesis, un repaso de la historia del pueblo, desde la llamada de Abrahán hasta el momento presente, pasando por las peripecias de la ida y la vuelta a Egipto. Una catequesis que a nosotros nos sirve también para recordar lo que hemos ido leyendo como primera lectura de la misa durante las últimas semanas. En toda esta historia Josué ve la mano de Dios y quiere que el pueblo así lo recuerde para siempre. Naturalmente, la conquista de Canaán se ve, al cabo de varios siglos, bastante más pacífica y providencialista de lo que fue en realidad. Está muy bien elegido el salmo 135, que litánicamente va comentando: «porque es eterna su misericordia», porque Dios «guió por el desierto a su pueblo, les dio su tierra en heredad, y nos libró de nuestros opresores...».

A esta catequesis histórica los cristianos tenemos que añadirle varios capítulos: Cristo Jesús y los dos mil años de historia que ya lleva su comunidad, la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo. Nuestra fe cristiana es histórica. No se reduce a unas verdades que creer o a unos deberes que cumplir. Es la historia de cómo ha actuado y sigue actuando Dios, y cómo le ha respondido la humanidad, unas veces bien y otras, mal. Nuestra catequesis -la predicación, los cantos, el lenguaje de nuestra reflexión teológica- ganaría fuerza si fuera más «histórica». Es la mejor manera de presentar a Dios. No hecha de definiciones filosóficas, sino a partir de lo que ha obrado por su pueblo. Ahí aparecerían el amor y la fidelidad de Dios y también, las esclavitudes, los éxodos, los procesos de liberación, las idolatrías, las infidelidades, los valores y los fallos de la humanidad de entonces y de siempre. Y, en medio, se vería cómo, en Cristo, Dios se nos ha acercado definitivamente y cómo, en él, tenemos acceso confiado al Padre.

El salmo 135 es una Letanía de acción de gracias. Los judíos llaman a esta letanía «el gran Hallel», la gran alabanza, y la recitaban por Pascua, después del «pequeño Hallel», o sea, los salmos 112-117. En este salmo, con ritmo responsorial, con alternancia de coros, se cantan las grandezas de Dios en el cosmos y en la historia. En ella, un coro cantaba la primera parte del versículo, y el pueblo respondía: «Porque es eterna su misericordia», frase que hallamos muchas veces en la Sagrada Escritura, puesta en boca de los que alaban al Señor en el templo. La misericordia es el atributo divino que más de relieve se pone en el A. T., a pesar de lo cual, los fariseos lo entendieron tan poco, que fue necesario que Jesús les propusiese la parábola del «hijo pródigo», y les recordase aquellas palabras: «Misericordia quiero, que no sacrificios» (Mt 9,13).- «Himno pascual en forma de letanía. Recordamos todos y cada uno de los beneficios de Dios en la historia salvífica y en el caminar eclesial, y cantamos con entusiasmo: "Porque es eterna su misericordia". Alentados por esta presencia activa de Dios Amor en nuestra vida, comenzamos una nueva etapa en nuestro caminar, convencidos de que, a cada paso, encontraremos manifestaciones de la misericordia de Dios. Es una contemplación del amor, que mira siempre hacia un "más allá" y hacia un "aleluya" eterno» (J. Esquerda Bifet).

Sabemos por Esdras 3,11 y 2 Paralipómenos 7,3.6 que en la organización del culto cantaban alternativamente los coros, declarando la bondad y longanimidad de Yahvé. Algunas veces intervenía todo el pueblo con la contestación Amén, Aleluya.

Yahvé, Creador de todas las cosas (vv. 1-9).- El salmista inicia su himno responsorial invitando a reconocer la bondad divina y su soberanía sobre todo, incluso sobre los supuestos dioses de los otros pueblos, que para él no tienen vida propia. Su poder es omnímodo, y se manifestó en la obra de la creación. El canto sigue el relato de Génesis 1: la formación de los cielos y de la tierra sobre las aguas; después destaca el mundo sideral: el sol, la luna y las estrellas, que, lejos de ser divinidades, como creían los pueblos gentiles, son unos instrumentos al servicio del hombre. Cada uno de ellos tiene su momento fijado para aparecer: el sol de día, la luna y las estrellas de noche. Y todo conforme a un plan divino previamente fijado conforme a su sabiduría.

(Maximiliano García Cordero).

Juan Pablo II comentaba: "Reflexionemos ante todo en el estribillo: «Es eterna su misericordia». En esa frase destaca la palabra «misericordia», que en realidad es una traducción legítima, pero limitada, del vocablo originario hebreo hesed. En efecto, este vocablo forma parte del lenguaje característico que usa la Biblia para hablar de la relación que existe entre Dios y su pueblo. El término trata de definir las actitudes que se establecen dentro de esa relación: la fidelidad, la lealtad, el amor y, evidentemente, la misericordia de Dios. Aquí tenemos la representación sintética del vínculo profundo e interpersonal que instaura el Creador con su criatura. Dentro de esa relación, Dios no aparece en la Biblia como un Señor impasible e implacable, ni como un ser oscuro e indescifrable, semejante al hado, contra cuya fuerza misteriosa es inútil luchar. Al contrario, él se manifiesta como una persona que ama a sus criaturas, vela por ellas, las sigue en el camino de la historia y sufre por las infidelidades que a menudo el pueblo opone a su hesed, a su amor misericordioso y paterno.

El primer signo visible de esta caridad divina -dice el salmista- ha de buscarse en la creación. Luego entrará en escena la historia. La mirada, llena de admiración y asombro, se detiene ante todo en la creación: los cielos, la tierra, las aguas, el sol, la luna y las estrellas. Antes de descubrir al Dios que se revela en la historia de un pueblo, hay una revelación cósmica, al alcance de todos, ofrecida a toda la humanidad por el único Creador, «Dios de los dioses» y «Señor de los señores» (vv 2-3). Como había cantado el salmo 18, «el cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos: el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra» (vv 2-3). Así pues, existe un mensaje divino, grabado secretamente en la creación y signo del hesed, de la fidelidad amorosa de Dios, que da a sus criaturas el ser y la vida, el agua y el alimento, la luz y el tiempo. Hay que tener ojos limpios para captar esta revelación divina, recordando lo que dice el libro de la Sabiduría: «De la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor» (Sb 13,5; cf Rm 1,20). Así, la alabanza orante brota de la contemplación de las «maravillas» de Dios (cf Sal 135,4), expuestas en la creación, y se transforma en gozoso himno de alabanza y acción de gracias al Señor.

Por consiguiente, de las obras creadas se asciende hasta la grandeza de Dios, hasta su misericordia amorosa. Es lo que nos enseñan los Padres de la Iglesia, en cuya voz resuena la constante Tradición cristiana. Así, san Basilio Magno, en una de las páginas iniciales de su primera homilía sobre el Exameron, en la que comenta el relato de la creación según el capítulo primero del libro del Génesis, se detiene a considerar la acción sabia de Dios, y llega a reconocer en la bondad divina el centro propulsor de la creación. He aquí algunas expresiones tomadas de la larga reflexión del santo obispo de Cesarea de Capadocia: «"En el principio creó Dios los cielos y la tierra". Mi palabra se rinde abrumada por el asombro ante este pensamiento». En efecto, aunque algunos, «engañados por el ateísmo que llevaban en su interior, imaginaron que el universo no tenía guía ni orden, como si estuviera gobernado por la casualidad», el escritor sagrado «en seguida nos ha iluminado la mente con el nombre de Dios al inicio del relato, diciendo: "En el principio creó Dios". Y ¡qué belleza hay en este orden!» (1,2,4: ib., p. 11). «Así pues, si el mundo tiene un principio y ha sido creado, busca al que lo ha creado, busca al que le ha dado inicio, al que es su Creador. (...) Moisés nos ha prevenido con su enseñanza imprimiendo en nuestras almas como sello y filacteria el santísimo nombre de Dios, cuando dijo: "En el principio creó Dios". La naturaleza bienaventurada, la bondad sin envidia, el que es objeto de amor por parte de todos los seres racionales, la belleza más deseable que ninguna otra, el principio de los seres, la fuente de la vida, la luz intelectiva, la sabiduría inaccesible, es decir, Dios "en el principio creó los cielos y la tierra"». Creo que las palabras de este Santo Padre del siglo IV tienen una actualidad sorprendente cuando dice: «Algunos, engañados por el ateísmo que llevaban en su interior, imaginaron que el universo no tenía guía ni orden, como si estuviera gobernado por la casualidad». ¡Cuántos son hoy los que piensan así! Engañados por el ateísmo, consideran y tratan de demostrar que es científico pensar que todo carece de guía y de orden, como si estuviera gobernado por la casualidad. El Señor, con la Sagrada Escritura, despierta la razón que duerme y nos dice: «En el inicio está la Palabra creadora. Y la Palabra creadora que está en el inicio -la Palabra que lo ha creado todo, que ha creado este proyecto inteligente que es el cosmos- es también amor».

Por consiguiente, dejémonos despertar por esta Palabra de Dios; pidamos que esta Palabra ilumine también nuestra mente, para que podamos captar el mensaje de la creación -inscrito también en nuestro corazón-: que el principio de todo es la Sabiduría creadora, y que esta Sabiduría es amor, es bondad; «es eterna su misericordia»".

Luego del origen de las maravillas del universo, se proclama un horizonte diverso, el de la historia y del bien que Dios ha realizado por nosotros en el curso del tiempo. "Sabemos que la revelación bíblica proclama repetidamente que la presencia de Dios salvador se manifiesta de modo particular en la historia de la salvación (cf. Dt 26,5-9; Jos 24,1-13).

Así pues, pasan ante los ojos del orante las acciones liberadoras del Señor, que tienen su centro en el acontecimiento fundamental del éxodo de Egipto. A este está profundamente vinculado el arduo viaje por el desierto del Sinaí, cuya última etapa es la tierra prometida, el don divino que Israel sigue experimentando en todas las páginas de la Biblia. El célebre paso a través del mar Rojo, «dividido en dos partes», casi desgarrado y domado como un monstruo vencido (cf Sal 135,13), hace surgir el pueblo libre y llamado a una misión y a un destino glorioso (cf vv 14-15; Ex 15,1-21), que encuentra su relectura cristiana en la plena liberación del mal con la gracia bautismal (cf 1 Co 10,1-4). Se abre, además, el itinerario por el desierto: allí el Señor es representado como un guerrero que, prosiguiendo la obra de liberación iniciada en el paso del mar Rojo, defiende a su pueblo, hiriendo a sus adversarios. Por tanto, desierto y mar representan el paso a través del mal y la opresión, para recibir el don de la libertad y de la tierra prometida (cf Sal 135,16-20).

Al final, el Salmo alude al país que la Biblia exalta de modo entusiasta como «tierra buena, tierra de torrentes, de fuentes y hontanares (...), tierra de trigo y de cebada, de viñas, higueras y granados, tierra de olivares, de aceite y de miel, tierra donde el pan que comas no te será racionado y donde no carecerás de nada; tierra donde las piedras tienen hierro y de cuyas montañas extraerás el bronce» (Dt 8,7-9). Esta celebración exaltante, que va más allá de la realidad de aquella tierra, quiere ensalzar el don divino dirigiendo nuestra expectativa hacia el don más alto de la vida eterna con Dios. Un don que permite al pueblo ser libre, un don que nace -como se sigue repitiendo en la antífona que articula cada versículo- del hesed del Señor, es decir, de su «misericordia», de su fidelidad al compromiso asumido en la alianza con Israel, de su amor, que sigue revelándose a través del «recuerdo» (cf Sal 135,23). En el tiempo de la «humillación», o sea, de las sucesivas pruebas y opresiones, Israel descubrirá siempre la mano salvadora del Dios de la libertad y del amor. También en el tiempo del hambre y de la miseria el Señor entrará en escena para ofrecer el alimento a toda la humanidad, confirmando su identidad de creador (cf v 25).

Por consiguiente, en el salmo 135 se entrelazan dos modalidades de la única revelación divina, la cósmica (cf vv 4-9) y la histórica (cf vv 10-25). Ciertamente, el Señor es trascendente como creador y dueño absoluto del ser; pero también está cerca de sus criaturas, entrando en el espacio y en el tiempo. No se queda fuera, en el cielo lejano. Más aún, su presencia en medio de nosotros alcanza su ápice en la encarnación de Cristo. Esto es lo que la relectura cristiana del salmo proclama de modo límpido, como testimonian los Padres de la Iglesia, que ven la cumbre de la historia de la salvación y el signo supremo del amor misericordioso del Padre en el don del Hijo, como salvador y redentor de la humanidad (cf Jn 3,16). Así, san Cipriano, mártir del siglo III, al inicio de su tratado sobre Las obras de caridad y la limosna, contempla con asombro las obras que Dios realizó en Cristo su Hijo en favor de su pueblo, prorrumpiendo por último en un apasionado reconocimiento de su misericordia. «Amadísimos hermanos, muchos y grandes son los beneficios de Dios, que la bondad generosa y copiosa de Dios Padre y de Cristo ha realizado y siempre realizará para nuestra salvación; en efecto, para preservarnos, darnos una nueva vida y poder redimirnos, el Padre envió al Hijo; el Hijo, que había sido enviado, quiso ser llamado también Hijo del hombre, para hacernos hijos de Dios: se humilló, para elevar al pueblo que antes yacía en la tierra, fue herido para curar nuestras heridas, se hizo esclavo para conducirnos a la libertad a nosotros, que éramos esclavos. Aceptó morir, para poder ofrecer a los mortales la inmortalidad. Estos son los numerosos y grandes dones de la divina misericordia». Con estas palabras el santo Doctor de la Iglesia desarrolla el Salmo con una enumeración de los beneficios que Dios nos ha hecho, añadiendo a lo que el Salmista no conocía todavía, pero que ya esperaba, el verdadero don que Dios nos ha hecho: el don del Hijo, el don de la Encarnación, en la que Dios se nos dio a nosotros y permanece con nosotros, en la Eucaristía y en su Palabra, cada día, hasta el final de la historia. El peligro nuestro está en que la memoria del mal, de los males sufridos, a menudo sea más fuerte que el recuerdo del bien. El Salmo sirve para despertar en nosotros también el recuerdo del bien, de tanto bien como el Señor nos ha hecho y nos hace, y para que podamos ver si nuestro corazón se hace más atento: en verdad, la misericordia de Dios es eterna, está presente día tras día".

3.- Mt 19,3-12. Terminado ya el «discurso eclesial» del cap. 18, siguen unas recomendaciones de Jesús en su camino a Jerusalén: esta vez, la célebre cuestión del divorcio. La pregunta no es acerca de la licitud del divorcio, que era algo admitido. Sino sobre cuál de las dos interpretaciones era más correcta: la amplia de algunos maestros como Hillel, que multiplicaban los motivos para que el marido pudiera pedir el divorcio (no aparece que lo pueda pedir la mujer), o la más estricta de la escuela de Shammai, que sólo lo admitía en casos extremos, por ejemplo el adulterio. Jesús deja aparte la casuística y reafirma la indisolubilidad del matrimonio, recordando el plan de Dios: «ya no son dos, sino una sola carne: así pues, lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre»  (cf Gaudium et spes 48). Al mismo tiempo, negando el divorcio, Jesús restablece la dignidad de la mujer, que no puede ser tratada, como lo era en aquel tiempo, con esa visión tan machista e interesada. La excepción que admite («no hablo de prostitución») no se sabe bien a qué se puede referir. -Nota breve sobre la excepción de Mateo: "salvo en caso de unión ilegal". Mateo es el único evangelista que introduce ese paréntesis, en una frase de Jesús que no tolera ningún motivo de repudio. El término griego debería más bien traducirse por "en caso de impudicia", o "en caso de prostitución". Parece que lo que Mateo tiene aquí en cuenta es el caso de aquellos que vivían juntos sin estar casados. En ese caso no hay divorcio en sentido estricto sino más bien restablecimiento de una situación normal. La tradición ortodoxa oriental ve en ello, por el contrario, una base para permitir un nuevo casamiento al consorte que ha sido victima de un adulterio. Esta interpretación no la admite la Iglesia católica por lo menos como regla codificada por la ley; pero acepta que en lo concreto es la misericordia la que ha de resolver a veces ciertas situaciones excepcionales. Esto no hace mas que subrayar la indisolubilidad fundamental del matrimonio en su dinamismo normal: los dos serán uno... para siempre.

Pero lo que sí queda muy claro es el principio de que «lo que Dios ha unido el hombre no lo separe».

Cristo toma en serio la relación sexual, el matrimonio y la dignidad de la mujer. No con los planteamientos superficiales de su tiempo y de ahora, buscando meramente una satisfacción que puede ser pasajera. En el sermón de la montaña (lo veíamos el viernes de la semana décima) ya desautorizaba el divorcio. Aquí apela a la voluntad original de Dios, que comporta una unión mucho más seria y estable, no sujeta a un sentimiento pasajero o a un capricho. El plan es de Dios: él es quien ha querido que exista esa atracción y ese amor entre el hombre y la mujer, con una admirable complementariedad y, además, con la apertura al milagro de la vida, en el que colaboran con el mismo Dios. Lo cual nos recuerda la necesidad de que lo tomemos en serio también nosotros, dentro de la comunidad eclesial: la preparación humana y psicológica del matrimonio, su celebración, su acompañamiento después... El amor que quiere Dios es estable, fiel, maduro. Si el matrimonio se acepta con todas las consecuencias, no buscándose sólo a sí mismo, sino con esa admirable comunión de vida que supone la vida conyugal y, luego, la relación entre padres e hijos, evidentemente es comprometido, además de noble y gozoso. Como era difícil lo que nos pedía Jesús ayer: perdonar al hermano. Como es difícil tomar la cruz cada día y seguirle. Podríamos completar hoy nuestra escucha de la Palabra bíblica leyendo lo que el Catecismo dice sobre «el matrimonio en el Señor» (CEC 1612-1617); valora el matrimonio cristiano desde su simbolismo del amor de Dios a Israel y de Cristo a su Iglesia, y alude también, con la cita de ese pasaje de Mt 19, a la cuestión del divorcio. La lección de la fidelidad estable vale igualmente para los que han optado por otro camino, el del celibato. De eso habla hoy Jesús cuando afirma que hay quien renuncia al matrimonio y se mantiene célibe «por el Reino de los Cielos». Como hizo él. Como hacen los ministros ordenados y los religiosos: no para no amar, sino para amar más y de otro modo. Para dedicar su vida entera -también como signo-, a colaborar en la salvación del mundo. El celibato lo presenta Jesús como un don de Dios, no como una opción que sea posible a todos (J. Aldazábal).

-Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre... Si uno repudia a su mujer... y se casa con otra, comete adulterio. Jesús lanza una verdadera llamada a favor de la indisolubilidad del matrimonio. El conjunto del texto va, de modo manifiesto, en este sentido: la unión matrimonial transforma unos amantes, que podrían serlo sólo de paso, en "compañeros de eternidad". "¡Lo que Dios ha unido!" -No todos pueden entender esta palabra, sino sólo los que han recibido el don. Esa frase misteriosa de Jesús responde a una cuestión que expusieron los apóstoles: "El matrimonio, así concebido, es demasiado hermoso, demasiado difícil. Si esto es así, más vale no casarse. De ese modo, para Jesús la más alta concepción humana del amor conyugal es un "don de Dios". La doctrina de Jesús no será entendida por todos. ¡Señor, concédenos amar indisolublemente, fielmente, infinitamente... como Tu! ¡Definitivamente! Salva de lo efímero nuestros amores, Señor. Esto supone muchos combates, día tras día. -Hay gentes que no se casarán... porque son incapaces por naturaleza... otros porque han sido mutilados por los hombres... Pero los hay que no se casarán "por razón del reino de Dios". El que pueda con eso, que lo haga. Por segunda vez, y sobre otro asunto, pero muy próximo en el fondo, aludes, Señor, a una cierta intuición misteriosa que es dada por Dios: esa palabra de Jesús es "abierta", hace alusión a una cierta afinidad, a una cierta capacidad de recibirla, a un "carisma" personal. No puede erigirse en ley general en la Iglesia, ni en el mundo; pero es un camino abierto, distinto del matrimonio: el celibato, la continencia voluntaria. Es muy notable la insistencia de Jesús en dos puntos:

1º La libertad que requiere esta decisión, que no es impuesta ni "por la naturaleza" ni por la fuerza.

2º La motivación profunda de esta decisión voluntaria: "El Reino de Dios". Dice Jesús: hay quienes renuncian al matrimonio y a toda vida sexual para comprometerse con todo su ser en el "Reino", y teniendo, como amor casi exclusivo, a Dios. Así Jesús realza a un muy alto nivel el amor conyugal, dándole un horizonte eterno... y abre la hipótesis de un celibato de muy alto nivel, que tiene ese mismo horizonte (Noel Quesson). La motivación del celibato (también expresada en 1 Cor 7,7; Lumen gentium 42) está aquí apuntada por el Señor: señal y estímulo de caridad, manantial peculiar de espiritual fecundidad en el mundo. Se sitúan –matrimonio y celibato- en el mismo contexto del amor, pues la virginidad vale la pena por el Reino de Dios, como dice el Catecismo 1618: "Cristo es el centro de toda vida cristiana. El vínculo con El ocupa el primer lugar entre todos los demás vínculos, familiares o sociales (cf Lc 14,26; Mc 10,28-31). Desde los comienzos de la Iglesia ha habido hombres y mujeres que han renunciado al gran bien del matrimonio para seguir al Cordero dondequiera que vaya (cf Ap 14,4), para ocuparse de las cosas del Señor, para tratar de agradarle (cf 1 Co 7,32), para ir al encuentro del Esposo que viene (cf Mt 25,6). Cristo mismo invitó a algunos a seguirle en este modo de vida del que El es el modelo: Hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos hechos por los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien pueda entender, que entienda (Mt 19,12).

1619    La virginidad por el Reino de los Cielos es un desarrollo de la gracia bautismal, un signo poderoso de la preeminencia del vínculo con Cristo, de la ardiente espera de su retorno, un signo que recuerda también que el matrimonio es una realidad que manifiesta el carácter pasajero de este mundo (cf 1 Co 7,31; Mc 12,25).

1620    Estas dos realidades, el sacramento del Matrimonio y la virginidad por el Reino de Dios, vienen del Señor mismo. Es él quien les da sentido y les concede la gracia indispensable para vivirlos conforme a su voluntad (cf Mt 19,3-12). La estima de la virginidad por el Reino (cf LG 42; PC 12; OT 10) y el sentido cristiano del Matrimonio son inseparables y se apoyan mutuamente:

Denigrar el matrimonio es reducir a la vez la gloria de la virginidad; elogiarlo es realzar a la vez la admiración que corresponde a la virginidad... (S. Juan Crisóstomo, virg. 10,1; cf FC, 16)".