sábado, 19 de mayo de 2012

Ascensión del Señor (ciclo B): Jesús sube al cielo a la diestra del Padre para que donde Él está vayamos también nosotros… mientras, es tiempo de la I

Lectura de los Hechos de los Apóstoles 1,1-11. En mi primer libro, querido Teófilo, escribí de todo lo que Jesús fue haciendo y enseñando hasta el día en que dio instrucciones a los apóstoles, que había escogido movido por el Espíritu Santo, y ascendió al cielo. Se les presentó después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo y, apareciéndoseles durante cuarenta días, les habló del reino de Dios. Una vez que comían juntos les recomendó: -No os alejéis de Jerusalén; aguardad que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que yo os he hablado. Juan bautizó con agua, dentro de pocos días vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo. Ellos lo rodearon preguntándole: -Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel? Jesús contestó: -No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad. Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo. Dicho esto, lo vieron levantarse hasta que una nube se lo quitó de la vista. Mientras miraban fijos al cielo, viéndolo irse, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: -Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse.

Salmo 46,2-3.6-7.8-9: R/. Dios asciende entre aclamaciones, el Señor, al son de trompetas

Pueblos todos, batid palmas, / aclamad a Dios con gritos de júbilo; / porque el Señor es sublime y terrible, / emperador de toda la tierra.

Dios asciende entre aclamaciones, / el Señor, al son de trompetas; / tocad para Dios, tocad, / tocad para nuestro Rey, tocad.

Porque Dios es el rey del mundo; / tocad con maestría. / Dios reina sobre las naciones, / Dios se sienta en su trono sagrado.

Lectura de la carta del Apóstol San Pablo a los Efesios 1,17-23. Hermanos: Que el Dios del Señor nuestro Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro. Y todo lo puso bajo sus pies y lo dio a la Iglesia, como Cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos.

Lectura del santo Evangelio según San Marcos 16,15-20. En aquel tiempo se apareció Jesús a los Once, y les dijo: -Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado. A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos, y si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos y quedarán sanos. El Señor Jesús, después de hablarles, ascendió al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba la Palabra con los signos que los acompañaban.

Comentario: Enhorabuena, Señor, por tu triunfo. / Has ascendido y eres / lo más alto que existe. / Has batido el record absoluto / de amor a la humanidad. // También a mí me gusta el triunfo, / el hacer carrera y el éxito, / pero soy muy diferente a Ti. // Cuando yo gano, otros pierden. / Cuando ganas Tú, ganamos todos. / Lo mío suele ser un éxito / frente a otros hombres. / Lo tuyo es una victoria / para todos los hombres. // Enséñame, Señor, a no subir / a costa de los demás. / Enséñame a servir a todos / deportivamente.

Jesús subiendo hacia el cielo alude a las escenas de "la ascensión" de Elías, cuando Eliseo tuvo asegurado el espíritu de profecía del maestro, porque pudo "verle" cuando era arrebatado (2R 2,10). Así, la comunidad de los discípulos queda configurada, en la ascensión de Jesús, como la comunidad profética que hereda el Espíritu de Jesús para continuar su misión. En definitiva, pues, entre el final del Evangelio y el comienzo de los Hechos no hay diferencia del contenido. San Lucas explica, de este modo, lo mismo que explica Juan en la aparición del cenáculo... y la glorificación de la Cabeza es la esperanza del cuerpo. Lo acentúa sobre todo la colecta. Esta imagen es útil, sobre todo, para expresar esta dimensión de presencia y ausencia de Jesús en su Iglesia. La frase de Ef 4,15: "hagamos crecer todas las cosas hacia Él, que es la cabeza: Cristo", ayuda a explicar el sentido de esta fuerza de atracción que es la que hace crecer a la Iglesia. En efecto, la Iglesia no crece fundamentalmente porque los hombres la hagamos crecer, sino que crece por las energías que le vienen de Cristo: el don del Espíritu, la predicación de los Apóstoles, la acción sacramental, la gracia y la fidelidad en el corazón de los creyentes... Cuando, a veces, decimos sin más que "ya estamos en el cielo", o que "el cielo es la vida cristiana", estamos simplificando... El lenguaje bíblico y litúrgico es el más adecuado para una catequesis correcta de este punto. Véase, por ejemplo, el texto de la poscomunión: "mientras vivimos aún en la tierra, nos das parte en los bienes del cielo"; o el de la oración sobre las ofrendas: "... que la participación en este misterio eleve nuestro espíritu a los bienes del cielo". Estas frases se refieren básicamente a la Eucaristía. Ya que, ciertamente, es en la Eucaristía donde el cielo y la tierra hallan su punto de tangencia: la presencia de Cristo glorioso (cielo) mediante lo que parece pan y vino (tierra: Pere Tena).

«Mientras los bendecía, se separó de ellos subiendo hacia el cielo»: La Ascensión no es un acontecimiento dramático para Jesús y sus discípulos; es como la despedida de un fundador, que deja a sus hijos la tarea de continuar su obra, pero sin abandonarlos a su suerte, ya que sigue paso a paso las vicisitudes de su fundación en el mundo mediante su Espíritu. Cristo puede irse tranquilo, porque se han cumplido las Escrituras sobre Él, y los discípulos comienzan a comprenderlo. Puede irse tranquilo, no porque sus hombres sean unos héroes, sino porque su Espíritu los acompañará siempre y por doquier en su tarea evangelizadora. -Puedes irte tranquilo, Jesús, porque tu Iglesia, en medio de las contradicciones de este mundo, y a pesar de las debilidades y miserias de sus hijos, te será siempre fiel, hasta que vuelvas. Todo hombre siente en su interior, a la vista de la muerte, el deseo de quedarse en el mundo y dejar en él algo de sí mismo, de marcharse quedándose. Dejar unos hijos que prolonguen y recuerden su memoria, dejar una casa construida, un árbol plantado, una obra de carácter científico, literario o artístico... Jesucristo, en su condición de hombre y Dios, es el único que puede satisfacer plenamente este ansia. Él se va, como todo ser histórico. Pero también se queda, y no sólo en el recuerdo, no sólo en una obra, sino realmente. Él vive glorioso en el cielo, y permanece misterioso en la tierra. Vive por la gracia en el interior de cada cristiano, y la Eucaristía prolonga su presencia real y redentora. Vive y se ha quedado con nosotros en su Palabra, que resuena en los labios de los predicadores y en el interior de las conciencias. Se ha quedado y se hace presente en sus ministros, que lo representan ante los hombres y lo prolongan con sus labios y sus manos. Cristo es nuestro compañero, siempre está a nuestro lado, ¿pensamos de vez en cuando en esta magnífica presencia de Cristo amigo y Redentor?

Con la Ascensión, los cristianos asumimos la misma tarea del Salvador: consagrar el mundo a Dios en el altar de la historia. Para el cristiano cada día es una liturgia de alabanza y bendición de Dios. No hay ninguna actividad de la vida diaria de los hombres que no pueda convertirse en una ofrenda santa y agradable a Dios. Por el bautismo estamos llamados a confesar ante los hombres la fe que recibimos de Dios por medio de la Iglesia. Como discípulo de Cristo confieso mi fe en la familia, en las reuniones de amigos o de trabajo; pongo mi fe por encima de todo, y hago de ella la medida de mi decisión y comportamiento. ¿Es ya mi vida una liturgia santa y agradable a Dios? ¿Es éste mi deseo más íntimo y mi más firme propósito?

"Recibiréis fuerza para ser mis testigos". Este equilibrio entre el respeto a la libertad del otro y el amor al prójimo nos sitúan a los que tenemos la misión de "hacer discípulos" en una posición de desventaja y de debilidad. Dios quiso, nos dirá el apóstol Pablo, que la fe y la salvación llegasen por algo tan trivial como la predicación. No tenemos otro medio de persuasión que la palabra, aunque, eso sí, es la palabra de Dios y no las elucubraciones de los hombres. Esta situación de debilidad no es otra que la de la cruz, la que eligió Jesús. Al celebrar hoy su ascensión al cielo, celebramos el reconocimiento por parte de Dios del camino elegido y seguido por Jesús hasta sus últimas consecuencias: el camino de la predicación, del servicio, de la muerte en la cruz. La ascensión de Jesús nada tiene que ver con las estrategias y cálculos humanos para medrar y ascender aplastando y desplazando a los demás. La ascensión se inicia en la subida a la cruz, al colmo del amor a los demás, al límite del espíritu de servir, al extremo de la obediencia al Padre. Por eso el que sube a la cruz ascenderá hasta el cielo y se sentará a la derecha del Padre. Desde la cruz, que es el último lugar del mundo, pero el primero para subir al cielo, Jesús deja en nuestras manos la misión que le trajo a este mundo. Id, nos dice, y haced discípulos de todos los pueblos... Yo estoy con vosotros. En el nombre de Jesús recorreremos el mundo entero para que el Evangelio se escuche en toda la tierra y todos puedan ser discípulos de Jesús. Tal es la misión de la Iglesia, la de los bautizados, la nuestra (“Eucaristía 1987”). El relato de la ascensión de Jesús tiende a subrayar la responsabilidad de los creyentes, no ser absentistas en un mundo tan necesitado de nuestra actuación... “Varones de Galilea, ¿qué hacéis mirando al cielo?” les dirá el ángel a los discípulos… hay que trabajar, no estar en babia, o sólo pensando en el cielo… En este mundo presente, difícil y doloroso, la fiesta de hoy -la palabra de Dios que hemos escuchado- nos indica el verdadero camino, en el cumplimiento de nuestro deber de cristianos, ahora y aquí que es preciso seguir, a pesar de nuestras limitaciones. No podemos inhibirnos, porque Jesús esté en el cielo y "donde nos ha precedido Él, que es nuestra cabeza, esperamos llegar también nosotros como miembros de su Cuerpo". (Como si dijéramos: puesto que es imposible resolver los males del mundo, ¡vivamos la esperanza en el cielo!). Es la solución equivocada, fácil, de aquellos que se encierran en sí mismos, procuran resolver sus problemas personales, rozan sólo tangencialmente los de los demás... y su vida cristiana consiste en asegurar la propia salvación. Es el comportamiento de aquellos cristianos para los que la tierra y el tiempo en el que viven sólo tienen un valor relativo y su piedad, su salvación, lo es todo. Podríamos preguntarles: ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?" Son muchos más de los que parece, porque son muchos los que dicen que aquí no se puede hacer nada, muchos los que actúan de modo que los problemas personales les hacen olvidar los deberes sociales. Tampoco es solución cristiana vivir los males de este mundo, olvidando que "no os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad" para establecer el Reino de Dios, que es justicia, libertad, paz y amor. Es la visión de aquellos para los que la vida futura no cuenta, y todos los males hay que resolverlos en el tiempo, y sólo con miras y medios humanos. Viven asfixiados por un presente sin trascendencia que, en la imposibilidad de solucionar los males, les conduce a un pesimismo, o a unos males tanto o más dolorosos que los que quieren remediar (R. Daumal).

Con el acontecimiento de la Ascensión se termina una serie de apariciones del Resucitado. ¿Dónde estaba Jesús durante los 40 días después de Pascua, cuando se aparecía a sus discípulos? ¿Estaba solitario, escondido, en algún lugar de Palestina, del que salía de cuando en cuando, para ver a sus discípulos? ¡No! Jesús estaba ya "junto al Padre" y "desde allí" se hacía visible y tangible a los suyos. Junto al Padre estaba ya desde su resurrección y con nosotros permanece aun después de subir al Padre. En la Ascensión no se da una partida que dé lugar a una despedida; es una desaparición que da lugar a una presencia distinta. Jesús no se va, deja de ser visible. En la Ascensión Cristo no nos dejó huérfanos, sino que se instaló más definitivamente entre nosotros con otras presencias. "Yo estaré siempre con vosotros hasta la consumación de los siglos" (Mt 28, 20). Así lo había prometido y así lo cumplió. Por la Ascensión Cristo no se fue a otro lugar, sino que entró en la plenitud de su Padre como Dios y como hombre. Y precisamente por eso se puso más que nunca en relación con cada uno de nosotros. Por esto es muy importante entender qué queremos decir cuando afirmamos que Jesús se fue al cielo o que está sentado a la derecha de Dios Padre. La única manera de convertir la Ascensión en una fiesta es comprender a fondo la diferencia radical que existe entre una desaparición y una partida. Una partida da lugar a una ausencia. Una desaparición inaugura una presencia oculta. Por la Ascensión Cristo se hizo invisible: entra en la participación de la omnipotencia del Padre, fue plenamente glorificado, exaltado, espiritualizado en su humanidad. Y debido a esto, se halla más que nunca en relación con cada uno de nosotros. Si la Ascensión fuera la partida de Cristo deberíamos entristecernos y echarlo de menos. Pero, afortunadamente, no es así. Cristo permanece con nosotros "siempre hasta la consumación del mundo". En la Biblia, la palabra cielo no designa propiamente un lugar: es un símbolo para expresar la grandeza de Dios. S. Pablo dice: "subió a los cielos para llenarlo todo con su presencia" (Ef 4, 10), es decir, alcanzó una eficacia infinita que le permitía llenarlo todo con su presencia. "Encielar" a Cristo es como desterrarlo, es perderlo. Su ascensión es una ascensión en poder, en eficacia, y por tanto, una intensificación de su presencia, como así lo atestigua la eucaristía. No es una ascensión local, cuyo resultado sólo sería un alejamiento. No olvidemos que el relato de los Hechos de los apóstoles es mucho más el relato de la última aparición de Cristo que la fecha de su glorificación.

En la versión de los Hechos, la Ascensión aparecía ante todo como la inauguración de la misión de la Iglesia en el mundo. Los 40 días designa siempre en la Escritura un período de espera: no es pues un final, sino el preámbulo de una nueva etapa del Reino: la estancia de Cristo sentado a la derecha del Padre y de la misión de la Iglesia. A este respecto es muy significativa la advertencia de los ángeles que invitan a los apóstoles a no quedarse mirando al cielo (v. 11). Y la imagen de la nube es también signo de la presencia divina, como lo fue en la tienda de la reunión y en el Templo, mucho más allá de un fenómeno meteorológico: es un acontecimiento teológico: la entrada de Jesús de Nazaret en la gloria del Padre y la certidumbre de su presencia en el mundo. Jesús resucitado es a partir de este momento el lugar de la presencia de Dios en el mundo. El único lugar sagrado de la nueva humanidad.

Lucas da por último al acontecimiento un tono dramático. Es el único que presenta a Cristo como "arrebatado" (v. 11; cf. Mc 16,19) o "llevado" (v. 9). Hay aquí una idea de separación y de ruptura, aún más acrecentada por la afirmación de que no corresponde a los hombres conocer el final de su historia (v. 7) y por la llamada a los apóstoles al realismo del que querían evadirse (v. 11). Cristo sigue viviendo por el Espíritu en su Iglesia, Él es la fuerza que dominaba en la iglesia primitiva y capacitaba a los apóstoles a cumplir el encargo de Jesús… ante la pregunta sobre el momento de la restauración del reino de Israel, Jesús responde que no tienen por qué preocuparse de la intención de Dios; más bien tienen que pensar en la tarea que están a punto de comenzar con el impulso del Espíritu: como testigos de Jesús, llevar a los hombres la realidad de la salvación establecida por Él en la palabra y en la gracia. Hay que resaltar el significado fundamental de la palabra "testigo" en relación con el esquema del campo de misión ("Jerusalén-Judea-Samaría- confines de la tierra"), es decir, la tarea se orienta universalmente, a lo ancho del mundo; esquema que ya es repetición de Lc 24, 47s. En este sentido es importante ver que sólo el Jesús resucitado da esta misión ("confines de la tierra", "a todos los pueblos", "a toda criatura"), mientras que Jesús al principio (Mt 10,5s;15,24) se había limitado a Israel. Junto al testimonio de la real ascensión de Jesús al Padre, el consuelo de estas revelaciones se centra en la promesa de su retorno. Entre el Señor que marcha y el que ha de venir se halla el tiempo del testimonio de la iglesia. Aquí queda fundada la espera (esperanza) de los cristianos, que en el tiempo de los apóstoles estuvo impregnada de una fuerte convicción de la inmediata llegada de la parusía (Hch 3,20;1 Tes 4,15;1 Cor y,26;15,51: “Eucaristía 1988”).

Lucas hace alusión a su evangelio, cuyo relato se propone continuar ahora en los Hechos. Ambos libros están dedicados a un tal Teófilo, quien se encargaría de su difusión; pues, según costumbre de la época, el libro pasaba a ser propiedad de la persona a la que estaba dedicado, siempre que ésta se comprometiera a difundirlo. Todas las "apariciones" de Jesús son para Lucas "pruebas" de que ha resucitado y vive para siempre. Y la mayor de todas estas pruebas es la ascensión a los cielos. De esta manera confirma la fe de los que han de ser sus testigos en todo el mundo, de los apóstoles. Tenemos aquí la única información bíblica sobre el tiempo que duraron las apariciones del Señor; pero este dato no tiene demasiada importancia, entre otras cosas porque se trata evidentemente de un número simbólico igual que los cuarenta años de peregrinación de Israel por el desierto o los cuarenta días de ayuno de Jesús antes de comenzar su vida pública. Lo que sí es importante es la instrucción acerca del reino de Dios que reciben los apóstoles durante este tiempo primordial. Jesús no les instruye acerca de la organización de la iglesia, sino que les habla del reino de Dios. No debe confundirse el reino de Dios con la iglesia, que lo proclama en el mundo. Después de esta noticia global sobre las apariciones de Jesús, Lucas se refiere concretamente a una de ellas. Jesús ordena a sus discípulos que se queden en Jerusalén hasta que sean "bautizados con Espíritu Santo", esto es, hasta que descienda sobre ellos el Espíritu Santo, que es la fuerza de Dios. También Jesús, después de su bautismo en el Jordán y antes de comenzar a predicar el evangelio del reino de Dios, recibió el Espíritu Santo. El don del Espíritu había sido anunciado por los profetas como una señal de los tiempos mesiánicos. Esto y la enseñanza que reciben sobre el reino de Dios, hace pensar a los apóstoles que ha llegado el momento de restaurar la dinastía de David y reivindicar frente a los romanos la soberanía de Israel. Jesús deshace el malentendido. Les dice que el don del Espíritu lo van a necesitar para llevar el evangelio a todas las naciones comenzando por Jerusalén. Por otra parte, rechaza la pretensión humana de conocer los tiempos y las fechas en que Dios cumplirá las promesas a Israel. Y en cualquier caso, el reino de Dios, que ha de anunciarse a todas las naciones, desborda los intereses particulares de un mesianismo concebido a ras de tierra en beneficio de los judíos. La ascensión de Jesús es un misterio, un acontecimiento para la fe. Lo que importa no es su descripción a manera de un acontecimiento visible sino la realidad significada en esa descripción. La ascensión del Señor es el éxodo por antonomasia (cfr. Lc 9,31), el retorno de Jesús al Padre (cfr. Jn 13,1; 14,28; 16,28; 17,13; 20,17) y su entrada en la gloria (Jn 13,31s; 17,1) la condición requerida para que el Señor envíe el Espíritu (Jn 16,7; 15,26) y el anuncio de la segunda venida del Señor sobre las nubes (1,11). En ella aparece la dimensión cósmica del triunfo de Jesús, que ha sido constituido como Señor, y se proclama el advenimiento del reinado de Dios que trasciende los límites y fronteras y acoge a todos los hombres sin discriminación (10,34sg; 17,30; Lc 24,47). Ha terminado la obra de Jesús y debe comenzar ahora la misión en el mundo la comunidad de Jesús. Se abre un paréntesis para la responsabilidad de los creyentes. Entre la primera y la segunda venida del Señor, se extiende la misión de la iglesia. No podemos quedarnos con la boca abierta viendo visiones (“Eucaristía 1982”).

2. Salmo 46: Este salmo aclama a Dios como rey universal; parece oírse en él el eco de una gran victoria: Dios nos somete los pueblos y nos sojuzga las naciones. Posiblemente, este texto es un himno litúrgico para la entronización del arca después de una procesión litúrgica -Dios asciende entre aclamaciones- o bien un canto para alguna de las fiestas reales en que el pueblo aclama a su Señor, bajo la figura del monarca. Nosotros con este canto aclamamos a Cristo resucitado, en la hora misma de su resurrección. El Señor sube a la derecha del Padre, y a nosotros nos ha escogido como su heredad. Su triunfo es, pues, nuestro triunfo e incluso la victoria de toda la humanidad, porque fue «por nosotros los hombres y por nuestra salvación que «subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre». Por ello, no sólo la Iglesia, sino incluso todos los pueblos deben batir palmas y aclamar a Dios con gritos de júbilo (Pedro Farnés). El triunfo supremo de Cristo, el que abarca todos los demás, consiste en haber vencido a la muerte por medio de su gloriosa Resurrección, adentrándose en una senda sublime que es la senda de la vida gloriosa de Dios. Así triunfa de sus acusadores: Satanás, la muerte y el pecado. Con ella se ha realizado una inversión de todo hacia la luz. Como quiera que, de una manera misteriosa, Él involucra a todos los hombres, todos nosotros estamos arrancados, en principio, del poder de esos mismos enemigos, mientras nos mantengamos unidos a su Persona por la fe, el Bautismo y la gracia. No veamos un simple favor en nuestra resurrección. El designio divino consistió en nuestra incorporación a Cristo. Era necesario que "le hubiésemos sido dados". Ahora -una vez injertados a Cristo-, resucita Él y, en consecuencia, resucitaremos también nosotros, sus miembros, análogamente a como, juntamente con Lázaro, resucitaron todos sus miembros. Sólo que, en nuestro caso, para nunca más morir. La Resurrección del Señor es nuestra resurrección. Sólo hay un Cristo y una Resurrección: la del "Cristo total": Cabeza y miembros. He aquí el motivo -este triunfo de extensión universal que se incoa en la Resurrección-, por el que todos los pueblos aclaman y baten palmas a Dios y le alaban en tono encomiástico como Rey de reyes y Señor de señores.

El salmo 46 tiene un puesto privilegiado en la liturgia de la Ascensión del Señor. Por medio de él, la Iglesia celebra el triunfo de Cristo al fin de su vida mortal y su entrada solemne en el Cielo, después de haber conquistado para nosotros la Tierra Prometida. El salmo, pues, nos ayuda a asistir al momento culminante de la Pascua del Señor Resucitado, a su entronización y glorificación. Ellas muestran hasta qué punto la debilidad se ha convertido en fortaleza, la mortalidad en eternidad y los ultrajes en gloria. Mientras se elevaba en su naturaleza humana, comenzó, sin embargo, a estar inefablemente más cercano en su Divinidad pues, gracias a la fe, ya no era preciso sentir la necesidad de palpar la sustancia corpórea de Cristo (cf. San León Magno, Sermón 72). Tocad con maestría (en la Vulgata, 'Psállite sapienter', maestría -'sapienter'- propia de los Santos, que son los que poseen un exquisito conocimiento del Misterio de Cristo; incluye la comprensión espiritual de aquello que se canta… y Benito concluye con la regla de oro de la oración litúrgica: Salmodiemos de modo que nuestra mente sea concorde con nuestras voces: F. Arocena).

Uno de los días de la "fiesta de los Tabernáculos", Jerusalén festejaba a "su rey" Dios. Se partía de la parte baja, de la fuente de Sión en el fondo del valle del Cedrón, luego la procesión subía, "se elevaba" hasta la colina de Sión dominada por el Templo. En una especie de "mimo" simbólico, se hacía el simulacro de entronizar a Dios en su realeza, "en su trono sagrado". Dios, estaba allí, en medio de su pueblo regocijado que lo aclamaba: esta dinámica realizaba lo que ella significaba, la ceremonia no daba la realeza a Dios porque Yahvé es Dios desde siempre... Pero sí actualizaba esta realeza, ya que, por la celebración misma, Dios reinaba, de hecho, sobre este pueblo. Como en toda ideología real, se veía a Dios como "el gran rey" (término babilónico), "el Altísimo", "sentado sobre un trono"... Vencedor de sus enemigos, (Él somete las naciones)... Y se imaginaba cómo todos los reyes y príncipes de la tierra venían a rendirle pleitesía. Esta "subida" del rey a su trono se hacía entre las aclamaciones entusiastas de la muchedumbre: "¡Terouah!" que era a la vez ovación y grito de guerra. Siete verbos en imperativo invitan a la asamblea a hacer más ruido, a gritar más fuerte: "¡Aplaudid!"..."¡Aclamad con vuestros gritos!"... "¡Tocad la trompeta!"... "¡Cantad!"... Cuando la muchedumbre llegaba al templo, los goznes de las puertas debían temblar... Tal como lo consignó Isaías, en los repetidos "Sanctus" - "Santo". Audacia de este pequeño pueblo, que no tuvo jamás ni poder político ni militar, frente a sus poderosos vecinos, Egipto y Babilonia... ¡Audacia para pensar y decir que su rey, su Dios... era el rey de toda la tierra! Audacia para "gritar" que su rey era victorioso, cuando toda la historia de Israel nos muestra un pueblo "ocupado" y "sometido" a vecinos que le exigen rescate.

¡Era un anuncio profético! Lo que jamás se había realizado humanamente, llegó a ser realidad misteriosa con Jesucristo. El verbo "Dios se eleva", Dios sube, presente en el corazón de este salmo esperaba su plena realización. La Iglesia desde el comienzo, tomó este verbo "subir" para aplicarlo a la Ascensión de Jesús resucitado en la gloria del Padre. Más allá de la palabra, es "la realeza universal de Dios" que quería celebrar este salmo, y que también canta la fiesta de la Ascensión. Humillado por un tiempo, en su "condición de esclavo", Jesús, en su Pascua, es soberanamente elevado y recibe el "Nombre que está sobre todo nombre". Entonces toma posesión de su Reino, "sentado a la diestra de Dios aclamado por los espíritus celestiales"... Vencedor ya, simbólicamente de todos los enemigos, esperando este día en que volverán a su Padre todas las naciones "reunidas ante Él" (Fil 2,5-11; 1 Co15,24).

La ascensión, alegría de la humanidad que se ve "coronada" en uno de los suyos. Un hermoso himno canta así: "la tierra está feliz. Ha dado su primer fruto de gloria: ¡Jesús ha subido cerca del Padre! Feliz, lleva la promesa. Recogida en su humildad, atrae la luz de lo alto." Sí, el triunfo real de Dios, es también el triunfo pleno de un hombre "nacido de mujer" (Gal 4,4). Dios ha terminado su "obra maestra", el hombre, poniendo en fin todo bajo sus pies" (1 Co 15,27). Un hombre de nuestra raza mortal, que obedeció a su "condición humana" hasta la muerte, goza ahora de la plenitud de la gloria de Dios. Y la Escritura nos revela que Él nos participará un día esta misma gloria, porque Él es el "primogénito" de toda la creación: lo que se realizó en Él, también se realizará en nosotros. Cuando el hombre moderno se desespera, ¿no sería conveniente que meditara este misterio "de elevación", de "ascensión"? Allí encuentra justificación profunda, la dignidad de todo hombre. En el más pobre de los pobres hay un "rey" que se ignora. El despojo humano, el hombre arruinado, el ser salpicado de manchas... están destinados a la condición "real y divina". ¿Qué haré por la "dignidad" y la "promoción" de mis hermanos? No hay necesidad de ser cristiano para actuar en este sentido, dirán algunos. Y otros añadirán, que los cristianos no trabajan suficientemente en este sentido, mientras los ateos se entregan con generosidad. Esto es cierto, desgraciadamente. Sin embargo, quien conoce el sentido de la historia, quien sabe, "en dónde debe culminar" la humanidad, debería encontrar en esta fe, una razón suficiente para trabajar en esta empresa. Pueblo elegido... Pueblo escogido... Pueblos de la tierra... Todos los pueblos... En este salmo, surge una vez más la dialéctica entre un polo "particularista" (la convicción de ser un pueblo separado, "preferido" de Dios, pueblo de Jacob, pueblo de Abraham), y un polo universalista (el llamado a todos los hombres a adorar el verdadero Dios). No se trata aquí de dar una imagen de una sumisión impuesta por la fuerza: "Gritad de alegría" no es cosa de pueblos vencidos... "Aplaudir" no es un gesto de sumisión, "reunirse" no es fruto de una opresión tiránica. Pese a las apariencias del vocabulario ("¡es el que somete a las naciones!"), se trata de una reunión libre, de una "fiesta". El cielo no es una dictadura ni un presidio, es una inmensa celebración festiva. La realeza de Jesucristo poca cosa tiene que ver con las realezas de la tierra: "los reyes de la tierra dominan como señores... que no sea lo mismo entre vosotros" (Mc 10,42). Gritos de alegría... aplausos... participar alegremente en esta aclamación de Dios. La liturgia nos invita a ello a menudo. Pero nosotros permanecemos terriblemente mudos y fríos. Debemos ser de aquellos que invitan a los demás a esta fiesta divina. El apostolado no es una invitación regañona y suficiente dirigida a los demás para que se conviertan, sino una invitación alegre a participar en la alegría de los hijos del rey... ¡Venid a las bodas! (Mc 2,19-Lc 14,17). Dios, el gran rey... el Altísimo... El adorable... Un día, un día escatológico seremos deslumbrados por esta grandeza divina. Ahora, Dios es extrañamente discreto e invisible. Pero nada impide que anticipemos este día... Desde hoy (Noel Quesson).

3. Ver tb. sabado de la 28ª semana. Dentro de un contexto de acción de gracias al Padre, el autor pide a Dios que conceda a los efesios "espíritu de sabiduría y revelación" para conocerlo, pues el "Padre de la gloria" es el principio de la salvación operada en Cristo y de la luz que se requiere para conocerlo. No se trata de dotes intelectuales para conocer una verdad abstracta, sino del don de sabiduría que lleva al conocimiento y a la aceptación de los designios amorosos de la voluntad de Dios. Conocer es también amar, es ver a Dios con los ojos del corazón por una fe eminentemente práctica. Concretamente, pide el autor que los efesios conozcan: a) la esperanza a la que fueron llamados, b) la herencia que todavía esperan, y c) el poder de Dios que se manifestó en la exaltación de Jesús resucitado y ahora actúa en los creyentes hasta que también ellos resuciten como nuestro Señor. La experiencia cristiana del dinamismo de la salvación sustenta la actitud esperanzada de los creyentes que se manifiesta en la acción de gracias por lo que ya han recibido y en la petición confiada de lo que está por venir. v 21: El judaísmo tardío participaba en la creencia común del mundo helenista en los poderes cósmicos que dominan los destinos del hombre. Pablo confiesa que Cristo es Señor sin limitaciones espaciales o temporales, que domina sobre todos los poderes cósmicos. Dejando a un lado la visión mitológica del universo, Pablo afirma a su manera, mejor, según la manera de ver de los hombres de su tiempo, que es posible superar por la fe en Cristo cualquier tipo de opresión.

v. 22: A la pequeña comunidad de creyentes, numérica y sociológicamente insignificante, le ha sido dada como cabeza nada menos que el único Señor del universo. La perspectiva cósmica en la que se confiesa el señorío de Cristo ha de librar a la Iglesia de todos los sectarismos y de cualquier derrotismo.

Y ahora se hacen de la Iglesia dos afirmaciones. La primera: que es cuerpo de Cristo. Por tanto, de la misma manera que la cabeza de un cuerpo recapitula todos los miembros dándoles vida y unidad, así también Cristo reúne a los fieles en un solo cuerpo y les da la nueva vida.

La segunda afirmación sobre la Iglesia la define como "plenitud" de Cristo. No que la Iglesia dé a Cristo lo que le falta, sino que Cristo es Señor y origen de la plenitud de la Iglesia. Pues Él es el que lo acaba todo en todos. La Iglesia es el espacio en el que irrumpe el amor de Cristo en el mundo y para todo el mundo (cf. 3.18s). Cristo ejerce su poder mediante el amor, con el mismo amor con el que se entregó por todos hasta la muerte (5.2). Cristo quiere ejercer este señorío del amor en el mundo a través de la Iglesia. En este texto se muestra una conciencia de la Iglesia que nos compromete: ¿hasta qué punto estamos dispuestos los cristianos a ser el vehículo del amor de Cristo que se entrega para que todo el universo llegue a una plenitud significativa? (“Eucaristía 1981”).

Pablo suspira porque los creyentes tengan luz en su mente y en su corazón para que comprendan, en primer lugar, qué maravillosa esperanza pueden albergar por el hecho de que Dios los haya llamado; en segundo lugar, qué riqueza supone la herencia que les ha sido destinada, una vez que ahora pueden contarse entre la comunidad de los santos y justos que configuran el gran pueblo de Dios; en tercer lugar, qué admirable actuación lleva a cabo Dios en ellos con su poder y, además, la que ha de llevar a cabo cuando los resucite y los conduzca a una vida eterna. Estas actuaciones de Dios no están aún palmariamente claras para nuestros sentidos corporales. Por eso Pablo, en los versos 20-23, las señala como subordinadas a cuatro grandes hechos que Dios ya ha realizado en Cristo. Pero las consecuencias de todas estas cosas realizadas en Cristo llegan ya a los creyentes como miembros del cuerpo de aquél (cf.2,5s). La exaltación de Cristo es contemplada en una doble perspectiva: cósmica y eclesiológica. Cristo es la cabeza del universo entero y, como tal, ha sido dado a la Iglesia. La comunidad cristiana, numérica y sociológicamente insignificante en el Asia Menor, debe saber que tiene por cabeza al que es la cabeza del universo, al Señor (“Eucaristía 1989”).

El apóstol ruega para que los suyos alcancen el conocimiento: la experiencia de la fe y del amor, a fin de que comprendan la grandeza de su vocación. La oración de Pablo se convierte en una gran afirmación acerca del poder y la riqueza de Dios, que se ha mostrado en Cristo y al que ha revelado, como Dios que también es, mayor que todos los poderes imaginables (principados, potestades, dominaciones, etc., que, según la creencia del judaísmo tardío, eran los poderes cósmicos que dominaban los destinos de los hombres; creencia de la que supone Pablo, pero de la que no afirma nada, sino sólo que -sobre esa hipótesis- Cristo es el más fuerte, por encima de todo lo que pueda esclavizar al hombre...). Dios ha resucitado de la muerte a este Cristo, le ha dado la gloria celestial y lo ha hecho cabeza de la iglesia y de todo (Col 1,18). El sentido de "cabeza" está en su relación al "cuerpo", no es simplemente una colocación de poder sin más. La idea "Cristo-cabeza" e "iglesia, su cuerpo" -diremos "cuerpo místico"- expresa que la iglesia está en todo dirigida y sometida a Cristo; ambos forman una real unidad; la iglesia vive y se desarrolla por la fuerza que procede de Cristo (Ef 4,16; Col 2,19). Esta misma idea se expone en la imagen de "la vid y los sarmientos" (Jn 15,1-8). La iglesia, comunidad de creyentes, es, pues, su "cuerpo"; inseparablemente unida a Él, partícipe de la vida (celestial) divina. La iglesia es también el lugar o espacio de la presencia de Jesucristo en el mundo, su expresión terrenal... De ahí se comprende, o se ha de comprender, que, junto a su Señor glorificado, los creyentes hayan comenzado a vivir en una nueva creación, en un nuevo mundo, en una nueva vida. Esto deben saberlo y realizarlo. Por eso hace Pablo hincapié en el conocimiento de la esperanza que de ahí se desprende, de la riqueza de la herencia, etc.; conocimiento que deben alcanzar los creyentes con la fuerza de Jesucristo y por los que Pablo ora al Padre (“Eucaristía 1988”).

Cristo escapa a nuestra mirada carnal para que, más allá de las apariencias, veamos en la fe las cosas tal como ellas son. Es necesario ver la vida a través de Cristo. Sin Él, la vida es un fuego fatuo; cuanto más se la quiere coger, tanto más se nos escapa, como los granos de arena en un puño cerrado. Pero Cristo resucitado nos dice: "Miradme a mí. La vida es una fuerza imparable que rompe todas las barreras del tiempo, del ser y de la muerte" (cfr v. 18). Hay que ver al hombre a través de Cristo. Desde Cristo, el hombre es más majestuoso que los astros, más valioso que todo el cosmos: es un dios (cfr. vs. 20-21). Hay que ver a la Iglesia a través de Cristo. Sociedad simpática para unos, retrasadilla pero moralmente útil para otros. Cristo resucitado nos dice: "La Iglesia es mi cuerpo. Yo lo hago crecer a lo largo de los siglos para inmortalizar las penas y las alegrías de los hombres" (cfr. vs. 22-23: Dabar 1978).

Así nos animaba S. Agustín: “Habiéndose convertido Cristo en nuestro camino, ¿desesperaremos de llegar? Este camino no puede ni acabarse, ni interrumpirse, ni borrarse por lluvias o tormentas, ni ser asediado por ladrones. Camina seguro en Cristo; camina; no tropieces, no caigas, no mires atrás, no te quedes parado en el camino, no te apartes de él. Si te cuidas de todo esto, llegarás. Una vez que hayas llegado, gloríate ya de ello, pero no en ti. Pues, quien se alaba a sí mismo, no alaba a Dios, sino que se aparta de Él. Sucede como a quien se aparta del fuego: el fuego permanece caliente, pero él se enfría; o como al que quiere alejarse de la luz; si lo hiciere, la luz permanece resplandeciente en sí misma, pero él queda en tinieblas. No nos alejemos del calor del Espíritu ni de la luz de la Verdad. Ahora hemos escuchado su voz; entonces, en cambio, lo veremos cara a cara. Que nadie se complazca en sí mismo ni nadie insulte a los demás. Que nuestro deseo común de progresar no nos conduzca a envidiar a los avanzados ni a insultar a los retardados, y se cumplirá en nosotros, con gozo, lo prometido en el evangelio: Y yo los resucitaré en el último día (Jn 6,39)”.

4. Es el “final canónico de Marcos", dicen que proveniente de relatos pascuales de los otros evangelios: terminada la misión de Jesús en el mundo, ha de comenzar la misión de sus discípulos. Estos han de predicar y hacer lo mismo que su Maestro. Aparece aquí la fórmula "Señor Jesús", que constituye el núcleo más originario del símbolo de la fe cristiana. En esta fórmula se confiesa que Jesús, el hijo de María, que padeció bajo Poncio Pilato, es el Señor resucitado. Ese Jesús es, pues, Dios, igual al Padre, pero también de un modo diferente, porque todo lo recibe del que todo lo tiene. Por eso, también está escrito que su nombre es el Hijo (Heb 1,4). Y cuando los creyentes nos dirigimos al Padre en nombre de Jesús, esto es mucho más que ampararnos en sus méritos (Heb 5,9) o valernos de su poderosa intercesión (Heb 7,25): en el nombre de Jesús nos presentamos como hijos, sabiendo que Dios nos abraza en el mismo amor paterno que tiene a su muy amado (Ef 1,6: “Eucaristía 1988”).

S. Agustín comenta: “Hoy celebramos la Ascensión del Señor al cielo. No escuchemos en vano las palabras: «Levantemos el corazón», y subamos con Él, con corazón íntegro, según lo que enseña el Apóstol: Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba donde está sentado Cristo a la derecha del Padre; gustad las cosas de arriba, no las de la tierra (Col 3,1-2). La necesidad de obrar seguirá en la tierra; pero el deseo de la ascensión ha de estar en el cielo. Aquí la esperanza, allí la realidad. Cuando tengamos la realidad allí, no habrá esperanza ni aquí ni allí; no porque la esperanza carezca de sentido, sino porque dejará de existir ante la presencia de la realidad. Oíd también lo que dijo el Apóstol acerca de la esperanza: Hemos sido salvados en esperanza. Mas la esperanza que se ve no es esperanza, pues lo que uno ve, ¿cómo lo espera? Pero si esperamos lo que no vemos, por la paciencia lo esperamos (Rom 8,24-25). Prestad atención a los mismos asuntos humanos y considerad que si alguien espera tomar mujer es porque aún no la tiene. Pues si ya la tiene, ¿qué espera? Se casa efectivamente con la mujer con la que esperaba hacerlo y no esperará ya más tal cosa. La esperanza llega a su término felizmente, cuando se hace presente la realidad. Todo peregrino espera llegar a su patria; hasta que no se vea en ella, seguirá esperándolo; mas una vez que haya llegado, dejará de esperarlo. A la esperanza le sucede la realidad. La esperanza llega felizmente a su término cuando se posee lo que se esperaba. Por tanto, amadísimos, acabáis de oír la invitación a levantar el corazón; al mismo corazón se debe el que pensemos en la vida futura. Vivamos santamente aquí para vivir allí. Ved cuán grande fue la condescendencia de nuestro Señor. Quien nos hizo descendió hasta nosotros, puesto que habíamos caído de Él. Mas, para venir a nosotros, Él no cayó, sino que descendió. Por tanto, si descendió hasta nosotros, nos elevó. Nuestra Cabeza nos ha elevado ya en su cuerpo; adonde está Él le siguen también los miembros, puesto que adonde se ha dirigido antes la Cabeza han de seguirle también los miembros. Él es la Cabeza, nosotros los miembros. Él está en el cielo, nosotros en la tierra. ¿Tan lejos está de nosotros? De ningún modo. Si te fijas en el espacio está lejos; si te fijas en el amor está con nosotros. En efecto, si Él no estuviese con nosotros, no hubiese dicho en el evangelio: Ved que estoy con vosotros hasta la consumación del mundo (Mt 28,28). Si Él no está con nosotros mentimos cuando decimos: «El Señor esté con vosotros». Tampoco hubiese gritado desde el cielo cuando Saulo perseguía, no a Él, sino a sus santos, a sus siervos... Caminemos confiados hacia esa esperanza porque es veraz quien ha hecho la promesa; pero vivamos de tal manera que podamos decirle con la frente bien alta: «Cumplimos lo que nos mandaste, danos lo que nos prometiste»”.

El Señor ha ascendido a los cielos. Mientras tanto ¿qué hacer? Esta es la cuestión fundamental: ¿Y ahora, qué? -Vivir la certeza de que Él «está con nosotros todos los días hasta el fin del mundo». Que la Encarnación es un gesto de Dios irreversible. Está, pero de otro modo. Y los apóstoles necesitaron semanas para comprender y hacerse a la idea. Es el sentido de lo sorprendente de cada «aparición». Reconocerle en tantas mediaciones: Iglesia, comunidad, sacramentos, eucaristía, hermanos... Encontrar al Señor en todo y de tantas maneras. La Ascensión es la plenitud de la Encarnación. Cuando se hizo carne no se pudo encarnar más que en un solo hombre, el que asumió personalmente el Verbo de Dios. Pero mediante la Ascensión, por la fuerza del Espíritu que lo resucitó de entre los muertos, se hace «más íntimo a nosotros que nosotros mismos», de tal modo que Pablo pudo decir «vivo yo, pero no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí». Durante su vida mortal Jesús vivió la condición corporal y sus limitaciones en espacio y tiempo. Cuando estaba sentado en casa de Lázaro y de sus hermanas, no estaba en otra parte. Y cuando dormía, envuelto en su manto, cerca de sus discípulos al borde del lago, no estaba en ellos, como lo estuvo después. Por ello, la Ascensión aparece no como una ausencia de Jesús que haría legítima su tristeza, sino como una modificación de su presencia: la presencia corporal, sin dejar de ser corporal, muere a cierta manera de ser, para realizarse totalmente, es decir, para llegar a ser más interior y más universal. Podríamos decir que en el cuerpo glorificado de Jesús se realizan las promesas al cuerpo humano. Lo que prometía, en el encuentro personal, deja de impedirlo. Este es el verdadero cuerpo humano. Para nosotros, el cuerpo es lo que nos hace presentes, pero al mismo tiempo limita y sabotea esta presencia de la persona. Con razón escribía Blondel: «Es una extraña soledad el que los cuerpos y todo lo que se ha podido decir de la unión no es nada para el precio de la separación que causan». Pero en el cuerpo glorificado de Jesús se realiza lo que no nos habríamos atrevido a esperar. Jesús se hace inmediatamente presente a los que ama, y se une a ellos allí donde ellos son justamente ellos mismos, se hace interior a ellos. Y, por otra parte, se hace simultáneamente presente a todos, sin limitaciones espacio-temporales. Así, el misterio de Jesús aboliendo ciertas formas de presencia corporal para tener junto a nosotros una presencia más interior y más universal, es a la vez el sentido de una experiencia humana vivida y la promesa de que esta experiencia será salvada y colmada para los que la vivan en la fe. El Señor Jesús, después de hablarles, ascendió al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba la Palabra con los signos que los acompañaban.

Como dice el Catecismo, “sólo el que "salió del Padre" puede "volver al Padre": Cristo (cf Jn 16,28). "Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre" (Jn 3,13; cf, Ef 4,8-10). Dejada a sus fuerzas naturales, la humanidad no tiene acceso a la "Casa del Padre" (Jn 14,2), a la vida y a la felicidad de Dios. Sólo Cristo ha podido abrir este acceso al hombre, "ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino" (MR, Prefacio de la Ascensión).

"Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12,32). La elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo. Es su comienzo. Jesucristo, el único Sacerdote de la Alianza nueva y eterna, no "penetró en un Santuario hecho por mano de hombre..., sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro" (Hb 9,24). En el cielo, Cristo ejerce permanentemente su sacerdocio. "De ahí que pueda salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor" (Hb 7,25). Como "Sumo Sacerdote de los bienes futuros" (Hb 9,11), es el centro y el oficiante principal de la liturgia que honra al Padre en los cielos (cf Ap 4,6-11).

Cristo, desde entonces, está sentado a la derecha del Padre: "Por derecha del Padre entendemos la gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos, como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada" (San Juan Damasceno).

Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del profeta Daniel respecto del Hijo del hombre: "A Él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás" (Dn 7, 14). A partir de este momento, los apóstoles se convirtieron en los testigos del "Reino que no tendrá fin" (Símbolo de Nicea-Constantinopla).

Confesión de fe en el cielo son, al menos desde un punto de vista sociológico (¡también teológico!), todas esas expresiones al uso en las que reconocemos el cielo en las experiencias felices de la vida. Desde la enamorada confesión "mi cielo", cantada como "cielito lindo", hasta la rotunda aseveración "esto es el cielo", o "esto es la gloria", pasando por las innumerables y cariñosas confidencias "eres un cielo", o "un sol", que viene a ser lo mismo. De manera que en la vida de cada cual, pienso que en la de todos, hay alguna experiencia, alguna señal, suficiente para hacerse una idea del cielo. No se trata, pues, de una palabra vacía ni de un recurso clerical ni de una afirmación sin fundamento. El lenguaje, en la medida que nace de la vida y codifica lo vivido, resulta demasiado explícito, como para menospreciarlo o no tenerlo en cuenta. Otra cosa es cuando pretendemos -¡siempre la misma pretensión!- meter el cielo en razón. No cabe. La razón es solo una capacidad humana (no la única), instrumentalizada en nuestra cultura para fabricar artefactos, aunque sean de alta tecnología. Y eso muy poco tiene que ver con la vida humana que, aunque los necesita, sólo los utiliza para proyectarse en aras del espíritu (“Eucaristía 1993”).

¿Qué otra cosa es el cielo, qué puede ser el cielo si no es el mismo Dios? Decir que Jesús se fue al cielo es decir que fue al Padre de donde había venido. Jesucristo, uno de nosotros, se ha llevado consigo un pedazo de nuestro mundo: su cuerpo glorioso. Y por Jesucristo y en Jesucristo nuestro mundo es una realidad entrañable y entrañada en el seno del Padre. La Ascensión significa que Dios ama al mundo, a todo el mundo. Y significa, consiguientemente, que todo el mundo siente el impacto del amor de Dios y que las criaturas suspiran esperando que un día se manifieste la gloria de los hijos de Dios y aparezca la nueva tierra y el nuevo cielo. A partir de la Ascensión del Señor, la esperanza trabaja la historia de los hombres que son hijos del Futuro. El cristiano no puede ser un hombre que pase por el mundo con indiferencia, creyendo que lo importante es escapar de él y salvar su alma. El cristiano ha de sacar adelante la esperanza del mundo. La Ascensión de Jesús significa que ha llegado el momento de nuestra responsabilidad: "un poco de tiempo". El espacio necesario para responder nosotros. Jesús pronunció la Palabra. Si ahora calla, es porque espera nuestra respuesta (“Eucaristía 1974”).

Te damos gracias, Señor y Dios nuestro, / porque has resucitado a tu Hijo / y lo has encumbrado hasta tu diestra en el cielo. / De este modo has suscitado en nosotros una gran esperanza / y has abierto camino a las aspiraciones de nuestro corazón. // Te pedimos, Señor y Padre nuestro, / que sepamos ver tu claridad en los acontecimientos, / que podamos ver tu huella en todas las cosas, / para que no se apegue a ellas nuestro corazón / y se vea libre para remontarse hasta Ti. // Ayúdanos, Dios y Padre nuestro / a buscarte en el dolor y en la adversidad / a descubrirte en el gozo y en los placeres, / a sentirte cercano en los que sufren y tienen hambre, / a mirarte con amor en el pobre y el marginado. // Danos tu Espíritu, ¡oh Dios!, / para construir una vida y un mundo más hermoso, / donde todos puedan vivir en armonía como hermanos, / donde todos puedan llegar a conocerte / y en todos viva la esperanza de tu gloria (“Eucaristía 1993”).

viernes, 18 de mayo de 2012

SÁBADO DE LA SEXTA SEMANA DE PASCUA: vemos hoy la recomendación de pedir en nombre de Jesús, rezar es el fundamento de toda actividad: así se hace el

Hechos de los apóstoles 18, 23-28: 23Pasó allí algún tiempo y marchó recorriendo una tras otra las regiones de Galacia y Frigia, y confortaba a todos los discípulos.

24Un judío llamado Apolo, de origen alejandrino, hombre elocuente y muy versado en ls Escrituras, llegó a Efeso. 25Había sido instruido en el camino del Señor. Hablaba con fervor de espíritu y enseñaba con esmero lo referente a Jesús, aunque sólo conocía el bautismo de Juan. 26Comenzó a hablar con libertad en la sinagoga. Al oírle Priscila y Aquila le tomaron consigo y le expusieron con más exactitud el camino de Dios. 27Como deseaba pasar a Acaya, los hermanos le animaron y escribieron a los discípulos para que le recibieran. Cuando llegó fue de gran provecho, con la gracia divina, para los que habían creído, 28pues refutaba vigorosamente en público a los judíos demostrando por las Escrituras que Jesús es el Cristo.

Salmo responsorial: 46, 2-3.8-9.10 Dios es el Rey del mundo. 2Pueblos todos, batid palmas, / aclamad a Dios con gritos de júbilo; / 3porque el Señor es sublime y terrible, / emperador de toda la tierra.

8Porque Dios es el rey del mundo: / tocad con maestría. / 9Dios reina sobre las naciones, / Dios se sienta en su trono sagrado.

10Los príncipes de los gentiles se reúnen / con el pueblo del Dios de Abrahán; / porque de Dios son los grandes de la tierra, / y él es excelso.

Evangelio según san Juan 16, 23-28: En verdad, en verdad os digo: si algo pedís al Padre en mi nombre, os lo concederá. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea completo.

Os he dicho estas cosas por medio de comparaciones. Llega la hora en que ya no os hablaré por comparaciones, sino que abiertamente os anunciaré las cosas acerca del Padre. Aquel día pediréis en mi nombre, y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, pues el Padre mismo os ama, porque vosotros me habéis amado y habéis creído que yo salí de Dios. Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y voy al Padre.

Comentario: 1. Comienza el tercer viaje apostólico de Pablo. Procedente de Éfeso, desembarcó en Cesarea, subió a saludar la Iglesia de Jerusalén y bajó a Antioquía... Luego, recorrió Galacia y Frigia. -Apolo, originario de Alejandría, había llegado a Éfeso. Así se extiende el evangelio: por un viajero que se desplaza por asuntos de su oficio. Mi trabajo, ¿es para mí ocasión de ser tu testigo, Señor? -Era un hombre elocuente, versado en las Escrituras; y con fervor de espíritu hablaba y enseñaba lo referente a Jesús, si bien conocía solamente el bautismo de Juan. En esa Iglesia primitiva no existen todavía las distinciones que ahora nos son familiares. Apolo no ha esperado a tener la verdad total para hablar de Jesús. Sólo conoce una parte, ¡se quedó en lo del bautismo de Juan Bautista! Pero da a conocer lo que sabe. También para mí el descubrimiento de Jesucristo es sin duda muy imperfecto. Ayúdame, Señor, a hablar de Ti lo mejor que pueda, con mis propias palabras. Ayúdame, Señor, a saber reconocerte en las palabras y en la vida de aquellos que te conocen aún imperfectamente.

-Habiéndolo oído, Priscila y Aquila lo tomaron consigo y le expusieron más exactamente el «camino» que lleva a Dios. Un hogar cristiano, unos laicos cristianos se encargan de Apolo para ayudarle a avanzar en su fe. ¡Descubrir el "camino que conduce a Dios"! Señor, pon cerca de los que andan buscando, a laicos cristianos capaces de prestar ese servicio: ser un punto de referencia en el camino que conduce hasta Ti. ¿Hay a mi alrededor quienes andan buscando? ¿Les presto atención? ¿Cómo es mi plegaria?

-Queriendo Apolo ir a Grecia, los hermanos le animaron a ello y escribieron a los discípulos para que le hicieran una buena acogida. Decididamente, ¡la labor apostólica marcha! Y se pone de relieve la importancia de la «acogida». Un grupo no es verdaderamente cristiano si no permanece «abierto». Una comunidad cristiana no es un Club, reservado al que «presenta el carnet de socio». Corinto dará acogida a un cristiano procedente de Alejandría y de Éfeso. ¿Cómo son acogidos los extraños en nuestras comunidades?

-Una vez allí, fue de gran provecho a los creyentes, con el auxilio de la gracia, porque demostraba por las Escrituras que Jesús era el Mesías, el Cristo. Llegará a tener tanto éxito en Corinto, que provocará incluso clanes en torno a su nombre: «yo, soy de Apolo... yo, soy de Pablo...». Por el momento, san Lucas se regocija de la elocuencia de Apolo. Y da gracias a Dios por la calidad de sus sermones. Señor, ayúdanos a poner nuestras dotes personales al servicio del evangelio y de nuestros hermanos (Noel Quesson).

El tercero de los viajes de Pablo comienza también en Antioquía, su lugar de referencia, y pasa por las comunidades «animando a los discípulos». El centro de este viaje se situará en Éfeso. Pero la lectura de hoy es como un paréntesis en la historia de Pablo, porque se refiere a Apolo. Apolo era un judío que se había formado en Alejandría de Egipto, y hablaba muy bien, porque era experto en la Escritura, o sea, en el Antiguo Testamento. Aunque conocía sólo el bautismo de Juan, pero predicaba en las sinagogas sobre Jesús. Áquila y Prisca, el matrimonio amigo de Pablo, «lo tomaron por su cuenta y le explicaron con más detalle el camino del Señor». Y así Apolo llegó a ser un colaborador muy válido en la evangelización, reconocido también por Pablo. Le enviaron a Grecia a predicar, y «su presencia contribuyó mucho al provecho de los creyentes».

Nada de celos apostólicos. Todos debemos involucrarnos en el anuncio del Evangelio. Más aún, quienes tienen más clara la doctrina del Señor tienen obligación de enseñarla a sus hermanos, no para atiborrarlos de conceptos en su cabeza, sino para ayudarles a dar un testimonio cada vez más creíble y eficaz del Nombre del Señor; testimonio nacido no sólo del estudio, sino de la experiencia personal del Señor que dará una nueva orientación a la vida de su enviado. Esto nos debe llevar a preocuparnos con toda lealtad de la mutua evangelización, así como nos dedicamos a la evangelización de los no creyentes. Tal vez haya muchos sectores de nuestra Iglesia que vivan casi como paganos; círculos en los que ya no se conozca a Dios. El Señor nos envía a evangelizar a quienes jamás han oído hablar de Él porque, aun cuando se les bautizó, jamás se les habló del Señor y se dejó que la vida de fe se marchitara demasiado pronto. Abramos nuestros ojos hacia el interior de la Iglesia para que procuremos trabajar en favor de la salvación, no sólo del mundo, sino también de nosotros mismos.

¿Qué hubiéramos hecho nosotros si se presenta en nuestra comunidad un laico que predica sobre Jesús por libre, tal vez con un lenguaje no del todo ajustado? En Éfeso el laico Apolo tuvo la suerte de encontrarse con unas personas, colaboradoras de Pablo, que le acogieron y le ayudaron a formarse mejor. Y así lograron un buen catequista y predicador de Cristo, al que la comunidad de Antioquia concedió un voto de confianza, encomendándole una misión nada fácil en Grecia. Una vez más somos invitados a ser abiertos de corazón, a saber reconocer el bien donde está. Nadie tiene el monopolio de la verdad. El criterio no tiene que ser ni la edad ni el sexo ni la raza ni si se pertenece o no al clero. Es verdad que Cristo encomendó la última responsabilidad y el magisterio decisivo a los apóstoles y sus sucesores. Pero la historia de la primera comunidad nos enseña que también este ministerio se tiene que desarrollar con una mentalidad abierta, sabiendo reconocer signos de la voz del Espíritu también en los laicos y en toda la comunidad. Los laicos, afortunadamente cada vez más, tienen un papel importante en la tarea de la evangelización encomendada a toda la Iglesia. Es una de las consignas más comprometedoras del Vaticano II, a partir de la «nueva» eclesiología de la Lumen Gentium. Tanto en el nivel eclesial como en el más doméstico de nuestro entorno, deberíamos saber apreciar los valores que hay en las personas: y si las vemos imperfectas, no condenarlas en seguida, sino ayudarles a formarse mejor, buscando no nuestro lucimiento o una ortodoxia fría, sino que progrese el Reino de Dios en nuestro mundo, sea quien sea el que evangelice y haga el bien, con tal que lo hagan desde la unidad con la Iglesia (J. Aldazábal). Para ello, tenemos la Escritura que nos habla de Cristo y a Cristo hemos de ver en ella. San Ireneo dice: «Si uno lee con atención las Escrituras, encontrará que hablan de Cristo y que prefiguran la nueva vocación. Porque Él es el tesoro escondido en el campo (Mt 13,44), es decir, en el mundo, ya que el campo es el mundo (Mt 13,38); tesoro escondido en las Escrituras, ya que era indicado por medio de figuras y parábolas que no podían entenderse según la capacidad humana, antes de que llegara el cumplimiento de lo que estaba profetizado, que es el advenimiento de Cristo. Como dice el profeta Daniel (12,4-7) y el profeta Jeremías 23,20... Por esta razón, cuando los judíos leen la ley en nuestros tiempos, se parece a una fábula, pues no pueden explicar todas las cosas que se refieren al advenimiento del Hijo de Dios como hombre. En cambio, cuando la leen los cristianos, es para ellos un tesoro escondido en el campo, que la cruz de Cristo ha revelado y explanado. Con ella, la inteligencia humana se enriquece y se muestra la sabiduría de Dios manifestando sus designios sobre los hombres, prefigurándose el reino de Cristo y anunciándose de antemano la herencia de la Jerusalén santa...».

2. Se repite el salmo en la primera estrofa, y añadimos la parte final. Como decía Juan Pablo II, “se trata de un himno a Dios, Señor del universo y de la historia: "Dios es el rey del mundo (...). Dios reina sobre las naciones" (vv. 8-9)”, en la primera parte se habla más de dominación y “en la segunda parte la relación es de asociación: "los príncipes de los gentiles se reúnen con el pueblo del Dios de Abraham" (v. 10). Así pues, se nota un gran progreso…

El segundo momento del salmo (cf. vv. 7-10) está abierto a otra ola de alabanza y de canto jubiloso: "Tocad para Dios, tocad; tocad para nuestro rey, tocad; (...) tocad con maestría" (vv. 7-8). También aquí se alaba al Señor sentado en el trono en la plenitud de su realeza (cf. v. 9). Este trono se define "sagrado", porque es inaccesible para el hombre limitado y pecador. Pero también es trono celestial el Arca de la alianza presente en la zona más sagrada del templo de Sión. De ese modo el Dios lejano y trascendente, santo e infinito, se hace cercano a sus criaturas, adaptándose al espacio y al tiempo (cf. 1 Re 8,27.30).

El salmo concluye con una nota sorprendente por su apertura universalista: "Los príncipes de los gentiles se reúnen con el pueblo del Dios de Abraham" (v. 10). Se remonta a Abraham, el patriarca que no sólo está en el origen de Israel, sino también de otras naciones. Al pueblo elegido que desciende de él se le ha encomendado la misión de hacer que todas las naciones y todas las culturas converjan en el Señor, porque él es Dios de la humanidad entera. Proviniendo de oriente y occidente se reunirán entonces en Sión para encontrarse con este rey de paz y amor, de unidad y fraternidad (cf. Mt 8,11). Como esperaba el profeta Isaías, los pueblos hostiles entre sí serán invitados a arrojar a tierra las armas y a convivir bajo el único señorío divino, bajo un gobierno regido por la justicia y la paz (cf. Is 2,2-5). Los ojos de todos contemplarán la nueva Jerusalén, a la que el Señor "asciende" para revelarse en la gloria de su divinidad. Será "una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua (...). Todos gritaban a gran voz: "La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero"" (Ap 7,9-10)”. Pedimos en la Colecta: «Mueve, Señor nuestros corazones para que fructifiquen en buenas obras y, al tender siempre hacia lo mejor, concédenos vivir plenamente el misterio pascual».

3. –“Cuanto pidiereis al Padre, os lo dará en mi nombre. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre”. Ver su plegaria acogida... Rogar "en nombre de Jesús"... ¿Qué quiere decir esto? “Una oración al Dios de mi vida (Sl 41,9). Si Dios es para nosotros vida, no debe extrañarnos que nuestra existencia de cristianos haya de estar entretejida en oración. Pero no penséis que la oración es un acto que se cumple y luego se abandona. El justo encuentra en la ley de Yavé su complacencia y a acomodarse a esa ley tiende, durante el día y durante la noche (Sl 1,2). Por la mañana pienso en ti (Sl 62,7); y, por la tarde, se dirige hacia ti mi oración como el incienso (cf. Sl 140,2). Toda la jornada puede ser tiempo de oración: de la noche a la mañana y de la mañana a la noche. Más aún: como nos recuerda la Escritura Santa, también el sueño debe ser oración (Dt 6,6-7).

Recordad lo que, de Jesús, nos narran los Evangelios. A veces, pasaba la noche entera ocupado en coloquio íntimo con su Padre. ¡Cómo enamoró a los primeros discípulos la figura de Cristo orante! Después de contemplar esa constante actitud del Maestro, le preguntaron: Domine, doce nos orare (Lc 11,1), Señor, enséñanos a orar así.

San Pablo -orationi instantes (Rm 12,12), en la oración continuos, escribe- difunde por todas partes el ejemplo vivo de Cristo. Y San Lucas, con una pincelada, retrata la manera de obrar de los primeros fieles: animados de un mismo espíritu, perseveraban juntos en oración (Hch 1,4).

El temple del buen cristiano se adquiere, con la gracia, en la forja de la oración. Y este alimento de la plegaria, por ser vida, no se desarrolla en un cauce único. El corazón se desahogará habitualmente con palabras, en esas oraciones vocales que nos ha enseñado el mismo Dios, Padre nuestro, o sus ángeles, Ave María. Otras veces utilizaremos oraciones acrisoladas por el tiempo, en las que se ha vertido la piedad de millones de hermanos en la fe: las de la liturgia -lex orandi-, las que han nacido de la pasión de un corazón enamorado, como tantas antífonas marianas: Sub tuum praesidium…, Memorare…, Salve Regina

En otras ocasiones nos bastarán dos o tres expresiones, lanzadas al Señor como saeta, iaculata: jaculatorias, que aprendemos en la lectura atenta de la historia de Cristo: Domine, si vis, potes me mundare (Mt 8,2), Señor, si quieres, puedes curarme; Domine, tu omnia nosti, tu scis quia amo te (Jn 21,17), Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo; Credo, Domine, sed adiuva incredulitatem team (Mt 9,23), creo, Señor, pero ayuda mi incredulidad, fortalece mi fe; Domine, non sum dignus (Mt 8,8), ¡Señor, no soy digno!; Dominus meus et Deus meus (Jn 20,18), ¡Señor mío y Dios mío!… U otras frases, breves y afectuosas, que brotan del fervor íntimo del alma, y responden a una circunstancia concreta.

La vida de oración ha de fundamentarse además en algunos ratos diarios, dedicados exclusivamente al trato con Dios; momentos de coloquio sin ruido de palabras, junto al Sagrario siempre que sea posible, para agradecer al Señor esa espera -¡tan solo!- desde hace veinte siglos. Oración mental es ese diálogo con Dios, de corazón a corazón, en el que interviene toda el alma: la inteligencia y la imaginación, la memoria y la voluntad. Una meditación que contribuye a dar valor sobrenatural a nuestra pobre vida humana, nuestra vida diaria corriente.

Gracias a esos ratos de meditación, a las oraciones vocales, a las jaculatorias, sabremos convertir nuestra jornada, con naturalidad y sin espectáculo, en una alabanza continua a Dios. Nos mantendremos en su presencia, como los enamorados dirigen continuamente su pensamiento a la persona que aman, y todas nuestras acciones -aun las más pequeñas- se llenarán de eficacia espiritual.

Por eso, cuando un cristiano se mete por este camino del trato ininterrumpido con el Señor -y es un camino para todos, no una senda para privilegiados-, la vida interior crece, segura y firme; y se afianza en el hombre esa lucha, amable y exigente a la vez, por realizar hasta el fondo la voluntad de Dios.

Desde la vida de oración podemos entender ese otro tema que nos propone la fiesta de hoy: el apostolado, el poner por obra las enseñanza de Jesús, trasmitidas a los suyos poco antes de subir a los cielos: me serviréis de testigos en Jerusalén y en toda la Judea y Samaría y hasta el cabo del mundo (Hch 1,8).

Con la maravillosa normalidad de lo divino, el alma contemplativa se desborda en afán apostólico: me ardía el corazón dentro del pecho, se encendía el fuego en mi meditación (Sl 38,4). ¿Qué fuego es ése sino el mismo del que habla Cristo: fuego he venido a traer a la tierra y qué he de querer sino que arda? (Lc 12,49). Fuego de apostolado que se robustece en la oración: no hay medio mejor que éste para desarrollar, a lo largo y a lo ancho del mundo, esa batalla pacífica en la que cada cristiano está llamado a participar: cumplir lo que resta que padecer a Cristo (cf Col 1,24)” (san Josemaría Escrivá).

-“Pedid y recibiréis, a fin de que vuestro gozo sea completo”. La oración, fuente de gozo... fuente de expansión... fuente de equilibrio. El mundo occidental, ¿no debería retornar a esta fuente? Orar. Pasar tiempo en la contemplación, en el reposo en Dios: quién sabe si no veremos volver esto desde las planicies del Ganges, o las arenas del desierto... o quizá también del hastío de nuestras vidas occidentales materializadas y encerradas en el "cerco de hierro" de una humanidad, a la que se le ha hecho creer que no hay nada más, que no tiene salida, que el hombre está encerrado en sí mismo... Pero ¡no! Hay una abertura: hay un mundo divino, próximo, cercano a ti, que te envuelve por doquier... y en el que la oración puede introducirte. Imposible experimentarlo en lugar de los demás. Hay que penetrar uno mismo en ello. Orad a fin de que vuestro gozo sea completo.

-“Llega la hora en que ya no os hablaré más en parábolas, sino que os hablaré claramente del Padre. Aquel día pediréis en mi nombre, y no os digo que Yo rogaré al Padre por vosotros, pues el mismo Padre os ama, porque vosotros me habéis amado y creído que Yo he salido de Dios”. ¿Qué significan estas palabras? La abolición de las distancias. Entre Dios y los creyentes, hay una comunicación directa... que viene, por parte de Dios, de una actitud de amor -el Padre mismo os ama-... y por parte del hombre, de una actitud de fe y de amor -porque me habéis amado y habéis creído en mí. Entre el universo invisible y el universo visible, no hay muros. De la tierra, suben sin cesar plegarias, de amor y de fe. Del cielo, descienden sin cesar gracias y palabras divinas, de amor.

-“Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y me voy al Padre”. Sí, en verdad Jesucristo es "la comunicación" entre estos dos mundos, que no están cerrados el uno al otro. El ha venido de ese mundo invisible, divino, celeste; que nos envuelve por todas partes. El nos lo ha revelado. Ha desvelado lo que estaba escondido en Dios: todo se resume en una sola palabra... Dios ama... Dios es Padre... Dios es amor... Ha vuelto a ese mundo invisible, divino, celeste, a ese mundo donde el amor es rey, a ese mundo donde el amor hace dichoso, a ese mundo donde las relaciones entre las Personas son totalmente satisfactorias, logradas, ¡y perfectas! ¿Vamos nosotros a beber, de vez en cuando, a esta fuente? (Noel Quesson).

Jesús sigue profundizando tanto en su relación con el Padre como en las consecuencias que esta unión tiene para sus seguidores: esta vez respecto a su oración. Ahora que Jesús «vuelve al Padre», que es el que le envió al mundo, les promete a sus discípulos que la oración que dirijan al Padre en nombre de Jesús será eficaz. El Padre y Cristo están íntimamente unidos. Los seguidores de Jesús, al estar unidos a él, también lo están con el Padre. El Padre mismo les ama, porque han aceptado a Cristo. Y por eso su oración no puede no ser escuchada, «para que vuestra alegría sea completa».

La eficacia de nuestra oración por Cristo se explica porque los que creemos en él quedamos «incardinados» en su viaje de vuelta al Padre: nuestra unión con Jesús, el Mediador, es en definitiva unión con el Padre. Dentro de esa unión misteriosa -y no en una clave de magia- es como tiene sentido nuestra oración de cristianos y de hijos. Cuando oramos, así como cuando celebramos los sacramentos, nos unimos a Cristo Jesús y nuestras acciones son también sus acciones. Cuando alabamos a Dios, nuestra voz se une a la de Cristo, que está siempre en actitud de alabanza. Cuando pedimos por nosotros mismos o intercedemos por los demás, nuestra petición no va al Padre sola, sino avalada, unida a la de Cristo, que está también siempre en actitud de intercesión por el bien de la humanidad y de cada uno de nosotros. La clave para la oración del cristiano está en la consigna que Jesús nos ha dado: «permaneced en mí y yo en vosotros», «permaneced en mi amor». Por eso el Padre escucha siempre nuestra oración. No se trata tanto de que él responda a lo que le pedimos. Somos nosotros los que en este momento respondemos a lo que él quería ya antes. Orar es como entrar en la esfera de Dios. De un Dios que quiere nuestra salvación, porque ya nos ama antes de que nosotros nos dirijamos a él. Como cuando salimos a tomar el sol, que ya estaba brillando. Como cuando entramos a bañarnos en el agua de un río o del mar, que ya estaba allí antes de que nosotros pensáramos en ella. Al entrar en sintonía con Dios, por medio de Cristo y su Espíritu, nuestra oración coincide con la voluntad salvadora de Dios, y en ese momento ya es eficaz. Aunque no sepamos en qué dirección se va a notar la eficacia de nuestra oración, se nos ha asegurado que ya es eficaz. Nos lo ha dicho Jesús: «todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido» (Mc 11,24). Sobre todo porque pedimos en el nombre de Jesús, el Hijo en quien somos hermanos, y por tanto también nosotros somos hijos de un Padre que nos ama (J. Aldazábal).

“El Padre os ama, porque vosotros me queréis y habéis creído”. Y comenta San Agustín: «¿Nos ama Él porque le amamos nosotros, o más bien le amamos porque nos ama Él? Responde el mismo evangelista en su carta: “Nosotros le amamos porque Él nos ha amado primero”. Nosotros hemos llegado a amar porque hemos sido amados. Don es enteramente de Dios el amarle. Él, que amó sin haber sido amado, lo concedió para ser amado. Hemos sido amados sin tener méritos para que en nosotros hubiera algo que le agradase. Y no amaríamos al Hijo si no amásemos también al Padre. El Padre nos ama porque amamos al Hijo, habiendo recibido del Padre y del Hijo el poder amar al Padre y al Hijo, difundiendo la caridad en nuestros corazones el Espíritu de ambos, por el cual amamos al Padre y al Hijo, amando también a ese Espíritu con el Padre y el Hijo. Ese amor filial nuestro con que honramos a Dios, lo creó Dios, y vio que era bueno; por eso Él amó lo que Él hizo. Pero no hubiera creado en nosotros lo que Él pudiera amar si, antes de crearlo, Él no nos hubiese amado».

“¿Y dejas, Pastor, Santo, tu grey en este valle hondo, oscuro, / en soledad y llanto; y tú, rompiendo el puro aire, te vas al inmortal seguro?

Los antes bienhadados y los ahora tristes y afligidos, / a tus pechos criados, de ti desposeídos, ¿a dónde volverán ya sus sentidos?” “Hoy, en vigilias de la fiesta de la Ascensión del Señor, el Evangelio nos deja unas palabras de despedida entrañables. Jesús nos hace participar de su misterio más preciado; Dios Padre es su origen y es, a la vez, su destino: «Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre» (Jn 16,28). No debiera dejar de resonar en nosotros esta gran verdad de la segunda Persona de la Santísima Trinidad: realmente, Jesús es el Hijo de Dios; el Padre divino es su origen y, al mismo tiempo, su destino. Para aquellos que creen saberlo todo de Dios, pero dudan de la filiación divina de Jesús, el Evangelio de hoy tiene una cosa importante a recordar: “aquel” a quien los judíos denominan Dios es el que nos ha enviado a Jesús; es, por tanto, el Padre de los creyentes. Con esto se nos dice claramente que sólo puede conocerse a Dios de verdad si se acepta que este Dios es el Padre de Jesús. Y esta filiación divina de Jesús nos recuerda otro aspecto fundamental para nuestra vida: los bautizados somos hijos de Dios en Cristo por el Espíritu Santo. Esto esconde un misterio bellísimo para nosotros: esta paternidad divina adoptiva de Dios hacia cada hombre se distingue de la adopción humana en que tiene un fundamento real en cada uno de nosotros, ya que supone un nuevo nacimiento. Por tanto, quien ha quedado introducido en la gran Familia divina ya no es un extraño. Por esto, en el día de la Ascensión se nos recordará en la Oración Colecta de la Misa que todos los hijos hemos seguido los pasos del Hijo: «Concédenos, Dios todopoderoso, exultar de gozo y darte gracias en esta liturgia de alabanza, porque la Ascensión de Jesucristo, tu Hijo, es ya nuestra victoria, y donde nos ha precedido Él, que es nuestra cabeza, esperamos llegar también nosotros como miembros de su cuerpo». En fin, ningún cristiano debiera “descolgarse”, pues todo esto es más importante que participar en cualquier carrera o maratón, ya que la meta es el cielo, ¡Dios mismo!” (Xavier Romero)

“Pedid y recibiréis”... Per algunos dicen: “¿Para qué rezar, si no conseguimos nada? ¿Para qué rezar, si a veces sentimos un muro de soledad a nuestro alrededor?” Puede ser que no recemos con fe, o que no pidamos lo que nos conviene. Santa Teresa del Niño Jesús escribía lo siguiente: "Para mí, la oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría". Entonces sí vale la pena rezar, pues “sólo se ve la luz en medio de la oscuridad cuando miramos hacia delante, cuando descubrimos que Cristo pasó antes que nosotros por la prueba de la cruz, y ahora está con Dios Padre, y nos espera, y nos prepara un lugar. También el cristiano puede ganar mucho si sabe orar en el nombre de Cristo, si no se deja aplastar por el dolor o el fracaso. Toca a Dios decidir si nos concede eso que pedimos desde lo más profundo del corazón. Pero incluso cuando no llega el regalo que pedimos, no nos faltará el consuelo de saber que estamos en sus manos. ¿No es eso ya vivir en oración, el mejor regalo que podemos recibir de nuestro Padre de los cielos?” (Fernando Pascual).

“Orar, orar en el Nombre de Jesús. Esto significa que Él será el que, como Hijo, se dirija al Padre Dios desde nosotros. Y el Padre Dios nos ama porque hemos creído en Aquel que Él nos envió, y que sabemos que procede del Padre. Por eso Él escucha la oración que su Hijo eleva desde nosotros. Pidamos que nos conceda en abundancia su Espíritu; pidamos que nos dé fortaleza en medio de las tribulaciones que hayamos de sufrir por anunciar su Evangelio. No nos centremos en cosas materiales. Ciertamente las necesitamos; y, sin egoísmos, desde nuestras manos Dios quiere remediar la pobreza de muchos hermanos nuestros. Pero pidámosle de un modo especial al Señor que nos ayude a vivir y a caminar como auténticos hijos suyos, para que todos experimente la paz y la alegría desde la Iglesia, sacramento de salvación en el mundo.

Reunidos en esta celebración del Memorial del Misterio Pascual de Cristo, estando en comunión de vida con Él, desde Él dirigimos nuestra oración de alabanza y de súplica a nuestro Dios y Padre. El Señor escucha el clamor de sus hijos. Él nos concederá todo lo que le pidamos, siempre y cuando no vengamos a Él con un corazón torcido, buscando sólo nuestros intereses egoístas. Dios nos quiere como testigos suyos en el mundo. Él nos concederá todo lo que necesitemos para cumplir fiel y eficazmente con esa Misión que nos confía. Por eso la celebración de la Eucaristía más que un acto de piedad, es todo un compromiso para llenarnos de Dios y para poder llevarlo a la humanidad entera, desde la experiencia que de Él hayamos tenido en su Iglesia. Al recibir los dones de Dios nosotros también debemos escuchar el clamor de los pobres y de los más desprotegidos. En la medida de todo aquello que el Señor nos ha concedido, debemos concederle a nuestro prójimo el cumplimiento de sus legítimos deseos, expresados como una oración cuando contemplamos las diversas desgracias en que ha caído. Dios quiere continuar salvando, haciendo el bien y socorriendo a la humanidad que ha sido deteriorada por el pecado y azotada por la pobreza. Seamos un signo creíble del amor de Dios para nuestros hermanos. Por eso no sólo debemos pretender ser escuchados por Dios; también nosotros debemos escuchar a los demás para remediar sus males y fortalecerles en el camino de la vida. Aprendamos a estar a los pies de Jesús por medio de la escucha fiel de aquellos que, como sucesores de los apóstoles, nos transmiten la verdad sobre Jesucristo. Pero no nos guardemos lo aprendido y vivido. Llevémoslo a los demás con el ardor de la fe y del amor que proceden del Espíritu que Dios ha derramado en nuestra propia vida. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de sabernos amar como verdadero hermanos, buscando siempre el bien unos de otros, hasta que juntos podamos gozar de los bienes eternos, como hijos amados de nuestro Dios y Padre. Amén

miércoles, 16 de mayo de 2012


JUEVES DE LA SEXTA SEMANA DE PASCUA: Jesús se despide pero se queda en la Iglesia, y con su Espíritu extiende su reino, y convierte las tristezas en alegrías.

Hechos de los apóstoles 18, 1-8: “Tras los sucesos ya contados en Atenas, Pablo se retiró de allí y marchó a Corinto. Allí encontró a un judío llamado Aquila, originario de Ponto, recientemente llegado de Italia con Priscila, su mujer, a causa del decreto de Claudio que ordenaba salir de Roma a todos los judíos. Pablo se unió a ellos, y, como era del mismo oficio que ellos -fabricantes de lonas- se quedó en su casa. Los sábados disputaban en la sinagoga, persuadiendo a los judíos y a los griegos.
            5Cuando Silas y Timoteo llegaron de Macedonia, Pablo se entregó por entero a la predicación de la palabra, dando testimonio a los judíos de que Jesús es el Cristo. 6Como se le oponían y blasfemaban, sacudió sus vestidos y les dijo: ¡Caiga vuestra sangre sobre vuestra cabeza! Yo soy inocente. Desde ahora me dirigiré a los gentiles. 7Salió de allí y entró donde vivía un prosélito llamado Tito Justo, cuya casa estaba contigua a la sinagoga. 8Crispo, jefe de la sinagoga, creyó en el Señor con toda su casa. Y muchos corintios creían al oír a Pablo y recibían el bautismo.Y Pablo testificaba a los judíos que Jesús era el Mesías, y éstos se resistían y blasfemaban...”

Salmo responsorial: 97, 1.2-3ab.3cd-4: «Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas; su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo. El Señor da a conocer  su victoria, revela a las naciones su justicia; se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de la casa de Israel. Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios. Aclama al Señor, tierra entera; gritad, vitoread, tocad».

Evangelio según san Juan 16, 16-20: “Dentro de un poco ya no me veréis, y dentro de otro poco me volveréis a ver. Sus discípulos se decían unos a otros: ¿Qué es esto que nos dice: Dentro de un poco ya no me veréis y dentro de otro poco me volveréis a ver, y que voy al Padre? Decían pues: ¿Qué es esto que dice: Dentro de un poco? No sabemos lo que dice. Conoció Jesús que querían preguntarle y les dijo: Intentáis averiguar entre vosotros acerca de lo que he dicho: dentro de un poco no me veréis, y dentro de otro poco me volveréis a ver. En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, en cambio el mundo se alegrará; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo”

Comentario: 1. Se ha llamado este libro de Lucas el Evangelio del Espíritu Santo: “la utilidad de este libro no es menor que la del Evangelio. Brilla en las cimas de la más alta sabiduría y en las más puras enseñanzas. Ofrece el relato de los milagros, muy numerosos, realizados por el Espíritu Santo. Contiene el cumplimiento de las profecías de Jesucristo consignadas en el Evangelio, la verdad justificada con la luz de los más solemnes testimonios y la transformación de los Apóstoles en hombres perfectos, extraordinarios, por la fuerza del Espíritu  derramada sobre ellos. Todos los anuncios y promesas de Jesucristo a sus discípulos… encuentran razón cumplida en este admirable libro. Aquí veréis a los Apóstoles recorrer naciones y surcar mares con el celo impetuoso de aves veloces. Estos galileos, hasta hace poco tan pusilánimes y toscos, aparecen cambiados en hombres nuevos que desprecian las riquezas y los honores, las llamas de la cólera y la codicia de los sentidos, porque han sido hechos superiores a toda pasión” (san Juan Crisóstomo).
Corinto era una ciudad muy movida, de ambiente romano, capital de la provincia de Acaya, activa en su comercio, de mala fama por sus costumbres. Aquí va a estar Pablo un año y medio (entre los años 49 y 51), fundando una comunidad cristiana a la que luego escribirá dos cartas. El pasaje nos da detalles muy expresivos del estilo evangelizador de Pablo: cosecha éxitos y fracasos a la vez. Nos dice S. Cirilo de Jerusalén: «No nos avergoncemos de la cruz del Salvador, antes bien gloriémonos en ella, porque el mensaje de la cruz es escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para nosotros, salvación. Y, ciertamente, para aquellos que están en vías de perdición es necedad; mas para nosotros, que estamos en el camino de la salvación, es fuerza de Dios. Porque el que moría por nosotros no era un hombre cualquiera, sino el Hijo de Dios hecho hombre... Si alguno no cree en la virtud de Cristo crucificado, pregunte a los demonios, y si no le convencen las palabras, que mire a los hechos. Muchos han sido los crucificados en el mundo, pero a ninguno de ellos temen los demonios; en cambio, solamente con ver la Cruz de nuestro Salvador, los demonios se echan a temblar; porque aquéllos murieron por sus propios pecados, mas Él, por los de los demás» (Catequesis 13).
Los judíos le rechazan, salvedad hecha de Crispo, el jefe de la sinagoga. Unos cuantos paganos van convirtiéndose y constituirán el primer núcleo de la comunidad. “El Dios que te ha creado sin contar contigo no te salvará sin ti”. Es una frase de los primeros siglos que nos atestigua la importancia que tiene para Dios la libertad que nos ha concedido. Por eso Él nunca se impone, se propone. No se le puede demostrar, sino mostrar... llega hasta ahí y no quiere dar un paso más. Está a las puertas de nuestra vida, pero hace falta que libremente lo acojamos. ¡Cuánto nos cuesta aceptar y respetar la libertad del otro! Sobre todo cuando vemos que la está ejerciendo en contra de sí mismo. Pablo nos enseña cuáles son las actitudes que debemos vivir en esas situaciones: no el rencor, el llevar cuenta, el enfado, o la despreocupación por el otro: “allá se las entienda”; “peor para él”, sino la mano pacientemente ofrecida, mantenida para que pueda ser asida. Una paciencia que tiene como fundamento un amor sin condiciones, que asume y respeta la libertad del otro y que se sigue poniendo “a tiro”. Sólo así seremos signos, sacramentos, mediaciones de nuestro buen Padre Dios para nuestros hermanos.
2. El salmo de hoy, comenta Juan Pablo II, “se trata de un himno al Señor, rey del universo y de la historia (cf v. 6). Es definido como un «cántico nuevo» (v. 1), que en el lenguaje bíblico significa un cántico perfecto, rebosante, solemne, acompañado por música festiva... se abre con la proclamación de la intervención divina dentro de la historia de Israel (cf v. 1-3). Las imágenes de la «diestra» y del «brazo santo» se refieren al Éxodo, a la liberación de la esclavitud de Egipto (cf. v. 1). La alianza con el pueblo de la elección es recordada a través de dos grandes perfecciones divinas: «amor» y «fidelidad» (cf v. 3). Estos signos de salvación son revelados «a las naciones» y a «los confines de la tierra» (vv. 2-3) para que toda la humanidad sea atraída por Dios salvador y se abra a su palabra y a su obra salvadora... En este Salmo, el apóstol Pablo reconoció con profunda alegría una profecía de la obra del misterio de Cristo. Pablo se sirvió del versículo 2 para expresar el tema de su gran carta a los Romanos: en el Evangelio «la justicia de Dios se ha revelado» (1, 17), «se ha manifestado» (3, 21). La interpretación de Pablo confiere al Salmo una mayor plenitud de sentido. Leído en la perspectiva del Antiguo Testamento, el Salmo proclama que Dios salva a su pueblo y que todas las naciones, al verlo, quedan admiradas. Sin embargo, en la perspectiva cristiana, Dios realiza la salvación en Cristo, hijo de Israel; todas las naciones lo ven y son invitadas a aprovecharse de esta salvación, dado que el Evangelio «es potencia de Dios para la salvación de todo el que cree: del judío primeramente y también del griego», es decir el pagano (Rm 1,16). Ahora «los confines de la tierra» no sólo «han contemplado la victoria de nuestro Dios» (Sl 97,3), sino que la han recibido. En esta perspectiva, Orígenes, escritor cristiano del siglo III, en un texto citado después por san Jerónimo, interpreta el «cántico nuevo» del Salmo como una celebración anticipada de la novedad cristiana del Redentor crucificado. Escuchemos entonces su comentario que mezcla el canto del salmista con el anuncio evangélico. «Cántico nuevo es el Hijo de Dios que fue crucificado -algo que nunca antes se había escuchado-. A una nueva realidad le debe corresponder un cántico nuevo. “Cantad al Señor un cántico nuevo». Quien sufrió la pasión en realidad es un hombre; pero vosotros cantáis al Señor. Sufrió la pasión como hombre, pero redimió como Dios”. Orígenes continúa: Cristo “hizo milagros en medio de los judíos: curó a paralíticos, purificó a leprosos, resucitó muertos. Pero también lo hicieron otros profetas. Multiplicó los panes en gran número y dio de comer a un innumerable pueblo. Pero también lo hizo Eliseo. Entonces, ¿qué es lo que hizo de nuevo para merecer un cántico nuevo? ¿Queréis saber lo que hizo de nuevo? Dios murió como hombre para que los hombres tuvieran la vida; el Hijo de Dios fue crucificado para elevarnos hasta el cielo».
Elevemos al Señor, Dios y Padre nuestro, un cántico nuevo nacido de la boca de quienes hemos sido renovados en Cristo. Alabemos al Señor con nuestras obras, pues con ellas estamos indicando que en verdad somos sus hijos. Dios se ha levantado victorioso sobre sus enemigos. En Cristo Jesús, su Hijo y Señor nuestro, ha sido vencida la antigua serpiente o Satanás. Pero aun cuando el mal ha sido vencido, mientras caminamos por este mundo, somos blanco de las tentaciones nacidas incluso de nuestra propia concupiscencia. Por eso debemos confiar siempre nuestra vida en Dios, para que la Victoria de su Hijo sea nuestra, y para que su Espíritu Santo nos fortalezca, y podamos convertirnos en una continua alabanza de su Santo Nombre, en lugar de denigrar el Nombre Divino con una vida pecaminosa. Que la tierra entera contemple la victoria de nuestro Dios desde una Iglesia que, consciente de estar formada por pecadores, vive en una constante conversión hasta llegar a su perfección en Cristo Jesús.
3. ¡Qué amor tan grande nos ha tenido el Señor! Cercano ya a entregar su vida por nosotros, deja de pensar en sí mismo y piensa en el sufrimiento que padecerán los suyos por su ausencia, y trata de darles consuelo, con palabras que despierten en ellos la confianza. Ahora Él está físicamente con ellos. Ellos se han sentido amados, comprendidos, apoyados en todo. Pero en los momentos en que todo se torna en una noche oscura, cuando Dios parece quedarse callado ante el dolor y el abandono, es necesario seguir creyendo que Dios ni se ha equivocado en sus planes, ni ha dejado de amarnos, ni se ha alejado de nuestra vida. Una vez cumplida su Misión como Enviado del Padre, volverá, no sólo como resucitado para poderlo ver en algunos momentos de revelación especial, sino para habitar en nuestro propio interior, identificándose con nosotros, de tal forma que el mundo lo siga contemplando desde su Iglesia, la cual continúa en el mundo la Encarnación del Verbo por obra del Espíritu Santo. Alegrémonos por esta presencia del Señor entre nosotros y vivamos con responsabilidad la parte que nos corresponde, conforme a la gracia recibida, para manifestarlo a la humanidad con todo su poder salvador.
El Señor permanece en su Iglesia; y Él sigue hablándonos por medio de su Palabra, y continúa llevándonos a la verdad plena por obra de su Espíritu Santo que habita en nosotros. Él sigue engendrando a los hijos de Dios, continúa santificándolos, perdonándolos, salvándolos por medio de las diversa acciones litúrgicas de su Iglesia. De un modo especial Él se convierte en nuestro alimento en la Eucaristía, Pan de vida eterna. Él nos une como hermanos en el amor fraterno, en torno a nuestro único Dios y Padre. Cristo Jesús sigue presente no sólo entre nosotros; Él no está cercano a nosotros; Él está dentro de nosotros mismos haciéndonos uno con Él para que, junto con Él, podamos participar algún día de los bienes eternos. Entrar en comunión de Vida con Él en la Eucaristía es iniciar, ya desde ahora, el gozo de esos bienes eternos. Vivamos, por tanto, conforme al Don recibido de Dios.
El Señor se ha hecho cercano a todos. Nosotros somos los responsables de hacerlo cercano al mundo entero, pues por nuestro medio Dios asegura, por voluntad suya, su presencia salvadora entre nosotros. En medio de un mundo que ha sido deslumbrado por lo pasajero, por el egoísmo, por las injusticias; ahí donde el mal ejemplo de quienes estando en el poder, actuando de un modo equivocado, han generado una mayor y cada vez más creciente corrupción; ahí donde se ha perdido la capacidad de discernir entre el bien y el mal, quienes caminamos con humildad y lealtad tras las huellas de Cristo, no podemos vivir como unos separados del mundo para evitar contaminarnos de su mal y de su pecado. A nosotros nos corresponde acercarnos con la madurez que nos viene del Espíritu de Dios, que habita en nosotros y guía nuestros pasos por el camino del bien, para servir de luz, de camino seguro, de orientación para aquellos que se han dejado dominar por el pecado y por el egoísmo. Ojalá y el mundo contemple a Cristo desde la vida de la Iglesia, llena de amor, de misericordia, de generosidad, de entrega, de lucha por la paz y por la auténtica liberación de todos los males que aquejan a buena parte de la humanidad. Si queremos construir un mundo más justo y más fraterno, vayamos tras las huellas de Cristo, nuestra paz verdadera. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de convertirnos en un signo del amor salvador del Señor para nuestros hermanos. Amén (www.homiliacatolica.com).
Este jueves de la semana sexta de Pascua ha sido durante mucho tiempo el día en que celebrábamos la fiesta de la Ascensión, que ahora se ha trasladado al próximo domingo. Con todo, el tono de la lectura evangélica está impregnado del mismo espíritu de despedida de Jesús, que, por otra parte, llena todo el discurso de la última cena. Los apóstoles no entienden de momento las palabras de Jesús: «dentro de poco ya no me veréis», que luego ya se darían cuenta que se referían a su muerte inminente, «y dentro de otro poco me volveréis a ver», esta vez con un anuncio de su resurrección, que más tarde entenderían mejor. Ante esta próxima despedida por la muerte, Jesús les dice que «vosotros lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará». Pero no será ésa la última palabra: Dios, una vez más, va a escribir recto con lineas que parecen torcidas y que conducen al fracaso. Y Jesús va a seguir estando presente, aunque de un modo más misterioso, en medio de los suyos.
Las ausencias de Jesús nos afectan también muchas veces a nosotros. Y provocan que nos sintamos como en la oscuridad de la noche y en el eclipse de sol. Si supiéramos que «dentro de otro poquito» ya se terminará el túnel en el que nos parece encontrarnos, nos consolaríamos, pero no tenemos seguridades a corto plazo. Sólo la fe nos asegura que la ausencia de Jesús es presencia, misteriosa pero real. También a nosotros, como a los apóstoles, nos resulta cuesta arriba entender por qué en el camino de una persona -sea Cristo mismo, o nosotros- tiene que entrar la muerte o la renuncia o el dolor. Nos gustaría una Pascua sólo de resurrección. Pero la Pascua la empezamos ya a celebrar el Viernes Santo, con su doble movimiento unitario: muerte y resurrección. Hay momentos en que «no vemos», y otros en que «volvemos a ver». Como el mismo Cristo, que también tuvo momentos en que no veía la presencia del Padre en su vida: «¿por qué me has abandonado?» Celebrando la Pascua debemos crecer en la convicción de que Cristo y su Espiritu están presentes y activos, aunque no les veamos. La Eucaristía nos va recordando continuamente esta presencia. Y por tanto no podemos «desalentarnos», o sea, perder el aliento: «Espiritu» en griego («Pneuma») significa precisamente «Aliento» (J. Aldazábal). Pedimos en la Colecta: «Oh Dios, que nos haces partícipes de la redención, concédenos vivir siempre la alegría de la resurrección de su Hijo». Jesús está con nosotros todos los días, y nos dice el Señor: “Estáis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría”, todo tendrá un sentido de bien. Comenta San Agustín: «Para los discípulos era esto oscuro entonces, y después quedó aclarado; para nosotros es ya cosa clara: después de algún tiempo padeció y dejaron de verle; después de otro poco de tiempo resucitó y le vieron de nuevo... “El mundo se alegrará, pero vosotros os contristaréis”: esto puede tomarse en el sentido de que los discípulos se contristaron por la muerte del Señor e inmediatamente se alegraron con su resurrección; el mundo en cambio, bajo cuyo nombre quiso significar a sus enemigos que le crucificaron, se gozó de la muerte de Jesucristo precisamente cuando los discípulos se contristaron. Por mundo puede entenderse la malicia de este mundo, o sea, los amigos de este mundo, según dice el Apóstol Santiago: “El que quiera ser amigo de este siglo, se hace enemigo de Dios” (4,4), por cuya enemistad no perdonó ni a su Hijo unigénito». Los cristianos del siglo XXI sentimos la misma urgencia que los cristianos del primer siglo. Queremos ver a Jesús, necesitamos experimentar su presencia en medio de nosotros, para reforzar nuestra fe, esperanza y caridad. Por esto, nos provoca tristeza pensar que Él no esté entre nosotros, que no podamos sentir y tocar su presencia, sentir y escuchar su palabra. Pero esta tristeza se transforma en alegría profunda cuando experimentamos su presencia segura entre nosotros. Esta presencia, así nos lo  recordaba Juan Pablo II en su Carta encíclica Ecclesia de Eucharistia, se concreta —específicamente— en la Eucaristía: «La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia. Ésta experimenta con alegría cómo se realiza continuamente, en múltiples formas, la promesa del Señor: ‘He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo’ (Mt 28,20). (...) La Eucaristía es misterio de fe y, al mismo tiempo, “misterio de luz”. Cada vez que la Iglesia la celebra, los fieles pueden revivir de algún modo la experiencia de los dos discípulos de Emaús: «Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron» (Lc 24,31)». Pidamos a Dios una fe profunda, una inquietud constante que se sacie en la fuente eucarística, escuchando y entendiendo la Palabra de Dios; comiendo y saciando nuestra hambre en el Cuerpo de Cristo. Que el Espíritu Santo llene de luz nuestra búsqueda de Dios (Joan Pere Pulido). “Me voy al Padre”, dice Jesús. Y alguien comenta. “Hoy, Jesús, más que la muerte, / temo, Señor, tu partida / y quiero perder la vida / mil veces más que perderte, / pues la inmortal que Tú das / sé que alcanzarla no puedo / cuando yo sin ti me quedo, / cuando Tú sin mí te vas”. Jesús se queda en presencia de amor. Los que se aman pueden estar distantes a la vez que llevan en sí una presencia de los amados, muy real y unitiva. Viven compenetrados y participan de los sucesos, dolorosos o gozosos, que acontece a cada uno de ellos, interior o exteriormente y están seguros de la fidelidad mútua, dentro de su misma libertad. Esta presencia enamorada puede explicarnos la presencia de Cristo con nosotros. Jesús está en el Padre, y está también presente en la Eucaristía, Cuerpo y Sangre entregados, ofrenda y don suyo, anticipación de su muerte por el mundo, la prueba mayor del amor entregado. Vive en nosotros, su presencia alienta en nosotros: "El que come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí y yo en él". Está también presente en la Iglesia, nacida de la Eucaristía y alimentada por ella, y de esa presencia deviene su fecundidad..