lunes, 16 de abril de 2012

Martes de la segunda semana de Pascua: el amor es vínculo de esta familia de hijos de Dios, con la nueva vida que se fomenta en la consideración de la

Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles 4, 32-37: En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía. Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor. Y Dios los miraba a todos con mucho agrado. Ninguno pasaba necesidad, pues los que poseían tierras o casas las vendían, traían el dinero y lo ponían a disposición de los apóstoles; luego se distribuía según lo que necesitaba cada uno. José, a quien los apóstoles apellidaron Bernabé, que significa Consolado, que era levita y natural de Chipre, tenía un campo y lo vendió; llevó el dinero y lo puso a disposición de los apóstoles.

Salmo 93/92, l-2.5: R. El Señor reina, vestido de majestad.
El Señor reina, vestido de majestad, el Señor, vestido y ceñido de poder. R.
Así está firme el orbe y no vacila. Tu trono está firme desde siempre, y tú eres eterno. R.
Tus mandatos son fieles y seguros; la santidad es el adorno de tu casa, Señor, por días sin término. R.

Lectura del evangelio según san Juan 3, 5a. 7b-l 5: En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: -«Tenéis que nacer de nuevo; el viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu.» Nicodemo le preguntó: - «¿Cómo puede suceder eso?» Le contestó Jesús: - « Y tú, el maestro de Israel, ¿no lo entiendes? Te lo aseguro, de lo que sabemos hablamos; de lo que hemos visto damos testimonio, y no aceptáis nuestro testimonio. Si no creéis cuando os hablo de la tierra, ¿cómo creeréis cuando os hable del cielo? Porque nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en Él tenga vida eterna.»

Comentario: 1. Aparece aquí un nuevo resumen de la vida de la primera comunidad cristiana, la Iglesia, la familia de Jesús, ahí en germen estaba lo que ahora vemos en tantos sitios, donde siempre está la manifestación de todo el Cuerpo místico de Cristo, en cuya unidad está la salvación (S. Th. III, 73, 3; Lumen gentium 26). Ahí vemos cómo se busca la concordia entre los hermanos, el perdón y la armonía, como luego recordamos en el canto del Ubi caritas: “cesen las disputas malvadas y los conflictos, para que viva entre nosotros Cristo Dios”, pues ese amor entre los hermanos manifiesta visiblemente la unidad interna de la Iglesia: “un solo Señor, una sola fe y un solo bautismo” (Ef 4,5), que con el Papa contiene “la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo” (Unitatis redintegratio 2).
La renuncia efectiva de las riquezas (vv. 34-35) se explicarán después con el caso de Bernabé (y en otro trozo posterior, el de Ananías-Zafira), que señala desprendimiento y sencillez de corazón, y se intuye ahí un sistema organizado de ayuda a los necesitados, asistencia a los pobres más o menos institucionalizada en la línea de lo que hoy vemos en “Caritas”. Estas dos cosas que trata aquí Lucas van unidas: amor y desprendimiento. Jesús decía que no se puede amar a Dios y a las riquezas, y podríamos añadir que si uno pone el corazón en las cosas, éstas ejercen un poder de atracción como el anillo de “El Señor de los anillos”, que va tomando nuestra voluntad hasta ser esclavo de esa idolatría, el “dios don dinero”, y entonces no cabe el amor en el corazón pues el cáncer se ha hecho con todo el espacio. Jesús nos habló de esto en aquel monte: sea cual sea el lugar donde se encuentra el «monte de las Bienaventuranzas», éste en realidad se ha de formar en nuestro corazón, que entonces se distingue por esta paz y esta belleza, la libertad para servir, libertad para la misión, confianza extrema en Dios, que se ocupa no sólo de las flores del campo, sino sobre todo de sus hijos. El desapego de ciertos orientales de lo material significa un correctivo para nosotros y nuestro tiempo, que con el sistema capitalista hemos perdido la libertad y el dinamismo que de ella viene. Hemos de recuperar la sencillez, y «tener como si no se tuviera» (cf. 1 Co 7, 29ss). Me decía una persona estos días que vendió un reloj caro, y le dolía hacerlo aunque tuviera la ventaja de poder hacer unas compras necesarias. Pero luego vio que se sentía más libre, pues antes estaba muy pendiente de si se le rayaba o perdía, y ahora estaba más tranquilo. Utilizar los bienes materiales como un medio para el desarrollo personal y el bien social, aumenta nuestra capacidad de amar a Dios, a las personas y a todas las cosas nobles de este mundo. Va bien tener un “remanente” para llegar a final de mes, pero no caer en una excesiva preocupación. Quien pone su confianza en las cosas de la tierra, apartando su corazón del Señor, está condenado a la esterilidad y a la ineficacia para aquello que realmente importa: será como un cardo en la estepa, no verá llegar el bien; habitará en la aridez del desierto, tierra salobre e inhóspita (Jer 17,6). Ya se entiende que ese no amar las cosas significa no poner en ellas el amor que se debe a las personas solamente, pues una persona que ame «así» las cosas no deja lugar en su alma para el amor a Dios. Son incompatibles el «apegamiento» a los bienes y querer al Señor: no podéis servir a Dios y a las riquezas (Mt 6, 24). Las cosas pueden convertirse en una atadura que impida el perfecto señorío y la más plena libertad. Ese amor a los bienes llenó de tristeza al joven rico, que tenía muchas posesiones (Mc 10,22) y estaba muy apegado a ellas. Un ídolo ocupa entonces el lugar que sólo Dios debe ocupar. Se trata, en este equilibrio que supone la educación, de no absolutizar algún aspecto, y vivir la vida en plenitud: "La vida es corta, viviendo todo falta, muriendo todo sobra" (Lope de Vega).
2. Se canta en el salmo la realeza de Dios, Él reina sobre todo el mundo y su trono es firme y eterno. Este reinado es punto central en la predicación de Jesús, ya se manifestó con su vida (cf. Mt 4,17; 12,8, etc.), es un reino eterno y universal (cf. Jn 17,5), y con su Cruz y resurrección establece la Iglesia, que recuerda todo esto en la fiesta de Jesucristo, Rey del Universo con la que se cierra el año litúrgico. Es un reinado que ya Dios estableció con la creación, luego esta realeza se ejercita al dar una Ley al pueblo escogido, y su presencia en el Templo, profecía también de esa Ley nueva y Templo del Espíritu y vida que se nos invita a tener en nuestro corazón, como comenta también Eusebio de Cesarea: “esta Casa es la Iglesia. Para permanecer firme para siempre nada le conviene mejor que la santidad. Pues de la misma manera que lo que es propio del testimonio de Cristo es la verdad, así también lo que es propio de su casa es la santidad”.
3. a) “El Evangelio de hoy continúa la larga entrevista de Jesús con Nicodemo, que ayer comenzó, y que continuaremos leyendo los días siguientes. Se centra en lo que constituye la columna vertebral de la teología de Juan: El don de la vida eterna para todo el que cree en Jesús como enviado e Hijo de Dios. En este diálogo entre Nicodemo y Jesús, el evangelista Juan nos quiere mostrar que la plenitud de la vida, en toda mujer y en todo hombre, se adquiere no por el cumplimiento de la ley, sino por la capacidad de amar. Nicodemo es un representante judío, observante y maestro de la ley, que espera un Mesías del orden, un maestro capaz de explicar la ley e inculcar su práctica, para llegar así a construir el hombre y la sociedad. Jesús nos llama a la vida plena, en el amor a Dios y a los hermanos, no por la observancia de la ley, sino por la capacidad de amar. Esta capacidad que da el Espíritu nos viene de Dios como plenitud del ser humano. El Hijo de Dios, Jesús, que ha “bajado” para hacerse “hijo de la humanidad”, viene a dar testimonio y exige ser creído. “Si os he dicho cosas de la tierra y no creéis, ¿cómo creeréis cuando os diga cosas del cielo?” Él es la fuente de la vida definitiva, el Espíritu que muestra su amor con el don de la vida. Jesús crucificado da vida eterna. Dios en Jesús nos ofrece a todos la vida plena. Sólo con hombres y mujeres dispuestos a amar hasta la muerte puede construirse la verdadera sociedad humana. Su vida será la práctica del amor, el don de sí mismos, con la universalidad con que Dios ama a la humanidad entera. Buena ilustración idealizada de esto lo encontramos en la imagen de la primera comunidad cristiana, presentada en la Primera Lectura: La fe en Cristo resucitado, vivida a fondo, nos ha de llevar a la comunión total en el amor fraterno, que se traduce en unanimidad, participación de bienes, y ayuda mutua en todo. Dios en Jesús ofrece a todos la vida plena. El ser humano tiene que optar entre la vida y la muerte. Quien de alguna manera es enemigo del ser humano y de la vida, la rechaza y se condena a sí mismo a morir. Quien está por el ser humano y por la vida, se adhiere a Jesús (Emilio Gómez).
b) Esta vida nueva como hijos de Dios se resume en el Evangelio, que a su vez se puede expresar en tres cosas: todo lo que es Jesús vivo está en la Eucaristía, lo que enseñó con esta vida como camino para vivir auténticamente está en las Bienaventuranzas, y todo lo que necesitamos y rezamos está en la oración que nos enseñó, y cuyo principio ahora comentaremos: “Padre nuestro, que estás en el cielo”. Con la invocación «Padre» está resumido este compendio de todo el Evangelio, que es la oración que Jesús nos enseñó. Reinhold Schneider -como también Joaquim Jeremias-, nos dice que es un gran consuelo poder llamar a Dios con este nombre, Padre, “papá”, como dice un niño: “En una sola palabra como ésta se contiene toda la historia de la redención. Podemos decir Padre porque el Hijo es nuestro hermano y nos ha revelado al Padre; porque gracias a Cristo hemos vuelto a ser hijos de Dios». Pero el hombre de hoy no percibe inmediatamente el gran consuelo de la palabra «padre», pues muchas veces la experiencia del padre o no se tiene, o se ve oscurecida por las deficiencias de los padres.
Comentaba Benedicto XVI: “Por eso, a partir de Jesús, lo primero que tenemos que aprender es qué significa precisamente la palabra «padre». En la predicación de Jesús el Padre aparece como fuente de todo bien, como la medida del hombre recto («perfecto»): «Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en cielo, que hace salir el sol sobre buenos y malos.» (Mt 5, 44s). El «amor que llega hasta el extremo» (cf. Jn 13, 1), que el Señor ha consumado en la cruz orando por sus enemigos, nos muestra la naturaleza del Padre: este amor es Él. Puesto que Jesús lo pone en práctica, Él es totalmente «Hijo» y, a partir de este criterio, nos invita a que también nosotros seamos «hijos».
Veamos otro texto más. El Señor recuerda que los padres no dan una piedra a sus hijos que piden pan, y prosigue: «Pues si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre del cielo dará cosas buenas a los que le piden?» (Mt 7, 11). Lucas especifica las «cosas buenas» que da el Padre cuando dice: «... ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes se lo piden?» (Lc 11, 13). Esto quiere decir: el don de Dios es Dios mismo. La «cosa buena» que nos da es Él mismo. En este punto resulta sorprendentemente claro que lo verdaderamente importante en la oración no es esto o aquello, sino que Dios se nos quiere dar. Este es el don de todos los dones, lo «único necesario» (cf. Lc 10,42). La oración es un camino para purificar poco a poco nuestros deseos, corregirlos e ir sabiendo lo que necesitamos de verdad: a Dios y a su Espíritu.
Cuando el Señor enseña a conocer la naturaleza de Dios Padre a partir del amor a los enemigos y a encontrar en eso la propia «perfección», para así convertirnos también nosotros en «hijos», entonces resulta perfectamente manifiesta la relación entre Padre e Hijo. Se hace patente que en el espejo de la figura de Jesús reconocemos quién es y cómo es Dios: a través del Hijo encontramos al Padre. «El que me ve a mí, ve al Padre», dice Jesús en el Cenáculo ante la petición de Felipe: «Muéstranos al Padre» (Jn 14, 8s). «Señor, muéstranos al Padre», le decimos constantemente a Jesús, y la respuesta, una y otra vez, es el Hijo: a través de Él, sólo a través de Él, aprendemos a conocer al Padre. Y así resulta evidente el criterio de la verdadera paternidad. El Padrenuestro no proyecta una imagen humana en el cielo, sino que nos muestra a partir del cielo —desde Jesús— cómo deberíamos y cómo podemos llegar a ser hombres. Pero ahora debemos observar aún mejor para darnos cuenta de que, según el mensaje de Jesús, el hecho de que Dios sea Padre tiene para nosotros dos dimensiones: por un lado, Dios es ante todo nuestro Padre puesto que es nuestro Creador. Y, si nos ha creado, le pertenecemos: el ser como tal procede de Él y, por ello, es bueno, porque es participación de Dios. Esto vale especialmente para el ser humano. El Salmo 33, 15 dice en su traducción latina: «Él modeló cada corazón y comprende todas sus acciones». La idea de que Dios ha creado a cada ser humano forma parte de la imagen bíblica del hombre. Cada hombre, individualmente y por sí mismo, es querido por Dios. Él conoce a cada uno. En este sentido, en virtud de la creación, el ser humano es ya de un modo especial «hijo» de Dios. Dios es su verdadero Padre: que el hombre sea imagen de Dios es otra forma de expresar esta idea.
Esto nos lleva a la segunda dimensión de Dios como Padre. Cristo es de modo único «imagen de Dios» (cf. 2 Co 4, 4; Col 1, 15). Basándose en esto, los Padres de la Iglesia dicen que Dios, cuando creó al hombre «a su imagen», estaba prefigurando a Cristo y creó al hombre según la imagen del «nuevo Adán», del Hombre que es la medida de la humanidad. Pero, sobre todo, Jesús es «el Hijo» en sentido propio, es de la misma sustancia del Padre. Nos quiere acoger a todos en su ser hombre y, de este modo, en su ser Hijo, en la total pertenencia a Dios.
Así, la filiación se convierte en un concepto dinámico: todavía no somos plenamente hijos de Dios, sino que hemos de llegar a serlo más y más mediante nuestra comunión cada vez más profunda con Cristo. Ser hijos equivale a seguir a Jesús. La palabra Padre aplicada a Dios comporta un llamamiento para nosotros: a vivir como «hijo» e «hija». «Todo lo mío es tuyo», dice Jesús al Padre en la oración sacerdotal (Jn 17, 10), y lo mismo le dice el padre al hermano mayor en la parábola del hijo pródigo (cf. Lc 15, 31). La palabra «Padre» nos invita a vivir siendo conscientes de esto. Así se supera también el afán de la falsa emancipación que había al comienzo de la historia del pecado de la humanidad. Adán, en efecto, ante las palabras de la serpiente, quería él mismo ser dios y no necesitar más de Dios. Es evidente que «ser hijo» no significa dependencia, sino permanecer en esa relación de amor que sustenta la existencia humana y le da sentido y grandeza.
Por último queda aún una pregunta: ¿es Dios también madre? Se ha comparado el amor de Dios con el amor de una madre: «Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré Yo» (Is 66,13). «¿Puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, Yo no te olvidaré» (Is 49, 15). El misterio del amor maternal de Dios aparece reflejado de un modo especialmente conmovedor en el término hebreo rahamim, que originalmente significa «seno materno», pero después se usará para designar el con-padecer de Dios con el hombre, la misericordia de Dios. En el Antiguo Testamento se hace referencia con frecuencia a órganos del cuerpo humano para designar actitudes fundamentales del hombre o sentimientos de Dios, como aún hoy en día se dice «corazón» o «cerebro» para expresar algún aspecto de nuestra existencia. De este modo, el Antiguo Testamento no describe las actitudes fundamentales de la existencia de un modo abstracto, sino con el lenguaje de imágenes tomadas del cuerpo. El seno materno es la expresión más concreta del íntimo entrelazarse de dos existencias y de las atenciones a la criatura débil y dependiente que, en cuerpo y alma, vive totalmente custodiada en el seno de la madre. El lenguaje figurado del cuerpo nos permite comprender los sentimientos de Dios hacia el hombre de un modo más profundo de lo que permitiría cualquier lenguaje conceptual”; esto no obstante, “nunca, ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento, se califica o se invoca a Dios como madre. En la Biblia, «Madre» es una imagen, pero no un título para Dios”. Las deidades femeninas antiguas eran panteístas, “la imagen del padre era y es más adecuada para expresar la alteridad entre Creador y criatura… la pura trascendencia de Dios”, por eso seguimos con ello, “el lenguaje de oración de toda la Biblia, en la que, como hemos dicho, a pesar de las grandes imágenes del amor maternal, «madre» no es un título de Dios, no es un apelativo con el que podamos dirigirnos a Dios. Rezamos como Jesús nos ha enseñado a orar, sobre la base de las Sagradas Escrituras, no como a nosotros se nos ocurra o nos guste. Sólo así oramos de modo correcto.
Por último, hemos de ocuparnos aún de la palabra «nuestro». Sólo Jesús podía decir con pleno derecho «Padre mío», porque realmente sólo Él es el Hijo unigénito de Dios, de la misma sustancia del Padre. En cambio, todos nosotros tenemos que decir: «Padre nuestro». Sólo en el «nosotros» de los discípulos podemos llamar «Padre» a Dios, pues sólo en la comunión con Cristo Jesús nos convertimos verdaderamente en «hijos de Dios». Así, la palabra «nuestro» resulta muy exigente: nos exige salir del recinto cerrado de nuestro «yo». Nos exige entrar en la comunidad de los demás hijos de Dios. Nos exige abandonar lo meramente propio, lo que separa. Nos exige aceptar al otro, a los otros, abrirles nuestros oídos y nuestro corazón. Con la palabra «nosotros» decimos «sí» a la Iglesia viva, en la que el Señor quiso reunir a su nueva familia. Así, el Padrenuestro es una oración muy personal y al mismo tiempo plenamente eclesial. Al rezar el Padrenuestro rezamos con todo nuestro corazón, pero a la vez en comunión con toda la familia de Dios, con los vivos y con los difuntos, con personas de toda condición, cultura o raza. El Padrenuestro nos convierte en una familia más allá de todo confín”. Me contaba un amigo chino que ha aprendido de la fe cristiana a rezar por todo el mundo, porque en su tierra los budistas rezan sólo por la familia; tampoco rezan por sí mismos, sino por las necesidades de los demás. También decía que él no es capaz de amar cosas, y pensamos que el amor es sólo para personas, que si se aman las cosas, ésas esclavizan. Estuvimos considerando que podemos ayudar a Oriente con esa expansión de “prójimo”, lo bonito de ser de “la familia de Jesús”, a la que todos los hombres están llamados, ser todos “familia”, y Jesús nos da la clave de ese amor: prójimo son todos, y la regla de oro es amar a Dios sobre todas las cosas, y a los demás como a uno mismo. Pero también hemos de aprender de oriente, a no amar las cosas, pues se cae en esclavitud de idolatría (no se puede ser amigo de Dios y las riquezas). ¿Y cómo he de amarme, es decir hay que ser algo “egoístas”? Cuando me miro al espejo sin relación a los demás, me neurotizo, quizá sirve esta consideración: sólo nos conocemos cuando nos damos, es al mirarme con los ojos que me miran cuando sé quien soy.
Pero volvemos al final de la consideración de Ratzinger: “A partir de este «nuestro» entendemos también la segunda parte de la invocación: «... que estás en el cielo». Con estas palabras no situamos a Dios Padre en una lejana galaxia, sino que afirmamos que nosotros, aun teniendo padres terrenos diversos, procedemos todos de un único Padre, que es la medida y el origen de toda paternidad. «Por eso doblo las rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra», dice san Pablo (E/3, 14s). Como trasfondo, escuchamos las palabras del Señor: «No llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo» (Mt 23, 9). La paternidad de Dios es más real que la paternidad humana, porque en última instancia nuestro ser viene de Él; porque Él nos ha pensado y querido desde la eternidad; porque es Él quien nos da la auténtica, la eterna casa del Padre. Y si la paternidad terrenal separa, la celestial une: cielo significa, pues, esa otra altura de Dios de la que todos venimos y hacia la que todos debemos encaminarnos. La paternidad «en los cielos» nos remite a ese «nosotros» más grande que supera toda frontera, derriba todos los muros y crea la paz”.
Esta nueva vida, con una comunión en fraternidad basada en la clara conciencia de la filiación divina, que empapa todo el Evangelio, da unidad a todo lo que hacemos y ofrece al hombre una respuesta exhaustiva a sus preguntas. La Iglesia, para ayudarnos nos propuso desde el comienzo la norma de rezar tres veces el Padrenuestro cada día (queda la costumbre en las tres oraciones de la Misa, laudes y vísperas), para ir subiendo poco a poco a las almas a comprender la llamada divina, y ser contemplativos. El misterio de nuestra filiación en Cristo tiene muchas perspectivas: la elevación de la naturaleza humana y la divinización del cristiano, inhabitación de la Santísima Trinidad y acción del Espíritu Santo en el alma del justo, la configuración con Cristo... pero quiero subrayar la fuerza que tiene el conocimiento operativo–sapiencial de esta verdad, fruto de su consideración. Se trata de una toma de conciencia de filiación divina fomentada con su consideración frecuente: de ahí proviene un modo de vivir con serenidad, alegría... un nuevo modo de conocer y de amar, según Dios, que perfecciona el nuestro, que comprende todas las virtudes y los dones: audacia, gratitud y magnanimidad; de ahí surge una lucha ascética confiada, el sentido de la penitencia unida a la alegría, en un espíritu de conversión de los hijos de Dios; humildad y «endiosamiento»; una juventud del alma que proviene del amor y que lleva –con sentido deportivo– a una esperanza: «todo es para bien».... San Josemaría Escrivá desarrolló con su vida y su impulso espiritual un modo de vivir la filiación divina –que se ha analizado en diversas perspectivas – y que estalla en una espiritualidad que surge de ese amor filial: “Niño audaz, grita: ¡Qué amor el de Teresa! —¡Qué celo el de Xavier! —¡Qué varón más admirable San Pablo! —¡Ah, Jesús, pues yo… te quiero más que Pablo, Xavier y Teresa!”.

domingo, 15 de abril de 2012

Lunes de la segunda semana de Pascua: Jesús nos invita a nacer de nuevo, a una vida de la gracia, de hijos de Dios.

Hechos 4,23-31: 23: Puestos en libertad, fueron a reunirse con los suyos y les contaron lo que les habían dicho los sumos sacerdotes y los ancianos. 24 Después de escucharlos, hicieron todos juntos, en voz alta, esta oración a Dios: «Soberano Señor, tú eres el Dios que has hecho el cielo y la tierra, el mar y cuanto hay en ellos; 25 el que por boca de nuestro padre David, tu siervo, dijiste: ¿Por qué se amotinan las naciones y los pueblos hacen proyectos vanos? 26 Se levantan los reyes de la tierra y los príncipes conspiran a una contra el Señor y su Mesías. 27 Así ha sido. En esta ciudad, Herodes y Poncio Pilato se confabularon con los paganos y gentes de Israel contra tu santo siervo Jesús, tu Mesías, 28 para hacer lo que tu poder y tu sabiduría habían determinado que se hiciera. 29 Ahora, Señor, mira sus amenazas y concede a tus siervos predicar tu palabra, 30 y extiende tu mano para curar y obrar señales y prodigios en el nombre de tu santo siervo Jesús». 31 Acabada su oración, tembló el lugar en que estaban reunidos, y quedaron todos llenos del Espíritu Santo, y anunciaban con absoluta libertad la palabra de Dios.

Salmo 2,1-9: 1 ¿Por qué se amotinan las naciones y los pueblos hacen proyectos vanos? 2 Se levantan los reyes de la tierra, los príncipes conspiran contra el Señor y su Mesías: 3 «¡Rompamos sus cadenas, sacudamos su yugo!». 4 El que mora en el cielo se sonríe, el Señor se burla de ellos. 5 Luego les habla enfurecido, y con su ira los llena de terror: 6 «Ya tengo yo a mi rey entronizado sobre Sión, mi monte santo». 7 Proclamaré el decreto que el Señor ha pronunciado: «Tú eres mi hijo, yo mismo te he engendrado hoy. 8 Pídeme y te daré en herencia las naciones, en propiedad los confines de la tierra. 9 Los destrozarás con un cetro de hierro, los triturarás como a vasos de alfarero».

Evangelio Juan 3,1-8: 1 Había entre los fariseos un hombre importante, llamado Nicodemo. 2 Una noche fue a ver a Jesús y le dijo: «Maestro, sabemos que Dios te ha enviado para enseñarnos, porque nadie puede hacer los milagros que Tú haces si no está Dios con él». 3 Jesús le respondió: «Te aseguro que el que no nace de nuevo no puede ver el reino de Dios». 4 Nicodemo le preguntó: «¿Cómo puede uno nacer de nuevo siendo viejo? ¿Es que puede volver al seno de su madre y nacer de nuevo?». 5 Jesús respondió: «Te aseguro que el que no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. 6 Lo que nace de la carne es carne, y lo que nace del Espíritu es espíritu. 7 No te extrañe que te diga: Es necesario nacer de nuevo. 8 El viento sopla donde quiere; oyes su voz, pero no sabes de dónde viene y a dónde va; así es todo el que nace del Espíritu».

Comentario: 1ª: Hch 4, 23-31: La Iglesia, a través de la historia, se convierte en la sierva humilde, decidida y comprometida a favor del Evangelio de su Señor, Cristo Jesús. Sólo cuando se levante en su contra la persecución de los poderosos de este mundo, porque se sientan afectados en sus intereses egoístas, será cuando la Iglesia se dé cuenta de que en verdad va tras las huellas del Señor. Y Él continuará, por medio de nosotros, su obra de salvación realizando maravillas. No podemos, por tanto, dejarnos amedrentar ante las amenazas, persecuciones y peligros de muerte a que seamos sometidos por cumplir con la misión que Dios nos ha confiado. En los momentos más arduos que tengamos que padecer por proclamar la Buena Nueva, sepamos acudir con gran fe y confianza a Dios; Él velará por los suyos y los llevará sanos y salvos a su Reino celestial.
-Una vez libres, Pedro y Juan volvieron junto a sus hermanos. Después del milagro de la curación del tullido, Pedro y Juan pasaron una noche en la cárcel. ¡El primer Papa en la cárcel! por haber curado a un enfermo y haber anunciado la resurrección de Jesús. Te ruego Señor, por todos los que están «encarcelados» por haber dado testimonio de su fe... por todos los que tienen dificultad en ser testigos, porque el ambiente en que viven es opresivo y constituye a su alrededor algo así como una cárcel que les impide vivir y anunciar a Jesucristo.
Los hermanos elevaron la voz hacia Dios: "¿Por qué esa agitación de las naciones?" (Salmo, 2) El primer reflejo de esa «comunidad de hermanos» es orar. No es un grupo humano ordinario, es un grupo que se sitúa delante de Dios. Inmediatamente, dilucidan la situación en la que viven -¡un arresto de dos de los suyos!- por medio de la Palabra de Dios. Un salmo muy conocido de todos, el salmo segundo, les viene espontáneamente a la memoria y a los labios. El suceso vivido es confrontado a esa Palabra.
«¿Por qué esas naciones en tumulto, y esos vanos proyectos de los pueblos? «Se levantaron los reyes de la tierra contra el Ungido del Señor. «Pero Dios, desde el cielo se sonríe. "Os anuncio el decreto del Señor: Tú eres mi Hijo... te doy en herencia las naciones!" ¡Qué valentía y audacia debieron sacar de tales plegarias!
-Efectivamente, en esta ciudad se han aliado Herodes, Poncio Pilato y los pueblos paganos con Israel... La aplicación concreta es también inmediata, y sin inquietarse por preocupaciones diplomáticas. Son pobres. No tienen nada que perder. Se atreven a enfrentarse al Poder político y religioso dominante. -Ten en cuenta, Señor, sus amenazas y concede a tus siervos que puedan predicar tu Palabra con valentía. Hacía poco que este mismo Pedro temblaba de miedo ante unas criadas del sumo sacerdote. Y ahora se halla rebosante de audacia y valentía. Ser apóstol no requiere tener cualidades excepcionales, ni competencias extraordinarias. Ninguno de los apóstoles tiene instrucción. Concede, Señor, a todos los cristianos, a todos los bautizados que sepamos dar testimonio en todos los ambientes en los cuales vivimos.
-Acabada su oración todos quedaron llenos del Espíritu Santo. Este estribillo se repite continuamente en los primeros tiempos de la Iglesia. Es el tiempo del Espíritu. Es el fruto de la resurrección. ¡Señor, elévanos! ¡Señor, envía tu soplo sobre nuestras vidas! ¡Señor, llénanos de tu Espíritu! y danos la gracia de serle fieles. En este tiempo pascual, haznos descubrir la devoción al Espíritu Santo. El espíritu va unido a la plegaria: «acabada su oración...» Concédenos la perseverancia en la oración para llenarnos del Espíritu. -Entonces predicaron la Palabra de Dios. El apostolado, la evangelización, se derivan de ello. No hay conflicto en ellos entre «contemplación» y «acción». Pasan sin interrumpir de la oración a la proclamación del Evangelio (Noel Quesson).
Después de la liberación de Pedro y de Juan, la comunidad cristiana ora rememorando las palabras del Salmo 2, interpretadas como una profecía de la pasión y de la resurrección del Mesías. Se trata de la primera oración comunitaria de la Iglesia. La persecución provoca y acentúa una mayor unión de sentimientos y el recurso a Dios, que escucha la súplica de la Iglesia reunida. En la acción eucarística, al hacer presente la actuación salvífica de Dios en Cristo, pedimos y recibimos la fuerza del Espíritu, que se ha de manifestar en el testimonio valiente de nuestras palabras y de nuestras obras. San Agustín habla muchas veces sobre la oración pública y privada, sobre sus cualidades y eficacia: «Cuando nuestra oración no es escuchada es porque pedimos aut mali, aut male, aut mala. Mali, porque somos malos y no estamos bien dispuestos para la petición. Male, porque pedimos mal, con poca fe y sin perseverancia, o con poca humildad. Mala, porque pedimos cosas malas, o van a resultar, por alguna razón, no convenientes para nosotros». «Hablar mucho en la oración es como tratar un asunto necesario y urgente con palabras superfluas. Orar, en cambio, prolongadamente es llamar con corazón perseverante y lleno de afecto a la puerta de Aquél que nos escucha. Porque con frecuencia la finalidad de la oración se logra más con lágrimas y llantos que con palabras y expresiones verbales».
2. Sal: 2, 1-3.4-6.7-9: Dichosos los que se refugian en el Señor: La primera comunidad cristiana nos da un ejemplo magnífico de oración a partir de los hechos de la vida. Cuando Pedro y Juan volvieron a donde estaban reunidos «los suyos» y contaron lo que había pasado en su encuentro con las autoridades, todos se pusieron a orar. Podían haber tenido otras reacciones: preparar subterfugios para escapar de la persecución, apelar a otras influencias. Pero se pusieron a orar a Dios, a partir de las circunstancias que estaban viviendo. Saben «orar la vida», viéndola desde los ojos de Dios. Lo hacen sirviéndose del salmo 2. Por esto lo rezamos hoy como responsorial. Este salmo se refería a otra etapa de la historia, en que unos reyes y príncipes conspiraban contra «el ungido», o sea, el rey de Israel. Aquí la comunidad de Jerusalén lo reza aplicándolo a su propia historia: son Pilato y Herodes y los judíos los que han tramado la muerte del Ungido por excelencia, Jesús de Nazaret («Mesías» en hebreo, y «Cristo» en griego, significan lo mismo: el «Ungido»). Y piden a Dios una cosa que tal vez nosotros no hubiéramos puesto en primer lugar. Nos hubiera resultado más espontáneo pedir que Dios nos liberara de la persecución. Ellos pidieron «valentía para anunciar la Palabra». Querían, como expresaría otras veces san Pablo, la libertad para la Palabra. En la Colecta pedimos: «Dios todopoderoso y eterno, que nos permites que te llamemos Padre, aumenta en nuestros corazones el espíritu filial, para que merezcamos alcanzar la herencia prometida». –Cristo resucitado, sentado a la derecha del Padre, lleva a plenitud el significado del salmo 2. Todo se lo ha dado el Padre. Su herencia: las naciones; su posesión: los confines de la tierra. Él intercede por nosotros como Pontífice supremo de nuestra fe. Es el Mediador y presenta al Padre nuestra oración. Con el Salmo 2 cantamos a la grandeza de Jesucristo: «¿Por qué se amotinan las naciones y los pueblos planean un fracaso? Se alían los reyes de la tierra, los príncipes conspiran contra el Señor y contra su Mesías: “Rompamos sus coyundas, sacudamos su yugo”. El que habita en el cielo sonríe, el Señor se burla de ellos. Luego les habla con ira, los espanta con su cólera: “Yo mismo he establecido a mi rey en Sión, en mi monte santo”. Voy a proclamar el decreto del Señor: Él me ha dicho: “Tú eres mi Hijo. Yo te he engendrado hoy; pídemelo: te daré en herencia las naciones; en posesión, los confines de la tierra. Los gobernarás con cetro de hierro, Los quebrarás como jarro de loza”».
Sea lo que sea lo que nos pase a nosotros -podemos perder la libertad e ir a parar a la cárcel- lo que pedimos es que la Palabra nunca se vea maniatada. Que pueda seguirse anunciando la Buena Noticia del Evangelio a todos. Si para ello hacen falta carismas y milagros, también los pedimos a Dios, para que todos sepan que se hacen en el nombre de Jesús. El temblor del lugar de la reunión se interpreta en la Escritura como asentimiento de Dios: Dios escuchó la oración de aquella comunidad. Los llenó de su Espíritu, como en un renovado Pentecostés. Y así pudieron seguir predicando la Palabra, a pesar de los malos augurios de la persecución.
Ojalá supiéramos interpretar y «rezar» nuestra historia desde la perspectiva de Dios. Por ejemplo, a partir de los salmos. Los salmos que rezamos y cantamos se cumplen continuamente en nuestras vidas. Con ellos no hacemos un ejercicio de memoria histórica. Cuando los rezamos pedimos a Dios que salve a los hombres de nuestra generación, alabamos a Dios desde nuestra historia, meditamos sobre el bien y el mal tal como se presentan en nuestra vida de cada día, protestamos del mal que hay ahora en el mundo, no por el que existía hace dos mil quinientos años. Como la primera generación aplicaba el salmo 2 a su historia (y el salmo 21, a Cristo en la cruz: ¿por qué me has abandonado?), nosotros los tendríamos que hacer nuestros, con su actitud de alabanza, de súplica o de protesta. Una oración así da intensidad y a la vez serenidad a nuestra visión de la historia, la eclesial, la social, la personal. Otra lección que nos da la comunidad de Jerusalén: ¿tenemos ese amor a la evangelización que tenían ellos? ¿Estamos dispuestos a ir a la cárcel, o soportar algún fracaso, o entregar nuestras mejores energías para que la Buena Nueva de Cristo Jesús se vaya extendiendo en nuestro entorno? ¿Andamos preocupados por nuestro bienestar, o por la eficacia de la evangelización en medio de este mundo a veces hostil?
Dios ha constituido a su Hijo en Señor y Mesías de todo lo creado. ¿Podrá alguien oponerse al Plan de salvación de Dios? Dios nos ha unido a su propio Hijo como se unen la Cabeza y los demás miembros del cuerpo. Dios nos ha constituido en la prolongación de la encarnación de su Hijo, para que, a través de la historia, la Iglesia sea la responsable de hacer que la salvación llegue a todas las naciones, hasta el último rincón de la tierra. La Iglesia vive en medio de tribulaciones y persecuciones dando testimonio de su Señor, muerto y resucitado para que seamos perdonados de nuestros pecados y tengamos vida nueva. Su Señor le ha prometido a su Iglesia que los poderes del infierno no prevalecerán sobre ella. ¿Podrá alguien oponerse al Plan de Dios sobre nosotros? Por eso vivamos confiados en el Señor, pues Él hará que su Iglesia reine, junto con su Hijo, eternamente.
3. Juan 3, 1-8: El que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios. En el Ofertorio rezamos: «Recibe, Señor, las ofrendas de tu Iglesia exultante de gozo, y pues en la resurrección de tu Hijo nos diste motivo de tanta alegría, concédenos participar de este gozo eterno». El buen fariseo, Nicodemo, se muestra abierto, reconocido ante Jesús, pero no expresa su modo de pensar. Jesús se lo descubre: mira, entrar en el Reino es cambiar de raíz en el modo de pensar y sentir. Hay que nacer de nuevo, según el Espíritu. ¿Tú quieres ser ‘hombre nuevo’? En la Entrada decimos: «Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre Él. Aleluya» (Rom 6,9). –Juan 3,1-8: El que no nazca del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Jesús manifiesta a Nicodemo el misterio del bautismo, como nuevo nacimiento a la vida divina y como entrada en el Reino de Dios. Todo está relatado en orden al Bautismo. Comenta San Juan Crisóstomo: «En adelante nuestra naturaleza es concebida en el cielo con Espíritu Santo y agua. Ha sido elegida el agua y cumple funciones de generación para el fiel... Desde que el Señor entró en las aguas del Jordán, el agua no produce ya el bullir de animales vivientes (Gén 1,20), sino de almas dotadas de razón, en las que habita el Espíritu Santo». Y San Agustín: «No conoce Nicodemo otro nacimiento que el de Adán y Eva, e ignora el que se origina de Cristo y de la Iglesia. Sólo entiende de la paternidad que engendra para la muerte, no de paternidad que engendra para la vida. Existen dos nacimientos; mas él sólo de uno tiene noticia. Uno es de la tierra y otro es del cielo; uno de la carne y otro del Espíritu; uno de la mortalidad, otro de la eternidad... Los dos son únicos. Ni uno ni otro se pueden repetir».
En un diálogo íntimo, Nicodemo le pregunta a Jesús por su misión. Jesús le contesta: es preciso nacer de nuevo. Se trata de un nacimiento espiritual por el agua y el Espíritu Santo: es un mundo completamente nuevo el que se abre ante los ojos de Nicodemo. Estas palabras constituyen un horizonte sin límites para todos los cristianos que queremos dejarnos llevar dócilmente por las inspiraciones y mociones del Espíritu Santo. La vida interior no consiste solamente en adquirir una serie de virtudes naturales o en guardar algunas formas de piedad. Tenéis que despojaros del hombre viejo según el cual habéis vivido en vuestra vida pasada, decía San Pablo a los Efesios (5, 22). Es una transformación interior, obra de la gracia en el alma y de nuestra mortificación de la inteligencia, de los recuerdos y de la imaginación. Así como la imaginación puede ser de gran ayuda en la vida interior, para la contemplación de la vida del Señor, podría convertirse en “la loca de la casa” si nos arrastra a cosas vanas, insustanciales, fantásticas y aun prohibidas. Su sometimiento a la razón se consigue con mortificación.
Dejar suelta la imaginación supone, en primer lugar, perder el tiempo, que es un don de Dios. Cuando no hay mortificación interior, los sueños de la imaginación giran frecuentemente alrededor de los propios talentos, de lo bien que se ha quedado en determinada actuación, en la admiración que se despierta alrededor, lo que lleva a perder la rectitud de intención y a que la soberbia tome cuerpo. Otras veces la imaginación juzga el modo de actuar de otros y lleva por lo tanto a cometer faltas internas de caridad, porque lleva a emitir juicios negativos y poco objetivos: sólo Dios lee la verdad de los corazones. Vale la pena que hoy examinemos cómo llevamos esa mortificación interior de la imaginación, que tanto ayuda a mantener la presencia de Dios y a evitar muchas tentaciones y pecados. La mortificación de la imaginación no está en la frontera del pecado, sino en el terreno de la presencia de Dios, del Amor. Purifica el alma y facilita que aprovechemos bien el tiempo dedicado a la oración; nos permite aprovechar mejor el tiempo en el trabajo, haciéndolo a conciencia, santificándolo; nos permite vivir la caridad al estar pendiente de los demás. La imaginación purificada nos ayuda en el trato con Dios porque nos ayuda a meditar las escenas del Evangelio y a meternos en él como un personaje más. Imitemos a la Santísima Virgen, que guardaba todas estas cosas –los sucesos de la vida del Señor- y las meditaba en su corazón (Lucas 2, 19: Francisco Fernández Carvajal).
En el ritual del bautismo hay una inmersión en el agua (símbolo de la muerte), y una salida del agua (imagen de la nueva vida). Se es sumergido con el pecado, y se sale de ahí renovado. Esto es lo que Jesús denomina «nacer de lo alto» o «nacer de nuevo» (cf. Jn 3,3). Esto es “nacer del agua”, “nacer del Espíritu” o “del soplo del viento...”. Agua y Espíritu son los dos símbolos empleados por Jesús. Ambos expresan la acción del Espíritu Santo que purifica y da vida, limpia y anima, aplaca la sed y respira, suaviza y habla. Agua y Espíritu hacen una sola cosa. En cambio, Jesús habla también de la oposición de carne y Espíritu: «Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu» (Jn 3,6). El hombre carnal nace humanamente cuando aparece aquí abajo. Pero el hombre espiritual muere a lo que es puramente carnal y nace espiritualmente en el Bautismo, que es nacer de nuevo y de lo alto. Una bella fórmula de san Pablo podría ser nuestro lema de reflexión y acción, sobre todo en este tiempo pascual: «¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con Él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rom 6,3-4: Josep Mª Massana).
El tiempo pascual es un tiempo de plenitud: la resurrección de Jesús ha revelado su "ser' profundo... su misterio divino. Era bastante natural, en este momento del año, colocar el evangelio que ha ido más lejos en la contemplación de la "Persona" de Jesús. El tema fundamental de san Juan podría expresarse así: El Hijo único de Dios se ha encarnado y ha sido entregado por el Padre al mundo a fin de revelar y comunicar a los hombres las riquezas misteriosas de la vida divina. Ser bautizado, es renacer. Es como si todo volviera a empezar. Es una resurrección. Un nuevo ser. Señor, haz que yo renazca, nuevo cada día. -Lo que nace de la carne, carne es; pero lo que nace del Espíritu, es espíritu. "Nacido de la carne"... "Nacido del Espíritu..." Dejo resonar en mí esta oposición. Yo sé lo que es la "carne": es la naturaleza humana con sus posibilidades y sus límites... es una maravilla frágil. Adivino lo que es el "Espíritu"... es la potencia divina. Desde mi bautismo, habita en mí el Espíritu de Dios. Yo he "nacido del Espíritu". ¿Pero es realmente verdad que soy "espiritual", que soy "espíritu"? ¿Qué exigencias debería tener esto en mi vida cotidiana? -El viento sopla donde quiere. Oyes su voz. Pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo hombre nacido del Espíritu. En griego, la misma palabra "pneuma" designa a la vez el "viento" y el "espíritu". La imagen es sugestiva: Jesús subraya el carácter "misterioso, invisible, difícil de controlar, del viento. No se sabe de dónde viene ni adónde va. Estar bautizado es ser conducido por ese soplo divino invisible. ¿Acepto yo que sea Dios, el Espíritu, quien me impulse hacia adelante, quien me conduzca "no sé adónde"? "El viento sopla donde quiere." ¡Vivir con lo invisible! "Lo esencial es invisible para los ojos", escribía A. Saint-Exupery en el "Pequeño Príncipe". -No te maravilles si te he dicho: "Es preciso renacer." Sí, es una novedad radical... un "hombre divinizado", un hombre animado de una vida superior, un hombre participante actualmente de la vida divina. Es conveniente hallar de vez en cuando el tiempo para pensar en ello, para realizar esta vida de verdad: la oración, tiempo privilegiado de empalmar con el Espíritu (Noel Quesson).
A partir de hoy, durante todo el Tiempo Pascual, leeremos el evangelio de Juan. Empezando durante cuatro días por el capítulo tercero, el diálogo entre Jesús y Nicodemo. El fariseo, doctor de la ley, está bastante bien dispuesto. Va a visitar a Jesús, aunque lo hace de noche. Sabe sacar unas conclusiones buenas: reconoce a Jesús como maestro venido de Dios, porque le acompañan los signos milagrosos de Dios. Tiene buena voluntad. Es hermosa la escena. Jesús acoge a Nicodemo. A la luz de una lámpara dialoga serenamente con él. Escucha las observaciones del doctor de la ley, algunas de ellas poco brillantes. Es propio del evangelista Juan redactar los diálogos de Jesús a partir de los malentendidos de sus interlocutores. Aquí Jesús no habla de volver a nacer biológicamente, como no hablaba del agua del pozo con la samaritana, ni del pan material cuando anunciaba la Eucaristía. Pero Jesús no se impacienta. Razona y presenta el misterio del Reino. No impone: propone, conduce. Jesús ayuda a Nicodemo a profundizar más en el misterio del Reino. Creer en Jesús -que va a ser el tema central de todo el diálogo- supone «nacer de nuevo», «renacer» de agua y de Espíritu. La fe en Jesús -y el bautismo, que va a ser el rito de entrada en la nueva comunidad- comporta consecuencias profundas en la vida de uno. No se trata de adquirir unos conocimientos o de cambiar algunos ritos o costumbres: nacer de nuevo indica la radicalidad del cambio que supone el «acontecimiento Jesús» para la vida de la humanidad. El evangelio, con sus afirmaciones sobre el «renacer», nos interpela a nosotros igual que a Nicodemo: la Pascua que estamos celebrando ¿produce en nosotros efectos profundos de renacimiento? El día de nuestro Bautismo recibimos por el signo del agua y la acción del Espíritu la nueva existencia del Resucitado. Celebrar la Pascua es revivir aquella gracia bautismal. La noche de Pascua, en la Vigilia, renovamos nuestras promesas bautismales. ¿Fueron unas palabras rutinarias, o las dijimos en serio? ¿Hemos entendido la fe en Cristo como una vida nueva que se nos ha dado y que resulta más revolucionaria de lo que creíamos, porque sacude nuestras convicciones y tendencias? Nacer de nuevo es recibir la vida de Dios. No es como cambiar el vestido o lavarse la cara. Afecta a todo nuestro ser. Ya que creemos en Cristo y vivimos su vida, desde el Bautismo, tenemos que estar en continua actitud de renacimiento, sobre todo ahora en la Pascua: para que esa vida de Dios que hay en nosotros, animada por su Espíritu, vaya creciendo y no se apague por el cansancio o por las tentaciones de la vida (J. Aldazábal).
La Iglesia de Cristo, al igual que su Señor, debe estar abierta a todos. No podemos hacer de nuestras preferencias por algunos grupos de la sociedad una decisión unilateral. Quien tiene preferencia por los pobres, como la tuvo Cristo, no puede levantarse en armas contra los que lo tienen todo. Cristo convivió también con los poderosos, y con los corruptos de este mundo; los recibió en casa, o fue a la casa de ellos. Pero su presencia entre ellos siempre se convirtió en una fuerte llamada a la conversión, como lo hizo con Zaqueo. A los líderes religiosos de su tiempo les indica que el culto, sin un compromiso real con Dios y con la humanidad, es un culto vano que se le tributa a Dios, cercano como Padre a todas las personas. Por eso es necesario renacer de lo alto, siendo engendrados por el Espíritu Santo como criaturas nuevas. Quien ha nacido del Espíritu se deja guiar por Él, pues ya no se pertenece a sí mismo sino a Dios. Sabemos que nuestro espíritu humano es el que nos guía en nuestros pensamientos, sentimientos, decisiones, etcétera. Quien ha nacido del Espíritu Santo vivirá conforme a los impulsos del mismo Espíritu, de lo contrario estará indicando que en verdad no es ni vive como hijo de Dios.
No sólo celebramos, sino que participamos de la Eucaristía; en ella Dios nos comunica toda la fuerza de su Espíritu Santo. Por el mismo Espíritu, en el día de nuestro bautismo, renacimos de lo alto como hijos de Dios. Y el Padre Dios nos reúne a sus hijos en torno a la mesa en que su propio Hijo es nuestro alimento, nuestro Pan de Vida, y Vida eterna. Renacidos de lo alto el Señor nos alimenta con su Palabra para que podamos vivir conforme a sus enseñanzas. Efectivamente Él nos dice que quedaremos santificados por la Palabra que nos comunica. A partir de que la Palabra de Dios, por la fuerza del Espíritu Santo, cobre vida, se encarne en nosotros, podremos decir que la Santidad de Dios se ha hecho realidad en nosotros. Por eso entrar en comunión de vida con Cristo, recibirlo en su Palabra y en su Eucaristía, recibirlo en nuestros hermanos, significa todo un compromiso de amor y de fe, con la esperanza cierta de que llegaremos a la plenitud de la Vida eterna, movidos, no por nuestros caprichos y pensamientos personales, sino porque el Espíritu de Dios llevará, a los renacidos de lo alto, por donde Él quiera para que lleguen a donde Él quiere: la vida que, en Cristo, tenemos escondida en Dios.
Quien ha renacido de lo alto vive en el Reino de Cristo. Y esto no es realidad sólo cuando acudimos al culto, pues somos hijos de Dios y su Pueblo Santo en cualquier lugar, circunstancia o ambiente social en el que se desarrolle nuestra existencia. Dejarnos conducir por el Espíritu de Dios significará el que le permitamos siempre dar testimonio de la verdad desde nosotros, y el dejarnos convertir, por Él, en un auténtico fermento de santidad en el mundo. Ciertamente seremos muchas veces incomprendidos o blanco de la burla y de las persecuciones venidas de los demás, pero no por eso daremos marcha atrás en el testimonio del Evangelio que se nos ha confiado. Sólo quien no posee el Espíritu Santo, o quien ha apagado su voz en su interior, será un cobarde que buscará conservar su vida, claudicando de su responsabilidad en la fe que había depositado en Dios. Tratemos de ser, en verdad, un signo profético del Señor para las gentes de nuestro tiempo, presentándonos ante todas las naciones como criaturas realmente renovadas en Cristo Jesús.
Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de dejarnos ir formando día a día, por el Espíritu Santo, como una imagen más perfecta de Jesús, su Hijo muy amado y hermano nuestro, para que seamos un signo real del amor de Dios y de su salvación para todas las gentes. Amén (www.homiliacatolica.com).

sábado, 14 de abril de 2012

Domingo de la divina misericordia o segundo de Pascua, ciclo B: Jesús resucitado trae la divina misericordia, con sus apariciones, la iglesia, los sac

Lectura de los Hechos de los Apóstoles 4,32-35. En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía. Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor con mucho valor. Todos eran muy bien vistos. Ninguno pasaba necesidad, pues los que poseían tierras o casas las vendían, traían el dinero y lo ponían a disposición de los apóstoles; luego se distribuía según lo que necesitaba cada uno.

Salmo 117,2-4.16ab18.22-24: R/. Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia [o, Aleluya]
Diga la casa de Israel: / eterna es su misericordia. / Diga la casa de Aarón: / eterna es su misericordia. / Digan los fieles del Señor: / eterna es su misericordia.
La diestra del Señor es poderosa, / la diestra del Señor es excelsa. / No he de morir, viviré / para contar las hazañas del Señor. / Me castigó, me castigó el Señor, / pero no me entregó a la muerte.
La piedra que desecharon los arquitectos, / es ahora la piedra angular. / Es el Señor quien lo ha hecho, / ha sido un milagro patente. / Este es el día en que actuó el Señor: / sea nuestra alegría y nuestro gozo.

Lectura de la primera carta del Apóstol San Juan 5,1-6. Queridos hermanos: Todo el que cree que Jesús es el Cristo, ha nacido de Dios; y todo el que ama a Aquel que da el ser, ama también al que ha nacido de Él. En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos. Todo el que ha nacido de Dios vence al mundo. Y ésta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe; porque ¿quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios? Este es el que vino con agua y con sangre: Jesucristo. No sólo con agua, sino con agua y con sangre: y el Espíritu es quien da testimonio, porque el Espíritu es la verdad.

Lectura del santo Evangelio según San Juan 20,19-31. Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: -Paz a vosotros. Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: -Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: -Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos. Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: -Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: -Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo. A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: -Paz a vosotros. Luego dijo a Tomás: -Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. Contestó Tomás: -¡Señor mío y Dios mío! Jesús le dijo: -¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto. Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su Nombre.

Comentarios: Acabamos la octava de Pascua, que con la de Navidad son las dos fiestas que duran una semana. Este domingo se llama también de la “Divina Misericordia”, gracias a Juan Pablo II que en su escrito sobre Dios Padre dijo que era “rico en misericordia”, que nos cura de los pecados: misericordia quiere decir poner el corazón en la miseria de los demás (la palabra viene de “Miseria” y “corazón”). Dios se pone en mi lugar, sufre por mis pecados en Jesús (Jn 3,16) y me salva. El sacramento de la confesión nos ayuda a participar de esta misericordia divina, y he de llevar esta misericordia a los demás, ayudarles a estar con Jesús para estar contentos, y así perdonar. Para esto, tengo que ponerme en la piel de los demás, para entenderles, y si puede ser llevar a los amigos a confesar, como Jesús les dice a los Apóstoles (Jn 20,22-23). Los dos rayos de la imagen de la fiesta, Jesús resucitado con rayos de plata y sangre, agua del bautismo el plata y la Eucaristía el rojo... estos sacramentos son la esencia de la devoción a la Misericordia Divina, que entendió Santa Faustina Kowalska. El centro de la vida de la religiosa fue el anuncio de la misericordia de Dios con cada ser humano. Su legado espiritual a la Iglesia es la devoción a la Divina Misericordia, inspirada por una visión en la que Jesús mismo le pedía que se pintara una imagen suya con la invocación «Jesús, en ti confío» y de ahí surgió la fiesta de este domingo, como institución de la «Fiesta de la Misericordia», así dice haber oído del Señor: «Esta Fiesta surge de Mi piedad más entrañable... Deseo que se celebre con gran solemnidad el primer domingo después de Pascua de Resurrección... Deseo que la Fiesta de la Misericordia sea refugio y abrigo para todas las almas y especialmente para los pobres pecadores». Jesús pidió que Sor Faustina se preparara para la celebración de la Fiesta de la Misericordia con una novena que debía comenzar el Viernes Santo: «Deseo que durante estos nueve días encauces almas a la fuente de Mi misericordia, a fin de que por ella adquieran fortaleza y consuelo en las penalidades, y aquella gracia que necesiten para salir adelante, especialmente en la hora de la muerte» (oraciones y más información en www.ewtn.com). Juan Pablo II fue gran propagador de la Misericordia Divina, desde su encíclica “Rico en misericordia” y dijo: «Desde el principio de mi ministerio en la Sede Romana, hice de este mensaje mi tarea primordial. La Providencia me lo ha encargado ante la presente situación del hombre, de la Iglesia y del mundo. Podría también decirse que, precisamente esta situación, me ha llevado a hacerme cargo de este mensaje, como mi tarea ante Dios...», y la jaculatoria "Jesús, en ti confío" -dijo- «es un sencillo pero profundo acto de confianza y de abandono al amor de Dios. Constituye un punto de fuerza fundamental para el hombre, pues es capaz de transformar la vida». «En las inevitables pruebas y dificultades de la existencia, como en los momentos de alegría y entusiasmo, confiarse al Señor infunde paz en el ánimo, induce a reconocer el primado de la iniciativa divina y abre el espíritu a la humildad y a la verdad». «En el corazón de Cristo encuentra paz quien está angustiado por las penas de la existencia; encuentra alivio quien se ve afligido por el sufrimiento y la enfermedad; siente alegría quien se ve oprimido por la incertidumbre y la angustia, porque el corazón de Cristo es abismo de consuelo y de amor para quien recurre a Él con confianza».
Algunos trozos de su diario, frases que le dijo Jesús: "La humanidad no conseguirá la paz hasta que no se dirija con confianza a Mi misericordia" (Diario, 300). La Fiesta de la Divina Misericordia tiene como fin principal hacer llegar al corazón de cada persona el siguiente mensaje: Dios es Misericordioso y nos ama a todos ... "y cuanto más grande es el pecador, tanto más grande es el derecho que tiene a Mi misericordia" (Diario, 723). En este mensaje, que Nuestro Señor nos ha hecho llegar por medio de Santa Faustina, se nos pide que tengamos plena confianza en la Misericordia de Dios, y que seamos siempre misericordiosos con el prójimo a través de nuestras palabras, acciones y oraciones... "porque la fe sin obras, por fuerte que sea, es inútil" (Diario, 742). Con el fin de celebrar apropiadamente esta festividad, se recomienda rezar la Coronilla y la Novena a la Divina Misericordia; confesarse -para lo cual es indispensable realizar primero un buen examen de conciencia-, y recibir la Santa Comunión el día de la Fiesta de la Divina Misericordia.
La esencia de la devoción se sintetiza en cinco puntos fundamentales: 1. Debemos confiar en la Misericordia del Señor. Jesús, por medio de Sor Faustina nos dice: "Deseo conceder gracias inimaginables a las almas que confían en mi misericordia. Que se acerquen a ese mar de misericordia con gran confianza. Los pecadores obtendrán la justificación y los justos serán fortalecidos en el bien. Al que haya depositado su confianza en mi misericordia, en la hora de la muerte le colmaré el alma con mi paz divina". 2. La confianza es la esencia, el alma de esta devoción y a la vez la condición para recibir gracias. "Las gracias de mi misericordia se toman con un solo recipiente y este es la confianza. Cuanto más confíe un alma, tanto más recibirá. Las almas que confían sin límites son mi gran consuelo y sobre ellas derramo todos los tesoros de mis gracias. Me alegro de que pidan mucho porque mi deseo es dar mucho, muchísimo. El alma que confía en mi misericordia es la más feliz, porque yo mismo tengo cuidado de ella. Ningún alma que ha invocado mi misericordia ha quedado decepcionada ni ha sentido confusión. Me complazco particularmente en el alma que confía en mi bondad". 3. La misericordia define nuestra actitud ante cada persona. "Exijo de ti obras de misericordia que deben surgir del amor hacia mí. Debes mostrar misericordia siempre y en todas partes. No puedes dejar de hacerlo ni excusarte ni justificarte. Te doy tres formar de ejercer misericordia: la primera es la acción; la segunda, la palabra; y la tercera, la oración. En estas tres formas se encierra la plenitud de la misericordia y es un testimonio indefectible del amor hacia mí. De este modo el alma alaba y adora mi misericordia". 4. La actitud del amor activo hacia el prójimo es otra condición para recibir gracias. "Si el alma no practica la misericordia de alguna manera no conseguirá mi misericordia en el día del juicio. Oh!, si las almas supieran acumular los tesoros eternos, no serían juzgadas, porque la misericordia anticiparía mi juicio" 5. El Señor Jesús desea que sus devotos hagan por lo menos una obra de misericordia al día. "Debes saber, hija mía, que mi Corazón es la misericordia misma. De este mar de misericordia las gracias se derraman sobre todo el mundo. Deseo que tu corazón sea la sede de mi misericordia. Deseo que esta misericordia se derrame sobre todo el mundo a través de tu corazón. Cualquiera que se acerque a ti, no puede marcharse sin confiar en esta misericordia mía que tanto deseo para las almas".
1. Hch 4,32-35: los primeros discípulos compartían lo que tenían, sin preocuparse demasiado por el día de mañana. Por esta despreocupación y aquella espontaneidad, por tratarse de un orden libremente aceptado, se distingue esta comunicación de bienes de otros grupos antiguos o modernos, y todos disfrutaban como hermanos de una misma propiedad. La comunidad piensa y siente lo mismo, no es algo teórico, sino algo que se concreta en la venta que los ricos hacen de sus propiedades, para que no haya pobres; y los apóstoles, sostenidos por la comunidad, dan testimonio de Jesús. Nos sirve para hacer examen para nuestras comunidades (J. Lligadas). "Los creyentes tenían un solo corazón…" Por desgracia, Señor, / estamos llenos de contradicciones / y nos destruimos los unos a los otros. / Pero Tú eres más fuerte que nuestras divisiones: / ¡danos un corazón nuevo! // "Los creyentes tenían un solo corazón.." / Por desgracia, Señor, / vivimos temiendo a los demás. / Pero Tú eres más fuerte que nuestras congojas: / ¡danos un corazón nuevo! // "Los creyentes tenían un solo corazón...". / Por desgracia, Señor, / nuestro corazón está como muerto. / Pero Tú eres más fuerte que nuestra miseria: / ¡danos un corazón nuevo! (Dios cada día, de Sal Terrae).
S. Agustín habló de hallar el gozo en lo común, no en lo privado: "Quien cumple rectamente lo que enseña y enseña a cumplirlo así, se convierte en morada para el Señor junto con aquel a quien enseña, porque todos los creyentes son un lugar único donde mora Dios. El Señor tiene su morada en el corazón, porque uno sólo es el corazón de cuantos están unidos por la caridad. ¡Cuántos miles de personas, hermanos míos, creyeron y pusieron a los pies de los apóstoles el precio de sus bienes! Y ¿qué dice de ellos la Escritura? En verdad, se habían convertido en templo del Señor. Se hicieron templos de Dios no sólo cada uno en particular, sino todos en conjunto. Se convirtieron, pues, en lugar para el Señor. Para que sepáis que todos ellos se habían convertido en lugar para el Señor, dice la Escritura: Tenían un alma sola y un único corazón dirigido hacia Dios (Hch 4,32). En cambio, los muchos que rehúsan convertirse en lugar para el Señor, buscan y aman sus propios intereses, se gozan de su propio poder y anhelan lo que es propio de ellos sólo. Mas quien quiera disponer una morada para el Señor no debe gozar de lo que es privado, sino de lo que es común. Esto hicieron aquellos con sus bienes privados: los pusieron en común. ¿Acaso perdieron lo que poseían personalmente? Si lo hubieran poseído ellos solos y cada uno hubiese tenido lo suyo, hubiese poseído solamente eso; pero al hacer común lo que era particular pasaron a ser suyos también los bienes de los demás... De las cosas que cada uno posee en particular dimanan las riñas, las enemistades, las discordias, las guerras entre los hombres, los alborotos, las mutuas disensiones, los escándalos, los pecados, las iniquidades y los homicidios. ¿De dónde nacen estas cosas? De lo que cada uno posee en particular. ¿Acaso litigamos por lo que poseemos en común? Usamos del aire en común; al sol lo vemos todos. Dichosos, pues, quienes preparan la morada al Señor de tal modo que no encuentran gozo en lo particular y privado. Tú mismo serás la morada del Señor y formarás una unidad con cuantos se conviertan en morada para el Señor. Abstengámonos, pues, hermanos de toda posesión privada o, si no podemos abandonar la posesión en sí, hagamos desaparecer el amor a ella. Alguno dirá: «Eso es mucho para mí». Mas considera quién eres tú que debes hacer una morada para el Señor. Si un senador quisiera hospedarse en tu casa; y no digo ya un senador, sino un administrador de algún gran personaje según el mundo y te dijere: «Esta cosa me desagrada en tu casa», aun cuando tú la estimases, la quitarías para no desagradar a aquel cuya amistad ansías. Y, con todo, ¿qué provecho puede aportarte la amistad de un hombre? Es posible que en vez de encontrar ayuda en ella, te cause problemas. Muchos, antes de juntarse con los grandes, vivían sin peligro alguno, pero anhelaron su amistad para caer en ellos. Desea sin temor la amistad de Cristo: quiere hospedarse en tu casa; prepárale el lugar. ¿Qué significa ese prepararle el lugar? No te ames a ti mismo, ámale a él. Si te amas a ti mismo, le cierras la puerta; si le amas, se la abres. Y si se la abres y entra, ya no perecerás amándote, sino que te hallarás a ti mismo junto con quien te ama. Si entrare en la tienda de mi casa, si subiere al lecho de mi reposo. La posesión privada sobre la que descansa el hombre le hace soberbio. Por eso dijo: Si subiere. Toda posesión privada en la que el hombre halla su descanso le hace soberbio necesariamente. De aquí que un hombre se enfrente a otro hombre a pesar de que ambos son carne. ¿Qué es un hombre, hermanos? Carne. Y ¿qué es el otro hombre? Otra carne. No obstante ello, la carne del rico se dilata a expensas de la carne del pobre, como si aquella hubiera traído algo cuando vino al mundo o pudiera llevarse algo de él. Todo lo que tuvo de más fue para envanecerse".
2. Salmo 117 (118)1-14: Cristo cantó al finalizar la Última Cena este himno-así consta en las anotaciones de los salterios más antiguos- y con estos sentimientos nuestro Salvador se encaminó hacia la vía dolorosa que le introduciría en la gloria del día eterno. Y con anterioridad, Jesús había revelado el significado mesiánico de este salmo refiriéndose a él en una acalorada discusión sostenida con los sacerdotes y fariseos que rehusaban admitir en su Persona al Mesías enviado por Dios. Hay una referencia a la pasión, pero no será el final, aunque el designio de su Padre era permanecer en la Cruz hasta el final. "Si no hubiera existido esa agonía en la Cruz, la verdad de que Dios es Amor estaría por demostrar" (Juan Pablo II).
No he de morir, viviré: Así es; Cristo ya no morirá más. Vive 'según la fuerza de una vida indestructible' (Hebr 7,16): No he de morir, viviré: "Es una profecía de la Resurrección; en realidad, es como decir: la muerte ya no será más la muerte. Me castigó, me castigó el Señor, pero no me entregó a la muerte: Es Cristo quien da gracias al Padre no sólo por haber sido liberado, sino incluso por haber sufrido la Pasión" (S. Juan Crisóstomo). Jesús es piedra angular de una nueva construcción. Los versículos describen la obra salvífica maravillosa de Dios mediante un proverbio: la liberación de la muerte ha sido tan extraordinaria como si una piedra, desechada como inservible por los canteros, se convirtiera en piedra clave para la edificación. Así de cerca estuvimos de la muerte; así de seguros estamos consolidados en la vida. La Iglesia utiliza este salmo con particular frecuencia y eficacia en el Tiempo Pascual durante el cual conmemora la Resurrección de Cristo. Celebramos el día de la Creación, pero, sobre todo, el Domingo de la Resurrección, cuando la humanidad, perdida por el pecado, es hallada de nuevo en el paraíso de la gracia. Ese Domingo señala para el género humano el inicio de una nueva era y la Iglesia, en la noche de la Vigilia pascual y a lo largo de toda la Octava, saluda el nacimiento de ese día glorioso con el canto solemne de este salmo. Este es el día en el que la diestra del Señor se revela como verdaderamente excelsa y poderosa, exaltando a Cristo de la muerte a la gloria. A partir de él, la piedra desechada por los arquitectos es colocada sobre la tierra como piedra angular, porque sobre ella se podrá levantar la construcción de la nueva humanidad, que se alza hasta formar una sola ciudad santa en la que Dios habita con los hombres.
Este salmo fue utilizado por primera vez el año 444 antes de Jesucristo, en la fiesta de los Tabernáculos (Nehemías 8,13-18). Forma parte del ritual actual de esta fiesta. Según M. Mannati, especialista en el estudio de los salmos, se ha puesto en evidencia el diálogo entre los diversos actores de la celebración: los levitas... el rey... la muchedumbre... Podemos imaginar el lirismo festivo, el entusiasmo comunicativo, la alegría rítmica, que irrumpen en este canto a varias voces. La fiesta de los Tabernáculos era la más popular: el "patio de las mujeres" en la explanada del Templo, permanecía iluminado toda la noche... Procesionalmente se iba a buscar el "agua viva" a la piscina de Siloé... Y durante siete días consecutivos, se vivía en chozas de ramaje en recuerdo de los años de la larga peregrinación liberadora en el desierto… En el Templo la alegría se expresaba mediante una "danza" alrededor del altar: en una mano se agitaba un ramo verde; la otra se apoyaba en el hombro del vecino, en una especie de ronda... se giraba alrededor del altar balanceándose rítmicamente y cantando "¡Hosanna! ¡Bendito sea el que viene en nombre del Señor!" Todavía hoy, cuando se celebra esta fiesta, que en hebreo se llama Fiesta de Sukkot (chozas), gran parte de la población israelí saca sus cosas para vivir siete días a la intemperie, bajo unos techados de palmas que se deben dejar estratégicamente abiertas a fin de poder observar las estrellas. Al llegar el séptimo día de celebraciones, Fiesta de la Simjat Torah, día en que concluye la lectura anual de la Torá, y comienza de nuevo, los judíos observantes se reúnen ante el mal llamado Muro de las Lamentaciones a "bailar la Torah". Es impresionante observar desde fuera, especialmente si uno es mujer- a ellas sólo se les permite observar detrás de la valla y no participan de las celebraciones festivas- cómo los fieles judíos se abrazan a los rollos de la Torah, revestidos de un terciopelo ricamente bordado, y danzan alrededor de las mesas-altar que normalmente les sirven de atriles. Cantan salmos, gritan entusiasmados, dan gracias a Dios porque les ha dado su Palabra, celebran la posesión de la Palabra de Dios. Según testimonio de los tres evangelistas sinópticos, Jesús se aplicó explícitamente este salmo (Mateo 21,42; Marcos 12,10; Lucas 20,17), para concluir la parábola de los "viñadores homicidas": "la piedra que desecharon los constructores, se convirtió en la ¡piedra angular!". Jesús se consideraba como esta "piedra" rechazada por los jefes de su pueblo (anuncio de su muerte), y que llegaría a ser la base misma del edificio espiritual del pueblo de Dios. El día de los ramos, los mismos evangelistas señalan cuidadosamente que la muchedumbre aclamó a Jesús con las palabras del salmo: "¡Hosanna, bendito el que viene en nombre del Señor!". No olvidemos que el "rey" que habla en este salmo, es un símbolo, un "revestimiento midráshico". Todos los exegetas están de acuerdo en afirmar que la composición de este salmo se hizo después del exilio, es decir, en una época en que ya no había reyes en Israel. ¿Se trata entonces de una fábula? No. Porque este rey vencedor de todos sus enemigos, es el Rey Mesiánico. Y la victoria que se celebra aquí, es la victoria escatológica, la victoria completa y definitiva de Dios sobre todas las potencias del "mal". La obra de Dios, es la obra salvífica, la salvación del pecado y de la muerte. "Y el día que hizo el Señor, es el famoso día de Yahvé", en que su reino brillará a plena luz. Resulta extraño pues poner este salmo en labios de Jesús: este Rey que habla y que arrastra a toda la multitud en su "acción de gracias", ¡es Él! Releámoslo en esta perspectiva. Hacer de este salmo la oración de Jesús de Nazaret no es nada artificial. Sabemos que Él, efectivamente, cantó este salmo después de la comida de Pascua, cada año de su vida terrena, y particularmente la tarde del Jueves Santo, ya que formaba parte del Hallel al finalizar la comida Pascual. Sí, Pascua es el "día que el Señor ha hecho". He ahí la ¡obra de Dios! Vanamente buscaríamos en el pasado la victoria o el acontecimiento histórico de Israel, en honor de los cuales se compuso esta exultante "Eucaristía", acción de gracias. Es evidente que el salmista no conoció a Jesús de Nazaret, su muerte o su Resurrección; pero esperaba ¡al Mesías, al Rey, al ungido, al Christos! Recitando este salmo con Jesús, el día de Pascua, cantamos la victoria de Dios sobre el mal. ¡Alegrémonos por este día de fiesta! ¡Jesús cantó su propia Resurrección, esa tarde! (Noel Quesson).
El salmo 117 se parece a un inmenso anfiteatro donde se representa una gran ópera. En el escenario se desarrolla una gesta de liberación, con aires casi épicos. Hay un personaje central que, con descripciones vivas y coloridas metáforas, narra cómo, en momentos determinados, se encontró con toda suerte de enemigos que, surgidos desde todos los ángulos, le cerraban el paso y ponían en jaque su vida. Pero con la «poderosa diestra del Señor» no sólo consiguió zafarse de las manos asesinas, sino que puso a todos sus opositores en vergonzosa desbandada. Hay también coros griegos que, a veces, comentan o celebran la victoria del personaje, y otras veces organizan y guían la procesión triunfal hasta el vértice mismo del templo. Y por encima del escenario planea, majestuoso, el binomio poder-amor del Señor Dios que, como un cóndor invencible, protege a sus hijos contra cualesquiera amenazas y peligros. La liberación a que se refiere el salmista puede encerrar diferentes significados. Puede tratarse de una verdadera escaramuza tribal en que el salmista pudo haberse visto enredado por sorpresa. Podría ser también esta narración una simple figura literaria para significar diferentes enemigos y amenazas: una grave enfermedad, situaciones de rivalidad u hostilidad en las relaciones humanas, dificultades de diversa índole en el quehacer humano, conflictos familiares o comunitarios, luchas espirituales en el logro de un ideal... Para cualquiera de estas circunstancias es válido, y notablemente válido, el mensaje central del salmo 117.
El inicio del salmo es espectacular. Todos los metales de la orquesta, encabezados por las trompetas de plata, lanzan al aire, como una fanfarria piafante, el grito de júbilo que dará el tono a todo el salmo: «Eterna es su misericordia». Exulte la tierra entera y salten de alegría las islas innumerables ante esta gran noticia: nuestro Dios está vestido de un manto de misericordia, le precede la ternura y le acompaña la lealtad, y desde siempre y para siempre avanza sobre una nube en cuyos bordes está escrita la palabra Amor. Israel está en condiciones de confirmar esta noticia: desde pequeño fue tratado con cuerdas de ternura; fue para él -el Señor- como la madre que se inclina para dar de comer a su pequeño y luego lo levanta hasta su mejilla para acariciarlo, y en su borrascosa juventud lo acompañó con su brazo tenso y fuerte hasta instalarlo en la tierra jurada y prometida. Esta noticia de su eterno amor lo pueden también constatar todos los fieles en cuyas noches brilló el Señor como una antorcha de estrellas, y fue sombra fresca para sus horas meridianas. ¡Gloria, pues, eternamente a Aquel que vela nuestro sueño y cuida nuestros pasos!
La narración puede ser aplicada a múltiples situaciones humanas de diversa índole: las incomprensiones eran como avispas venenosas; como el sordo rumor de un río en crecida, los amargados de siempre no cesaban de murmurar en contra de mí mientras las enfermedades consumían mis huesos; los que siempre confiaron en mí, me retiraron los créditos, el afecto y la palabra, y me dejaron indefenso en la calle; las dificultades se levantaban ante mí altas como las olas de una pleamar; parecía que todos huían de mí, y me sentía como una isla perdida en el ancho mar. Y, cuando parecía que la muerte era mi único destino y refugio, salí a los espacios divinos, invoqué el Nombre del Señor, y, ¡oh prodigio!, la tempestad amainó, las olas se calmaron, me nacieron alas, fuertes como las de las águilas, por mis huesos comenzó a correr un río de energía, los temores se dieron a la fuga, la seguridad penetró mis riñones, y la libertad levantó cabeza en mis patios como una columna de granito. Todo fue obra del Señor: «ha sido un milagro patente» (v. 24), «es el Señor quien lo ha hecho» (v. 23). «Este es el día en que actuó el Señor» (v. 24) ¡cantos de victoria para el Señor! ¡Aleluyas y hurras para nuestro victorioso salvador!, «sea nuestra alegría y nuestro gozo» (v. 24), resuene la música en nuestra trastienda, sea nuestra existencia una fiesta, nuestros días una danza, y la alegría sea nuestra respiración. Ahora «viviré» (v. 17), ya que en los días de aflicción no vivía, agonizaba: mi existencia era un morir viviendo o un vivir muriendo, porque mi alma agonizaba en la fosa de la tristeza; ni podía respirar, la angustia tenía paralizados mis pulmones. Era la muerte. Pero ahora que «el Señor actuó» y «nos ha dado la salvación» (v. 25) y en que la vida se convirtió en una fiesta, ya «no he de morir» (v. 17), «viviré» para transformar mis días en un himno de gloria para mi Dios, «para contar las hazañas del Señor» (v. 17).
El Señor, como Padre solícito y sabio, tuvo para conmigo una pedagogía acertada: «me castigó» (v. 18) una y otra vez: me abandonó en las sombras del desconcierto, me sentí mil veces con las aguas al cuello, las dificultades me desbordaban, me sentía como un muro en ruinas, mi prestigio recibió heridas de muerte, caí en las manos de la desesperanza, invoqué a la muerte.... pero «no me entregó a la muerte» (v. 18). Fueron sacudidas y golpes para liberarme de los atavíos postizos; yo creía que los muros de las apropiaciones me defendían, pero en realidad me encarcelaban; tenían que caer esos muros para recuperar la libertad. «Me castigó» para no confiar nunca más «en mis caballos» ni «en los señores de la tierra», sino tan sólo en mi Dios, para experimentar el contraste entre mi contingencia y la consistencia del Señor, para saltar de la nada al todo, de la oscuridad a la luz, de la indigencia a la opulencia, para que, en fin, yo probara y comprobara en mi propia carne que el Señor es mi único salvador... Es un «milagro patente» (v. 23: Larrañana).
Así comentaba Juan Pablo II este salmo: "Cuando el cristiano, en sintonía con la voz orante de Israel, canta el salmo 117, que acabamos de escuchar, experimenta en su interior una emoción particular. En efecto, encuentra en este himno, de intensa índole litúrgica, dos frases que resonarán dentro del Nuevo Testamento con una nueva tonalidad. La primera se halla en el versículo 22: "La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular". Jesús cita esta frase, aplicándola a su misión de muerte y de gloria, después de narrar la parábola de los viñadores homicidas (cf. Mt 21, 42). También la recoge san Pedro en los Hechos de los Apóstoles: "Este Jesús es la piedra que vosotros, los constructores, habéis desechado y que se ha convertido en piedra angular. Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos" (Hch 4, 11-12). San Cirilo de Jerusalén comenta: "Afirmamos que el Señor Jesucristo es uno sólo, para que la filiación sea única; afirmamos que es uno sólo, para que no pienses que existe otro (...). En efecto, le llamamos piedra, no inanimada ni cortada por manos humanas, sino piedra angular, porque quien crea en ella no quedará defraudado". La segunda frase que el Nuevo Testamento toma del salmo 117 es la que cantaba la muchedumbre en la solemne entrada mesiánica de Cristo en Jerusalén: "¡Bendito el que viene en nombre del Señor!" (Mt 21, 9; cf. Sal 117, 26). La aclamación está enmarcada por un "Hosanna" que recoge la invocación hebrea hoshia' na': "sálvanos"...
La palabra "misericordia" traduce la palabra hebrea hesed, que designa la fidelidad generosa de Dios para con su pueblo aliado y amigo. Esta fidelidad la cantan tres clases de personas: todo Israel, la "casa de Aarón", es decir, los sacerdotes, y "los que temen a Dios", una expresión que se refiere a los fieles y sucesivamente también a los prosélitos, es decir, a los miembros de las demás naciones deseosos de aceptar la ley del Señor (cf. vv. 2-4).
La procesión parece desarrollarse por las calles de Jerusalén, porque se habla de las "tiendas de los justos" (v. 15). En cualquier caso, se eleva un himno de acción de gracias (cf. vv. 5-18), que contiene un mensaje esencial: incluso cuando nos embarga la angustia, debemos mantener enarbolada la antorcha de la confianza, porque la mano poderosa del Señor lleva a sus fieles a la victoria sobre el mal y a la salvación...
El salmo 117 estimula a los cristianos a reconocer en el evento pascual de Jesús "el día en que actuó el Señor", en el que "la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular". Así pues, con el salmo pueden cantar llenos de gratitud: "el Señor es mi fuerza y mi energía, Él es mi salvación" (v. 14). "Este es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo" (v. 24)"... (Liberado del peligro), "el pueblo de Dios prorrumpe en "cantos de victoria" (v. 15) en honor de la "poderosa diestra del Señor" (cf. v. 16), que ha obrado maravillas. Por consiguiente, los fieles son conscientes de que nunca están solos, a merced de la tempestad desencadenada por los malvados. En verdad, Dios tiene siempre la última palabra; aunque permite la prueba de su fiel, no lo entrega a la muerte (cf. v. 18)... Para expresar la dura prueba que ha superado y la glorificación que ha tenido como consecuencia, se compara a sí mismo a la "piedra que desecharon los arquitectos", transformada luego en "la piedra angular" (v. 22). Cristo utilizará precisamente esta imagen y este versículo, al final de la parábola de los viñadores homicidas, para anunciar su pasión y su glorificación (cf. Mt 21, 42). Aplicándose el salmo a sí mismo, Cristo abre el camino a una interpretación cristiana de este himno de confianza y de acción de gracias al Señor por su hesed, es decir, por su fidelidad amorosa, que se refleja en todo el salmo (cf. Sal 117, 1. 2. 3. 4. 29). Los símbolos adoptados por los Padres de la Iglesia son dos. Ante todo, el de "puerta de la justicia", que san Clemente Romano, en su Carta a los Corintios, comentaba así: "Siendo muchas las puertas que están abiertas, esta es la puerta de la justicia, a saber: la que se abre en Cristo. Bienaventurados todos los que por ella entraren y enderezaren sus pasos en santidad y justicia, cumpliendo todas las cosas sin perturbación".
El otro símbolo, unido al anterior, es precisamente el de la piedra. En nuestra meditación sobre este punto nos dejaremos guiar por san Ambrosio, el cual, en su Exposición sobre el evangelio según san Lucas, comentando la profesión de fe de Pedro en Cesarea de Filipo, recuerda que "Cristo es la piedra" y que "también a su discípulo Cristo le otorgó este hermoso nombre, de modo que también él sea Pedro, para que de la piedra le venga la solidez de la perseverancia, la firmeza de la fe". San Ambrosio introduce entonces la exhortación: "Esfuérzate por ser tú también piedra. Pero para ello no busques fuera de ti, sino en tu interior, la piedra. Tu piedra son tus acciones; tu piedra es tu pensamiento. Sobre esta piedra se construye tu casa, para que no sea zarandeada por ninguna tempestad de los espíritus del mal. Si eres piedra, estarás dentro de la Iglesia, porque la Iglesia está asentada sobre piedra. Si estás dentro de la Iglesia, las puertas del infierno no prevalecerán contra ti".
3. 1 Jn 5, 1-6: el símbolo de nuestra fe no es otro que éste: "Jesús es el Cristo", o simplemente "Jesucristo". Pues con estas palabras se confiesa el evangelio: que Jesús, el que ha muerto en la cruz y no otro, es realmente el Cristo que ha resucitado. He aquí la identidad que constituye la sustancia del mensaje predicado por los apóstoles, por los testigos. El que cree en el evangelio es el hijo de Dios, ha nacido de Dios. Y, en consecuencia, ama al que le ha dado el ser, al Padre, y a todos los que han nacido del Padre por esa misma fe. Todos los que creen en Jesucristo son hermanos. Esta fraternidad es fundamental, pertenece a la misma constitución de la comunidad de Jesús que llamamos la Iglesia. Cualquier diferencia que se establezca después dentro de la iglesia y para servir a la iglesia, cualquier ministerio, permanece si ha de ser válidamente cristiano, dentro del marco de la fraternidad, y nadie puede situarse por encima de ella sin salirse de la familia de los hijos de Dios.
v. 2: Hay en estas palabras un proceso que va de la fe al cumplimiento de los mandamientos, del evangelio o anuncio de lo que somos -hijos de Dios- a lo que hacemos o debemos hacer, de la ortodoxia a la ortopraxis: El que cree que Jesús es el Cristo, nace de Dios, ama a Dios y en consecuencia a los hijos de Dios, cumple los mandamientos. Pero, si no cumple los mandamientos, esto es, si no cumple el mandamiento del amor, el proceso denuncia su mentira y lo condena: es un incrédulo, no cree que Jesús es el Cristo y ya está condenado. He aquí, pues, cómo para Juan la ortopraxis es la verificación o falsificación de la ortodoxia. La nueva vida de los hijos de Dios se mantiene en el mundo y a pesar de este mundo. Es verdad que la concupiscencia o los intereses egoístas de este mundo oponen resistencia a los hijos de Dios. Pero nuestra fe es la victoria que vence al mundo. Pues se trata de una fe que nos une a Jesucristo, el mismo Hijo de Dios.
Frente a los herejes que acentuaban el valor del bautismo de Jesús en el Jordán y negaban el sentido salvador de su muerte en el Calvario, el autor acentúa por igual ambos misterios. "Agua y sangre" son aquí dos figuras que se refieren al bautismo y a la muerte de Jesús respectivamente. Si en el bautismo en el Jordán fue investido con la misma fuerza de Dios, el Espíritu, esta fuerza se manifestaría precisamente en la debilidad de la cruz. Se trata del mismo Espíritu que descendió sobre Jesús en el Jordán y al comienzo de su vida pública. Se trata del Espíritu que Jesús, muerto y resucitado, envía sobre la iglesia naciente para que empiece su misión en el mundo y predique el evangelio. Es el Espíritu Santo que da testimonio de que Jesús es el Cristo, revelando el sentido salvador de su muerte en la cruz. Por eso este Espíritu es la verdad, pues es quien la manifiesta y la comunica ("Eucaristía 1982").
S. Agustín comenta que "en esto conocemos que amamos a los hijos de Dios. ¿Qué significa esto, hermanos? Poco antes hablaba del Hijo de Dios, no de los hijos de Dios. Propuso a nuestra consideración a Cristo solamente, y nos dijo: Todo el que cree que Jesús es Cristo, ha nacido de Dios. Y todo el que ama al que lo engendró, es decir, al Padre, ama al que ha sido engendrado por él, es decir, al Hijo, nuestro Señor Jesucristo. Y sigue: en esto conocemos que amamos a los hijos de Dios, lo que equivale a decir: en esto conocemos que amamos al Hijo de Dios. Llamó hijos de Dios a lo que poco antes llamó Hijo de Dios, porque los hijos de Dios son el cuerpo del Hijo único de Dios, y siendo él la Cabeza y nosotros los miembros, sólo hay un Hijo de Dios. Luego quien ama a los hijos de Dios ama al Hijo de Dios, y quien ama al Hijo de Dios, ama al Padre. Nadie puede amar al Padre, si no ama al Hijo, y quien ama al Hijo ama también a los hijos de Dios. ¿A qué hijos de Dios? A los miembros del Hijo de Dios. Amando se hace él mismo miembro y por el amor entra a formar parte de la trabazón del cuerpo de Cristo, y será un único Cristo amándose a sí mismo.
El cuerpo se ama a sí mismo cuando los miembros se aman mutuamente. Y si padece un miembro padecen con él todos los demás, y si uno es honrado, gozan con él todos los demás. ¿Cómo sigue? Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros (1 Cor 12,26-27). Poco antes hablaba San Juan sobre la caridad fraterna y decía: Quien no ama al hermano a quien ve, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ve? (1 Jn 4,20). ¿No amas a Cristo amando al hermano? ¿Cómo no ha de ser así, si amas a los miembros de Cristo? Pues, mira: cuando amas a los miembros de Cristo, le amas a él; cuando amas a Cristo amas al Hijo de Dios y cuando amas al Hijo de Dios, amas también al Padre. El amor es indivisible. Elige uno de estos tres amores: le siguen los otros dos. Si dices que amas sólo a Dios Padre, mientes. Si realmente le amas, no le amas solo; si en verdad amas al Padre, amas también al Hijo. Supongamos que dices: «amo al Padre y al Hijo, pero nada más; al Padre que es Dios y al Hijo que es Dios y nuestro Señor Jesucristo, que subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre, Palabra por quien fueron hechas todas las cosas, Palabra hecha carne que habitó entre nosotros; nada más amo». Mientes. Si amas a la Cabeza, amas también a los miembros, y si no amas a los miembros, tampoco amas a la Cabeza.
¿No oyes con espanto la voz de la Cabeza, que clama desde el cielo en favor de sus miembros diciendo: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? (Hch 9,4). Llamó perseguidor propio a quien perseguía a sus miembros; llamó amador suyo al amador de sus miembros. Ya sabéis, hermanos, quiénes son sus miembros: la misma Iglesia de Dios. En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: en que amamos a Dios. ¿Y cómo esto? ¿No son cosa distinta los hijos de Dios y Dios? Pero quien ama a Dios ama sus preceptos. Y ¿cuáles son los preceptos de Dios? Un nuevo mandamiento os doy: que os améis los unos a los otros (Jn 13,34). Nadie se excuse de tener un amor porque ya tiene otro, pues el amor de Dios es así: como él se centra en la unidad, a todos los amores que dependen de él los hace uno y, como fuego, los funde a todos. Todo amor bueno es oro; al fundirse la masa, resulta una sola cosa; mas para fundirse todos en uno se requiere el fuego de la caridad. Conocemos que amamos a los hijos de Dios, si amamos a Dios".
4. Jn 20, 19-31: En los textos bíblicos, las denominaciones de elegido, ungido y enviado son equivalentes. Cuando los primeros cristianos se llaman a sí mismos elegidos, no están presumiendo por ningún privilegio, sino recordándose que han sido enviados a cumplir una misión, en favor de los demás, que prolonga en cierto sentido la del mismo Cristo: "Como el Padre me ha enviado, así os envío yo". Para la realización de esta tarea reciben también la fuerza del Espíritu. El episodio de Tomás quiere animar la fe de todos aquellos que no vieron directamente al Señor y para los que se han escrito todos los signos que Juan narra en su evangelio. "Dichosos los que crean sin haber visto". De cualquier modo, la simple contemplación de lo exterior de los acontecimientos nos da su sentido profundo. Sólo la fe permite ver y entender la trascendencia de lo que se está presentando. En el resucitado reconocen los apóstoles al Jesús que anduvo con ellos por los caminos de Palestina. Distinto, pero el mismo. El Jesús de la historia es el Cristo de la fe, Jesús es el Cristo. La más breve confesión cristiana quedará en esta palabra: Jesucristo ("Eucaristía 1990").
Así como en la primera creación del hombre, Dios le infundió la vida, así también el aliento de Jesús comunica la vida a la nueva creación espiritual. Cristo, que murió para quitar el pecado del mundo, ya resucitado, deja a los suyos el poder de perdonar. Así se realiza la esperanza del pueblo de la Biblia. Dios lo había educado de modo que sintiera la presencia universal del pueblo. En el templo se ofrecían animales en forma ininterrumpida para aplacar a Dios. Pero ese río de sangre no lograba destruir el pecado, y los mismos sacerdotes debían ofrecer sacrificios por sus propios pecados antes de rogar a Dios por los demás. Las ceremonias y los ritos no limpiaban el corazón ni daban el Espíritu Santo. Pero ahora, en la persona de Jesús resucitado, ha llegado un mundo nuevo. Aunque la humanidad siga pecando, ya el primero de sus hijos, el "hermano mayor de todos ellos", ha ingresado en la vida santa de Dios. Los que se afanan por la vida espiritual, sufren sobre todo por la presencia universal del pecado. Su tristeza profunda está en no hallarse aún totalmente liberados de él. De ahí que el perdón de los pecados sea para ellos la riqueza más grande de la iglesia. La capacidad de perdonar es la fuerza que permite solucionar las grandes tensiones de la humanidad. Si bien penetra difícilmente en los corazones, ella no deja de ser un gran secreto... Quien no sabe perdonar, no sabe amar. En la reconciliación se muestra al prójimo el amor más auténtico ("Eucaristía 1992").
Cristo es percibido como presente entre sus discípulos reunidos en la tarde del primer día de la semana (las reuniones de Jesús resucitado con los discípulos suceden frecuentemente en domingo, y los cristianos se comenzaron a reunir el día de la Resurrección de Jesús). Este dato, confirmado por 1 Cor 15, 4 (uno de los más antiguos relatos sobre la resurrección), no parece que se refiera solamente a la costumbre literaria de hacer resucitar a los dioses a los tres días. Sino que, dado el número, la confluencia de testigos y la simplicidad de los relatos, podemos admitir que así fue. Posteriormente los creyentes tomaron este día como el más significativo para celebrar al misterio cristiano. Obligación de amor, que no de ley. La misión de los discípulos se deriva del suceso de Pascua (cf. Mt 28, 16-20; Mc 16, 15-20; Lc 24,44-49); pero Juan lo encuadra en el conjunto de la misión de Jesús (17, 17-19). Además no subraya el carácter universal de la misión; tal vez porque esta meta ya ha sido conseguida a la hora en que se escribe el evangelio de Juan (cf. 4, 35-38). Los apóstoles y todos los discípulos son portadores de la misión de Jesús. La Iglesia, si cree de verdad en la resurrección, tiene que acercarse a los extremos de la miseria humana; allí está su campo de misión, su labor de hacer ver que el mensaje pascual es coherente y válido. A pesar de que en las diferentes Iglesias hay controversia sobre el punto de quién ejerce el don del perdón, lo que sí es cierto es que la fuerza perdonadora del resucitado reside en los creyentes, en los discípulos de Jesús (cf. Mt 16, 19). Después de la resurrección es posible creer en el perdón porque el poder de las tinieblas ya no volverá a reinar en el mundo. Creer en esto y trabajar en consecuencia es ser cristiano. En adelante, la fe reposa no sobre el "ver", sino sobre el testimonio de los que han visto. Por esta fe es por la que los cristianos llegamos a Cristo (17, 20). Y recreamos en nuestras vidas el mismo hecho salvador de la cruz y la misma alegría de la resurrección. Así entramos en comunión con los Apóstoles, que "vivieron", y participamos de su experiencia pascual ("Eucaristía 1977").
Podríamos llamar «oficiales», apariciones colectivas, a las de Jesús resucitado a todos los discípulos juntos. De entre ellas, aquellas cuyo día nos es señalado claramente, tienen lugar en domingo. La tarde del mismo día de Pascua los discípulos de Emaús, después de la aparición con que ellos han sido agraciados, se reúnen con los otros discípulos en Jerusalén (Lc. XXIV, 33), Jesús se aparece a todo el grupo en ausencia de Tomás. Una semana más tarde se aparece de nuevo y confunde el escepticismo de Tomás que no creyó lo que le refirieron sus compañeros. El evangelio de este domingo nos relata punto por punto estas dos primeras apariciones generales, separadas por una semana. La elección de este pasaje para el domingo posterior a la Pascua está inspirada en la concreta indicación que figura en medio del texto y que es como el quicio del evangelio de este domingo: «ocho días más tarde» (v. 26).
Este domingo después de Pascua es, verdaderamente, el primero de todos los domingos. En efecto, la Resurrección de Jesús es un acontecimiento histórico, único en el transcurso de los siglos. La reunión de los discípulos, justamente una semana después, y la visita de Jesús que viene a solemnizar esta reunión como si le confiriese un carácter oficial, hacen que el misterio de la Resurrección deje de tener, si así se puede decir, carácter de acontecimiento para adquirir el de institución. Se trata de algo que no basta recordar como un hecho histórico, sino que es preciso celebrarlo, es decir, empaparse de su realidad y de su riqueza espiritual. La primera celebración de la Pascua tuvo lugar el primer domingo siguiente a la misma. De este modo, el domingo ha venido a ser el «hebdoversario» de la Resurrección, su celebración hebdomadaria.
Los discípulos del Señor, judíos de origen, tenían la costumbre de dedicar al Señor un día por semana; pero ya estaba el sábado. Les era necesario conservar el ritmo religioso hebdomadario, pero también les era necesario indicar que convenía cambiar de día para que el día del Señor fuese el día de la Resurrección del Señor. Jesús, con su aparición del primer domingo después de Pascua, contribuyó a este desplazamiento del día consagrado y de descanso. Con ocasión de la Pascua todos los cristianos han cumplido su "deber pascual". Los inconstantes, los negligentes y los indiferentes también han hecho el cumplimiento pascual. Es necesario ayudarles a permanecer fieles, a no retornar a su negligencia... hasta la próxima Pascua. Muchos pastores toman voluntariamente la negligencia como tema para su predicación del domingo in albis. La celebración hebdomadaria inaugurada por el Señor, el pasaje del acontecimiento único convertido en institución habitual, todos estos pensamientos enmarcados en la liturgia del día, ¿no constituyen un buen punto de partida para una tal predicación dirigida a los que han hecho el cumplimiento pascual? San Gregorio Nacianceno escribió en el siglo IV a propósito del domingo de la octava de la Pascua: «Después de ocho días, que la octava sea para ti una gran fiesta... El domingo aquel (la Pascua) era el de la salud, éste es el del aniversario de la salud; aquél era la frontera entre el sepulcro y la resurrección; éste es sencillamente el de la segunda creación, a fin de que, igual que la primera creación comenzó en domingo, así también la segunda creación comience en el mismo día, que es, al mismo tiempo, el primero en relación con los que le siguen y el octavo con relación a los que le preceden, más sublime que el día sublime y más admirable que el día admirable: él se refiere, en efecto, a la vida de arriba» (L. Heuschen).
S. Agustín nos dice que "la lectura del santo evangelio de hoy ha relatado de nuevo la manifestación del Señor a sus siervos, de Cristo a los apóstoles y el convencimiento del discípulo incrédulo. El apóstol Tomás, uno de los doce discípulos, no dio crédito ni a las mujeres ni a los varones cuando le anunciaban la resurrección de Cristo el Señor. Y era ciertamente un apóstol que iba a ser enviado a predicar el evangelio.
Cuando comenzó a predicar a Cristo, ¿cómo podía pretender que le creyeran lo que él mismo no había creído? Pienso que se llenaba de vergüenza propia cuando increpaba a los incrédulos. Le dicen sus condiscípulos y coapóstoles también: Hemos visto al Señor. Y él respondió: Si no introduzco mis manos en su costado y no toco las señales de los clavos no creeré. Quería asegurar su fe tocándole. Y si el Señor había venido para que lo tocasen, ¿cómo dice a María en el texto anterior: No me toques, pues aún no he subido al Padre (Jn 20,17). A la mujer que cree le dice: No me toques, mientras dice al varón incrédulo: «Tócame». María ya se había acercado al sepulcro y, creyendo que era el hortelano el Señor que estaba allí de pie, comienza diciéndole: Señor, si tú le has quitado, dime dónde le has puesto y yo lo tomaré. El Señor la llama por su nombre: María. Ella reconoció al instante que era el Señor al oír que la llamaba por su nombre; Él la llamó y ella lo reconoció. La hizo feliz con su llamada otorgándole poder reconocerlo. Tan pronto como oyó su nombre con la autoridad y voz acostumbrada, respondió también ella como solía: Rabí. María, pues, ya había creído; pero el Señor le dice: No me toques, pues aún no he subido al Padre. Según la lectura que acaba de sonar en vuestros oídos, ¿qué oísteis que dijo Tomás? «No creeré, si no toco». Y el Señor dijo al mismo Tomás: «Ven, tócame; introduce tus manos en mi costado y no seas incrédulo, sino creyente. Si piensas, dijo, que es poco el que me presente a tus ojos, me ofrezco también a tus manos. Quizás seas de aquellos que cantan en el salmo: En el día de mi tribulación busqué al Señor con mis manos, de noche, en su presencia». ¿Por qué buscaba con las manos? Porque buscaba de noche. ¿Qué significa ese buscar de noche? Que llevaba en su corazón las tinieblas de la infidelidad.
Mas esto se hizo no sólo por él, sino también por aquellos que iban a negar la verdadera carne del Señor. Efectivamente, Cristo podía haber curado las heridas de la carne sin que hubiesen quedado ni las huellas de sus cicatrices; podía haberse visto libre de las señales de los clavos de sus manos y de la llaga de su costado; pero quiso que quedasen en su carne las cicatrices para eliminar de los corazones de los hombres la herida de la incredulidad y que las señales de las heridas curasen las verdaderas heridas. Quien permitió que continuasen en su cuerpo las señales de los clavos y de la lanza, sabía que iban a aparecer en algún momento herejes tan impíos y perversos que dijesen que Jesucristo nuestro Señor mintió en lo referente a su carne y que a sus discípulos y evangelistas profirió palabras mendaces al decir: «Toma y ve». Ved que Tomás duda. ¿Es verdad que duda? «Si no toco, no creeré». El creer se lo confía al tacto. Si no toco, no creeré. ¿Qué opinamos que dijo Manés? Tomás lo vio, lo tocó, palpó los lugares de los clavos y, no obstante su carne era falsa. Por tanto, de haberse hallado allí, ni aún tocando hubiera creído". Y decía también: "Escuchasteis cómo el Señor alaba a los que creen sin haber visto por encima de los que creen porque han visto y hasta han podido tocar. Cuando el Señor se apareció a sus discípulos, el apóstol Tomás estaba ausente; habiéndole dicho ellos que Cristo había resucitado, les contestó: Si no meto mi mano en su costado, no creeré (Jn 20,25). ¿Qué hubiese pasado si el Señor hubiese resucitado sin las cicatrices? ¿O es que no podía haber resucitado su carne sin que quedaran en ella rastro de las heridas? Lo podía; pero si no hubiese conservado las cicatrices en su cuerpo, no hubiera sanado las heridas de nuestro corazón. Al tocarle lo reconoció. Le parecía poco el ver con los ojos; quería creer con los dedos. «Ven -le dijo-; mete aquí tus dedos, no suprimí toda huella, sino que dejé algo para que creyeras; mira también mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente» (ib., 27). Tan pronto como le manifestó aquello sobre lo que aún le quedaba duda, exclamó: «¡Señor mío y Dios mío!» (ib., 28). Tocaba la carne y proclamaba la divinidad. ¿Qué tocó? El cuerpo de Cristo. ¿Acaso el cuerpo de Cristo era la divinidad de Cristo? La divinidad de Cristo era la Palabra; la humanidad, el alma y la carne. Él no podía tocar ni siquiera el alma, pero podía advertir su presencia, puesto que el cuerpo, antes muerto, se movía ahora vivo. Aquella Palabra, en cambio, ni cambia ni se la toca, ni decrece ni acrece, puesto que en el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios (Jn 1,1). Esto proclamó Tomás; tocaba la carne e invocaba la Palabra, porque la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1,14)".