Viernes de la 19ª semana de Tiempo Ordinario. Dios renueva su Alianza y su misericordia a través de la historia, en cada tiempo, y podemos corresponder en el amor indiviso: un solo Dios y en el camino del matrimonio o celibato por el Reino de los cielos
Lectura del libro de Josué 24,1-13. En aquellos días, Josué reunió a las tribus de Israel en Siquén. Convocó a los ancianos de Israel, a los cabezas de familia, jueces y alguaciles, y se presentaron ante el Señor. Josué habló al pueblo: -«Así dice el Señor, Dios de Israel: "Al otro lado del río Éufrates vivieron antaño vuestros padres, Teraj, padre de Abrahán y de Najor, sirviendo a otros dioses. Tomé a Abrahán, vuestro padre, del otro lado del río, lo conduje por todo el país de Canaán y multipliqué su descendencia dándole a Isaac. A Isaac le di Jacob y Esaú. A Esaú le di en propiedad la montaña de Seír, mientras que Jacob y sus hijos bajaron a Egipto. Envié a Moisés y Aarón para castigar a Egipto con los portentos que hice, y después os saqué de allí. Saqué de Egipto a vuestros padres; y llegasteis al mar. Los egipcios persiguieron a vuestros padres con caballería y carros hasta el mar Rojo. Pero gritaron al Señor, y él puso una nube oscura entre vosotros y los egipcios; después desplomó sobre ellos el mar, anegándolos. Vuestros ojos vieron lo que hice en Egipto. Después vivisteis en el desierto muchos años. Os llevé al país de los amorreos, que vivían en Transjordania; os atacaron, y os los entregué. Tomasteis posesión de sus tierras, y yo los exterminé ante vosotros. Entonces Balac, hijo de Sipor, rey de Moab, atacó a Israel; mandó llamar a Balaán, hijo de Beor, para que os maldijera; pero yo no quise oír a Balaán, que no tuvo más remedio que bendeciros, y os libré de sus manos. Pasasteis el Jordán y llegasteis a Jericó. Los jefes de Jericó os atacaron: los amorreos, fereceos, cananeos, hititas, guirgaseos, heveos y jebuseos; pero yo os los entregué; sembré el pánico ante vosotros, y expulsasteis a los dos reyes amorreos, no con tu espada ni con tu arco. Y os di una tierra por la que no habíais sudado, ciudades que no habíais construido, y en las que ahora vivís, viñedos y olivares que no habíais plantado, y de los que ahora coméis."»
Salmo 135,1-3.16-18.21-22 y 24. R. Porque es eterna su misericordia.
Dad gracias al Señor porque es bueno: R.
Dad gracias al Dios de los dioses: R.
Dad gracias al Señor de los señores: R.
Guió por el desierto a su pueblo: R.
Él hirió a reyes famosos: R.
Dio muerte a reyes poderosos: R.
Les dio su tierra en heredad: R.
En heredad a Israel, su siervo: R.
Y nos libró de nuestros opresores: R.
Santo evangelio según san Mateo 19,3-12. En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos fariseos y le preguntaron, para ponerlo a prueba: -«¿Es lícito a uno despedir a su mujer por cualquier motivo?» El les respondió: -« ¿No habéis leído que el Creador, en el principio, los creó hombre y mujer, y dijo: "Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne"? De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.» Ellos insistieron: -« ¿Y por qué mandó Moisés darle acta de repudio y divorciarse? » Él les contestó: -«Por lo tercos que sois os permitió Moisés divorciaros de vuestras mujeres; pero, al principio, no era así. Ahora os digo yo que, si uno se divorcia de su mujer -no hablo de impureza- y se casa con otra, comete adulterio.» Los discípulos le replicaron: -«Si ésa es la situación del hombre con la mujer, no trae cuenta casarse.» Pero él les dijo: -«No todos pueden con eso, sólo los que han recibido ese don. Hay eunucos que salieron así del vientre de su madre, a otros los hicieron los hombres, y hay quienes se hacen eunucos por el reino de los cielos. El que pueda con esto, que lo haga.»
Comentario: 1.- Jos 24,1-13. El libro de Josué termina con una ratificación de la Alianza, renovación del compromiso asumido en el Sinaí, por parte del pueblo de Israel que está en posesión de la tierra prometida. Estos elementos descritos aquí aparecen en pactos hititas de vasallajes del segundo milenio a.C., por tanto además de carácter religioso la Alianza aparece con fuerza de Ley. La Alianza, en la base de la moral cristiana, supone comprender que Dios es Señor de la historia, elige a los que han de asumir un compromiso concreto de fidelidad. "No hay duda de que la doctrina moral cristiana, en sus mismas raíces bíblicas, reconoce la especifica importancia de una elección fundamental que cualifica la vida moral y que compromete la libertad a nivel radical ante Dios. Se trata de la elección de la fe —de la obediencia de la fe (cf Rom 16,26), por la que "el hombre sé entrega entera y libremente a Dios, y le ofrece "el homenaje total de su entendimiento y voluntad" [DV 5] Esta fe, que actúa por la caridad (cf Gal 5,6), proviene de lo más íntimo del hombre, de su "corazón" (cf Rom 10,10), y desde aquí viene llamada a fructificar en las obras (cf Mt 12,33-35; Lc 6,43-45; Rom 8,5-8; Gal 5,22). En el Decálogo se encuentra, al inicio de los diversos mandamientos, la cláusula fundamental: "Yo, el Señor, soy tu Dios" (Ex 20,2), la cual confiriendo el sentido original a las múltiples y varias prescripciones particulares, asegura a la moral de la Alianza una fisonomía de totalidad, unidad y profundidad. La elección fundamental de Israel se refiere, por tanto, al mandamiento fundamental (cf Jos 24,14-25; Ex 19,3-8, Miq 6,8)" (Juan Pablo II, Veritatis Splendor 66). El cap 24 del libro de Josué constituye una especie de apéndice incorporado un siglo o dos después de la refundición deuteronómica del libro. Mas esta incorporación tardía no impide que el relato esté apoyado en una tradición muy antigua de la alianza de Siquem, anterior incluso a las de Jos 8, 30-35 y Dt 27, 1-26. Esta tradición presentaba la alianza pactada en Siquem de acuerdo con los tratados de alianza, normales en aquella época, entre soberano y vasallos. Un preámbulo (v 1), un discurso que recordaba las relaciones anteriores de los contratantes (vv 1-15), el anunciado de las estipulaciones del contrato (vv 16-18), la enumeración de las maldiciones y de los castigos que sancionarán toda contravención a la alianza (vv 19-24; cf, sobre todo, Dt 27), y, finalmente, la mención del rito de alianza y de la grabación del contrato en una estela (vv 25-28). Este fondo primitivo inspiró, sin duda, la redacción del relato de la alianza del Sinaí en el Éxodo, y el código cuya promulgación sitúa este libro en el Sinaí habría sido promulgado realmente en Siquem. Siquem fue, en efecto, durante cierto tiempo, el centro privilegiado del recuerdo de la alianza con Yahvé. El redactor definitivo de Jos 24 habría desfigurado bastante a fondo este relato con el fin de trasladar al Sinaí todo el interés primitivamente centrado en Siquem.
a) Las tribus reunidas en Siquem comprenden clanes instalados en Palestina desde la época de los patriarcas sin interrupción; clanes llegados a Palestina antes de Josué después de una estancia en el extranjero; finalmente, la "casa de José", el último clan llegado a la tierra de sus antepasados, bajo la dirección sucesiva de Moisés y de Josué. Este último grupo resultó ser muy pronto el más importante o, por lo menos, el más organizado y el más cultivado -sin duda gracias a su estancia en Egipto-, y, por consiguiente, el más capacitado para reunir en torno a sí a las demás tribus y para reducir toda la historia del pueblo a la suya propia, a su éxodo y a su alianza. Así es como en Siquem el Dios de la casa de José se convirtió en Dios de todas las tribus y cómo las tradiciones de cada clan se fusionaron para constituir la ley de la alianza.
b) El conjunto del diálogo del pueblo con Dios encierra aún algunos elementos de la tradición primitiva (vv 14-15 y 18); lo demás se incorporó después del exilio. El signo mediante el cual las tribus aceptan realmente las condiciones de la alianza será el abandono de los falsos ídolos: toda alianza supone, pues, una conversión, y ésta supone el abandono de los antiguos dioses de Mesopotamia, adorados por los antepasados de Abraham y de los dioses cananeos conocidos por las tribus que se quedaron en Palestina.
c) La finalidad de la alianza entre las tribus no es, en primer término, política sino religiosa: el servicio de Dios (vv 14-15). Se trata, sin duda, de la organización del culto de Yavhé en forma de anfictionía: doce clanes o tribus se habrán de poner de acuerdo para garantizar, por turno y por espacio de un mes, el "servicio" de un templo común (quizá el lugar elevado de Siquem). Pero en el momento en que el redactor toma por su cuenta esta tradición, el "servicio" de Dios adquirió una dimensión más espiritual; conoce por experiencia la infidelidad de los siglos anteriores, y, para él, servir a Dios es ante todo ser fiel a las condiciones de la ley, como un vasallo sirve a la voluntad de su soberano.
El relato de la asamblea de Siquem ilustra de forma interesante el contenido de la alianza, que no se reduce, en primer término, al hecho de un Dios que reconoce a un pueblo o de un pueblo ya constituido que reconoce a su Dios; es, ante todo, la constitución de un pueblo en torno a una fe común y a un culto común. En otras palabras: Israel nació política y culturalmente en el momento en que, aunado, reconoció a su Dios. Nacionalidad y religión son inseparables: los hebreos son "elegidos" en cuanto pueblo y es un comportamiento colectivo lo que preside la alianza religiosa. Ya que se pertenezca a la antigua o a la nueva alianza, esta característica domina el comportamiento de los contratantes. La alianza no es tan sólo un tipo de relaciones entre Dios y unos hombres individuales; es más exactamente la solidaridad que los hombres encuentran entre sí debido a que sirven al mismo Dios. Esta solidaridad puede perder el aspecto nacionalista de Siquem; el servicio de Dios puede adquirir nuevas dimensiones después de Jesucristo; pero la alianza es siempre una manera de vivir en común, porque Dios vive con nosotros (Maertens-Frisque).
-Josué reunió a todas las tribus de Israel en Siquem. Llamó a los ancianos, a sus jefes, jueces y a los comisarios. Juntos se situaron en presencia de Dios. Es el relato de lo que se ha llamado "la gran asamblea de Siquem". La unificación de las diversas razas no se hizo en un día. Miles de veces fue necesario renovar la Alianza tan solemnemente pactada en el Sinaí. Ayúdanos, Señor, a renovar constantemente la alianza contigo y con nuestros hermanos. Ayúdanos a superar nuestros individualismos personalistas, clasistas o racistas. Haz que nuestras vidas sean realmente solidarias, más allá de nuestros círculos demasiado estrechos.
-Dijo Josué a todo el pueblo: «Así habla el Señor, el Dios de Israel. Vuestros antepasados habitaban al otro lado del Eufrates desde siempre hasta Teraj, padre Abraham... y servían a otros dioses. Tomé entonces a vuestro padre Abraham y le hice recorrer toda la tierra de Canaán... Y Josué cuenta toda la historia de esas tribus, una historia sinuosa que pasa por la esclavitud y la liberación. Desde el comienzo de esta aventura, la opción esencial es el rechazo de los ídolos. El abandono de los dioses del Eufrates, adorados por los antepasados de Abraham, fue el signo de la nueva fe en el verdadero Dios. Para nosotros, HOY también el abandono de los falsos-dioses es una condición esencial de nuestra liberación y del verdadero encuentro con Dios. ¿Cuáles son mis ídolos, mis falsos ideales, mis apegos excesivos a lo que no vale la pena? ¿Qué conversión espera el Señor de mí para renovar una alianza más verdadera con El?
-No fue con tu espada ni con tu arco... Os he dado una tierra que no os ha costado fatiga alguna... Sabemos, sin embargo que, de hecho, la cosa no pasó sin combates y sin esfuerzos. Pero aquí el autor subraya la gratuidad del don de Dios. Evidentemente eso es todavía más verdadero respecto a la gratuidad del don que se nos hizo en Jesucristo: «Es la justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos los que creen, pues no hay diferencia alguna: todos pecaron y están privados de la gloria de Dios pero son gratuitamente justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Jesucristo» (Rom 3,22-24).
-Unas ciudades en las que os habéis instalado sin haberlas construido, unas viñas y olivares de los que os alimentáis hoy sin haberlos plantado. No es solamente una ciudad, una viñas y unos olivares lo que Dios quiere darnos, es su «propia vida divina». El proyecto de Dios es nada menos que «hacernos participar» de su «naturaleza divina» (2 Ped 1,4). Para esto somos creados, para esto, estamos programados y fabricados por Dios desde el origen para llegar a ser hijos de Dios. Ahora bien, para esa aventura hacia el infinito partimos de cero y de menos que de cero. Lo que aquí dice Josué, del don de la Tierra Prometida es estrictamente verdadero cuando se trata del don esencial de Dios que aquel simbolizaba. ¡Nuestra divinización no se conquista! Nadie tiene derecho ni poder para ello. Nadie puede hacerse Dios: tan sólo podemos dejarnos hacer, en un «sí» lleno de humildad y de agradecimiento. «Por nosotros mismos no somos capaces de atribuirnos cosa alguna, como propia nuestra, sino que nuestra capacidad viene de Dios» (2 Co 3,5; Noel Quesson).
2. Saltándonos bastantes capítulos del Libro de Josué -en los que se cuentan las dramáticas aventuras de la ocupación de Canaán-, nos enteramos, hoy y mañana, de la gran asamblea de las tribus judías en Siquén, en el centro de Palestina, el mismo lugar donde Abrahán había erigido el primer altar a Dios y donde Jacob había tenido su misteriosa experiencia. Esta asamblea constituye el punto culminante del libro de Josué y, también, de la historia del pueblo de Israel, porque en ella renuevan la Alianza que la generación anterior había hecho en el Sinaí. Josué aprovecha para hacer una larga catequesis, un repaso de la historia del pueblo, desde la llamada de Abrahán hasta el momento presente, pasando por las peripecias de la ida y la vuelta a Egipto. Una catequesis que a nosotros nos sirve también para recordar lo que hemos ido leyendo como primera lectura de la misa durante las últimas semanas. En toda esta historia Josué ve la mano de Dios y quiere que el pueblo así lo recuerde para siempre. Naturalmente, la conquista de Canaán se ve, al cabo de varios siglos, bastante más pacífica y providencialista de lo que fue en realidad. Está muy bien elegido el salmo 135, que litánicamente va comentando: «porque es eterna su misericordia», porque Dios «guió por el desierto a su pueblo, les dio su tierra en heredad, y nos libró de nuestros opresores...».
A esta catequesis histórica los cristianos tenemos que añadirle varios capítulos: Cristo Jesús y los dos mil años de historia que ya lleva su comunidad, la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo. Nuestra fe cristiana es histórica. No se reduce a unas verdades que creer o a unos deberes que cumplir. Es la historia de cómo ha actuado y sigue actuando Dios, y cómo le ha respondido la humanidad, unas veces bien y otras, mal. Nuestra catequesis -la predicación, los cantos, el lenguaje de nuestra reflexión teológica- ganaría fuerza si fuera más «histórica». Es la mejor manera de presentar a Dios. No hecha de definiciones filosóficas, sino a partir de lo que ha obrado por su pueblo. Ahí aparecerían el amor y la fidelidad de Dios y también, las esclavitudes, los éxodos, los procesos de liberación, las idolatrías, las infidelidades, los valores y los fallos de la humanidad de entonces y de siempre. Y, en medio, se vería cómo, en Cristo, Dios se nos ha acercado definitivamente y cómo, en él, tenemos acceso confiado al Padre.
El salmo 135 es una Letanía de acción de gracias. Los judíos llaman a esta letanía «el gran Hallel», la gran alabanza, y la recitaban por Pascua, después del «pequeño Hallel», o sea, los salmos 112-117. En este salmo, con ritmo responsorial, con alternancia de coros, se cantan las grandezas de Dios en el cosmos y en la historia. En ella, un coro cantaba la primera parte del versículo, y el pueblo respondía: «Porque es eterna su misericordia», frase que hallamos muchas veces en la Sagrada Escritura, puesta en boca de los que alaban al Señor en el templo. La misericordia es el atributo divino que más de relieve se pone en el A. T., a pesar de lo cual, los fariseos lo entendieron tan poco, que fue necesario que Jesús les propusiese la parábola del «hijo pródigo», y les recordase aquellas palabras: «Misericordia quiero, que no sacrificios» (Mt 9,13).- «Himno pascual en forma de letanía. Recordamos todos y cada uno de los beneficios de Dios en la historia salvífica y en el caminar eclesial, y cantamos con entusiasmo: "Porque es eterna su misericordia". Alentados por esta presencia activa de Dios Amor en nuestra vida, comenzamos una nueva etapa en nuestro caminar, convencidos de que, a cada paso, encontraremos manifestaciones de la misericordia de Dios. Es una contemplación del amor, que mira siempre hacia un "más allá" y hacia un "aleluya" eterno» (J. Esquerda Bifet).
Sabemos por Esdras 3,11 y 2 Paralipómenos 7,3.6 que en la organización del culto cantaban alternativamente los coros, declarando la bondad y longanimidad de Yahvé. Algunas veces intervenía todo el pueblo con la contestación Amén, Aleluya.
Yahvé, Creador de todas las cosas (vv. 1-9).- El salmista inicia su himno responsorial invitando a reconocer la bondad divina y su soberanía sobre todo, incluso sobre los supuestos dioses de los otros pueblos, que para él no tienen vida propia. Su poder es omnímodo, y se manifestó en la obra de la creación. El canto sigue el relato de Génesis 1: la formación de los cielos y de la tierra sobre las aguas; después destaca el mundo sideral: el sol, la luna y las estrellas, que, lejos de ser divinidades, como creían los pueblos gentiles, son unos instrumentos al servicio del hombre. Cada uno de ellos tiene su momento fijado para aparecer: el sol de día, la luna y las estrellas de noche. Y todo conforme a un plan divino previamente fijado conforme a su sabiduría.
(Maximiliano García Cordero).
Juan Pablo II comentaba: "Reflexionemos ante todo en el estribillo: «Es eterna su misericordia». En esa frase destaca la palabra «misericordia», que en realidad es una traducción legítima, pero limitada, del vocablo originario hebreo hesed. En efecto, este vocablo forma parte del lenguaje característico que usa la Biblia para hablar de la relación que existe entre Dios y su pueblo. El término trata de definir las actitudes que se establecen dentro de esa relación: la fidelidad, la lealtad, el amor y, evidentemente, la misericordia de Dios. Aquí tenemos la representación sintética del vínculo profundo e interpersonal que instaura el Creador con su criatura. Dentro de esa relación, Dios no aparece en la Biblia como un Señor impasible e implacable, ni como un ser oscuro e indescifrable, semejante al hado, contra cuya fuerza misteriosa es inútil luchar. Al contrario, él se manifiesta como una persona que ama a sus criaturas, vela por ellas, las sigue en el camino de la historia y sufre por las infidelidades que a menudo el pueblo opone a su hesed, a su amor misericordioso y paterno.
El primer signo visible de esta caridad divina -dice el salmista- ha de buscarse en la creación. Luego entrará en escena la historia. La mirada, llena de admiración y asombro, se detiene ante todo en la creación: los cielos, la tierra, las aguas, el sol, la luna y las estrellas. Antes de descubrir al Dios que se revela en la historia de un pueblo, hay una revelación cósmica, al alcance de todos, ofrecida a toda la humanidad por el único Creador, «Dios de los dioses» y «Señor de los señores» (vv 2-3). Como había cantado el salmo 18, «el cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos: el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra» (vv 2-3). Así pues, existe un mensaje divino, grabado secretamente en la creación y signo del hesed, de la fidelidad amorosa de Dios, que da a sus criaturas el ser y la vida, el agua y el alimento, la luz y el tiempo. Hay que tener ojos limpios para captar esta revelación divina, recordando lo que dice el libro de la Sabiduría: «De la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor» (Sb 13,5; cf Rm 1,20). Así, la alabanza orante brota de la contemplación de las «maravillas» de Dios (cf Sal 135,4), expuestas en la creación, y se transforma en gozoso himno de alabanza y acción de gracias al Señor.
Por consiguiente, de las obras creadas se asciende hasta la grandeza de Dios, hasta su misericordia amorosa. Es lo que nos enseñan los Padres de la Iglesia, en cuya voz resuena la constante Tradición cristiana. Así, san Basilio Magno, en una de las páginas iniciales de su primera homilía sobre el Exameron, en la que comenta el relato de la creación según el capítulo primero del libro del Génesis, se detiene a considerar la acción sabia de Dios, y llega a reconocer en la bondad divina el centro propulsor de la creación. He aquí algunas expresiones tomadas de la larga reflexión del santo obispo de Cesarea de Capadocia: «"En el principio creó Dios los cielos y la tierra". Mi palabra se rinde abrumada por el asombro ante este pensamiento». En efecto, aunque algunos, «engañados por el ateísmo que llevaban en su interior, imaginaron que el universo no tenía guía ni orden, como si estuviera gobernado por la casualidad», el escritor sagrado «en seguida nos ha iluminado la mente con el nombre de Dios al inicio del relato, diciendo: "En el principio creó Dios". Y ¡qué belleza hay en este orden!» (1,2,4: ib., p. 11). «Así pues, si el mundo tiene un principio y ha sido creado, busca al que lo ha creado, busca al que le ha dado inicio, al que es su Creador. (...) Moisés nos ha prevenido con su enseñanza imprimiendo en nuestras almas como sello y filacteria el santísimo nombre de Dios, cuando dijo: "En el principio creó Dios". La naturaleza bienaventurada, la bondad sin envidia, el que es objeto de amor por parte de todos los seres racionales, la belleza más deseable que ninguna otra, el principio de los seres, la fuente de la vida, la luz intelectiva, la sabiduría inaccesible, es decir, Dios "en el principio creó los cielos y la tierra"». Creo que las palabras de este Santo Padre del siglo IV tienen una actualidad sorprendente cuando dice: «Algunos, engañados por el ateísmo que llevaban en su interior, imaginaron que el universo no tenía guía ni orden, como si estuviera gobernado por la casualidad». ¡Cuántos son hoy los que piensan así! Engañados por el ateísmo, consideran y tratan de demostrar que es científico pensar que todo carece de guía y de orden, como si estuviera gobernado por la casualidad. El Señor, con la Sagrada Escritura, despierta la razón que duerme y nos dice: «En el inicio está la Palabra creadora. Y la Palabra creadora que está en el inicio -la Palabra que lo ha creado todo, que ha creado este proyecto inteligente que es el cosmos- es también amor».
Por consiguiente, dejémonos despertar por esta Palabra de Dios; pidamos que esta Palabra ilumine también nuestra mente, para que podamos captar el mensaje de la creación -inscrito también en nuestro corazón-: que el principio de todo es la Sabiduría creadora, y que esta Sabiduría es amor, es bondad; «es eterna su misericordia»".
Luego del origen de las maravillas del universo, se proclama un horizonte diverso, el de la historia y del bien que Dios ha realizado por nosotros en el curso del tiempo. "Sabemos que la revelación bíblica proclama repetidamente que la presencia de Dios salvador se manifiesta de modo particular en la historia de la salvación (cf. Dt 26,5-9; Jos 24,1-13).
Así pues, pasan ante los ojos del orante las acciones liberadoras del Señor, que tienen su centro en el acontecimiento fundamental del éxodo de Egipto. A este está profundamente vinculado el arduo viaje por el desierto del Sinaí, cuya última etapa es la tierra prometida, el don divino que Israel sigue experimentando en todas las páginas de la Biblia. El célebre paso a través del mar Rojo, «dividido en dos partes», casi desgarrado y domado como un monstruo vencido (cf Sal 135,13), hace surgir el pueblo libre y llamado a una misión y a un destino glorioso (cf vv 14-15; Ex 15,1-21), que encuentra su relectura cristiana en la plena liberación del mal con la gracia bautismal (cf 1 Co 10,1-4). Se abre, además, el itinerario por el desierto: allí el Señor es representado como un guerrero que, prosiguiendo la obra de liberación iniciada en el paso del mar Rojo, defiende a su pueblo, hiriendo a sus adversarios. Por tanto, desierto y mar representan el paso a través del mal y la opresión, para recibir el don de la libertad y de la tierra prometida (cf Sal 135,16-20).
Al final, el Salmo alude al país que la Biblia exalta de modo entusiasta como «tierra buena, tierra de torrentes, de fuentes y hontanares (...), tierra de trigo y de cebada, de viñas, higueras y granados, tierra de olivares, de aceite y de miel, tierra donde el pan que comas no te será racionado y donde no carecerás de nada; tierra donde las piedras tienen hierro y de cuyas montañas extraerás el bronce» (Dt 8,7-9). Esta celebración exaltante, que va más allá de la realidad de aquella tierra, quiere ensalzar el don divino dirigiendo nuestra expectativa hacia el don más alto de la vida eterna con Dios. Un don que permite al pueblo ser libre, un don que nace -como se sigue repitiendo en la antífona que articula cada versículo- del hesed del Señor, es decir, de su «misericordia», de su fidelidad al compromiso asumido en la alianza con Israel, de su amor, que sigue revelándose a través del «recuerdo» (cf Sal 135,23). En el tiempo de la «humillación», o sea, de las sucesivas pruebas y opresiones, Israel descubrirá siempre la mano salvadora del Dios de la libertad y del amor. También en el tiempo del hambre y de la miseria el Señor entrará en escena para ofrecer el alimento a toda la humanidad, confirmando su identidad de creador (cf v 25).
Por consiguiente, en el salmo 135 se entrelazan dos modalidades de la única revelación divina, la cósmica (cf vv 4-9) y la histórica (cf vv 10-25). Ciertamente, el Señor es trascendente como creador y dueño absoluto del ser; pero también está cerca de sus criaturas, entrando en el espacio y en el tiempo. No se queda fuera, en el cielo lejano. Más aún, su presencia en medio de nosotros alcanza su ápice en la encarnación de Cristo. Esto es lo que la relectura cristiana del salmo proclama de modo límpido, como testimonian los Padres de la Iglesia, que ven la cumbre de la historia de la salvación y el signo supremo del amor misericordioso del Padre en el don del Hijo, como salvador y redentor de la humanidad (cf Jn 3,16). Así, san Cipriano, mártir del siglo III, al inicio de su tratado sobre Las obras de caridad y la limosna, contempla con asombro las obras que Dios realizó en Cristo su Hijo en favor de su pueblo, prorrumpiendo por último en un apasionado reconocimiento de su misericordia. «Amadísimos hermanos, muchos y grandes son los beneficios de Dios, que la bondad generosa y copiosa de Dios Padre y de Cristo ha realizado y siempre realizará para nuestra salvación; en efecto, para preservarnos, darnos una nueva vida y poder redimirnos, el Padre envió al Hijo; el Hijo, que había sido enviado, quiso ser llamado también Hijo del hombre, para hacernos hijos de Dios: se humilló, para elevar al pueblo que antes yacía en la tierra, fue herido para curar nuestras heridas, se hizo esclavo para conducirnos a la libertad a nosotros, que éramos esclavos. Aceptó morir, para poder ofrecer a los mortales la inmortalidad. Estos son los numerosos y grandes dones de la divina misericordia». Con estas palabras el santo Doctor de la Iglesia desarrolla el Salmo con una enumeración de los beneficios que Dios nos ha hecho, añadiendo a lo que el Salmista no conocía todavía, pero que ya esperaba, el verdadero don que Dios nos ha hecho: el don del Hijo, el don de la Encarnación, en la que Dios se nos dio a nosotros y permanece con nosotros, en la Eucaristía y en su Palabra, cada día, hasta el final de la historia. El peligro nuestro está en que la memoria del mal, de los males sufridos, a menudo sea más fuerte que el recuerdo del bien. El Salmo sirve para despertar en nosotros también el recuerdo del bien, de tanto bien como el Señor nos ha hecho y nos hace, y para que podamos ver si nuestro corazón se hace más atento: en verdad, la misericordia de Dios es eterna, está presente día tras día".
3.- Mt 19,3-12. Terminado ya el «discurso eclesial» del cap. 18, siguen unas recomendaciones de Jesús en su camino a Jerusalén: esta vez, la célebre cuestión del divorcio. La pregunta no es acerca de la licitud del divorcio, que era algo admitido. Sino sobre cuál de las dos interpretaciones era más correcta: la amplia de algunos maestros como Hillel, que multiplicaban los motivos para que el marido pudiera pedir el divorcio (no aparece que lo pueda pedir la mujer), o la más estricta de la escuela de Shammai, que sólo lo admitía en casos extremos, por ejemplo el adulterio. Jesús deja aparte la casuística y reafirma la indisolubilidad del matrimonio, recordando el plan de Dios: «ya no son dos, sino una sola carne: así pues, lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre» (cf Gaudium et spes 48). Al mismo tiempo, negando el divorcio, Jesús restablece la dignidad de la mujer, que no puede ser tratada, como lo era en aquel tiempo, con esa visión tan machista e interesada. La excepción que admite («no hablo de prostitución») no se sabe bien a qué se puede referir. -Nota breve sobre la excepción de Mateo: "salvo en caso de unión ilegal". Mateo es el único evangelista que introduce ese paréntesis, en una frase de Jesús que no tolera ningún motivo de repudio. El término griego debería más bien traducirse por "en caso de impudicia", o "en caso de prostitución". Parece que lo que Mateo tiene aquí en cuenta es el caso de aquellos que vivían juntos sin estar casados. En ese caso no hay divorcio en sentido estricto sino más bien restablecimiento de una situación normal. La tradición ortodoxa oriental ve en ello, por el contrario, una base para permitir un nuevo casamiento al consorte que ha sido victima de un adulterio. Esta interpretación no la admite la Iglesia católica por lo menos como regla codificada por la ley; pero acepta que en lo concreto es la misericordia la que ha de resolver a veces ciertas situaciones excepcionales. Esto no hace mas que subrayar la indisolubilidad fundamental del matrimonio en su dinamismo normal: los dos serán uno... para siempre.
Pero lo que sí queda muy claro es el principio de que «lo que Dios ha unido el hombre no lo separe».
Cristo toma en serio la relación sexual, el matrimonio y la dignidad de la mujer. No con los planteamientos superficiales de su tiempo y de ahora, buscando meramente una satisfacción que puede ser pasajera. En el sermón de la montaña (lo veíamos el viernes de la semana décima) ya desautorizaba el divorcio. Aquí apela a la voluntad original de Dios, que comporta una unión mucho más seria y estable, no sujeta a un sentimiento pasajero o a un capricho. El plan es de Dios: él es quien ha querido que exista esa atracción y ese amor entre el hombre y la mujer, con una admirable complementariedad y, además, con la apertura al milagro de la vida, en el que colaboran con el mismo Dios. Lo cual nos recuerda la necesidad de que lo tomemos en serio también nosotros, dentro de la comunidad eclesial: la preparación humana y psicológica del matrimonio, su celebración, su acompañamiento después... El amor que quiere Dios es estable, fiel, maduro. Si el matrimonio se acepta con todas las consecuencias, no buscándose sólo a sí mismo, sino con esa admirable comunión de vida que supone la vida conyugal y, luego, la relación entre padres e hijos, evidentemente es comprometido, además de noble y gozoso. Como era difícil lo que nos pedía Jesús ayer: perdonar al hermano. Como es difícil tomar la cruz cada día y seguirle. Podríamos completar hoy nuestra escucha de la Palabra bíblica leyendo lo que el Catecismo dice sobre «el matrimonio en el Señor» (CEC 1612-1617); valora el matrimonio cristiano desde su simbolismo del amor de Dios a Israel y de Cristo a su Iglesia, y alude también, con la cita de ese pasaje de Mt 19, a la cuestión del divorcio. La lección de la fidelidad estable vale igualmente para los que han optado por otro camino, el del celibato. De eso habla hoy Jesús cuando afirma que hay quien renuncia al matrimonio y se mantiene célibe «por el Reino de los Cielos». Como hizo él. Como hacen los ministros ordenados y los religiosos: no para no amar, sino para amar más y de otro modo. Para dedicar su vida entera -también como signo-, a colaborar en la salvación del mundo. El celibato lo presenta Jesús como un don de Dios, no como una opción que sea posible a todos (J. Aldazábal).
-Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre... Si uno repudia a su mujer... y se casa con otra, comete adulterio. Jesús lanza una verdadera llamada a favor de la indisolubilidad del matrimonio. El conjunto del texto va, de modo manifiesto, en este sentido: la unión matrimonial transforma unos amantes, que podrían serlo sólo de paso, en "compañeros de eternidad". "¡Lo que Dios ha unido!" -No todos pueden entender esta palabra, sino sólo los que han recibido el don. Esa frase misteriosa de Jesús responde a una cuestión que expusieron los apóstoles: "El matrimonio, así concebido, es demasiado hermoso, demasiado difícil. Si esto es así, más vale no casarse. De ese modo, para Jesús la más alta concepción humana del amor conyugal es un "don de Dios". La doctrina de Jesús no será entendida por todos. ¡Señor, concédenos amar indisolublemente, fielmente, infinitamente... como Tu! ¡Definitivamente! Salva de lo efímero nuestros amores, Señor. Esto supone muchos combates, día tras día. -Hay gentes que no se casarán... porque son incapaces por naturaleza... otros porque han sido mutilados por los hombres... Pero los hay que no se casarán "por razón del reino de Dios". El que pueda con eso, que lo haga. Por segunda vez, y sobre otro asunto, pero muy próximo en el fondo, aludes, Señor, a una cierta intuición misteriosa que es dada por Dios: esa palabra de Jesús es "abierta", hace alusión a una cierta afinidad, a una cierta capacidad de recibirla, a un "carisma" personal. No puede erigirse en ley general en la Iglesia, ni en el mundo; pero es un camino abierto, distinto del matrimonio: el celibato, la continencia voluntaria. Es muy notable la insistencia de Jesús en dos puntos:
1º La libertad que requiere esta decisión, que no es impuesta ni "por la naturaleza" ni por la fuerza.
2º La motivación profunda de esta decisión voluntaria: "El Reino de Dios". Dice Jesús: hay quienes renuncian al matrimonio y a toda vida sexual para comprometerse con todo su ser en el "Reino", y teniendo, como amor casi exclusivo, a Dios. Así Jesús realza a un muy alto nivel el amor conyugal, dándole un horizonte eterno... y abre la hipótesis de un celibato de muy alto nivel, que tiene ese mismo horizonte (Noel Quesson). La motivación del celibato (también expresada en 1 Cor 7,7; Lumen gentium 42) está aquí apuntada por el Señor: señal y estímulo de caridad, manantial peculiar de espiritual fecundidad en el mundo. Se sitúan –matrimonio y celibato- en el mismo contexto del amor, pues la virginidad vale la pena por el Reino de Dios, como dice el Catecismo 1618: "Cristo es el centro de toda vida cristiana. El vínculo con El ocupa el primer lugar entre todos los demás vínculos, familiares o sociales (cf Lc 14,26; Mc 10,28-31). Desde los comienzos de la Iglesia ha habido hombres y mujeres que han renunciado al gran bien del matrimonio para seguir al Cordero dondequiera que vaya (cf Ap 14,4), para ocuparse de las cosas del Señor, para tratar de agradarle (cf 1 Co 7,32), para ir al encuentro del Esposo que viene (cf Mt 25,6). Cristo mismo invitó a algunos a seguirle en este modo de vida del que El es el modelo: Hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos hechos por los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien pueda entender, que entienda (Mt 19,12).
1619 La virginidad por el Reino de los Cielos es un desarrollo de la gracia bautismal, un signo poderoso de la preeminencia del vínculo con Cristo, de la ardiente espera de su retorno, un signo que recuerda también que el matrimonio es una realidad que manifiesta el carácter pasajero de este mundo (cf 1 Co 7,31; Mc 12,25).
1620 Estas dos realidades, el sacramento del Matrimonio y la virginidad por el Reino de Dios, vienen del Señor mismo. Es él quien les da sentido y les concede la gracia indispensable para vivirlos conforme a su voluntad (cf Mt 19,3-12). La estima de la virginidad por el Reino (cf LG 42; PC 12; OT 10) y el sentido cristiano del Matrimonio son inseparables y se apoyan mutuamente:
Denigrar el matrimonio es reducir a la vez la gloria de la virginidad; elogiarlo es realzar a la vez la admiración que corresponde a la virginidad... (S. Juan Crisóstomo, virg. 10,1; cf FC, 16)".
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