Domingo 2º de Cuaresma, ciclo B: la montaña donde Abraham pensaba ofrecer a Isaac en sacrificio es la que Jesús subirá para entregar su vida; la Transfiguración es preludio de la gloria de la Resurrección, de la suya y la nuestra.
Del libro del Génesis 22,1-2. 9a. 15-18. En aquel tiempo Dios puso a prueba a Abrahán llamándole: -¡Abrahán! El respondió: -Aquí me tienes. Dios le dijo: -Toma a tu hijo único, al que quieres, a Isaac, y vete al país de Moria y ofrécemelo allí en sacrificio, sobre uno de los montes que yo te indicaré. Cuando llegaron al sitio que le había dicho Dios, Abrahán levantó allí un altar y apiló la leña, luego ató a su hijo Isaac y lo puso sobre el altar, encima de la leña. Entonces Abrahán tomó el cuchillo para degollar a su hijo; pero el ángel del Señor gritó desde el cielo: -¡Abrahán, Abrahán! El contestó: -Aquí me tienes. Dios le ordenó: -No alargues la mano contra tu hijo ni le hagas nada. Ahora sé que temes a Dios, porque no te has reservado a tu hijo, tu único hijo. Abrahán levantó los ojos y vio un carnero enredado por los cuernos en la maleza. Se acercó, tomó el carnero y lo ofreció en sacrificio en lugar de su hijo. El ángel del Señor volvió a gritar a Abrahán desde el cielo: -Juro por mí mismo -oráculo del Señor-: Por haber hecho eso, por no haberte reservado tu hijo, tu hijo único, te bendeciré, multiplicaré a tus descendientes como las estrellas del cielo y como la arena de la playa. Tus descendientes conquistarán las puertas de las ciudades enemigas. Todos los pueblos del mundo se bendecirán con tu descendencia, porque me has obedecido.
Salmo 115,10.15-19: R/. Caminaré en presencia del Señor, en el país de la vida.
Tenía fe, aun cuando dije: «Qué desgraciado soy.» Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles. / Señor, yo soy tu siervo, siervo tuyo, hijo de tu esclava: rompiste mis cadenas. -Te ofreceré un sacrificio de alabanza, invocando tu nombre, Señor. / Cumpliré al Señor mis votos, en presencia de todo el pueblo; en el atrio de la casa del Señor, en medio de ti, Jerusalén.
Carta de San Pablo a los Romanos 8,31b-34. Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no perdonó a su propio hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? ¿Será acaso Cristo quemurió, más aún, resucitó y está a la derecha de Dios, y que intercede por nostoros?
Evangelio según San Marcos 9,1-9. En aquel tiempo Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús: -Maestro. ¡Qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Estaban asustados y no sabía lo que decía. Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la nube: -Este es mi Hijo amado; escuchadlo. De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús solo con ellos. Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: No contéis a nadie lo que habéis visto hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos. Esto se les quedó grabado y discutían qué querría decir aquello de resucitar de entre los muertos.
Comentario: 1. Gn 22.1-2.9a.15-18 (ver 2ª lectura de la vigilia pascual). El domingo pasado veíamos cómo establecía Dios, a través de Noé, un pacto con toda la creación, y hoy constatamos que, por medio del pacto con Abrahán, Dios establece una alianza con los hombres. Con el episodio del sacrificio de Abrahán se muestra que el Dios de Israel abomina de los sacrificios humanos, quiere que cese esa práctica común hasta entonces. Con eso, se pone de manifiesto el "valor absoluto" de la vida humana, que no ha de ser sacrificada por nada. El respeto por el mundo natural de que hablábamos el domingo pasado tiene una consecuencia ineludible en el respeto absoluto por el hombre, por toda vida humana, por pequeña o insignificante que pueda parecer. Dios ha establecido una alianza con toda la humanidad, y no hay ningún hombre ni ninguna mujer que quede excluido de ella. Por voluntad del mismo Dios, toda vida humana es sagrada (J. Llopis).
La promesa al patriarca abarca la posesión de una tierra y el anuncio del nacimiento de un niño a través del cual la descendencia de Abraham será numerosa como las estrellas del cielo y las arenas del mar. La bendición a través de Abraham se parece al comienzo de nuestra salvación en Lc 1-2: promesa y nacimiento de un niño que, en la plenitud de su vida, deben ser ofrecidos en sacrificio (A. Gil).
Antes de comenzar su narración, el autor nos advierte que se trata únicamente de una "prueba". Dios quiere ver hasta dónde llega la fidelidad de Abraham y su obediencia, pero no entra en sus planes el que éste sacrifique a su hijo Isaac. Abraham había sido probado por Dios en otras ocasiones; por ejemplo, cuando se le ordenó abandonar su tierra y su parentela, y más tarde, cuando se le anunció que engendraría un hijo de su mujer, Sara, no obstante haber alcanzado ambos una edad avanzada; pero nunca se le había pedido tanto como ahora. Si antes se le exigió renunciar a su pasado, abandonar su tierra y su familia para salir en busca de la tierra prometida, ahora se le exige renunciar a su futuro, y no comprende cómo van a cumplirse las promesas de llegar a ser padre de un pueblo numeroso si ahora ha de sacrificar a su único hijo. Abrahán, sin hacer cuestión de la palabra de Dios, se dispone a cumplirla hasta las últimas consecuencias. Ha superado la prueba. La intervención divina en el momento preciso descubre una segunda intención muy importante de este relato. Es la señal para todos los tiempos de que Dios abomina de los sacrificios humanos. Esto se comprende, sobre todo, si tenemos en cuenta la práctica de tales sacrificios en el contexto histórico-religioso del pueblo de Israel. El sacrificio de los primogénitos era considerado por los cananeos como acto supremo de culto (2 R 3. 27; Mi 6. 6s.). Así pues, el presente relato tiene sin duda una intención polémica: Dios exige ciertamente que el hombre esté dispuesto a los mayores sacrificios y no se reserve nada cuando es él quien se lo pide; pero no quiere que el hombre exprese tal disposición de ánimo con la tremenda crueldad de los sacrificios humanos, pues él es un Dios misericordioso. No es la destrucción del hombre lo que enaltece la grandeza de Dios, sino todo lo contrario: la salvación del hombre. El paralelismo entre lo sucedido en el monte Moria y lo que sucedería más tarde en el monte Calvario no se funda en detalles exteriores (Isaac lleva sobre sus hombros el fajo de leña y Jesús llevará sobre los suyos la cruz), sino en la obediencia de Abrahán y en la confianza de Isaac que encontrarían en Jesús la más perfecta realización (“Eucaristía 1988”). Dios prefiere el sacrificio interno de la fe y obediencia al de animales. "Llegará el día en que Dios aceptará el sacrificio humano..., el Padre no se reserva a su Hijo único, sino que lo entrega por la salvación del mundo. La tradición unánime de la Iglesia ha visto en Isaac un tipo de Cristo" (Alonso Schökel).
El v. 6 dice que Abraham e Isaac caminaban juntos; no dice que caminaban en silencio, pero lo que sigue así lo hace suponer; en efecto, Isaac debe sacar a su padre de su meditación y rompe el silencio espeso que gravita entre los dos hombres: «Dijo Isaac a Abraham, su padre: Padre mío. ¿Qué quieres, hijo mío?, le contestó» (v. 7). «Curiosidad ingenua del niño que ignora; mutismo oprimente en el padre que sabe; patética subida según la fe». La palabra de Abraham: «Es Dios quien proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío», tiene un gran contenido profético; sabemos que solamente será agradable a Dios el sacrificio en el cual se ofrecerá aquel a quien Juan Bautista presentará como el Cordero de Dios (Jn 1,29). Este tema del Cordero inmolado, puesto en lugar de aquel que debería morir, es un tema, pues, que mantiene la conducta de Dios y recorre la Escritura que nos relata esta conducta después de 4.000 años. Esta misma idea se encuentra en el fondo de la novela de Francois Mauriac, titulada precisamente «El Cordero». La reflexión de Abraham: «Es Dios quien proveerá», justifica el apelativo dado a la montaña: «Yavé-yiré (Yahvé ve)» (v. 14). El sacrificio de Isaac y el de Jesús están unidos en el pensamiento como la figura y la realidad que anuncia. Esto es lo que ha llevado a identificar la montaña del sacrificio de Abraham y la de Jerusalén, en la cual Jesús ofrecerá su sacrificio. El segundo libro de las Crónicas hace esta identificación: «Salomón comenzó la construcción de la casa de Yahvé. Está en Jerusalén, sobre el monte Moriah» (el mismo nombre que en Gen 22, 2). «José nos recuerda que se veía desde este lugar aquel en el que Abraham habría sacrificado a Isaac. La tradición ha aceptado esta localización. Sin embargo, en el texto del Génesis se trata no de una montaña, sino de un país en el cual se encuentra un monte». El deseo de identificar los dos lugares manifiesta la íntima relación existente entre el sacrificio de Isaac y el de Jesús, entre la figura y la realidad.
Es necesario reconocer que el texto del Génesis, por sí mismo, es extraordinariamente sugestivo y que, al leerlo, no se puede negar que evoca sin cesar todo aquello que misteriosamente se aplica a Cristo: Isaac nace milagrosamente, como consecuencia de una promesa de Yahvé (21,2); su nombre significa gozo y exultación (21,6); recibe la herencia con exclusión de Ismael, su hermano mayor, nacido de la esclava (21,12); él lleva la leña del sacrificio (22,6). La tradición judía, sin duda posterior al principio de nuestra era e influenciada por la doctrina cristiana, da del sacrificio de Isaac una interpretación muy interesante para nosotros: «Un rasgo particularmente interesante es la relación establecida entre el sacrificio de Isaac y la salida de Egipto. El cordero pascual aparece como el memorial de este acontecimiento, como la Eucaristía lo es de la Cruz... Esta interpretación del sacrificio de Isaac como expiatorio para el pueblo de Israel, la relación entre la salida de Egipto y el sacrificio del monte Moriah, la concepción del cordero pascual como memorial del sacrificio de Isaac..., todos estos temas evocan la doctrina cristiana de la redención mediante el sacrificio del Calvario». Resulta extraño que se haga del cordero pascual la figura, el tipo de un acontecimiento pasado: el sacrificio de Isaac; ahí tenemos una visión que se aproxima a nuestra doctrina sacramentaria; por sí misma, resulta inusitada en la tipología judía. Esta anomalía proviene de que «el sacrificio de Isaac es considerado como si contuviese un poder meritorio que es la fuente de las gracias obtenidas posteriormente por sus descendientes». El canon de la misa coloca el sacrificio de Abraham entre las figuras del sacrificio de Cristo en el Antiguo Testamento. Santo Tomás en el Lauda Sion coloca el sacrificio de Isaac entre las figuras eminentes, junto al cordero pascual y al maná. También hemos visto como la Carta a los Hebreos concede al sacrificio de Isaac todo el valor de figura con relación al de Cristo (Hb 11,17-19). "La fe de Abraham, obteniendo el triunfo sobre la muerte al merecer la salvación de Isaac, es un símbolo, literalmente: una parábola. Esta palabra significa comparación, aproximación. Es decir, que Isaac, escapando a la inmolación, prefigura la resurrección general y, al mismo tiempo, según una tradición exegética constante (Orígenes, Clemente de Alejandría, San Juan Crisóstomo...), la Pasión y la Resurrección de Cristo: Isaac, el hijo único sacrificado y salvado milagrosamente, es como un resucitado, el tipo de la resurrección del Señor" (L. Heuschen).
En el segundo domingo de Cuaresma se puede encontrar un elemento que une las distintas líneas de las lecturas: la cruz en el horizonte, el anuncio de la muerte salvadora de Jesús… La segunda lectura recoge el tema con otras imágenes: como Abrahán no dudó en entregar a su hijo, Dios ha amado tanto al mundo que tampoco ha dudado en entregar a su Hijo (cf. d. IV de Cuaresma). La bendición que tenía como mensajero a Abrahán, ahora tendrá como mensajero al propio Dios: será una bendición absoluta. Y el evangelio de la transfiguración es un anuncio de que la muerte de JC será gloriosa. La escena se sitúa después de que Pedro confiese (entendiéndolo mal) a JC como Mesías, y que JC anuncie la pasión. La transfiguración será entonces una experiencia profunda de JC, compartida con los discípulos, de que aquel camino de muerte es el camino de Dios: aquel que camina hacia la muerte es el Hijo amado de Dios. Su camino es el único camino que hay que escuchar y seguir. El prefacio propio de este domingo glosa adecuadamente este contenido, que este año, en Marcos, presenta un elemento peculiar: los discípulos no entienden lo que pudiera significar "resucitar de entre los muertos": como no podían imaginarse que JC tuviera que morir, no podían encontrarle sentido hablar de resurrección. La reflexión puede ser hoy: ¿hacia dónde va nuestro camino cuaresmal?: hacia la cruz, hacia el ser capaces de reconocer en la cruz de Jesús salvación y vida. Por una parte, habría que presentar el realismo de la entrega de Jesús: la angustia de Getsemaní, y la disponibilidad para seguir hasta el fin el camino de Dios que él descubría entre oscuridades, como había hecho también Abrahán. En la escena de la transfiguración aparece un JC que domina bien la situación (la escena quiere mostrar la gloria de la cruz), pero ello no quita que la cruz sea totalmente real y dramática. Y a partir de ahí habría que invitar a la fe en esa muerte que es luminosa. La muerte, el dolor, el mal, están presentes en la vida de los hombres. No los produce Dios: no quiso que Isaac muriera, aunque Abrahán creía que esa muerte era voluntad divina. Lo que Dios ha hecho ante esto ha sido vivir toda la situación de debilidad humana con un amor total, con una entrega total: ha atravesado las oscuridades de nuestra condición iluminándolas con lo único que realmente produce luz: el amor. Y la cruz, que culmina esa entrega amorosa, es la mayor oscuridad iluminada por la luz más grande. Así, Dios ha destruido el maleficio que destruía la historia humana, y ha abierto un camino. La salvación, para nosotros, será creer muy firmemente que ése que muere en la cruz es realmente el Hijo amado de Dios, y al mismo tiempo escucharlo, es decir, vivir muy intensamente nuestra debilidad humana buscando sólo la fuerza del amor y de la entrega servicial (y cada uno sabrá cómo se lo concreta personalmente). El sacrificio de JC será, en definitiva el momento culminante de esa fidelidad a la vida: JC dedica toda su existencia a dar vida, amor, solidaridad; y, si tiene que llegar hasta la muerte, no es porque la desee, o porque Dios le mande que muera, sino porque no quiere echarse atrás en este proyecto vital; serán los que quieran destruir ese proyecto, los que van a matarlo (J. Lligadas).
2. El salmo 115 resume perfectamente el sentimiento de Israel en la situación dolorosa de la esclavitud, anterior a la pascua. Horriblemente oprimido ("he sufrido mucho"), obtuvo del Faraón el permiso para salir de la hoguera. Pero de inmediato siente que le pisa los talones el ejército egipcio ("en mi confusión yo decía: ¡el hombre es sólo mentira!"). Experiencia profunda de la duplicidad humana. Morirían aprisionados entre el Mar Rojo a la espalda y los terribles carruajes del Faraón por delante... En ese momento se abre el mar ("mucho le cuesta al Señor ver morir a los suyos"). Con inmensa emoción, el salmista pasa de pronto, a la segunda persona: "yo soy, Señor, tu siervo, Tú has roto las cadenas que me ataban. Te ofreceré el sacrificio de alabanza, levantaré la copa de salvación... " La comida de Pascua era pues un inmenso grito de alegría y de acción de gracias "al Dios salvador", que salva de la desgracia y de la muerte. Esa fue la comida que Jesús vivió, aquella tarde, la última que comió antes de morir y resucitar.
Entrando en la oración de su pueblo, recitando este salmo, Jesús le infundió una dimensión "universal". El drama de Israel "desgraciado", oprimido, es el de todo hombre, bajo el peso de su "condición humana"... La acción de gracias de Israel "ante el bien que Dios le ha hecho" es la de todo hombre ante la resurrección prometida. Sí, mañana Jesús morirá. El lo sabe. Judas, durante la comida, abandonó el grupo y se fue a urdir el proceso final. Lejos de hacer un drama de su condición humana, Jesús la afronta libremente, erguida la cabeza: hace un anticipo de su muerte. Tomando el "pan de miseria sin levadura" que está ante El, Jesús dice: "este es mi cuerpo entregado por ¡vosotros!". Luego, tomando la copa de vino dice: "esta es la copa de mi sangre derramada por ¡vosotros y por muchos!" Imaginémonos a Jesús, cantando, no abstractamente, sino en el contexto de esta "vigilia" de su propia muerte "estas palabras admirables: mucho le cuesta el Señor ver morir a los suyos" ¡No! Dios no goza viendo la muerte" Esta hace parte de la condición humana, hace parte de "todo lo que no es Dios"... Por esto es inevitable. Sólo Dios es Dios. Sólo Dios es perfecto. Sólo Dios es eterno. No obstante, la nota dominante en este salmo, y en el alma de Jesús aquella tarde, es la acción de gracias. "¿Cómo podré pagar al Señor todo el bien que me ha hecho? Levantaré la copa de la salvación... Ofreceré el sacrificio de alabanza..." ¿Por qué? Porque Jesús sabe con certeza absoluta que su Padre lo ama: "Mucho le cuesta al Señor ver morir a sus hijos". Y este amor, Jesús lo sabe, será eficaz. Dios no quiere la muerte. Dios salvará de la muerte a los que ama. ¡Sí! Jesús sabe que su muerte, mañana, no será la siniestra zambullida en la nada de que hablan los ateos sino "la entrada en la Casa del Señor" para la eterna alabanza y acción de gracias.
La experiencia mortal de Jesús, es la nuestra, es la de todos los hombres. Toda ideología, toda concepción de la existencia humana que "descuide" este hecho evidente de la muerte (las civilizaciones también ¡son mortales! ¡todo lo que construimos es mortal! ¡Todo lo que hacemos en este mundo está destinado a morir!)... no es una concepción válida para el hombre. El hombre ateo de hoy, lúcidamente, saca esta conclusión inevitable: el mundo es absurdo... Y añadimos: "Si Dios no existe, el hombre tampoco tiene esperanza de vivir..." Vayamos con lucidez hasta las últimas consecuencias. Pero con Israel, con Jesús, somos de los pocos que "creen en Dios". Estamos felices de creer. Y nos atrevemos a pensar que es la única posibilidad de supervivencia que tiene el hombre. Podemos pues con alegría entonar este canto (Noel Quesson).
Benedicto XVI recuerda que s. Pablo cita estas palabras: «teniendo aquel espíritu de fe conforme a lo que está escrito: "Creí, por eso hablé", también nosotros creemos, y por eso hablamos» (2 Cor 4,13): “El apóstol se siente en acuerdo espiritual con el salmista en la serena confianza y en el sincero testimonio, a pesar de los sufrimientos y de las debilidades humanas. Al escribir a los romanos, Pablo retomará el versículo 2 del salmo y trazará la contraposición entre la fidelidad de Dios y la incoherencia del hombre: «Que quede claro que Dios es veraz y todo hombre mentiroso» (Rom 3,4). La tradición sucesiva transformará este canto en una celebración del martirio (Cf. Orígenes) a causa de la mención de «la muerte de sus fieles» (Sal 115,15). O hará de él un texto eucarístico, considerando la referencia a «la copa de la salvación» que el salmista eleva invocando el nombre del Señor (v.13). Este cáliz es identificado por la tradición cristiana con «la copa de la bendición» (1 Cor 10,16), con la «copa de la Nueva Alianza» (11,25; Lc 22,20): expresiones que en el Nuevo Testamento hacen referencia precisamente a la Eucaristía”.
El Salmo 115, con el 114, “constituyen una acción de gracias unitaria, dirigida al Señor que libera de la pesadilla de la muerte. En nuestro texto aparece la memoria de un pasado angustiante: el orante ha mantenido alta la llama de la fe, incluso cuando en sus labios surgía la amargura de la desesperación y de la infelicidad (v.10). Alrededor se elevaba como una cortina helada de odio y de engaño, pues el prójimo se demostraba falso e infiel (v.11). Ahora, sin embargo, la súplica se transforma en gratitud, pues el Señor ha sacado a su fiel del torbellino oscuro de la mentira (v.12). El orante se dispone, por tanto, a ofrecer un sacrificio de acción de gracias en el que se beberá el cáliz ritual, la copa de la libación sagrada que es signo de reconocimiento por la liberación (v.13). La Liturgia, por tanto, es la sede privilegiada en la que se puede elevar la alabanza agradecida al Dios salvador. De hecho, además de mencionarse el rito del sacrificio se hace referencia explícitamente a la asamblea de «de todo el pueblo», ante la cual el orante cumple su voto y testimonia su fe (v.14). En esta circunstancia hará pública su acción de gracias, consciente de que incluso cuando se acerca la muerte, el Señor se inclina sobre él con amor. Dios no es indiferente al drama de su criatura, sino que rompe sus cadenas (v.16). El orante salvado de la muerte se siente «siervo» del Señor, hijo de su esclava, bella expresión oriental con la que se indica que se ha nacido en la misma casa del dueño. El salmista profesa humildemente con alegría su pertenencia a la casa de Dios, a la familia de las criaturas unidas a él en el amor y en la fidelidad. Con las palabras del orante, el salmo concluye evocando nuevamente el rito de acción de gracias que será celebrado en el contexto del templo (vv.17-19). Su oración se situará en el ámbito comunitario. Su vicisitud personal es narrada para que sirva de estímulo para todos a creer y a amar al Señor. En el fondo, por tanto, podemos vislumbrar a todo el pueblo de Dios, mientras da gracias al Señor de la vida, que no abandona al justo en el vientre oscuro del dolor y de la muerte, sino que le guía a la esperanza y a la vida”. San Basilio Magno comenta la pregunta y la respuesta de este Salmo con estas palabras: «"¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación". El salmista ha comprendido los muchos dones recibidos de Dios: del no ser ha sido llevado al ser, ha sido plasmado de la tierra y ha recibido la razón…, ha percibido después la economía de salvación a favor del género humano, reconociendo que el Señor se entregó a sí mismo como redención en lugar nuestro; y busca entre todas las cosas que le pertenecen cuál es el don que puede ser digno del Señor. ¿Qué ofreceré, por tanto, al Señor? No quiere sacrificios ni holocaustos, sino toda mi vida. Por eso dice: "Alzaré la copa de la salvación", llamando cáliz a los sufrimientos en el combate espiritual, a la resistencia ante el pecado hasta la muerte. Es lo que nos enseñó, por otro lado, nuestro salvador en el Evangelio: "Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz"; o cuando les dijo a los discípulos: "¿podéis beber el cáliz que yo he de beber?", refiriéndose claramente a la muerte que aceptaba por la salvación del mundo».
3. Rm 8,31b-34. En todo el cap. Pablo va desarrollando progresivamente el tema de la vida en el Espíritu, hasta estas palabras en las que se nos dice que si ante nuestro pecado deberíamos temer a Dios, en realidad el Padre y Cristo están muy lejos de condenar, quitar todo miedo de nosotros, no con palabras, sino con obras: la redención obrada por la muerte de Jesús. No es un Dios que va espiando los fallos humanos para aplicar rápidamente un castigo: ¡Dios, puesto a salvar, es mucho, infinitamente más fuerte, que el hombre puesto a pecar! Aunque nunca nos quitará la libertad, pero su amor siempre supera nuestro pecado (Federico Pastor). Los hombres siempre andamos exigiéndonos "pruebas de amor". Pero ninguna prueba nos satisface porque no existe ninguna definitiva. Dios se sintió satisfecho de la prueba de Abrahán, porque no se puede pedir más. El Cristo crucificado es prueba de tal calibre que dudar luego de que Dios nos ama sería el colmo de la estupidez. Estamos seguros de muy pocas cosas. De una debemos estarlo del todo: Dios nos ama. Ningún misterio, ningún desconcierto, ni el dolor ni la muerte, deben hacernos dudar de ese amor misterioso. Quien es capaz de morir literalmente por nosotros tiene derecho a nuestra confianza. Y cuando esa confianza encuentre misterios, paredes de oscuridad, no puede cuartearse porque quien lo dio todo no puede dedicarse ahora a jugar al escondite de los olvidos o las negativas. "El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros, ¿cómo no nos dará todo con Él?", dice san Pablo.
4. Mc 9,2-10 (paralelos: Mt 17,1-8; Lc 9,28-36). Como cada año, el evangelio de este domingo nos describe la transfiguración del Señor, orientada a preparar nuestros espíritus para una comprensión más profunda del misterio pascual. Mc es más breve, contiene como elemento propio (aparte del detalle del blanco que nadie puede imitar) la insistencia en el hecho de que los apóstoles no entendieron del todo qué querría decir aquello de resucitar de entre los muertos. La descripción poética y llena de imágenes de la transfiguración, experiencia profunda de fe tenida por los amigos más íntimos de Jesús, refleja un momento de comunicación profunda, tuvieron la impresión de percibir a Jesús en su verdadera identidad y se quedaron pasmados. Fue un instante de éxtasis, que les hizo entrever la realidad gloriosa de Jesús, pero que aún no les mostró toda la profundidad de su misterio. Para llegar a entenderlo, de algún modo, fue necesario el contacto real con la vida, fue necesario que, a través de los sufrimientos y muerte de Jesús -y a través de sus propios sufrimientos y, más adelante, de su propia muerte-, comprendieran que hay que pasar por la muerte para llegar a la vida (cf. el prefacio propio de este domingo), médula de la realidad del misterio pascual. Tampoco nosotros entenderemos qué significa "resucitar" si nos quedamos sólo en el terreno de la fe contemplativa -y es muy posible que, en el nivel teórico, se nos presenten grandes dificultades para aceptar este misterio-. En cambio, si descendemos de la montaña de las ideas a la tierra firme de las realidades diarias, experimentaremos en carne viva lo que significa morir a nosotros mismos y vivir hacia Dios y hacia los hermanos; entenderemos qué es la resurrección (J. Llopis).
Ratzinger comentaba: “En los tres sinópticos la confesión de Pedro y el relato de la transfiguración de Jesús están enlazados entre sí por una referencia temporal. Mateo y Marcos dicen: «Seis días después tomó Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan» (Mt 17, 1; Mc 9, 2). Lucas escribe: «Unos ocho días después.» (Lc 9, 28). Esto indica ante todo que los dos acontecimientos en los que Pedro desempeña un papel destacado están relacionados uno con otro. En un primer momento podríamos decir que, en ambos casos, se trata de la divinidad de Jesús, el Hijo; pero en las dos ocasiones la aparición de su gloria está relacionada también con el tema de la pasión. La divinidad de Jesús va unida a la cruz; sólo en esa interrelación reconocemos a Jesús correctamente. Juan ha expresado con palabras esta conexión interna de cruz y gloria al decir que la cruz es la «exaltación» de Jesús y que su exaltación no tiene lugar más que en la cruz. Pero ahora debemos analizar más a fondo esa singular indicación temporal. Existen dos interpretaciones diferentes, pero que no se excluyen una a otra”. Hay una relación entre la declaración de Pedro a Jesús como hijo de Dios vivo, la Transfiguración y los 8 días de la fiesta de las tiendas (o chozas), que también se pone en relación con la ascensión de Moisés al monte, a su encuentro con Dios.
“Pasemos a tratar ahora del relato de la transfiguración. Allí se dice que Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó a un monte alto, a solas (cf. Mc 9,2). Volveremos a encontrar a los tres juntos en el monte de los Olivos (cf. Mc 14, 33), en la extrema angustia de Jesús, como imagen que contrasta con la de la transfiguración, aunque ambas están inseparablemente relacionadas entre sí. No podemos dejar de ver la relación con Éxodo 24, donde Moisés lleva consigo en su ascensión a Aarón, Nadab y Abihú, además de los setenta ancianos de Israel. / De nuevo nos encontramos —como en el Sermón de la Montaña y en las noches que Jesús pasaba en oración— con el monte como lugar de máxima cercanía de Dios; de nuevo tenemos que pensar en los diversos montes de la vida de Jesús como en un todo único: el monte de la tentación, el monte de su gran predicación, el monte de la oración, el monte de la transfiguración, el monte de la angustia, el monte de la cruz y, por último, el monte de la ascensión, en el que el Señor —en contraposición a la oferta de dominio sobre el mundo en virtud del poder del demonio— dice: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28, 18). Pero resaltan en el fondo también el Sinaí, el Horeb, el Moria, los montes de la revelación del Antiguo Testamento, que son todos ellos al mismo tiempo montes de la pasión y montes de la revelación y, a su vez, señalan al monte del templo, en el que la revelación se hace liturgia. / En la búsqueda de una interpretación, se perfila sin duda en primer lugar sobre el fondo el simbolismo general del monte: el monte como lugar de la subida, no sólo externa, sino sobre todo interior; el monte como liberación del peso de la vida cotidiana, como un respirar en el aire puro de la creación; el monte que permite contemplar la inmensidad de la creación y su belleza; el monte que me da altura interior y me hace intuir al Creador. La historia añade a estas consideraciones la experiencia del Dios que habla y la experiencia de la pasión, que culmina con el sacrificio de Isaac, con el sacrificio del cordero, prefiguración del Cordero definitivo sacrificado en el monte Calvario. Moisés y Elías recibieron en el monte la revelación de Dios; ahora están en coloquio con Aquel que es la revelación de Dios en persona.
«Y se transfiguró delante de ellos», dice simplemente Marcos, y añade, con un poco de torpeza y casi balbuciendo ante el misterio: «Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo» (9,2s). Mateo utiliza ya palabras de mayor aplomo: «Su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz» (17,2). Lucas es el único que había mencionado antes el motivo de la subida: subió «a lo alto de una montaña, para orar»; y, a partir de ahí, explica el acontecimiento del que son testigos los tres discípulos: «Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blanco» (9,29). La transfiguración es un acontecimiento de oración; se ve claramente lo que sucede en la conversación de Jesús con el Padre: la íntima compenetración de su ser con Dios, que se convierte en luz pura. En su ser uno con el Padre, Jesús mismo es Luz de Luz. En ese momento se percibe también por los sentidos lo que es Jesús en lo más íntimo de sí y lo que Pedro trata de decir en su confesión: el ser de Jesús en la luz de Dios, su propio ser luz como Hijo. / Aquí se puede ver tanto la referencia a la figura de Moisés como su diferencia: «Cuando Moisés bajó del monte Sinaí... no sabía que tenía radiante la piel de la cara, de haber hablado con el Señor» (Ex 34,29). Al hablar con Dios su luz resplandece en él y al mismo tiempo, le hace resplandecer. Pero es, por así decirlo, una luz que le llega desde fuera, y que ahora le hace brillar también a él. Por el contrario, Jesús resplandece desde el interior, no sólo recibe la luz, sino que Él mismo es Luz de Luz. / Al mismo tiempo, las vestiduras de Jesús, blancas como la luz durante la transfiguración, hablan también de nuestro futuro. En la literatura apocalíptica, los vestidos blancos son expresión de criatura celestial, de los ángeles y de los elegidos. Así, el Apocalipsis de Juan habla de los vestidos blancos que llevarán los que serán salvados (cf. sobre todo 7,9.13; 19,14). Y esto nos dice algo más: las vestiduras de los elegidos son blancas porque han sido lavadas en la sangre del Cordero (cf. Ap 7,14). Es decir, porque a través del bautismo se unieron a la pasión de Jesús y su pasión es la purificación que nos devuelve la vestidura original que habíamos perdido por el pecado (cf. Lc 15,22). A través del bautismo nos revestimos de luz con Jesús y nos convertimos nosotros mismos en luz.
Ahora aparecen Moisés y Elías hablando con Jesús. Lo que el Resucitado explicará a los discípulos en el camino hacia Emaús es aquí una aparición visible. La Ley y los Profetas hablan con Jesús, hablan de Jesús. Sólo Lucas nos cuenta —al menos en una breve indicación— de qué hablaban los dos grandes testigos de Dios con Jesús: «Aparecieron con gloria; hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén» (9, 31). Su tema de conversación es la cruz, pero entendida en un sentido más amplio, como el éxodo de Jesús que debía cumplirse en Jerusalén. La cruz de Jesús es éxodo, un salir de esta vida, un atravesar el «mar Rojo» de la pasión y un llegar a su gloria, en la cual, no obstante, quedan siempre impresos los estigmas. / Con ello aparece claro que el tema fundamental de la Ley y los Profetas es la «esperanza de Israel», el éxodo que libera definitivamente; que, además, el contenido de esta esperanza es el Hijo del hombre que sufre y el siervo de Dios que, padeciendo, abre la puerta a la novedad y a la libertad. Moisés y Elías se convierten ellos mismos en figuras y testimonios de la pasión. Con el Transfigurado hablan de lo que han dicho en la tierra, de la pasión de Jesús; pero mientras hablan de ello con el Transfigurado aparece evidente que esta pasión trae la salvación; que está impregnada de la gloria de Dios, que la pasión se transforma en luz, en libertad y alegría. / En este punto hemos de anticipar la conversación que los tres discípulos mantienen con Jesús mientras bajan del «monte alto». Jesús habla con ellos de su futura resurrección de entre los muertos, lo que presupone obviamente pasar primero por la cruz. Los discípulos, en cambio, le preguntan por el regreso de Elías anunciado por los escribas. Jesús les dice al respecto: «Elías vendrá primero y lo restablecerá todo. Ahora, ¿por qué está escrito que el Hijo del hombre tiene que padecer mucho y ser despreciado? Os digo que Elías ya ha venido y han hecho con él lo que han querido, como estaba escrito de él» (Mc 9,9-13). Jesús confirma así, por una parte, la esperanza en la venida de Elías, pero al mismo tiempo corrige y completa la imagen que se habían hecho de todo ello. Identifica al Elías que esperan con Juan el Bautista, aun sin decirlo: en la actividad del Bautista ha tenido lugar la venida de Elías. / Juan había venido para reunir a Israel y prepararlo para la llegada del Mesías. Pero si el Mesías mismo es el Hijo del hombre que padece, y sólo así abre el camino hacia la salvación, entonces también la actividad preparatoria de Elías ha de estar de algún modo bajo el signo de la pasión. Y, en efecto: «Han hecho con él lo que han querido, como estaba escrito de él» (Mc 9,13). Jesús recuerda aquí, por un lado, el destino efectivo del Bautista, pero con la referencia a la Escritura hace alusión también a las tradiciones existentes, que predecían un martirio de Elías: Elías era considerado «como el único que se había librado del martirio durante la persecución; a su regreso... también él debe sufrir la muerte» (Pesch). / De este modo, la esperanza en la salvación y la pasión son asociadas entre sí, desarrollando una imagen de la redención que, en el fondo, se ajusta a la Escritura, pero que comporta una novedad revolucionaria respecto a las esperanzas que se tenían: con el Cristo que padece, la Escritura debía y debe ser releída continuamente. Siempre tenemos que dejar que el Señor nos introduzca de nuevo en su conversación con Moisés y Elías; tenemos que aprender continuamente a comprender la Escritura de nuevo a partir de Él, el Resucitado.
Volvamos a la narración de la transfiguración. Los tres discípulos están impresionados por la grandiosidad de la aparición. El «temor de Dios» se apodera de ellos, como hemos visto que sucede en otros momentos en los que sienten la proximidad de Dios en Jesús, perciben su propia miseria y quedan casi paralizados por el miedo. «Estaban asustados», dice Marcos (9, 6). Y entonces toma Pedro la palabra, aunque en su aturdimiento «... no sabía lo que decía» (9, 6): «Maestro. ¡Qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (9, 5). / Se ha debatido mucho sobre estas palabras pronunciadas, por así decirlo, en éxtasis, en el temor, pero también en la alegría por la proximidad de Dios. ¿Tienen que ver con la fiesta de las Tiendas, en cuyo día final tuvo lugar la aparición? Hartmut Gese lo discute y opina que el auténtico punto de referencia en el Antiguo Testamento es Éxodo 33, 7ss, donde se describe la «ritualización del episodio del Sinaí»: según este texto, Moisés montó «fuera del campamento» la tienda del encuentro, sobre la que descendió después la columna de nube. Allí el Señor y Moisés hablaron «cara a cara, como habla un hombre con su amigo» (33, 11). Por tanto, Pedro querría aquí dar un carácter estable al evento de la aparición levantando también tiendas del encuentro; el detalle de la nube que cubrió a los discípulos podría confirmarlo. Podría tratarse de una reminiscencia del texto de la Escritura antes citado; tanto la exégesis judía como la paleocristiana conocen una encrucijada en la que confluyen diversas referencias a la revelación, complementándose unas a otras. Sin embargo, el hecho de que debían construirse tres tiendas contrasta con una referencia de semejante tipo o, al menos, la hace parecer secundaria…” la fiesta de las tiendas o chozas tiene un significado escatológico, y tiene relación también con la encarnación, cuando Dios “planta su tienda”. Además, hace relación con la cruz… “Al bajar del monte Pedro debe aprender a comprender de un modo nuevo que el tiempo mesiánico es, en primer lugar, el tiempo de la cruz y que la transfiguración —ser luz en virtud del Señor y con Él— comporta nuestro ser abrasados por la luz de la pasión.
«Se formó una nube que los cubrió y una voz salió de la nube: Éste es mi Hijo amado; escuchadlo» (Mc 9,7). La nube sagrada, es el signo de la presencia de Dios mismo, la shekiná. La nube sobre la tienda del encuentro indicaba la presencia de Dios. Jesús es la tienda sagrada sobre la que está la nube de la presencia de Dios y desde la cual cubre ahora «con su sombra» también a los demás. Se repite la escena del bautismo de Jesús, cuando el Padre mismo proclama desde la nube a Jesús como Hijo: «Tú eres mi Hijo amado, mi preferido» (Mc 1, 11). Pero a esta proclamación solemne de la dignidad filial se añade ahora el imperativo: «Escuchadlo». Aquí se aprecia de nuevo claramente la relación con la subida de Moisés al Sinaí que hemos visto al principio como trasfondo de la historia de la transfiguración. Moisés recibió en el monte la Torá, la palabra con la enseñanza de Dios. Ahora se nos dice, con referencia a Jesús: «Escuchadlo». Hartmut Gese comenta esta escena de un modo bastante acertado: «Jesús se ha convertido en la misma Palabra divina de la revelación. Los Evangelios no pueden expresarlo más claro y con mayor autoridad: Jesús es la Torá misma» (p. 81). Con esto concluye la aparición: su sentido más profundo queda recogido en esta única palabra. Los discípulos tienen que volver a descender con Jesús y aprender siempre de nuevo: «Escuchadlo».
Si aprendemos a interpretar así el contenido del relato de la transfiguración —como irrupción y comienzo del tiempo mesiánico—, podemos entender también las oscuras palabras que Marcos incluye entre la confesión de Pedro y la instrucción sobre el discipulado, por un lado, y el relato de la transfiguración, por otro: «Y añadió: "Os aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán hasta que vean venir con poder el Reino de Dios"» (9, 1). ¿Qué significa esto? ¿Anuncia Jesús quizás que algunos de los presentes seguirán con vida en su Parusía, en la irrupción definitiva del Reino de Dios? ¿O acaso preanuncia otra cosa?
Rudolf Pesch (II 2, p. 66s) ha mostrado convincentemente que la posición de estas palabras justo antes de la transfiguración indica claramente que se refieren a este acontecimiento. Se promete a algunos —los tres que acompañan a Jesús en la ascensión al monte— que vivirán una experiencia de la llegada del Reino de Dios «con poder». En el monte, los tres ven resplandecer en Jesús la gloria del Reino de Dios. En el monte los cubre con su sombra la nube sagrada de Dios. En el monte —en la conversación de Jesús transfigurado con la Ley y los Profetas— reconocen que ha llegado la verdadera fiesta de las Tiendas. En el monte experimentan que Jesús mismo es la Torá viviente, toda la Palabra de Dios. En el monte ven el «poder» (dynamis) del reino que llega en Cristo.
La tentación de "hacer tres tiendas" está siempre presente. Es curioso que el hombre se preocupe siempre por construirle una casa a Dios, cuando el mismo Dios ha bajado a la tierra para vivir en las casas de los hombres. Dios no tiene tanta necesidad de metros cuadrados para iglesias como de acogida en el corazón humano. Dios no quiere vivir en un "hotel para dioses" relegado como nuestros ancianos, en una especie de parkings. Dios quiere vivir en familia con los hombres, andar entre sus pucheros. Por ambientados que estén nuestros templos, siempre le resultarán fríos a un Dios que busca el cobijo de los hombres. El Dios-con-nosotros no puede quedar en una especie de producto situado en un mercado al que se acude cuando se necesitan servicios religiosos. Dios no es un objeto de consumo. Él es la vida misma del hombre, pero nosotros nos empeñamos en confinarlo en su casa en lugar de tenerlo como compañero continuo en el camino de la vida. El Dios de Jesús no se mantiene en alturas celestiales, sino que nos señala en dirección al mundo y quiere que como él nos encarnemos -valga la expresión- en nuestra propia carne. Además de nuestra condición de hombres, hay algo que refuerza nuestro interés por el mundo: nuestra fe. "Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez los gozos y las esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo" (G.S. núm. 1; “Eucaristía 1985”).
Cristo, en el Tabor, realiza una denuncia y un anuncio. Denuncia de cualquier realización humana que se entiende a si misma como definitiva. "Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías" (Mc. 9, 5). Anuncio de un futuro que todavía no ha llegado, pero que se hace presente en la esperanza, anticipándose como motivo del quehacer humano en la historia. Anuncio del misterio pascual: muerte y resurrección. Esta esperanza, en la que se vive el futuro, nos mueve a la responsabilidad y compromiso en el mundo, porque este mundo no está acabado, no está plenamente realizado, ya que "esta" realización concreta -personal o social- no es la salvación definitiva, aunque está sometida al señorío de Dios en Jesús. Se habrá llegado al fin, cuando acontezca la victoria definitiva de Jesús, el Señor, sobre los poderes de este mundo.
El mensaje de la transfiguración de Cristo cierra el paso a todo inmovilismo, a todo triunfalismo satisfecho por lo ya conseguido, a toda consecución paralizante de la dinamicidad que lleva consigo la esperanza de lo definitivo, y desafiante del señorío de Dios en Cristo.
No acepta el señorío de Dios el hombre que, complacido en sus consecuciones y realizaciones, cualesquiera que éstas sean, se considera plenamente acabado, cerrando así todo futuro posible como enriquecedor de su persona, porque absolutiza el fruto de su quehacer. Rechaza el señorío de Dios la sociedad que, habiendo alcanzado una situación determinada de desarrollo económico, de orden, paz y tranquilidad, mejores que en etapas anteriores de su existencia, se sitúa como perfecta y definitiva, provocando el inmovilismo e impidiendo toda consecución ulterior, por considerarla "desordenada", peligrosa y mala. Esta sociedad se ha divinizado, y ha olvidado la obediencia al "único" Señor, como exigencia básica de la fe. No puede ni llamarse, ni hacerse llamar cristiana (“Eucaristía 1973”).
Como Abraham, como los apóstoles y como Jesús, ascendamos hoy a la montaña que nos levanta por encima de la vida rutinaria, para descubrir, día a día, nuevos destellos del Reino de Dios (Santos Benetti).
domingo, 4 de marzo de 2012
viernes, 2 de marzo de 2012
Cuaresma I, sábado: Amar es la ley de los hijos
Cuaresma I, sábado: Amar es la ley de los hijos
Libro del Deuteronomio 26, 16-19: Moisés habló al pueblo diciendo: “Hoy el Señor tu Dios te manda que cumplas estas leyes y decretos. Guárdalos y cúmplelos con todo el corazón y con toda el alma.
Hoy te has comprometido con el Señor a que Él sea tu Dios; a ir por sus caminos; a observar sus leyes...; y a escuchar su voz.
Y hoy el Señor se compromete a que seas su pueblo propio, como te lo había prometido... Él te elevará por encima de todas las naciones que ha hecho, en gloria, renombre y esplendor...”
Texto del Evangelio (Mt 5, 43-48): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo”. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial».
Comentario: Las palabras de amistad entre Yahvé y su pueblo elegido tienen expresiones de intimidad y mutuo compromiso admirables y de gran ternura. La gracia y la benevolencia de Dios se realizan en la humanidad de forma histórica y concreta. Dios quiere manifestar su amor por los hombres, amando y siendo fiel a un pueblo, Israel; éste, a su vez, se compromete a ser obediente a la Ley de Dios. Se establece una especie de contrato bilateral, compromiso mutuo de dos libertades (vv. 17-18): "Yo seré tu Dios (v. 17) y tú serás mi pueblo propio" (vv. 18-19) El pueblo se había apartado de su Dios, y tenía necesidad de tener un corazón de carne y no un corazón de piedra (Jer 31) para responder a la acción de Dios. Se prepara así ya la encarnación: no se salvará al hombre sin el hombre y sin una fidelidad total a la condición humana (Maertens-Frisque). Se prepara así la Iglesia, pueblo de Dios creado en el momento en que es elegido.
Seguiremos el comentario de Ratzinger a las lecturas de este día: “Con la oración del sábado volvemos al principio de la semana. El centro de esta oración es la palabra «Converte». Aparece así de nuevo el hilo conductor, el objetivo de la Cuaresma: la conversión. Todos los textos de la Cuaresma no son más que interpretaciones y aplicaciones de esta realidad, de la que todo depende en nuestra vida”.
1. Como el lunes, le pedimos a Dios el don de la conversión, con las palabras «Pater aeterne». “La oración señala la dirección de la conversión: queremos volver a la casa del Padre; la conversión es un retorno. En la conversión buscamos al Padre, la casa del Padre, la patria”. Todos necesitamos un hogar, una patria. “Con estas palabras, la oración alude a la descripción clásica del camino de la conversión, a la parábola del hijo pródigo. El joven de la parábola no se limita a emigrar solamente; su alma, y no sólo su cuerpo, vive en una «tierra lejana». Víctima de su arrogancia, perdida la verdad de su ser, se ha exiliado, ha salido fuera de la casa paterna. Olvidado de Dios y de sí mismo, vive lejos del Padre, en la «regio disimilitudinis», como dicen los Padres; en las tinieblas de la muerte. La vida fuera de la verdad es camino que conduce a la muerte. En consecuencia, también el retorno a la patria comienza por una peregrinación interior: el hijo encuentra de nuevo la verdad”. Juan Pablo II decía: «Semejante visión en la verdad constituye la auténtica humildad» (Dives in misericordia IV, 6). Se trata de un viaje interior que llega a su término en la confesión: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti». La conversión es un «obrar la verdad», afirma San Agustín, interpretando a San Juan: «El que obra la verdad viene a la luz» (Jn 3,21). “El reconocimiento de la verdad se realiza en la confesión; en la confesión venimos a la luz; en la confesión, que ya se ha hecho realidad en tierra lejana, el hijo cubre la distancia, salva el abismo que le separa de la patria; en virtud de la confesión entra de nuevo en la verdad y, en consecuencia, en el amor del Padre, el cual ama la verdad, es la verdad: el amor del Padre abre definitivamente las puertas de la verdad”.
La figura del hermano mayor es enigmática, hay quien habla de la parábola de los dos hermanos (como también se llama la parábola del padre misericordioso, pues es una imagen de Dios). “Con la figura de los dos hermanos, el texto se sitúa en la estela de una larga historia bíblica, que se inicia con el relato de Caín y Abel, continúa con los hermanos Isaac e Ismael, Jacob y Esaú, y es interpretada de nuevo en diferentes parábolas de Jesús. En la predicación de Jesús, la figura de los dos hermanos refleja, ante todo, el problema de la relación Israel-paganos. En esta parábola, es fácil descubrir el mundo pagano en la figura del hijo más joven, que ha dilapidado su vida lejos de Dios”. La carta a los Efesios, por ejemplo, dice a los paganos: «Vosotros, que estabais lejos» (2,17). La descripción de los pecados del mundo pagano en el primer capítulo de la carta a los Romanos parece evocar los vicios del hijo pródigo. “Por otra parte, no es difícil ver en el hijo mayor al pueblo elegido, a Israel, que siempre ha permanecido fiel en la casa del Padre”. Es Israel el que expresa su amargura en el momento de la vocación de los paganos, que están exentos de las obligaciones de la Ley: «Hace ya tantos años que te sirvo sin jamás haber traspasado tus mandatos» (Lc 15,29). Es Israel el que se indigna y se niega a participar en las bodas del hijo con la Iglesia. La misericordia de Dios invita a Israel, suplica a Israel que entre, con las palabras: «Hijo, tú estás siempre conmigo, y todos mis bienes tuyos son» (v.31).
“Pero es todavía más amplio el significado de este hermano mayor. En cierto sentido, representa al hombre fiel; es decir, representa a aquellos que se han mantenido al lado del Padre y no han transgredido sus mandamientos. Con la vuelta del pecador se enciende la envidia, aparece el veneno hasta entonces oculto en el fondo de sus almas. ¿Por qué esta envidia? La envidia revela que muchos de estos «fieles» ocultan también en su corazón el deseo de la tierra lejana y de sus promesas. La envidia muestra que semejantes personas no han llegado a comprender realmente la belleza de la patria, la felicidad que se expresa en las palabras «todos mis bienes tuyos son», la libertad del que es hijo y propietario; así se hace patente que también ellos desean secretamente la felicidad de la tierra lejana; que, con el deseo, han salido ya hacia esa tierra, y no lo saben ni lo quieren reconocer. La pérdida de la verdad es en este caso muy peligrosa: no se percibe la urgencia de la conversión. Y, a lo último, no entran a la fiesta; al final se quedan fuera”. Este es el sentido de estas palabras tremendas: «Y tú, Cafarnaúm, ¿te levantarás hasta el cielo? Hasta el infierno serás precipitada. Porque si en Sodoma se hubieran realizado los milagros obrados en ti, hasta hoy subsistiría. Así, pues, os digo que el país de Sodoma será tratado con menos rigor que tú el día del juicio» (Mt 11,23-24).
“La figura del hermano mayor nos obliga a hacer examen de conciencia; esta figura nos hace comprender la reinterpretación del Decálogo en el Sermón de la Montaña. No sólo nos aleja de Dios el adulterio exterior, sino también el interior; se puede permanecer en casa y, al mismo tiempo, salir de ella. De este modo comprendemos también la «abundancia», la estructura de la justicia cristiana, cuya piedra de toque es el «no» a la envidia, el «sí» a la misericordia de Dios, la presencia de esta misericordia en nuestra misericordia fraterna” (lo hemos destacado, pues es de suma importancia).
2. Siguiendo la colecta de hoy (también en su redacción anterior) vemos que conversión es descubrimiento de la primacía de Dios. «Operi Dei nihil praeponatur»; este axioma de San Benito no se refiere únicamente a los monjes, sino que debe constituirse en regla de vida para todo hombre. “Donde se reconoce a Dios con todo el corazón, donde se tributa a Dios el honor debido, también el hombre halla su centro. La definición, tanto del paraíso como de la ciudad nueva, es la presencia de Dios, el habitar con Dios, el vivir en la luz de la gloria de Dios, en la luz de la verdad”. Cuando ponemos a Dios primero, todo tiene su lugar, no se absolutiza ningún sentimiento nocivo: «Buscad primero el reino y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura» (Mt 6,33).
El ateísmo es deshumanizador: “Es ésta una regla que me parece sumamente importante en la situación que vivimos hoy. Ante la miseria ingente que sufren tantos países del Tercer Mundo, muchos, incluso buenos cristianos, piensan que hoy ya no es posible atenerse a este mandato; piensan que ha de diferirse durante un cierto tiempo el anuncio de la fe, el culto y la adoración, y tratar primero de dar solución a los problemas humanos. Pero con semejante inversión crecen los problemas, se incrementa la miseria. Dios es y será siempre la necesidad primera del hombre, de suerte que allí donde se pone entre paréntesis la presencia de Dios, se despoja al hombre de su humanidad, se cae en la tentación del diablo en el desierto y, a la postre, no se salva al hombre, sino que se le destruye”.
La primacía de Dios alude en nuestra oración de hoy al relato de Marta y María: «Porro unum est necessarium» (Lc 10,42) –una cosa sola es necesaria: del estar con el Señor, de la escucha de su palabra, del «buscad primero el reino de Dios», salen las obras de amor y el trabajo para la renovación del mundo.
3. Era tradición de la Iglesia que la primera semana de Cuaresma fuera la semana de las Cuatro Témporas de primavera. “Las Cuatro Témporas representan una tradición peculiar de la Iglesia de Roma; sus raíces se encuentran, por una parte, en el Antiguo Testamento -donde, por ejemplo, el profeta Zacarías habla de cuatro tiempos de ayuno a lo largo del año-, y por otra, en la tradición de la Roma pagana, cuyas fiestas de la siembra y de la recolección han dejado su huella en estos días. Se nos ofrece así una hermosa síntesis de creación y de historia bíblica, síntesis que es un signo de la verdadera catolicidad. Al celebrar estos días, recibimos el año de manos del Señor; recibimos nuestro tiempo del Creador y Redentor, y confiamos a su bondad siembras y cosechas, dándole gracias por el fruto de la tierra y de nuestro trabajo. La celebración de las Cuatro Témporas refleja el hecho de que «la expectación ansiosa de la creación está esperando la manifestación de los hijos de Dios» (Rom 8,19). A través de nuestra plegaria, la creación entra en la Eucaristía, contribuye a la glorificación de Dios.
Las Cuatro Témporas recibieron en el siglo V una nueva dimensión significativa; pasaron a ser fiestas de la recolección espiritual de la Iglesia, celebración de las ordenaciones sagradas. Tiene un sentido profundo el orden de las estaciones correspondientes a estos tres días: miércoles, Santa María la Mayor; viernes, Los doce Apóstoles; sábado, San Pedro. En el primer día, la Iglesia presenta los ordenandos a la Virgen, a la Iglesia en persona. Al meditar en este gesto, nos viene a la memoria la plegaria mariana del siglo III: «Sub tuum praesidium confugimus», Bajo tu amparo nos acogemos. La Iglesia confía sus ministros a la Madre: «He ahí a tu madre». Estas palabras del Crucificado nos animan a buscar refugio junto a la Madre. Bajo el manto de la Virgen estamos seguros. En todas nuestras dificultades podemos acudir siempre, con una confianza sin límites, a nuestra Madre. Este gesto del miércoles de las Cuatro Témporas se refiere a nosotros. Como ministros de la Iglesia, somos «asumidos» en virtud de este ofrecimiento que representa el verdadero principio de nuestra ordenación. Confiando en la Madre, nos atrevemos a abrazar nuestro servicio”.
La primera semana de Cuaresma es la semana de la siembra. “Confiamos a la bondad de Dios los frutos de la tierra y el trabajo de los hombres, para que todos reciban el pan cotidiano y la tierra se vea libre del azote del hambre. Confiamos también a la bondad de Dios la siembra de la palabra, para que reviva en nosotros el don de Dios, que hemos recibido por la imposición de las manos del obispo (2 Tim 1,6) en la sucesión de los Apóstoles, en la unidad con Pedro. Damos gracias a Dios porque nos ha protegido siempre en las tentaciones y dificultades, y le pedimos, con las palabras de la oración de la comunión, que nos otorgue su favor, es decir, su amor eterno, Él mismo, el don del Espíritu Santo, y que nos conceda también el consuelo temporal que nuestra frágil naturaleza necesita”. Oramos bajo el manto de la Madre. Oramos con la confianza de los hijos. Permanecen vigentes las palabras del Redentor: «Confiad; yo he vencido al mundo» (Jn 16,33; cf. Joseph Ratzinger, “El camino pascual”, pp. 59-65).
4. El evangelio de hoy nos pone delante un ejemplo muy concreto de este estilo de vida que Dios quiere de nosotros. Jesús nos presenta su programa: amar incluso a nuestros enemigos (la expresión “odiar a los enemigos no venía en la ley de Moisés, sino que era de la interpretación rabínica, que Jesús desmonta). “El pasaje recapitula las enseñanzas anteriores. El Señor llega a establecer que el cristiano no tiene enemigos personales” (Biblia de Navarra, com. ad loc.). La expresión final «sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo» está citada en Lumen gentium 40 como el reclamo divino a la llamada universal a la santidad, aunque no se refiere el contexto tanto a tener el poder de Dios sino a beber de su amor y misericordia: ése es el sentido profundo de la santidad, que es exigente: incluye amar a todos, ser misericordiosos y entregados por los demás, y poner buena cara incluso a los que ni nos saludan. «La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma» (entrada), y «dichoso el que camina en la voluntad del Señor» (salmo). ¿Cuál? Participar de la misericordia divina: «Si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis?... Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (evangelio).
Amar no solo es aceptar las diferencias... La propuesta de Jesús contrasta las actitudes muy radicalmente: amar, hacer el bien y orar antes que todo en relación a los enemigos, a quienes nos aborrecen y a quienes nos persiguen.
“Dios promulgó en el Sinaí su voluntad a Israel. Allí mostró al pueblo, en razón de su camino incipiente de principiantes, el boceto de su divino querer. Como el bulbo de una azucena, que necesita desarrollo y madurez, para convertirse en una flor, así la ley del Señor estaba aún en embrión. Jesús va a actuar como un pintor que, aplicando los colores sobre un boceto hecho al carbón, (Teofilacto), no sólo no destruye el boceto, sino que lo completa, lo perfecciona, lo embellece, y le da mayor realismo. Jesús rejuvenece la Ley Antigua, (Fillion) que, aparte de ser camino de principiantes, había sido deformada por un rabinismo leguleyo, y había degenerado en un formalismo rudimentario, que con frecuencia sólo exigía actos externos. Jesús nos ha enseñado el proyecto de Dios para el hombre, que ya promulgado en el Sinaí, necesitaba desarrollo, progreso y madurez. Necesitaba amor: "No he venido a abolir la ley, sino a perfeccionarla" (Mt 5,17). Lo que era semilla, lo desarrolló y se convirtió en árbol: lo que era flor, lo transformó en fruto. Jesús dirigió su mirada, más que a los actos, al corazón en sentido bíblico, que es todo el ser interior del hombre, porque "del corazón salen las malas ideas: los homicidios, adulterios, inmoralidades, robos, testimonios falsos, calumnias". "Habéis oído que se dijo: "Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo os digo: Amad a vuestros enemigos. Haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que os persiguen y calumnian" (Mt 5,45. Parece que Jesús nos señala un camino inalcanzable. Y es verdad si contamos con las fuerzas solas de la naturaleza humana, que sólo siente inclinación a amar a los que le aman y conceder favores a los amigos. Por eso Jesús dice que así todavía somos paganos. Aún no somos discípulos suyos. No nos hemos convertido. ¿Cómo poder hacer lo que nos propone? Él derrama su Espíritu sobre nosotros para que poco a poco vayamos amando como Él, con su fuerza y energía. En un mundo atacado por la peste de la guerra e infectado de odio, orgullo y revancha, ¡cuánta falta hacen bautizados convertidos, hombres de amor!
En la adhesión del hombre a la voluntad de Dios, consiste su felicidad. Por eso el salmista canta: "Dichoso el que con vida intachable camina en la voluntad del Señor. Muéstrame, Señor, el camino de tus leyes, y lo seguiré puntualmente; enséñame a cumplir tu voluntad y a guardarla de todo corazón" (Salmo 118: J. Martí Ballester).
“El Evangelio nos exhorta al amor más perfecto. Amar es querer el bien del otro y en esto se basa nuestra realización personal. No amamos para buscar nuestro bien, sino por el bien del amado, y haciéndolo así crecemos como personas” (Juan Costa Bou). El ser humano, afirmó el Concilio Vaticano II, “no puede encontrar su plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás”, y añadía Juan Pablo II, «el hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente».
“¿Cómo tirar piedras contra nuestros enemigos si en el fondo nosotros nos parecemos a ellos? Ver al prójimo en su intimidad, llegar hasta el fondo de su alma es considerar que tantas veces no es tal vez verdadera maldad la suya, sino fatalidad, herencia, miseria humana. Vernos a nosotros por dentro es percibir que también lo nuestro es muchas veces maldad y miseria humana. Compartimos todos la culpa y miseria común de la humanidad. Es verdad que algunos asesinan con las manos, pero nosotros tal vez asesinamos con el corazón.
Hubo alguien que en la vida no devolvió mal por mal, injuria por injuria, insulto por insulto. Hubo alguien que de esta manera llenó el mundo de luminosidad y bondad. Volvamos los ojos a Él, fijemos nuestra mirada en Él. De seguro que algo comenzará a ser de otra manera en nuestra vida.” (P. Gª Barriuso cmf)
Libro del Deuteronomio 26, 16-19: Moisés habló al pueblo diciendo: “Hoy el Señor tu Dios te manda que cumplas estas leyes y decretos. Guárdalos y cúmplelos con todo el corazón y con toda el alma.
Hoy te has comprometido con el Señor a que Él sea tu Dios; a ir por sus caminos; a observar sus leyes...; y a escuchar su voz.
Y hoy el Señor se compromete a que seas su pueblo propio, como te lo había prometido... Él te elevará por encima de todas las naciones que ha hecho, en gloria, renombre y esplendor...”
Texto del Evangelio (Mt 5, 43-48): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo”. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial».
Comentario: Las palabras de amistad entre Yahvé y su pueblo elegido tienen expresiones de intimidad y mutuo compromiso admirables y de gran ternura. La gracia y la benevolencia de Dios se realizan en la humanidad de forma histórica y concreta. Dios quiere manifestar su amor por los hombres, amando y siendo fiel a un pueblo, Israel; éste, a su vez, se compromete a ser obediente a la Ley de Dios. Se establece una especie de contrato bilateral, compromiso mutuo de dos libertades (vv. 17-18): "Yo seré tu Dios (v. 17) y tú serás mi pueblo propio" (vv. 18-19) El pueblo se había apartado de su Dios, y tenía necesidad de tener un corazón de carne y no un corazón de piedra (Jer 31) para responder a la acción de Dios. Se prepara así ya la encarnación: no se salvará al hombre sin el hombre y sin una fidelidad total a la condición humana (Maertens-Frisque). Se prepara así la Iglesia, pueblo de Dios creado en el momento en que es elegido.
Seguiremos el comentario de Ratzinger a las lecturas de este día: “Con la oración del sábado volvemos al principio de la semana. El centro de esta oración es la palabra «Converte». Aparece así de nuevo el hilo conductor, el objetivo de la Cuaresma: la conversión. Todos los textos de la Cuaresma no son más que interpretaciones y aplicaciones de esta realidad, de la que todo depende en nuestra vida”.
1. Como el lunes, le pedimos a Dios el don de la conversión, con las palabras «Pater aeterne». “La oración señala la dirección de la conversión: queremos volver a la casa del Padre; la conversión es un retorno. En la conversión buscamos al Padre, la casa del Padre, la patria”. Todos necesitamos un hogar, una patria. “Con estas palabras, la oración alude a la descripción clásica del camino de la conversión, a la parábola del hijo pródigo. El joven de la parábola no se limita a emigrar solamente; su alma, y no sólo su cuerpo, vive en una «tierra lejana». Víctima de su arrogancia, perdida la verdad de su ser, se ha exiliado, ha salido fuera de la casa paterna. Olvidado de Dios y de sí mismo, vive lejos del Padre, en la «regio disimilitudinis», como dicen los Padres; en las tinieblas de la muerte. La vida fuera de la verdad es camino que conduce a la muerte. En consecuencia, también el retorno a la patria comienza por una peregrinación interior: el hijo encuentra de nuevo la verdad”. Juan Pablo II decía: «Semejante visión en la verdad constituye la auténtica humildad» (Dives in misericordia IV, 6). Se trata de un viaje interior que llega a su término en la confesión: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti». La conversión es un «obrar la verdad», afirma San Agustín, interpretando a San Juan: «El que obra la verdad viene a la luz» (Jn 3,21). “El reconocimiento de la verdad se realiza en la confesión; en la confesión venimos a la luz; en la confesión, que ya se ha hecho realidad en tierra lejana, el hijo cubre la distancia, salva el abismo que le separa de la patria; en virtud de la confesión entra de nuevo en la verdad y, en consecuencia, en el amor del Padre, el cual ama la verdad, es la verdad: el amor del Padre abre definitivamente las puertas de la verdad”.
La figura del hermano mayor es enigmática, hay quien habla de la parábola de los dos hermanos (como también se llama la parábola del padre misericordioso, pues es una imagen de Dios). “Con la figura de los dos hermanos, el texto se sitúa en la estela de una larga historia bíblica, que se inicia con el relato de Caín y Abel, continúa con los hermanos Isaac e Ismael, Jacob y Esaú, y es interpretada de nuevo en diferentes parábolas de Jesús. En la predicación de Jesús, la figura de los dos hermanos refleja, ante todo, el problema de la relación Israel-paganos. En esta parábola, es fácil descubrir el mundo pagano en la figura del hijo más joven, que ha dilapidado su vida lejos de Dios”. La carta a los Efesios, por ejemplo, dice a los paganos: «Vosotros, que estabais lejos» (2,17). La descripción de los pecados del mundo pagano en el primer capítulo de la carta a los Romanos parece evocar los vicios del hijo pródigo. “Por otra parte, no es difícil ver en el hijo mayor al pueblo elegido, a Israel, que siempre ha permanecido fiel en la casa del Padre”. Es Israel el que expresa su amargura en el momento de la vocación de los paganos, que están exentos de las obligaciones de la Ley: «Hace ya tantos años que te sirvo sin jamás haber traspasado tus mandatos» (Lc 15,29). Es Israel el que se indigna y se niega a participar en las bodas del hijo con la Iglesia. La misericordia de Dios invita a Israel, suplica a Israel que entre, con las palabras: «Hijo, tú estás siempre conmigo, y todos mis bienes tuyos son» (v.31).
“Pero es todavía más amplio el significado de este hermano mayor. En cierto sentido, representa al hombre fiel; es decir, representa a aquellos que se han mantenido al lado del Padre y no han transgredido sus mandamientos. Con la vuelta del pecador se enciende la envidia, aparece el veneno hasta entonces oculto en el fondo de sus almas. ¿Por qué esta envidia? La envidia revela que muchos de estos «fieles» ocultan también en su corazón el deseo de la tierra lejana y de sus promesas. La envidia muestra que semejantes personas no han llegado a comprender realmente la belleza de la patria, la felicidad que se expresa en las palabras «todos mis bienes tuyos son», la libertad del que es hijo y propietario; así se hace patente que también ellos desean secretamente la felicidad de la tierra lejana; que, con el deseo, han salido ya hacia esa tierra, y no lo saben ni lo quieren reconocer. La pérdida de la verdad es en este caso muy peligrosa: no se percibe la urgencia de la conversión. Y, a lo último, no entran a la fiesta; al final se quedan fuera”. Este es el sentido de estas palabras tremendas: «Y tú, Cafarnaúm, ¿te levantarás hasta el cielo? Hasta el infierno serás precipitada. Porque si en Sodoma se hubieran realizado los milagros obrados en ti, hasta hoy subsistiría. Así, pues, os digo que el país de Sodoma será tratado con menos rigor que tú el día del juicio» (Mt 11,23-24).
“La figura del hermano mayor nos obliga a hacer examen de conciencia; esta figura nos hace comprender la reinterpretación del Decálogo en el Sermón de la Montaña. No sólo nos aleja de Dios el adulterio exterior, sino también el interior; se puede permanecer en casa y, al mismo tiempo, salir de ella. De este modo comprendemos también la «abundancia», la estructura de la justicia cristiana, cuya piedra de toque es el «no» a la envidia, el «sí» a la misericordia de Dios, la presencia de esta misericordia en nuestra misericordia fraterna” (lo hemos destacado, pues es de suma importancia).
2. Siguiendo la colecta de hoy (también en su redacción anterior) vemos que conversión es descubrimiento de la primacía de Dios. «Operi Dei nihil praeponatur»; este axioma de San Benito no se refiere únicamente a los monjes, sino que debe constituirse en regla de vida para todo hombre. “Donde se reconoce a Dios con todo el corazón, donde se tributa a Dios el honor debido, también el hombre halla su centro. La definición, tanto del paraíso como de la ciudad nueva, es la presencia de Dios, el habitar con Dios, el vivir en la luz de la gloria de Dios, en la luz de la verdad”. Cuando ponemos a Dios primero, todo tiene su lugar, no se absolutiza ningún sentimiento nocivo: «Buscad primero el reino y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura» (Mt 6,33).
El ateísmo es deshumanizador: “Es ésta una regla que me parece sumamente importante en la situación que vivimos hoy. Ante la miseria ingente que sufren tantos países del Tercer Mundo, muchos, incluso buenos cristianos, piensan que hoy ya no es posible atenerse a este mandato; piensan que ha de diferirse durante un cierto tiempo el anuncio de la fe, el culto y la adoración, y tratar primero de dar solución a los problemas humanos. Pero con semejante inversión crecen los problemas, se incrementa la miseria. Dios es y será siempre la necesidad primera del hombre, de suerte que allí donde se pone entre paréntesis la presencia de Dios, se despoja al hombre de su humanidad, se cae en la tentación del diablo en el desierto y, a la postre, no se salva al hombre, sino que se le destruye”.
La primacía de Dios alude en nuestra oración de hoy al relato de Marta y María: «Porro unum est necessarium» (Lc 10,42) –una cosa sola es necesaria: del estar con el Señor, de la escucha de su palabra, del «buscad primero el reino de Dios», salen las obras de amor y el trabajo para la renovación del mundo.
3. Era tradición de la Iglesia que la primera semana de Cuaresma fuera la semana de las Cuatro Témporas de primavera. “Las Cuatro Témporas representan una tradición peculiar de la Iglesia de Roma; sus raíces se encuentran, por una parte, en el Antiguo Testamento -donde, por ejemplo, el profeta Zacarías habla de cuatro tiempos de ayuno a lo largo del año-, y por otra, en la tradición de la Roma pagana, cuyas fiestas de la siembra y de la recolección han dejado su huella en estos días. Se nos ofrece así una hermosa síntesis de creación y de historia bíblica, síntesis que es un signo de la verdadera catolicidad. Al celebrar estos días, recibimos el año de manos del Señor; recibimos nuestro tiempo del Creador y Redentor, y confiamos a su bondad siembras y cosechas, dándole gracias por el fruto de la tierra y de nuestro trabajo. La celebración de las Cuatro Témporas refleja el hecho de que «la expectación ansiosa de la creación está esperando la manifestación de los hijos de Dios» (Rom 8,19). A través de nuestra plegaria, la creación entra en la Eucaristía, contribuye a la glorificación de Dios.
Las Cuatro Témporas recibieron en el siglo V una nueva dimensión significativa; pasaron a ser fiestas de la recolección espiritual de la Iglesia, celebración de las ordenaciones sagradas. Tiene un sentido profundo el orden de las estaciones correspondientes a estos tres días: miércoles, Santa María la Mayor; viernes, Los doce Apóstoles; sábado, San Pedro. En el primer día, la Iglesia presenta los ordenandos a la Virgen, a la Iglesia en persona. Al meditar en este gesto, nos viene a la memoria la plegaria mariana del siglo III: «Sub tuum praesidium confugimus», Bajo tu amparo nos acogemos. La Iglesia confía sus ministros a la Madre: «He ahí a tu madre». Estas palabras del Crucificado nos animan a buscar refugio junto a la Madre. Bajo el manto de la Virgen estamos seguros. En todas nuestras dificultades podemos acudir siempre, con una confianza sin límites, a nuestra Madre. Este gesto del miércoles de las Cuatro Témporas se refiere a nosotros. Como ministros de la Iglesia, somos «asumidos» en virtud de este ofrecimiento que representa el verdadero principio de nuestra ordenación. Confiando en la Madre, nos atrevemos a abrazar nuestro servicio”.
La primera semana de Cuaresma es la semana de la siembra. “Confiamos a la bondad de Dios los frutos de la tierra y el trabajo de los hombres, para que todos reciban el pan cotidiano y la tierra se vea libre del azote del hambre. Confiamos también a la bondad de Dios la siembra de la palabra, para que reviva en nosotros el don de Dios, que hemos recibido por la imposición de las manos del obispo (2 Tim 1,6) en la sucesión de los Apóstoles, en la unidad con Pedro. Damos gracias a Dios porque nos ha protegido siempre en las tentaciones y dificultades, y le pedimos, con las palabras de la oración de la comunión, que nos otorgue su favor, es decir, su amor eterno, Él mismo, el don del Espíritu Santo, y que nos conceda también el consuelo temporal que nuestra frágil naturaleza necesita”. Oramos bajo el manto de la Madre. Oramos con la confianza de los hijos. Permanecen vigentes las palabras del Redentor: «Confiad; yo he vencido al mundo» (Jn 16,33; cf. Joseph Ratzinger, “El camino pascual”, pp. 59-65).
4. El evangelio de hoy nos pone delante un ejemplo muy concreto de este estilo de vida que Dios quiere de nosotros. Jesús nos presenta su programa: amar incluso a nuestros enemigos (la expresión “odiar a los enemigos no venía en la ley de Moisés, sino que era de la interpretación rabínica, que Jesús desmonta). “El pasaje recapitula las enseñanzas anteriores. El Señor llega a establecer que el cristiano no tiene enemigos personales” (Biblia de Navarra, com. ad loc.). La expresión final «sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo» está citada en Lumen gentium 40 como el reclamo divino a la llamada universal a la santidad, aunque no se refiere el contexto tanto a tener el poder de Dios sino a beber de su amor y misericordia: ése es el sentido profundo de la santidad, que es exigente: incluye amar a todos, ser misericordiosos y entregados por los demás, y poner buena cara incluso a los que ni nos saludan. «La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma» (entrada), y «dichoso el que camina en la voluntad del Señor» (salmo). ¿Cuál? Participar de la misericordia divina: «Si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis?... Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (evangelio).
Amar no solo es aceptar las diferencias... La propuesta de Jesús contrasta las actitudes muy radicalmente: amar, hacer el bien y orar antes que todo en relación a los enemigos, a quienes nos aborrecen y a quienes nos persiguen.
“Dios promulgó en el Sinaí su voluntad a Israel. Allí mostró al pueblo, en razón de su camino incipiente de principiantes, el boceto de su divino querer. Como el bulbo de una azucena, que necesita desarrollo y madurez, para convertirse en una flor, así la ley del Señor estaba aún en embrión. Jesús va a actuar como un pintor que, aplicando los colores sobre un boceto hecho al carbón, (Teofilacto), no sólo no destruye el boceto, sino que lo completa, lo perfecciona, lo embellece, y le da mayor realismo. Jesús rejuvenece la Ley Antigua, (Fillion) que, aparte de ser camino de principiantes, había sido deformada por un rabinismo leguleyo, y había degenerado en un formalismo rudimentario, que con frecuencia sólo exigía actos externos. Jesús nos ha enseñado el proyecto de Dios para el hombre, que ya promulgado en el Sinaí, necesitaba desarrollo, progreso y madurez. Necesitaba amor: "No he venido a abolir la ley, sino a perfeccionarla" (Mt 5,17). Lo que era semilla, lo desarrolló y se convirtió en árbol: lo que era flor, lo transformó en fruto. Jesús dirigió su mirada, más que a los actos, al corazón en sentido bíblico, que es todo el ser interior del hombre, porque "del corazón salen las malas ideas: los homicidios, adulterios, inmoralidades, robos, testimonios falsos, calumnias". "Habéis oído que se dijo: "Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo os digo: Amad a vuestros enemigos. Haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que os persiguen y calumnian" (Mt 5,45. Parece que Jesús nos señala un camino inalcanzable. Y es verdad si contamos con las fuerzas solas de la naturaleza humana, que sólo siente inclinación a amar a los que le aman y conceder favores a los amigos. Por eso Jesús dice que así todavía somos paganos. Aún no somos discípulos suyos. No nos hemos convertido. ¿Cómo poder hacer lo que nos propone? Él derrama su Espíritu sobre nosotros para que poco a poco vayamos amando como Él, con su fuerza y energía. En un mundo atacado por la peste de la guerra e infectado de odio, orgullo y revancha, ¡cuánta falta hacen bautizados convertidos, hombres de amor!
En la adhesión del hombre a la voluntad de Dios, consiste su felicidad. Por eso el salmista canta: "Dichoso el que con vida intachable camina en la voluntad del Señor. Muéstrame, Señor, el camino de tus leyes, y lo seguiré puntualmente; enséñame a cumplir tu voluntad y a guardarla de todo corazón" (Salmo 118: J. Martí Ballester).
“El Evangelio nos exhorta al amor más perfecto. Amar es querer el bien del otro y en esto se basa nuestra realización personal. No amamos para buscar nuestro bien, sino por el bien del amado, y haciéndolo así crecemos como personas” (Juan Costa Bou). El ser humano, afirmó el Concilio Vaticano II, “no puede encontrar su plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás”, y añadía Juan Pablo II, «el hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente».
“¿Cómo tirar piedras contra nuestros enemigos si en el fondo nosotros nos parecemos a ellos? Ver al prójimo en su intimidad, llegar hasta el fondo de su alma es considerar que tantas veces no es tal vez verdadera maldad la suya, sino fatalidad, herencia, miseria humana. Vernos a nosotros por dentro es percibir que también lo nuestro es muchas veces maldad y miseria humana. Compartimos todos la culpa y miseria común de la humanidad. Es verdad que algunos asesinan con las manos, pero nosotros tal vez asesinamos con el corazón.
Hubo alguien que en la vida no devolvió mal por mal, injuria por injuria, insulto por insulto. Hubo alguien que de esta manera llenó el mundo de luminosidad y bondad. Volvamos los ojos a Él, fijemos nuestra mirada en Él. De seguro que algo comenzará a ser de otra manera en nuestra vida.” (P. Gª Barriuso cmf)
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Amar es la ley de los hijos
jueves, 1 de marzo de 2012
Cuaresma I semana, viernes: Dios quiere nuestra conversión, que se manifieste en el amor a los demás
Cuaresma I semana, viernes: Dios quiere nuestra conversión, que se manifieste en el amor a los demás
Libro de Ezequiel 18,21-28: Pero si el malvado se convierte de todos los pecados que ha cometido, observa todos mis preceptos y practica el derecho y la justicia, seguramente vivirá, y no morirá. Ninguna de las ofensas que haya cometido le será recordada: a causa de la justicia que ha practicado, vivirá. ¿Acaso deseo yo la muerte del pecador -oráculo del Señor- y no que se convierta de su mala conducta y viva? Pero si el justo se aparta de su justicia y comete el mal, imitando todas las abominaciones que comete el malvado, ¿acaso vivirá? Ninguna de las obras justas que haya hecho será recordada: a causa de la infidelidad y del pecado que ha cometido, morirá. Ustedes dirán: "El proceder del Señor no es correcto". Escucha, casa de Israel: ¿Acaso no es el proceder de ustedes, y no el mío, el que no es correcto? Cuando el justo se aparta de su justicia, comete el mal y muere, muere por el mal que ha cometido. Y cuando el malvado se aparta del mal que ha cometido, para practicar el derecho y la justicia, él mismo preserva su vida. El ha abierto los ojos y se ha convertido de todas las ofensas que había cometido: por eso, seguramente vivirá, y no morirá.
Salmo 130,1-8: Canto de peregrinación. Desde lo más profundo te invoco, Señor, / ¡Señor, oye mi voz! Estén tus oídos atentos al clamor de mi plegaria. / Si tienes en cuenta las culpas, Señor, ¿quién podrá subsistir? / Pero en ti se encuentra el perdón, para que seas temido. / Mi alma espera en el Señor, y yo confío en su palabra. / Mi alma espera al Señor, más que el centinela la aurora. Como el centinela espera la aurora, / espere Israel al Señor, porque en él se encuentra la misericordia y la redención en abundancia: / él redimirá a Israel de todos sus pecados.
Texto del Evangelio (Mt 5,20-26): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Os digo que, si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos. Habéis oído que se dijo a los antepasados: ‘No matarás; y aquel que mate será reo ante el tribunal’. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal; pero el que llame a su hermano "imbécil", será reo ante el Sanedrín; y el que le llame "renegado", será reo de la gehenna de fuego.
Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda. Ponte enseguida a buenas con tu adversario mientras vas con él por el camino; no sea que tu adversario te entregue al juez y el juez al guardia, y te metan en la cárcel. Yo te aseguro: no saldrás de allí hasta que no hayas pagado el último céntimo».
Comentario: 1. –Ezequiel 18,21-28: ¿Acaso quiero yo la muerte del malvado y que no se convierta de su camino y viva? Cada uno es responsable ante Dios. Por eso se invita una vez más a la conversión y al cambio de vida, tan apropiado en este tiempo de Cuaresma, pues la eficacia de la auténtica penitencia es la conversión personal del corazón a Dios. Colecta: «Que tu pueblo, Señor, como preparación a las fiestas de Pascua, se entregue a las penitencias corporales, y que nuestra austeridad comunitaria sirva para la renovación espiritual de tus fieles». Pero podemos y debemos orar por la conversión de los demás. La penitencia debe restablecer de nuevo el orden alterado, haciendo desaparecer nuestro alejamiento de Dios y nuestro apego desordenado a las criaturas. El alma debe retornar a Dios por el arrepentimiento: «Convertíos a Mí de todo corazón». A la conversión interior deben acompañar las obras externas de penitencia, la mortificación, que tiene muchos aspectos: ayuno, abstinencia, abnegación, paciencia... realizadas con gran discreción, sin hacer alardes de personas austeras. El cristianismo es la religión de la interioridad, no de la ostentación y vana apariencia ante los hombres. La piedad cristiana tiene por único objeto a Dios y a su voluntad. Y el fundamento de esta piedad es el amor. La conversión ha de mostrarse en las buenas obras: ser más caritativos, más serviciales, más cariñosos, más amables, más desprendidos, más bondadosos. Dice San Clemente Romano: «Seamos humildes, deponiendo toda jactancia, ostentación e insensatez, y los arrebatos de la ira... Como quiera, pues, que hemos participado de tantos y tan grandes y tan ilustres hechos, emprendamos otra vez la meta de la paz que nos fue anunciada desde el principio y fijemos nuestra mirada en el Padre y Creador del universo, acogiéndonos a los magníficos y superabundantes dones y beneficios de su paz» (Carta a los Corintios 19,2; cf. P. Manuel Garrido).
Ratzinger pone en relación los textos del profeta y del Evangelio: “La liturgia de la palabra propia de este día es una catequesis sobre la justicia cristiana, una respuesta a la pregunta: ¿Quién es justo a los ojos de Dios? ¿Cómo podemos ser justificados? De esta suerte, se nos ofrece también la respuesta a la cuestión de la ley, la definición de la ley nueva, de la ley de Cristo y de la relación que media entre ley y espíritu, todo ello comprendido en la unidad de la salvación, en la que se da ciertamente progreso, purificación y ahondamiento, pero que no se halla sujeta a ningún género de dialéctica antagónica”. Ezequiel representa un gran avance en el desarrollo de la idea bíblica de justicia. Hay dos puntos importantes:
a) “También el Dios del Antiguo Testamento es un Dios de amor, un verdadero Padre para sus criaturas. Este Dios es la vida; la muerte, pues, viene a contradecir frontalmente la realidad misma de Dios. Dios no puede querer su contrario. En consecuencia, también para su criatura es Dios un Dios de vida. La muerte de la criatura es -hablando en términos humanos- un fracaso para Dios, un alejarse de El. Por esta razón, Dios quiere la vida para su criatura, no el castigo; quiere para ella la vida en su sentido más pleno: la comunicación, el amor, la plenitud del ser la participación en el gozo de la vida, en la gracia del ser”. El texto de hoy dice: «¿Quiero yo acaso la muerte del impío, dice el Señor Dios, y no que se convierta de su mal camino y viva?» (Ez 18,23). Ahora podríamos establecer una relación con el texto de Oseas 11,8-9 que leemos el día del Sagrado Corazón: lo dejamos para esa ocasión. Podemos simplificar la reflexión sobre la medida de la justicia diciendo: “puesto que Dios es esencialmente vida, le correspondemos comprometiéndonos en favor de la vida, luchando contra el dominio de la muerte, contra todas sus emboscadas; en una palabra: entregándonos al servicio de la vida en su sentido más pleno, al servicio del reino de la verdad y del amor”.
b) Pasamos de momento a un comentario de Noel Quesson: En los años del destierro que siguieron a la caída de Jerusalén, la Alianza se había roto, el templo destruido, la ciudad santa arrasada por las llamas, sin culto que les permitiera reconciliarse, víctimas del pasado y sin esperanzas de futuro. Para los desterrados era un amargo presente, cundió el desánimo al pensar que era consecuencia de los pecados, y surgió la tentación de vivir como vivían los de su alrededor, ahogados por el materialismo de una nación poderosa y rica en comodidades, cultos y festejos. Entonces surge Ezequiel, que formula el principio de responsabilidad personal, ya anunciada por Jeremías: “el que peque, ese morirá". No niega el principio de solidaridad en la culpa, sencillamente lo completa. Cada uno debe situarse responsablemente ante Dios. El pasado de las generaciones anteriores no cuenta en la responsabilidad moral de cada individuo; ni siquiera el pasado personal cuenta en la relación actual del hombre con Dios, si es que ha habido un cambio: la conversión. Lo que importa es la conducta personal y actual. El profeta quiere arrancar a los israelitas de un abuso de la solidaridad en el mal o en el bien: escamotear la responsabilidad personal, creer que se cae sin remedio en malas consecuencias por los males del pasado, y creer que por pertenecer a un pueblo oficialmente religioso y "elegido" ya están salvados. No, les dice el profeta, lo importante es la conversión, la conversión incesante: Entrada: «Señor, ensancha mi corazón oprimido y sácame de mis tribulaciones. Mira mis trabajos y mis penas y perdona todos mis pecados» (Sal 24,17-18). No podemos apalancarnos, ahorrarnos la búsqueda personal de Dios y la conversión a él. "Si no sois mejores que los letrados y fariseos no entraréis en el Reino de los cielos" (Mt 5, 20). Hemos quitado los “estados de perfección”, pues de lo que se trata es en encontrar cada “la perfección en su propio estado”. Buda decía alegóricamente: "si encuentras a Dios, mátalo". Se puede entender en el sentido de que: Si ya tienes una imagen de Dios, destrózala, porque Dios no se parece a esa imagen, está más allá y debes de seguir buscándolo. San Agustín dice: "Si lo comprendes, ya no es Dios".
Pero podemos conocerlo, de modo más limitado con la inteligencia, y de modo más perfecto con el amor, en Jesús, que hoy nos pide que nuestra bondad llegue hasta lo más profundo de nuestro ser... que no nos contentemos con evitar cualquier gesto exterior que pueda dañar, sino que, en primer lugar y ya interiormente «estemos de acuerdo» con nuestros adversarios: se nos pedirá cuenta. Ezequiel insiste también sobre la «bondad» y sobre la «responsabilidad». ¡Dios se ha comprometido en el gran combate contra la "maldad"! Está por el "derecho y la justicia."
Volvamos a Ratzinger: Ezequiel muestra el personalismo claro y decidido que acabamos de ver, superación de colectivismo arcaico, sin destino personal distinto del que tiene el clan. “Descubrimos aquí la emancipación, la liberación de la persona en virtud de su destino único y singular. Esta liberación, el descubrimiento de la unicidad de la persona, es el corazón de la libertad. Esta liberación es el fruto de la fe en Dios-persona, o mejor aún: esta liberación proviene de la revelación de Dios-persona. La liberación, y con ella la libertad misma desaparece -no al instante, por supuesto, pero sí con una lógica implacable- cuando este Dios se pierde de vista en el mundo. Este Dios no es -como dicen los marxistas- instrumento de esclavitud; la historia nos enseña exactamente lo contrario: el valor indestructible de la persona humana depende de la presencia de un Dios personal”.
2. – Sal. 129. Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y que viva. La conversión es siempre posible y Dios actúa para que se realice. Por muy abrumados que nos veamos por nuestras culpa, nunca hemos de desesperar de la misericordia del Señor. Con el Salmo 129 expresamos esa confianza: «Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor, escucha mi voz; estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica. Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el perdón y así infundes respeto. Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor, más que el centinela la aurora; porque del Señor viene la misericordia, la redención copiosa; y Él redimirá a Israel de todos sus delitos». La auténtica reconciliación no sólo lleva a perdonar las faltas de quienes nos hayan ofendido, sino que debe llevarnos a dar al olvido todo aquello con lo que fuimos dañados por los demás. Cuando Dios nos perdona en verdad olvida nuestras culpas; no nos echa en cara que malgastamos su fortuna en maldades y vicios, sino que sólo se alegra porque hemos vuelto a Él y nos recibe como a hijos suyos, sentándonos nuevamente a su mesa y calzando nuestros pies con sandalias nuevas para convertirnos nuevamente en testigos suyos en los caminos del mundo. Confiemos siempre en el amor del Señor y en su misericordia. Pero, al mismo tiempo, aceptemos el compromiso de dar a conocer a los demás lo misericordioso que Dios ha sido para con nosotros para que también ellos vuelvan al Señor y experimenten su amor.
3. –Mateo 5,20-26: Los contenidos del evangelio de este día no son más que ejemplificación del principio de la abundancia (que veremos al tratar la multiplicación de los panes): la interpretación cristiana del decálogo, que no es abolición, sino plenitud de la Ley y de los Profetas (Mt 5,17). La estructura cristológica del Sermón de la Montaña es muy clara: “la antítesis: «... se dijo a los antiguos, pero yo os digo», nos viene a indicar el sentido de la nueva legislación predicada por Jesús en este nuevo Sinaí. Con estas palabras, Jesús se revela como el nuevo y verdadero Moisés, con el que se inicia la nueva alianza, el cumplimiento de la promesa que Dios hizo a los Padres: «El Señor, tu Dios, te suscitará de en medio de ti, de entre tus hermanos, un profeta como yo; a él le oirás» (Dt 18,15). Las palabras que hallamos al final del Deuteronomio, palabras que suenan como el lamento de un Israel afligido, como una plegaria urgente para que Dios se acuerde de su promesa: «No ha vuelto a surgir en Israel el profeta semejante a Moisés, con quien cara a cara tratase Yahveh» (Dt 34,10), estas palabras llenas de tristeza y de resignación son superadas por el gozo del Evangelio. Ha surgido el nuevo Profeta, aquel cuyo distintivo es tratar con Dios cara a cara. La antítesis respecto a Moisés implica esta sublime realidad; implica que lo esencial del nuevo Profeta es este hablar con Dios cara a cara, en calidad de amigo.
Pero, según este pasaje evangélico, Cristo es más que un Profeta, más que un nuevo Moisés. Para «ver» este anuncio del Evangelio debemos concentrar en su lectura toda nuestra atención. La antítesis no es «Moisés dijo», «yo digo»; la antítesis es «se dijo», «Yo digo». Esta pasiva «se dijo» es la forma hebraica de velar el nombre de Dios. Para evitar el santo nombre y también la palabra «Dios» se usa la voz pasiva, y todos saben que el sujeto que no se nombra es Dios. En nuestra lengua, pues, la antítesis debe traducirse así: «Dios dijo a los antiguos, pero yo os digo». Esta afirmación corresponde exactamente a la realidad histórica y teológica, porque el Decálogo no fue palabra de Moisés, sino palabra de Dios, de quien Moisés fue únicamente mediador. Si meditamos en este resultado descubrimos algo inaudito: la antítesis es «Dios dijo». «Yo digo»; en otras palabras: Jesús habla al mismo nivel de Dios; no solamente como un nuevo Moisés, sino con la misma autoridad de Dios. Este «Yo» es un Yo divino. No faltan incluso exegetas protestantes que afirman que no es posible otra interpretación y que estas palabras no pueden haber sido inventadas por la comunidad primitiva, que se inclinaba más bien a mitigar los contrastes. Dios dijo a los antiguos; el mismo Dios no nos dice algo distinto en el Yo de Cristo, sino algo nuevo: «Lo viejo pasó, se ha hecho nuevo» (2 Cor 5,17) El Señor del Sermón de la Montaña es el mismo al que se refiere San Pablo con estas palabras; el mismo del que habla el Apocalipsis de San Juan: «He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5). La oración después de la comunión de este día está en consonancia con estos testimonios: «Señor, que esta eucaristía nos renueve para que, superando nuestra vida caduca, lleguemos a participar de los bienes de la redención»” (Joseph Ratzinger, “El camino pascual”).
Jesús nos lleva a ser "buenos" hasta el fondo del ser, amar hasta a nuestros enemigos: -“Habéis oído que se dijo a los antiguos: "No matarás"... Pero yo os digo: "No os irritéis contra vuestro hermano..."” ¡Qué diferencia, en efecto! Jesús viene a completar la Ley. Moisés había prohibido matar. Esto era ya encaminar la humanidad hacia la no violencia, hacia el amor fraterno. Pero todo quedaba muy elemental, muy negativo. Jesús va hasta el fondo del problema. Interioriza la ley: no es sólo el gesto exterior lo malo, lo es ya la "cólera" que puede inducir a ello... y las injurias verbales, las disputas que envenenan las relaciones humanas. Llamar a alguien "imbécil" o "descreído" es ya ser culpable de no-amar. A la luz de estas palabras, examino mis relaciones humanas. En este tiempo de cuaresma, es bueno proyectar esa luz exigente sobre mis relaciones cotidianas. ¿Me dejo llevar por mi temperamento? ¿Soy despreciativo? ¿Soy duro en mis palabras?
-“Si vas a presentar tu ofrenda ante el altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar...” Si hay discordia entre los hombres, la relación con Dios también se rompe. ¡Dios rehúsa la muestra de amor que pretendemos darle, cuando no amamos también a sus hermanos! Y la pobre "ofrenda" queda allí, en "pana" ante el altar... Dios se hace fiador de nuestras relaciones humanas. Nos dice: Antes de tener relaciones correctas conmigo, tenedlas primero entre vosotros. La caridad fraterna pasa delante del culto. –“Ve primero a reconciliarte con tu hermano y luego vuelve a presentar tu ofrenda”. No se trata aquí de un sentimentalismo fácil que evite las verdaderas cuestiones. Supongamos que ha habido una fisura. Se han disputado y ya no se hablan: no se trata tampoco de que el otro dé el primer paso, como suele decirse. "Estoy dispuesto... cuando él quiera, por mi parte estoy a punto". Jesús afirma, precisamente, la postura inversa: Es suficiente que yo me dé cuenta de que el otro tiene algo contra mí... debo yo ir a su encuentro, dar el primer paso. Comprometerse en la reconciliación. Es un principio esencial de supervivencia, para las personas, las familias, las profesiones, las razas, los grandes bloques, y simplemente... de una generación a otra.
“Vete primero a reconciliarte con tu hermano”. El arrepentimiento del cristiano se demuestra ante todo en el deseo de practicar la justicia. La Cuaresma es el tiempo más edecuado para el perdón de las injurias y para la reconciliación. No es posible tener odio al hermano y participar en la Eucaristía, sacramento del Amor. Esta doctrina pasó desde el Evangelio a la literatura cristiana. Ya aparece en el libro más antiguo del cristianismo, no bíblico, la Didajé, de fines del siglo primero. Y así se ha seguido enseñando en la Iglesia hasta nuestros días. San León Magno lo expone con frecuencia en sus sermones de Cuaresma. En el dice: «Vosotros, amadísimos, que os disponéis para celebrar la Pascua del Señor, ejercitaos en los santos ayunos, de modo que lleguéis a la más santa de todas las fiestas libres de toda turbación. Expulse el amor de la humildad el espíritu de la soberbia, fuente de todo pecado, y mitigue la mansedumbre a los que infla el orgullo. Los que con sus ofensas han exasperado los ánimos, reconciliados entre sí, busquen entrar en la unidad de la concordia. No volvais mal por mal, sino perdonaos mutuamente, como Cristo nos ha perdonado (Rom 12,17). Suprimid las enemistades humanas con la paz... «Nosotros, que diariamente tenemos necesidad de los remedios de la indulgencia, perdonemos sin dificultad las faltas de los otros. Si decimos al Señor, nuestro Padre: “perdónanos nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden” (Mt 6,12), es absolutamente cierto que, al conceder el perdón a las ofensas de los otros, nos disponemos nosotros mismos para alcanzar la clemencia divina».
Por tanto, se nos invita a pensar en nuestra conversión cuaresmal con el recuerdo de que cada uno es responsable de sus propias actuaciones: no vale echar la culpa a los antepasados o a la sociedad o a los otros. Lo propio de Dios no es castigar y estar espiando nuestra falta, sino que quiere que todos se conviertan de sus caminos y vivan, y está siempre dispuesto a acoger al que vuelve a él. Es lo que subraya más el salmo de hoy: «de ti procede el perdón... del Señor viene la misericordia y él redimirá a Israel de todos sus delitos». Programa exigente, que llega a actitudes interiores, además de los hechos exteriores: los juicios, las intenciones, las envidias y rencores. Sí, existe el pecado colectivo y las estructuras de pecado de las que habla Juan Pablo II en sus encíclicas sociales. Pero cada uno de nosotros es pecador y tenemos nuestra parte de culpa y debemos volvernos hacia Dios en el camino de la Pascua. En concreto, se nos pide: «Ve primero a reconciliarte con tu hermano». No esperes a que venga él: da tú el primer paso. Deberíamos tomar más en serio lo que se nos dice antes de la comunión en cada Misa: «daos fraternalmente la paz». «Señor, ensancha mi corazón oprimido y sácame de mis tribulaciones» (entrada). Se nos pide que participemos en los sentimientos divinos: «¿Acaso quiero yo la muerte del malvado y no, que se convierta de su camino y que viva?» (1ª lectura). «Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa» (salmo; cf. J. Aldazábal, “Enséñame tus caminos”) y lo que está mandado no es «no matar» (porque lo contrario ciertamente sería la contradicción más flagrante contra el amor), sino «amar». No haciendo nada malo se puede cumplir con el mandamiento de no matar, pero no se cumple con el de amar. Pecado es no sólo lo malo que hacemos (pecados que cometemos, pecados de «comisión») sino lo mucho bueno que nos dejamos de hacer (pecados de «omisión», que se cometen precisamente «no haciendo»). «No haciendo» se podría cumplir tal vez la ley de los letrados y fariseos, pero no la de Jesús (Servicio Bíblico Latinoamericano). Así nos lo recuerda el salmo responsorial: “Señor, escucha mi voz, estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica”. En ese ponernos de cara a Dios, esperando confiadamente, con deseo, “más que el centinela a la aurora”, nos encontramos en tiempo de reconocer, tiempo de confiar. Por encima de todo, “mi alma espera en el Señor” (Mila). Hoy, primer viernes de Cuaresma, vamos a poner los ojos en familiares, miembros de una comunidad, socios de una empresa, ciudadanos de un pueblo, hijos de esta tierra amplia y dilatada donde se multiplican las discordias, odios, olvidos, injusticias, insolidaridad, y apliquemos lo dicho. Si una palabra nos distanció en un invierno de hielo, una palabra puede ser el comienzo de una nueva comunión, y para ello tenemos la fuerza de la Eucaristía, como pedimos en la Postcomunión: «Señor, que esta Eucaristía nos renueve, y, purificándonos de la corrupción del pecado, nos haga entrar en comunión con el misterio que nos salva».
Libro de Ezequiel 18,21-28: Pero si el malvado se convierte de todos los pecados que ha cometido, observa todos mis preceptos y practica el derecho y la justicia, seguramente vivirá, y no morirá. Ninguna de las ofensas que haya cometido le será recordada: a causa de la justicia que ha practicado, vivirá. ¿Acaso deseo yo la muerte del pecador -oráculo del Señor- y no que se convierta de su mala conducta y viva? Pero si el justo se aparta de su justicia y comete el mal, imitando todas las abominaciones que comete el malvado, ¿acaso vivirá? Ninguna de las obras justas que haya hecho será recordada: a causa de la infidelidad y del pecado que ha cometido, morirá. Ustedes dirán: "El proceder del Señor no es correcto". Escucha, casa de Israel: ¿Acaso no es el proceder de ustedes, y no el mío, el que no es correcto? Cuando el justo se aparta de su justicia, comete el mal y muere, muere por el mal que ha cometido. Y cuando el malvado se aparta del mal que ha cometido, para practicar el derecho y la justicia, él mismo preserva su vida. El ha abierto los ojos y se ha convertido de todas las ofensas que había cometido: por eso, seguramente vivirá, y no morirá.
Salmo 130,1-8: Canto de peregrinación. Desde lo más profundo te invoco, Señor, / ¡Señor, oye mi voz! Estén tus oídos atentos al clamor de mi plegaria. / Si tienes en cuenta las culpas, Señor, ¿quién podrá subsistir? / Pero en ti se encuentra el perdón, para que seas temido. / Mi alma espera en el Señor, y yo confío en su palabra. / Mi alma espera al Señor, más que el centinela la aurora. Como el centinela espera la aurora, / espere Israel al Señor, porque en él se encuentra la misericordia y la redención en abundancia: / él redimirá a Israel de todos sus pecados.
Texto del Evangelio (Mt 5,20-26): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Os digo que, si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos. Habéis oído que se dijo a los antepasados: ‘No matarás; y aquel que mate será reo ante el tribunal’. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal; pero el que llame a su hermano "imbécil", será reo ante el Sanedrín; y el que le llame "renegado", será reo de la gehenna de fuego.
Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda. Ponte enseguida a buenas con tu adversario mientras vas con él por el camino; no sea que tu adversario te entregue al juez y el juez al guardia, y te metan en la cárcel. Yo te aseguro: no saldrás de allí hasta que no hayas pagado el último céntimo».
Comentario: 1. –Ezequiel 18,21-28: ¿Acaso quiero yo la muerte del malvado y que no se convierta de su camino y viva? Cada uno es responsable ante Dios. Por eso se invita una vez más a la conversión y al cambio de vida, tan apropiado en este tiempo de Cuaresma, pues la eficacia de la auténtica penitencia es la conversión personal del corazón a Dios. Colecta: «Que tu pueblo, Señor, como preparación a las fiestas de Pascua, se entregue a las penitencias corporales, y que nuestra austeridad comunitaria sirva para la renovación espiritual de tus fieles». Pero podemos y debemos orar por la conversión de los demás. La penitencia debe restablecer de nuevo el orden alterado, haciendo desaparecer nuestro alejamiento de Dios y nuestro apego desordenado a las criaturas. El alma debe retornar a Dios por el arrepentimiento: «Convertíos a Mí de todo corazón». A la conversión interior deben acompañar las obras externas de penitencia, la mortificación, que tiene muchos aspectos: ayuno, abstinencia, abnegación, paciencia... realizadas con gran discreción, sin hacer alardes de personas austeras. El cristianismo es la religión de la interioridad, no de la ostentación y vana apariencia ante los hombres. La piedad cristiana tiene por único objeto a Dios y a su voluntad. Y el fundamento de esta piedad es el amor. La conversión ha de mostrarse en las buenas obras: ser más caritativos, más serviciales, más cariñosos, más amables, más desprendidos, más bondadosos. Dice San Clemente Romano: «Seamos humildes, deponiendo toda jactancia, ostentación e insensatez, y los arrebatos de la ira... Como quiera, pues, que hemos participado de tantos y tan grandes y tan ilustres hechos, emprendamos otra vez la meta de la paz que nos fue anunciada desde el principio y fijemos nuestra mirada en el Padre y Creador del universo, acogiéndonos a los magníficos y superabundantes dones y beneficios de su paz» (Carta a los Corintios 19,2; cf. P. Manuel Garrido).
Ratzinger pone en relación los textos del profeta y del Evangelio: “La liturgia de la palabra propia de este día es una catequesis sobre la justicia cristiana, una respuesta a la pregunta: ¿Quién es justo a los ojos de Dios? ¿Cómo podemos ser justificados? De esta suerte, se nos ofrece también la respuesta a la cuestión de la ley, la definición de la ley nueva, de la ley de Cristo y de la relación que media entre ley y espíritu, todo ello comprendido en la unidad de la salvación, en la que se da ciertamente progreso, purificación y ahondamiento, pero que no se halla sujeta a ningún género de dialéctica antagónica”. Ezequiel representa un gran avance en el desarrollo de la idea bíblica de justicia. Hay dos puntos importantes:
a) “También el Dios del Antiguo Testamento es un Dios de amor, un verdadero Padre para sus criaturas. Este Dios es la vida; la muerte, pues, viene a contradecir frontalmente la realidad misma de Dios. Dios no puede querer su contrario. En consecuencia, también para su criatura es Dios un Dios de vida. La muerte de la criatura es -hablando en términos humanos- un fracaso para Dios, un alejarse de El. Por esta razón, Dios quiere la vida para su criatura, no el castigo; quiere para ella la vida en su sentido más pleno: la comunicación, el amor, la plenitud del ser la participación en el gozo de la vida, en la gracia del ser”. El texto de hoy dice: «¿Quiero yo acaso la muerte del impío, dice el Señor Dios, y no que se convierta de su mal camino y viva?» (Ez 18,23). Ahora podríamos establecer una relación con el texto de Oseas 11,8-9 que leemos el día del Sagrado Corazón: lo dejamos para esa ocasión. Podemos simplificar la reflexión sobre la medida de la justicia diciendo: “puesto que Dios es esencialmente vida, le correspondemos comprometiéndonos en favor de la vida, luchando contra el dominio de la muerte, contra todas sus emboscadas; en una palabra: entregándonos al servicio de la vida en su sentido más pleno, al servicio del reino de la verdad y del amor”.
b) Pasamos de momento a un comentario de Noel Quesson: En los años del destierro que siguieron a la caída de Jerusalén, la Alianza se había roto, el templo destruido, la ciudad santa arrasada por las llamas, sin culto que les permitiera reconciliarse, víctimas del pasado y sin esperanzas de futuro. Para los desterrados era un amargo presente, cundió el desánimo al pensar que era consecuencia de los pecados, y surgió la tentación de vivir como vivían los de su alrededor, ahogados por el materialismo de una nación poderosa y rica en comodidades, cultos y festejos. Entonces surge Ezequiel, que formula el principio de responsabilidad personal, ya anunciada por Jeremías: “el que peque, ese morirá". No niega el principio de solidaridad en la culpa, sencillamente lo completa. Cada uno debe situarse responsablemente ante Dios. El pasado de las generaciones anteriores no cuenta en la responsabilidad moral de cada individuo; ni siquiera el pasado personal cuenta en la relación actual del hombre con Dios, si es que ha habido un cambio: la conversión. Lo que importa es la conducta personal y actual. El profeta quiere arrancar a los israelitas de un abuso de la solidaridad en el mal o en el bien: escamotear la responsabilidad personal, creer que se cae sin remedio en malas consecuencias por los males del pasado, y creer que por pertenecer a un pueblo oficialmente religioso y "elegido" ya están salvados. No, les dice el profeta, lo importante es la conversión, la conversión incesante: Entrada: «Señor, ensancha mi corazón oprimido y sácame de mis tribulaciones. Mira mis trabajos y mis penas y perdona todos mis pecados» (Sal 24,17-18). No podemos apalancarnos, ahorrarnos la búsqueda personal de Dios y la conversión a él. "Si no sois mejores que los letrados y fariseos no entraréis en el Reino de los cielos" (Mt 5, 20). Hemos quitado los “estados de perfección”, pues de lo que se trata es en encontrar cada “la perfección en su propio estado”. Buda decía alegóricamente: "si encuentras a Dios, mátalo". Se puede entender en el sentido de que: Si ya tienes una imagen de Dios, destrózala, porque Dios no se parece a esa imagen, está más allá y debes de seguir buscándolo. San Agustín dice: "Si lo comprendes, ya no es Dios".
Pero podemos conocerlo, de modo más limitado con la inteligencia, y de modo más perfecto con el amor, en Jesús, que hoy nos pide que nuestra bondad llegue hasta lo más profundo de nuestro ser... que no nos contentemos con evitar cualquier gesto exterior que pueda dañar, sino que, en primer lugar y ya interiormente «estemos de acuerdo» con nuestros adversarios: se nos pedirá cuenta. Ezequiel insiste también sobre la «bondad» y sobre la «responsabilidad». ¡Dios se ha comprometido en el gran combate contra la "maldad"! Está por el "derecho y la justicia."
Volvamos a Ratzinger: Ezequiel muestra el personalismo claro y decidido que acabamos de ver, superación de colectivismo arcaico, sin destino personal distinto del que tiene el clan. “Descubrimos aquí la emancipación, la liberación de la persona en virtud de su destino único y singular. Esta liberación, el descubrimiento de la unicidad de la persona, es el corazón de la libertad. Esta liberación es el fruto de la fe en Dios-persona, o mejor aún: esta liberación proviene de la revelación de Dios-persona. La liberación, y con ella la libertad misma desaparece -no al instante, por supuesto, pero sí con una lógica implacable- cuando este Dios se pierde de vista en el mundo. Este Dios no es -como dicen los marxistas- instrumento de esclavitud; la historia nos enseña exactamente lo contrario: el valor indestructible de la persona humana depende de la presencia de un Dios personal”.
2. – Sal. 129. Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y que viva. La conversión es siempre posible y Dios actúa para que se realice. Por muy abrumados que nos veamos por nuestras culpa, nunca hemos de desesperar de la misericordia del Señor. Con el Salmo 129 expresamos esa confianza: «Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor, escucha mi voz; estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica. Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el perdón y así infundes respeto. Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor, más que el centinela la aurora; porque del Señor viene la misericordia, la redención copiosa; y Él redimirá a Israel de todos sus delitos». La auténtica reconciliación no sólo lleva a perdonar las faltas de quienes nos hayan ofendido, sino que debe llevarnos a dar al olvido todo aquello con lo que fuimos dañados por los demás. Cuando Dios nos perdona en verdad olvida nuestras culpas; no nos echa en cara que malgastamos su fortuna en maldades y vicios, sino que sólo se alegra porque hemos vuelto a Él y nos recibe como a hijos suyos, sentándonos nuevamente a su mesa y calzando nuestros pies con sandalias nuevas para convertirnos nuevamente en testigos suyos en los caminos del mundo. Confiemos siempre en el amor del Señor y en su misericordia. Pero, al mismo tiempo, aceptemos el compromiso de dar a conocer a los demás lo misericordioso que Dios ha sido para con nosotros para que también ellos vuelvan al Señor y experimenten su amor.
3. –Mateo 5,20-26: Los contenidos del evangelio de este día no son más que ejemplificación del principio de la abundancia (que veremos al tratar la multiplicación de los panes): la interpretación cristiana del decálogo, que no es abolición, sino plenitud de la Ley y de los Profetas (Mt 5,17). La estructura cristológica del Sermón de la Montaña es muy clara: “la antítesis: «... se dijo a los antiguos, pero yo os digo», nos viene a indicar el sentido de la nueva legislación predicada por Jesús en este nuevo Sinaí. Con estas palabras, Jesús se revela como el nuevo y verdadero Moisés, con el que se inicia la nueva alianza, el cumplimiento de la promesa que Dios hizo a los Padres: «El Señor, tu Dios, te suscitará de en medio de ti, de entre tus hermanos, un profeta como yo; a él le oirás» (Dt 18,15). Las palabras que hallamos al final del Deuteronomio, palabras que suenan como el lamento de un Israel afligido, como una plegaria urgente para que Dios se acuerde de su promesa: «No ha vuelto a surgir en Israel el profeta semejante a Moisés, con quien cara a cara tratase Yahveh» (Dt 34,10), estas palabras llenas de tristeza y de resignación son superadas por el gozo del Evangelio. Ha surgido el nuevo Profeta, aquel cuyo distintivo es tratar con Dios cara a cara. La antítesis respecto a Moisés implica esta sublime realidad; implica que lo esencial del nuevo Profeta es este hablar con Dios cara a cara, en calidad de amigo.
Pero, según este pasaje evangélico, Cristo es más que un Profeta, más que un nuevo Moisés. Para «ver» este anuncio del Evangelio debemos concentrar en su lectura toda nuestra atención. La antítesis no es «Moisés dijo», «yo digo»; la antítesis es «se dijo», «Yo digo». Esta pasiva «se dijo» es la forma hebraica de velar el nombre de Dios. Para evitar el santo nombre y también la palabra «Dios» se usa la voz pasiva, y todos saben que el sujeto que no se nombra es Dios. En nuestra lengua, pues, la antítesis debe traducirse así: «Dios dijo a los antiguos, pero yo os digo». Esta afirmación corresponde exactamente a la realidad histórica y teológica, porque el Decálogo no fue palabra de Moisés, sino palabra de Dios, de quien Moisés fue únicamente mediador. Si meditamos en este resultado descubrimos algo inaudito: la antítesis es «Dios dijo». «Yo digo»; en otras palabras: Jesús habla al mismo nivel de Dios; no solamente como un nuevo Moisés, sino con la misma autoridad de Dios. Este «Yo» es un Yo divino. No faltan incluso exegetas protestantes que afirman que no es posible otra interpretación y que estas palabras no pueden haber sido inventadas por la comunidad primitiva, que se inclinaba más bien a mitigar los contrastes. Dios dijo a los antiguos; el mismo Dios no nos dice algo distinto en el Yo de Cristo, sino algo nuevo: «Lo viejo pasó, se ha hecho nuevo» (2 Cor 5,17) El Señor del Sermón de la Montaña es el mismo al que se refiere San Pablo con estas palabras; el mismo del que habla el Apocalipsis de San Juan: «He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5). La oración después de la comunión de este día está en consonancia con estos testimonios: «Señor, que esta eucaristía nos renueve para que, superando nuestra vida caduca, lleguemos a participar de los bienes de la redención»” (Joseph Ratzinger, “El camino pascual”).
Jesús nos lleva a ser "buenos" hasta el fondo del ser, amar hasta a nuestros enemigos: -“Habéis oído que se dijo a los antiguos: "No matarás"... Pero yo os digo: "No os irritéis contra vuestro hermano..."” ¡Qué diferencia, en efecto! Jesús viene a completar la Ley. Moisés había prohibido matar. Esto era ya encaminar la humanidad hacia la no violencia, hacia el amor fraterno. Pero todo quedaba muy elemental, muy negativo. Jesús va hasta el fondo del problema. Interioriza la ley: no es sólo el gesto exterior lo malo, lo es ya la "cólera" que puede inducir a ello... y las injurias verbales, las disputas que envenenan las relaciones humanas. Llamar a alguien "imbécil" o "descreído" es ya ser culpable de no-amar. A la luz de estas palabras, examino mis relaciones humanas. En este tiempo de cuaresma, es bueno proyectar esa luz exigente sobre mis relaciones cotidianas. ¿Me dejo llevar por mi temperamento? ¿Soy despreciativo? ¿Soy duro en mis palabras?
-“Si vas a presentar tu ofrenda ante el altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar...” Si hay discordia entre los hombres, la relación con Dios también se rompe. ¡Dios rehúsa la muestra de amor que pretendemos darle, cuando no amamos también a sus hermanos! Y la pobre "ofrenda" queda allí, en "pana" ante el altar... Dios se hace fiador de nuestras relaciones humanas. Nos dice: Antes de tener relaciones correctas conmigo, tenedlas primero entre vosotros. La caridad fraterna pasa delante del culto. –“Ve primero a reconciliarte con tu hermano y luego vuelve a presentar tu ofrenda”. No se trata aquí de un sentimentalismo fácil que evite las verdaderas cuestiones. Supongamos que ha habido una fisura. Se han disputado y ya no se hablan: no se trata tampoco de que el otro dé el primer paso, como suele decirse. "Estoy dispuesto... cuando él quiera, por mi parte estoy a punto". Jesús afirma, precisamente, la postura inversa: Es suficiente que yo me dé cuenta de que el otro tiene algo contra mí... debo yo ir a su encuentro, dar el primer paso. Comprometerse en la reconciliación. Es un principio esencial de supervivencia, para las personas, las familias, las profesiones, las razas, los grandes bloques, y simplemente... de una generación a otra.
“Vete primero a reconciliarte con tu hermano”. El arrepentimiento del cristiano se demuestra ante todo en el deseo de practicar la justicia. La Cuaresma es el tiempo más edecuado para el perdón de las injurias y para la reconciliación. No es posible tener odio al hermano y participar en la Eucaristía, sacramento del Amor. Esta doctrina pasó desde el Evangelio a la literatura cristiana. Ya aparece en el libro más antiguo del cristianismo, no bíblico, la Didajé, de fines del siglo primero. Y así se ha seguido enseñando en la Iglesia hasta nuestros días. San León Magno lo expone con frecuencia en sus sermones de Cuaresma. En el dice: «Vosotros, amadísimos, que os disponéis para celebrar la Pascua del Señor, ejercitaos en los santos ayunos, de modo que lleguéis a la más santa de todas las fiestas libres de toda turbación. Expulse el amor de la humildad el espíritu de la soberbia, fuente de todo pecado, y mitigue la mansedumbre a los que infla el orgullo. Los que con sus ofensas han exasperado los ánimos, reconciliados entre sí, busquen entrar en la unidad de la concordia. No volvais mal por mal, sino perdonaos mutuamente, como Cristo nos ha perdonado (Rom 12,17). Suprimid las enemistades humanas con la paz... «Nosotros, que diariamente tenemos necesidad de los remedios de la indulgencia, perdonemos sin dificultad las faltas de los otros. Si decimos al Señor, nuestro Padre: “perdónanos nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden” (Mt 6,12), es absolutamente cierto que, al conceder el perdón a las ofensas de los otros, nos disponemos nosotros mismos para alcanzar la clemencia divina».
Por tanto, se nos invita a pensar en nuestra conversión cuaresmal con el recuerdo de que cada uno es responsable de sus propias actuaciones: no vale echar la culpa a los antepasados o a la sociedad o a los otros. Lo propio de Dios no es castigar y estar espiando nuestra falta, sino que quiere que todos se conviertan de sus caminos y vivan, y está siempre dispuesto a acoger al que vuelve a él. Es lo que subraya más el salmo de hoy: «de ti procede el perdón... del Señor viene la misericordia y él redimirá a Israel de todos sus delitos». Programa exigente, que llega a actitudes interiores, además de los hechos exteriores: los juicios, las intenciones, las envidias y rencores. Sí, existe el pecado colectivo y las estructuras de pecado de las que habla Juan Pablo II en sus encíclicas sociales. Pero cada uno de nosotros es pecador y tenemos nuestra parte de culpa y debemos volvernos hacia Dios en el camino de la Pascua. En concreto, se nos pide: «Ve primero a reconciliarte con tu hermano». No esperes a que venga él: da tú el primer paso. Deberíamos tomar más en serio lo que se nos dice antes de la comunión en cada Misa: «daos fraternalmente la paz». «Señor, ensancha mi corazón oprimido y sácame de mis tribulaciones» (entrada). Se nos pide que participemos en los sentimientos divinos: «¿Acaso quiero yo la muerte del malvado y no, que se convierta de su camino y que viva?» (1ª lectura). «Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa» (salmo; cf. J. Aldazábal, “Enséñame tus caminos”) y lo que está mandado no es «no matar» (porque lo contrario ciertamente sería la contradicción más flagrante contra el amor), sino «amar». No haciendo nada malo se puede cumplir con el mandamiento de no matar, pero no se cumple con el de amar. Pecado es no sólo lo malo que hacemos (pecados que cometemos, pecados de «comisión») sino lo mucho bueno que nos dejamos de hacer (pecados de «omisión», que se cometen precisamente «no haciendo»). «No haciendo» se podría cumplir tal vez la ley de los letrados y fariseos, pero no la de Jesús (Servicio Bíblico Latinoamericano). Así nos lo recuerda el salmo responsorial: “Señor, escucha mi voz, estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica”. En ese ponernos de cara a Dios, esperando confiadamente, con deseo, “más que el centinela a la aurora”, nos encontramos en tiempo de reconocer, tiempo de confiar. Por encima de todo, “mi alma espera en el Señor” (Mila). Hoy, primer viernes de Cuaresma, vamos a poner los ojos en familiares, miembros de una comunidad, socios de una empresa, ciudadanos de un pueblo, hijos de esta tierra amplia y dilatada donde se multiplican las discordias, odios, olvidos, injusticias, insolidaridad, y apliquemos lo dicho. Si una palabra nos distanció en un invierno de hielo, una palabra puede ser el comienzo de una nueva comunión, y para ello tenemos la fuerza de la Eucaristía, como pedimos en la Postcomunión: «Señor, que esta Eucaristía nos renueve, y, purificándonos de la corrupción del pecado, nos haga entrar en comunión con el misterio que nos salva».
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martes, 28 de febrero de 2012
Cuaresma, I semana, miércoles: no hemos de pedir signos mágicos a Dios, tampoco nos quiere dar el éxito como signo, sino Él mismo, éste es el signo y
Cuaresma, I semana, miércoles: no hemos de pedir signos mágicos a Dios, tampoco nos quiere dar el éxito como signo, sino Él mismo, éste es el signo y con Él tenemos todo lo demás, para verlo así necesitamos conversión
Primera lectura: Jonás 3,1-10 (ver también domingo 3-B): En aquel tiempo, por segunda vez el Señor se dirigió a Jonás y le dijo: - Levántate, vete a Nínive, la gran ciudad, y proclama allí lo que yo te diré.
Jonás se levantó y partió para Nínive, según la orden del Señor. Nínive era una ciudad grandísima; se necesitaban tres días para recorrerla. Jonás se fue adentrando en la ciudad y proclamó durante un día entero: "Dentro de cuarenta días Nínive será destruida".
Los ninivitas creyeron en Dios: promulgaron un ayuno y todos, grandes y pequeños, se vistieron de sayal. También el rey de Nínive, al enterarse, se levantó de su trono, se quitó el manto, se vistió de sayal y se sentó en el suelo. Luego mandó pregonar en Nínive este bando: "Por orden del rey y sus ministros, que hombres y bestias, ganado mayor y menor, no prueben bocado, ni pasten ni beban agua. Que se vistan de sayal, clamen a Dios con fuerza y que todos se conviertan de su mala conducta y de sus violentas acciones. Quizás Dios se retracte, se arrepienta y se calme el ardor de su ira, de suerte que no perezcamos".
'Al ver Dios lo que hacían y cómo se habían convertido, se arrepintió y no llevó a cabo el castigo con que los había amenazado.
Salmo 50,3-4.12-13.18-19. ¡Ten piedad de mí, Señor, por tu bondad, por tu gran compasión, borra mis faltas! / ¡Lávame totalmente de mi culpa y purifícame de mi pecado! / Crea en mí, Dios mío, un corazón puro, y renueva la firmeza de mi espíritu. / No me arrojes lejos de tu presencia ni retires de mí tu santo espíritu. / Los sacrificios no te satisfacen; si ofrezco un holocausto, no lo aceptas: / mi sacrificio es un espíritu contrito, tú no desprecias el corazón contrito y humillado.
Texto del Evangelio (Lc 11,29-32; ver también lunes de la semana 28): En aquel tiempo, habiéndose reunido la gente, comenzó a decir: «Esta generación es una generación malvada; pide una señal, y no se le dará otra señal que la señal de Jonás. Porque, así como Jonás fue señal para los ninivitas, así lo será el Hijo del hombre para esta generación. La reina del Mediodía se levantará en el Juicio con los hombres de esta generación y los condenará: porque ella vino de los confines de la tierra a oír la sabiduría de Salomón, y aquí hay algo más que Salomón. Los ninivitas se levantarán en el Juicio con esta generación y la condenarán; porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás, y aquí hay algo más que Jonás».
Comentario: 1. Jon 3,1-10. El profeta Jonás -el único personaje judío que aparece en este libro- no es precisamente un modelo de creyente ni de profeta. Si por fin va a predicar a Nínive es porque se ve obligado, porque él bien había querido escaparse de su misión. Nínive era una ciudad considerada frívola, pecadora, y Jonás teme un estrepitoso fracaso en su misión. Además, se enfada cuando ve que Dios, compadecido, no va a castigar a los ninivitas. Mal profeta. No hace falta que consideremos como histórico este libro de Jonás. Es un apólogo a modo de parábola, una historia edificante con una intención clara: mostrar cómo los paganos -en este caso nada menos que Nínive, con todos sus habitantes, desde el rey hasta el ganado- hacen caso de la predicación de un profeta y se convierten, mientras que Israel, el pueblo elegido, a pesar de tantos profetas que se van sucediendo de parte de Dios, no les hace caso. Jonás anunció que «dentro de cuarenta días Nínive será arrasada». San Clemente Romano decía: «Fijemos con atención nuestra mirada en la sangre de Cristo y reconozcamos cuán preciosa ha sido a los ojos de Dios, su Padre, pues, derramada por nuestra salvación, alcanzó la gracia de la penitencia para todo el mundo. / Recorramos todos los tiempos y aprendamos cómo el Señor, de generación en generación, concedió un tiempo de penitencia a los que deseaban convertirse a Él. Noé predicó la penitencia y los que lo escucharon se salvaron. Jonás anunció a los ninivitas la destrucción de su ciudad, y ellos, arrepentidos de sus pecados, pidieron perdón a Dios y, a fuerza de súplicas, alcanzaron la indulgencia, a pesar de no ser de no ser del pueblo elegido. De la penitencia hablaron inspirados por el Espíritu Santo, los que fueron ministros de la gracia de Dios. / Y el mismo Señor de todas las cosas habló también, con juramento, de la penitencia: “Por mi vida, oráculo del Señor, que no quiero la muerte del pecador, sino que cambie de conducta“. Y añade aquella hermosa sentencia: “Cesad de obrar el mal, casa de Israel. Di a los hijos de mi pueblo: Aunque vuestros pecados lleguen hasta el cielo, aunque sean como púrpura y rojos como escarlata, si os convertís a Mí de todo corazón y decís: `Padre´; os escucharé como a mi pueblo santo”.
A nosotros se nos está diciendo que «dentro de cuarenta días será Pascua», la gran ocasión de sumarnos a la gracia de ese Cristo que a través de la muerte entra en una nueva existencia. ¿De veras podremos celebrar Pascua con él? ¿de veras nos creemos la oración del salmo de hoy: «oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme»? La Cuaresma es la convocatoria a la renovación: «has establecido generosamente este tiempo de gracia para renovar en santidad a tus hijos, de modo que, libres de todo afecto desordenado, vivamos las realidades temporales como primicias de las realidades eternas» (prefacio II de Cuaresma). «Los que esperan en ti no quedan defraudados» (entrada). «Que se alegren los que se acogen a ti con júbilo eterno» (comunión; J. Aldazábal).
El Evangelio de este día es ocasión para una excelente exposición de los signos de la fe. Los judíos se sitúan en el plano más externo: necesitan milagros maravillosos para tener fe y convertirse. Cristo penetra en el corazón del problema cuando proclama que la fe descansa únicamente sobre la confianza puesta en la persona del enviado. La comunidad cristiana ha necesitado más aún: no hay fe fuera del misterio de muerte y de resurrección del enviado.
El hombre moderno no corre el peligro de exagerar en el sentido de los judíos: el milagro físico le molesta y cree más fácilmente a pesar de los milagros que a causa de ellos. Cierta creencia en el milagro podría inducir a pensar que Dios no está más que en lo que supera al hombre, mientras que Dios está también en el hombre y en sus obras.
Además, el milagro físico no tiene verdadera significación más que si es expresión de la personalidad de quien lo realiza y si interpela a la persona del testigo. Por eso la mayoría de los milagros de Cristo son curaciones, signos de su función mesiánica y de su bondad (Mt 8, 17; 11, 1-6), incluso de sus relaciones con el Padre (el tema de los "signos" en el Evangelio de San Juan). Y por eso también la mayoría de los milagros solicitan la conversión interior y la fe; la solicitan, pero no la dan: se necesita ya de antemano la acción del Espíritu en el corazón para que éste acepte, como solicitante y no como juez, el signo propuesto por Dios.
No obstante, cabe extrañarse de que Dios, y tras Él Cristo, no facilite en absoluto las cosas a los fariseos y a los ateos de hoy dándoles el signo que esperan. ¿Por qué no escribe bien legible su nombre en el cielo para que la duda resulte imposible? Al contrario, se dirá: cuanto más evoluciona la humanidad hacia el progreso y la secularización, más se "desacraliza" y más parece que le son negados los signos de Dios.
Si Dios actuase de esa forma, ya no sería el Dios que ha escogido convertirse en servidor de los hombres para merecer su amor y su confianza gratuita. Sería una marca de publicidad a la que nadie podría resistir; quebrantaría probablemente todas las resistencias humanas... ¿Pero seguiría siendo testigo de la libertad e iría en busca de un amor libre y confiado? Realmente no hay otros signos que el de Jesús porque Dios ha escogido no violentar al hombre, sino ganar su amor muriendo por él. Y precisamente porque es el Dios del amor, no da otro signo que el que se cumple en Jesucristo.
El verdadero creyente, sin menospreciar el papel eventual del milagro, no pide ya signos exteriores porque en la persona misma de Cristo Hombre-Dios descubre la presencia discreta de Dios y su intervención. El verdadero milagro es de orden moral: es esa condición humana de Jesús, asumida en fidelidad, en obediencia y amor absolutos y totalmente irradiada de la presencia divina hasta el punto que, en la misma muerte, Dios ha estado presente a su Hijo para resucitarle. En este signo de Jonás culminan precisamente todos los milagros del Evangelio, llamadas a la conversión y a la apertura a la salvación de Dios; signos de su presencia espiritual en el combate contra el pecado y la muerte (Maertens-Frisque).
La presencia de Jesús en el mundo obliga a los hombres a tomar partido por él o contra él (cf. 11. 23). Muchos hombres piden signos, prodigios. Con ello pretenden excusarse de tomar decisión en su favor. Así les parece poder continuar viviendo tranquilos, sin comprometerse, sin decidir, sin creer. Jesús rechaza esta petición de signos (cf. Jn 4. 48; 1Co 1. 22). Y se ofrece a sí mismo como señal única, suficiente, definitiva. Él y su Palabra. Él y su vida. Él, que es mayor que todos los reyes, superior a todos los profetas, basta para mover al hombre a adherirse a Él, a creer en Él. Buscar otros signos es una actitud perversa, es no querer convertirse, es encerrarse en sí mismo (cf. Jn 6. 30-31). De la decisión tomada frente a Jesús, frente a su persona y a su mensaje, depende la salvación de los hombres (“Comentarios bíblicos”, tomado de mercaba.org).
Jesús habla de convertirse, cambiar de vida, hacer penitencia. La gente quiere otra cosa… Jesús comenzó a decirles: "Esta generación es una generación mala; reclama un "signo". “La palabra "generación" es siempre empleada por Jesús en modo peyorativo. Es una alusión típica a un momento de la Historia del pueblo de Israel, la primera "generación", la del desierto, la de los cuarenta años primeros... la que ha pasado su tiempo reclamando "signos de Dios. "Cuarenta años esta generación me ha disgustado... estas gentes no han conocido mis caminos... y no obstante veían mis acciones..." (Salmo, 95, 9-10) También en tiempos de Jesús, y en los nuestros... se seguía pidiendo a Dios que se mostrara, que manifestara su poder.
¡Si Dios escribiera su nombre en el cielo! ¡Si Dios aplastara a los malos! ¡Si bajase de la cruz y se enfrentase con los que le injuriaban! ¡Si movilizase, de hecho, a "doce legiones de ángeles" para no ser arrestado por un escuadrón de soldados romanos! En fin, ¿por qué Dios no se manifiesta a los ateos... para que sea imposible seguir dudando?
-Y no les será dada otra señal que la de Jonás. Si Dios pusiera un "signo en el cielo", dejaría de ser Aquel que ha escogido ser. Aplastaría. Nadie podría resistirle... Ahora bien, Dios ha elegido ser el "servidor", el que ama a los hombres, y que espera discretamente su respuesta confiada y libre. Dios no quiere forzar la mano. Las postraciones de los esclavos no le dicen nada.
-Porque como fue Jonás señal para los ninivitas, así también lo será el Hijo del hombre para esta generación. Sí, las gentes de Nínive no tuvieron grandes cosas como signos.¡Jonás no hizo ningún milagro sensacional! Simplemente pronunció su mensaje e invitó a la "conversión".
¿Realmente me afecta la "invitación" a cambiar de vida que el Hijo del hombre me transmite y que la Iglesia me repite en ese tiempo cuaresmal? -Los ninivitas se levantarán en el juicio contra esta generación y la condenarán, porque hicieron penitencia a la predicación de Jonás y hay aquí más que Jonás. Hicieron penitencia... sin otro signo que la predicación del profeta. Yo conozco bien la conversión y el cambio que Dios espera de mí. ¿Qué es lo que yo voy a hacer durante toda esta cuaresma? -La reina del Mediodía se levantará en el juicio contra los hombres de esta generación y los condenará, porque vino de los confines de la tierra para oír la sabiduría de Salomón y hay aquí algo más que Salomón. Los habitantes de Nínive: la gran ciudad pagana... La Reina de Saba: princesa pagana... He aquí a los que Jesús pone como ejemplo. Ellos se esforzaron. Y nosotros, hemos recibido mucho más que ellos. Hemos oído a Jesús, tenemos los sacramentos a nuestra disposición, tenemos sus divinas Palabras. Señor, dame un corazón nuevo. Señor, otórgame la valentía necesaria para esos cambios que debo llevar a cabo. Repíteme, Señor, la urgencia de esta conversión. El Juicio se acerca. Mañana puede ser demasiado tarde. ¿Estaré yo también "condenado" con esta generación mala que pedía signos?” (Noel Quesson).
Dios nos llama a todos a participar de su vida. Él a nadie creó para la condenación. Él no se recrea en la muerte de los suyos, sino que, al amarnos, nos envió a su propio Hijo para que, mediante su muerte, fueran perdonados nuestros pecados; y mediante su gloriosa resurrección tuviéramos nueva vida. Quien da su sí inicial a Cristo deja a un lado sus caminos equivocados y recibe el Bautismo, que es el lugar principal de la conversión primera y fundamental. Sin embargo sabemos que la concupiscencia permanece en nosotros, a fin de que nos sirva de prueba en el combate de la vida cristiana ayudados por la gracia de Dios. Por eso afirmamos que la Iglesia recibe en su propio seno a los pecadores y que, siendo santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación. Este tiempo de la Cuaresma, tiempo especial de gracia que el Señor nos concede, debe ayudarnos a reflexionar sobre la fidelidad a nuestro compromiso bautismal, pues nuestra unión a Cristo por la fe no puede quedarse en una vana palabrería. Pero, puesto que somos frágiles, acudamos al Señor para que sea Él quien nos fortalezca, de tal forma que no nosotros, sino la gracia de Dios con nosotros lleve a buen término la obra de salvación, que Dios mismo ha iniciado en nosotros.
2. –Una vez más utilizamos el Salmo 50 –que ya comentamos el Miércoles de Ceniza–, texto magnífico para expresar el arrepentimiento de los pecados. Convertíos a Mí de todo corazón en ayunos y lágrimas y llantos, dice el Señor. Rasgad vuestros corazones y convertíos al Señor, porque Él es benigno y misericordioso, paciente y bondadoso y siempre dispuesto a perdonar el mal... Perdona, Señor, perdona a tu pueblo y no des al oprobio tu heredad (cf. Joel). Dios quiere la penitencia. Una penitencia cordial y sincera. Quiere el arrepentimiento, la contrición, pero también las obras externas de mortificación y de ejercicio de la virtud de caridad.
A lo largo de la Cuaresma todos somos invitados a la penitencia y a la conversión. Comenta San Agustín: «Jonás anunció no la misericordia, sino la ira, que era inminente... Solamente amenazó con la destrucción y la proclamó; no obstante, ellos, sin perder la esperanza en la misericordia de Dios, se convirtieron a la penitencia y Dios los perdonó. Mas, ¿qué hemos de decir? ¿Que el profeta mintió? Si lo entiendes carnalmente, parece haber dicho algo que fue falso; pero, si lo entiendes espiritualmente, se cumplió lo que predijo el profeta. Nínive, en efecto, fue derruida. / Prestad atención a lo que era Nínive y ved que fue derruida. ¿Qué era Nínive? Comían, bebían, compraban, vendían, plantaban, edificaban; se entregaban al perjurio, a la mentira, a la embriaguez, a los crímenes, a toda clase de corrupción. Así era Nínive. Fíjate cómo es ahora: lloran, se duelen, se contristan en el cilicio y la ceniza, en el ayuno y en la oración. ¿Dónde está aquella otra Nínive? Ciertamente ha sido derruida, porque sus acciones ya no son las de antes”. ¿Cómo nos envía Dios señales? Dios nos las envía fundamentalmente a través de nuestra conciencia. Una conciencia que tiene que estar buscando constantemente a Dios; una conciencia que no tiene que detenerse jamás a pesar de las barreras de las murallas que hay en la propia alma. Lo contrario de la perversión es la conversión. Si nuestra alma está constantemente convirtiéndose a Dios, así encuentre un su vida mil defectos, mil problemas, mil reticencias, mil miedos, encontrará al Señor. Es lo mismo que les ocurrió a los habitantes de Nínive. Es la frase final, con la cual el rey de Nínive termina su mandato: “Quizá Dios se arrepienta y nos perdone, aplaque el incendio de su ira y así no moriremos”. Aunque halla murallas, dificultades; aunque seamos nosotros mismos los primeros que nos sintamos como obstáculo al regreso de Dios N. S., no olvidemos que Él siempre está en el camino de la conversión. Él siempre está ahí, dispuesto a darnos la mano, a tendernos la posibilidad de regresar a Él.
Dios, a pesar de la infidelidad manifestada en el pecado de los hombres y del castigo que merece, mantiene su amor por mil generaciones. Dios revela que es rico en misericordia llegando hasta dar su propio Hijo para que nosotros seamos perdonados. Él es nuestro Padre; y nos ama sin dar marcha atrás en su amor por nosotros. Nosotros no podemos vivir indiferentes ante ese amor que Dios nos tiene. Con humildad hemos de volver a Él, que constantemente nos llama a la conversión, pues tanto con las palabras como con las obras de su Hijo Jesús, nos ha manifestado que es un Padre rico en misericordia para con todos. Que este tiempo especial de gracia nos lleve a confesar con humildad ante Él nuestros pecados para obtener su misericordia y la reconciliación con su Iglesia. Si volvemos al Señor Él nos perdonará todas nuestras faltas; sin embargo también nos enviará diciendo: Ve primero a reconciliarte con tu hermano. Dios no sólo nos quiere unidos a Él, sino también unidos nosotros como hermanos guiados por el amor fraterno. Por eso no sólo le hemos de pedir a Dios que nos perdone nuestros pecados, sino también que cree en nosotros un corazón nuevo y un espíritu nuevo capaz de alabar su Nombre y de hacer, en adelante, el bien a todos, pues todos somos hijos del mismo Dios y Padre.
¿Por qué descorazonarnos, cuando en nuestro camino de conversión encontramos algo que se nos hace tremendamente difícil de superar? ¿Somos más grandes nosotros que la Misericordia de Dios? ¿Es más milagroso el hecho de que una mujer vaya a escuchar a Salomón, o el que una ciudad completa, se convierta ante la voz de una profeta, que la Resurrección del Hijo de Dios? En esta Cuaresma tenemos que ir viendo hasta qué punto estamos aceptando las señales de Dios N. S. nos da. Viendo cómo Dios me habla, que detrás de ese cómo Dios me habla, a veces gozo, con penas, a veces con un quebranto tremendo de corazón y a veces con una grandísima alegría en el alma. Estas señales de Dios, tienen detrás un sello que es la Resurrección de Cristo y si nosotros las aceptamos, no simplemente vamos a estar aceptando a un Dios que pasa por nuestra vida, sino que vamos a estar aceptando la garantía con la cual, Dios N. S. pasa por nuestra vida. Hagamos de nuestra existencia, de nuestro camino, de nuestro encuentro con Dios, un constante aceptar el modo en el que Dios me ha hablado, aunque yo no lo entienda. “Aunque este muy lejos Salomón”. Abramos nuestros ojos, abramos nuestro corazón, nuestra vida a las señales de Dios y permitamos que el Señor vaya señalando, indicando por dónde nos quiere llevar. Si algún día no sabemos por dónde nos está llevando, que solamente nos preocupe el no perder de vista las señales de Dios. No importa por dónde nos lleve, eso es problema de Él. Nuestro autentico problema, es no perder de vista las señales de Dios, porque por donde Él nos lleve, tendremos siempre la certeza de que nos está llevando por el camino siempre correcto, por el que nosotros necesitamos ir. Que ésta sea nuestra oración y el más profundo fruto de esta Cuaresma: ser tan auténticos con nosotros mismos, que seamos capaces de ver la autenticidad con la que Dios nos habla. Que nunca la autenticidad de Dios, choque con la inautenticidad de nuestra vida. Que la autenticidad con la que Él se manifiesta en nuestra existencia, a través de sus señales, encuentre siempre como eco el corazón abierto, dispuesto, auténtico, que recibe todas las señales que el Señor le da.
Muchas veces a lo largo de la vida hemos pedido perdón, y muchas veces nos ha perdonado el Señor. Cada uno de nosotros sabe cuánto necesita de la misericordia divina: Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas (Salmo 24, 6), leemos en la Antífona de la Misa. La Cuaresma es un tiempo oportuno para cuidar muy bien el modo de recibir el sacramento de la Penitencia, ese encuentro con Cristo, que se hace presente en el sacerdote: encuentro siempre único y distinto. Allí nos acoge, nos cura, nos limpia, nos fortalece. Cuando nos acercamos a este sacramento debemos pensar ante todo en Cristo. Él debe ser el centro del acto sacramental. Y la gloria y el amor a Dios han de contar más que nuestros pecados. Se trata de mirar mucho más a Jesús que a nosotros mismos; más a su bondad que a nuestra miseria, pues la vida interior es un diálogo de amor en el que Dios es siempre el punto de referencia. Somos como el hijo pródigo que vuelve a la casa paterna. Debemos sentir deseos de encontrarnos con el Señor lo antes posible para descargar en Él el dolor por nuestros pecados. Muchas veces a lo largo de la vida hemos pedido perdón, y muchas veces nos ha perdonado el Señor. Cada uno de nosotros sabe cuánto necesita de la misericordia divina. Así acudimos a la Confesión: a pedir absolución de nuestras culpas como una limosna que estamos lejos de merecer. Pero vamos con confianza, fiados no en nuestros méritos, sino en Su misericordia, que es eterna e infinita, siempre dispuesto al perdón. La confesión debe ser concisa, concreta, clara y completa. Confesión concisa, de no muchas palabras: las precisas, sin adornos. Confesión concreta, sin divagaciones: pecados y circunstancias. Confesión clara, para que nos entiendan, poniendo de manifiesto nuestra miseria con modestia y delicadeza. Confesión completa, íntegra, sin dejar de decir nada por falsa vergüenza. La Confesión nos hace participar en la Pasión de Cristo y, por sus merecimientos, en su Resurrección. Cada vez que la recibimos con las debidas disposiciones se opera en nuestra alma un renacimiento a la vida de la gracia, fuerzas para combatir las inclinaciones confesadas, para evitar las ocasiones de pecar, y para no reincidir en las faltas cometidas. La Confesión sincera deja en el alma una gran paz y una gran alegría. “Ahora comprendes cuánto has hecho sufrir a Jesús, y te llenas de dolor: ¡Qué sencillo pedirle perdón, y llorar tus traiciones pasadas! ¡No te caben en el pecho las ansias de reparar!” (San Josemaría Escrivá; cf. Francisco Fernández Carvajal).
3. La reina de Sabá vino desde muy lejos, atraída por la fama de sabio del rey Salomón. Los habitantes de Nínive hicieron caso a la primera a la voz del profeta Jonás y se convirtieron. Jesús se queja de sus contemporáneos porque no han sabido reconocer en él al enviado de Dios. Se cumple lo que dice san Juan en su evangelio: «vino a los suyos y los suyos no le reconocieron». Los habitantes de Nínive y la reina de Sabá tendrán razón en echar en cara a los judíos su poca fe. Ellos, con muchas menos ocasiones, aprovecharon la llamada de Dios. Nosotros, que estamos mucho más cerca que la reina de Sabá, que escuchamos la palabra de uno mucho más sabio que Salomón y mucho más profeta que Jonás, ¿le hacemos caso? ¿nos hemos puesto ya en camino de conversión? Los que somos «buenos», o nos tenemos por tales, corremos el riesgo de quedarnos demasiado tranquilos y de no sentirnos motivados por la llamada de la Cuaresma: tal vez no estamos convencidos de que somos pecadores y de que necesitamos convertirnos. Hoy hace una semana que iniciamos la Cuaresma con el rito de la ceniza. ¿Hemos entrado en serio en este camino de preparación a la Pascua? ¿está cambiando algo en nuestras vidas? Conversión significa cambio de mentalidad («metánoia»). ¿Estamos realizando en esta Cuaresma aquellos cambios que más necesita cada uno de nosotros? La palabra de Dios nos está señalando caminos concretos: un poco más de control de nosotros mismos (ayuno), mayor apertura a Dios (oración) y al prójimo (caridad). ¿Tendrá Jesús motivos para quejarse de nosotros, como lo hizo de los judíos de su tiempo por su obstinación y corazón duro? «Señor, mira complacido a tu pueblo, que desea entregarse a Ti con una vida santa; y a los que moderan su cuerpo con la penitencia, transfórmales interiormente mediante el fruto de las buenas obras» (colecta).
«Aquí hay algo más que Salomón; y aquí hay algo más que Jonás»: Hoy, el Evangelio nos invita a centrar nuestra esperanza en Jesús mismo. Justamente, Juan Pablo II ha escrito que «no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ‘¡Yo estoy con vosotros!’». Dios —que es Padre— no nos ha abandonado: «El cristianismo es gracia, es la sorpresa de un Dios que, satisfecho no sólo con la creación del mundo y del hombre, se ha puesto al lado de su criatura» (Juan Pablo II). Nos encontramos empezando la Cuaresma: no dejemos pasar de largo la oportunidad que nos brinda la Iglesia: «Éste es el tiempo favorable, éste es el día de la salvación» (2Cor 6,2). Después de contemplar en la Pasión el rostro sufriente de Nuestro Señor Jesucristo, ¿todavía pediremos más señales de su amor? «A aquel que no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que nos hiciéramos justicia de Dios en Él» (2Cor 5,21). Más aún: «El que ni a su propio Hijo perdonó, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él todas las cosas?» (Rom 8,32). ¿Todavía pretendemos más señales? En el rostro ensangrentado de Cristo «hay algo más que Salomón (...); aquí hay algo más que Jonás» (Lc 11,31-32). Este rostro sufriente de la hora extrema, de la hora de la Cruz —ha escrito el Papa— es «misterio en el misterio, ante el cual el ser humano ha de postrarse en adoración». En efecto, «para devolver al hombre el rostro del Padre, Jesús debió no sólo asumir el rostro del hombre, sino cargarse incluso del “rostro” del pecado» (Juan Pablo II). ¿Queremos más señales? «¡Aquí tenéis al hombre!» (Jn 19,5): he aquí la gran señal. Contemplémoslo desde el silencio del “desierto” de la oración: «Lo que todo cristiano ha de hacer en cualquier tiempo [rezar], ahora ha de ejecutarlo con más solicitud y con más devoción: así cumpliremos la institución apostólica de los cuarenta días» (San León Magno, papa).
En Jesús se unen el antiguo y el nuevo testamento, pero también se une hoy el sentido unitario de la Biblia. Jonás es el profeta que nos muestra cómo ir más allá de nuestras miserias, para cumplir el plan que Dios tiene para con nosotros. “Esta generación pide un signo”, nos dice Jesús. Queremos el signo del éxito, de ver que la cosa funciona, en la historia y en nuestra vida. Cuando no hay cielo, se trabaja por una promesa terrenal. Así mientras no está más que difuminada la resurrección (hasta el libro de Job, o más tarde los Macabeos) los salmos nos muestran los frutos de una vida moral: tener vacas y una vida abundante en familia, amigos, etc. Es decir, el pago ya en esta vida. Esto, a mi entender, pasa a la moral protestante en aquello de que la abundancia y el éxito es signo de predestinación, y fomenta la competitividad y quizá el capitalismo. Pero esto ha pasado a Estados Unidos, donde domina esta moral de que la abundancia es signo de ser el elegido. Hoy con manifestaciones de estar “en el sitio oportuno en el momento oportuno”, o aquella otra expresión de que “unos nacen estrella y otros estrellados”. Es la moral del hombre que se ha hecho a sí mismo, en la que se ve por los resultados la rectitud del corazón. Muchas veces hay que romper las normas, ir contra todos, incluso usar medios incorrectos, pero al final hay “suerte” y se ve que ha valido la pena. Es aquello de que “el fin justifica los medios”, y en el fondo revive el sentimiento vétero-testamentario del éxito como pago para una vida correcta. Es una pena que acostumbra a poner el nombre de Dios en acciones violentas como “justicia infinita” y cosas por el estilo, o usa la muerte de inocentes como las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki como “mal menor”, en una línea que se ha desarrollado recientemente con los “efectos colaterales”, pero que en la raíz no se distingue de los atentados terroristas que ha obtenido como respuesta.
Seguiremos ahora el comentario que hizo Ratzinger sobre estas lecturas (cf. “El camino pascual”). Los judíos piden un signo a Jesús, una prueba palpable, experimentable. Es “la exigencia de una demostración física, de un signo que elimine toda duda, oculta en el fondo el rechazo de la fe, un negarse a rebasar los límites de la seguridad trivial de lo cotidiano y, por ello, encierra también el rechazo del amor, pues el amor exige, por su misma esencia, un acto de fe, un acto de entrega de sí mismo”. Este error de la certeza que hoy se busca tiene raíces modernistas, un rebrote actual de aquello, con manifestaciones como “la miopía de un corazón demasiado centrado en la búsqueda del poder físico, de la posesión, del tener”.
“«Esta generación pide un signo». También nosotros esperamos la demostración, el signo del éxito, tanto en la historia universal como en nuestra vida personal. Y nos preguntamos hasta qué punto el cristianismo ha transformado realmente el mundo, hasta qué punto ha creado este signo del pan y de la seguridad, al que se refería el diablo en el desierto”. Es el argumento de Marx: el cristianismo ha tenido tiempo suficiente para demostrar sus principios y dar pruebas de su éxito creando el paraíso en la tierra, y que después de tanto tiempo habría llegado la hora de emprender la tarea echando mano de otros principios. Este argumento “impresiona a no pocos cristianos; son muchos los que piensan que, al menos, es necesario estrenar un cristianismo de nuevo cuño, un cristianismo que renuncie al lujo de la interioridad, de la vida espiritual. Pero es justamente así como impiden la verdadera transformación del mundo, que no puede surgir más que de un corazón nuevo, de un corazón vigilante, de un corazón abierto a la verdad y al amor; es decir, de un corazón liberado y verdaderamente libre.
La raíz de esta equivocada exigencia de un signo no es otra que el egoísmo, un corazón impuro, que únicamente espera de Dios el éxito personal, la ayuda necesaria para absolutizar el propio yo. Esta forma de religiosidad representa el rechazo fundamental de la conversión. ¡Cuántas veces nos hacemos también nosotros esclavos del signo del éxito! ¡Cuántas veces pedimos un signo y nos cerramos a la conversión!”
3. Jesús no rechaza todo signo, sino el malo que pide «esta generación». Él ofrece su signo: «Como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación» (Lc 11,30). “Jesús mismo, la persona de Jesús, en su palabra y en su entera personalidad, es signo para todas las generaciones. Esta respuesta de San Lucas me parece muy profunda; no deberíamos cansarnos de meditarla. «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,8s). Queremos ver y, de este modo, estar seguros. Jesús responde: «Sí, podéis ver». El Padre se ha hecho visible en el Hijo. Ver a Jesús; ésta es la respuesta. Nosotros recibimos el signo, la realidad que se demuestra a sí misma. Porque, ¿no es un signo extraordinario esta presencia de Jesús en todas las generaciones, esta fuerza de su persona que atrae aun a los paganos, a los no cristianos, a los ateos? Ver a Jesús, aprender a verlo”. Los Ejercicios espirituales, como las prácticas de piedad, ofrecen la ocasión de ver a Jesús. “Contemplémoslo en su palabra inagotable; contemplémosle en sus misterios, como dispone San Ignacio en el libro de los Ejercicios: en los misterios del nacimiento, en el misterio de la vida oculta, en los misterios de la vida pública, en el misterio pascual, en los sacramentos, en la historia de la Iglesia. El rosario y el viacrucis no son otra cosa que una guía que el corazón de la Iglesia ha descubierto para aprender a ver a Jesús y llegar así a responder de la misma forma que las gentes de Nínive: con la penitencia, con la conversión. El rosario y el viacrucis constituyen desde hace siglos la gran escuela donde aprendemos a ver a Jesús. Estos días nos invitan a entrar de nuevo en esta escuela, en comunión con los fieles que nos han precedido en un pasado de siglos”.
También se puede considerar otro tema: “los habitantes de Nínive creyeron en el anuncio del judío Jonás e hicieron penitencia. La conversión de los ninivitas me parece un hecho muy sorprendente. ¿Cómo llegaron a creer? Y ésta es la única respuesta que encuentro: al escuchar la predicación de Jonás, se vieron obligados a reconocer que al menos la parte manifiesta de aquel anuncio era sencillamente verdadera: la perversión de la ciudad era grave. Y así alcanzaron a entender que también la otra parte era verdadera: la perversión destruye una ciudad. En consecuencia, comprendieron que la conversión era la única vía posible para salvar la ciudad. La verdad manifiesta venía a confirmar la autenticidad del anuncio, pero el reconocimiento de esa verdad exigía la actitud sincera de los oyentes. Un segundo elemento que apoyó sin duda la credibilidad de Jonás fue el desinterés personal del mensajero: venía de muy lejos para cumplir una misión que lo exponía al escarnio y, ciertamente, no se hallaba en condiciones de prometer ninguna ganancia personal. La tradición rabínica añade otro elemento: Jonás quedó marcado por los tres días y las tres noches que pasó en el corazón de la tierra, en «lo profundo de los infiernos» (Jon 2,3). Eran visibles en él las huellas de la experiencia de la muerte, y estas huellas daban autoridad a sus palabras.
Aquí nos salen al paso algunas preguntas. ¿Creeríamos nosotros, creerían nuestras ciudades si viniese un nuevo Jonás? También hoy busca Dios mensajeros de la penitencia para las grandes ciudades, las Nínives modernas. ¿Tenemos nosotros el valor, la fe profunda y la credibilidad que nos harían capaces de tocar los corazones y de abrir las puertas a la conversión?” Comunión: «Que se alegren los que se acogen a Ti con júbilo eterno; protégelos para que se llenen de gozo» (Sal 5,12). Postcomunión: «Tú, Señor, que no cesas de invitarnos a tu mesa, concédenos que este banquete en el que hemos participado sea para nosotros fuente de vida eterna».
Jonás fue un signo para los Ninivitas de la misericordia que Dios tiene a todos, sin distinción. Jesús es la Divina Misericordia encarnada. En Él Dios nos ha manifestado su rostro amoroso, misericordioso y cercano a todos. Ojalá y nosotros nos acerquemos a Él con gran fe y amor, no sólo para escuchar sus palabras llenas de Sabiduría, mediante las cuales nos revela a Dios como Padre nuestro, lleno de amor y de misericordia para con todos. Sino que esa Palabra de Dios anide en lo más profundo de nuestro corazón, de tal forma que, amoldando a ella nuestra vida, nos manifestemos como verdaderos hijos de Dios. El Señor dirige a nosotros su Palabra salvadora, invitándonos a una sincera conversión. Confrontando nuestra vida con su Palabra nos damos cuenta que muchas veces no hemos caminado como hijos de Dios. Pues aun cuando lo hemos buscado, tal vez sólo lo hemos hecho con el interés de recibir sus beneficios y sus dones. El Señor nos quiere no sólo junto a Él; no sólo como siervos que hacen en todo su voluntad; Dios nos quiere como hijos suyos, que demuestren con sus obras que en verdad su Vida y su Espíritu están en nosotros. Por eso aprovechemos este tiempo de cuaresma para buscar sinceramente a Dios y para vivir totalmente comprometidos con Él como hijos fieles suyos. El Señor nos reúne en esta Eucaristía para hacernos conocer su voluntad. No vengamos sólo a rezarle para exponerle nuestras angustias y esperanzas. Vengamos porque en verdad queremos entrar en comunión de vida con Él. Dios conoce que somos frágiles, y que muchas veces el pecado pudo haber dominado nuestra vida. Pero el Señor, mediante su Misterio Pascual, está dispuesto a perdonarnos, si con humildad confesamos ante Él nuestros pecados y recibimos, por medio de sus ministros consagrados, el perdón de nuestras culpas. Dios no nos quiere convertidos en unos malvados y destructores. Nuestro Dios quiere que nosotros sus hijos seamos santos como Él es Santo. Para esto Él entregó su vida por nosotros. Ese es el amor que nos tiene hasta el extremo. Hagamos nuestro ese amor de Dios y acojámonos a su divina misericordia para que su salvación llegue a su perfección en nosotros. El Señor, rico en misericordia para con nosotros, quiere que también nosotros seamos misericordiosos para con los demás. Si hemos buscado al Señor para llenarnos de su amor, para recibir su perdón y para aceptar en nosotros el don de su Espíritu Santo, es para que nosotros seamos portadores de su amor, de su misericordia y de su Espíritu para todos los hombres. Por eso la Iglesia de Cristo, unida fielmente a su Señor, es un signo del amor de Dios para todos. A ella corresponde hablar no con la sabiduría de los hombres, sino con la Sabiduría de Dios para que todos le conozcan y le amen. A ella le corresponde invitar constantemente a todos a la conversión para que se unan a Él por medio de la fe y del bautismo, o retornen a Él si, a causa del pecado, vagaron lejos del Señor como ovejas sin pastor. Seamos, por tanto, esa Iglesia de Cristo comprometida en el testimonio del amor que Dios infundió en nosotros. Alejémonos de todo aquello que pudiera estorbar la llegada del Reino a nosotros. Dejémonos conducir por el Espíritu del Señor para que, por medio nuestro, Dios siga realizando su obra de salvación en el mundo y su historia. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de tener un corazón renovado en Cristo, de tal forma que en verdad seamos un signo de su amor para todos y podamos, así, ser un lenguaje creíble del Señor no sólo con nuestras palabras, sino con una vida íntegra amoldada a las enseñanzas de Cristo y a la inspiración del Espíritu Santo, que habita en nosotros. Amén (www.homiliacatolica.com; muchos textos están tomados de mercaba.org. Llucià Pou,2009).
Primera lectura: Jonás 3,1-10 (ver también domingo 3-B): En aquel tiempo, por segunda vez el Señor se dirigió a Jonás y le dijo: - Levántate, vete a Nínive, la gran ciudad, y proclama allí lo que yo te diré.
Jonás se levantó y partió para Nínive, según la orden del Señor. Nínive era una ciudad grandísima; se necesitaban tres días para recorrerla. Jonás se fue adentrando en la ciudad y proclamó durante un día entero: "Dentro de cuarenta días Nínive será destruida".
Los ninivitas creyeron en Dios: promulgaron un ayuno y todos, grandes y pequeños, se vistieron de sayal. También el rey de Nínive, al enterarse, se levantó de su trono, se quitó el manto, se vistió de sayal y se sentó en el suelo. Luego mandó pregonar en Nínive este bando: "Por orden del rey y sus ministros, que hombres y bestias, ganado mayor y menor, no prueben bocado, ni pasten ni beban agua. Que se vistan de sayal, clamen a Dios con fuerza y que todos se conviertan de su mala conducta y de sus violentas acciones. Quizás Dios se retracte, se arrepienta y se calme el ardor de su ira, de suerte que no perezcamos".
'Al ver Dios lo que hacían y cómo se habían convertido, se arrepintió y no llevó a cabo el castigo con que los había amenazado.
Salmo 50,3-4.12-13.18-19. ¡Ten piedad de mí, Señor, por tu bondad, por tu gran compasión, borra mis faltas! / ¡Lávame totalmente de mi culpa y purifícame de mi pecado! / Crea en mí, Dios mío, un corazón puro, y renueva la firmeza de mi espíritu. / No me arrojes lejos de tu presencia ni retires de mí tu santo espíritu. / Los sacrificios no te satisfacen; si ofrezco un holocausto, no lo aceptas: / mi sacrificio es un espíritu contrito, tú no desprecias el corazón contrito y humillado.
Texto del Evangelio (Lc 11,29-32; ver también lunes de la semana 28): En aquel tiempo, habiéndose reunido la gente, comenzó a decir: «Esta generación es una generación malvada; pide una señal, y no se le dará otra señal que la señal de Jonás. Porque, así como Jonás fue señal para los ninivitas, así lo será el Hijo del hombre para esta generación. La reina del Mediodía se levantará en el Juicio con los hombres de esta generación y los condenará: porque ella vino de los confines de la tierra a oír la sabiduría de Salomón, y aquí hay algo más que Salomón. Los ninivitas se levantarán en el Juicio con esta generación y la condenarán; porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás, y aquí hay algo más que Jonás».
Comentario: 1. Jon 3,1-10. El profeta Jonás -el único personaje judío que aparece en este libro- no es precisamente un modelo de creyente ni de profeta. Si por fin va a predicar a Nínive es porque se ve obligado, porque él bien había querido escaparse de su misión. Nínive era una ciudad considerada frívola, pecadora, y Jonás teme un estrepitoso fracaso en su misión. Además, se enfada cuando ve que Dios, compadecido, no va a castigar a los ninivitas. Mal profeta. No hace falta que consideremos como histórico este libro de Jonás. Es un apólogo a modo de parábola, una historia edificante con una intención clara: mostrar cómo los paganos -en este caso nada menos que Nínive, con todos sus habitantes, desde el rey hasta el ganado- hacen caso de la predicación de un profeta y se convierten, mientras que Israel, el pueblo elegido, a pesar de tantos profetas que se van sucediendo de parte de Dios, no les hace caso. Jonás anunció que «dentro de cuarenta días Nínive será arrasada». San Clemente Romano decía: «Fijemos con atención nuestra mirada en la sangre de Cristo y reconozcamos cuán preciosa ha sido a los ojos de Dios, su Padre, pues, derramada por nuestra salvación, alcanzó la gracia de la penitencia para todo el mundo. / Recorramos todos los tiempos y aprendamos cómo el Señor, de generación en generación, concedió un tiempo de penitencia a los que deseaban convertirse a Él. Noé predicó la penitencia y los que lo escucharon se salvaron. Jonás anunció a los ninivitas la destrucción de su ciudad, y ellos, arrepentidos de sus pecados, pidieron perdón a Dios y, a fuerza de súplicas, alcanzaron la indulgencia, a pesar de no ser de no ser del pueblo elegido. De la penitencia hablaron inspirados por el Espíritu Santo, los que fueron ministros de la gracia de Dios. / Y el mismo Señor de todas las cosas habló también, con juramento, de la penitencia: “Por mi vida, oráculo del Señor, que no quiero la muerte del pecador, sino que cambie de conducta“. Y añade aquella hermosa sentencia: “Cesad de obrar el mal, casa de Israel. Di a los hijos de mi pueblo: Aunque vuestros pecados lleguen hasta el cielo, aunque sean como púrpura y rojos como escarlata, si os convertís a Mí de todo corazón y decís: `Padre´; os escucharé como a mi pueblo santo”.
A nosotros se nos está diciendo que «dentro de cuarenta días será Pascua», la gran ocasión de sumarnos a la gracia de ese Cristo que a través de la muerte entra en una nueva existencia. ¿De veras podremos celebrar Pascua con él? ¿de veras nos creemos la oración del salmo de hoy: «oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme»? La Cuaresma es la convocatoria a la renovación: «has establecido generosamente este tiempo de gracia para renovar en santidad a tus hijos, de modo que, libres de todo afecto desordenado, vivamos las realidades temporales como primicias de las realidades eternas» (prefacio II de Cuaresma). «Los que esperan en ti no quedan defraudados» (entrada). «Que se alegren los que se acogen a ti con júbilo eterno» (comunión; J. Aldazábal).
El Evangelio de este día es ocasión para una excelente exposición de los signos de la fe. Los judíos se sitúan en el plano más externo: necesitan milagros maravillosos para tener fe y convertirse. Cristo penetra en el corazón del problema cuando proclama que la fe descansa únicamente sobre la confianza puesta en la persona del enviado. La comunidad cristiana ha necesitado más aún: no hay fe fuera del misterio de muerte y de resurrección del enviado.
El hombre moderno no corre el peligro de exagerar en el sentido de los judíos: el milagro físico le molesta y cree más fácilmente a pesar de los milagros que a causa de ellos. Cierta creencia en el milagro podría inducir a pensar que Dios no está más que en lo que supera al hombre, mientras que Dios está también en el hombre y en sus obras.
Además, el milagro físico no tiene verdadera significación más que si es expresión de la personalidad de quien lo realiza y si interpela a la persona del testigo. Por eso la mayoría de los milagros de Cristo son curaciones, signos de su función mesiánica y de su bondad (Mt 8, 17; 11, 1-6), incluso de sus relaciones con el Padre (el tema de los "signos" en el Evangelio de San Juan). Y por eso también la mayoría de los milagros solicitan la conversión interior y la fe; la solicitan, pero no la dan: se necesita ya de antemano la acción del Espíritu en el corazón para que éste acepte, como solicitante y no como juez, el signo propuesto por Dios.
No obstante, cabe extrañarse de que Dios, y tras Él Cristo, no facilite en absoluto las cosas a los fariseos y a los ateos de hoy dándoles el signo que esperan. ¿Por qué no escribe bien legible su nombre en el cielo para que la duda resulte imposible? Al contrario, se dirá: cuanto más evoluciona la humanidad hacia el progreso y la secularización, más se "desacraliza" y más parece que le son negados los signos de Dios.
Si Dios actuase de esa forma, ya no sería el Dios que ha escogido convertirse en servidor de los hombres para merecer su amor y su confianza gratuita. Sería una marca de publicidad a la que nadie podría resistir; quebrantaría probablemente todas las resistencias humanas... ¿Pero seguiría siendo testigo de la libertad e iría en busca de un amor libre y confiado? Realmente no hay otros signos que el de Jesús porque Dios ha escogido no violentar al hombre, sino ganar su amor muriendo por él. Y precisamente porque es el Dios del amor, no da otro signo que el que se cumple en Jesucristo.
El verdadero creyente, sin menospreciar el papel eventual del milagro, no pide ya signos exteriores porque en la persona misma de Cristo Hombre-Dios descubre la presencia discreta de Dios y su intervención. El verdadero milagro es de orden moral: es esa condición humana de Jesús, asumida en fidelidad, en obediencia y amor absolutos y totalmente irradiada de la presencia divina hasta el punto que, en la misma muerte, Dios ha estado presente a su Hijo para resucitarle. En este signo de Jonás culminan precisamente todos los milagros del Evangelio, llamadas a la conversión y a la apertura a la salvación de Dios; signos de su presencia espiritual en el combate contra el pecado y la muerte (Maertens-Frisque).
La presencia de Jesús en el mundo obliga a los hombres a tomar partido por él o contra él (cf. 11. 23). Muchos hombres piden signos, prodigios. Con ello pretenden excusarse de tomar decisión en su favor. Así les parece poder continuar viviendo tranquilos, sin comprometerse, sin decidir, sin creer. Jesús rechaza esta petición de signos (cf. Jn 4. 48; 1Co 1. 22). Y se ofrece a sí mismo como señal única, suficiente, definitiva. Él y su Palabra. Él y su vida. Él, que es mayor que todos los reyes, superior a todos los profetas, basta para mover al hombre a adherirse a Él, a creer en Él. Buscar otros signos es una actitud perversa, es no querer convertirse, es encerrarse en sí mismo (cf. Jn 6. 30-31). De la decisión tomada frente a Jesús, frente a su persona y a su mensaje, depende la salvación de los hombres (“Comentarios bíblicos”, tomado de mercaba.org).
Jesús habla de convertirse, cambiar de vida, hacer penitencia. La gente quiere otra cosa… Jesús comenzó a decirles: "Esta generación es una generación mala; reclama un "signo". “La palabra "generación" es siempre empleada por Jesús en modo peyorativo. Es una alusión típica a un momento de la Historia del pueblo de Israel, la primera "generación", la del desierto, la de los cuarenta años primeros... la que ha pasado su tiempo reclamando "signos de Dios. "Cuarenta años esta generación me ha disgustado... estas gentes no han conocido mis caminos... y no obstante veían mis acciones..." (Salmo, 95, 9-10) También en tiempos de Jesús, y en los nuestros... se seguía pidiendo a Dios que se mostrara, que manifestara su poder.
¡Si Dios escribiera su nombre en el cielo! ¡Si Dios aplastara a los malos! ¡Si bajase de la cruz y se enfrentase con los que le injuriaban! ¡Si movilizase, de hecho, a "doce legiones de ángeles" para no ser arrestado por un escuadrón de soldados romanos! En fin, ¿por qué Dios no se manifiesta a los ateos... para que sea imposible seguir dudando?
-Y no les será dada otra señal que la de Jonás. Si Dios pusiera un "signo en el cielo", dejaría de ser Aquel que ha escogido ser. Aplastaría. Nadie podría resistirle... Ahora bien, Dios ha elegido ser el "servidor", el que ama a los hombres, y que espera discretamente su respuesta confiada y libre. Dios no quiere forzar la mano. Las postraciones de los esclavos no le dicen nada.
-Porque como fue Jonás señal para los ninivitas, así también lo será el Hijo del hombre para esta generación. Sí, las gentes de Nínive no tuvieron grandes cosas como signos.¡Jonás no hizo ningún milagro sensacional! Simplemente pronunció su mensaje e invitó a la "conversión".
¿Realmente me afecta la "invitación" a cambiar de vida que el Hijo del hombre me transmite y que la Iglesia me repite en ese tiempo cuaresmal? -Los ninivitas se levantarán en el juicio contra esta generación y la condenarán, porque hicieron penitencia a la predicación de Jonás y hay aquí más que Jonás. Hicieron penitencia... sin otro signo que la predicación del profeta. Yo conozco bien la conversión y el cambio que Dios espera de mí. ¿Qué es lo que yo voy a hacer durante toda esta cuaresma? -La reina del Mediodía se levantará en el juicio contra los hombres de esta generación y los condenará, porque vino de los confines de la tierra para oír la sabiduría de Salomón y hay aquí algo más que Salomón. Los habitantes de Nínive: la gran ciudad pagana... La Reina de Saba: princesa pagana... He aquí a los que Jesús pone como ejemplo. Ellos se esforzaron. Y nosotros, hemos recibido mucho más que ellos. Hemos oído a Jesús, tenemos los sacramentos a nuestra disposición, tenemos sus divinas Palabras. Señor, dame un corazón nuevo. Señor, otórgame la valentía necesaria para esos cambios que debo llevar a cabo. Repíteme, Señor, la urgencia de esta conversión. El Juicio se acerca. Mañana puede ser demasiado tarde. ¿Estaré yo también "condenado" con esta generación mala que pedía signos?” (Noel Quesson).
Dios nos llama a todos a participar de su vida. Él a nadie creó para la condenación. Él no se recrea en la muerte de los suyos, sino que, al amarnos, nos envió a su propio Hijo para que, mediante su muerte, fueran perdonados nuestros pecados; y mediante su gloriosa resurrección tuviéramos nueva vida. Quien da su sí inicial a Cristo deja a un lado sus caminos equivocados y recibe el Bautismo, que es el lugar principal de la conversión primera y fundamental. Sin embargo sabemos que la concupiscencia permanece en nosotros, a fin de que nos sirva de prueba en el combate de la vida cristiana ayudados por la gracia de Dios. Por eso afirmamos que la Iglesia recibe en su propio seno a los pecadores y que, siendo santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación. Este tiempo de la Cuaresma, tiempo especial de gracia que el Señor nos concede, debe ayudarnos a reflexionar sobre la fidelidad a nuestro compromiso bautismal, pues nuestra unión a Cristo por la fe no puede quedarse en una vana palabrería. Pero, puesto que somos frágiles, acudamos al Señor para que sea Él quien nos fortalezca, de tal forma que no nosotros, sino la gracia de Dios con nosotros lleve a buen término la obra de salvación, que Dios mismo ha iniciado en nosotros.
2. –Una vez más utilizamos el Salmo 50 –que ya comentamos el Miércoles de Ceniza–, texto magnífico para expresar el arrepentimiento de los pecados. Convertíos a Mí de todo corazón en ayunos y lágrimas y llantos, dice el Señor. Rasgad vuestros corazones y convertíos al Señor, porque Él es benigno y misericordioso, paciente y bondadoso y siempre dispuesto a perdonar el mal... Perdona, Señor, perdona a tu pueblo y no des al oprobio tu heredad (cf. Joel). Dios quiere la penitencia. Una penitencia cordial y sincera. Quiere el arrepentimiento, la contrición, pero también las obras externas de mortificación y de ejercicio de la virtud de caridad.
A lo largo de la Cuaresma todos somos invitados a la penitencia y a la conversión. Comenta San Agustín: «Jonás anunció no la misericordia, sino la ira, que era inminente... Solamente amenazó con la destrucción y la proclamó; no obstante, ellos, sin perder la esperanza en la misericordia de Dios, se convirtieron a la penitencia y Dios los perdonó. Mas, ¿qué hemos de decir? ¿Que el profeta mintió? Si lo entiendes carnalmente, parece haber dicho algo que fue falso; pero, si lo entiendes espiritualmente, se cumplió lo que predijo el profeta. Nínive, en efecto, fue derruida. / Prestad atención a lo que era Nínive y ved que fue derruida. ¿Qué era Nínive? Comían, bebían, compraban, vendían, plantaban, edificaban; se entregaban al perjurio, a la mentira, a la embriaguez, a los crímenes, a toda clase de corrupción. Así era Nínive. Fíjate cómo es ahora: lloran, se duelen, se contristan en el cilicio y la ceniza, en el ayuno y en la oración. ¿Dónde está aquella otra Nínive? Ciertamente ha sido derruida, porque sus acciones ya no son las de antes”. ¿Cómo nos envía Dios señales? Dios nos las envía fundamentalmente a través de nuestra conciencia. Una conciencia que tiene que estar buscando constantemente a Dios; una conciencia que no tiene que detenerse jamás a pesar de las barreras de las murallas que hay en la propia alma. Lo contrario de la perversión es la conversión. Si nuestra alma está constantemente convirtiéndose a Dios, así encuentre un su vida mil defectos, mil problemas, mil reticencias, mil miedos, encontrará al Señor. Es lo mismo que les ocurrió a los habitantes de Nínive. Es la frase final, con la cual el rey de Nínive termina su mandato: “Quizá Dios se arrepienta y nos perdone, aplaque el incendio de su ira y así no moriremos”. Aunque halla murallas, dificultades; aunque seamos nosotros mismos los primeros que nos sintamos como obstáculo al regreso de Dios N. S., no olvidemos que Él siempre está en el camino de la conversión. Él siempre está ahí, dispuesto a darnos la mano, a tendernos la posibilidad de regresar a Él.
Dios, a pesar de la infidelidad manifestada en el pecado de los hombres y del castigo que merece, mantiene su amor por mil generaciones. Dios revela que es rico en misericordia llegando hasta dar su propio Hijo para que nosotros seamos perdonados. Él es nuestro Padre; y nos ama sin dar marcha atrás en su amor por nosotros. Nosotros no podemos vivir indiferentes ante ese amor que Dios nos tiene. Con humildad hemos de volver a Él, que constantemente nos llama a la conversión, pues tanto con las palabras como con las obras de su Hijo Jesús, nos ha manifestado que es un Padre rico en misericordia para con todos. Que este tiempo especial de gracia nos lleve a confesar con humildad ante Él nuestros pecados para obtener su misericordia y la reconciliación con su Iglesia. Si volvemos al Señor Él nos perdonará todas nuestras faltas; sin embargo también nos enviará diciendo: Ve primero a reconciliarte con tu hermano. Dios no sólo nos quiere unidos a Él, sino también unidos nosotros como hermanos guiados por el amor fraterno. Por eso no sólo le hemos de pedir a Dios que nos perdone nuestros pecados, sino también que cree en nosotros un corazón nuevo y un espíritu nuevo capaz de alabar su Nombre y de hacer, en adelante, el bien a todos, pues todos somos hijos del mismo Dios y Padre.
¿Por qué descorazonarnos, cuando en nuestro camino de conversión encontramos algo que se nos hace tremendamente difícil de superar? ¿Somos más grandes nosotros que la Misericordia de Dios? ¿Es más milagroso el hecho de que una mujer vaya a escuchar a Salomón, o el que una ciudad completa, se convierta ante la voz de una profeta, que la Resurrección del Hijo de Dios? En esta Cuaresma tenemos que ir viendo hasta qué punto estamos aceptando las señales de Dios N. S. nos da. Viendo cómo Dios me habla, que detrás de ese cómo Dios me habla, a veces gozo, con penas, a veces con un quebranto tremendo de corazón y a veces con una grandísima alegría en el alma. Estas señales de Dios, tienen detrás un sello que es la Resurrección de Cristo y si nosotros las aceptamos, no simplemente vamos a estar aceptando a un Dios que pasa por nuestra vida, sino que vamos a estar aceptando la garantía con la cual, Dios N. S. pasa por nuestra vida. Hagamos de nuestra existencia, de nuestro camino, de nuestro encuentro con Dios, un constante aceptar el modo en el que Dios me ha hablado, aunque yo no lo entienda. “Aunque este muy lejos Salomón”. Abramos nuestros ojos, abramos nuestro corazón, nuestra vida a las señales de Dios y permitamos que el Señor vaya señalando, indicando por dónde nos quiere llevar. Si algún día no sabemos por dónde nos está llevando, que solamente nos preocupe el no perder de vista las señales de Dios. No importa por dónde nos lleve, eso es problema de Él. Nuestro autentico problema, es no perder de vista las señales de Dios, porque por donde Él nos lleve, tendremos siempre la certeza de que nos está llevando por el camino siempre correcto, por el que nosotros necesitamos ir. Que ésta sea nuestra oración y el más profundo fruto de esta Cuaresma: ser tan auténticos con nosotros mismos, que seamos capaces de ver la autenticidad con la que Dios nos habla. Que nunca la autenticidad de Dios, choque con la inautenticidad de nuestra vida. Que la autenticidad con la que Él se manifiesta en nuestra existencia, a través de sus señales, encuentre siempre como eco el corazón abierto, dispuesto, auténtico, que recibe todas las señales que el Señor le da.
Muchas veces a lo largo de la vida hemos pedido perdón, y muchas veces nos ha perdonado el Señor. Cada uno de nosotros sabe cuánto necesita de la misericordia divina: Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas (Salmo 24, 6), leemos en la Antífona de la Misa. La Cuaresma es un tiempo oportuno para cuidar muy bien el modo de recibir el sacramento de la Penitencia, ese encuentro con Cristo, que se hace presente en el sacerdote: encuentro siempre único y distinto. Allí nos acoge, nos cura, nos limpia, nos fortalece. Cuando nos acercamos a este sacramento debemos pensar ante todo en Cristo. Él debe ser el centro del acto sacramental. Y la gloria y el amor a Dios han de contar más que nuestros pecados. Se trata de mirar mucho más a Jesús que a nosotros mismos; más a su bondad que a nuestra miseria, pues la vida interior es un diálogo de amor en el que Dios es siempre el punto de referencia. Somos como el hijo pródigo que vuelve a la casa paterna. Debemos sentir deseos de encontrarnos con el Señor lo antes posible para descargar en Él el dolor por nuestros pecados. Muchas veces a lo largo de la vida hemos pedido perdón, y muchas veces nos ha perdonado el Señor. Cada uno de nosotros sabe cuánto necesita de la misericordia divina. Así acudimos a la Confesión: a pedir absolución de nuestras culpas como una limosna que estamos lejos de merecer. Pero vamos con confianza, fiados no en nuestros méritos, sino en Su misericordia, que es eterna e infinita, siempre dispuesto al perdón. La confesión debe ser concisa, concreta, clara y completa. Confesión concisa, de no muchas palabras: las precisas, sin adornos. Confesión concreta, sin divagaciones: pecados y circunstancias. Confesión clara, para que nos entiendan, poniendo de manifiesto nuestra miseria con modestia y delicadeza. Confesión completa, íntegra, sin dejar de decir nada por falsa vergüenza. La Confesión nos hace participar en la Pasión de Cristo y, por sus merecimientos, en su Resurrección. Cada vez que la recibimos con las debidas disposiciones se opera en nuestra alma un renacimiento a la vida de la gracia, fuerzas para combatir las inclinaciones confesadas, para evitar las ocasiones de pecar, y para no reincidir en las faltas cometidas. La Confesión sincera deja en el alma una gran paz y una gran alegría. “Ahora comprendes cuánto has hecho sufrir a Jesús, y te llenas de dolor: ¡Qué sencillo pedirle perdón, y llorar tus traiciones pasadas! ¡No te caben en el pecho las ansias de reparar!” (San Josemaría Escrivá; cf. Francisco Fernández Carvajal).
3. La reina de Sabá vino desde muy lejos, atraída por la fama de sabio del rey Salomón. Los habitantes de Nínive hicieron caso a la primera a la voz del profeta Jonás y se convirtieron. Jesús se queja de sus contemporáneos porque no han sabido reconocer en él al enviado de Dios. Se cumple lo que dice san Juan en su evangelio: «vino a los suyos y los suyos no le reconocieron». Los habitantes de Nínive y la reina de Sabá tendrán razón en echar en cara a los judíos su poca fe. Ellos, con muchas menos ocasiones, aprovecharon la llamada de Dios. Nosotros, que estamos mucho más cerca que la reina de Sabá, que escuchamos la palabra de uno mucho más sabio que Salomón y mucho más profeta que Jonás, ¿le hacemos caso? ¿nos hemos puesto ya en camino de conversión? Los que somos «buenos», o nos tenemos por tales, corremos el riesgo de quedarnos demasiado tranquilos y de no sentirnos motivados por la llamada de la Cuaresma: tal vez no estamos convencidos de que somos pecadores y de que necesitamos convertirnos. Hoy hace una semana que iniciamos la Cuaresma con el rito de la ceniza. ¿Hemos entrado en serio en este camino de preparación a la Pascua? ¿está cambiando algo en nuestras vidas? Conversión significa cambio de mentalidad («metánoia»). ¿Estamos realizando en esta Cuaresma aquellos cambios que más necesita cada uno de nosotros? La palabra de Dios nos está señalando caminos concretos: un poco más de control de nosotros mismos (ayuno), mayor apertura a Dios (oración) y al prójimo (caridad). ¿Tendrá Jesús motivos para quejarse de nosotros, como lo hizo de los judíos de su tiempo por su obstinación y corazón duro? «Señor, mira complacido a tu pueblo, que desea entregarse a Ti con una vida santa; y a los que moderan su cuerpo con la penitencia, transfórmales interiormente mediante el fruto de las buenas obras» (colecta).
«Aquí hay algo más que Salomón; y aquí hay algo más que Jonás»: Hoy, el Evangelio nos invita a centrar nuestra esperanza en Jesús mismo. Justamente, Juan Pablo II ha escrito que «no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ‘¡Yo estoy con vosotros!’». Dios —que es Padre— no nos ha abandonado: «El cristianismo es gracia, es la sorpresa de un Dios que, satisfecho no sólo con la creación del mundo y del hombre, se ha puesto al lado de su criatura» (Juan Pablo II). Nos encontramos empezando la Cuaresma: no dejemos pasar de largo la oportunidad que nos brinda la Iglesia: «Éste es el tiempo favorable, éste es el día de la salvación» (2Cor 6,2). Después de contemplar en la Pasión el rostro sufriente de Nuestro Señor Jesucristo, ¿todavía pediremos más señales de su amor? «A aquel que no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que nos hiciéramos justicia de Dios en Él» (2Cor 5,21). Más aún: «El que ni a su propio Hijo perdonó, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él todas las cosas?» (Rom 8,32). ¿Todavía pretendemos más señales? En el rostro ensangrentado de Cristo «hay algo más que Salomón (...); aquí hay algo más que Jonás» (Lc 11,31-32). Este rostro sufriente de la hora extrema, de la hora de la Cruz —ha escrito el Papa— es «misterio en el misterio, ante el cual el ser humano ha de postrarse en adoración». En efecto, «para devolver al hombre el rostro del Padre, Jesús debió no sólo asumir el rostro del hombre, sino cargarse incluso del “rostro” del pecado» (Juan Pablo II). ¿Queremos más señales? «¡Aquí tenéis al hombre!» (Jn 19,5): he aquí la gran señal. Contemplémoslo desde el silencio del “desierto” de la oración: «Lo que todo cristiano ha de hacer en cualquier tiempo [rezar], ahora ha de ejecutarlo con más solicitud y con más devoción: así cumpliremos la institución apostólica de los cuarenta días» (San León Magno, papa).
En Jesús se unen el antiguo y el nuevo testamento, pero también se une hoy el sentido unitario de la Biblia. Jonás es el profeta que nos muestra cómo ir más allá de nuestras miserias, para cumplir el plan que Dios tiene para con nosotros. “Esta generación pide un signo”, nos dice Jesús. Queremos el signo del éxito, de ver que la cosa funciona, en la historia y en nuestra vida. Cuando no hay cielo, se trabaja por una promesa terrenal. Así mientras no está más que difuminada la resurrección (hasta el libro de Job, o más tarde los Macabeos) los salmos nos muestran los frutos de una vida moral: tener vacas y una vida abundante en familia, amigos, etc. Es decir, el pago ya en esta vida. Esto, a mi entender, pasa a la moral protestante en aquello de que la abundancia y el éxito es signo de predestinación, y fomenta la competitividad y quizá el capitalismo. Pero esto ha pasado a Estados Unidos, donde domina esta moral de que la abundancia es signo de ser el elegido. Hoy con manifestaciones de estar “en el sitio oportuno en el momento oportuno”, o aquella otra expresión de que “unos nacen estrella y otros estrellados”. Es la moral del hombre que se ha hecho a sí mismo, en la que se ve por los resultados la rectitud del corazón. Muchas veces hay que romper las normas, ir contra todos, incluso usar medios incorrectos, pero al final hay “suerte” y se ve que ha valido la pena. Es aquello de que “el fin justifica los medios”, y en el fondo revive el sentimiento vétero-testamentario del éxito como pago para una vida correcta. Es una pena que acostumbra a poner el nombre de Dios en acciones violentas como “justicia infinita” y cosas por el estilo, o usa la muerte de inocentes como las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki como “mal menor”, en una línea que se ha desarrollado recientemente con los “efectos colaterales”, pero que en la raíz no se distingue de los atentados terroristas que ha obtenido como respuesta.
Seguiremos ahora el comentario que hizo Ratzinger sobre estas lecturas (cf. “El camino pascual”). Los judíos piden un signo a Jesús, una prueba palpable, experimentable. Es “la exigencia de una demostración física, de un signo que elimine toda duda, oculta en el fondo el rechazo de la fe, un negarse a rebasar los límites de la seguridad trivial de lo cotidiano y, por ello, encierra también el rechazo del amor, pues el amor exige, por su misma esencia, un acto de fe, un acto de entrega de sí mismo”. Este error de la certeza que hoy se busca tiene raíces modernistas, un rebrote actual de aquello, con manifestaciones como “la miopía de un corazón demasiado centrado en la búsqueda del poder físico, de la posesión, del tener”.
“«Esta generación pide un signo». También nosotros esperamos la demostración, el signo del éxito, tanto en la historia universal como en nuestra vida personal. Y nos preguntamos hasta qué punto el cristianismo ha transformado realmente el mundo, hasta qué punto ha creado este signo del pan y de la seguridad, al que se refería el diablo en el desierto”. Es el argumento de Marx: el cristianismo ha tenido tiempo suficiente para demostrar sus principios y dar pruebas de su éxito creando el paraíso en la tierra, y que después de tanto tiempo habría llegado la hora de emprender la tarea echando mano de otros principios. Este argumento “impresiona a no pocos cristianos; son muchos los que piensan que, al menos, es necesario estrenar un cristianismo de nuevo cuño, un cristianismo que renuncie al lujo de la interioridad, de la vida espiritual. Pero es justamente así como impiden la verdadera transformación del mundo, que no puede surgir más que de un corazón nuevo, de un corazón vigilante, de un corazón abierto a la verdad y al amor; es decir, de un corazón liberado y verdaderamente libre.
La raíz de esta equivocada exigencia de un signo no es otra que el egoísmo, un corazón impuro, que únicamente espera de Dios el éxito personal, la ayuda necesaria para absolutizar el propio yo. Esta forma de religiosidad representa el rechazo fundamental de la conversión. ¡Cuántas veces nos hacemos también nosotros esclavos del signo del éxito! ¡Cuántas veces pedimos un signo y nos cerramos a la conversión!”
3. Jesús no rechaza todo signo, sino el malo que pide «esta generación». Él ofrece su signo: «Como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación» (Lc 11,30). “Jesús mismo, la persona de Jesús, en su palabra y en su entera personalidad, es signo para todas las generaciones. Esta respuesta de San Lucas me parece muy profunda; no deberíamos cansarnos de meditarla. «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,8s). Queremos ver y, de este modo, estar seguros. Jesús responde: «Sí, podéis ver». El Padre se ha hecho visible en el Hijo. Ver a Jesús; ésta es la respuesta. Nosotros recibimos el signo, la realidad que se demuestra a sí misma. Porque, ¿no es un signo extraordinario esta presencia de Jesús en todas las generaciones, esta fuerza de su persona que atrae aun a los paganos, a los no cristianos, a los ateos? Ver a Jesús, aprender a verlo”. Los Ejercicios espirituales, como las prácticas de piedad, ofrecen la ocasión de ver a Jesús. “Contemplémoslo en su palabra inagotable; contemplémosle en sus misterios, como dispone San Ignacio en el libro de los Ejercicios: en los misterios del nacimiento, en el misterio de la vida oculta, en los misterios de la vida pública, en el misterio pascual, en los sacramentos, en la historia de la Iglesia. El rosario y el viacrucis no son otra cosa que una guía que el corazón de la Iglesia ha descubierto para aprender a ver a Jesús y llegar así a responder de la misma forma que las gentes de Nínive: con la penitencia, con la conversión. El rosario y el viacrucis constituyen desde hace siglos la gran escuela donde aprendemos a ver a Jesús. Estos días nos invitan a entrar de nuevo en esta escuela, en comunión con los fieles que nos han precedido en un pasado de siglos”.
También se puede considerar otro tema: “los habitantes de Nínive creyeron en el anuncio del judío Jonás e hicieron penitencia. La conversión de los ninivitas me parece un hecho muy sorprendente. ¿Cómo llegaron a creer? Y ésta es la única respuesta que encuentro: al escuchar la predicación de Jonás, se vieron obligados a reconocer que al menos la parte manifiesta de aquel anuncio era sencillamente verdadera: la perversión de la ciudad era grave. Y así alcanzaron a entender que también la otra parte era verdadera: la perversión destruye una ciudad. En consecuencia, comprendieron que la conversión era la única vía posible para salvar la ciudad. La verdad manifiesta venía a confirmar la autenticidad del anuncio, pero el reconocimiento de esa verdad exigía la actitud sincera de los oyentes. Un segundo elemento que apoyó sin duda la credibilidad de Jonás fue el desinterés personal del mensajero: venía de muy lejos para cumplir una misión que lo exponía al escarnio y, ciertamente, no se hallaba en condiciones de prometer ninguna ganancia personal. La tradición rabínica añade otro elemento: Jonás quedó marcado por los tres días y las tres noches que pasó en el corazón de la tierra, en «lo profundo de los infiernos» (Jon 2,3). Eran visibles en él las huellas de la experiencia de la muerte, y estas huellas daban autoridad a sus palabras.
Aquí nos salen al paso algunas preguntas. ¿Creeríamos nosotros, creerían nuestras ciudades si viniese un nuevo Jonás? También hoy busca Dios mensajeros de la penitencia para las grandes ciudades, las Nínives modernas. ¿Tenemos nosotros el valor, la fe profunda y la credibilidad que nos harían capaces de tocar los corazones y de abrir las puertas a la conversión?” Comunión: «Que se alegren los que se acogen a Ti con júbilo eterno; protégelos para que se llenen de gozo» (Sal 5,12). Postcomunión: «Tú, Señor, que no cesas de invitarnos a tu mesa, concédenos que este banquete en el que hemos participado sea para nosotros fuente de vida eterna».
Jonás fue un signo para los Ninivitas de la misericordia que Dios tiene a todos, sin distinción. Jesús es la Divina Misericordia encarnada. En Él Dios nos ha manifestado su rostro amoroso, misericordioso y cercano a todos. Ojalá y nosotros nos acerquemos a Él con gran fe y amor, no sólo para escuchar sus palabras llenas de Sabiduría, mediante las cuales nos revela a Dios como Padre nuestro, lleno de amor y de misericordia para con todos. Sino que esa Palabra de Dios anide en lo más profundo de nuestro corazón, de tal forma que, amoldando a ella nuestra vida, nos manifestemos como verdaderos hijos de Dios. El Señor dirige a nosotros su Palabra salvadora, invitándonos a una sincera conversión. Confrontando nuestra vida con su Palabra nos damos cuenta que muchas veces no hemos caminado como hijos de Dios. Pues aun cuando lo hemos buscado, tal vez sólo lo hemos hecho con el interés de recibir sus beneficios y sus dones. El Señor nos quiere no sólo junto a Él; no sólo como siervos que hacen en todo su voluntad; Dios nos quiere como hijos suyos, que demuestren con sus obras que en verdad su Vida y su Espíritu están en nosotros. Por eso aprovechemos este tiempo de cuaresma para buscar sinceramente a Dios y para vivir totalmente comprometidos con Él como hijos fieles suyos. El Señor nos reúne en esta Eucaristía para hacernos conocer su voluntad. No vengamos sólo a rezarle para exponerle nuestras angustias y esperanzas. Vengamos porque en verdad queremos entrar en comunión de vida con Él. Dios conoce que somos frágiles, y que muchas veces el pecado pudo haber dominado nuestra vida. Pero el Señor, mediante su Misterio Pascual, está dispuesto a perdonarnos, si con humildad confesamos ante Él nuestros pecados y recibimos, por medio de sus ministros consagrados, el perdón de nuestras culpas. Dios no nos quiere convertidos en unos malvados y destructores. Nuestro Dios quiere que nosotros sus hijos seamos santos como Él es Santo. Para esto Él entregó su vida por nosotros. Ese es el amor que nos tiene hasta el extremo. Hagamos nuestro ese amor de Dios y acojámonos a su divina misericordia para que su salvación llegue a su perfección en nosotros. El Señor, rico en misericordia para con nosotros, quiere que también nosotros seamos misericordiosos para con los demás. Si hemos buscado al Señor para llenarnos de su amor, para recibir su perdón y para aceptar en nosotros el don de su Espíritu Santo, es para que nosotros seamos portadores de su amor, de su misericordia y de su Espíritu para todos los hombres. Por eso la Iglesia de Cristo, unida fielmente a su Señor, es un signo del amor de Dios para todos. A ella corresponde hablar no con la sabiduría de los hombres, sino con la Sabiduría de Dios para que todos le conozcan y le amen. A ella le corresponde invitar constantemente a todos a la conversión para que se unan a Él por medio de la fe y del bautismo, o retornen a Él si, a causa del pecado, vagaron lejos del Señor como ovejas sin pastor. Seamos, por tanto, esa Iglesia de Cristo comprometida en el testimonio del amor que Dios infundió en nosotros. Alejémonos de todo aquello que pudiera estorbar la llegada del Reino a nosotros. Dejémonos conducir por el Espíritu del Señor para que, por medio nuestro, Dios siga realizando su obra de salvación en el mundo y su historia. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de tener un corazón renovado en Cristo, de tal forma que en verdad seamos un signo de su amor para todos y podamos, así, ser un lenguaje creíble del Señor no sólo con nuestras palabras, sino con una vida íntegra amoldada a las enseñanzas de Cristo y a la inspiración del Espíritu Santo, que habita en nosotros. Amén (www.homiliacatolica.com; muchos textos están tomados de mercaba.org. Llucià Pou,2009).
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