Adviento, primera semana, lunes: el Señor llama a nuestra puerta "El Señor reúne a todas las naciones en la paz eterna del reino de Dios”, por eso: "Vamos alegres a la casa del Señor”. Y ante el milagro del centurión proclama gozoso la universalidad de la salvación: "Vendrán muchos de oriente y occidente al reino de los cielos".
Isaías 2,1-5. Visión de Isaías, hijo de Amós, acerca de Judá y de Jerusalén: Al final de los días estará firme el monte de la casa del Señor, en la cima de los montes, encumbrado sobre las montañas. Hacia él confluirán los gentiles, caminarán pueblos numerosos. Dirán: "Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob: él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas; porque de Sión saldrá la ley, de Jerusalén, la palabra del Señor." Será el árbitro de las naciones, el juez de pueblos numerosos. De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra. Casa de Jacob, ven, caminemos a la luz del Señor.
Salmo: 121 ¡Qué alegría cuando me dijeron: / "Vamos a la casa del Señor"! / Ya están pisando nuestros pies / tus umbrales, Jerusalén.
Allá suben las tribus, / las tribus del Señor, / según la costumbre de Israel, / a celebrar el nombre del Señor; / en ella están los tribunales de justicia, / en el palacio de David.
Desead la paz a Jerusalén: / "Vivan seguros los que te aman, / haya paz dentro de tus muros, / seguridad en tus palacios."
Por mis hermanos y compañeros, / voy a decir: "La paz contigo." / Por la casa del Señor, nuestro Dios, / te deseo todo bien.
Mateo 8,5-11. En aquel tiempo, al entrar Jesús en Cafarnaún, un centurión se le acercó rogándole: "Señor, tengo en casa un criado que está en cama paralítico y sufre mucho." Jesús le contestó: "Voy yo a curarlo." Pero el centurión le replicó: "Señor, no soy quien para que entres bajo mi techo. Basta que lo digas de palabra, y mi criado quedará sano. Porque yo también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes; y le digo a uno: "Ve", y va; al otro: "Ven", y viene; a mi criado: "Haz esto", y lo hace." Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguían: "Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe. Os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos.
Comentario: 1. Is 2,1-5 (ver Adviento 1A). Durante las dos primeras semanas de Adviento, la Iglesia nos propondrá la meditación de las «profecías de Isaias», uno de los grandes testigos de la espera mesiánica, s.VIII a.C. Habitaba Jerusalén, la capital del país. Ha visto derrumbarse el Reino del Norte, Samaria, bajo los golpes de los Asirios, y siente venir la misma amenaza para el Reino del Sur. Es pues en el contexto histórico de una catástrofe inminente cuando el profeta anuncia la esperanza de un Mesías que aportará la paz. Sus pasajes serán anuncios de esperanza, de salvación, de futuro más optimista para el resto de Israel, para los demás pueblos, e incluso para todo el cosmos.
Comenta San Agustín: «Este monte fue una piedra pequeña que, al caer, llenó el mundo. Así lo describe Daniel. Acercáos al monte, subid a él, y quienes hayáis subido no descendáis. Allí estaréis seguros y protegidos. El monte que os sirve de refugio es Cristo» (Sermón 62, A 3, en Cartago hacia 399). Sión es la colina que domina la ciudad de Jerusalén. En la visión profética, Isaías contempla esa colina en el momento de la intervención salvífica de Dios al final de los tiempos. Desde la Iglesia se difunde el conocimiento de Dios y su palabra, que ilumina a los hombres y les indica el camino que han de seguir para lograr su salvación.
Empezamos con una proclama misionera y universalista. El profeta, que ve la historia desde los ojos de Dios, anuncia la luz y la salvación para todos los pueblos. Jerusalén será como el faro que ilumina a todos los pueblos. Un faro situado en una montaña alta, para que todos lo vean desde lejos. Dios quiere enseñar desde aquí sus caminos, y los pueblos se sentirán contentos y estarán dispuestos a seguir los caminos de Dios, la palabra salvadora que brotará de Jerusalén. Tanto judíos como paganos «caminarán a la luz del Señor» y formarán un solo pueblo. Otro rasgo positivo: habrá paz cuando suceda esto. De las espadas se forjarán arados; de las lanzas, podaderas. Son comparaciones que entiende bien el hombre del campo. Y nadie levantará la espada contra nadie. No habrá guerra. Y esto lo entendemos todos, con cierta envidia, porque tenemos experiencia de espadas levantadas, más o menos lejos de nosotros, en guerras fratricidas. (En la lectura alternativa de Isaías 4, que se puede leer en el ciclo A, también se proclama un mensaje que abre el corazón a la confianza. El plan de Dios, a pesar de la triste historia de su pueblo, que será desterrado por su propia culpa, es rescatar un «vástago», aludiendo inmediatamente al nacimiento del rey Ezequías, pero con una clara perspectiva mesiánica, y formar un «resto» de personas creyentes: purificarlas de sus faltas, limpiar las manchas de sangre, protegerlas de día como una nube refrescante, y de noche guiarlas como una columna de fuego, como en el desierto al pueblo que huía de Egipto. Qué hermosa imagen: Dios «refugio en el aguacero y cobijo en el chubasco» para todos).
-Aquel día, el «germen» que el Señor hará crecer será el honor y la gloria de los «supervivientes» de Israel. Y el «fruto de la tierra» será su honra y su corona. El Mesías es presentado como un «germen»: una potencia de vida, el comienzo de un proceso vital que se desarrollará... Una «pequeña semilla", dirá Jesús, que ¡«llegará a ser un gran árbol»! El Mesías es pues, a la vez, Jesús y la Iglesia; Jesús y la vida que sale de Jesús; Jesús como germen de todo lo que ha nacido de El. Gracias, Señor. ¡Mi vida viene de ti! El Mesías es también presentado como «un fruto de la tierra», no es un «cuerpo extraño» caído del cielo... es más bien el fruto de una lenta y larga germinación. Todo un pueblo lo ha preparado y esperado. Una mujer, una madre sobre todo lo ha preparado y esperado. Y desde ese primer día de Adviento, contemplamos esa preparación en el corazón y el cuerpo de María. ¿Qué voy a hacer, a mi vez, para preparar la venida de Cristo?
-Entonces, a los «restantes» de Sión, a los «supervivientes» de Jerusalén, se les llamará santos. La gloria del futuro rey sólo se revelará al pequeño grupo de los que habrán escapado del desastre... al pequeño resto de los supervivientes. De modo que hay que procurar aguantar, "sobrevivir". La vida cristiana no es tampoco una cosa fácil: es más bien un tratar de sobrevivir. Hay que aferrarse a la vida, perseverar, luchar contra las fuerzas contrarias. Ese tiempo de Adviento, ¿será para mí una ocasión de preparar mis energías? ¿de tomar algunas decisiones de sobrevivencia cristiana?
-Entonces vivirán... Cuando el Señor haya lavado la inmundicia de las hijas de Sión y, con viento justiciero... haya purificado Jerusalén de la sangre por ella derramada. Las perspectivas de felicidad y de gloria mesiánicas, sólo se realizarán después de una prueba purificadora. Encontramos aquí la opción fundamental de san Pablo en la Epístola a los Romanos: el Señor es quien salva... no es el hombre quien «se» salva... Netamente nos orientamos hacia una religión de "la salvación que Dios da", la que valoriza la prioridad de Dios. En general, ¿se siente el hombre moderno llevado preferentemente a un voluntarismo, un estoicismo: a ser el autor de su propia salvación, a conquistar su valer por su empeño y su valentía? Pero bien sabemos que esa actitud es vana. Concédenos, Señor, la gracia de ser acogedores; lávanos.... purifícanos... Haznos, Señor, disponibles a esa conversión que Tú quieres obrar en nosotros.
-Entonces, sobre la montaña de Sión, sobre las asambleas festivas, el Señor creará una nube... como dosel, una techumbre de follaje... que será protección contra el calor diurno y refugio y abrigo contra el temporal y la lluvia. Es el anuncio de la restauración de Jerusalén, después de la destrucción. Gozo, paz, paraíso. El Mesías aporta una expansión total y nueva. ¿Mi religión es de alegría? Un gozo que he de ir construyendo lentamente a través de la prueba (Noel Quesson).
Con gran fuerza poética describe Isaías el juicio de Yahvé contra su pueblo. Es la primera parte de nuestro texto: Is 2,6-22. La prosperidad material y la «seguridad» que le proporcionan las alianzas con los países extranjeros han dado origen a la soberbia, a la superstición y al lujo. En lugar de hacerse fuerte en Yahvé, tal como le exigía la alianza, ha buscado la seguridad en riquezas ilusorias: "su país está lleno de plata y oro, sus tesoros no tienen número, su país está lleno de caballos y sus carros no tienen número" (v 7). Son los típicos medios con los que el hombre busca su independencia de Dios, la autosalvación. La orgullosa autonomía del hombre es para Isaías el auténtico pecado de idolatría: con el oro y con la plata, con los pertrechos bélicos, el hombre intenta no tener necesidad de Dios, se autodiviniza. La idolatría efectiva no es sino la consagración religiosa de una actitud esencialmente impía. En esta primera parte del texto ocupa un lugar importante la descripción del día de Yahvé, incluida en un conjunto de sentencias entre las cuales destacan: el abajamiento del hombre; la exaltación de Dios (2,9.11.17); la pequeñez del hombre frente a la manifestación de Dios (2,10.19.21); rechazo de los ídolos (2,18.20). El día de Yahvé es un juicio contra la soberbia humana. Con el terror que el hombre experimenta delante de Dios que se manifiesta, el profeta pone en cuestión la vida humana como existencia autónoma. Lo que Isaías había experimentado en la vivencia de su vocación, ahora lo extiende a todos los hombres. Las creaciones de la naturaleza y de la cultura no son destruidas como tales, sino en la medida en que el hombre se sirve de ellas para aumentar su arrogancia, que le incapacita para ver que el único grande es Dios. La orgullosa autonomía del hombre es para Isaías la fuente de todos los pecados particulares y, por eso, la característica fundamental de la actitud antidivina. Pero el castigo, la destrucción y la muerte no son la última palabra de Dios. Es lo que quiere hacer comprender la segunda parte del texto (4,2-6). Yahvé volverá a estar con su pueblo como cuando le acompañaba a través del desierto. Se abre una perspectiva de salvación que estimula la fidelidad religiosa del resto íntegramente restaurado después de una prueba purificadora (F. Raurell).
Necesitamos acoger y recibir al Señor que quiere instalarse entre nosotros en esta Navidad. Aunque, como el centurión, podemos exclamar que no somos dignos de que el Señor venga a nosotros por las innumerables muertes que acontecen diariamente en muchos países de nuestro mundo a manos de insurrecciones o de regímenes totalitarios, etc. de los que no hemos de sentirnos ajenos, por la corrupción que reina en tantos estamentos, pero sobre todo, por la injusticia institucionalizada que socava los derechos de las grandes mayorías, los pobres, los sin voz y los menospreciados; estamos seguros de que la salvación que trae Jesús es para todos los que lo acojan con fe. Una voz de esperanza nos trae el profeta Isaías: su visión no es, para nosotros, la de un futuro lejano, porque ya se ha realizado plenamente en Jesús de Nazaret. Marchar por las sendas del Señor, seguir sus caminos, es un reto para nosotros hoy. El armamentismo se ha convertido en uno de los grandes problemas del mundo hoy, pero el profeta anuncia que cuando se acepte la presencia de Dios en medio de nosotros, no habrá más guerras, ninguna nación se alzará contra otra, ni se prepararán para la guerra. Tampoco se necesitarán las armas, y las que ya existen serán cambiadas por instrumentos para la labranza. El ideal de la paz que el Señor, ofrece a quienes confían en él, porque como dice el salmista: "Por amor a mis hermanos diré: la paz contigo". Sólo el amor y la justicia pueden traernos la paz, y en el Niño de Belén Dios se ha hecho persona humana para traernos esa paz tan anhelada.
La desgracia es interpretada como intervención de Dios, una intervención justa desde la concepción de la Alianza: Dios había prometido su favor y el pueblo se había comprometido a la fidelidad; rota una de las partes del trato, el trato (Alianza) quedó sin efecto, por lo que la destrucción de Jerusalén era un hecho. Sin embargo, no todos son tratados de la misma manera. Quedó un resto, un pequeño grupo, el verdadero pueblo de Dios, que se mantuvo fiel a la Alianza. Estos los que sufrieron antes los atropellos de los dirigentes, los que fueron expoliados y ultrajados en sus derechos, los que no contaban para el poder, los excluidos de siempre, que sin embargo no renegaron de Dios. Este grupo es protegido, un toldo caerá sobre ellos mientras que otros recibirán la destrucción. Serán protegidos del calor del caminar bajo el sol abrasador y del temporal que destruirá a los culpables. El resto por fin ve cumplida, para ellos, la Alianza. Han sufrido y no han desesperado, han sido despojados y no renegaron de Dios. Llega el Día de Yavé, día de justicia para todos. Para los destructores, llegará la destrucción; para los excluidos, llegará la protección y el amparo. Muchos que se consideraban del pueblo de Dios, recibirán la sorpresa del castigo, y muchos más, como el mismo centurión del evangelio, serán recibidos bajo la protección amorosa de Dios. Sin duda, un texto de esperanza para el "pequeño resto" (aunque en número sean multitud) de nuestro mundo, que espera la justicia de una vez por todas (servicio bíblico latinoamericano).
2. Luz. Orientación. Paz. Buena perspectiva. Empezamos con anuncios que alimentan nuestra confianza. Podemos cantar, con más razón que los mismos judíos, amantes de Jerusalén, su capital: «qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor». Si a ellos les produce alegría dirigir su mirada a la ciudad bien construida, a nosotros esa ciudad nos recuerda la comunidad eclesial y en definitiva a la Jerusalén del cielo, que encierra ahora todos los valores que Dios ha querido dar a la humanidad por su Hijo Jesús: paz, justicia, seguridad, cobijo. –El Salmo 121 era un canto de los peregrinos que se acercaban a Jerusalén. Allí, en la ciudad, en el templo, el piadoso israelita se ponía en contacto con Dios. Jerusalén es imagen del reino escatológico, al que suben todas las gentes. Por eso, al saber que ese reino viene, nos alegramos también nosotros preparándonos a la solemnidad de Navidad, que es como una pregustación del reino futuro. ¡Qué alegría cuando nos dijeron: vamos a la casa del Señor, a la Iglesia, a la celebración litúrgica! Deseamos que todos los hombres vengan a celebrar con nosotros ese culto, para prepararnos a recibir la salvación que Cristo nos ofrece a todos con su venida.
Así lo comentaba Juan Pablo II: “La oración que acabamos de escuchar y gustar es uno de los más hermosos y apasionados cánticos de las subidas. Se trata del salmo 121, una celebración viva y comunitaria en Jerusalén, la ciudad santa hacia la que suben los peregrinos. En efecto, al inicio, se funden dos momentos vividos por el fiel: el del día en que aceptó la invitación a "ir a la casa del Señor" (v. 1) y el de la gozosa llegada a los "umbrales" de Jerusalén (cf. v. 2). Sus pies ya pisan, por fin, la tierra santa y amada. Precisamente entonces sus labios se abren para elevar un canto de fiesta en honor de Sión, considerada en su profundo significado espiritual…
A ella suben "a celebrar el nombre del Señor" (v. 4) en el lugar que la "ley de Israel" (Dt 12,13-14; 16,16) estableció como único santuario legítimo y perfecto. En Jerusalén hay otra realidad importante, que es también signo de la presencia de Dios en Israel: son "los tribunales de justicia en el palacio de David" (v 5); es decir, en ella gobierna la dinastía davídica, expresión de la acción divina en la historia, que desembocaría en el Mesías (cf 2 S 7,8-16).
Se habla de "los tribunales de justicia en el palacio de David" (v. 5) porque el rey era también el juez supremo. Así, Jerusalén, capital política, era también la sede judicial más alta, donde se resolvían en última instancia las controversias: de ese modo, al salir de Sión, los peregrinos judíos volvían a sus aldeas más justos y pacificados. El Salmo ha trazado, así, un retrato ideal de la ciudad santa en su función religiosa y social, mostrando que la religión bíblica no es abstracta ni intimista, sino que es fermento de justicia y solidaridad. Tras la comunión con Dios viene necesariamente la comunión de los hermanos entre sí.
Llegamos ahora a la invocación final (cf vv 6-9). Toda ella está marcada por la palabra hebrea shalom, "paz", tradicionalmente considerada como parte del nombre mismo de la ciudad santa: Jerushalajim, interpretada como "ciudad de la paz". Como es sabido, shalom alude a la paz mesiánica, que entraña alegría, prosperidad, bien, abundancia. Más aún, en la despedida que el peregrino dirige al templo, a la "casa del Señor, nuestro Dios", además de la paz se añade el "bien": "te deseo todo bien" (v 9). Así, anticipadamente, se tiene el saludo franciscano: "¡Paz y bien!". Todos tenemos algo de espíritu franciscano. Es un deseo de bendición sobre los fieles que aman la ciudad santa, sobre su realidad física de muros y palacios, en los que late la vida de un pueblo, y sobre todos los hermanos y los amigos. De este modo, Jerusalén se transformará en un hogar de armonía y paz.
Concluyamos nuestra meditación sobre el salmo 121 con la reflexión de uno de los Santos Padres, para los cuales la Jerusalén antigua era signo de otra Jerusalén, también "fundada como ciudad bien compacta". Esta ciudad -recuerda san Gregorio Magno en sus Homilías sobre Ezequiel- "ya tiene aquí un gran edificio en las costumbres de los santos. En un edificio una piedra soporta la otra, porque se pone una piedra sobre otra, y la que soporta a otra es a su vez soportada por otra. Del mismo modo, exactamente así, en la santa Iglesia cada uno soporta al otro y es soportado por el otro. Los más cercanos se sostienen mutuamente, para que por ellos se eleve el edificio de la caridad. Por eso san Pablo recomienda: "Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas y cumplid así la ley de Cristo" (Ga 6,2). Subrayando la fuerza de esta ley, dice: "La caridad es la ley en su plenitud" (Rm 13,10). En efecto, si yo no me esfuerzo por aceptaros a vosotros tal como sois, y vosotros no os esforzáis por aceptarme tal como soy, no puede construirse el edificio de la caridad entre nosotros, que también estamos unidos por amor recíproco y paciente". Y, para completar la imagen, no conviene olvidar que "hay un cimiento que soporta todo el peso del edificio, y es nuestro Redentor; él solo nos soporta a todos tal como somos. De él dice el Apóstol: "Nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo" (1 Co 3,11). El cimiento soporta las piedras, y las piedras no lo soportan a él; es decir, nuestro Redentor soporta el peso de todas nuestras culpas, pero en él no hubo ninguna culpa que sea necesario soportar". Así, el gran Papa san Gregorio nos explica lo que significa el Salmo en concreto para la práctica de nuestra vida. Nos dice que debemos ser en la Iglesia de hoy una verdadera Jerusalén, es decir, un lugar de paz, "soportándonos los unos a los otros" tal como somos; "soportándonos mutuamente" con la gozosa certeza de que el Señor nos "soporta" a todos. Así crece la Iglesia como una verdadera Jerusalén, un lugar de paz. Pero también queremos orar por la ciudad de Jerusalén, para que sea cada vez más un lugar de encuentro entre las religiones y los pueblos; para que sea realmente un lugar de paz”.
Vayamos juntos a la Casa del Señor. Démonos la mano y hagamos el camino. La esperanza no defrauda, si tú vienes conmigo y yo voy contigo. Démonos la mano. En los escabrosos senderos de la vida, por más que a muchos ojos esos senderos les parezcan llanos y floridos, nadie se basta a sí mismo para recorrerlos y mostrarse digno, limpio. Somos cañas frágiles y cualquier viento nos doblega si estamos solos en cualquier empeño. Hagamos el camino. Tú y yo, cualquier tú y cualquier yo, por diferentes que seamos, podemos caminar juntos si vamos buscando un ideal de perfección en la justicia, convivencia, solidaridad. Dispongámonos a hacer camino. La esperanza no defrauda, si nos disponemos a dar la mano y a hacer camino. No nos entretengamos en el disfrute de bienes, placeres y conquistas que florecen y mueren en 24 horas. Comprometámonos en la conquista de felicidad, igualdad, justicia, salvación de la belleza del cosmos y de la humanidad, con decisión y sólida esperanza. Si tú vienes conmigo y yo voy contigo. Tú y yo: personas, no palabras al viento; almas agradecidas y abiertas, no sueños de mal dormir; proyectores de futuro esperanzado, no ilusionistas que engañan a los sentidos y a los ingenuos. Si tú estás a mi lado, yo soy más fuerte y arriesgado en hacer el bien. Si yo estoy contigo, mi corazón se dilata y mi mano se alarga cuando tu corazón y tu mano hacen el bien.
Hacia ti, morada Santa, donde habita el Señor de los Señores, se dirigen nuestros pasos. Hacía ti nos encaminamos jubilosos. En ti ya no habrá ni luto, ni llanto, sino gozo y paz en el Señor. Bienaventurados quienes, a pesar de los sufrimientos por los que tuvieron que pasar a causa de su fidelidad al Señor, ahora viven gozosamente en la presencia del Señor. Si el Señor habita en nosotros como en un templo; si nuestro corazón es esa morada santa de Dios, vivamos como portadores de la paz, de la alegría, del amor, de la misericordia, de la justicia y de la santidad. Que quienes se encuentren con nosotros no encuentren un lugar de sufrimiento sino de paz y de amor fraterno y así recibamos bendiciones, y no maldiciones por habernos convertido en unos malvados o en destructores de la alegría y de la paz de los demás.
Ciudad de paz. A eso está llamada a ser la Iglesia de Cristo. Nos alegramos porque muchos trabajan por la paz; esa paz que nace del perdón y de la reconciliación sincera; esa paz que brota de sabernos hermanos; esa paz que no nos eleva sobre los demás para pisotearles sus derechos. Hay muchos signos de amor y de perdón. Hay muchos que se comprometen a trabajar por el bien de los demás sin odios, sin fronteras, sin marginaciones. Pero nos hemos de lamentar de muchos que son generadores de violencia; incapaces de trabajar por el retorno de los malvados al camino del bien, y que, en lugar de salvarlos, los condenan y los asesinan. Los verdaderos creyentes en Cristo no podemos inventarnos un camino de salvación y santificación del mundo al margen de los criterios de Cristo. Él nos dice que nadie tiene amor más grande que aquel que da su vida por los que ama. Y no podemos amar sólo a los que nos aman, o a los que nos hacen el bien; eso hasta los paganos lo hacen. El Señor nos pide amar, incluso, a los que nos hacen el mal, a los que nos maldicen y persiguen, para que lleguemos a ser perfectos, como el Padre Dios es perfecto. Esforcémonos, guiados por el Espíritu Santo y fortalecidos con la Gracia Divina, en ser los primeros constructores de paz. A partir de ese momento la Iglesia se convertirá en un recinto en el que reine la paz en cada casa y en cada corazón, y dará alegría encaminarse a ella para encontrarse con una comunidad de hermanos, que se encaminan jubilosos hacia la Casa eterna del Padre (homiliacatolia.com).
3. Mt 8,5-11. Los evangelios de Adviento, sacados de varios evangelistas, han sido escogidos para que nos den una especie de cuadro de "la espera"... Muchos hombres, antes de Jesús, han esperado, deseado, anhelado un mesías. Jesús ha venido a colmar y purificar está espera. Nosotros esperamos siempre, hoy también, la plena realización de la salvación, de la felicidad, del Reino y millones de otros hombres están igualmente en esta misma espera, a pesar de no haber encontrado a Cristo, ni saber siquiera que existe, ignorando todo lo que El podría aportarles. Nuestra plegaria, en este tiempo de Adviento debe ser una plegaria de "deseo", y una plegaria "misionera". En los evangelios correspondientes a los textos esperanzados de Isaías se subrayará cada día que Jesús de Nazaret es el que lleva a cumplimiento esta espera, purificándola, además, y madurándola hasta los niveles más profundos de la salvación total. Jesús había entrado en Cafarnaum, un centurión del ejército romano salió a su encuentro y le suplicó... No has sido Tú, Señor, quien ha elegido este encuentro, a la entrada de la ciudad. ¡Este hombre se presenta, inesperado, imprevisto... desconocido! Y sin embargo Dios, por su gracia invisible, ya estaba presente en su corazón, para impulsarle a hacer esta gestión. ¡"Un centurión del ejército de ocupación"! Los romanos eran mal vistos en Palestina. Eran paganos y opresores. Se les volvía la cara a su paso. Ahora bien, este pagano desea y está a la espera... ¡Va hacia Jesús! Ayúdame, Señor, a contemplar en la fe ese mundo pagano que me rodea y que está a la espera. -"Señor, mi criado está postrado en mi casa, paralítico, y padece muchísimo". Los paganos, y los que aún no han descubierto la fe, son a menudo mejores que nosotros: este soldado romano tiene una gran delicadeza. Lejos de despreciar a su sirviente, le ama y hace una gestión por él. Señor, ayúdanos a saber descubrir las cualidades humanas, los valores vividos por tantas y diversas personas. Pensando en mi jornada de hoy, y en las personas que voy a encontrar, te doy gracias, Señor, por sus cualidades, fruto de tu gracia.
Los milagros de Jesús son signos de que ya está irrumpiendo el Reino de Dios. La curación del criado -o del hijo- del centurión por parte de Jesús, es un ejemplo de unas personas paganas que reciben la luz. Lo que el profeta había anunciado, lo cumple Jesús. Él es la verdadera Luz, el vástago que esperaba el pueblo de Israel, el Mesías que trae paz y serenidad, la Palabra eficaz y salvadora que Dios dirige a la humanidad. El centurión era pagano. No pertenecía al pueblo elegido. Más aún, era romano y militar: o sea, pertenecía a la nación que dominaba a Israel. Pero tenía buenas cualidades humanas. Era honrado, consecuente, razonable. Se preocupaba de la salud de su criado. En el fondo, ya tenía fe y Dios estaba actuando en él. Su formación militar y disciplinar, aunque no era exactamente la mejor clave para interpretar el estilo de Jesús, se demostró que era un buen punto de partida para la salvación: «Señor, no soy digno», buena expresión de humildad y de confianza. Jesús le alaba por su actitud y su fe: encontró en él más fe que en muchos de Israel. Jesús siempre aprovecha las disposiciones que encuentra en las personas, aunque de momento sean defectuosas. Desde ahí las ayudará a madurar y llegar a lo que él quiere transmitirles en profundidad. -"Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero mándalo con tu palabra y quedará curado mi criado... ¡Es esta una actitud de Fe! Jesús lo capta al instante. No es una plegaria orgullosa, que exige, que reclama, que quiere forzar la mano. Como empequeñeciéndose, expone su caso. Dame, Señor, esta humildad del centurión: "Señor, yo no soy digno de que Tú entres en mi casa..." -Ni aun en Israel he hallado fe tan grande... Yo os declaro que vendrán muchos gentiles del oriente y del occidente y estarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos. Jesús ha pensado en todos los que "vendrán", en todos los que están aún a la espera. Para El no hay privilegio de raza ni de cultura. Todos los hombres, de todas partes, están invitados y están en marcha. ¿Tengo un corazón "universal" como Jesús? ¿Un corazón "misionero"? (Noel Quesson).
De la oración colecta: “Concédenos, Señor, Dios nuestro, anhelar de tal manera la llegada de tu Hijo Jesucristo, que cuando llame a nuestras puertas, nos encuentre velando en oración y cantando sus alabanzas”… “¡El Señor está cerca!” Es el grito que la liturgia hace resonar en nuestros oídos de mil modos diferentes, a lo largo de estas semanas preparándonos para la venida del Señor. Pues “Adviento” es preparación para “la venida”: Jesús quiere llegarse a nuestra alma –como nació en Belén- por la gracia, el día de Navidad. Hay un famoso cuadro en la catedral de San Pablo, en Londres, que se paseó por medio mundo, muestra Jesús llamando a nuestra puerta. Cuando fue presentado por el pintor, un asistente le hizo ver que quizá se había olvidado la manecilla de la puerta, por que Jesús pudiera entrar. Pero el autor aprovechó para explicarle que esa puerta, la de nuestro corazón, no tiene picaporte por fuera, sólo se puede abrir por dentro. Por eso, mientras hacemos memoria de nuestra salvación y agradecemos la próxima venida del Hijo de Dios a la tierra, nos preparamos para abrirle la puerta de nuestro corazón, de modo que pueda entrar, aquel que así lo haga –dice la primera lectura, de Isaías- “será llamado santo, así como todo el que está escrito en la vida en Jerusalén”: esta venida está relacionada con la final, venida de Jesús al término del mundo como Juez supremo de vivos y muertos. Y esta preparación –sigue Isaías- “ocurrirá cuando limpiare el Señor las manchas de las hijas de Sión y lavare la sangre de Jerusalén con espíritu de justicia y con espíritu de ardor”. Como canta el salmo, nuestra respuesta ha de ser alegre, decidida: “iremos con alegría a la casa del Señor”, deseando ese día de la salvación, deseando que Jesús venga: “Ven para librarnos, Señor Dios nuestro; muéstranos tu rostro, y seremos salvos” (Aleluya).
Esta es la salvación que proclama el Evangelio, con la fe del Centurión que ruega por su siervo enfermo. “Y le dijo Jesús: ‘yo iré y lo sanaré’. Y respondiendo el centurión, dijo: ‘Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero mándalo con tu palabra y será sano mi siervo’…” Jesús se emociona con esas palabras: “se maravilló y dijo a los que le seguían: ‘verdaderamente os digo que no he hallado fe tan grande en Israel’”… Cuando en cada Misa recordemos esas palabras antes de comulgar, podemos renovar nuestra fe, y pedir al Señor la curación de nuestra alma, que venga y nos transforme. En ese pasaje, además, podemos responder a la pregunta que el Papa hace en su Encíclica: “¿Es individualista la esperanza cristiana?” Muchos piensan en “salvarse”, como recuerda H. de Lubac: « ¿He encontrado la alegría? No... He encontrado mi alegría. Y esto es algo terriblemente diverso... La alegría de Jesús puede ser personal. Puede pertenecer a una sola persona, y ésta se salva. Está en paz..., ahora y por siempre, pero ella sola. Esta soledad de la alegría no la perturba. Al contrario: ¡Ella es precisamente la elegida! En su bienaventuranza atraviesa felizmente las batallas con una rosa en la mano ». Pero esto no es así, sigue diciendo de Lubac, siguiendo la teología de los Padres: “la salvación ha sido considerada siempre como una realidad comunitaria”, como vemos en el Centurión, que se ocupa de su siervo, como vemos en la lectura de Isaias que habla de una « ciudad » (Sión, Jerusalén) “y, por tanto, de una salvación comunitaria”. El pecado aparece “como la destrucción de la unidad del género humano, como ruptura y división. Babel, el lugar de la confusión de las lenguas y de la separación, se muestra como expresión de lo que es el pecado en su raíz”. Hoy también aparecen esas nuevas Babeles, multitudes incomunicadas, una agresividad en el ambiente… Entonces, ¿es algo a la ver personal y comunitario, y en qué consiste?
En la Carta a Proba, san Agustín “intenta explicar un poco esta desconocida realidad conocida que vamos buscando”. Buscamos « vida bienaventurada [feliz] ». como expresa tan bien el Salmo 144 [143],15: « Dichoso el pueblo cuyo Dios es el Señor ». Y dice Agustín: « Para que podamos formar parte de este pueblo y llegar [...] a vivir con Dios eternamente, ‘‘el precepto tiene por objeto el amor, que brota de un corazón limpio, de una buena conciencia y de una fe sincera'' (1 Tm 1,5) ». La mirada limpia del corazón nos lleva a pensar en los demás, salir de uno mismo con el don de sí, expresión de esa esperanza cierta, esa es la llave que abre la puerta a Jesús Salvador.
Este Adviento ha empezado como un tiempo de gracia para todos, los cercanos y los alejados. Adviento y Navidad son un pregón de confianza. Dios quiere salvar a todos, sea cual sea su estado anímico, su historia personal o comunitaria. En medio del desconcierto general de la sociedad, él quiere orientar a todas las personas de buena voluntad y señalarles los caminos de la verdadera salvación. El faro es -debe ser- ahora la Iglesia, la comunidad de Jesús, si en verdad sabe anunciar al mundo la Buena Noticia de su Evangelio.
Hoy también, muchas personas, aunque nos parezcan alejadas, muestran como el centurión buenos sentimientos. Tienen buen corazón. ¿Sucederá también este año que esas personas tal vez respondan mejor a la salvación de Jesús que nosotros? ¿estarán más dispuestas a pedirle la salvación, porque sienten su necesidad, mientras que nosotros no la sentimos con la misma urgencia? ¿tendrá que decir otra vez Jesús que ha encontrado más fe en esas personas de peor fama pero mejores sentimientos que entre los cristianos «buenos»? ¿Vendrán de Oriente y Occidente -o sea, de ámbitos que nosotros no esperaríamos, porque estamos un poco encerrados en nuestros círculos oficialmente buenos- personas que celebrarán mejor la Navidad que nosotros? ¿O nos creemos ya santos, merecedores de los dones de Dios?
Si en nuestra vida decidimos bajar la espada y no atacar a nadie, estamos dando testimonio de que los tiempos mesiánicos ya han llegado. Bienaventurados los que obran la paz. Los que trabajan para que haya más justicia en este mundo y se vayan corrigiendo las graves situaciones de injusticia, son los que mejor celebrarán el Adviento. No es que Jesús vaya a hacer milagros, sino que seremos nosotros, sus seguidores, los que trabajemos por llevar a cabo su programa de justicia y de paz.
Cuando seamos hoy invitados a la comunión, podemos decir con la misma humilde confianza del centurión que no somos dignos de que Cristo Jesús venga a nuestra casa, y le pediremos que él mismo nos prepare para que su Cuerpo y su Sangre sean en verdad alimento de vida eterna para nosotros, y una Navidad anticipada (J. Aldazábal).
Comienza el ADVIENTO. Un tiempo que nos invita a estar abiertos a la Palabra, para que el día de Navidad esta Palabra se haga carne en cada uno de nosotros. Esta Palabra que puede despertar en nosotros múltiples sensaciones dormidas. Hoy nos invita a la ADMIRACIÓN. "Jesús se quedó admirado", nos dice el evangelio. Es la única ocasión en que vemos a Jesús admirándose. Hasta ahora habíamos visto cómo era Él el que despertaba la admiración de sus conciudadanos. Recordemos cómo su padre y su madre estaban admirados de las cosas que se decían de Él. O cómo los discípulos se quedaron admirados al verle secar la higuera o mandar a los vientos. O cómo dejó admirados a fariseos y herodianos cuando respondió a su pregunta de si era lícito pagar el tributo al César. O cómo dejaba a todos admirados de su inteligencia y de sus respuestas, a pesar de ser hijo de José. O cómo en el colmo de su admiración decían: "todo lo ha hecho bien".
Pero en esta ocasión es el Maestro el que se admira. Y es un pagano, un militar, el que consigue despertar su admiración. No es ninguno de sus discípulos, no es ningún acontecimiento espectacular, no es ningún superdotado. ¿Qué es lo que hace que Jesús se admire? La fe. La fe es lo único capaz de despertar su más profunda admiración. Y también la nuestra. Porque la fe es un milagro. Cuántas veces hemos visto a gente sencilla sufrir en silencio acontecimientos que ni el más fuerte y dotado hubiera sido capaz de soportar sin lamentarse. Cuántas veces les hemos envidiado por esa fortaleza, por esa seguridad, por esa pacífica aceptación. Y es que son los más humildes y sencillos los únicos capaces de ver en cada acontecimiento la mano de Dios. Los únicos capaces de creer en la presencia de Dios en los acontecimientos de cada día. Los únicos capaces de creer en la omnipotencia de Dios. Como el centurión.
Algún día necesitarás de esa fe. Quizá hoy mismo ya la necesitas. Porque hace falta tener fe para creer que, a pesar de los rumores de guerra y de violencia, al final un niño conseguirá forjar arados de las espadas y podaderas de las lanzas. Si lo creemos puede que también nosotros dejemos admirado a Jesús. Vuestro hermano en la fe, Vicente.
Mateo nos presenta en el Evangelio a un centurión en Cafarnaún, la aldea de pescadores, a orilla del lago de Genesaret, que Jesús había convertido en el epicentro de su actividad. El centurión era un militar de bajo grado que comandaba una patrulla de unos 100 soldados. Debía ser un romano o un mercenario, en todo caso un pagano. El centurión ruega por un criado suyo enfermo de parálisis, y cuando Jesús propone ir a curarlo el centurión le dice algo admirable: que simplemente dé una orden de curación y su criado sanará, que él nos es digno de que Jesús entre en su casa, que como mandan los oficiales del ejército y sus órdenes se cumplen, con cuánta más razón se cumplirá la palabra de Cristo. Tan admirable es la respuesta que Jesús la alaba y anuncia la entrada en el reino de muchos paganos, gracias a su fe. Y tan admirable es que seguimos repitiéndola cada vez que celebramos la eucaristía: confesamos nuestra indignidad para que Jesús venga a nosotros en el pan consagrado, le pedimos que pronuncie sobre nosotros la palabra solemne y todopoderosa de salvación. Somos los descendientes de los paganos que nos disponemos con fe a celebrar el nacimiento del Mesías.
Es que el adviento es un tiempo de fe, de adhesión incondicional a la enseñanza de Jesús, de humilde expectativa de su venida a nosotros, sabiendo que para nada somos dignos de su visita. Un tiempo de intensa oración, tan intensa y confiada como la del centurión, pidiendo a Cristo que venga a curar nuestra parálisis, la enfermedad mortal que nos impide ponernos a servir a los hermanos, por egoísmo e indiferencia. Que se avive nuestra fe en este tiempo de preparación para la gran celebración de Navidad; ésta será la mejor luz con que adornemos el pesebre, el mejor regalo que podamos dar a los demás, el de testimoniarles nuestra fe en la omnipotente palabra de Jesús (J. Mateos-F. Camacho).
Yo iré y lo curaré. Jesús, ¡cuántas ganas tienes de hacer el bien! Hay una persona con dolores muy fuertes y ese dolor te remueve. Pero, ¿no sabías que el criado del centurión estaba enfermo antes de que te lo dijera su amo? ¿Por qué no habías ido antes? ¿No había más gente sufriendo dolores fuertes en Cafarnaúm? Jesús, empiezo a prepararme para tu nacimiento y veo que desde Belén hasta la Cruz no rehuyes el dolor ni el sufrimiento: ni el tuyo ni el de los tuyos. José no encuentra sitio en la posada; Herodes os persigue; María sufre cuando te «pierdes» en el Templo. Podías haber evitado todo, pero no lo haces. ¿Por qué? Al liberar a algunos hombres de los males terrenos del hambre, de la injusticia, de la enfermedad y de la muerte, Jesús realizó unos signos mesiánicos; no obstante, no vino para abolir todos los males aquí abajo, sino a liberar a los hombres de la esclavitud más grave, la del pecado, que es el obstáculo en su vocación de hijos de Dios y causa de todas sus servidumbres humanas. Jesús, no evitas el sufrimiento sino el pecado. María es concebida sin pecado. Tú te hiciste igual al hombre en todo menos en el pecado. Perdonas los pecados al paralítico antes de curarle de su enfermedad: tus pecados te son perdonado . ¿No será que el sufrimiento no es un mal, y en cambio el pecado sí? Si quiero prepararme bien para tu venida, debo empezar por rechazar el pecado con todas mis fuerzas.
Lázaro resucitó porque oyó la voz de Dios: y enseguida quiso salir de aquel estado. Si no hubiera «querido» moverse, habría muerto de nuevo. Propósito sincero: tener siempre fe en Dios; tener siempre esperanza en Dios; amar siempre a Dios.... que nunca nos abandona, aunque estemos podridos como Lázaro. En verdad os digo que en nadie de Israel he encontrado una fe tan grande. Y por eso, Jesús, puedes hacer el milagro. Propósito sincero: tener siempre fe en Dios. Jesús, quiero moverme, quiero salir de este estado mortecino o muerto en el que me encuentro. Quiero oír tu voz, tu llamada, y salir del mundo de mis miserias, de mis egoísmos, de mis envidias, de mis planes y proyectos personales en los que no cabe Dios ni los demás. Mi alma yace quizá un poco paralítica porque no tiene fuerza para vencer la comodidad, la vanidad, la sensualidad, el egoísmo. Yo iré y lo curaré. Jesús, vas a venir al mundo para salvarme, pero aún no soy digno de que entres en mi casa. Quiero prepararme bien. Quiero aprender a amarte. Y veo que lo primero que debo hacer es limpiarme, rechazar el pecado de verdad, empezando por acudir al sacramento de la confesión. Jesús, vas a venir al mundo para salvar a todos los hombres. No sólo a los de Israel: muchos de Oriente y Occidente vendrán y se pondrán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el Reino de los Cielos. No haces grupitos, buscas a todos: sabios y menos sabios, ricos y pobres, sanos y enfermos. Has venido a salvar a todos y por eso de todos esperas una respuesta. Que sepa responder con fe -con mi vida de cristiano- a esa muestra tan grande de amor que es tu Encarnación: la demostración más clara de que Tú no me abandonas.
Prepararnos para recibir a Jesús. Cada día que transcurre es un paso más hacia la celebración del nacimiento del Redentor y, por lo tanto, un motivo grande de alegría. Junto a esa alegría, es inevitable que nos sintamos cada vez más indignos de recibir al Señor. Toda preparación debe parecernos poca, y toda delicadeza insuficiente para recibir a Jesús. Si alguna vez nos sentimos fríos o físicamente desganados no por eso vamos a dejar de comulgar. Procuraremos salir de ese estado ejercitando más la fe, la esperanza y el amor. Y si se tratara de tibieza o de rutina, está en nuestras manos removerlas, pues contamos con la ayuda de la gracia. Nosotros, al pensar en el Señor que nos espera, podemos cantar llenos de gozo en lo más íntimo de nuestra alma: ¡Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor! (Salmo 121,1-2). El Señor también se alegra cuando ve nuestro esfuerzo para recibirlo con una gran dignidad y amor.
El Evangelio de la Misa (Mt 8,5-13) nos trae las palabras de un centurión del ejército romano que han servido para la preparación inmediata de la Comunión a los cristianos de todos los tiempos: Domine, non sum dignus –Señor, yo no soy digno. La fe, la humildad y la delicadeza se unen en el alma de este hombre: la Iglesia nos invita no sólo a repetir sus palabras como preparación para recibir a Jesús cuando viene a nosotros en la Sagrada Comunión, sino a imitar las disposiciones de su alma.
Prepararnos para recibir al Señor en la Comunión significa en primer lugar recibirle en gracia. Cometería un sacrilegio quien fuera a comulgar en pecado mortal. Hemos de preparar esmeradamente el alma y el cuerpo: deseo de purificación, luchar por vivir en presencia de Dios durante el día, cumplir lo mejor posible nuestros deberes cotidianos, llenar la jornada de actos de desagravio, de acciones de gracias y comuniones espirituales. Junto a estas disposiciones interiores, y como su necesaria manifestación, están las del cuerpo: el ayuno prescrito por la iglesia, las posturas, el modo de vestir, etc. , que son signos de respeto y reverencia. Pidámosle a Nuestra Señora que nos enseñe a comulgar “con aquella pureza, humildad y devoción” con que Ella recibió a Jesús en su seno bendito, “con el espíritu y fervor de los santos”, aunque nos sintamos indignos y poca cosa (Francisco Fernández Carvajal).
Jesús pondera hoy la fe de este hombre que no pertenece al pueblo de Israel, pero de un hombre que cree sin ver, de una hombre que está seguro que el “rabí” tiene poder para hacer lo que le está pidiendo. Este es el tiempo de fe que es capaz de mover montañas. Sería bueno que al iniciar este tiempo de Adviento nosotros nos preguntamos si VERDADERAMENTE creemos en la palabra de Jesús. Muchos cristianos dicen creer pero, esperan constantemente signos, señales manifestaciones sensibles de lo que dicen creer. Creer, es la seguridad de lo que no se ve. ¿Podríamos decir que nuestra fe es como la de este centurión? ¿Cuál es tu actitud para lo que lees en la Biblia? (Ernesto María Caro).
Ayer, en la celebración de la Eucarística estás palabras del centurión, que repetimos antes de acercarnos a comulgar, quemaban todo mi cuerpo. Sentía un fuego especial ardiendo en todo mi ser. “Señor, yo no soy digna de que entres en mi casa, pero di una palabra y yo sanaré”. Cerraba los ojos y disfrutaba de esta frase, esperando para oír la palabra que me devolviera la dignidad de hija de Dios que en cada momento, a causa de mi testarudez, pierdo, o yo creo que pierdo. El centurión pronuncia estas palabras al oír que Jesús se dispone a ir personalmente a curar a su siervo. El no se siente digno, pero está seguro de que con tan sólo Jesús decir una palabra, su siervo sanará. Él confía en que sólo una palabra basta. Él cree en quien puede decir esta palabra. Ante tanta demostración de fe, Jesús queda admirado. Todavía mi fe no es tan profunda como la del centurión. Todavía no oigo esa palabra que necesito para sanar. Todavía estoy dando vueltas y vueltas en mi interior. Mi mente no está en paz. Quiere controlar demasiado. Se encierra demasiado. Señor: abre mis oídos y mi corazón para oír tu palabra y saber que me sanarás. Dios nos bendice, Miosotis.
La salvación que Dios nos ofrece en su Hijo, hecho uno de nosotros por obra del Espíritu Santo en el seno de María virgen, no está limitada a un pueblo o grupo. Dios quiere que todos los hombres se salven. Lo único que Dios espera de nosotros es que creamos en Aquel que Él nos ha enviado. Conocemos nuestras miserias y sabemos que a veces nuestro corazón está más sucio que aquel pesebre en el que fue recostado el niño Jesús. No somos dignos de que el Señor venga a nosotros. Tal vez, como Pedro, tengamos que decir: Apártate de mí, Señor, porque soy un pecador. Pero el Señor quiere hacer su morada en nosotros. No espera que nosotros hagamos algo, sino sólo que le dejemos hacer su obra en nosotros. Él se encargará de lo demás. Si depositamos nuestra fe en Él, a pesar de que pareciera imposible darle un nuevo rumbo a nuestra vida y a nuestra historia, Él, permaneciendo en medio de nosotros, podrá decirnos: Anda, que te suceda conforme has creído. Dios se ha hecho cercanía a nosotros. Más aún, ha hecho su morada en nosotros, indignos y pecadores. Dejémosle que nos sane de las heridas que el pecado ha dejado en nosotros, para que renovados, hechos criaturas nuevas en Él, podamos no sólo reconocerlo como Señor en nuestra vida, sino amarlo amando a nuestro prójimo como Dios lo ha hecho con nosotros. Entonces la presencia del Señor en el mundo continuará hasta el final del tiempo, con todo su poder salvador, por medio de su Iglesia. En esta Eucaristía el Señor sale a nuestro encuentro para ofrecernos su salvación. Él es quien ha tomado la iniciativa de buscarnos hasta encontrarnos para invitarnos a recibir su perdón y a participar de su Vida. A Él no le importan nuestras miserias y pecado pasados, pues Él, al crearnos, no nos llamó para que fuésemos condenados, sino para que vivamos con Él eternamente. A pesar de que no formábamos parte del pueblo elegido, Dios ha querido sentarnos a su mesa, y alimentarnos con el Cuerpo y la Sangre de su propio Hijo. El Señor se ha hecho siervo de todos pues, mediante la entrega de su propia vida, nos purifica para presentarnos, resplandecientes por el amor, ante su Padre Dios. El Señor no quiere que caminemos más en tinieblas, sino que, llenos de su Vida y de su Espíritu, por la participación en nosotros de Aquel que es la Luz, seamos también nosotros luz bajo la cual caminen todas las naciones y reciban la instrucción que les muestre el camino que les conduzca a su unión con Dios. El Señor, a pesar de nuestra indignidad, ha hecho su morada en nosotros. Él, desde su Iglesia continúa instruyendo en el camino del bien a todos los hombres. Por eso no podemos convertir la Comunidad de creyentes en Cristo en ocasión de escándalo o tropiezo para los demás. Entre nosotros deben estrecharse día a día nuestras relaciones fraternas, de tal forma que, como consecuencia de ello, podamos ser constructores de paz. Jamás podemos rechazar a quienes, a tientas buscan al Señor, pues es a ellos, especialmente a quienes les hemos de hacer cercano al Señor. Y ¿Cómo les anunciaríamos el Evangelio, cuando en lugar de manifestarles el amor y la misericordia de Dios, les criticáramos y persiguiéramos? Si queremos ser dignos de que el Señor habite en nosotros no sólo debemos dejarnos amar por Dios, sino que, desde ese amor hemos de amar a todos, de tal forma que, no sólo con nuestras palabras, sino con nuestras obras y nuestra vida, experimenten la bondad y la misericordia de Aquel que llega a ellos mediante quienes vivimos en unión con Él. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de una verdadera conversión, para que, llevando una vida digna, preparemos la llegada del Señor al corazón de todos los hombres, de tal forma que algún día todos nos sentemos a la mesa del Señor en su Reino eterno. Amén (www.homiliacatolica.com).
En la película “Los Otros” los niños tienen una enfermedad que les impide estar bajo la luz del sol. Bajo el cuidado de su madre están siempre en las tinieblas- las tinieblas de la muerte- sin saber que existen otros. Su mundo es triste, lúgubre, oscuro pero completo. La madre consigue que no haga falta más, no existen otros. Su mundo no es ideal pero no se quieren asomar a la realidad del mundo que sólo intuyen, pero que puede acabar con el idílico amor egoísta de esa madre por sus hijos. Un mundo en que los otros son sólo sombras que pueden acabar con lo nuestro.
“Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme” estas palabras que decimos todos los días en la Eucaristía, justo antes de recibir en nuestra vida al Rey de Reyes y después que el sacerdote nos repita el anuncio de Juan Bautista “Este es el Cordero de Dios”, se inspiran en las palabras del Centurión del Evangelio de hoy.
No es sólo una frase acertada. Un centurión mandaba sobre cien hombres. Además de ellos tenía sus criados y sirvientes. La “Oficina de defensa del soldado” era una idea que haría morir de risa al Cesar , y no hablemos de los sindicatos que eran, sencillamente, impensables. La provincia de Galilea- lejos de la madre Roma- no era el mejor destino del mundo para dedicarse a la buena vida y relajarse en las termas. A pesar de todos los problemas “objetivos” que harían que cualquier buen soldado quisiera salir de esa mala vida y centrar en esa meta todos sus esfuerzos, nos encontramos con este centurión. Un hombre exigente, sabía mandar: “Le digo a uno “Ve” y va y a otro “Ven” y viene.” Pero a la vez sabía estar pendiente de los que le habían encomendado. Un criado paralítico en aquel entonces tenía menos futuro que un bocadillo de panceta en un congreso de anoréxicos. Lo habitual en aquel tiempo hubiera sido no preocuparse por él, ni tan siquiera enterarse demasiado de su existencia, sustituirlo por otro y aquí paz y después gloria. Sin embargo, este centurión no solamente sabe de la existencia de ese criado, sabe que sufre y no duda en acercarse a aquél del que ha oído que puede hacer algo para rogarle (menuda indignidad, rebajarse así ante un judío) que le curase. Pero es que además “sigue afinando”: piensa que ese judío en casa de un romano contraería impureza y por ello le evita el tener que ir bajo su techo. No te extrañe lo que ocurre después: el Señor se queda admirado y mira más allá, al reino de los cielos. Contempla el día del Reino de Dios, pon buena cara a esos “muchos de oriente y occidente” y descubre que no son “los otros”, son los hijos e hijas de Dios y de nuestra madre la Virgen, que están ahora a tu lado- aunque a veces nos molesten- y que con ellos, por la misericordia de Dios, cantarás: “Vamos alegres a la Casa del Señor” (Archimadrid). Hay muchos hombres y mujeres que sin el rótulo de cristianos realizan mayores y mejores obras que las que nosotros realizamos y a lo mejor tienen una fe mucho más profunda y madura que la nuestra. Esas personas son las que en definitiva están haciendo posible que la realidad del reino brille todavía en un mundo marcado por odios, violencia, egoísmos... Una buena preparación para celebrar este año la Navidad podría ser revisar profundamente la calidad de nuestra fe a la luz de la convicción de que la visita de Dios es un hecho constante, y que esa visita exige de nosotros unas actitudes que vayan más de acuerdo con nuestra fe (Fray Nelson).
Una perspectiva universal. Es interesante ver que nuestros alimentos pueden separarnos, nuestros gustos pueden apartarnos, nuestras preferencias pueden levantar barreras, mientras que los dolores, las necesidades y el hambre nos reúnen. Un judío con hambre padece algo muy semejante a un pagano con hambre; un musulmán enfermo tiene un rostro muy parecido a un ateo enfermo; un budista cansado no camina muy distinto de un protestante cansado. Reconozcámoslo, de manos de la Biblia: nuestras apetencias nos pueden separar, pero las indigencias nos pueden unir. La unidad, pues, no viene por vía de consensos o negociaciones sino por vía de descubrir nuestras miserias.
Esa es precisamente la grandeza del mensaje de Cristo. Nuestro Señor ha centrado todo su mensaje y toda su vida en la atención de las miserias físicas y espirituales del ser humano. Por eso él, sin dejar de ser localizable en el tiempo y el espacio, trasciende con su amor eficaz y con su servicio maravilloso al tiempo y el espacio. Es lo que él mismo anuncia en el evangelio que oímos hoy: "vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el banquete del Reino de los cielos" (Mt 8,11). ¡Qué distancia insalvable parecía separar a este centurión romano de aquellos judíos celosos de sus observancias legales! Mas el dolor de él ante la enfermedad de su amigo es un dolor que puede darse en cualquier cultura, raza o lengua. Al abrir una puerta en su corazón para atender al dolor como tal Jesús se hace universal; Jesús inaugura un modo fantástico de amar que va más allá de las fronteras siempre estrechas de las razas, etnias e incluso de las religiones.
Hoy Cafarnaún es nuestra ciudad y nuestro pueblo, donde hay personas enfermas, conocidas unas, anónimas otras, frecuentemente olvidadas a causa del ritmo frenético que caracteriza a la vida actual: cargados de trabajo, vamos corriendo sin parar y sin pensar en aquellos que, por razón de su enfermedad o de otra circunstancia, quedan al margen y no pueden seguir este ritmo. Sin embargo, Jesús nos dirá un día: «Cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). El gran pensador Blaise Pascal recoge esta idea cuando afirma que «Jesucristo, en sus fieles, se encuentra en la agonía de Getsemaní hasta el final de los tiempos». El centurión de Cafarnaún no se olvida de su criado postrado en el lecho, porque lo ama. A pesar de ser más poderoso y de tener más autoridad que su siervo, el centurión agradece todos sus años de servicio y le tiene un gran aprecio. Por esto, movido por el amor, se dirige a Jesús, y en la presencia del Salvador hace una extraordinaria confesión de fe, recogida por la liturgia Eucarística: «Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa: di una sola palabra y mi criado quedará curado» (Mt 8,8). Esta confesión se fundamenta en la esperanza; brota de la confianza puesta en Jesucristo, y a la vez también de su sentimiento de indignidad personal, que le ayuda a reconocer su propia pobreza. Sólo nos podemos acercar a Jesucristo con una actitud humilde, como la del centurión. Así podremos vivir la esperanza del Adviento: esperanza de salvación y de vida, de reconciliación y de paz. Solamente puede esperar aquel que reconoce su pobreza y es capaz de darse cuenta de que el sentido de su vida no está en él mismo, sino en Dios, poniéndose en las manos del Señor. Acerquémonos con confianza a Cristo y, a la vez, hagamos nuestra la oración del centurión (Joaquim Meseguer).
Contemplamos el dolor, la enfermedad, la pobreza, el sufrimiento de muchos hermanos nuestros. Hay enfermedades que marginan y confinan a quienes las padecen, como si fueran unos malditos, unos parias a los que no deba uno acercarse por temor a contaminarse. Pero no faltan signos de un servicio hecho, siempre con gran amor, a aquellos que han sido despreciados; son gentes de las que nuestro mundo no ha sido digno de recibirlas, pero que se acercaron a nosotros como signo de una Realidad de amor que está más allá de nuestros ojos humanos. Aunque no faltan aquellos que tratan de apagar la vida de los que consideran como una carga familiar y social, de la que hay que deshacerse lo más pronto posible mediante la eutanasia, o marginándolos en lugares lejos de la familia y de la sociedad. El Señor nos quiere en camino para curar las heridas de la enfermedad, del pecado, de la desesperanza, de la soledad, de la marginación, del desprecio. No hemos sido enviados a apagar la fe y la esperanza de los demás, sino a acercarnos a ellos para sentarlos a nuestra mesa, con la misma dignidad a la que todos tenemos derecho, hasta que, algún día, todos seamos dignos de entrar en la Casa eterna del Padre. Hoy el Señor nos reúne en torno a su Mesa para alimentarnos con el Pan de Vida. Nos reúne sin distinción alguna, pues para Él todos tenemos el mismo valor, ya que sus criterios son muy distintos a nuestros criterios mundanos. En Cristo encontramos la reconciliación, la paz y una auténtica vida fraterna. Nuestras reuniones sagradas han de provocar a todos a participar en ellas, no tanto por acciones externas que sean atractivas, pero huecas de fe, sino porque aquí sea posible encontrarse con una comunidad de hermanos, que acogen a todos con gran amor y se preocupan de ellos, especialmente cuando, incluso los suyos, los ha despreciado y abandonado. No somos dignos de estar en la casa del Señor, pero Él quiere sanar las heridas que en nosotros ha abierto el pecado y el egoísmo. Por eso, los que participamos de la Eucaristía, hemos de abrir nuestros corazones a la acción salvadora de Dios; y, libres de nuestras opresiones, nos hemos de poner al servicio de nuestro prójimo para hacerle siempre el bien, amándole como Cristo nos ha amado a nosotros. No cerremos los ojos ante el dolor, ante el sufrimiento, ante el abandono, ante la pobreza, ante las injusticias de que han sido víctimas muchas personas. El Señor quiere que su Iglesia sea portadora de paz. Esa paz que se gana a brazo partido; esa paz que reclama incluso nuestra propia sangre. Ante una humanidad deteriorada por la maldad, pongámonos inmediatamente en camino para dedicarnos a trabajar, con todos los medios posibles a nuestro alcance, para crear una humanidad más sana, más justa, más fraterna y más en paz. No seamos portadores de violencia. Trabajemos conforme a los criterios del Evangelio de Cristo, el cual nos dice que no ha venido a condenarnos, sino a salvarnos. La Iglesia es el vástago del Señor del que se esperan frutos de salvación y no de condenación, ni de destrucción, ni de muerte. Vivamos comprometidos en hacer siempre el bien a todos, de tal forma que en verdad pueda resplandecer, con toda claridad, el Rostro salvador de Cristo Jesús en su Iglesia. Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de trabajar constantemente en la construcción entre nosotros del Reino de Dios, como un signo de unidad y de paz en el mundo entero. Amén (homiliacatolica.com).
«Mirad al Señor que viene» (entrada: Jer,31,10; Is 35,4). Pedimos al Señor permanecer alertas a la venida de su Hijo, para que, cuando llegue y llame a la puerta, nos encuentre velando y cantando sus alabanzas (colecta). Las oraciones de ofertorio y postcomunión son las mismas del Domingo anterior.
–Mateo 8,5-11: ¿Quién soy yo para que entres en mi casa? San Agustín ha comentado unas cinco veces este pasaje evangélico. Una de ellas dice: «Cuando se leyó el Evangelio, escuchamos la alabanza de nuestra fe, que se manifiesta en la humildad. Cuando Jesús prometió que iría a la casa del Centurión para curar a su criado, respondió aquel: “¡No soy digno!”... Y declarándose indigno, se hizo digno; digno de que Cristo entrase no en las paredes de su casa, sino en las de su corazón. Pero no lo hubiese dicho con tanta fe y humildad, si no llevase ya en el corazón a Aquel que temía entrase en su casa. En efecto, no sería gran dicha el que el Señor Jesús entrase en el interior de su casa, si no se hallase en su corazón» (Sermón 62, 1, en Cartago hacia el 399). Y el mismo San Agustín: «¿Qué cosa pensáis alabó [Jesús] en la fe de este hombre? La humildad: “¡No soy digno!”… Eso alabó y, porque eso alabó, ésa fue la puerta por la que entró. La humildad del Centurión era la puerta para que el Señor entrase para poseer más plenamente a quien ya poseía» (Sermón 62,A,2). La humildad es una de las virtudes más propias del Adviento, pues nada nos abre tanto como ella a la venida del Salvador. A ella nos exhorta San Bernardo: «Mirad la grandeza del Señor que entra en el mundo, el Hijo del Altísimo... y hecho carne, es colocado en un pobre pesebre... Y amad la humildad, que es el fundamento y la guarda de todas las virtudes... Viendo a Dios tan empequeñecido ¿habrá algo más indigno que la pretensión del hombre de engrandecerse a sí mismo sobre la tierra?» (Sermón en Natividad del Señor 1,1; citado por Manuel Garrido Bonaño).
domingo, 27 de noviembre de 2011
sábado, 26 de noviembre de 2011
Domingo 1º de Adviento, ciclo B: Adviento es tiempo de espenanza y vela: prepararse para la venida del Señor
Domingo 1º de Adviento, ciclo B: Adviento es tiempo de espenanza y vela: prepararse para la venida del Señor
Lectura del Profeta Isaías 63,16b-17; 64,1. 3b-8. Tú, Señor, eres nuestro padre, / tu nombre de siempre es"nuestro redentor". / Señor, ¿por qué nos extravías de tus caminos / y endureces nuestro corazón para que no te tema? / Vuélvete por amor a tus siervos / y a las tribus de tu heredad.
¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, / derritiendo los montes con tu presencia! / Bajaste, y los montes se derritieron con tu presencia.
Jamás oído oyó ni ojo vio / un Dios, fuera de ti, / que hiciera tanto por el que espera en él. / Sales al encuentro del que practica la justicia / y se acuerda de tus caminos.
Estabas airado y nosotros fracasamos: / aparta nuestras culpas y seremos salvos. / Todos éramos impuros, / nuestra justicia era un paño manchado; / todos nos marchitábamos como follaje, / nuestras culpas nos arrebataban como el viento.
Nadie invocaba tu nombre / ni se esforzaba por aferrarse a ti; / pues nos ocultabas tu rostro / y nos entregabas al poder de nuestra culpa.
Y, sin embargo, Señor, / tú eres nuestro padre, / nosotros, la arcilla, y tú el alfarero: / somos todos obra de tu mano.
No te excedas en la ira, Señor, / no recuerdes siempre nuestra culpa: / mira que somos tu pueblo.
Salmo 79,2ac y 3b. 15-16. 18-19. R/. Señor, Dios nuestro, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve.
Pastor de Israel, escucha, / tú que te sientas sobre querubines, resplandece. / Despierta tu poder y ven a salvarnos.
Dios de los ejércitos, vuélvete: / mira desde el cielo, fíjate, / ven a visitar tu viña, / la cepa que tu diestra plantó / y que tú hiciste vigorosa.
Que tu mano proteja a tu escogido, / al hombre que tú fortaleciste. / No nos alejaremos de ti; / danos vida, para que invoquemos tu nombre.
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 1,3-9: Hermanos: La gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo sean con vosotros. En mi acción de gracias a Dios os tengo siempre presentes, por la gracia que Dios os ha dado en Cristo Jesús. Pues por él habéis sido enriquecidos en todo: en el hablar y en el saber; porque en vosotros se ha probado el testimonio de Cristo. De hecho, no carecéis de ningún don, vosotros que aguardáis la manifestación de nuestro Señor Jesucristo. Él os mantendrá firmes hasta el final, para que no tengan de qué acusaros en el día de Jesucristo, Señor nuestro. Dios os llamó a participar en la vida de su Hijo, Jesucristo, Señor nuestro. ¡Y él es fiel!
Lectura del santo Evangelio según San Marcos 13,33-37. En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: —Mirad, vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento. Es igual que un hombre que se fue de viaje, y dejó su casa y dio a cada uno de sus criados su tarea, encargando al portero que velara. Velad entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer: no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos. Lo que os digo a vosotros, lo digo a todos: ¡velad!
Comentario: «A Ti, Señor, levanto mi alma. Los que esperan en Ti no quedan defraudados» (Entrada). En la colecta (Gelasiano) pedimos al Señor que avive en sus fieles el deseo de salir al encuentro de Cristo, acompañados por las buenas obras, para que, colocados un día a su derecha, merezcan poseer el reino eterno. En la oración del ofertorio (Veronense) suplicamos al Señor acepte los bienes que de Él hemos recibido y, por la presentación del pan y del vino, nos conceda que la acción santa que celebramos sea prenda de salvación para nosotros. En la Comunión: confiamos en que el Señor nos dará sus bienes y la tierra dará su fruto. En la Postcomunión (de nueva redacción, inspirada en los Sacramentarios Veronense y de Bérgamo): suplicamos al Señor que fructifique en nosotros la celebración de los sacramentos, con los que Él nos enseña a descubrir el valor de los bienes eternos y poner en ellos nuestro corazón.
1. –Isaías 63,16-17–64,1.3-8: ¡Ojalá rasgases el cielo y bajases! La salvación se hace posible para los hombres en la medida en que éstos viven su fidelidad humilde ante Dios, que se nos ha revelado como Padre y nos ama con amor redentor. A veces nos sentimos lejos de Dios, necesitamos un nuevo retorno, y Adviento es tiempo de esperanza, y este domingo se nos recuerda el horizonte último de la historia, la venida del Hijo del Hombre: "cuando venga de nuevo podamos recibir los bienes prometidos que ahora, en vigilante espera, confiamos alcanzar" (prefacio). Es una llamada a la seriedad. De aquí la recomendación a velar: con frecuencia nos dormimos, nada es automático, es necesaria una verdadera elección, y hay una cierta tensión, en una vida de fe (J. Totosaus). No se trata de una vigilancia “a la defensiva”, sinó de “espera y esperanza”, que nos hace vivir despiertos y otear el horizonte, es un vigilar para que suceda por fin lo que tiene que suceder, que lleva a transformar la realidad y prepara los caminos: atención a los pobres, estar hambrientos de justicia, trabajar por la paz... La vigilancia que el Señor quiere de nosotros es la práctica cotidiana de la justicia, porque "Dios sale al encuentro de los que hacen la justicia" (1a. lectura). Es el cumplimiento de la voluntad del Padre para que venga su reinado. Es, sobre todo, el ejercicio del amor, de un amor que no pasa de largo ante las necesidades del prójimo y que no se hace el despistado, que abre el corazón y los ojos ante los demás. Y cuando hace falta el bolsillo. Vigilar es tener en cuenta a los otros, percatarse de los otros, aceptarlos, amarlos. Es fraternizar, reconocer que Dios es nuestro Padre al tomar en consideración a todos los hombres como verdaderos hermanos (“Eucaristía 1978”). "Vigilar significa estar constantemente alertas, despiertos, a la espera. Significa vivir una actitud de servicio, a disposición del amo que puede volver en cualquier momento. Implica lucha, esfuerzo, renuncia. No es en modo alguno falta de compromiso o indiferencia" (B. Maggioni). Se trata de orientar nuestra atención hacia lo que es verdaderamente importante: la venida del Señor a nuestras vidas y nuestra respuesta de acogida. Se puede relacionar con el canto de entrada y el encendido de la primera vela de la corona de Adviento (J. Aldazábal).
El v. 3 es evocado por S. Pablo para hablar del cielo: “ni ojo vio, ni oído oyó”, las cosas que Diso nos ha preparado, estos dones también han sido muy comentados por S. Roberto Belarmino, Dice san Bernardo en un sermón sobre el Adviento y que se lee en el oficio de lectura del miércoles de la primera semana de Adviento: "Sabemos de una triple venida del Señor. Además de la primera y de la última, hay una venida intermedia. Aquéllas son visibles, pero ésta no. En la primera, el Señor se manifestó en la tierra y convivió con los hombres, cuando, como atestigua él mismo, lo vieron y lo odiaron. En la última, "todos verán la salvación de Dios y mirarán al que traspasaron". La intermedia, en cambio, es oculta, y en ella sólo los elegidos ven al Señor en lo más íntimo de sí mismos, y así sus almas se salvan. De manera que, en la primera venida, el Señor vino en carne y debilidad; en esta segunda, en espíritu y poder y, en la última, en gloria y majestad. Esta venida intermedia es como una senda por la que se pasa de la primera a la última: en la primera, Cristo fue nuestra redención; en la última, aparecerá como nuestra vida; en ésta, es nuestro descanso y nuestro consuelo". El Adviento, preparación a la Navidad, es la celebración de la esperanza cristiana. Jesucristo, con su vida, muerte y resurrección ya ha traído la plenitud de la vida en Dios a los hombres y nos emplaza a nuestra fidelidad. Es, pues, una esperanza a la vez gozosa, segura y exigente; arraiga en el amor incondicional de Dios, huye de los optimismos frívolos, lleva al compromiso y tiende hacia la plenitud escatológica del momento definitivo de Dios. Es un tiempo de sobriedad: supresión de flores, vestiduras moradas, omisión del Gloria; para destacar que tendemos a la fiesta plena, el retorno del Señor, y la Navidad será su signo. Se conserva el aleluya, signo del gozo de la esperanza. Tiempo mariano: Será positivo colocar en el presbiterio una imagen de la Virgen María, quizá combinando con la corona. Debe ser de María con Jesús, y mucho mejor si María ofrece, muestra el niño; el centro es siempre Jesucristo, a quien María ama y hacia quien conduce y guía. Todos estos signos deben "significar" por sí solos. Es necesaria una mirada a nuestro mundo, a los hombres. Es como es, lleno de luces y de sombras. Según parece, un aspecto muy típico de nuestra posmodernidad es el desencanto. Estamos de vuelta de muchas grandes ilusiones y tenemos miedo al futuro, incierto, con frecuencia amenazador. Hay que iluminar todo con las razones para la esperanza que nos da la fe cristiana: Dios, Plenitud de la Vida que ama al mundo y viene. La venida salvadora de Dios es el gran mensaje de la Navidad, a la que nos preparamos (Gaspar Mora).
2. El Salmo 79 nos mueve a pedir al Señor que nos restaure, que brille su rostro y nos salve. ¡Ven a salvarnos, Señor! ¡Vuélvete hacia nosotros! ¡Ven a visitar tu viña! ¡Que tu mano nos proteja para que no nos alejemos de Ti! ¡Que con todo el fervor de nuestra alma invoquemos tu nombre!: es la Oración de Cristo por la salvación de su viña. Además de ser el Maestro y el Modelo, Cristo es siempre el Mediador y el Sujeto de nuestra oración. Como Mediador, ora por nosotros; como sujeto, es el Orante que une a Sí a la Iglesia haciéndose presente en aquellos que se reúnen en su nombre. Así pues, nuestra oración de hoy presupone a Cristo activamente presente, implicando en su alabanza e intercesión a la Iglesia, de la que es Cabeza y a la humanidad de la que es Primogénito, según la expresión de Tertuliano: "Cristo es el Sacerdote universal del Padre." Con él rezamos con los salmos, “con «gemidos inefables» para entrar en el 'ritmo de las súplicas del Espíritu mismo'. Hay que implorar para obtener el perdón, integrándose en el profundo grito de Cristo Redentor (Hb 5: 7). Y a través de todo esto hay que proclamar la gloria. 'La oración es siempre un «opus gloriae»'": Juan Pablo II, quien en su catequesis habló de este salmo del Señor que visita su viña: “El salmo que se acaba de proclamar tiene el tono de una lamentación y de una súplica de todo el pueblo de Israel. La primera parte utiliza un célebre símbolo bíblico, el del pastor y su rebaño. El Señor es invocado como "pastor de Israel", el que "guía a José como un rebaño" (Sal 79, 2). Desde lo alto del arca de la alianza, sentado sobre los querubines, el Señor guía a su rebaño, es decir, a su pueblo, y lo protege en los peligros. Así lo había hecho cuando Israel atravesó el desierto. Sin embargo, ahora parece ausente, como adormilado o indiferente… Los enemigos se burlan de este pueblo humillado y ofendido; y, a pesar de ello, Dios no parece interesado, no "despierta" (v. 3), ni muestra su poder en defensa de las víctimas de la violencia y de la opresión.
En la segunda parte de la oración, llena de preocupación y a la vez de confianza, encontramos otro símbolo muy frecuente en la Biblia, el de la viña. Es una imagen fácil de comprender, porque pertenece al panorama de la tierra prometida y es signo de fecundidad y de alegría. Como enseña el profeta Isaías en una de sus más elevadas páginas poéticas (cf. Is 5,1-7), la viña encarna a Israel. Ilustra dos dimensiones fundamentales: por una parte, dado que ha sido plantada por Dios (cf. Is 5,2; Sal 79, 9-10), la viña representa el don, la gracia, el amor de Dios; por otra, exige el trabajo diario del campesino, gracias al cual produce uvas que pueden dar vino y, por consiguiente, simboliza la respuesta humana, el compromiso personal y el fruto de obras justas. A través de la imagen de la viña, el Salmo evoca de nuevo las etapas principales de la historia judía: sus raíces, la experiencia del éxodo de Egipto y el ingreso en la tierra prometida…
Se dirige a Dios una súplica apremiante para que vuelva a defender a las víctimas, rompiendo su silencio: "Dios de los Ejércitos, vuélvete: mira desde el cielo, fíjate, ven a visitar tu viña" (v. 15). Dios seguirá siendo el protector del tronco vital de esta viña sobre la que se ha abatido una tempestad tan violenta, arrojando fuera a todos los que habían intentado talarla y quemarla (cf. vv. 16-17). En este punto el Salmo se abre a una esperanza con colores mesiánicos. En efecto, en el versículo 18 reza así: "Que tu mano proteja a tu escogido, al hijo del hombre que tú fortaleciste". Tal vez el pensamiento se dirige, ante todo, al rey davídico que, con la ayuda del Señor, encabezará la revuelta para reconquistar la libertad. Sin embargo, está implícita la confianza en el futuro Mesías, el "hijo del hombre" que cantará el profeta Daniel (cf. Dn 7, 13-14) y que Jesús escogerá como título predilecto para definir su obra y su persona mesiánica. Más aún, los Padres de la Iglesia afirmarán de forma unánime que la viña evocada por el Salmo es una prefiguración profética de Cristo, "la verdadera vid" (Jn 15, 1) y de la Iglesia. Ciertamente, para que el rostro del Señor brille nuevamente, es necesario que Israel se convierta, con la fidelidad y la oración, volviendo a Dios salvador. Es lo que el salmista expresa, al afirmar: "No nos alejaremos de ti" (Sal 79, 19).
Así pues, el salmo 79 es un canto marcado fuertemente por el sufrimiento, pero también por una confianza inquebrantable. Dios siempre está dispuesto a "volver" hacia su pueblo, pero es necesario que también su pueblo "vuelva" a él con la fidelidad. Si nosotros nos convertimos del pecado, el Señor se "convertirá" de su intención de castigar: esta es la convicción del salmista, que encuentra eco también en nuestro corazón, abriéndolo a la esperanza”.
3. 1 Co 1, 3-9 (cf. Jn 14,8;Sal 79). Pablo desea a la comunidad de Corinto "la gracia y la paz". La "gracia" significa la amorosa donación del Padre al mundo por medio de Jesús, su Hijo, en quien habita "corporalmente" la plenitud divina (Col 2,9). En la primera lectura de hoy y en el salmo responsorial se alude a la "gracia" de parte de Dios cuando se le pide que "vuelva su rostro" y nos salve. Cristo es el rostro de Dios vuelto amorosamente a los hombres; en él vemos al mismo Dios, al Padre: "Felipe, el que me ve a mí ve al Padre" (Jn 14,8). La "paz de Dios" designa compendiosamente la totalidad de los bienes mesiánicos anunciados por los profetas y la experiencia de la nueva relación de los hombres con Dios, a quien le llamamos "Padre nuestro". Dios es nuestro Padre como autor de nuestras vidas, pero sobre todo porque nos da la nueva vida y nos hace hijos suyos en Cristo, quien nos trae la paz –“esa serenidad de la mente, tranquilidad del alma, sencilelz del corazón, vínculo de amor, unión de caridad”: S. Agustín- y la gracia de Dios e inaugura su Reino entre nosotros. La gracia y la paz, la salvación y la nueva vida, nos vienen de Dios por Jesucristo (es un don del Espíritu Santo; decía S. Juan Crisóstomo que con Él está la paz, y los pecadores están llenos de miedo). También por JC tenemos que dar gracias a Dios. En su acción de gracias (esto es, en su eucaristía), Pablo se acuerda de los corintios delante del Padre y da gracias por sí mismo y por ellos. Siempre que celebramos la Eucaristía debemos hacerlo por todos los creyentes y aun por todos los hombres; es el sentido que tiene el "memento".
v. 5:El "hablar y el saber", el carisma de la palabra y del entendimiento, son dones que Dios concede para construir la comunidad de los que esperan el día de la manifestación del Señor. El entendimiento anticipa la visión de lo que se ha de manifestar, la gloria de Dios en JC; la palabra anuncia la venida del Señor. Ambos dones o carismas son necesarios para dar testimonio de Cristo.
vv. 8-9:Dios responderá con su fidelidad a la nuestra, a la fidelidad de nuestro testimonio, Dios no nos fallará porque es verdadero Dios y no un dios falso, porque es poderoso para cumplir lo que promete (“Eucaristía 1987”).
Pablo juega extrañamente con el tiempo de los verbos, pasando continuamente del pretérito al futuro. Es que la existencia cristiana está llena de un "ya" (el pasado), y permanece orientada hacia un "todavía no" (el futuro). Los Corintios fueron "santificados" y "llamados a ser santos". Fueron colmados y, no obstante, siguen esperando. No podría explicarse mejor la paradoja cristiana. Atentos a vivir el presente, la Iglesia y todos los cristianos con ella, busca en la contemplación del pasado la luz que señalice el camino del porvenir (Louis Monloubou). Durante el tercer viaje misionero, Pablo desarrolló una intensa actividad literaria, probablemente en Efeso (Hch 19,1). La carta que comenzamos hoy -y que conocemos como la primera a los Corintios- es de esa época, lo mismo que otra escrita antes a la misma comunidad (1 Cor 5,9), que no poseemos.
4. Mc 13,33-37. Nos hallamos ante la versión de Mc de la parábola que hace dos domingos veíamos en Mt 25,13-30. En ambos casos se trata de una invitación a vivir con la mirada puesta en el futuro: "Velad porque no sabéis el día ni la hora" (Mt 25,13). "Vigilad, pues no sabéis cuándo es el momento" (Mc 13,33). Las diferencias de ambas versiones están en los interlocutores y en el desarrollo. Mt supone unos interlocutores amplios: los discípulos. Mc, en cambio, parte de unos interlocutores restringidos: Pedro, Santiago, Juan y Andrés (ver Mc 12. 3). Esta restricción explica la frase final: "Lo que os digo a vosotros, lo digo a todos" (Mc 13. 37). El término repetido con insistencia es el verbo velar o vigilar. Es decir, la versión de Mc es inequívocamente una invitación a vivir con la mirada puesta en el futuro. El mismo tema ha sido abordado hace tres y dos domingos (32 y 33 ordinarios): Invitación a un modo de estar en la vida con la mirada puesta en el futuro de Dios y en el de nosotros con él. Invitación a no vivirnos sólo desde nosotros mismos sino también desde Dios. Un Dios no sólo presente, sino también futuro, y por futuro, inagotable; siempre viniendo, imprevisible, sin que podamos decir cuándo y cómo (Alberto Benito). El Evangelio no puede concebir una mirada al porvenir, que contemple con indiferencia las realidades presentes. La esperanza evangélica del presente se vive en "el hoy de Dios", en vela. Velar es no dejarse engañar por lo episódico y lo superficial, por esos falsos mesías que pululan en los períodos angustiosos, cuando resuenan estruendos de guerra y, más o menos justificadamente, corren voces de cataclismo, hambres, sequías u otras calamidades. En tales circunstancias hacen su aparición individuos -"falsos cristos y falsos profetas- que realizarán señales y prodigios" (v. 22), con excesivas prisas para creer y afirmar que poseen la clave de los enigmas del tiempo y que disponen del eficaz "¡ábrete sésamo!" capaz de barrer todas las dificultades. Velar es, además, no dejarse desconcertar por las dificultades que acosan a la Iglesia: persecuciones de todo orden; divisiones que el anuncio de la fe no deja de causar en las comunidades humanas, especialmente en las familiares, en las cuales, cuando unos aceptan, otros rechazan (Louis Monloubou).
El evangelista opera una clara distinción entre el acontecimiento que puede ser relativamente previsto, o sea, la destrucción del templo, y el día del que nadie sabe nada: el de la "parousía" de Cristo. Esta fecha, absolutamente secreta, no es conocida por los ángeles ni por el Hijo del hombre, sino solamente por Dios. Muchos preguntan cómo Jesús, siendo Dios y presentado como tal en este evangelio, puede no conocer la fecha del fin. A esto hay que responder, en primer lugar, que el misterio de la Encarnación no deja de ser misterio: sabemos, en efecto, que Jesús fue un hombre como todos los demás y que tuvo las naturales lagunas culturales de sus contemporáneos. Él sabría hablar el arameo, entendería algo el hebreo, y chapurrearía las frases más corrientes en griego helenista: ni más ni menos que sus contemporáneos. Sin embargo, hay aquí una observación muy fina: se trata del "hijo del hombre". La cristología del segundo evangelio es una cristología del hijo del hombre. Ello quiere decir que Jesús, en cuanto "hijo del hombre", debe comunicar un determinado mensaje con sus límites y sus fronteras. En este mensaje no entraba satisfacer la curiosidad de los hombres con respecto al final de la "película humana". El significado de la exhortación es claro y perfectamente coherente con el contexto: se pide a los creyentes la máxima vigilancia: "velad, porque no sabéis a qué hora viene el amo de la casa, si por la tarde o a medianoche o al primer canto del gallo" (comentarios de Ed. Marova).
La finalidad de la apocalíptica es, sobre todo, la de revelar la fecundidad escondida de la fe en Dios, que en este mundo parece haber fracasado. Por tanto, no pretende, en primer lugar, inculcar la fidelidad, sino más bien consolar a los que la viven. Pero Marcos siente la necesidad de inculcar ante todo la fidelidad a Cristo: "Fijaos bien que nadie os engañe. Porque vendrán muchos en mi lugar y dirán: "yo soy el que esperábais, y engañarán a muchos" (13, 5-6). Y más adelante: "Si alguien os dice entonces: "mira, el Cristo está aquí" o "está allá", no le creáis. Ya que aparecerán falsos cristos y falsos profetas que harán señales y prodigios con el fin de engañar" (13, 21-22). Parece como si Marcos viviera en una situación de fermentos engañosos y sugestivos, ante los cuales es necesario permanecer apegados a la fe tradicional. Además de la invitación a la fidelidad, hay en el discurso una llamada al coraje en la persecución. La persecución no es ni mucho menos un mentís contra el Reino, sino simplemente un lugar de testimonio y hasta una situación en que aflora un drama mucho más grande: la lucha entre el bien y el mal, entre Dios y Satanás. Y finalmente la proximidad. Parece haber una "inminencia" de la parusía: la parábola de la higuera es muy clara en este sentido. Pero la inminencia no es un hecho cronológico, de hoy o de mañana. La parusía es al mismo tiempo inminente e imprevisible: sólo cabe la vigilancia, estar siempre dispuestos a acogerlo, en cualquier momento y lugar. La exhortación a la vigilancia se repite como un estribillo (versículos 5, 9, 23, 33, 35, 37). Se trata de una llamada que no es frecuente en la apocalíptica judía y en la teología rabínica; es típicamente cristiana. Y es una vigilancia doble: contra las ideas de los exaltados y contra las especulaciones de los falsos profetas por una parte, y contra la relajación de los que se acomodan a este mundo, por otra. Parece como si Marcos tuviera ante la vista un doble peligro: efectivamente; por un lado, parece dirigirse a unas personas que han descuidado la vigilancia y no viven ya en la perspectiva escatológica, adaptándose quizás demasiado bien a este mundo; por otro, se opone a los que parecían creer que el final era inminente. A los primeros les dice:"Estad atentos y vigilad. Los hechos y los comportamientos de nuestra época indican que están ya a punto de empezar las agitaciones escatológicas." Y a los otros les dice: "No ha llegado todavía el final. Ni siquiera el Hijo del Hombre conoce la fecha." Finalmente, queremos señalar los diversos aspectos que encierra la vigilancia cristiana, tal como se deducen del conjunto del discurso y especialmente de la parábola del señor que regresa de noche a su casa (Bruno Maggioni). Así decçia S. Agustín: “Voy a declararte, como hombre santo de Dios y sincerísimo hermanó, mi opinión sobre este punto. Hay que evitar dos errores en cuanto el hombre puede evitarlos: creer que el Señor vendrá más pronto o más tarde de cuando en realidad vendrá. Me parece que yerra, no el que reconoce su ignorancia, sino el que se imagina saber lo que no sabe. Dejemos a un lado aquel siervo malo que dice en su corazón: Mi señor tarda en venir y tiraniza a sus consiervos y se junta y banquetea con los borrachos (Mt 24,48-49), ya que éste odia sin duda la venida de su Señor. Dejando aparte a este siervo malo, pongamos ante nuestra consideración a tres siervos buenos, que tratan con diligencia y sobriedad a la familia del Señor, que desean con ansia su venida, que le esperan con vigilancia y le aman con fidelidad. Uno de ellos cree que el Señor vendrá más pronto, otro que vendrá más tarde y el tercero confiesa su ignorancia sobre el asunto. Aunque los tres vayan de acuerdo con el evangelio, pues aman la manifestación del Señor, y la esperan con ansia y vigilancia, veamos quien se adapta mejor al evangelio. El primero dice: «Velemos y oremos porque el Señor vendrá más pronto». El segundo: «Velemos y oremos, porque esta vida es breve e incierta, aunque el Señor ha de venir más tarde». El tercero: «Velemos y oremos porque esta vida es breve e incierta e ignoramos cuándo ha de venir el Señor». El evangelio dice: Mirad, velad y orad, porque no sabéis cuándo será el tiempo (Mc 13,33). Por favor, ¿no oímos que el tercero dice lo mismo que hemos oído decir al evangelio? Por el deseo del reino de Dios, los tres quieren que sea verdad lo que dice el primero. Pero el segundo lo niega, mientras el tercero, sin negar nada, confiesa que ignora quién de los dos dice la verdad. Si se realiza como había predicho el primero, se alegrarán con él el segundo y el tercero, pues los tres aman la manifestación del Señor. Se regocijarán porque ha llegado más pronto lo que amaban. Si no aparece el Señor y se ve que es verdad lo que decía el segundo, es de temer que la tardanza perturbe a los que habían creído al primero y empiecen a creer no que el Señor tardará, sino qué no vendrá. Ya ves cuál sería la ruina de las almas. Si tienen firme la fe, empezarán a opinar como el segundo y esperarán con fidelidad y paciencia al Señor que tarda; pero abundarán los oprobios, insultos e irrisiones de los enemigos, que apartarán de la fe cristiana a muchos débiles, anunciando que es falso que se les haya prometido el reino, como es falso que iba a venir pronto el Señor. Supongamos que algunos opinan lo mismo que el segundo, esto es, que el Señor tardará y se descubre que eso es falso; al venir pronto el Señor, no se turbarán, sino que se gozarán de una alegría inopinada. Por lo tanto, el que dice que el Señor vendrá pronto, responde mejor a los deseos, pero su error trae peores consecuencias. ¡Ojalá sea verdad, pues causará molestias si no lo es! En cambio, el que dice que el Señor tardará y, no obstante eso, cree, espera y ama su venida, aunque yerre en la tardanza, yerra felizmente, porque tendrá mayor paciencia, si tarda, y mayor alegría, si no tarda. Los que aman la manifestación del Señor oyen al primero con mayor gusto, pero creen al segundo con mayor seguridad. El tercero que confiesa su ignorancia, desea que tenga razón el primero, tolera lo que dice el segundo y en nada yerra, pues ni afirma ni niega”. Nuestro Adviento ha de ser perpetuo. Exige un alerta continua, condicionante de toda nuestra vida en el tiempo. Requiere que siempre el alma esté esperando ansiosa y responsablemente a Cristo, reformador de nuestras miserias.
Lectura del Profeta Isaías 63,16b-17; 64,1. 3b-8. Tú, Señor, eres nuestro padre, / tu nombre de siempre es"nuestro redentor". / Señor, ¿por qué nos extravías de tus caminos / y endureces nuestro corazón para que no te tema? / Vuélvete por amor a tus siervos / y a las tribus de tu heredad.
¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, / derritiendo los montes con tu presencia! / Bajaste, y los montes se derritieron con tu presencia.
Jamás oído oyó ni ojo vio / un Dios, fuera de ti, / que hiciera tanto por el que espera en él. / Sales al encuentro del que practica la justicia / y se acuerda de tus caminos.
Estabas airado y nosotros fracasamos: / aparta nuestras culpas y seremos salvos. / Todos éramos impuros, / nuestra justicia era un paño manchado; / todos nos marchitábamos como follaje, / nuestras culpas nos arrebataban como el viento.
Nadie invocaba tu nombre / ni se esforzaba por aferrarse a ti; / pues nos ocultabas tu rostro / y nos entregabas al poder de nuestra culpa.
Y, sin embargo, Señor, / tú eres nuestro padre, / nosotros, la arcilla, y tú el alfarero: / somos todos obra de tu mano.
No te excedas en la ira, Señor, / no recuerdes siempre nuestra culpa: / mira que somos tu pueblo.
Salmo 79,2ac y 3b. 15-16. 18-19. R/. Señor, Dios nuestro, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve.
Pastor de Israel, escucha, / tú que te sientas sobre querubines, resplandece. / Despierta tu poder y ven a salvarnos.
Dios de los ejércitos, vuélvete: / mira desde el cielo, fíjate, / ven a visitar tu viña, / la cepa que tu diestra plantó / y que tú hiciste vigorosa.
Que tu mano proteja a tu escogido, / al hombre que tú fortaleciste. / No nos alejaremos de ti; / danos vida, para que invoquemos tu nombre.
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 1,3-9: Hermanos: La gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo sean con vosotros. En mi acción de gracias a Dios os tengo siempre presentes, por la gracia que Dios os ha dado en Cristo Jesús. Pues por él habéis sido enriquecidos en todo: en el hablar y en el saber; porque en vosotros se ha probado el testimonio de Cristo. De hecho, no carecéis de ningún don, vosotros que aguardáis la manifestación de nuestro Señor Jesucristo. Él os mantendrá firmes hasta el final, para que no tengan de qué acusaros en el día de Jesucristo, Señor nuestro. Dios os llamó a participar en la vida de su Hijo, Jesucristo, Señor nuestro. ¡Y él es fiel!
Lectura del santo Evangelio según San Marcos 13,33-37. En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: —Mirad, vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento. Es igual que un hombre que se fue de viaje, y dejó su casa y dio a cada uno de sus criados su tarea, encargando al portero que velara. Velad entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer: no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos. Lo que os digo a vosotros, lo digo a todos: ¡velad!
Comentario: «A Ti, Señor, levanto mi alma. Los que esperan en Ti no quedan defraudados» (Entrada). En la colecta (Gelasiano) pedimos al Señor que avive en sus fieles el deseo de salir al encuentro de Cristo, acompañados por las buenas obras, para que, colocados un día a su derecha, merezcan poseer el reino eterno. En la oración del ofertorio (Veronense) suplicamos al Señor acepte los bienes que de Él hemos recibido y, por la presentación del pan y del vino, nos conceda que la acción santa que celebramos sea prenda de salvación para nosotros. En la Comunión: confiamos en que el Señor nos dará sus bienes y la tierra dará su fruto. En la Postcomunión (de nueva redacción, inspirada en los Sacramentarios Veronense y de Bérgamo): suplicamos al Señor que fructifique en nosotros la celebración de los sacramentos, con los que Él nos enseña a descubrir el valor de los bienes eternos y poner en ellos nuestro corazón.
1. –Isaías 63,16-17–64,1.3-8: ¡Ojalá rasgases el cielo y bajases! La salvación se hace posible para los hombres en la medida en que éstos viven su fidelidad humilde ante Dios, que se nos ha revelado como Padre y nos ama con amor redentor. A veces nos sentimos lejos de Dios, necesitamos un nuevo retorno, y Adviento es tiempo de esperanza, y este domingo se nos recuerda el horizonte último de la historia, la venida del Hijo del Hombre: "cuando venga de nuevo podamos recibir los bienes prometidos que ahora, en vigilante espera, confiamos alcanzar" (prefacio). Es una llamada a la seriedad. De aquí la recomendación a velar: con frecuencia nos dormimos, nada es automático, es necesaria una verdadera elección, y hay una cierta tensión, en una vida de fe (J. Totosaus). No se trata de una vigilancia “a la defensiva”, sinó de “espera y esperanza”, que nos hace vivir despiertos y otear el horizonte, es un vigilar para que suceda por fin lo que tiene que suceder, que lleva a transformar la realidad y prepara los caminos: atención a los pobres, estar hambrientos de justicia, trabajar por la paz... La vigilancia que el Señor quiere de nosotros es la práctica cotidiana de la justicia, porque "Dios sale al encuentro de los que hacen la justicia" (1a. lectura). Es el cumplimiento de la voluntad del Padre para que venga su reinado. Es, sobre todo, el ejercicio del amor, de un amor que no pasa de largo ante las necesidades del prójimo y que no se hace el despistado, que abre el corazón y los ojos ante los demás. Y cuando hace falta el bolsillo. Vigilar es tener en cuenta a los otros, percatarse de los otros, aceptarlos, amarlos. Es fraternizar, reconocer que Dios es nuestro Padre al tomar en consideración a todos los hombres como verdaderos hermanos (“Eucaristía 1978”). "Vigilar significa estar constantemente alertas, despiertos, a la espera. Significa vivir una actitud de servicio, a disposición del amo que puede volver en cualquier momento. Implica lucha, esfuerzo, renuncia. No es en modo alguno falta de compromiso o indiferencia" (B. Maggioni). Se trata de orientar nuestra atención hacia lo que es verdaderamente importante: la venida del Señor a nuestras vidas y nuestra respuesta de acogida. Se puede relacionar con el canto de entrada y el encendido de la primera vela de la corona de Adviento (J. Aldazábal).
El v. 3 es evocado por S. Pablo para hablar del cielo: “ni ojo vio, ni oído oyó”, las cosas que Diso nos ha preparado, estos dones también han sido muy comentados por S. Roberto Belarmino, Dice san Bernardo en un sermón sobre el Adviento y que se lee en el oficio de lectura del miércoles de la primera semana de Adviento: "Sabemos de una triple venida del Señor. Además de la primera y de la última, hay una venida intermedia. Aquéllas son visibles, pero ésta no. En la primera, el Señor se manifestó en la tierra y convivió con los hombres, cuando, como atestigua él mismo, lo vieron y lo odiaron. En la última, "todos verán la salvación de Dios y mirarán al que traspasaron". La intermedia, en cambio, es oculta, y en ella sólo los elegidos ven al Señor en lo más íntimo de sí mismos, y así sus almas se salvan. De manera que, en la primera venida, el Señor vino en carne y debilidad; en esta segunda, en espíritu y poder y, en la última, en gloria y majestad. Esta venida intermedia es como una senda por la que se pasa de la primera a la última: en la primera, Cristo fue nuestra redención; en la última, aparecerá como nuestra vida; en ésta, es nuestro descanso y nuestro consuelo". El Adviento, preparación a la Navidad, es la celebración de la esperanza cristiana. Jesucristo, con su vida, muerte y resurrección ya ha traído la plenitud de la vida en Dios a los hombres y nos emplaza a nuestra fidelidad. Es, pues, una esperanza a la vez gozosa, segura y exigente; arraiga en el amor incondicional de Dios, huye de los optimismos frívolos, lleva al compromiso y tiende hacia la plenitud escatológica del momento definitivo de Dios. Es un tiempo de sobriedad: supresión de flores, vestiduras moradas, omisión del Gloria; para destacar que tendemos a la fiesta plena, el retorno del Señor, y la Navidad será su signo. Se conserva el aleluya, signo del gozo de la esperanza. Tiempo mariano: Será positivo colocar en el presbiterio una imagen de la Virgen María, quizá combinando con la corona. Debe ser de María con Jesús, y mucho mejor si María ofrece, muestra el niño; el centro es siempre Jesucristo, a quien María ama y hacia quien conduce y guía. Todos estos signos deben "significar" por sí solos. Es necesaria una mirada a nuestro mundo, a los hombres. Es como es, lleno de luces y de sombras. Según parece, un aspecto muy típico de nuestra posmodernidad es el desencanto. Estamos de vuelta de muchas grandes ilusiones y tenemos miedo al futuro, incierto, con frecuencia amenazador. Hay que iluminar todo con las razones para la esperanza que nos da la fe cristiana: Dios, Plenitud de la Vida que ama al mundo y viene. La venida salvadora de Dios es el gran mensaje de la Navidad, a la que nos preparamos (Gaspar Mora).
2. El Salmo 79 nos mueve a pedir al Señor que nos restaure, que brille su rostro y nos salve. ¡Ven a salvarnos, Señor! ¡Vuélvete hacia nosotros! ¡Ven a visitar tu viña! ¡Que tu mano nos proteja para que no nos alejemos de Ti! ¡Que con todo el fervor de nuestra alma invoquemos tu nombre!: es la Oración de Cristo por la salvación de su viña. Además de ser el Maestro y el Modelo, Cristo es siempre el Mediador y el Sujeto de nuestra oración. Como Mediador, ora por nosotros; como sujeto, es el Orante que une a Sí a la Iglesia haciéndose presente en aquellos que se reúnen en su nombre. Así pues, nuestra oración de hoy presupone a Cristo activamente presente, implicando en su alabanza e intercesión a la Iglesia, de la que es Cabeza y a la humanidad de la que es Primogénito, según la expresión de Tertuliano: "Cristo es el Sacerdote universal del Padre." Con él rezamos con los salmos, “con «gemidos inefables» para entrar en el 'ritmo de las súplicas del Espíritu mismo'. Hay que implorar para obtener el perdón, integrándose en el profundo grito de Cristo Redentor (Hb 5: 7). Y a través de todo esto hay que proclamar la gloria. 'La oración es siempre un «opus gloriae»'": Juan Pablo II, quien en su catequesis habló de este salmo del Señor que visita su viña: “El salmo que se acaba de proclamar tiene el tono de una lamentación y de una súplica de todo el pueblo de Israel. La primera parte utiliza un célebre símbolo bíblico, el del pastor y su rebaño. El Señor es invocado como "pastor de Israel", el que "guía a José como un rebaño" (Sal 79, 2). Desde lo alto del arca de la alianza, sentado sobre los querubines, el Señor guía a su rebaño, es decir, a su pueblo, y lo protege en los peligros. Así lo había hecho cuando Israel atravesó el desierto. Sin embargo, ahora parece ausente, como adormilado o indiferente… Los enemigos se burlan de este pueblo humillado y ofendido; y, a pesar de ello, Dios no parece interesado, no "despierta" (v. 3), ni muestra su poder en defensa de las víctimas de la violencia y de la opresión.
En la segunda parte de la oración, llena de preocupación y a la vez de confianza, encontramos otro símbolo muy frecuente en la Biblia, el de la viña. Es una imagen fácil de comprender, porque pertenece al panorama de la tierra prometida y es signo de fecundidad y de alegría. Como enseña el profeta Isaías en una de sus más elevadas páginas poéticas (cf. Is 5,1-7), la viña encarna a Israel. Ilustra dos dimensiones fundamentales: por una parte, dado que ha sido plantada por Dios (cf. Is 5,2; Sal 79, 9-10), la viña representa el don, la gracia, el amor de Dios; por otra, exige el trabajo diario del campesino, gracias al cual produce uvas que pueden dar vino y, por consiguiente, simboliza la respuesta humana, el compromiso personal y el fruto de obras justas. A través de la imagen de la viña, el Salmo evoca de nuevo las etapas principales de la historia judía: sus raíces, la experiencia del éxodo de Egipto y el ingreso en la tierra prometida…
Se dirige a Dios una súplica apremiante para que vuelva a defender a las víctimas, rompiendo su silencio: "Dios de los Ejércitos, vuélvete: mira desde el cielo, fíjate, ven a visitar tu viña" (v. 15). Dios seguirá siendo el protector del tronco vital de esta viña sobre la que se ha abatido una tempestad tan violenta, arrojando fuera a todos los que habían intentado talarla y quemarla (cf. vv. 16-17). En este punto el Salmo se abre a una esperanza con colores mesiánicos. En efecto, en el versículo 18 reza así: "Que tu mano proteja a tu escogido, al hijo del hombre que tú fortaleciste". Tal vez el pensamiento se dirige, ante todo, al rey davídico que, con la ayuda del Señor, encabezará la revuelta para reconquistar la libertad. Sin embargo, está implícita la confianza en el futuro Mesías, el "hijo del hombre" que cantará el profeta Daniel (cf. Dn 7, 13-14) y que Jesús escogerá como título predilecto para definir su obra y su persona mesiánica. Más aún, los Padres de la Iglesia afirmarán de forma unánime que la viña evocada por el Salmo es una prefiguración profética de Cristo, "la verdadera vid" (Jn 15, 1) y de la Iglesia. Ciertamente, para que el rostro del Señor brille nuevamente, es necesario que Israel se convierta, con la fidelidad y la oración, volviendo a Dios salvador. Es lo que el salmista expresa, al afirmar: "No nos alejaremos de ti" (Sal 79, 19).
Así pues, el salmo 79 es un canto marcado fuertemente por el sufrimiento, pero también por una confianza inquebrantable. Dios siempre está dispuesto a "volver" hacia su pueblo, pero es necesario que también su pueblo "vuelva" a él con la fidelidad. Si nosotros nos convertimos del pecado, el Señor se "convertirá" de su intención de castigar: esta es la convicción del salmista, que encuentra eco también en nuestro corazón, abriéndolo a la esperanza”.
3. 1 Co 1, 3-9 (cf. Jn 14,8;Sal 79). Pablo desea a la comunidad de Corinto "la gracia y la paz". La "gracia" significa la amorosa donación del Padre al mundo por medio de Jesús, su Hijo, en quien habita "corporalmente" la plenitud divina (Col 2,9). En la primera lectura de hoy y en el salmo responsorial se alude a la "gracia" de parte de Dios cuando se le pide que "vuelva su rostro" y nos salve. Cristo es el rostro de Dios vuelto amorosamente a los hombres; en él vemos al mismo Dios, al Padre: "Felipe, el que me ve a mí ve al Padre" (Jn 14,8). La "paz de Dios" designa compendiosamente la totalidad de los bienes mesiánicos anunciados por los profetas y la experiencia de la nueva relación de los hombres con Dios, a quien le llamamos "Padre nuestro". Dios es nuestro Padre como autor de nuestras vidas, pero sobre todo porque nos da la nueva vida y nos hace hijos suyos en Cristo, quien nos trae la paz –“esa serenidad de la mente, tranquilidad del alma, sencilelz del corazón, vínculo de amor, unión de caridad”: S. Agustín- y la gracia de Dios e inaugura su Reino entre nosotros. La gracia y la paz, la salvación y la nueva vida, nos vienen de Dios por Jesucristo (es un don del Espíritu Santo; decía S. Juan Crisóstomo que con Él está la paz, y los pecadores están llenos de miedo). También por JC tenemos que dar gracias a Dios. En su acción de gracias (esto es, en su eucaristía), Pablo se acuerda de los corintios delante del Padre y da gracias por sí mismo y por ellos. Siempre que celebramos la Eucaristía debemos hacerlo por todos los creyentes y aun por todos los hombres; es el sentido que tiene el "memento".
v. 5:El "hablar y el saber", el carisma de la palabra y del entendimiento, son dones que Dios concede para construir la comunidad de los que esperan el día de la manifestación del Señor. El entendimiento anticipa la visión de lo que se ha de manifestar, la gloria de Dios en JC; la palabra anuncia la venida del Señor. Ambos dones o carismas son necesarios para dar testimonio de Cristo.
vv. 8-9:Dios responderá con su fidelidad a la nuestra, a la fidelidad de nuestro testimonio, Dios no nos fallará porque es verdadero Dios y no un dios falso, porque es poderoso para cumplir lo que promete (“Eucaristía 1987”).
Pablo juega extrañamente con el tiempo de los verbos, pasando continuamente del pretérito al futuro. Es que la existencia cristiana está llena de un "ya" (el pasado), y permanece orientada hacia un "todavía no" (el futuro). Los Corintios fueron "santificados" y "llamados a ser santos". Fueron colmados y, no obstante, siguen esperando. No podría explicarse mejor la paradoja cristiana. Atentos a vivir el presente, la Iglesia y todos los cristianos con ella, busca en la contemplación del pasado la luz que señalice el camino del porvenir (Louis Monloubou). Durante el tercer viaje misionero, Pablo desarrolló una intensa actividad literaria, probablemente en Efeso (Hch 19,1). La carta que comenzamos hoy -y que conocemos como la primera a los Corintios- es de esa época, lo mismo que otra escrita antes a la misma comunidad (1 Cor 5,9), que no poseemos.
4. Mc 13,33-37. Nos hallamos ante la versión de Mc de la parábola que hace dos domingos veíamos en Mt 25,13-30. En ambos casos se trata de una invitación a vivir con la mirada puesta en el futuro: "Velad porque no sabéis el día ni la hora" (Mt 25,13). "Vigilad, pues no sabéis cuándo es el momento" (Mc 13,33). Las diferencias de ambas versiones están en los interlocutores y en el desarrollo. Mt supone unos interlocutores amplios: los discípulos. Mc, en cambio, parte de unos interlocutores restringidos: Pedro, Santiago, Juan y Andrés (ver Mc 12. 3). Esta restricción explica la frase final: "Lo que os digo a vosotros, lo digo a todos" (Mc 13. 37). El término repetido con insistencia es el verbo velar o vigilar. Es decir, la versión de Mc es inequívocamente una invitación a vivir con la mirada puesta en el futuro. El mismo tema ha sido abordado hace tres y dos domingos (32 y 33 ordinarios): Invitación a un modo de estar en la vida con la mirada puesta en el futuro de Dios y en el de nosotros con él. Invitación a no vivirnos sólo desde nosotros mismos sino también desde Dios. Un Dios no sólo presente, sino también futuro, y por futuro, inagotable; siempre viniendo, imprevisible, sin que podamos decir cuándo y cómo (Alberto Benito). El Evangelio no puede concebir una mirada al porvenir, que contemple con indiferencia las realidades presentes. La esperanza evangélica del presente se vive en "el hoy de Dios", en vela. Velar es no dejarse engañar por lo episódico y lo superficial, por esos falsos mesías que pululan en los períodos angustiosos, cuando resuenan estruendos de guerra y, más o menos justificadamente, corren voces de cataclismo, hambres, sequías u otras calamidades. En tales circunstancias hacen su aparición individuos -"falsos cristos y falsos profetas- que realizarán señales y prodigios" (v. 22), con excesivas prisas para creer y afirmar que poseen la clave de los enigmas del tiempo y que disponen del eficaz "¡ábrete sésamo!" capaz de barrer todas las dificultades. Velar es, además, no dejarse desconcertar por las dificultades que acosan a la Iglesia: persecuciones de todo orden; divisiones que el anuncio de la fe no deja de causar en las comunidades humanas, especialmente en las familiares, en las cuales, cuando unos aceptan, otros rechazan (Louis Monloubou).
El evangelista opera una clara distinción entre el acontecimiento que puede ser relativamente previsto, o sea, la destrucción del templo, y el día del que nadie sabe nada: el de la "parousía" de Cristo. Esta fecha, absolutamente secreta, no es conocida por los ángeles ni por el Hijo del hombre, sino solamente por Dios. Muchos preguntan cómo Jesús, siendo Dios y presentado como tal en este evangelio, puede no conocer la fecha del fin. A esto hay que responder, en primer lugar, que el misterio de la Encarnación no deja de ser misterio: sabemos, en efecto, que Jesús fue un hombre como todos los demás y que tuvo las naturales lagunas culturales de sus contemporáneos. Él sabría hablar el arameo, entendería algo el hebreo, y chapurrearía las frases más corrientes en griego helenista: ni más ni menos que sus contemporáneos. Sin embargo, hay aquí una observación muy fina: se trata del "hijo del hombre". La cristología del segundo evangelio es una cristología del hijo del hombre. Ello quiere decir que Jesús, en cuanto "hijo del hombre", debe comunicar un determinado mensaje con sus límites y sus fronteras. En este mensaje no entraba satisfacer la curiosidad de los hombres con respecto al final de la "película humana". El significado de la exhortación es claro y perfectamente coherente con el contexto: se pide a los creyentes la máxima vigilancia: "velad, porque no sabéis a qué hora viene el amo de la casa, si por la tarde o a medianoche o al primer canto del gallo" (comentarios de Ed. Marova).
La finalidad de la apocalíptica es, sobre todo, la de revelar la fecundidad escondida de la fe en Dios, que en este mundo parece haber fracasado. Por tanto, no pretende, en primer lugar, inculcar la fidelidad, sino más bien consolar a los que la viven. Pero Marcos siente la necesidad de inculcar ante todo la fidelidad a Cristo: "Fijaos bien que nadie os engañe. Porque vendrán muchos en mi lugar y dirán: "yo soy el que esperábais, y engañarán a muchos" (13, 5-6). Y más adelante: "Si alguien os dice entonces: "mira, el Cristo está aquí" o "está allá", no le creáis. Ya que aparecerán falsos cristos y falsos profetas que harán señales y prodigios con el fin de engañar" (13, 21-22). Parece como si Marcos viviera en una situación de fermentos engañosos y sugestivos, ante los cuales es necesario permanecer apegados a la fe tradicional. Además de la invitación a la fidelidad, hay en el discurso una llamada al coraje en la persecución. La persecución no es ni mucho menos un mentís contra el Reino, sino simplemente un lugar de testimonio y hasta una situación en que aflora un drama mucho más grande: la lucha entre el bien y el mal, entre Dios y Satanás. Y finalmente la proximidad. Parece haber una "inminencia" de la parusía: la parábola de la higuera es muy clara en este sentido. Pero la inminencia no es un hecho cronológico, de hoy o de mañana. La parusía es al mismo tiempo inminente e imprevisible: sólo cabe la vigilancia, estar siempre dispuestos a acogerlo, en cualquier momento y lugar. La exhortación a la vigilancia se repite como un estribillo (versículos 5, 9, 23, 33, 35, 37). Se trata de una llamada que no es frecuente en la apocalíptica judía y en la teología rabínica; es típicamente cristiana. Y es una vigilancia doble: contra las ideas de los exaltados y contra las especulaciones de los falsos profetas por una parte, y contra la relajación de los que se acomodan a este mundo, por otra. Parece como si Marcos tuviera ante la vista un doble peligro: efectivamente; por un lado, parece dirigirse a unas personas que han descuidado la vigilancia y no viven ya en la perspectiva escatológica, adaptándose quizás demasiado bien a este mundo; por otro, se opone a los que parecían creer que el final era inminente. A los primeros les dice:"Estad atentos y vigilad. Los hechos y los comportamientos de nuestra época indican que están ya a punto de empezar las agitaciones escatológicas." Y a los otros les dice: "No ha llegado todavía el final. Ni siquiera el Hijo del Hombre conoce la fecha." Finalmente, queremos señalar los diversos aspectos que encierra la vigilancia cristiana, tal como se deducen del conjunto del discurso y especialmente de la parábola del señor que regresa de noche a su casa (Bruno Maggioni). Así decçia S. Agustín: “Voy a declararte, como hombre santo de Dios y sincerísimo hermanó, mi opinión sobre este punto. Hay que evitar dos errores en cuanto el hombre puede evitarlos: creer que el Señor vendrá más pronto o más tarde de cuando en realidad vendrá. Me parece que yerra, no el que reconoce su ignorancia, sino el que se imagina saber lo que no sabe. Dejemos a un lado aquel siervo malo que dice en su corazón: Mi señor tarda en venir y tiraniza a sus consiervos y se junta y banquetea con los borrachos (Mt 24,48-49), ya que éste odia sin duda la venida de su Señor. Dejando aparte a este siervo malo, pongamos ante nuestra consideración a tres siervos buenos, que tratan con diligencia y sobriedad a la familia del Señor, que desean con ansia su venida, que le esperan con vigilancia y le aman con fidelidad. Uno de ellos cree que el Señor vendrá más pronto, otro que vendrá más tarde y el tercero confiesa su ignorancia sobre el asunto. Aunque los tres vayan de acuerdo con el evangelio, pues aman la manifestación del Señor, y la esperan con ansia y vigilancia, veamos quien se adapta mejor al evangelio. El primero dice: «Velemos y oremos porque el Señor vendrá más pronto». El segundo: «Velemos y oremos, porque esta vida es breve e incierta, aunque el Señor ha de venir más tarde». El tercero: «Velemos y oremos porque esta vida es breve e incierta e ignoramos cuándo ha de venir el Señor». El evangelio dice: Mirad, velad y orad, porque no sabéis cuándo será el tiempo (Mc 13,33). Por favor, ¿no oímos que el tercero dice lo mismo que hemos oído decir al evangelio? Por el deseo del reino de Dios, los tres quieren que sea verdad lo que dice el primero. Pero el segundo lo niega, mientras el tercero, sin negar nada, confiesa que ignora quién de los dos dice la verdad. Si se realiza como había predicho el primero, se alegrarán con él el segundo y el tercero, pues los tres aman la manifestación del Señor. Se regocijarán porque ha llegado más pronto lo que amaban. Si no aparece el Señor y se ve que es verdad lo que decía el segundo, es de temer que la tardanza perturbe a los que habían creído al primero y empiecen a creer no que el Señor tardará, sino qué no vendrá. Ya ves cuál sería la ruina de las almas. Si tienen firme la fe, empezarán a opinar como el segundo y esperarán con fidelidad y paciencia al Señor que tarda; pero abundarán los oprobios, insultos e irrisiones de los enemigos, que apartarán de la fe cristiana a muchos débiles, anunciando que es falso que se les haya prometido el reino, como es falso que iba a venir pronto el Señor. Supongamos que algunos opinan lo mismo que el segundo, esto es, que el Señor tardará y se descubre que eso es falso; al venir pronto el Señor, no se turbarán, sino que se gozarán de una alegría inopinada. Por lo tanto, el que dice que el Señor vendrá pronto, responde mejor a los deseos, pero su error trae peores consecuencias. ¡Ojalá sea verdad, pues causará molestias si no lo es! En cambio, el que dice que el Señor tardará y, no obstante eso, cree, espera y ama su venida, aunque yerre en la tardanza, yerra felizmente, porque tendrá mayor paciencia, si tarda, y mayor alegría, si no tarda. Los que aman la manifestación del Señor oyen al primero con mayor gusto, pero creen al segundo con mayor seguridad. El tercero que confiesa su ignorancia, desea que tenga razón el primero, tolera lo que dice el segundo y en nada yerra, pues ni afirma ni niega”. Nuestro Adviento ha de ser perpetuo. Exige un alerta continua, condicionante de toda nuestra vida en el tiempo. Requiere que siempre el alma esté esperando ansiosa y responsablemente a Cristo, reformador de nuestras miserias.
viernes, 25 de noviembre de 2011
Sábado de la 34ª semana de Tiempo Ordinario. El poder real y el dominio serán entregados al pueblo de los santos del Altísimo. El Señor nos pide vigil
Sábado de la 34ª semana de Tiempo Ordinario. El poder real y el dominio serán entregados al pueblo de los santos del Altísimo. El Señor nos pide vigilancia: “Estad siempre despiertos, para escapar de todo lo que está por venir”.
Lectura de la profecía de Daniel 7, 15-27. Yo, Daniel, me sentía agitado por dentro, y me turbaban las visiones de mi fantasía. Me acerqué a uno de los que estaban allí en pie y le pedí que me explicase todo aquello. Él me contestó, explicándome el sentido de la visión: -«Esas cuatro fieras gigantescas representan cuatro reinos que surgirán en el mundo. Pero los santos del Altísimo recibirán el Reino y lo poseerán por los siglos de los siglos.» Yo quise saber lo que significaba la cuarta fiera, diversa de las demás; la fiera terrible, con dientes de hierro y garras de bronce, que devoraba y trituraba y pateaba las sobras con las pezuñas; lo que significaban los diez cuernos de su cabeza, y el otro cuerno que le salía y eliminaba a otros tres, que tenía ojos y una boca que profería insolencias, y era más grande que los otros. Mientras yo seguía mirando, aquel cuerno luchó contra los santos y los derrotó. Hasta que llegó el anciano para hacer justicia a los santos del Altísimo, y empezó el imperio de los santos. Después me dijo: -«La cuarta bestia es un cuarto reino que habrá en la tierra, diverso de todos los demás; devorará toda la tierra, la trillará y triturará. Sus diez cuernos son diez reyes que habrá en aquel reino; después vendrá otro, diverso de los precedentes, que destronará a tres reyes; blasfemará contra el Altísimo e intentará aniquilar a los santos y cambiar el calendario y la ley. Dejarán en su poder a los santos durante un año y otro año y otro año y medio. Pero, cuando se siente el tribunal para juzgar, le quitará el poder, y será destruido y aniquilado totalmente. El poder real y el dominio sobre todos los reinos bajo el cielo serán entregados al pueblo de los santos del Altísimo. Será un reino eterno, al que temerán y se someterán todos los soberanos.
Salmo responsorial Dn 3,82.83.84.85.86.87. R. Ensalzadlo con himnos por los siglos.
Hijos de los hombres, bendecid al Señor.
Bendiga Israel al Señor.
Sacerdotes del Señor, bendecid al Señor.
Siervos del Señor, bendecid al Señor.
Almas y espíritus justos, bendecid al Señor.
Santos y humildes de corazón, bendecid al Señor.
Evangelio según san Lucas 21,34-36. En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: -«Tened cuidado: no se os embote la mente con el vicio, la bebida y los agobios de la vida, y se os eche encima de repente aquel día; porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra. Estad siempre despiertos, pidiendo fuerza para escapar de todo lo que está por venir y manteneros en pie ante el Hijo del hombre.»
Comentario: 1.- Dn 7,15-27. Continuación de la lectura de ayer. Gigantesca lucha entre las fuerzas del Bien y las fuerzas del Mal que verá el triunfo de los Santos contra las bestias malhechoras. Se trata del anuncio del "Mesías", todos los exegetas afirman unánimemente este punto. Pero se trata sobre todo de una interpretación «religiosa» de toda la Historia Humana: De hecho a «toda época» -también la nuestra-, puede aplicársele esta gran visión. Daniel la aplicaba a los «grandes Imperios» de su tiempo... san Juan, en su Apocalipsis, la aplicará a las condiciones de su tiempo, a la época de Nerón... En cuanto a nosotros, ¿somos capaces de «esta visión»? Daniel fue el primero en considerar la historia mundial como una preparación del «reino de Dios», y a soldar las esperanzas humanas con la aurora de una Esperanza eterna. El combate de la «santidad», aquí abajo, conduce al hombre hasta el umbral de la eternidad de Dios. El «tiempo» coexiste con la «eternidad».
-Los que finalmente recibirán la realeza, son los santos del Altísimo. ¡Ah, Señor! ¡Qué divina revolución! Los «santos», en lugar de Antíoco o de Nerón o de Hitler... ¡De ningún modo una realeza del mismo género de la de éstos! En el plan de Dios, un «Pueblo de Santos» recibirá la realeza conferida al «Hijo del hombre». Y san Pedro dirá a sus fieles de Roma del tiempo de Nerón «que ellos son un pueblo sacerdotal, Pueblo de reyes, Asamblea de Santos, Pueblo de Dios». A medida que Cristo «reúne» a los hombres en la Iglesia, los asocia a la responsabilidad que El tiene para realizar el proyecto de Dios sobre la humanidad (P 2,4-10). Señor, ¿qué puedo hacer para mantener en mí esta «visión»? Señor, ¿cómo esperas que participe yo en tu proyecto? ¡Señor, me siento tan poco «santo»! ¡Me siento tan pobre! ¿Cómo te atreves a asociarme a tu obra. a tu responsabilidad? Santidad no es sinónimo de aureola excepcional.
-Esta «bestia», este rey... Pronunciará palabras hostiles al Altísimo y pondrá a prueba a los santos del Altísimo... Los santos serán entregados a su poder por un tiempo y tiempos y medio tiempo... La santidad es un «combate». La historia es una historia accidentada y tumultuosa. Los «triunfos de Dios» no son muy aparentes y a menudo quedan escondidos bajo el triunfo monstruoso de las fuerzas del mal. Las épocas de «mártires» lo saben bien. La época de los Macabeos, la época de Daniel, lo sabían. Todavía Hoy, las «apariencias» son en contra de Dios... ¡«por un tiempo»! porque se nos ha prometido que ese triunfo del mal no durará.
-Pero el tribunal se sentará, y el dominio le será quitado... Y será dado al «Pueblo de los santos, del Altísimo» para una realeza eterna... ¡Jesús, santo de Dios! Tú que te declaraste «Hijo del hombre», te comprometiste totalmente en ese combate contra el mal. Tú no has reinado humanamente, has sido humilde, paciente, santo, santo, santo ante Dios, terrible ante los demonios, sin pecado alguno. Todas las apariencias estaban contra Jesús. Sin embargo «Yo soy Rey» (Noel Quesson).
Sólo a la luz de Cristo entendemos que el Reino de Dios ha sido ya inaugurado entre nosotros. Este Reino no es para pisotear, triturar o destruir a los demás, sino para que todos encuentren en Cristo y en su Iglesia, que es el Reino y Familia de Dios, el camino que nos une a Él y nos une a nosotros como hermanos. Y ante este Reino, muchas veces perseguido, ni el poder del infierno prevalecerá sobre él, pues Dios mismo está en medio de su Pueblo. A nosotros corresponde hacer brillar con toda claridad el Rostro amoroso y misericordioso del Señor. No podemos llamarnos el Reino de Dios y dedicarnos a destruir a los demás. Por eso, quien se profesa hombre de fe en Cristo y se dedica a destruir y a pisotear a su prójimo, no puede sino ser contado entre los hipócritas. El Señor está con nosotros, dejemos que su Espíritu impulse nuestra vida para que vivamos, no conforme a los criterios de los reinos terrenos, sino conforme al pensamiento y criterio de Dios, que nos ha manifestado por medio de su Hijo Jesús.
S. Josemaría hacía estas consideraciones: “Termina el año litúrgico, y en el Santo Sacrificio del Altar renovamos al Padre el ofrecimiento de la Víctima, Cristo, Rey de santidad y de gracia, rey de justicia, de amor y de paz, como leeremos dentro de poco en el Prefacio. Todos percibís en vuestras lamas una alegría inmensa, al considerar la santa Humanidad de Nuestro Señor: un Rey con corazón de carne, como el nuestro; que es autor del universo y de cada una de las criaturas, y que no se impone dominando: mendiga un poco de amor, mostrándonos, en silencio, sus manos llagadas.
El Señor me ha empujado a repetir, desde hace mucho tiempo, un grito callado: serviam!, serviré. Que El nos aumente esos afanes de entrega, de fidelidad a su divina llamada -con naturalidad, sin aparato, sin ruido-, en medio de de la calle. Démosle gracias desde el fondo del corazón. Dirijámosle una oración de súbditos, ¡de hijos!, y la lengua y el paladar se nos llenarán de leche y de miel, nos sabrá a panal tratar del Reino de Dios, que es un Reino de libertad, de la libertad que El nos ganó.
Quisiera que considerásemos cómo ese Cristo, que -Niño amable- vimos nacer en Belén, es el Señor del mundo: pues por El fueron creados todos los seres en los cielos y en la tierra; El ha reconciliado con el Padre todas las cosas, restableciendo la paz entre el cielo y la tierra, por medio de la sangre que derramó en la cruz. Hoy aquellos dos ángeles de blancas vestiduras, a los discípulos que estaban atónitos contemplando las nubes, después de la Ascensión del Señor: varones de Galilea ¿por qué estáis ahí mirando al cielo? Este Jesús, que separándose de vosotros ha subido al cielo, vendrá de la misma manera que le acabáis de ver subir.
Cristo, Señor del mundo: Por El reinan los reyes, con la diferencia de que los reyes, las autoridades humanas, pasan; y el reino de Cristo permanecerá por toda la eternidad (Ex 15,18), su reino es un reino eterno y su dominación perdura de generación en generación.
El reino de Cristo no es un modo de decir, ni una imagen retórica. Cristo vive, también como hombre, con aquel mismo cuerpo que asumió en la Encarnación, que resucitó después de la Cruz y subsiste glorificado en la Persona del Verbo juntamente con su alma humana, Cristo, Dios y Hombre verdadero, vive y reina y es el Señor del mundo. Sólo por El se mantiene en vida todo lo que vive.
¿Por qué, entonces, no se aparece ahora en toda su gloria? Porque su reino no es de este mundo (Jn 18,36), aunque está en el mundo. Había replicado Jesús a Pilatos: Yo soy rey. Yo para esto nací: para dar testimonios de la verdad; todo aquel que pertenece a la verdad, escucha mi voz (v 37). Los que esperaban del Mesías un poderío temporal visible, se equivocaban: que no consiste el reino de Dios en el comer ni en el beber, sino en la justicia, en la paz y en el gozo del Espíritu Santo (Rm 14,17).
Verdad y justicia; paz y gozo en el Espíritu Santo. Ese es el reino de Cristo: la acción divina que salva a los hombres y que culminará cuando la historia acabe, y el Señor, que se sienta en lo más alto del paraíso, venga a juzgar definitivamente a los hombres.
Cuando Cristo inicia su predicación en la tierra, no ofrece un programa político, sino que dice: haced penitencia, porque está cerca el reino de los cielos; encarga a sus discípulos que anuncien esa buena nueva, y enseña que se pida en la oración el advenimiento del reino. Esto es el reino de Dios y su justicia, una vida santa: lo que hemos de buscar primero, lo único verdaderamente necesario.
La salvación, que predica Nuestro Señor Jesucristo, es una invitación dirigida a todos; acontece lo que a cierto rey, que celebró las bodas de su hijo y envió a los criados a llamar a los convidados a las bodas. Por eso, el Señor revela que el reino de los cielos está en medio de vosotros.
Nadie se encuentra excluido de la salvación, si se allana libremente a las exigencias amorosas de Cristo: nacer de nuevo, hacerse como niños, en la sencillez de espíritu; alejar el corazón de todo lo que aparte de Dios. Jesús quiere hechos, no sólo palabra. Y esfuerzo denodado, porque sólo los que luchan serán merecedores de la herencia eterna..
La perfección del reino -el juicio definitivo de salvación o de condenación- no se dará en la tierra. Ahora el reino es como una siembra, como el crecimiento del grano de mostaza; su fin será como la pesca con la red barredera, de la que traída a la arena-serán extraídos, para suertes distintas, los que obraron la justicia y los que ejecutaron la iniquidad. Pero, mientras vivimos aquí, el reino se asemeja a la levadura que cogió una mujer y la mezcló con tres celemines de harina, hasta que toda la masa quedó fermentada.
Quien entiende el reino que Cristo propone, advierte que vale la pena jugarse todo por conseguirlo: es la perla que el mercader adquiere a costa de vender lo que posee, es el tesoro hallado en el campo. El reino de los cielos es una conquista difícil: nadie está seguro de alcanzarlo, pero el clamor humilde del hombre arrepentido logra que se abran sus puertas de par en par. Uno de los ladrones que fueron crucificados con Jesús le suplica: Señor, acuérdate de mí cuando hayas llegado a tu reino. Y Jesús le respondió: en verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.
¡Qué grande eres Señor y Dios nuestro! Tú eres el que pones en nuestra vida el sentido sobrenatural y la eficacia divina. Tú eres la causa de que, por amor de tu Hijo, con todas las fuerzas de nuestro ser, con el alma y con el cuerpo podamos repetir: oportet illum regnare!, mientras resuena la copla de nuestra debilidad, porque sabes que somos criaturas -¡y qué criaturas!- hechas de barro, no sólo en los pies. también en el corazón y en la cabeza. A lo divino, vibraremos exclusivamente por ti”.
2. Dan 3,82-87. Si toda la naturaleza es invitada a elevar un canto de alabanza al Señor bendiciendo su Santo Nombre, cuánto más lo hemos de elevar nosotros los hombres. Toda nuestra vida se ha de convertir en una continua alabanza del Nombre de Dios. De un modo especial los sacerdotes, los siervos del Señor, las almas y espíritus justos, los santos y humildes de corazón han de vivir siendo en todo momento gratos al Señor, pues su vida, de modo eminente, está en manos del Señor, y Él está realizando continuamente su obra de salvación mediante ellos. Ojalá y todos tengamos la dicha de contarnos en el número de los santos de Dios para alabar y bendecir su Nombre eternamente.
3.- Lc 21,34-36 (ver paralelo Mt 24,37-44). a) Ultima recomendación de Jesús en su "discurso escatológico", último consejo del año litúrgico, que enlazará con los primeros del Adviento: "estad siempre despiertos". Lo contrario del estar despiertos es que se "nos embote la mente con el vicio, la bebida y la preocupación del dinero". Y el medio para mantener en tensión nuestra espera es la oración: "pidiendo fuerza para escapar de todo lo que está por venir". La consigna final es corta y expresiva: "manteneos en pie ante el Hijo del Hombre".
b) "Manteneos en pie ante el Hijo del Hombre". Todos necesitamos un despertador, porque tendemos a dormirnos, a caer en la pereza, bloqueados por las preocupaciones de esta vida, y no tenemos siempre desplegada la antena hacia los valores del espíritu. Estar de pie, ante Cristo, es estar en vela y en actitud de oración, mientras caminamos por este mundo y vamos realizando las mil tareas que nos encomienda la vida. No importa si la venida gloriosa de Jesús está próxima o no: para cada uno está siempre próxima, tanto pensando en nuestra muerte como en su venida diaria a nuestra existencia, en los sacramentos, en la Eucaristía, en la persona del prójimo, en los pequeños o grandes hechos de la vida. Los cristianos tenemos memoria: miramos muchas veces al gran acontecimiento de hace dos mil años, la vida y la Pascua de Jesús. Tenemos un compromiso con el presente, porque lo vivimos con intensidad, dispuestos a llevar a cabo una gran tarea de evangelización y liberación. Pero tenemos también instinto profético, y miramos al futuro, la venida gloriosa del Señor y la plenitud de su Reino, que vamos construyendo animados por su Espíritu. En la Eucaristía se concentran las tres direcciones, como nos dijo Pablo (1 Co 11,26): "cada vez que coméis este pan y bebéis este vino (momento privilegiado del "hoy"), proclamáis la muerte del Señor (el "ayer" de la Pascua) hasta que venga (el "mañana" de la manifestación del Señor)". Por eso aclamamos en el momento central de la Misa: "Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús" (J. Aldazábal).
Si "el fin del mundo" es para hoy, si el Hijo del hombre ejerce su juicio en la historia, la exhortación a la vigilancia adquiere aún mayor peso. "Estad en vela, pues, orando en todo tiempo para que tengáis fuerza y escapéis de todo lo que está por venir". En el contexto del discurso, colocado inmediatamente antes de los relatos de la pasión y de la resurrección, esta fórmula designa con claridad la pasión del Hijo del hombre, en la que se verán complicados también los discípulos, lo quieran o no. Por tanto, esta exhortación va dirigida a animarlos en unos momentos en que se ven brutalmente situados ante el misterio de la cruz. Pero Lucas piensa también en sus lectores, en los de hoy y en los de mañana. Situados ante los misterios de la existencia, ¿no sentirán la tentación de abandonarlo todo? Será entonces cuando habrán de recordar que los tiempos del Reino se han cumplido ya, que "nuestras historias son un signo y un testimonio de una venida que los ilumina desde dentro, y que lo que a una mirada poco atenta puede parecer un otoño triste y siniestro, para el creyente está enraizado en la oración, como una primavera totalmente llena de la venida del Hijo del hombre" (Ph. Bossuyt; Sal Terrae).
Jesús acaba de anunciar la «venida del Hijo del hombre» sobre las nubes del cielo... Acaba de decir que el «Reino de Dios está cerca», como lo está el verano cuando los árboles han brotado... Para esta espera, continúa dando consejos a sus amigos.
-Andaos con cuidado que no se os embote la mente ni el corazón... Después de los consejos de esperanza y de confianza, hay ahí uno de vigilancia. No dejarse sorprender, por esas «venidas» de Jesús... sobre todo por la última. Permanecer «ágil», no embotarse. Permanecer siempre dispuestos a partir.
-Que no os entorpezcan la comida, ni la bebida, ni los agobios de la vida. Sabemos que un excesivo apego a los placeres, ¡entorpece la mente y el corazón! Cuando buscamos disfrutar con exceso de esta vida, nos olvidamos de «aquel día».
-Y venga aquel día de improviso sobre nosotros como un lazo. Porque caerá sobre todos los que habitan la faz de la tierra. El «día» del juicio viene de improviso. Cada segundo mueren algunos... sobre toda la tierra mueren tantos... No sé cuantos segundos me quedan. El juicio que cayó sobre Jerusalén debe servirnos de advertencia. Es el símbolo del juicio que caerá sobre la tierra entera.
-Velad pues, y orad... en todo momento. Sí, Jesús, Tú aconsejabas a tus amigos que no cesasen jamás de «orar». Y san Pablo lo repetía a sus fieles (2 Ts 1,11; Flp 1,4; Rm 1,10; Col 1,3; Filemón, 4). «Pedimos continuamente... En la oración que sin cesar le dirigimos... Continuamente te menciono en mis oraciones...» Hay que repetirse a sí mismo esos consejos apremiantes de Jesús: esperanza... confianza... certeza... vigilancia... sobriedad... disponibilidad... oración... puesto que nadie sabe la hora.
-Para tener fuerza para escapar de todo lo que va a venir... Esta es la señal de que hay, de todos modos, algo temible, en «aquel día». La confianza, el gozo, la esperanza... no son sinónimo de seguridad engañosa. Hay que estar alerta, un peligro amenaza, hay que estar a punto de escapar.
-Y podáis estar en pie delante del Hijo del hombre... He aquí la última frase del último discurso de Jesús antes de su Pasión. «¡Velad y orad, para presentaros con seguridad delante del Hijo del hombre!» Jesús va a llegar pronto a su «fin» por el sufrimiento. Pero El se ve, Hijo del Hombre, glorioso viniendo de nuevo «sentado a la diestra de Dios», como lo dirá dentro de unos días delante del Gran Consejo (Lc 22,69). Será el Hijo del Hombre quien tendrá la última palabra. Y, si velamos y oramos... podremos presentarnos delante de El con seguridad. ¡Ven, Señor! (Noel Quesson).
El sistema vigente tiene muchos medios para atrapar a las personas en sus interminables juegos de manipulación. En la época de Jesús el alcoholismo, el afán de riqueza, la prostitución y los juegos de azar eran las grandes distracciones. El pueblo judío era muy celoso de sus leyes religiosas que no le permitían lo anterior, pero sucumbía ante las influencias de las culturas foráneas centradas en el culto al poder y el placer. Posteriormente las comunidades primitivas, tuvieron que definir parámetros muy claros ante los vicios que propagaban las culturas grecorromanas. Estas tenían grandes valores, pero a la vez difundían una moral muy relajada. El evangelio de hoy, pone en boca de Jesús un conjunto de advertencias que tratan de contrarrestar el efecto de los vicios que amenazaban la integridad de la comunidad. No se trata de una prédica moralista, sino de un llamado hacia una actitud ética consciente y responsable. El ser humano no puede ser libre si permanece atado a los vicios que le impone la cultura. El cristiano no puede estar atento a la presencia de su Señor si está envuelto en el marasmo de los antivalores que la sociedad promueve como ideal de vida. El cristiano necesita estar libre y despierto ante la realidad para dar una respuesta eficaz ante ella. Por estas razones, el cristiano necesita cultivar una actitud orante que le permita estar despierto ante la realidad y descubrir los signos de los tiempos. La actitud ética del cristiano está encaminada a permitir una acción transparente de Dios en la humanidad. Pero, el cristiano debe cuidarse de no convertirse en juez de sus hermanos y congéneres, pues la actitud ética no está orientada al perfeccionismo moral sino al testimonio de Cristo. Para que esto sea posible, el cristiano debe actuar y madurar en comunidad. Su iglesia es el referente de su acción. A ella debe acudir cuando duda o titubea, cuando pierde el rumbo o se confunde ante la ola ideológica que mantiene el sistema vigente. La actitud ética del cristiano es un compromiso personal vivido en comunidad (servicio bíblico latinoamericano).
Las enseñanzas de Jesús sobre el fin de los tiempos pueden ser resumidas en dos puntos: su carácter imprevisto y su universalidad. Frente a la curiosidad sobre la determinación de los plazos del fin, la primera característica nos coloca ante la tarea de situar en el marco del querer divino la totalidad de la propia vida. La universalidad del Juicio, por su parte, nos conduce hacia el mismo término, ya que ese querer divino sobre el mundo y la historia de los hombres puede suscitar en nosotros una actitud responsable frente a todos los acontecimientos que afectan a nuestra vida en todos los momentos en que se desarrolla. La responsabilidad que brota de esta condición del juicio divino exige una lucidez de comprensión y una actuación práctica coherente con ella. Están excluidas de ella el desaliento y la desconfianza en la fuerza de Dios, necesaria para enfrentar nuestra tarea, y una vida de banalidad que haga disminuir nuestra capacidad de actuación frente a los sucesos que nos sobrevienen. La actitud exigida por Jesús puede ser denominada como vigilancia. Y esta vigilancia que se nos exige está íntimamente ligada a la práctica de la justicia en la relación con nuestros semejantes, y es condición necesaria para enfrentar ese juicio imprevisto y universal. Dentro de esta actitud de vigilancia, asume un lugar privilegiado la práctica de la oración. Ella nos da la fuerza para descubrir en los acontecimientos la mayor o menor presencia de la justicia y nos da fuerzas para ser constantes en la búsqueda de ella, ligada íntimamente al interés primordial de Dios para las relaciones entre los hombres (Josep Rius-Camps).
Lo único que sabemos acerca de la fecha del "último día", es que vendrá de improviso (Mt 24,39: "Y no conocieron hasta que vino el diluvio y se los llevó a todos, así será también la Parusía del Hijo del Hombre"; 1 Tes 5,2.4: "Vosotros mismos sabéis perfectamente que, como ladrón de noche, así viene el día del Señor. Mas vosotros, hermanos, no vivís en tinieblas, para que aquel día os sorprenda como ladrón" y 2 P 3,10: "Quien quiere amar la vida y ver días felices, aparte su lengua del mal y sus labios de palabras engañosas"). Por lo cual los cálculos de la ciencia acerca de la catástrofe universal valen tan poco con ciertas profecías particulares. Velad, pues, orando en todo tiempo (v. 36).
Hemos de velar y hacer oración para poder comparecer seguros ante el Hijo del hombre. Hay muchas cosas que pueden hacernos perder de vista a Dios y hacernos errar el camino que nos conduce a Él. Nadie está libre de una diversidad de tentaciones que nos invitan a poner sólo nuestra mirada, nuestra seguridad y confianza, en lo pasajero. Cierto que necesitamos de muchas cosas temporales para vivir con dignidad; pero no podemos entregarles nuestro corazón, sino saberlas, no sólo utilizar, sino emplearlas incluso para hacer el bien a quienes carecen de lo necesario para sobrevivir. Sin embargo, este desapego de lo temporal y el ponernos en marcha, cargado nuestra propia cruz, tras las huellas de Cristo, no es obra del hombre, sino la obra de Dios en el hombre. Por eso, a la par que hemos de estar vigilantes para no dejarnos sorprender por las tentaciones, ni deslumbrar por lo pasajero, hemos de orar pidiendo al Señor su gracia y la asistencia de su Espíritu Santo para que podamos caminar en el bien, con los pies en la tierra y la mirada puesta en el Señor.
Dios quiere estar siempre con nosotros. Y el modo más excelente de su presencia en medio de su Pueblo se lleva a cabo cuando nos reúne para alimentarnos con su Palabra y con su Eucaristía. Es en este momento culminante del caminar de la Iglesia por el mundo, cuando los discípulos del Señor continuamos escuchando su Palabra Salvadora, y continuamos alimentándonos con el Pan de vida para no desfallecer por el camino a causa de las diversas tentaciones, que quisieran apartarnos del amor de Dios y del amor al prójimo. Que una de nuestras mayores preocupaciones sea estar siempre con el Señor; y estar con Él no sólo en la oración y en el culto, sino en toda nuestra vida convertida en una continua alabanza, en un sacrificio de suave aroma al Señor. Por eso hemos de procurar que nuestra Eucaristía se prolongue en cada momento y acontecimiento de nuestra vida. Dios nos conceda vivir a impulsos, no de lo pasajero, que nos embota y hace perder el camino seguro de salvación, sino al impulso del Espíritu Santo, que habita en nuestros corazones como en un templo, y nos hace ser testigos creíbles del amor de Dios en el mundo.
Vueltos a nuestra vida diaria, en medio de un mundo que nos bombardea con sus criterios y propagandas que nos prometen la felicidad mediante la acumulación de bienes temporales, seamos testigos de la verdad y de la salvación que no procede sino de Dios. No vivamos esclavos de aquello que, siendo útil, no merece ser elevado a la categoría de Dios. Aprendamos a utilizar los bienes de la tierra, sin perder de vista los bienes del cielo. Que todo lo tengamos y poseamos nos sirva para socorrer a los necesitados, para proclamar el Nombre de Dios no sólo con las palabras, sino con la vida que se ha de convertir en un servicio de amor fraterno, especialmente a los más desposeídos. Entonces podremos, al final de nuestra vida, comparecer seguros ante el Hijo del hombre, pues iremos, no como derrotados por la maldad, sino como aquellos que disfrutan la Victoria de Cristo, que nos hace caminar y vivir en el amor.
Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber vivir siendo fieles a Cristo, de tal forma que su Palabra nos ayude a amarnos como hermanos y a hacer el bien a todos; manifestando así que vivimos en el mundo, sin ser del mundo, sino con la mirada puesta en Aquel que nos ama y nos salva. Amén (www.homiliacatolica.com).
Lectura de la profecía de Daniel 7, 15-27. Yo, Daniel, me sentía agitado por dentro, y me turbaban las visiones de mi fantasía. Me acerqué a uno de los que estaban allí en pie y le pedí que me explicase todo aquello. Él me contestó, explicándome el sentido de la visión: -«Esas cuatro fieras gigantescas representan cuatro reinos que surgirán en el mundo. Pero los santos del Altísimo recibirán el Reino y lo poseerán por los siglos de los siglos.» Yo quise saber lo que significaba la cuarta fiera, diversa de las demás; la fiera terrible, con dientes de hierro y garras de bronce, que devoraba y trituraba y pateaba las sobras con las pezuñas; lo que significaban los diez cuernos de su cabeza, y el otro cuerno que le salía y eliminaba a otros tres, que tenía ojos y una boca que profería insolencias, y era más grande que los otros. Mientras yo seguía mirando, aquel cuerno luchó contra los santos y los derrotó. Hasta que llegó el anciano para hacer justicia a los santos del Altísimo, y empezó el imperio de los santos. Después me dijo: -«La cuarta bestia es un cuarto reino que habrá en la tierra, diverso de todos los demás; devorará toda la tierra, la trillará y triturará. Sus diez cuernos son diez reyes que habrá en aquel reino; después vendrá otro, diverso de los precedentes, que destronará a tres reyes; blasfemará contra el Altísimo e intentará aniquilar a los santos y cambiar el calendario y la ley. Dejarán en su poder a los santos durante un año y otro año y otro año y medio. Pero, cuando se siente el tribunal para juzgar, le quitará el poder, y será destruido y aniquilado totalmente. El poder real y el dominio sobre todos los reinos bajo el cielo serán entregados al pueblo de los santos del Altísimo. Será un reino eterno, al que temerán y se someterán todos los soberanos.
Salmo responsorial Dn 3,82.83.84.85.86.87. R. Ensalzadlo con himnos por los siglos.
Hijos de los hombres, bendecid al Señor.
Bendiga Israel al Señor.
Sacerdotes del Señor, bendecid al Señor.
Siervos del Señor, bendecid al Señor.
Almas y espíritus justos, bendecid al Señor.
Santos y humildes de corazón, bendecid al Señor.
Evangelio según san Lucas 21,34-36. En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: -«Tened cuidado: no se os embote la mente con el vicio, la bebida y los agobios de la vida, y se os eche encima de repente aquel día; porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra. Estad siempre despiertos, pidiendo fuerza para escapar de todo lo que está por venir y manteneros en pie ante el Hijo del hombre.»
Comentario: 1.- Dn 7,15-27. Continuación de la lectura de ayer. Gigantesca lucha entre las fuerzas del Bien y las fuerzas del Mal que verá el triunfo de los Santos contra las bestias malhechoras. Se trata del anuncio del "Mesías", todos los exegetas afirman unánimemente este punto. Pero se trata sobre todo de una interpretación «religiosa» de toda la Historia Humana: De hecho a «toda época» -también la nuestra-, puede aplicársele esta gran visión. Daniel la aplicaba a los «grandes Imperios» de su tiempo... san Juan, en su Apocalipsis, la aplicará a las condiciones de su tiempo, a la época de Nerón... En cuanto a nosotros, ¿somos capaces de «esta visión»? Daniel fue el primero en considerar la historia mundial como una preparación del «reino de Dios», y a soldar las esperanzas humanas con la aurora de una Esperanza eterna. El combate de la «santidad», aquí abajo, conduce al hombre hasta el umbral de la eternidad de Dios. El «tiempo» coexiste con la «eternidad».
-Los que finalmente recibirán la realeza, son los santos del Altísimo. ¡Ah, Señor! ¡Qué divina revolución! Los «santos», en lugar de Antíoco o de Nerón o de Hitler... ¡De ningún modo una realeza del mismo género de la de éstos! En el plan de Dios, un «Pueblo de Santos» recibirá la realeza conferida al «Hijo del hombre». Y san Pedro dirá a sus fieles de Roma del tiempo de Nerón «que ellos son un pueblo sacerdotal, Pueblo de reyes, Asamblea de Santos, Pueblo de Dios». A medida que Cristo «reúne» a los hombres en la Iglesia, los asocia a la responsabilidad que El tiene para realizar el proyecto de Dios sobre la humanidad (P 2,4-10). Señor, ¿qué puedo hacer para mantener en mí esta «visión»? Señor, ¿cómo esperas que participe yo en tu proyecto? ¡Señor, me siento tan poco «santo»! ¡Me siento tan pobre! ¿Cómo te atreves a asociarme a tu obra. a tu responsabilidad? Santidad no es sinónimo de aureola excepcional.
-Esta «bestia», este rey... Pronunciará palabras hostiles al Altísimo y pondrá a prueba a los santos del Altísimo... Los santos serán entregados a su poder por un tiempo y tiempos y medio tiempo... La santidad es un «combate». La historia es una historia accidentada y tumultuosa. Los «triunfos de Dios» no son muy aparentes y a menudo quedan escondidos bajo el triunfo monstruoso de las fuerzas del mal. Las épocas de «mártires» lo saben bien. La época de los Macabeos, la época de Daniel, lo sabían. Todavía Hoy, las «apariencias» son en contra de Dios... ¡«por un tiempo»! porque se nos ha prometido que ese triunfo del mal no durará.
-Pero el tribunal se sentará, y el dominio le será quitado... Y será dado al «Pueblo de los santos, del Altísimo» para una realeza eterna... ¡Jesús, santo de Dios! Tú que te declaraste «Hijo del hombre», te comprometiste totalmente en ese combate contra el mal. Tú no has reinado humanamente, has sido humilde, paciente, santo, santo, santo ante Dios, terrible ante los demonios, sin pecado alguno. Todas las apariencias estaban contra Jesús. Sin embargo «Yo soy Rey» (Noel Quesson).
Sólo a la luz de Cristo entendemos que el Reino de Dios ha sido ya inaugurado entre nosotros. Este Reino no es para pisotear, triturar o destruir a los demás, sino para que todos encuentren en Cristo y en su Iglesia, que es el Reino y Familia de Dios, el camino que nos une a Él y nos une a nosotros como hermanos. Y ante este Reino, muchas veces perseguido, ni el poder del infierno prevalecerá sobre él, pues Dios mismo está en medio de su Pueblo. A nosotros corresponde hacer brillar con toda claridad el Rostro amoroso y misericordioso del Señor. No podemos llamarnos el Reino de Dios y dedicarnos a destruir a los demás. Por eso, quien se profesa hombre de fe en Cristo y se dedica a destruir y a pisotear a su prójimo, no puede sino ser contado entre los hipócritas. El Señor está con nosotros, dejemos que su Espíritu impulse nuestra vida para que vivamos, no conforme a los criterios de los reinos terrenos, sino conforme al pensamiento y criterio de Dios, que nos ha manifestado por medio de su Hijo Jesús.
S. Josemaría hacía estas consideraciones: “Termina el año litúrgico, y en el Santo Sacrificio del Altar renovamos al Padre el ofrecimiento de la Víctima, Cristo, Rey de santidad y de gracia, rey de justicia, de amor y de paz, como leeremos dentro de poco en el Prefacio. Todos percibís en vuestras lamas una alegría inmensa, al considerar la santa Humanidad de Nuestro Señor: un Rey con corazón de carne, como el nuestro; que es autor del universo y de cada una de las criaturas, y que no se impone dominando: mendiga un poco de amor, mostrándonos, en silencio, sus manos llagadas.
El Señor me ha empujado a repetir, desde hace mucho tiempo, un grito callado: serviam!, serviré. Que El nos aumente esos afanes de entrega, de fidelidad a su divina llamada -con naturalidad, sin aparato, sin ruido-, en medio de de la calle. Démosle gracias desde el fondo del corazón. Dirijámosle una oración de súbditos, ¡de hijos!, y la lengua y el paladar se nos llenarán de leche y de miel, nos sabrá a panal tratar del Reino de Dios, que es un Reino de libertad, de la libertad que El nos ganó.
Quisiera que considerásemos cómo ese Cristo, que -Niño amable- vimos nacer en Belén, es el Señor del mundo: pues por El fueron creados todos los seres en los cielos y en la tierra; El ha reconciliado con el Padre todas las cosas, restableciendo la paz entre el cielo y la tierra, por medio de la sangre que derramó en la cruz. Hoy aquellos dos ángeles de blancas vestiduras, a los discípulos que estaban atónitos contemplando las nubes, después de la Ascensión del Señor: varones de Galilea ¿por qué estáis ahí mirando al cielo? Este Jesús, que separándose de vosotros ha subido al cielo, vendrá de la misma manera que le acabáis de ver subir.
Cristo, Señor del mundo: Por El reinan los reyes, con la diferencia de que los reyes, las autoridades humanas, pasan; y el reino de Cristo permanecerá por toda la eternidad (Ex 15,18), su reino es un reino eterno y su dominación perdura de generación en generación.
El reino de Cristo no es un modo de decir, ni una imagen retórica. Cristo vive, también como hombre, con aquel mismo cuerpo que asumió en la Encarnación, que resucitó después de la Cruz y subsiste glorificado en la Persona del Verbo juntamente con su alma humana, Cristo, Dios y Hombre verdadero, vive y reina y es el Señor del mundo. Sólo por El se mantiene en vida todo lo que vive.
¿Por qué, entonces, no se aparece ahora en toda su gloria? Porque su reino no es de este mundo (Jn 18,36), aunque está en el mundo. Había replicado Jesús a Pilatos: Yo soy rey. Yo para esto nací: para dar testimonios de la verdad; todo aquel que pertenece a la verdad, escucha mi voz (v 37). Los que esperaban del Mesías un poderío temporal visible, se equivocaban: que no consiste el reino de Dios en el comer ni en el beber, sino en la justicia, en la paz y en el gozo del Espíritu Santo (Rm 14,17).
Verdad y justicia; paz y gozo en el Espíritu Santo. Ese es el reino de Cristo: la acción divina que salva a los hombres y que culminará cuando la historia acabe, y el Señor, que se sienta en lo más alto del paraíso, venga a juzgar definitivamente a los hombres.
Cuando Cristo inicia su predicación en la tierra, no ofrece un programa político, sino que dice: haced penitencia, porque está cerca el reino de los cielos; encarga a sus discípulos que anuncien esa buena nueva, y enseña que se pida en la oración el advenimiento del reino. Esto es el reino de Dios y su justicia, una vida santa: lo que hemos de buscar primero, lo único verdaderamente necesario.
La salvación, que predica Nuestro Señor Jesucristo, es una invitación dirigida a todos; acontece lo que a cierto rey, que celebró las bodas de su hijo y envió a los criados a llamar a los convidados a las bodas. Por eso, el Señor revela que el reino de los cielos está en medio de vosotros.
Nadie se encuentra excluido de la salvación, si se allana libremente a las exigencias amorosas de Cristo: nacer de nuevo, hacerse como niños, en la sencillez de espíritu; alejar el corazón de todo lo que aparte de Dios. Jesús quiere hechos, no sólo palabra. Y esfuerzo denodado, porque sólo los que luchan serán merecedores de la herencia eterna..
La perfección del reino -el juicio definitivo de salvación o de condenación- no se dará en la tierra. Ahora el reino es como una siembra, como el crecimiento del grano de mostaza; su fin será como la pesca con la red barredera, de la que traída a la arena-serán extraídos, para suertes distintas, los que obraron la justicia y los que ejecutaron la iniquidad. Pero, mientras vivimos aquí, el reino se asemeja a la levadura que cogió una mujer y la mezcló con tres celemines de harina, hasta que toda la masa quedó fermentada.
Quien entiende el reino que Cristo propone, advierte que vale la pena jugarse todo por conseguirlo: es la perla que el mercader adquiere a costa de vender lo que posee, es el tesoro hallado en el campo. El reino de los cielos es una conquista difícil: nadie está seguro de alcanzarlo, pero el clamor humilde del hombre arrepentido logra que se abran sus puertas de par en par. Uno de los ladrones que fueron crucificados con Jesús le suplica: Señor, acuérdate de mí cuando hayas llegado a tu reino. Y Jesús le respondió: en verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.
¡Qué grande eres Señor y Dios nuestro! Tú eres el que pones en nuestra vida el sentido sobrenatural y la eficacia divina. Tú eres la causa de que, por amor de tu Hijo, con todas las fuerzas de nuestro ser, con el alma y con el cuerpo podamos repetir: oportet illum regnare!, mientras resuena la copla de nuestra debilidad, porque sabes que somos criaturas -¡y qué criaturas!- hechas de barro, no sólo en los pies. también en el corazón y en la cabeza. A lo divino, vibraremos exclusivamente por ti”.
2. Dan 3,82-87. Si toda la naturaleza es invitada a elevar un canto de alabanza al Señor bendiciendo su Santo Nombre, cuánto más lo hemos de elevar nosotros los hombres. Toda nuestra vida se ha de convertir en una continua alabanza del Nombre de Dios. De un modo especial los sacerdotes, los siervos del Señor, las almas y espíritus justos, los santos y humildes de corazón han de vivir siendo en todo momento gratos al Señor, pues su vida, de modo eminente, está en manos del Señor, y Él está realizando continuamente su obra de salvación mediante ellos. Ojalá y todos tengamos la dicha de contarnos en el número de los santos de Dios para alabar y bendecir su Nombre eternamente.
3.- Lc 21,34-36 (ver paralelo Mt 24,37-44). a) Ultima recomendación de Jesús en su "discurso escatológico", último consejo del año litúrgico, que enlazará con los primeros del Adviento: "estad siempre despiertos". Lo contrario del estar despiertos es que se "nos embote la mente con el vicio, la bebida y la preocupación del dinero". Y el medio para mantener en tensión nuestra espera es la oración: "pidiendo fuerza para escapar de todo lo que está por venir". La consigna final es corta y expresiva: "manteneos en pie ante el Hijo del Hombre".
b) "Manteneos en pie ante el Hijo del Hombre". Todos necesitamos un despertador, porque tendemos a dormirnos, a caer en la pereza, bloqueados por las preocupaciones de esta vida, y no tenemos siempre desplegada la antena hacia los valores del espíritu. Estar de pie, ante Cristo, es estar en vela y en actitud de oración, mientras caminamos por este mundo y vamos realizando las mil tareas que nos encomienda la vida. No importa si la venida gloriosa de Jesús está próxima o no: para cada uno está siempre próxima, tanto pensando en nuestra muerte como en su venida diaria a nuestra existencia, en los sacramentos, en la Eucaristía, en la persona del prójimo, en los pequeños o grandes hechos de la vida. Los cristianos tenemos memoria: miramos muchas veces al gran acontecimiento de hace dos mil años, la vida y la Pascua de Jesús. Tenemos un compromiso con el presente, porque lo vivimos con intensidad, dispuestos a llevar a cabo una gran tarea de evangelización y liberación. Pero tenemos también instinto profético, y miramos al futuro, la venida gloriosa del Señor y la plenitud de su Reino, que vamos construyendo animados por su Espíritu. En la Eucaristía se concentran las tres direcciones, como nos dijo Pablo (1 Co 11,26): "cada vez que coméis este pan y bebéis este vino (momento privilegiado del "hoy"), proclamáis la muerte del Señor (el "ayer" de la Pascua) hasta que venga (el "mañana" de la manifestación del Señor)". Por eso aclamamos en el momento central de la Misa: "Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús" (J. Aldazábal).
Si "el fin del mundo" es para hoy, si el Hijo del hombre ejerce su juicio en la historia, la exhortación a la vigilancia adquiere aún mayor peso. "Estad en vela, pues, orando en todo tiempo para que tengáis fuerza y escapéis de todo lo que está por venir". En el contexto del discurso, colocado inmediatamente antes de los relatos de la pasión y de la resurrección, esta fórmula designa con claridad la pasión del Hijo del hombre, en la que se verán complicados también los discípulos, lo quieran o no. Por tanto, esta exhortación va dirigida a animarlos en unos momentos en que se ven brutalmente situados ante el misterio de la cruz. Pero Lucas piensa también en sus lectores, en los de hoy y en los de mañana. Situados ante los misterios de la existencia, ¿no sentirán la tentación de abandonarlo todo? Será entonces cuando habrán de recordar que los tiempos del Reino se han cumplido ya, que "nuestras historias son un signo y un testimonio de una venida que los ilumina desde dentro, y que lo que a una mirada poco atenta puede parecer un otoño triste y siniestro, para el creyente está enraizado en la oración, como una primavera totalmente llena de la venida del Hijo del hombre" (Ph. Bossuyt; Sal Terrae).
Jesús acaba de anunciar la «venida del Hijo del hombre» sobre las nubes del cielo... Acaba de decir que el «Reino de Dios está cerca», como lo está el verano cuando los árboles han brotado... Para esta espera, continúa dando consejos a sus amigos.
-Andaos con cuidado que no se os embote la mente ni el corazón... Después de los consejos de esperanza y de confianza, hay ahí uno de vigilancia. No dejarse sorprender, por esas «venidas» de Jesús... sobre todo por la última. Permanecer «ágil», no embotarse. Permanecer siempre dispuestos a partir.
-Que no os entorpezcan la comida, ni la bebida, ni los agobios de la vida. Sabemos que un excesivo apego a los placeres, ¡entorpece la mente y el corazón! Cuando buscamos disfrutar con exceso de esta vida, nos olvidamos de «aquel día».
-Y venga aquel día de improviso sobre nosotros como un lazo. Porque caerá sobre todos los que habitan la faz de la tierra. El «día» del juicio viene de improviso. Cada segundo mueren algunos... sobre toda la tierra mueren tantos... No sé cuantos segundos me quedan. El juicio que cayó sobre Jerusalén debe servirnos de advertencia. Es el símbolo del juicio que caerá sobre la tierra entera.
-Velad pues, y orad... en todo momento. Sí, Jesús, Tú aconsejabas a tus amigos que no cesasen jamás de «orar». Y san Pablo lo repetía a sus fieles (2 Ts 1,11; Flp 1,4; Rm 1,10; Col 1,3; Filemón, 4). «Pedimos continuamente... En la oración que sin cesar le dirigimos... Continuamente te menciono en mis oraciones...» Hay que repetirse a sí mismo esos consejos apremiantes de Jesús: esperanza... confianza... certeza... vigilancia... sobriedad... disponibilidad... oración... puesto que nadie sabe la hora.
-Para tener fuerza para escapar de todo lo que va a venir... Esta es la señal de que hay, de todos modos, algo temible, en «aquel día». La confianza, el gozo, la esperanza... no son sinónimo de seguridad engañosa. Hay que estar alerta, un peligro amenaza, hay que estar a punto de escapar.
-Y podáis estar en pie delante del Hijo del hombre... He aquí la última frase del último discurso de Jesús antes de su Pasión. «¡Velad y orad, para presentaros con seguridad delante del Hijo del hombre!» Jesús va a llegar pronto a su «fin» por el sufrimiento. Pero El se ve, Hijo del Hombre, glorioso viniendo de nuevo «sentado a la diestra de Dios», como lo dirá dentro de unos días delante del Gran Consejo (Lc 22,69). Será el Hijo del Hombre quien tendrá la última palabra. Y, si velamos y oramos... podremos presentarnos delante de El con seguridad. ¡Ven, Señor! (Noel Quesson).
El sistema vigente tiene muchos medios para atrapar a las personas en sus interminables juegos de manipulación. En la época de Jesús el alcoholismo, el afán de riqueza, la prostitución y los juegos de azar eran las grandes distracciones. El pueblo judío era muy celoso de sus leyes religiosas que no le permitían lo anterior, pero sucumbía ante las influencias de las culturas foráneas centradas en el culto al poder y el placer. Posteriormente las comunidades primitivas, tuvieron que definir parámetros muy claros ante los vicios que propagaban las culturas grecorromanas. Estas tenían grandes valores, pero a la vez difundían una moral muy relajada. El evangelio de hoy, pone en boca de Jesús un conjunto de advertencias que tratan de contrarrestar el efecto de los vicios que amenazaban la integridad de la comunidad. No se trata de una prédica moralista, sino de un llamado hacia una actitud ética consciente y responsable. El ser humano no puede ser libre si permanece atado a los vicios que le impone la cultura. El cristiano no puede estar atento a la presencia de su Señor si está envuelto en el marasmo de los antivalores que la sociedad promueve como ideal de vida. El cristiano necesita estar libre y despierto ante la realidad para dar una respuesta eficaz ante ella. Por estas razones, el cristiano necesita cultivar una actitud orante que le permita estar despierto ante la realidad y descubrir los signos de los tiempos. La actitud ética del cristiano está encaminada a permitir una acción transparente de Dios en la humanidad. Pero, el cristiano debe cuidarse de no convertirse en juez de sus hermanos y congéneres, pues la actitud ética no está orientada al perfeccionismo moral sino al testimonio de Cristo. Para que esto sea posible, el cristiano debe actuar y madurar en comunidad. Su iglesia es el referente de su acción. A ella debe acudir cuando duda o titubea, cuando pierde el rumbo o se confunde ante la ola ideológica que mantiene el sistema vigente. La actitud ética del cristiano es un compromiso personal vivido en comunidad (servicio bíblico latinoamericano).
Las enseñanzas de Jesús sobre el fin de los tiempos pueden ser resumidas en dos puntos: su carácter imprevisto y su universalidad. Frente a la curiosidad sobre la determinación de los plazos del fin, la primera característica nos coloca ante la tarea de situar en el marco del querer divino la totalidad de la propia vida. La universalidad del Juicio, por su parte, nos conduce hacia el mismo término, ya que ese querer divino sobre el mundo y la historia de los hombres puede suscitar en nosotros una actitud responsable frente a todos los acontecimientos que afectan a nuestra vida en todos los momentos en que se desarrolla. La responsabilidad que brota de esta condición del juicio divino exige una lucidez de comprensión y una actuación práctica coherente con ella. Están excluidas de ella el desaliento y la desconfianza en la fuerza de Dios, necesaria para enfrentar nuestra tarea, y una vida de banalidad que haga disminuir nuestra capacidad de actuación frente a los sucesos que nos sobrevienen. La actitud exigida por Jesús puede ser denominada como vigilancia. Y esta vigilancia que se nos exige está íntimamente ligada a la práctica de la justicia en la relación con nuestros semejantes, y es condición necesaria para enfrentar ese juicio imprevisto y universal. Dentro de esta actitud de vigilancia, asume un lugar privilegiado la práctica de la oración. Ella nos da la fuerza para descubrir en los acontecimientos la mayor o menor presencia de la justicia y nos da fuerzas para ser constantes en la búsqueda de ella, ligada íntimamente al interés primordial de Dios para las relaciones entre los hombres (Josep Rius-Camps).
Lo único que sabemos acerca de la fecha del "último día", es que vendrá de improviso (Mt 24,39: "Y no conocieron hasta que vino el diluvio y se los llevó a todos, así será también la Parusía del Hijo del Hombre"; 1 Tes 5,2.4: "Vosotros mismos sabéis perfectamente que, como ladrón de noche, así viene el día del Señor. Mas vosotros, hermanos, no vivís en tinieblas, para que aquel día os sorprenda como ladrón" y 2 P 3,10: "Quien quiere amar la vida y ver días felices, aparte su lengua del mal y sus labios de palabras engañosas"). Por lo cual los cálculos de la ciencia acerca de la catástrofe universal valen tan poco con ciertas profecías particulares. Velad, pues, orando en todo tiempo (v. 36).
Hemos de velar y hacer oración para poder comparecer seguros ante el Hijo del hombre. Hay muchas cosas que pueden hacernos perder de vista a Dios y hacernos errar el camino que nos conduce a Él. Nadie está libre de una diversidad de tentaciones que nos invitan a poner sólo nuestra mirada, nuestra seguridad y confianza, en lo pasajero. Cierto que necesitamos de muchas cosas temporales para vivir con dignidad; pero no podemos entregarles nuestro corazón, sino saberlas, no sólo utilizar, sino emplearlas incluso para hacer el bien a quienes carecen de lo necesario para sobrevivir. Sin embargo, este desapego de lo temporal y el ponernos en marcha, cargado nuestra propia cruz, tras las huellas de Cristo, no es obra del hombre, sino la obra de Dios en el hombre. Por eso, a la par que hemos de estar vigilantes para no dejarnos sorprender por las tentaciones, ni deslumbrar por lo pasajero, hemos de orar pidiendo al Señor su gracia y la asistencia de su Espíritu Santo para que podamos caminar en el bien, con los pies en la tierra y la mirada puesta en el Señor.
Dios quiere estar siempre con nosotros. Y el modo más excelente de su presencia en medio de su Pueblo se lleva a cabo cuando nos reúne para alimentarnos con su Palabra y con su Eucaristía. Es en este momento culminante del caminar de la Iglesia por el mundo, cuando los discípulos del Señor continuamos escuchando su Palabra Salvadora, y continuamos alimentándonos con el Pan de vida para no desfallecer por el camino a causa de las diversas tentaciones, que quisieran apartarnos del amor de Dios y del amor al prójimo. Que una de nuestras mayores preocupaciones sea estar siempre con el Señor; y estar con Él no sólo en la oración y en el culto, sino en toda nuestra vida convertida en una continua alabanza, en un sacrificio de suave aroma al Señor. Por eso hemos de procurar que nuestra Eucaristía se prolongue en cada momento y acontecimiento de nuestra vida. Dios nos conceda vivir a impulsos, no de lo pasajero, que nos embota y hace perder el camino seguro de salvación, sino al impulso del Espíritu Santo, que habita en nuestros corazones como en un templo, y nos hace ser testigos creíbles del amor de Dios en el mundo.
Vueltos a nuestra vida diaria, en medio de un mundo que nos bombardea con sus criterios y propagandas que nos prometen la felicidad mediante la acumulación de bienes temporales, seamos testigos de la verdad y de la salvación que no procede sino de Dios. No vivamos esclavos de aquello que, siendo útil, no merece ser elevado a la categoría de Dios. Aprendamos a utilizar los bienes de la tierra, sin perder de vista los bienes del cielo. Que todo lo tengamos y poseamos nos sirva para socorrer a los necesitados, para proclamar el Nombre de Dios no sólo con las palabras, sino con la vida que se ha de convertir en un servicio de amor fraterno, especialmente a los más desposeídos. Entonces podremos, al final de nuestra vida, comparecer seguros ante el Hijo del hombre, pues iremos, no como derrotados por la maldad, sino como aquellos que disfrutan la Victoria de Cristo, que nos hace caminar y vivir en el amor.
Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber vivir siendo fieles a Cristo, de tal forma que su Palabra nos ayude a amarnos como hermanos y a hacer el bien a todos; manifestando así que vivimos en el mundo, sin ser del mundo, sino con la mirada puesta en Aquel que nos ama y nos salva. Amén (www.homiliacatolica.com).
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jueves, 24 de noviembre de 2011
Viernes de la 34ª semana de Tiempo Ordinario. “Vi venir en las nubes del cielo como un hijo de hombre”: profecía de Jesús, Rey, que anuncia en el Evan
Viernes de la 34ª semana de Tiempo Ordinario. “Vi venir en las nubes del cielo como un hijo de hombre”: profecía de Jesús, Rey, que anuncia en el Evangelio su venida al final de los tiempos: “Cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que está cerca el reino de Dios”.
Lectura de la profecía de Daniel 7,2-14. Yo, Daniel, tuve una visión nocturna: los cuatro vientos del cielo agitaban el océano. Cuatro fieras gigantescas salieron del mar, las cuatro distintas. La primera era como un león con alas de águila; mientras yo miraba, le arrancaron las alas, la alzaron del suelo, la pusieron de pie como un hombre y le dieron mente humana. La segunda era como un oso medio erguido, con tres costillas en la boca, entre los dientes. Le dijeron: -«¡Arriba! Come carne en abundancia.» Después vi otra fiera como un leopardo, con cuatro alas de ave en el lomo y cuatro cabezas. Y le dieron el poder. Después tuve otra visión nocturna: una cuarta fiera, terrible, espantosa, fortísima; tenía grandes dientes de hierro, eón los que corma y descuartizaba, y las sobras las pateaba con las pezuñas. Era diversa de las fieras anteriores, porque tenía diez cuernos. Miré atentamente los cuernos y vi que entre ellos salía otro cuerno pequeño; para hacerle sitio, arrancaron tres de los cuernos precedentes. Aquel cuerno tenía ojos humanos y una boca que profería insolencias. Durante la visión, vi que colocaban unos tronos, y un anciano se sentó; su vestido era blanco como nieve, su cabellera como lana limpísima; su trono, llamas de fuego; sus ruedas, llamaradas. Un río impetuoso de fuego brotaba delante de él. Miles y miles le servían, millones estaban a sus órdenes. Comenzó la sesión y se abrieron los libros. Yo seguia mirando, atraído por las insolencias que profería aquel cuerno; hasta que mataron a la fiera, la descuartizaron y la echaron al fuego. A las otras fieras les quitaron el poder, dejándolas vivas una temporada. Mientras miraba, en la visión nocturna vi venir en las nubes del cielo como un hijo de hombre, que se acercó al anciano y se presentó ante él. Le dieron poder real y dominio; todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin.
Salmo responsorial Dn 3,75.76.77.78.79.80.81. R. Ensalzadlo con himnos por los siglos.
Montes y cumbres, bendecid al Señor.
Cuanto germina en la tierra, bendiga al Señor.
Manantiales, bendecid al Señor.
Mares y ríos, bendecid al Señor.
Cetáceos y peces, bendecid al Señor.
Aves del cielo, bendecid al Señor.
Fieras y ganados, bendecid al Señor.
Evangelio según san Lucas 21,29-33. En aquel tiempo, expuso Jesús una parábola a sus discípulos: -«Fijaos en la higuera o en cualquier árbol: cuando echan brotes, os basta verlos para saber que el verano está cerca. Pues, cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que está cerca el reino de Dios. Os aseguro que antes que pase esta generación todo eso se cumplirá. El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán.»
Comentario: 1.- Dn 7,2-14. a) Cambia el panorama con respecto a los días anteriores: ahora es Daniel quien tiene una "visión nocturna", llena de simbolismos extraños. Esta vez son cuatro animales -como hace unos días eran cuatro materiales de construcción de una estatua- los que describen los cuatro imperios sucesivos: el babilonio, el de los medos, el de los persas y el griego, de Alejandro y sus sucesores seléucidas, con sus "diez cuernos", tantos como reyes de aquella dinastía. También aquí se detiene más el vidente en el reinado último, el de Antíoco, su contemporáneo, al que describe como más cruel y feroz que nadie. Pero lo importante no es la ferocidad de esos imperios, sino la visión que viene a continuación: el trono de Dios, los miles y miles de seres que le aclaman y, finalmente, la aparición de "una especie de hombre que viene entre las nubes del cielo: a él se le dio poder, honor y reino. Su reino no acabará".
b) De aquí viene el nombre de "Hijo del Hombre" referido en lo sucesivo al futuro Mesías, y que al mismo Jesús le gustaba aplicarse. "Una especie de hombre", "uno con la apariencia de hombre". "un hijo de hombre". Es un nombre que los evangelios dan más de ochenta veces a Jesús. Jesús, el Mestas, es el que sabe interpretar la historia, el que -como dirá el Apocalipsis- puede "abrir los sellos del libro", el que recibe el reino perpetuo y aparecerá al final como Juez supremo de la humanidad. La lectura de Daniel nos ayuda a situarnos en una actitud de mirada profética hacia el futuro, al final de los tiempos, con el reinado universal y definitivo de Cristo, el Triunfador de la muerte, como celebramos el domingo pasado en la solemnidad de Cristo, Rey del Universo, y que seguiremos haciendo durante el Adviento. Terminamos el año litúrgico con la mirada fija en Cristo Jesús. Es la dirección justa, la que da sentido a nuestro camino.
El capítulo VII de Daniel, que meditamos hoy y meditaremos mañana sábado, es el más importante de toda la apocalipsis bíblica. Por la deslumbrante riqueza de las imágenes, por el potente hábito profético, por la profundidad teológica de los temas... anuncia directamente el Apocalipsis de san Juan. Leyendo esas palabras ardientes, no olvidemos que Jesús, delante del tribunal del Sumo sacerdote, Caifás -quien conocía también esa profecía- aplicó este texto a Sí mismo, reivindicando así la «igualdad con Dios»... tomando el título de «Hijo del hombre»... anunciando su «venida sobre las nubes del cielo». Y esto le valdrá su condenación a muerte por blasfemo.
-La noche... Tuve una visión: cuatro vientos del cielo... El gran mar... Cuatro bestias enormes: un león... un oso... un leopardo... una bestia con diez cuernos y con dientes de hierro... No nos apresuremos a pasar por alto esas imágenes, tachándolas de infantiles. Se expresa en ellas una profunda filosofía de la Historia: la sucesión de los reinos terrestres ateos -que no reconocen al verdadero Dios- es una sucesión de regímenes inhumanos, en los que la crueldad y el dominio se ejercen en detrimento de los hombres. Daniel sabía algo de ello puesto que vivía bajo el terrible reino de Antíoco Epifanes, el cual quería doblegar a todo el pueblo e imponerle un modo de vida... falto de respeto por la libertad y la dignidad profunda del hombre. La tentación de «dominar», de «aplastar», de "doblegar", de «imponer», de «asustar», de "usar la fuerza"... ¿se encuentra también de algún modo en mí? En la vida conyugal, en la vida profesional, en las discusiones y conversaciones, en las tomas de posición, en las relaciones humanas... ¿Cómo me comporto? ¿Amor o fuerza? ¿Diálogo o certidumbre sectaria? ¿Búsqueda paciente con los demás... o imposición de mi punto de vista? La tentación del «poder», la dialéctica del «amo y del esclavo» llega hasta aquí. No se da sólo en las relaciones económicas, se encuentra ya «en el corazón del hombre». Cambia, Señor, nuestros corazones y mentalidades.
-Continué mirando y vi unos tronos dispuestos y «un Anciano» se sentó... El tribunal se sentó también y se abrieron los libros: la «bestia» fue muerta... Y a las otras bestias se les quitó el dominio... Es el Juicio de Dios sobre la Historia. Daniel anuncia el próximo fin de los «grandes Imperios» terrestres, el último de los cuales tiraniza al pueblo de Dios. «A las otras bestias se les quitó el dominio». Si esto fuese verdad, Señor! ¡Si fuese verdad que los poderes humanos nunca más fuesen «malos» y no abusasen nunca más de su fuerza! Por desgracia, sabemos que la Historia vuelve a empezar. Pero el Juicio también comienza de nuevo, permanentemente. Cambia nuestros corazones, Señor.
-Yo seguía mirando y vi venir sobre las nubes del cielo, como un Hijo de hombre. ¡He ahí la verdadera «esperanza»! No solamente una liberación política o económica, por necesaria que ésta sea... sino una liberación interior, el "reino de Dios" mediante de un «Hijo del hombre".
-A El se le dio "el imperio, el honor y el reino": todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno y nunca pasará. Tú, Señor Jesús, has reivindicado ser ese «Hijo de hombre»... que viene "sobre las nubes del cielo" lo que es propio de los seres celestes. El viene más del cielo que de la tierra. Ya no es un «mesías», solamente terrestre, cuyo "reino" no es como los demás. «Si mi reino fuese de este mundo, mis soldados hubiesen luchado por mí, a fin de que no fuese yo entregado» (Jn 18,36).
- Y sin embargo, es «como» un hijo de hombre, ¡pobre y sufriente! (Noel Quesson).
Esta semana es como una glosa del Evangelio del domingo, Cristo Rey… Tenemos que reconocer y aceptar, de una vez por todas, que el Reinado de Cristo no es un reinado etéreo, reducido al ámbito de lo meramente psicológico e individual, sino que es una realidad que pretende conseguir la transformación radical del mundo. Cristo es un Rey Liberador, porque nos libera (si nos dejamos, por supuesto) de todo aquello que nos impida ser realmente hombres: -Frente al afán consumista que nos desvela y nos impide vivir con una relativa paz, Jesús nos recuerda que los ricos ya han recibido su consuelo (Lc 6, 24), que quien pone el valor de su vida en lo que posee es un insensato (Lc 12, 19-20). El hombre vale por lo que vale aquello a lo que se ata; si se ata a las cosas que se pagan, su precio es el dinero. Jesús nos enseña a buscar el Reino y su justicia.
-Frente a las estructuras que intentan reducir al hombre a un producto en serie, Jesús deja bien claro que leyes y estructuras están al servicio del hombre y no al revés; el testimonio evangélico no se da a base de una buena organización: "destruid este templo, y en tres días lo reedificaré" (Jn 2,19); el Espíritu y la libertad, no las leyes, son la base de la actuación del hombre.
-Frente a los prejuicios que destruyen la paz del hombre, Jesús no tiene inconveniente en comer con publicanos y pecadores sin hacer caso de las críticas de "los buenos" (Mc 2,15), o en hablar con los samaritanos (Jn 4,6-9), las mujeres (Lc 8,1-3) y los extranjeros (Mc 7,31).
-Frente a la violencia que siembra de sangre la geografía de nuestro planeta, Jesús nos propone la libertad de quien es capaz de romper con la espiral de violencia, que nunca termina, y devuelve bien por mal (Mt 5,28 ss). Cuando llegó el caso, Jesús supo atacar, pero sin odio ni violencia, que es lo que esclaviza al hombre.
-Frente al miedo que paraliza al hombre y lo reduce a una marioneta, Jesús propone la libertad del amor; ni miedo a Dios, porque es Padre bueno; ni miedo a los hombres, porque son hermanos; el cristiano no puede tener miedo a nada ni a nadie, porque sabe que es Dios mismo quien dirige la historia hacia su culminación universal (Lc 12, 32); ni tan siquiera a la muerte, porque Cristo ha triunfado sobre ella.
-Frente a la esclavitud de buscar el éxito fácil, tan frecuente en nuestro tiempo, Jesús propone buscar el único éxito que merece la pena: el del Reino de Dios; ante la posibilidad de convertir piedras en panes, Jesús recuerda que no sólo de pan vive el hombre, sino de la Palabra de Dios (Mt 4, 3ss). Los éxitos fáciles lo más que consiguen es ser respuesta a necesidades inmediatas; ahora bien, el hombre se encadena a la primera solución que se presente, arreglando así una pequeña parte de su problema, y no le queda ya más libertad para hacer frente a las cosas en su profundidad.
-Frente a la esclavitud del mal, en cualquiera de sus formas, Jesús se presenta como el liberador que trae el Reino del bien y da a los suyos la posibilidad de seguir haciendo el bien: pecado, enfermedad, demonios, soledad..., de todo ello queda libre el hombre que, con confianza, se pone en manos de Jesús. Es cierto que Jesús no hace desaparecer el mal "como por arte de magia"; pero Jesús se revela como el Señor que domina el mal, que puede darle una solución, una respuesta, una salida.
-Frente a la esclavitud del sufrimiento, Jesús anuncia la llegada del día en el que los ciegos vean, los cojos caminen, los sordos oigan, los encarcelados vean la luz del sol, los pobres escuchen la buena noticia (Lc 4, 16-21); es verdad que el sufrimiento no ha desaparecido, que sigue siendo cosecha abundante en nuestro mundo; pero ahora vemos hasta dónde puede conducir, cuál es su valor y su sentido y qué es lo que ha ocurrido con el sufrimiento en el mundo.
-Frente a la esclavitud de la muerte, que se enseñorea de todos los hombres, antes o después, quieran o no quieran, Pablo nos recuerda que el bautizo que nos vinculaba a la muerte de Jesús nos sepultó con él para que, así como él resucitó triunfando sobre la muerte y rompiendo definitivamente sus cadenas, también nosotros podamos empezar una vida nueva, una vida sin verdadera muerte (Rm 6,3-4).
-Frente a la esclavitud de ver el mundo sin futuro, sin salida, nosotros afirmamos en nuestra fe que Jesús ha dado comienzo a un mundo nuevo en el que ya no habrá ni luto, ni llanto, ni muerte, ni dolor pues lo de antes ha pasado y Dios lo hace todo nuevo (Ap 21,3-5). Los sufrimientos de la condición humana son los sufrimientos de un alumbramiento, el cual debe dar a luz una vida nueva y sin fin; nuestras penalidades y sacrificios no nos llevan al sinsentido y al absurdo, sino a la liberación y a la consecución de una vida nueva (Mc 13,8).
Jesús es el liberador soberano y universal; su Reino es un Reino de libertad y vida; sin liberación no puede haber vida, y sin vida la liberación no es nada. Nosotros, discípulos de este hombre y Dios que es Jesús y que nos ha traído la LIBERTAD, no podemos reducir su misión, su tarea y su mensaje a una "simple religión", como muchas veces hemos hecho. Hace ya años que Loisy hizo su afirmación; "Jesús predicaba el Reino de Dios y llegó la Iglesia", y en cierto sentido la polémica aún sigue en pie. En la Iglesia hay muchos que, a veces, son más eclesiásticos que eclesiales, más preocupados por sí mismos que por su misión. Y no podemos olvidar que la Iglesia es el medio, y el Reino la meta final. La Iglesia está al servicio del Reino y, por tanto, no se puede absolutizar ni cerrar en sí misma. Esta semana de Cristo Rey, recordemos una vez más cómo es su Reino y cuál es nuestra responsabilidad en él. Y, como Iglesia, busquemos el Reino de Dios y justicia, con la convicción de que todo lo demás se nos dará por añadidura (Luis Gracieta).
El mar, en la Escritura es símbolo del abismo, del caos, de la maldad. De él surgen cuatro bestias que detentarán el poder en el mundo. Pero de esas bestias no puede esperarse ni la salvación ni la paz. Lo único que hacen es destruir, pisotear, triturar a las naciones y llenarse el hocico de sangre inocente. Y Dios se encarga de destituirlos y despojarlos de su poder. Pero a una bestia, que además de hacer todos esos males profiere blasfemias, se ordena matarla, descuartizarla y echarla al fuego. Recordemos que todo poder viene de Dios, de lo alto, no de lo bajo, de la maldad. Y quien ha sido puesto por Dios para regir al pueblo no puede dedicarse a destruir a los suyos. Todo reino es pasajero; sólo Aquel como Hijo de Hombre, que no viene del abismo sino entre las nubes del cielo, Aquel que procede de Dios y ha puesto su morada entre nosotros, posee un Reino que jamás será destruido, pues no actuará sino bajo la guía del Espíritu del mismo Dios. Quienes pertenecemos al Reino y Familia de Dios, no vivamos como destructores de la paz y de la dignidad de nuestro prójimo. Más aún: si tenemos algún poder en la tierra, sepamos que no lo hemos recibido de los hombres sino de Dios; y por tanto no queramos llamarnos cristianos para después, cobijados por el poder, dedicarnos a destruir a quienes nos fueron confiados o a quienes se oponen a nuestros intereses.
Dice el Catecismo 2816: “El Reino de Dios está ante nosotros. Se aproxima en el Verbo encarnado, se anuncia a través de todo el Evangelio, llega en la muerte y la Resurrección de Cristo. El Reino de Dios adviene en la Última Cena y por la Eucaristía está entre nosotros. El Reino de Dios llegará en la gloria cuando Jesucristo lo devuelva a su Padre: ‘El reino de Dios implica por tanto en cada uno de nosotros un compromiso personal que nos debe llevar a buscarlo con todas nuestras fuerzas: es la perla escondida y el tesoro que requiere venderlo todo para comprarlos. Eso quiere decir que en nuestra vida todo lo debemos enfocar a cumplir la Voluntad de Dios, que se nos manifiesta a través de las circunstancias concretas en que Dios nos ha colocado y que debemos seguir con generosidad, olvidándonos de nosotros mismos, pues con egoísmo no entramos.
Todos los días le pedimos a nuestro Padre Dios: "venga a nosotros tu reino", pero sólo lo podemos decir con verdad si nuestro corazón es puro y queremos que verdaderamente Èl reine en nosotros.
El que se conserva puro en sus acciones, sus pensamientos y sus palabras, puede decir a Dios: '¡Venga tu Reino!' (San Cirilo de Jerusalén, catech. myst. 5, 13)”.
Con la ayuda de nuestra Madre, Reina, podremos luchar y esforzarnos para vivir como súbditos de Cristo Rey y llegar a poseer el Reino que Él nos ha prometido si nos esforzamos.
2. Dan. 3, 75-81. Todo debe unirse a la alabanza hecha al Nombre de Dios, pues Él se ha convertido en nuestro Salvador. Si toda la tierra ha contemplado la Victoria de nuestro Dios, que todas las naciones bendigan su Santo Nombre. Aquella armonía, perdida a causa del pecado, ahora vuelve a acompañarnos a través de nuestra vida, pues el Señor nos ha dado su paz. A nosotros corresponde conservar e incrementar esa convivencia serena con todas las criaturas y no destruirlas a causa de nuestros intereses mezquinos. Todo está al servicio del hombre, pero debe ser utilizado, no como una explotación enriquecedora egoístamente, sino con la responsabilidad que nos lleva a respetar los recursos de la naturaleza, que Dios ha puesto en nuestras manos. Así, por medio del hombre redimido, la redención de Cristo alcanza a todas las criaturas que, unidas al hombre, bendicen al Señor.
3.- Lc 21,29-33. a) Jesús toma una comparación de la vida del campo para que sus oyentes entiendan la dinámica de los tiempos futuros: cuando la higuera empieza a echar brotes, sabemos que la primavera está cercana. Así, los que estén atentos comprenderán a su tiempo "que está cerca el Reino de Dios", porque sabrán interpretar los signos de los tiempos. Algunas de las cosas que anunciaba Jesús, como la ruina de Jerusalén, sucederán en la presente generación. Otras, mucho más tarde. Pero "sus palabras no pasarán".
b) Jesús inauguró ya hace dos mil años el Reino de Dios. Pero todavía está madurando, y no ha alcanzado su plenitud. Eso nos lo ha encomendado a nosotros, a su Iglesia, animada en todo momento por el Espíritu. Como el árbol tiene savia interior, y recibe de la tierra su alimento, y produce a su tiempo brotes y luego hojas y flores y frutos, así la historia que Cristo inició. No hace falta que pensemos en la inminencia del fin del mundo. Estamos continuamente creciendo, caminando hacia delante. Cayó Jerusalén. Luego cayó Roma. Más tarde otros muchos imperios e ideologías. Pero la comunidad de Jesús, generación tras generación, estamos intentando transmitir al mundo sus valores, evangelizarlo, para que el árbol dé frutos y la salvación alcance a todos. Permanezcamos vigilantes. En el Adviento, que empezamos mañana por la tarde, en vísperas del primer domingo, se nos exhortará a que estemos atentos a la venida del Señor a nuestra historia. Porque cada momento de nuestra vida es un "kairós", un tiempo de gracia y de encuentro con el Dios que nos salva (J. Aldazábal).
Jesús acaba de anunciar el «fin de Jerusalén» y, simbólicamente o realmente, el «fin del mundo»... sus venidas al mundo eran el presagio de su venida definitiva. Su gran preocupación es tratar de evitar a sus apóstoles toda angustia y pánico.
-Cuando empiece a suceder esto poneos derechos y alzad la cabeza... La Iglesia anda «encorvada» bajo el peso de las pruebas y de las persecuciones, Jesús le pide de enderezarse, de alzar la cabeza. Lo que, para mucha gente, aparece como una destrucción y un juicio terribles, para los creyentes, por el contrario, debe aparecer como el comienzo de la salvación...
-Porque vuestra redención está cerca. Esta palabra, tan frecuente en san Pablo (Co 1,30; Rm 3,24; 8,23; Col 1,14) sólo es usada en esas citas, y en ninguno de los evangelios. El término «redención» procede del latín «redemptio»; mejor sería traducirlo directamente del griego «apolutrôsis» por el término «liberación». "¡Vuestra liberación está cerca!" Señor, ayúdame a considerar todo acontecimiento de la historia, como una etapa que me acerca a la «liberación».
-Y les puso una comparación: Fijaos en la higuera o en cualquier otro árbol: Cuando echan brotes, os basta verlos, para saber que el verano ya está cerca. Me agrada esa comparación. Un árbol en primavera. ¿Qué hay de más hermoso?, ¿de más prometedor? Me imagino una higuera o un manzano lleno de brotes tiernos. Después del invierno es una promesa del verano. Guardo unos momentos esta imagen en mi imaginación. Para Jesús la cercanía del «fin» es un acercarse a la primavera. ¡El verano está cerca! La Pasión empezará dentro de unos días (Lc 22). Cuando esos sucesos anunciadores del fin de Jerusalén, del fin del mundo, de vuestro fin personal... comenzarán, ¡enderezaos, levantad la cabeza, porque vuestra liberación está cerca, viene el verano! Del mismo modo, también vosotros, cuando veáis que suceden todas estas cosas, sabed que el reino de Dios está cerca.
-«Los hombres se morirán de miedo en el temor de las desgracias que sobrevendrán en el mundo». «Vosotros, ¡enderezaos! ¡El Reino de Dios está cerca!» Prácticamente en Palestina no hay primavera, de tal modo es rápido el paso del invierno al verano: ¡toda la naturaleza florece de una vez! Con esto, Jesús da a sus amigos unas imágenes de la muerte... y del fin del mundo. De otra parte distingue netamente a los creyentes de los demás hombres que están espantados. Más que contestar a la pregunta de sus amigos sobre la fecha de la destrucción del Templo, Jesús les indica las actitudes que deben tomar. "De lo que estáis contemplando, días vendrán en los que no quedará piedra sobre piedra".
-Maestro, ¿cuándo sucederá?- Cuando esto suceda, enderezaos» La primera actitud ante los anuncios escatológicos, es... ¡la esperanza!
-El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán... La segunda actitud, es... ¡la confianza! La certeza de que Dios no puede fracasar, que las palabras divinas son sólidas, no son frágiles, ni caducas. En el DÍA de HOY, ¿dan los cristianos testimonio de esa seguridad tranquila de la que Jesús daba prueba, pocos días antes de su muerte? ¡Señor, danos una fe más sólida! (Noel Quesson).
Jesús utilizaba un lenguaje sumamente accesible para comunicar su mensaje. El objetivo de sus palabras no era enseñar complejas y doctas doctrinas, sino indicar donde irrumpía el Reino de Dios y cómo debía leerse la realidad. Esta forma de enseñar le traía gran simpatía entre el pueblo, que se congregaba en torno a él para escucharlo. En el pasaje que hoy leemos, Jesús indica de qué modo se deben interpretar los signos de los tiempos. Para ello usa una metáfora agrícola, fácilmente comprensible para su audiencia campesina. En ella se pone en evidencia cómo del mismo modo que un árbol anuncia sus frutos por medio de las flores y los retoños, de la misma manera la realidad muestra signos de lo venidero. No se trata de hacer cábalas para el futuro, sino de descubrir en el presente los signos de los acontecimientos venideros. La comparación que Jesús propone advierte al pueblo sobre los peligros que conlleva el asegurarse únicamente en las garantías que ofrece un gran templo -centro religioso y económico a la vez- y en la solidez militar de unas grandes murallas. Estas seguridades los volvían ciegos ante los signos del Reino que Dios suscitaba en medio de ellos. Ante la ceguera manifiesta de líderes oficiales y populares Jesús trata de mover la conciencia popular mediante su enseñanza. Su intención es despertar a la multitud para que perciba los signos de la destrucción en medio de las falsas seguridades. El tiempo demostraría que Jesús tenía razón, pero la multitud fue más propicia a la manipulación de sus líderes tradicionales, de izquierda y derecha, que a las enseñanzas del Maestro de Galilea. Hoy, se presentan muchos maestrillos que prometen la Zeca y la Meca. Envuelven a las multitudes en discursos seudoespirituales y en trabajosas terapias y dietas. Su intención puede que sea buena, pero se olvidan de lo fundamental: la realidad no es para ignorarla sino para transformarla. El ser humano no puede crecer de espaldas a su realidad comunitaria y social.
Dos pensamientos muy típicos de la literatura apocalíptica: el milenarismo y la predestinación. Sin embargo, el juicio se decide, fundamentalmente, por las obras que quedan evidentes en este momento de Revelación. Toda esta escena es de gran tensión y expectativa. Pareciera que el tiempo de castigo ha llegado y que nada quedará en pie. Sin embargo, lo que perdura, lo que resiste a “la cólera de Dios”, son las obras de los justos y la actitud de no haber adorado a la Bestia. La vida coherente, podríamos decir hoy. La fe se demuestra en obras, también podríamos decir. En definitiva, una vida creyente que se arriesga y se enfrenta al poder que se ha idolatrizado, una fe que solamente rinde culto al Dios de la Vida, y que no teme morir por vivir de acuerdo al evangelio. El juicio, empero, tiene un final que no se agota en la discriminación de los salvados o los condenados, sino que se abre a una nueva imagen, tan cargada de simbolismos como de emoción. La historia culmina en un Cielo Nuevo y una Tierra Nueva, es decir, en una total novedad de la creación. Todo es nuevo, todo está redimido, todo es puro y bueno. Ya no habrá más aguas contaminadas, ni tierra con desecho nuclear, ni aire carbonizado; ya no habrá más extinción de especies, ni recalentamiento del planeta; ya desapareció el agujero de Ozono o las radiaciones; ya no hay más niños deformes como conse cuencia de experimentos atómicos. Ahora TODO ES NUEVO. Pero no queda aquí la cosa. El final no es solamente la salvación o condenación de los mortales, ni tampoco la re-creación del cielo y la tierra. Hay más. Dios se casa con su pueblo. Todo el Amor, toda la Misericordia, toda la Vida, se desposa con su pueblo sufriente y expectante, y lo recibe en su alcoba, en donde descansará de tanto trajín. El pueblo, ese buscador de felicidad, por fin se ha encontrado con el Amado del Cantar de los Cantares, y ha quedado pleno de su Vida. ¿Podemos dejar de soñar y emocionarnos pensando en este momento? ¿No nos mueve la fe a creer que UN DIA todo esto puede ser posible? Y ante esta imagen no queda otra cosa que simplemente esperar que suceda. Porque nada de lo que vemos parece que esté llevando hacia este final. Al contrario. Los mercaderes de este tiempo parecen estar salvados de cualquier amenaza, nuestro hogar (la tierra) se ha transformado en un gran basurero, y Dios parece que se ha id o de nosotros. Frente a la Palabra de Dios del Apocalipsis y frente a la situación de vida, sólo nos queda creer, simple y crudamente, lo que Dios nos promete (servicio bíblico latinoamericano).
Un aforismo medieval dice: "Rey que no tiene amigo es como un mendigo". Esta vida no está hecha para solitarios. El cielo nuevo es para ser compartido. La tierra nueva es para ser labrada juntando las manos en la tarea de desbrozar la mala hierba. A esto se refiere lo de la higuera… En el evangelio se nos advierte, usando una comparación botánica, de la proximidad del reinado de Dios. Llama la atención el cambio respecto a los textos paralelos de Mateo y Marcos. Ellos hablan del fin del mundo. Lucas, en cambio, se refiere a la proximidad del reino en relación con la predicación de Jesús. El fragmento que meditamos hoy contiene, pues, una parábola (la de la higuera), una aplicación dos pequeños dichos de Jesús, traídos probablemente de otros contextos. Jesús invita a fijarnos en la higuera o en cualquier árbol de hoja caduca. Cuando observamos que echa brotes caemos en la cuenta de que la primavera está cerca. Si somos capaces de observar esto, también podemos saber que cuando sucedan "estas cosas" el reino de Dios está ya cerca. Se trata, pues, de una realidad que no irrumpe abruptamente sino que se va abriendo paso como la savia que hace brotar hojas nuevas en los árboles tras los rigores del invierno. Los dichos se refieren a la inminencia de este proceso ("antes que pase esta generación") y a la seriedad del mensaje que Jesús anuncia ("mis palabras no pasarán"). Hay que estar atentos a las señales de los tiempos y de los lugares; son elocuentes para indicarnos algo de la voluntad de Dios sobre nuestras vidas. El Concilio Vaticano II retomó con fuerza el tema de los "signos de los tiempos": "es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de los tiempos. Es necesario comprender el mundo en que vivimos, sus esperanzas, sus aspiraciones" (GS 4). En el fondo, no debemos esperar encontrar la fecha de cumplimientos de profecías viejas o premoniciones presentidas: es la cercanía o lejanía del Reino (v. 31) lo que nosotros podemos y debemos discernir de entre los signos de los tiempos (Josep Rius-Camps).
En Lc 21, 29-33 se habla de: Los signos de los tiempos que anuncias la cercanía del Reino, dentro del discurso apocalíptico de Jesús. Conviene ver la estructura de todo el discurso, para no perdernos. El texto de hoy responde al 'cuándo' sucederán todas estas cosas. Se hace una distinción entre la ‘cercanía’ del Reino de Dios (texto de hoy: vv. 29-33) y la ‘venida’ del Día del Hijo del Hombre (texto de mañana: vv. 34-36). La respuesta al cuando es diferente si se trata de la cercanía de Reino o si se trata del Día del Hijo del Hombre. No hay que confundir. La cercanía del Reino de Dios no es algo repentino e inesperado, sino un proceso histórico que se da a lo largo de todo el tiempo presente. Es necesario, sin embargo, descubrir los signos de su llegada. Jesús utiliza la imagen de la higuera y todos los árboles. Cuando echan brotes, el verano está cerca. Igualmente podemos discernir los signos que anuncian la llegada del Reino de Dios. Es lo que hoy llamamos los signos de los tiempos. También podemos discernir los signos de la llegada del Reino de Dios. La frase del v. 32 es desconcertante: "Les aseguro que antes que pase esta generación todo se cumplirá". 'Esta generación' puede ser la generación, posterior a la Resurrección de Jesús y antes de la Parusía. También puede tener el sentido, no cronológico sino teológico, de la generación de los que viven la cercanía del Reino de Dios. Sabemos que el Reino de Dios llegará en su plenitud con la Parusía de Jesús. El Apocalipsis de Juan nos dice claramente, que cuando Jesús se manifieste, resucitarán los mártires y reinarán mil años con Jesús (Ap 20, 1-6). Se trata de la realización sobre la tierra del Reino de Dios, mil años antes del Juicio final. El número 'mil' es simbólico, pero la realización del Reino es real e histórica, aunque trascendente, por estar más allá de la muerte de los mártires y mas allá de la Parusía de Jesús. Ahora bien, esa realización plena del Reino de Dios puede ser desde ahora adelantada y celebrada cada vez vivimos algo de ese Reino hoy en nuestra historia. Hay miles de acciones y testimonios donde ya vamos adelantando el Reino. Esa el la generación de los mártires que desde ya descubren la cercanía del Reino y tratan de vivirla en nuestro presente. Lo que se nos exige es estar atentos a los signos de los tiempos donde se hace visible esa cercanía del Reino de Dios. Es una actitud permanente de discernimiento.
Sobre la frase "la generación ésta”: según S. Jerónimo, aludiría a todo el género humano; según otros, al pueblo judío, o sólo a los contemporáneos de Jesús que verían cumplirse esta profecía en la destrucción de la ciudad santa. Fillion, considerando que en este discurso el divino Profeta se refiere paralelamente a la destrucción de Jerusalén y a los tiempos de su segunda Venida, aplica estas palabras en primer lugar a los hombres que debían ser testigos de la ruina de Jerusalén y del Templo, y en segundo lugar a la generación "que ha de asistir a los últimos acontecimientos históricos del mundo", es decir, a la que presencie las señales aquí anunciadas. En fin, según otra bien fundada interpretación, que no impide la precedente, "la generación ésta" es la de fariseos, escribas y doctores, a quienes el Señor acaba de dirigirse con esas mismas palabras en su gran discurso del capítulo anterior. Un notable estudio sobre este pasaje, publicado en "Estudios Bíblicos", de Madrid, ha observado que "el Discurso escatológico no tiene sino un solo tema central: el Reino de Dios, o sea, la Parusía en sus relaciones con el Reino de Dios. Que "la respuesta del Señor (Luc. 21, 8 ss.; Marc. 13, 5 ss.) como en Mat. (24, 4 ss.) y el cotejo de su demanda (de los apóstoles) con la del primer Evangelio, nos certifican que, efectivamente, de sólo ella principalmente se trata" y que "la intención primaria de la pregunta era la Parusía soñada", por lo cual "que el tiempo se refiere directamente a la Parusía es por demás manifiesto" y "en la parábola de la higuera se nos dice que cuando comience a cumplirse todo lo anterior a la Parusía veamos en ello un signo infalible de la cercanía del Triunfo definitivo del Reino"; que la expresión todo esto significa todo lo descrito antes de la Parusía; que el triunfo del Evangelio encontrará "toda clase de obstáculos y persecuciones directas o indirectas" y que a su vez "la generación esta" implica limitación, presencia actual, y "tiene siempre, en labios del Señor, sentido formal cualificativo peyorativo: los opuestos al Evangelio del Reino (como en el Ant. Test. los opuestos a los planes de Yahvé)". Cita al efecto los siguientes textos, en que Jesús se refiere a escribas, fariseos y saduceos: Mat. 11, 16; Luc. 7, 11; 12, 39; 41, 42, 45; Marc. 8, 12; Luc. 11, 29; 30, 31, 32; Mat. 16, 4; 17, 17; Marc. 9, 19; Luc. 9, 41; 23, 36; Luc. 11, 50, 51; Marc. 8, 38; Luc. 16, 8; 17, 25. Y concluye: "De todo lo cual parece deducirse que la expresión la generación esta es una apelación hecha para designar una colectividad enemiga, opuesta a los planes del Espíritu de Dios, que inicia la guerra al Evangelio ya desde sus comienzos (Mat. 11, 12; Luc. 16, 16; Mat. 23, 13; Juan 9, 22, 34, 35 y en general a través de todo el Evangelio); el "semen diaboli" (Gén. 3, 15; cf. Juan 8, 41, 44, 38, etc.), en su lucha con el "semen promissum" (Gén. 3, 15 comp. Gál. c. 3, especialmente 16 y 29)".
Ojalá y la Palabra de Dios llegue en nosotros a su cumplimiento. Pues sólo el hombre es el único capaz de evitar que esa Palabra se haga realidad entre nosotros. Cuando el hombre vive de espaldas a Dios, su Palabra, no cumplida en nosotros a causa de nuestra cerrazón a ella, en lugar de salvarnos se nos convertiría en Palabra que nos juzgue y condene. Y el Señor ha venido como Salvador, como Dios entrañablemente misericordioso para con nosotros. Ojalá y escuchemos hoy su voz y no endurezcamos nuestro corazón ante Él. Que la Iglesia de Cristo dé abundantes frutos de salvación, porque sus obras pongan de manifiesto la fecundidad del Espíritu, que ha sido derramado en nuestros corazones. Entonces, cuando el Señor llegue para llevarnos con Él, no seremos condenados, sino introducidos a su presencia para gozar eternamente de los bienes, que ha reservado a quienes le viven fieles. Hemos hecho caso al Señor que nos ha llamado para estar con Él en esta Eucaristía, banquete de su amor. Él nos convoca para que renovemos nuestra alianza que nos une a su Hijo con lazos más fuertes que los lazos de la alianza nupcial. Mediante la Eucaristía nosotros somos del Señor y Él es nuestro. Nosotros vivimos en Él y Él en nosotros. Él está en nosotros y nosotros en Él, como el Padre está en el Hijo y el Hijo en el Padre. Nosotros somos el Reino de Dios, por vivir unidos a Aquel que es Cabeza de La Iglesia, Reino y Familia de Dios. Nuestra vocación mira a anunciar la Buena Nueva de salvación a todos los hombres, mediante nuestras palabras, obras, actitudes y vida misma. Y el Señor nos reúne para recordarnos que no podemos vivir conforme a los criterios de poder de este mundo, sino conforme a lo que Él nos enseñó: El que de ustedes quiera ser grande, que se convierta en el servidor de todos, que tome su cruz de cada día y me siga, pues nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos. Y volveremos a nuestras labores diarias; y ahí será el tiempo y la hora de manifestarnos como redimidos del pecado y de la muerte, y no como esclavos de la maldad y de lo pasajero. Ojalá y no permanezcamos como varas secas, incapaces de producir frutos que alimenten la vida, sino que comencemos a manifestar con nuestras buenas obras no sólo que el Reino de Dios está cerca, sino dentro de nosotros. Que lo pasajero no embote nuestra mente, ni nuestro corazón, para que el día del Señor no nos tome desprevenidos. No vivamos con la mirada puesta en la tierra, en las riquezas que nos encadenan, en el mal uso del poder que nos hace destruir a los demás. Pongamos nuestra vida al servicio del amor fraterno; pues sólo entonces podremos decir que la Palabra de Dios se ha cumplido en nosotros y nos ha llevado a la Plenitud del Hijo de Dios. Que la Iglesia de Cristo se manifieste como una esposa digna, adornada con las virtudes que proceden de Dios, y guiada por el Espíritu Santo, y convertida en signo de salvación para todos los hombres. No dejemos que nos dominen los criterios del mundo, ni nos dejemos manipular por los poderes temporales. Que seamos un signo profético de Dios que llame a todos a vivir como hermanos y a trabajar para que nadie sea humillado, perseguido o destruido por quienes nos proclamamos como hijos de Dios, pues Dios no nos llamó para ser signos de muerte, sino de vida que haga que la salvación y el amor de Dios llegue a todos los hombres. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de vivir en un verdadero servicio a Dios, amándolo no sólo de rodillas en su presencia, sino sirviéndolo amorosa y fraternalmente en nuestros hermanos, especialmente en los más necesitados. Amén (www.homiliacatolica.org).
Una palabra eterna (Lc 21,33). Leemos en el Evangelio de Lucas esta expresión del Señor: El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. Permanecerán porque fueron pronunciadas por Dios para cada hombre, para cada mujer que viene a este mundo. Jesucristo sigue hablando, y sus palabras, por ser divinas, son siempre actuales. Toda la Escritura anterior a Cristo adquiere su sentido exacto a la luz de la figura y de la predicación del Señor. Él es quien descubre el profundo sentido que se contiene en la revelación anterior. Los judíos que se negaron a aceptar el Evangelio se quedaron como con un cofre con un gran tesoro adentro, pero sin la llave para abrirlo. Desde siempre la Iglesia ha recomendado su lectura y meditación, principalmente del Nuevo Testamento, en el que siempre encontramos a Cristo que sale a nuestro encuentro. Unos pocos minutos diariamente nos ayudan a conocer mejor a Jesucristo, a amarle más, pues sólo se ama lo que se conoce bien.
Cuando en el Evangelio de la Misa leemos hoy que el cielo y la tierra pasarán, pero no sus palabras, nos señala de algún modo que en ellas se contiene toda la revelación de Dios a los hombres: la anterior a su venida, porque tiene valor en cuanto hace referencia a Él, que la cumple y clarifica; y la novedad que Él trae a los hombres, indicándoles con claridad el camino que han de seguir. Jesucristo es la plenitud de la revelación de Dios a los hombres. Cuántas veces hemos pedido a Jesús luz para nuestra vida con las palabras -Ut videam!, Que vea, Señor- de Bartimeo: o hemos acudido a su misericordia con las del publicano: ¡Oh Dios, apiádate de mí que soy un pecador! ¡Cómo salimos confortados después de ese encuentro diario con Jesús en el Evangelio!
Cuando la vida cristiana comienza a languidecer, es necesario un diapasón que nos ayude a vibrar de nuevo. ¡Cuántas veces la meditación de la Pasión de Nuestro Señor, ha sido como una enérgica llamada a huir de esa vida menos vibrante, menos heroica! No podemos pasar las páginas del Evangelio como si fuera un libro cualquiera. Su lectura, dice San Cipriano, es cimiento para edificar la esperanza, medio para consolidar la fe, alimento de la caridad, guía que indica el camino... (Tratado sobre la oración). Acudamos amorosamente a sus páginas, y podremos decir con el Salmista: Tu palabra es para mis pies una lámpara, la luz de mi sendero (Salmo 118,105: F. Fernández Carvajal).
Nos interesan mucho los pronósticos. Ponemos atención al reporte del clima para saber si saldremos o no al campo. A los aficionados, el de la Liga de fútbol. A los empresarios, el de la Bolsa de valores. ¡Qué previsores! Nos gusta saber todo con antelación para estar preparados. Jesucristo ya lo había constatado hace 2000 años, cuando no había ni telediarios, no existía el fútbol, ni mucho menos la Bolsa de Valores. Pero los hombres de entonces, ya sabían cuándo se acercaba el verano, porque veían los brotes en los árboles. Nuestra vida se mueve entre una historia (el pasado) y un proyecto (el futuro). La invitación del Señor es a estar preparados para lo que nos aguarda, con atención a los signos de los tiempos. A aprender de las lecciones del pasado, con optimismo y deseo de superación. Pero, sobre todo, a vivir intensamente el presente, el único instante que tenemos en nuestras manos para construir. No lo podemos perder lamentándonos por los errores del pasado y, menos aún, temiendo lo que puede llegar en el porvenir. El mejor camino para afrontar el futuro es aprovechar el momento presente. Seamos previsores, ¡invirtamos y apostemos hoy por la vida eterna! (Ignacio Sarre).
Lectura de la profecía de Daniel 7,2-14. Yo, Daniel, tuve una visión nocturna: los cuatro vientos del cielo agitaban el océano. Cuatro fieras gigantescas salieron del mar, las cuatro distintas. La primera era como un león con alas de águila; mientras yo miraba, le arrancaron las alas, la alzaron del suelo, la pusieron de pie como un hombre y le dieron mente humana. La segunda era como un oso medio erguido, con tres costillas en la boca, entre los dientes. Le dijeron: -«¡Arriba! Come carne en abundancia.» Después vi otra fiera como un leopardo, con cuatro alas de ave en el lomo y cuatro cabezas. Y le dieron el poder. Después tuve otra visión nocturna: una cuarta fiera, terrible, espantosa, fortísima; tenía grandes dientes de hierro, eón los que corma y descuartizaba, y las sobras las pateaba con las pezuñas. Era diversa de las fieras anteriores, porque tenía diez cuernos. Miré atentamente los cuernos y vi que entre ellos salía otro cuerno pequeño; para hacerle sitio, arrancaron tres de los cuernos precedentes. Aquel cuerno tenía ojos humanos y una boca que profería insolencias. Durante la visión, vi que colocaban unos tronos, y un anciano se sentó; su vestido era blanco como nieve, su cabellera como lana limpísima; su trono, llamas de fuego; sus ruedas, llamaradas. Un río impetuoso de fuego brotaba delante de él. Miles y miles le servían, millones estaban a sus órdenes. Comenzó la sesión y se abrieron los libros. Yo seguia mirando, atraído por las insolencias que profería aquel cuerno; hasta que mataron a la fiera, la descuartizaron y la echaron al fuego. A las otras fieras les quitaron el poder, dejándolas vivas una temporada. Mientras miraba, en la visión nocturna vi venir en las nubes del cielo como un hijo de hombre, que se acercó al anciano y se presentó ante él. Le dieron poder real y dominio; todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin.
Salmo responsorial Dn 3,75.76.77.78.79.80.81. R. Ensalzadlo con himnos por los siglos.
Montes y cumbres, bendecid al Señor.
Cuanto germina en la tierra, bendiga al Señor.
Manantiales, bendecid al Señor.
Mares y ríos, bendecid al Señor.
Cetáceos y peces, bendecid al Señor.
Aves del cielo, bendecid al Señor.
Fieras y ganados, bendecid al Señor.
Evangelio según san Lucas 21,29-33. En aquel tiempo, expuso Jesús una parábola a sus discípulos: -«Fijaos en la higuera o en cualquier árbol: cuando echan brotes, os basta verlos para saber que el verano está cerca. Pues, cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que está cerca el reino de Dios. Os aseguro que antes que pase esta generación todo eso se cumplirá. El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán.»
Comentario: 1.- Dn 7,2-14. a) Cambia el panorama con respecto a los días anteriores: ahora es Daniel quien tiene una "visión nocturna", llena de simbolismos extraños. Esta vez son cuatro animales -como hace unos días eran cuatro materiales de construcción de una estatua- los que describen los cuatro imperios sucesivos: el babilonio, el de los medos, el de los persas y el griego, de Alejandro y sus sucesores seléucidas, con sus "diez cuernos", tantos como reyes de aquella dinastía. También aquí se detiene más el vidente en el reinado último, el de Antíoco, su contemporáneo, al que describe como más cruel y feroz que nadie. Pero lo importante no es la ferocidad de esos imperios, sino la visión que viene a continuación: el trono de Dios, los miles y miles de seres que le aclaman y, finalmente, la aparición de "una especie de hombre que viene entre las nubes del cielo: a él se le dio poder, honor y reino. Su reino no acabará".
b) De aquí viene el nombre de "Hijo del Hombre" referido en lo sucesivo al futuro Mesías, y que al mismo Jesús le gustaba aplicarse. "Una especie de hombre", "uno con la apariencia de hombre". "un hijo de hombre". Es un nombre que los evangelios dan más de ochenta veces a Jesús. Jesús, el Mestas, es el que sabe interpretar la historia, el que -como dirá el Apocalipsis- puede "abrir los sellos del libro", el que recibe el reino perpetuo y aparecerá al final como Juez supremo de la humanidad. La lectura de Daniel nos ayuda a situarnos en una actitud de mirada profética hacia el futuro, al final de los tiempos, con el reinado universal y definitivo de Cristo, el Triunfador de la muerte, como celebramos el domingo pasado en la solemnidad de Cristo, Rey del Universo, y que seguiremos haciendo durante el Adviento. Terminamos el año litúrgico con la mirada fija en Cristo Jesús. Es la dirección justa, la que da sentido a nuestro camino.
El capítulo VII de Daniel, que meditamos hoy y meditaremos mañana sábado, es el más importante de toda la apocalipsis bíblica. Por la deslumbrante riqueza de las imágenes, por el potente hábito profético, por la profundidad teológica de los temas... anuncia directamente el Apocalipsis de san Juan. Leyendo esas palabras ardientes, no olvidemos que Jesús, delante del tribunal del Sumo sacerdote, Caifás -quien conocía también esa profecía- aplicó este texto a Sí mismo, reivindicando así la «igualdad con Dios»... tomando el título de «Hijo del hombre»... anunciando su «venida sobre las nubes del cielo». Y esto le valdrá su condenación a muerte por blasfemo.
-La noche... Tuve una visión: cuatro vientos del cielo... El gran mar... Cuatro bestias enormes: un león... un oso... un leopardo... una bestia con diez cuernos y con dientes de hierro... No nos apresuremos a pasar por alto esas imágenes, tachándolas de infantiles. Se expresa en ellas una profunda filosofía de la Historia: la sucesión de los reinos terrestres ateos -que no reconocen al verdadero Dios- es una sucesión de regímenes inhumanos, en los que la crueldad y el dominio se ejercen en detrimento de los hombres. Daniel sabía algo de ello puesto que vivía bajo el terrible reino de Antíoco Epifanes, el cual quería doblegar a todo el pueblo e imponerle un modo de vida... falto de respeto por la libertad y la dignidad profunda del hombre. La tentación de «dominar», de «aplastar», de "doblegar", de «imponer», de «asustar», de "usar la fuerza"... ¿se encuentra también de algún modo en mí? En la vida conyugal, en la vida profesional, en las discusiones y conversaciones, en las tomas de posición, en las relaciones humanas... ¿Cómo me comporto? ¿Amor o fuerza? ¿Diálogo o certidumbre sectaria? ¿Búsqueda paciente con los demás... o imposición de mi punto de vista? La tentación del «poder», la dialéctica del «amo y del esclavo» llega hasta aquí. No se da sólo en las relaciones económicas, se encuentra ya «en el corazón del hombre». Cambia, Señor, nuestros corazones y mentalidades.
-Continué mirando y vi unos tronos dispuestos y «un Anciano» se sentó... El tribunal se sentó también y se abrieron los libros: la «bestia» fue muerta... Y a las otras bestias se les quitó el dominio... Es el Juicio de Dios sobre la Historia. Daniel anuncia el próximo fin de los «grandes Imperios» terrestres, el último de los cuales tiraniza al pueblo de Dios. «A las otras bestias se les quitó el dominio». Si esto fuese verdad, Señor! ¡Si fuese verdad que los poderes humanos nunca más fuesen «malos» y no abusasen nunca más de su fuerza! Por desgracia, sabemos que la Historia vuelve a empezar. Pero el Juicio también comienza de nuevo, permanentemente. Cambia nuestros corazones, Señor.
-Yo seguía mirando y vi venir sobre las nubes del cielo, como un Hijo de hombre. ¡He ahí la verdadera «esperanza»! No solamente una liberación política o económica, por necesaria que ésta sea... sino una liberación interior, el "reino de Dios" mediante de un «Hijo del hombre".
-A El se le dio "el imperio, el honor y el reino": todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno y nunca pasará. Tú, Señor Jesús, has reivindicado ser ese «Hijo de hombre»... que viene "sobre las nubes del cielo" lo que es propio de los seres celestes. El viene más del cielo que de la tierra. Ya no es un «mesías», solamente terrestre, cuyo "reino" no es como los demás. «Si mi reino fuese de este mundo, mis soldados hubiesen luchado por mí, a fin de que no fuese yo entregado» (Jn 18,36).
- Y sin embargo, es «como» un hijo de hombre, ¡pobre y sufriente! (Noel Quesson).
Esta semana es como una glosa del Evangelio del domingo, Cristo Rey… Tenemos que reconocer y aceptar, de una vez por todas, que el Reinado de Cristo no es un reinado etéreo, reducido al ámbito de lo meramente psicológico e individual, sino que es una realidad que pretende conseguir la transformación radical del mundo. Cristo es un Rey Liberador, porque nos libera (si nos dejamos, por supuesto) de todo aquello que nos impida ser realmente hombres: -Frente al afán consumista que nos desvela y nos impide vivir con una relativa paz, Jesús nos recuerda que los ricos ya han recibido su consuelo (Lc 6, 24), que quien pone el valor de su vida en lo que posee es un insensato (Lc 12, 19-20). El hombre vale por lo que vale aquello a lo que se ata; si se ata a las cosas que se pagan, su precio es el dinero. Jesús nos enseña a buscar el Reino y su justicia.
-Frente a las estructuras que intentan reducir al hombre a un producto en serie, Jesús deja bien claro que leyes y estructuras están al servicio del hombre y no al revés; el testimonio evangélico no se da a base de una buena organización: "destruid este templo, y en tres días lo reedificaré" (Jn 2,19); el Espíritu y la libertad, no las leyes, son la base de la actuación del hombre.
-Frente a los prejuicios que destruyen la paz del hombre, Jesús no tiene inconveniente en comer con publicanos y pecadores sin hacer caso de las críticas de "los buenos" (Mc 2,15), o en hablar con los samaritanos (Jn 4,6-9), las mujeres (Lc 8,1-3) y los extranjeros (Mc 7,31).
-Frente a la violencia que siembra de sangre la geografía de nuestro planeta, Jesús nos propone la libertad de quien es capaz de romper con la espiral de violencia, que nunca termina, y devuelve bien por mal (Mt 5,28 ss). Cuando llegó el caso, Jesús supo atacar, pero sin odio ni violencia, que es lo que esclaviza al hombre.
-Frente al miedo que paraliza al hombre y lo reduce a una marioneta, Jesús propone la libertad del amor; ni miedo a Dios, porque es Padre bueno; ni miedo a los hombres, porque son hermanos; el cristiano no puede tener miedo a nada ni a nadie, porque sabe que es Dios mismo quien dirige la historia hacia su culminación universal (Lc 12, 32); ni tan siquiera a la muerte, porque Cristo ha triunfado sobre ella.
-Frente a la esclavitud de buscar el éxito fácil, tan frecuente en nuestro tiempo, Jesús propone buscar el único éxito que merece la pena: el del Reino de Dios; ante la posibilidad de convertir piedras en panes, Jesús recuerda que no sólo de pan vive el hombre, sino de la Palabra de Dios (Mt 4, 3ss). Los éxitos fáciles lo más que consiguen es ser respuesta a necesidades inmediatas; ahora bien, el hombre se encadena a la primera solución que se presente, arreglando así una pequeña parte de su problema, y no le queda ya más libertad para hacer frente a las cosas en su profundidad.
-Frente a la esclavitud del mal, en cualquiera de sus formas, Jesús se presenta como el liberador que trae el Reino del bien y da a los suyos la posibilidad de seguir haciendo el bien: pecado, enfermedad, demonios, soledad..., de todo ello queda libre el hombre que, con confianza, se pone en manos de Jesús. Es cierto que Jesús no hace desaparecer el mal "como por arte de magia"; pero Jesús se revela como el Señor que domina el mal, que puede darle una solución, una respuesta, una salida.
-Frente a la esclavitud del sufrimiento, Jesús anuncia la llegada del día en el que los ciegos vean, los cojos caminen, los sordos oigan, los encarcelados vean la luz del sol, los pobres escuchen la buena noticia (Lc 4, 16-21); es verdad que el sufrimiento no ha desaparecido, que sigue siendo cosecha abundante en nuestro mundo; pero ahora vemos hasta dónde puede conducir, cuál es su valor y su sentido y qué es lo que ha ocurrido con el sufrimiento en el mundo.
-Frente a la esclavitud de la muerte, que se enseñorea de todos los hombres, antes o después, quieran o no quieran, Pablo nos recuerda que el bautizo que nos vinculaba a la muerte de Jesús nos sepultó con él para que, así como él resucitó triunfando sobre la muerte y rompiendo definitivamente sus cadenas, también nosotros podamos empezar una vida nueva, una vida sin verdadera muerte (Rm 6,3-4).
-Frente a la esclavitud de ver el mundo sin futuro, sin salida, nosotros afirmamos en nuestra fe que Jesús ha dado comienzo a un mundo nuevo en el que ya no habrá ni luto, ni llanto, ni muerte, ni dolor pues lo de antes ha pasado y Dios lo hace todo nuevo (Ap 21,3-5). Los sufrimientos de la condición humana son los sufrimientos de un alumbramiento, el cual debe dar a luz una vida nueva y sin fin; nuestras penalidades y sacrificios no nos llevan al sinsentido y al absurdo, sino a la liberación y a la consecución de una vida nueva (Mc 13,8).
Jesús es el liberador soberano y universal; su Reino es un Reino de libertad y vida; sin liberación no puede haber vida, y sin vida la liberación no es nada. Nosotros, discípulos de este hombre y Dios que es Jesús y que nos ha traído la LIBERTAD, no podemos reducir su misión, su tarea y su mensaje a una "simple religión", como muchas veces hemos hecho. Hace ya años que Loisy hizo su afirmación; "Jesús predicaba el Reino de Dios y llegó la Iglesia", y en cierto sentido la polémica aún sigue en pie. En la Iglesia hay muchos que, a veces, son más eclesiásticos que eclesiales, más preocupados por sí mismos que por su misión. Y no podemos olvidar que la Iglesia es el medio, y el Reino la meta final. La Iglesia está al servicio del Reino y, por tanto, no se puede absolutizar ni cerrar en sí misma. Esta semana de Cristo Rey, recordemos una vez más cómo es su Reino y cuál es nuestra responsabilidad en él. Y, como Iglesia, busquemos el Reino de Dios y justicia, con la convicción de que todo lo demás se nos dará por añadidura (Luis Gracieta).
El mar, en la Escritura es símbolo del abismo, del caos, de la maldad. De él surgen cuatro bestias que detentarán el poder en el mundo. Pero de esas bestias no puede esperarse ni la salvación ni la paz. Lo único que hacen es destruir, pisotear, triturar a las naciones y llenarse el hocico de sangre inocente. Y Dios se encarga de destituirlos y despojarlos de su poder. Pero a una bestia, que además de hacer todos esos males profiere blasfemias, se ordena matarla, descuartizarla y echarla al fuego. Recordemos que todo poder viene de Dios, de lo alto, no de lo bajo, de la maldad. Y quien ha sido puesto por Dios para regir al pueblo no puede dedicarse a destruir a los suyos. Todo reino es pasajero; sólo Aquel como Hijo de Hombre, que no viene del abismo sino entre las nubes del cielo, Aquel que procede de Dios y ha puesto su morada entre nosotros, posee un Reino que jamás será destruido, pues no actuará sino bajo la guía del Espíritu del mismo Dios. Quienes pertenecemos al Reino y Familia de Dios, no vivamos como destructores de la paz y de la dignidad de nuestro prójimo. Más aún: si tenemos algún poder en la tierra, sepamos que no lo hemos recibido de los hombres sino de Dios; y por tanto no queramos llamarnos cristianos para después, cobijados por el poder, dedicarnos a destruir a quienes nos fueron confiados o a quienes se oponen a nuestros intereses.
Dice el Catecismo 2816: “El Reino de Dios está ante nosotros. Se aproxima en el Verbo encarnado, se anuncia a través de todo el Evangelio, llega en la muerte y la Resurrección de Cristo. El Reino de Dios adviene en la Última Cena y por la Eucaristía está entre nosotros. El Reino de Dios llegará en la gloria cuando Jesucristo lo devuelva a su Padre: ‘El reino de Dios implica por tanto en cada uno de nosotros un compromiso personal que nos debe llevar a buscarlo con todas nuestras fuerzas: es la perla escondida y el tesoro que requiere venderlo todo para comprarlos. Eso quiere decir que en nuestra vida todo lo debemos enfocar a cumplir la Voluntad de Dios, que se nos manifiesta a través de las circunstancias concretas en que Dios nos ha colocado y que debemos seguir con generosidad, olvidándonos de nosotros mismos, pues con egoísmo no entramos.
Todos los días le pedimos a nuestro Padre Dios: "venga a nosotros tu reino", pero sólo lo podemos decir con verdad si nuestro corazón es puro y queremos que verdaderamente Èl reine en nosotros.
El que se conserva puro en sus acciones, sus pensamientos y sus palabras, puede decir a Dios: '¡Venga tu Reino!' (San Cirilo de Jerusalén, catech. myst. 5, 13)”.
Con la ayuda de nuestra Madre, Reina, podremos luchar y esforzarnos para vivir como súbditos de Cristo Rey y llegar a poseer el Reino que Él nos ha prometido si nos esforzamos.
2. Dan. 3, 75-81. Todo debe unirse a la alabanza hecha al Nombre de Dios, pues Él se ha convertido en nuestro Salvador. Si toda la tierra ha contemplado la Victoria de nuestro Dios, que todas las naciones bendigan su Santo Nombre. Aquella armonía, perdida a causa del pecado, ahora vuelve a acompañarnos a través de nuestra vida, pues el Señor nos ha dado su paz. A nosotros corresponde conservar e incrementar esa convivencia serena con todas las criaturas y no destruirlas a causa de nuestros intereses mezquinos. Todo está al servicio del hombre, pero debe ser utilizado, no como una explotación enriquecedora egoístamente, sino con la responsabilidad que nos lleva a respetar los recursos de la naturaleza, que Dios ha puesto en nuestras manos. Así, por medio del hombre redimido, la redención de Cristo alcanza a todas las criaturas que, unidas al hombre, bendicen al Señor.
3.- Lc 21,29-33. a) Jesús toma una comparación de la vida del campo para que sus oyentes entiendan la dinámica de los tiempos futuros: cuando la higuera empieza a echar brotes, sabemos que la primavera está cercana. Así, los que estén atentos comprenderán a su tiempo "que está cerca el Reino de Dios", porque sabrán interpretar los signos de los tiempos. Algunas de las cosas que anunciaba Jesús, como la ruina de Jerusalén, sucederán en la presente generación. Otras, mucho más tarde. Pero "sus palabras no pasarán".
b) Jesús inauguró ya hace dos mil años el Reino de Dios. Pero todavía está madurando, y no ha alcanzado su plenitud. Eso nos lo ha encomendado a nosotros, a su Iglesia, animada en todo momento por el Espíritu. Como el árbol tiene savia interior, y recibe de la tierra su alimento, y produce a su tiempo brotes y luego hojas y flores y frutos, así la historia que Cristo inició. No hace falta que pensemos en la inminencia del fin del mundo. Estamos continuamente creciendo, caminando hacia delante. Cayó Jerusalén. Luego cayó Roma. Más tarde otros muchos imperios e ideologías. Pero la comunidad de Jesús, generación tras generación, estamos intentando transmitir al mundo sus valores, evangelizarlo, para que el árbol dé frutos y la salvación alcance a todos. Permanezcamos vigilantes. En el Adviento, que empezamos mañana por la tarde, en vísperas del primer domingo, se nos exhortará a que estemos atentos a la venida del Señor a nuestra historia. Porque cada momento de nuestra vida es un "kairós", un tiempo de gracia y de encuentro con el Dios que nos salva (J. Aldazábal).
Jesús acaba de anunciar el «fin de Jerusalén» y, simbólicamente o realmente, el «fin del mundo»... sus venidas al mundo eran el presagio de su venida definitiva. Su gran preocupación es tratar de evitar a sus apóstoles toda angustia y pánico.
-Cuando empiece a suceder esto poneos derechos y alzad la cabeza... La Iglesia anda «encorvada» bajo el peso de las pruebas y de las persecuciones, Jesús le pide de enderezarse, de alzar la cabeza. Lo que, para mucha gente, aparece como una destrucción y un juicio terribles, para los creyentes, por el contrario, debe aparecer como el comienzo de la salvación...
-Porque vuestra redención está cerca. Esta palabra, tan frecuente en san Pablo (Co 1,30; Rm 3,24; 8,23; Col 1,14) sólo es usada en esas citas, y en ninguno de los evangelios. El término «redención» procede del latín «redemptio»; mejor sería traducirlo directamente del griego «apolutrôsis» por el término «liberación». "¡Vuestra liberación está cerca!" Señor, ayúdame a considerar todo acontecimiento de la historia, como una etapa que me acerca a la «liberación».
-Y les puso una comparación: Fijaos en la higuera o en cualquier otro árbol: Cuando echan brotes, os basta verlos, para saber que el verano ya está cerca. Me agrada esa comparación. Un árbol en primavera. ¿Qué hay de más hermoso?, ¿de más prometedor? Me imagino una higuera o un manzano lleno de brotes tiernos. Después del invierno es una promesa del verano. Guardo unos momentos esta imagen en mi imaginación. Para Jesús la cercanía del «fin» es un acercarse a la primavera. ¡El verano está cerca! La Pasión empezará dentro de unos días (Lc 22). Cuando esos sucesos anunciadores del fin de Jerusalén, del fin del mundo, de vuestro fin personal... comenzarán, ¡enderezaos, levantad la cabeza, porque vuestra liberación está cerca, viene el verano! Del mismo modo, también vosotros, cuando veáis que suceden todas estas cosas, sabed que el reino de Dios está cerca.
-«Los hombres se morirán de miedo en el temor de las desgracias que sobrevendrán en el mundo». «Vosotros, ¡enderezaos! ¡El Reino de Dios está cerca!» Prácticamente en Palestina no hay primavera, de tal modo es rápido el paso del invierno al verano: ¡toda la naturaleza florece de una vez! Con esto, Jesús da a sus amigos unas imágenes de la muerte... y del fin del mundo. De otra parte distingue netamente a los creyentes de los demás hombres que están espantados. Más que contestar a la pregunta de sus amigos sobre la fecha de la destrucción del Templo, Jesús les indica las actitudes que deben tomar. "De lo que estáis contemplando, días vendrán en los que no quedará piedra sobre piedra".
-Maestro, ¿cuándo sucederá?- Cuando esto suceda, enderezaos» La primera actitud ante los anuncios escatológicos, es... ¡la esperanza!
-El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán... La segunda actitud, es... ¡la confianza! La certeza de que Dios no puede fracasar, que las palabras divinas son sólidas, no son frágiles, ni caducas. En el DÍA de HOY, ¿dan los cristianos testimonio de esa seguridad tranquila de la que Jesús daba prueba, pocos días antes de su muerte? ¡Señor, danos una fe más sólida! (Noel Quesson).
Jesús utilizaba un lenguaje sumamente accesible para comunicar su mensaje. El objetivo de sus palabras no era enseñar complejas y doctas doctrinas, sino indicar donde irrumpía el Reino de Dios y cómo debía leerse la realidad. Esta forma de enseñar le traía gran simpatía entre el pueblo, que se congregaba en torno a él para escucharlo. En el pasaje que hoy leemos, Jesús indica de qué modo se deben interpretar los signos de los tiempos. Para ello usa una metáfora agrícola, fácilmente comprensible para su audiencia campesina. En ella se pone en evidencia cómo del mismo modo que un árbol anuncia sus frutos por medio de las flores y los retoños, de la misma manera la realidad muestra signos de lo venidero. No se trata de hacer cábalas para el futuro, sino de descubrir en el presente los signos de los acontecimientos venideros. La comparación que Jesús propone advierte al pueblo sobre los peligros que conlleva el asegurarse únicamente en las garantías que ofrece un gran templo -centro religioso y económico a la vez- y en la solidez militar de unas grandes murallas. Estas seguridades los volvían ciegos ante los signos del Reino que Dios suscitaba en medio de ellos. Ante la ceguera manifiesta de líderes oficiales y populares Jesús trata de mover la conciencia popular mediante su enseñanza. Su intención es despertar a la multitud para que perciba los signos de la destrucción en medio de las falsas seguridades. El tiempo demostraría que Jesús tenía razón, pero la multitud fue más propicia a la manipulación de sus líderes tradicionales, de izquierda y derecha, que a las enseñanzas del Maestro de Galilea. Hoy, se presentan muchos maestrillos que prometen la Zeca y la Meca. Envuelven a las multitudes en discursos seudoespirituales y en trabajosas terapias y dietas. Su intención puede que sea buena, pero se olvidan de lo fundamental: la realidad no es para ignorarla sino para transformarla. El ser humano no puede crecer de espaldas a su realidad comunitaria y social.
Dos pensamientos muy típicos de la literatura apocalíptica: el milenarismo y la predestinación. Sin embargo, el juicio se decide, fundamentalmente, por las obras que quedan evidentes en este momento de Revelación. Toda esta escena es de gran tensión y expectativa. Pareciera que el tiempo de castigo ha llegado y que nada quedará en pie. Sin embargo, lo que perdura, lo que resiste a “la cólera de Dios”, son las obras de los justos y la actitud de no haber adorado a la Bestia. La vida coherente, podríamos decir hoy. La fe se demuestra en obras, también podríamos decir. En definitiva, una vida creyente que se arriesga y se enfrenta al poder que se ha idolatrizado, una fe que solamente rinde culto al Dios de la Vida, y que no teme morir por vivir de acuerdo al evangelio. El juicio, empero, tiene un final que no se agota en la discriminación de los salvados o los condenados, sino que se abre a una nueva imagen, tan cargada de simbolismos como de emoción. La historia culmina en un Cielo Nuevo y una Tierra Nueva, es decir, en una total novedad de la creación. Todo es nuevo, todo está redimido, todo es puro y bueno. Ya no habrá más aguas contaminadas, ni tierra con desecho nuclear, ni aire carbonizado; ya no habrá más extinción de especies, ni recalentamiento del planeta; ya desapareció el agujero de Ozono o las radiaciones; ya no hay más niños deformes como conse cuencia de experimentos atómicos. Ahora TODO ES NUEVO. Pero no queda aquí la cosa. El final no es solamente la salvación o condenación de los mortales, ni tampoco la re-creación del cielo y la tierra. Hay más. Dios se casa con su pueblo. Todo el Amor, toda la Misericordia, toda la Vida, se desposa con su pueblo sufriente y expectante, y lo recibe en su alcoba, en donde descansará de tanto trajín. El pueblo, ese buscador de felicidad, por fin se ha encontrado con el Amado del Cantar de los Cantares, y ha quedado pleno de su Vida. ¿Podemos dejar de soñar y emocionarnos pensando en este momento? ¿No nos mueve la fe a creer que UN DIA todo esto puede ser posible? Y ante esta imagen no queda otra cosa que simplemente esperar que suceda. Porque nada de lo que vemos parece que esté llevando hacia este final. Al contrario. Los mercaderes de este tiempo parecen estar salvados de cualquier amenaza, nuestro hogar (la tierra) se ha transformado en un gran basurero, y Dios parece que se ha id o de nosotros. Frente a la Palabra de Dios del Apocalipsis y frente a la situación de vida, sólo nos queda creer, simple y crudamente, lo que Dios nos promete (servicio bíblico latinoamericano).
Un aforismo medieval dice: "Rey que no tiene amigo es como un mendigo". Esta vida no está hecha para solitarios. El cielo nuevo es para ser compartido. La tierra nueva es para ser labrada juntando las manos en la tarea de desbrozar la mala hierba. A esto se refiere lo de la higuera… En el evangelio se nos advierte, usando una comparación botánica, de la proximidad del reinado de Dios. Llama la atención el cambio respecto a los textos paralelos de Mateo y Marcos. Ellos hablan del fin del mundo. Lucas, en cambio, se refiere a la proximidad del reino en relación con la predicación de Jesús. El fragmento que meditamos hoy contiene, pues, una parábola (la de la higuera), una aplicación dos pequeños dichos de Jesús, traídos probablemente de otros contextos. Jesús invita a fijarnos en la higuera o en cualquier árbol de hoja caduca. Cuando observamos que echa brotes caemos en la cuenta de que la primavera está cerca. Si somos capaces de observar esto, también podemos saber que cuando sucedan "estas cosas" el reino de Dios está ya cerca. Se trata, pues, de una realidad que no irrumpe abruptamente sino que se va abriendo paso como la savia que hace brotar hojas nuevas en los árboles tras los rigores del invierno. Los dichos se refieren a la inminencia de este proceso ("antes que pase esta generación") y a la seriedad del mensaje que Jesús anuncia ("mis palabras no pasarán"). Hay que estar atentos a las señales de los tiempos y de los lugares; son elocuentes para indicarnos algo de la voluntad de Dios sobre nuestras vidas. El Concilio Vaticano II retomó con fuerza el tema de los "signos de los tiempos": "es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de los tiempos. Es necesario comprender el mundo en que vivimos, sus esperanzas, sus aspiraciones" (GS 4). En el fondo, no debemos esperar encontrar la fecha de cumplimientos de profecías viejas o premoniciones presentidas: es la cercanía o lejanía del Reino (v. 31) lo que nosotros podemos y debemos discernir de entre los signos de los tiempos (Josep Rius-Camps).
En Lc 21, 29-33 se habla de: Los signos de los tiempos que anuncias la cercanía del Reino, dentro del discurso apocalíptico de Jesús. Conviene ver la estructura de todo el discurso, para no perdernos. El texto de hoy responde al 'cuándo' sucederán todas estas cosas. Se hace una distinción entre la ‘cercanía’ del Reino de Dios (texto de hoy: vv. 29-33) y la ‘venida’ del Día del Hijo del Hombre (texto de mañana: vv. 34-36). La respuesta al cuando es diferente si se trata de la cercanía de Reino o si se trata del Día del Hijo del Hombre. No hay que confundir. La cercanía del Reino de Dios no es algo repentino e inesperado, sino un proceso histórico que se da a lo largo de todo el tiempo presente. Es necesario, sin embargo, descubrir los signos de su llegada. Jesús utiliza la imagen de la higuera y todos los árboles. Cuando echan brotes, el verano está cerca. Igualmente podemos discernir los signos que anuncian la llegada del Reino de Dios. Es lo que hoy llamamos los signos de los tiempos. También podemos discernir los signos de la llegada del Reino de Dios. La frase del v. 32 es desconcertante: "Les aseguro que antes que pase esta generación todo se cumplirá". 'Esta generación' puede ser la generación, posterior a la Resurrección de Jesús y antes de la Parusía. También puede tener el sentido, no cronológico sino teológico, de la generación de los que viven la cercanía del Reino de Dios. Sabemos que el Reino de Dios llegará en su plenitud con la Parusía de Jesús. El Apocalipsis de Juan nos dice claramente, que cuando Jesús se manifieste, resucitarán los mártires y reinarán mil años con Jesús (Ap 20, 1-6). Se trata de la realización sobre la tierra del Reino de Dios, mil años antes del Juicio final. El número 'mil' es simbólico, pero la realización del Reino es real e histórica, aunque trascendente, por estar más allá de la muerte de los mártires y mas allá de la Parusía de Jesús. Ahora bien, esa realización plena del Reino de Dios puede ser desde ahora adelantada y celebrada cada vez vivimos algo de ese Reino hoy en nuestra historia. Hay miles de acciones y testimonios donde ya vamos adelantando el Reino. Esa el la generación de los mártires que desde ya descubren la cercanía del Reino y tratan de vivirla en nuestro presente. Lo que se nos exige es estar atentos a los signos de los tiempos donde se hace visible esa cercanía del Reino de Dios. Es una actitud permanente de discernimiento.
Sobre la frase "la generación ésta”: según S. Jerónimo, aludiría a todo el género humano; según otros, al pueblo judío, o sólo a los contemporáneos de Jesús que verían cumplirse esta profecía en la destrucción de la ciudad santa. Fillion, considerando que en este discurso el divino Profeta se refiere paralelamente a la destrucción de Jerusalén y a los tiempos de su segunda Venida, aplica estas palabras en primer lugar a los hombres que debían ser testigos de la ruina de Jerusalén y del Templo, y en segundo lugar a la generación "que ha de asistir a los últimos acontecimientos históricos del mundo", es decir, a la que presencie las señales aquí anunciadas. En fin, según otra bien fundada interpretación, que no impide la precedente, "la generación ésta" es la de fariseos, escribas y doctores, a quienes el Señor acaba de dirigirse con esas mismas palabras en su gran discurso del capítulo anterior. Un notable estudio sobre este pasaje, publicado en "Estudios Bíblicos", de Madrid, ha observado que "el Discurso escatológico no tiene sino un solo tema central: el Reino de Dios, o sea, la Parusía en sus relaciones con el Reino de Dios. Que "la respuesta del Señor (Luc. 21, 8 ss.; Marc. 13, 5 ss.) como en Mat. (24, 4 ss.) y el cotejo de su demanda (de los apóstoles) con la del primer Evangelio, nos certifican que, efectivamente, de sólo ella principalmente se trata" y que "la intención primaria de la pregunta era la Parusía soñada", por lo cual "que el tiempo se refiere directamente a la Parusía es por demás manifiesto" y "en la parábola de la higuera se nos dice que cuando comience a cumplirse todo lo anterior a la Parusía veamos en ello un signo infalible de la cercanía del Triunfo definitivo del Reino"; que la expresión todo esto significa todo lo descrito antes de la Parusía; que el triunfo del Evangelio encontrará "toda clase de obstáculos y persecuciones directas o indirectas" y que a su vez "la generación esta" implica limitación, presencia actual, y "tiene siempre, en labios del Señor, sentido formal cualificativo peyorativo: los opuestos al Evangelio del Reino (como en el Ant. Test. los opuestos a los planes de Yahvé)". Cita al efecto los siguientes textos, en que Jesús se refiere a escribas, fariseos y saduceos: Mat. 11, 16; Luc. 7, 11; 12, 39; 41, 42, 45; Marc. 8, 12; Luc. 11, 29; 30, 31, 32; Mat. 16, 4; 17, 17; Marc. 9, 19; Luc. 9, 41; 23, 36; Luc. 11, 50, 51; Marc. 8, 38; Luc. 16, 8; 17, 25. Y concluye: "De todo lo cual parece deducirse que la expresión la generación esta es una apelación hecha para designar una colectividad enemiga, opuesta a los planes del Espíritu de Dios, que inicia la guerra al Evangelio ya desde sus comienzos (Mat. 11, 12; Luc. 16, 16; Mat. 23, 13; Juan 9, 22, 34, 35 y en general a través de todo el Evangelio); el "semen diaboli" (Gén. 3, 15; cf. Juan 8, 41, 44, 38, etc.), en su lucha con el "semen promissum" (Gén. 3, 15 comp. Gál. c. 3, especialmente 16 y 29)".
Ojalá y la Palabra de Dios llegue en nosotros a su cumplimiento. Pues sólo el hombre es el único capaz de evitar que esa Palabra se haga realidad entre nosotros. Cuando el hombre vive de espaldas a Dios, su Palabra, no cumplida en nosotros a causa de nuestra cerrazón a ella, en lugar de salvarnos se nos convertiría en Palabra que nos juzgue y condene. Y el Señor ha venido como Salvador, como Dios entrañablemente misericordioso para con nosotros. Ojalá y escuchemos hoy su voz y no endurezcamos nuestro corazón ante Él. Que la Iglesia de Cristo dé abundantes frutos de salvación, porque sus obras pongan de manifiesto la fecundidad del Espíritu, que ha sido derramado en nuestros corazones. Entonces, cuando el Señor llegue para llevarnos con Él, no seremos condenados, sino introducidos a su presencia para gozar eternamente de los bienes, que ha reservado a quienes le viven fieles. Hemos hecho caso al Señor que nos ha llamado para estar con Él en esta Eucaristía, banquete de su amor. Él nos convoca para que renovemos nuestra alianza que nos une a su Hijo con lazos más fuertes que los lazos de la alianza nupcial. Mediante la Eucaristía nosotros somos del Señor y Él es nuestro. Nosotros vivimos en Él y Él en nosotros. Él está en nosotros y nosotros en Él, como el Padre está en el Hijo y el Hijo en el Padre. Nosotros somos el Reino de Dios, por vivir unidos a Aquel que es Cabeza de La Iglesia, Reino y Familia de Dios. Nuestra vocación mira a anunciar la Buena Nueva de salvación a todos los hombres, mediante nuestras palabras, obras, actitudes y vida misma. Y el Señor nos reúne para recordarnos que no podemos vivir conforme a los criterios de poder de este mundo, sino conforme a lo que Él nos enseñó: El que de ustedes quiera ser grande, que se convierta en el servidor de todos, que tome su cruz de cada día y me siga, pues nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos. Y volveremos a nuestras labores diarias; y ahí será el tiempo y la hora de manifestarnos como redimidos del pecado y de la muerte, y no como esclavos de la maldad y de lo pasajero. Ojalá y no permanezcamos como varas secas, incapaces de producir frutos que alimenten la vida, sino que comencemos a manifestar con nuestras buenas obras no sólo que el Reino de Dios está cerca, sino dentro de nosotros. Que lo pasajero no embote nuestra mente, ni nuestro corazón, para que el día del Señor no nos tome desprevenidos. No vivamos con la mirada puesta en la tierra, en las riquezas que nos encadenan, en el mal uso del poder que nos hace destruir a los demás. Pongamos nuestra vida al servicio del amor fraterno; pues sólo entonces podremos decir que la Palabra de Dios se ha cumplido en nosotros y nos ha llevado a la Plenitud del Hijo de Dios. Que la Iglesia de Cristo se manifieste como una esposa digna, adornada con las virtudes que proceden de Dios, y guiada por el Espíritu Santo, y convertida en signo de salvación para todos los hombres. No dejemos que nos dominen los criterios del mundo, ni nos dejemos manipular por los poderes temporales. Que seamos un signo profético de Dios que llame a todos a vivir como hermanos y a trabajar para que nadie sea humillado, perseguido o destruido por quienes nos proclamamos como hijos de Dios, pues Dios no nos llamó para ser signos de muerte, sino de vida que haga que la salvación y el amor de Dios llegue a todos los hombres. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de vivir en un verdadero servicio a Dios, amándolo no sólo de rodillas en su presencia, sino sirviéndolo amorosa y fraternalmente en nuestros hermanos, especialmente en los más necesitados. Amén (www.homiliacatolica.org).
Una palabra eterna (Lc 21,33). Leemos en el Evangelio de Lucas esta expresión del Señor: El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. Permanecerán porque fueron pronunciadas por Dios para cada hombre, para cada mujer que viene a este mundo. Jesucristo sigue hablando, y sus palabras, por ser divinas, son siempre actuales. Toda la Escritura anterior a Cristo adquiere su sentido exacto a la luz de la figura y de la predicación del Señor. Él es quien descubre el profundo sentido que se contiene en la revelación anterior. Los judíos que se negaron a aceptar el Evangelio se quedaron como con un cofre con un gran tesoro adentro, pero sin la llave para abrirlo. Desde siempre la Iglesia ha recomendado su lectura y meditación, principalmente del Nuevo Testamento, en el que siempre encontramos a Cristo que sale a nuestro encuentro. Unos pocos minutos diariamente nos ayudan a conocer mejor a Jesucristo, a amarle más, pues sólo se ama lo que se conoce bien.
Cuando en el Evangelio de la Misa leemos hoy que el cielo y la tierra pasarán, pero no sus palabras, nos señala de algún modo que en ellas se contiene toda la revelación de Dios a los hombres: la anterior a su venida, porque tiene valor en cuanto hace referencia a Él, que la cumple y clarifica; y la novedad que Él trae a los hombres, indicándoles con claridad el camino que han de seguir. Jesucristo es la plenitud de la revelación de Dios a los hombres. Cuántas veces hemos pedido a Jesús luz para nuestra vida con las palabras -Ut videam!, Que vea, Señor- de Bartimeo: o hemos acudido a su misericordia con las del publicano: ¡Oh Dios, apiádate de mí que soy un pecador! ¡Cómo salimos confortados después de ese encuentro diario con Jesús en el Evangelio!
Cuando la vida cristiana comienza a languidecer, es necesario un diapasón que nos ayude a vibrar de nuevo. ¡Cuántas veces la meditación de la Pasión de Nuestro Señor, ha sido como una enérgica llamada a huir de esa vida menos vibrante, menos heroica! No podemos pasar las páginas del Evangelio como si fuera un libro cualquiera. Su lectura, dice San Cipriano, es cimiento para edificar la esperanza, medio para consolidar la fe, alimento de la caridad, guía que indica el camino... (Tratado sobre la oración). Acudamos amorosamente a sus páginas, y podremos decir con el Salmista: Tu palabra es para mis pies una lámpara, la luz de mi sendero (Salmo 118,105: F. Fernández Carvajal).
Nos interesan mucho los pronósticos. Ponemos atención al reporte del clima para saber si saldremos o no al campo. A los aficionados, el de la Liga de fútbol. A los empresarios, el de la Bolsa de valores. ¡Qué previsores! Nos gusta saber todo con antelación para estar preparados. Jesucristo ya lo había constatado hace 2000 años, cuando no había ni telediarios, no existía el fútbol, ni mucho menos la Bolsa de Valores. Pero los hombres de entonces, ya sabían cuándo se acercaba el verano, porque veían los brotes en los árboles. Nuestra vida se mueve entre una historia (el pasado) y un proyecto (el futuro). La invitación del Señor es a estar preparados para lo que nos aguarda, con atención a los signos de los tiempos. A aprender de las lecciones del pasado, con optimismo y deseo de superación. Pero, sobre todo, a vivir intensamente el presente, el único instante que tenemos en nuestras manos para construir. No lo podemos perder lamentándonos por los errores del pasado y, menos aún, temiendo lo que puede llegar en el porvenir. El mejor camino para afrontar el futuro es aprovechar el momento presente. Seamos previsores, ¡invirtamos y apostemos hoy por la vida eterna! (Ignacio Sarre).
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