Adviento, primera semana, lunes: el Señor llama a nuestra puerta "El Señor reúne a todas las naciones en la paz eterna del reino de Dios”, por eso: "Vamos alegres a la casa del Señor”. Y ante el milagro del centurión proclama gozoso la universalidad de la salvación: "Vendrán muchos de oriente y occidente al reino de los cielos".
Isaías 2,1-5. Visión de Isaías, hijo de Amós, acerca de Judá y de Jerusalén: Al final de los días estará firme el monte de la casa del Señor, en la cima de los montes, encumbrado sobre las montañas. Hacia él confluirán los gentiles, caminarán pueblos numerosos. Dirán: "Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob: él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas; porque de Sión saldrá la ley, de Jerusalén, la palabra del Señor." Será el árbitro de las naciones, el juez de pueblos numerosos. De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra. Casa de Jacob, ven, caminemos a la luz del Señor.
Salmo: 121 ¡Qué alegría cuando me dijeron: / "Vamos a la casa del Señor"! / Ya están pisando nuestros pies / tus umbrales, Jerusalén.
Allá suben las tribus, / las tribus del Señor, / según la costumbre de Israel, / a celebrar el nombre del Señor; / en ella están los tribunales de justicia, / en el palacio de David.
Desead la paz a Jerusalén: / "Vivan seguros los que te aman, / haya paz dentro de tus muros, / seguridad en tus palacios."
Por mis hermanos y compañeros, / voy a decir: "La paz contigo." / Por la casa del Señor, nuestro Dios, / te deseo todo bien.
Mateo 8,5-11. En aquel tiempo, al entrar Jesús en Cafarnaún, un centurión se le acercó rogándole: "Señor, tengo en casa un criado que está en cama paralítico y sufre mucho." Jesús le contestó: "Voy yo a curarlo." Pero el centurión le replicó: "Señor, no soy quien para que entres bajo mi techo. Basta que lo digas de palabra, y mi criado quedará sano. Porque yo también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes; y le digo a uno: "Ve", y va; al otro: "Ven", y viene; a mi criado: "Haz esto", y lo hace." Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguían: "Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe. Os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos.
Comentario: 1. Is 2,1-5 (ver Adviento 1A). Durante las dos primeras semanas de Adviento, la Iglesia nos propondrá la meditación de las «profecías de Isaias», uno de los grandes testigos de la espera mesiánica, s.VIII a.C. Habitaba Jerusalén, la capital del país. Ha visto derrumbarse el Reino del Norte, Samaria, bajo los golpes de los Asirios, y siente venir la misma amenaza para el Reino del Sur. Es pues en el contexto histórico de una catástrofe inminente cuando el profeta anuncia la esperanza de un Mesías que aportará la paz. Sus pasajes serán anuncios de esperanza, de salvación, de futuro más optimista para el resto de Israel, para los demás pueblos, e incluso para todo el cosmos.
Comenta San Agustín: «Este monte fue una piedra pequeña que, al caer, llenó el mundo. Así lo describe Daniel. Acercáos al monte, subid a él, y quienes hayáis subido no descendáis. Allí estaréis seguros y protegidos. El monte que os sirve de refugio es Cristo» (Sermón 62, A 3, en Cartago hacia 399). Sión es la colina que domina la ciudad de Jerusalén. En la visión profética, Isaías contempla esa colina en el momento de la intervención salvífica de Dios al final de los tiempos. Desde la Iglesia se difunde el conocimiento de Dios y su palabra, que ilumina a los hombres y les indica el camino que han de seguir para lograr su salvación.
Empezamos con una proclama misionera y universalista. El profeta, que ve la historia desde los ojos de Dios, anuncia la luz y la salvación para todos los pueblos. Jerusalén será como el faro que ilumina a todos los pueblos. Un faro situado en una montaña alta, para que todos lo vean desde lejos. Dios quiere enseñar desde aquí sus caminos, y los pueblos se sentirán contentos y estarán dispuestos a seguir los caminos de Dios, la palabra salvadora que brotará de Jerusalén. Tanto judíos como paganos «caminarán a la luz del Señor» y formarán un solo pueblo. Otro rasgo positivo: habrá paz cuando suceda esto. De las espadas se forjarán arados; de las lanzas, podaderas. Son comparaciones que entiende bien el hombre del campo. Y nadie levantará la espada contra nadie. No habrá guerra. Y esto lo entendemos todos, con cierta envidia, porque tenemos experiencia de espadas levantadas, más o menos lejos de nosotros, en guerras fratricidas. (En la lectura alternativa de Isaías 4, que se puede leer en el ciclo A, también se proclama un mensaje que abre el corazón a la confianza. El plan de Dios, a pesar de la triste historia de su pueblo, que será desterrado por su propia culpa, es rescatar un «vástago», aludiendo inmediatamente al nacimiento del rey Ezequías, pero con una clara perspectiva mesiánica, y formar un «resto» de personas creyentes: purificarlas de sus faltas, limpiar las manchas de sangre, protegerlas de día como una nube refrescante, y de noche guiarlas como una columna de fuego, como en el desierto al pueblo que huía de Egipto. Qué hermosa imagen: Dios «refugio en el aguacero y cobijo en el chubasco» para todos).
-Aquel día, el «germen» que el Señor hará crecer será el honor y la gloria de los «supervivientes» de Israel. Y el «fruto de la tierra» será su honra y su corona. El Mesías es presentado como un «germen»: una potencia de vida, el comienzo de un proceso vital que se desarrollará... Una «pequeña semilla", dirá Jesús, que ¡«llegará a ser un gran árbol»! El Mesías es pues, a la vez, Jesús y la Iglesia; Jesús y la vida que sale de Jesús; Jesús como germen de todo lo que ha nacido de El. Gracias, Señor. ¡Mi vida viene de ti! El Mesías es también presentado como «un fruto de la tierra», no es un «cuerpo extraño» caído del cielo... es más bien el fruto de una lenta y larga germinación. Todo un pueblo lo ha preparado y esperado. Una mujer, una madre sobre todo lo ha preparado y esperado. Y desde ese primer día de Adviento, contemplamos esa preparación en el corazón y el cuerpo de María. ¿Qué voy a hacer, a mi vez, para preparar la venida de Cristo?
-Entonces, a los «restantes» de Sión, a los «supervivientes» de Jerusalén, se les llamará santos. La gloria del futuro rey sólo se revelará al pequeño grupo de los que habrán escapado del desastre... al pequeño resto de los supervivientes. De modo que hay que procurar aguantar, "sobrevivir". La vida cristiana no es tampoco una cosa fácil: es más bien un tratar de sobrevivir. Hay que aferrarse a la vida, perseverar, luchar contra las fuerzas contrarias. Ese tiempo de Adviento, ¿será para mí una ocasión de preparar mis energías? ¿de tomar algunas decisiones de sobrevivencia cristiana?
-Entonces vivirán... Cuando el Señor haya lavado la inmundicia de las hijas de Sión y, con viento justiciero... haya purificado Jerusalén de la sangre por ella derramada. Las perspectivas de felicidad y de gloria mesiánicas, sólo se realizarán después de una prueba purificadora. Encontramos aquí la opción fundamental de san Pablo en la Epístola a los Romanos: el Señor es quien salva... no es el hombre quien «se» salva... Netamente nos orientamos hacia una religión de "la salvación que Dios da", la que valoriza la prioridad de Dios. En general, ¿se siente el hombre moderno llevado preferentemente a un voluntarismo, un estoicismo: a ser el autor de su propia salvación, a conquistar su valer por su empeño y su valentía? Pero bien sabemos que esa actitud es vana. Concédenos, Señor, la gracia de ser acogedores; lávanos.... purifícanos... Haznos, Señor, disponibles a esa conversión que Tú quieres obrar en nosotros.
-Entonces, sobre la montaña de Sión, sobre las asambleas festivas, el Señor creará una nube... como dosel, una techumbre de follaje... que será protección contra el calor diurno y refugio y abrigo contra el temporal y la lluvia. Es el anuncio de la restauración de Jerusalén, después de la destrucción. Gozo, paz, paraíso. El Mesías aporta una expansión total y nueva. ¿Mi religión es de alegría? Un gozo que he de ir construyendo lentamente a través de la prueba (Noel Quesson).
Con gran fuerza poética describe Isaías el juicio de Yahvé contra su pueblo. Es la primera parte de nuestro texto: Is 2,6-22. La prosperidad material y la «seguridad» que le proporcionan las alianzas con los países extranjeros han dado origen a la soberbia, a la superstición y al lujo. En lugar de hacerse fuerte en Yahvé, tal como le exigía la alianza, ha buscado la seguridad en riquezas ilusorias: "su país está lleno de plata y oro, sus tesoros no tienen número, su país está lleno de caballos y sus carros no tienen número" (v 7). Son los típicos medios con los que el hombre busca su independencia de Dios, la autosalvación. La orgullosa autonomía del hombre es para Isaías el auténtico pecado de idolatría: con el oro y con la plata, con los pertrechos bélicos, el hombre intenta no tener necesidad de Dios, se autodiviniza. La idolatría efectiva no es sino la consagración religiosa de una actitud esencialmente impía. En esta primera parte del texto ocupa un lugar importante la descripción del día de Yahvé, incluida en un conjunto de sentencias entre las cuales destacan: el abajamiento del hombre; la exaltación de Dios (2,9.11.17); la pequeñez del hombre frente a la manifestación de Dios (2,10.19.21); rechazo de los ídolos (2,18.20). El día de Yahvé es un juicio contra la soberbia humana. Con el terror que el hombre experimenta delante de Dios que se manifiesta, el profeta pone en cuestión la vida humana como existencia autónoma. Lo que Isaías había experimentado en la vivencia de su vocación, ahora lo extiende a todos los hombres. Las creaciones de la naturaleza y de la cultura no son destruidas como tales, sino en la medida en que el hombre se sirve de ellas para aumentar su arrogancia, que le incapacita para ver que el único grande es Dios. La orgullosa autonomía del hombre es para Isaías la fuente de todos los pecados particulares y, por eso, la característica fundamental de la actitud antidivina. Pero el castigo, la destrucción y la muerte no son la última palabra de Dios. Es lo que quiere hacer comprender la segunda parte del texto (4,2-6). Yahvé volverá a estar con su pueblo como cuando le acompañaba a través del desierto. Se abre una perspectiva de salvación que estimula la fidelidad religiosa del resto íntegramente restaurado después de una prueba purificadora (F. Raurell).
Necesitamos acoger y recibir al Señor que quiere instalarse entre nosotros en esta Navidad. Aunque, como el centurión, podemos exclamar que no somos dignos de que el Señor venga a nosotros por las innumerables muertes que acontecen diariamente en muchos países de nuestro mundo a manos de insurrecciones o de regímenes totalitarios, etc. de los que no hemos de sentirnos ajenos, por la corrupción que reina en tantos estamentos, pero sobre todo, por la injusticia institucionalizada que socava los derechos de las grandes mayorías, los pobres, los sin voz y los menospreciados; estamos seguros de que la salvación que trae Jesús es para todos los que lo acojan con fe. Una voz de esperanza nos trae el profeta Isaías: su visión no es, para nosotros, la de un futuro lejano, porque ya se ha realizado plenamente en Jesús de Nazaret. Marchar por las sendas del Señor, seguir sus caminos, es un reto para nosotros hoy. El armamentismo se ha convertido en uno de los grandes problemas del mundo hoy, pero el profeta anuncia que cuando se acepte la presencia de Dios en medio de nosotros, no habrá más guerras, ninguna nación se alzará contra otra, ni se prepararán para la guerra. Tampoco se necesitarán las armas, y las que ya existen serán cambiadas por instrumentos para la labranza. El ideal de la paz que el Señor, ofrece a quienes confían en él, porque como dice el salmista: "Por amor a mis hermanos diré: la paz contigo". Sólo el amor y la justicia pueden traernos la paz, y en el Niño de Belén Dios se ha hecho persona humana para traernos esa paz tan anhelada.
La desgracia es interpretada como intervención de Dios, una intervención justa desde la concepción de la Alianza: Dios había prometido su favor y el pueblo se había comprometido a la fidelidad; rota una de las partes del trato, el trato (Alianza) quedó sin efecto, por lo que la destrucción de Jerusalén era un hecho. Sin embargo, no todos son tratados de la misma manera. Quedó un resto, un pequeño grupo, el verdadero pueblo de Dios, que se mantuvo fiel a la Alianza. Estos los que sufrieron antes los atropellos de los dirigentes, los que fueron expoliados y ultrajados en sus derechos, los que no contaban para el poder, los excluidos de siempre, que sin embargo no renegaron de Dios. Este grupo es protegido, un toldo caerá sobre ellos mientras que otros recibirán la destrucción. Serán protegidos del calor del caminar bajo el sol abrasador y del temporal que destruirá a los culpables. El resto por fin ve cumplida, para ellos, la Alianza. Han sufrido y no han desesperado, han sido despojados y no renegaron de Dios. Llega el Día de Yavé, día de justicia para todos. Para los destructores, llegará la destrucción; para los excluidos, llegará la protección y el amparo. Muchos que se consideraban del pueblo de Dios, recibirán la sorpresa del castigo, y muchos más, como el mismo centurión del evangelio, serán recibidos bajo la protección amorosa de Dios. Sin duda, un texto de esperanza para el "pequeño resto" (aunque en número sean multitud) de nuestro mundo, que espera la justicia de una vez por todas (servicio bíblico latinoamericano).
2. Luz. Orientación. Paz. Buena perspectiva. Empezamos con anuncios que alimentan nuestra confianza. Podemos cantar, con más razón que los mismos judíos, amantes de Jerusalén, su capital: «qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor». Si a ellos les produce alegría dirigir su mirada a la ciudad bien construida, a nosotros esa ciudad nos recuerda la comunidad eclesial y en definitiva a la Jerusalén del cielo, que encierra ahora todos los valores que Dios ha querido dar a la humanidad por su Hijo Jesús: paz, justicia, seguridad, cobijo. –El Salmo 121 era un canto de los peregrinos que se acercaban a Jerusalén. Allí, en la ciudad, en el templo, el piadoso israelita se ponía en contacto con Dios. Jerusalén es imagen del reino escatológico, al que suben todas las gentes. Por eso, al saber que ese reino viene, nos alegramos también nosotros preparándonos a la solemnidad de Navidad, que es como una pregustación del reino futuro. ¡Qué alegría cuando nos dijeron: vamos a la casa del Señor, a la Iglesia, a la celebración litúrgica! Deseamos que todos los hombres vengan a celebrar con nosotros ese culto, para prepararnos a recibir la salvación que Cristo nos ofrece a todos con su venida.
Así lo comentaba Juan Pablo II: “La oración que acabamos de escuchar y gustar es uno de los más hermosos y apasionados cánticos de las subidas. Se trata del salmo 121, una celebración viva y comunitaria en Jerusalén, la ciudad santa hacia la que suben los peregrinos. En efecto, al inicio, se funden dos momentos vividos por el fiel: el del día en que aceptó la invitación a "ir a la casa del Señor" (v. 1) y el de la gozosa llegada a los "umbrales" de Jerusalén (cf. v. 2). Sus pies ya pisan, por fin, la tierra santa y amada. Precisamente entonces sus labios se abren para elevar un canto de fiesta en honor de Sión, considerada en su profundo significado espiritual…
A ella suben "a celebrar el nombre del Señor" (v. 4) en el lugar que la "ley de Israel" (Dt 12,13-14; 16,16) estableció como único santuario legítimo y perfecto. En Jerusalén hay otra realidad importante, que es también signo de la presencia de Dios en Israel: son "los tribunales de justicia en el palacio de David" (v 5); es decir, en ella gobierna la dinastía davídica, expresión de la acción divina en la historia, que desembocaría en el Mesías (cf 2 S 7,8-16).
Se habla de "los tribunales de justicia en el palacio de David" (v. 5) porque el rey era también el juez supremo. Así, Jerusalén, capital política, era también la sede judicial más alta, donde se resolvían en última instancia las controversias: de ese modo, al salir de Sión, los peregrinos judíos volvían a sus aldeas más justos y pacificados. El Salmo ha trazado, así, un retrato ideal de la ciudad santa en su función religiosa y social, mostrando que la religión bíblica no es abstracta ni intimista, sino que es fermento de justicia y solidaridad. Tras la comunión con Dios viene necesariamente la comunión de los hermanos entre sí.
Llegamos ahora a la invocación final (cf vv 6-9). Toda ella está marcada por la palabra hebrea shalom, "paz", tradicionalmente considerada como parte del nombre mismo de la ciudad santa: Jerushalajim, interpretada como "ciudad de la paz". Como es sabido, shalom alude a la paz mesiánica, que entraña alegría, prosperidad, bien, abundancia. Más aún, en la despedida que el peregrino dirige al templo, a la "casa del Señor, nuestro Dios", además de la paz se añade el "bien": "te deseo todo bien" (v 9). Así, anticipadamente, se tiene el saludo franciscano: "¡Paz y bien!". Todos tenemos algo de espíritu franciscano. Es un deseo de bendición sobre los fieles que aman la ciudad santa, sobre su realidad física de muros y palacios, en los que late la vida de un pueblo, y sobre todos los hermanos y los amigos. De este modo, Jerusalén se transformará en un hogar de armonía y paz.
Concluyamos nuestra meditación sobre el salmo 121 con la reflexión de uno de los Santos Padres, para los cuales la Jerusalén antigua era signo de otra Jerusalén, también "fundada como ciudad bien compacta". Esta ciudad -recuerda san Gregorio Magno en sus Homilías sobre Ezequiel- "ya tiene aquí un gran edificio en las costumbres de los santos. En un edificio una piedra soporta la otra, porque se pone una piedra sobre otra, y la que soporta a otra es a su vez soportada por otra. Del mismo modo, exactamente así, en la santa Iglesia cada uno soporta al otro y es soportado por el otro. Los más cercanos se sostienen mutuamente, para que por ellos se eleve el edificio de la caridad. Por eso san Pablo recomienda: "Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas y cumplid así la ley de Cristo" (Ga 6,2). Subrayando la fuerza de esta ley, dice: "La caridad es la ley en su plenitud" (Rm 13,10). En efecto, si yo no me esfuerzo por aceptaros a vosotros tal como sois, y vosotros no os esforzáis por aceptarme tal como soy, no puede construirse el edificio de la caridad entre nosotros, que también estamos unidos por amor recíproco y paciente". Y, para completar la imagen, no conviene olvidar que "hay un cimiento que soporta todo el peso del edificio, y es nuestro Redentor; él solo nos soporta a todos tal como somos. De él dice el Apóstol: "Nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo" (1 Co 3,11). El cimiento soporta las piedras, y las piedras no lo soportan a él; es decir, nuestro Redentor soporta el peso de todas nuestras culpas, pero en él no hubo ninguna culpa que sea necesario soportar". Así, el gran Papa san Gregorio nos explica lo que significa el Salmo en concreto para la práctica de nuestra vida. Nos dice que debemos ser en la Iglesia de hoy una verdadera Jerusalén, es decir, un lugar de paz, "soportándonos los unos a los otros" tal como somos; "soportándonos mutuamente" con la gozosa certeza de que el Señor nos "soporta" a todos. Así crece la Iglesia como una verdadera Jerusalén, un lugar de paz. Pero también queremos orar por la ciudad de Jerusalén, para que sea cada vez más un lugar de encuentro entre las religiones y los pueblos; para que sea realmente un lugar de paz”.
Vayamos juntos a la Casa del Señor. Démonos la mano y hagamos el camino. La esperanza no defrauda, si tú vienes conmigo y yo voy contigo. Démonos la mano. En los escabrosos senderos de la vida, por más que a muchos ojos esos senderos les parezcan llanos y floridos, nadie se basta a sí mismo para recorrerlos y mostrarse digno, limpio. Somos cañas frágiles y cualquier viento nos doblega si estamos solos en cualquier empeño. Hagamos el camino. Tú y yo, cualquier tú y cualquier yo, por diferentes que seamos, podemos caminar juntos si vamos buscando un ideal de perfección en la justicia, convivencia, solidaridad. Dispongámonos a hacer camino. La esperanza no defrauda, si nos disponemos a dar la mano y a hacer camino. No nos entretengamos en el disfrute de bienes, placeres y conquistas que florecen y mueren en 24 horas. Comprometámonos en la conquista de felicidad, igualdad, justicia, salvación de la belleza del cosmos y de la humanidad, con decisión y sólida esperanza. Si tú vienes conmigo y yo voy contigo. Tú y yo: personas, no palabras al viento; almas agradecidas y abiertas, no sueños de mal dormir; proyectores de futuro esperanzado, no ilusionistas que engañan a los sentidos y a los ingenuos. Si tú estás a mi lado, yo soy más fuerte y arriesgado en hacer el bien. Si yo estoy contigo, mi corazón se dilata y mi mano se alarga cuando tu corazón y tu mano hacen el bien.
Hacia ti, morada Santa, donde habita el Señor de los Señores, se dirigen nuestros pasos. Hacía ti nos encaminamos jubilosos. En ti ya no habrá ni luto, ni llanto, sino gozo y paz en el Señor. Bienaventurados quienes, a pesar de los sufrimientos por los que tuvieron que pasar a causa de su fidelidad al Señor, ahora viven gozosamente en la presencia del Señor. Si el Señor habita en nosotros como en un templo; si nuestro corazón es esa morada santa de Dios, vivamos como portadores de la paz, de la alegría, del amor, de la misericordia, de la justicia y de la santidad. Que quienes se encuentren con nosotros no encuentren un lugar de sufrimiento sino de paz y de amor fraterno y así recibamos bendiciones, y no maldiciones por habernos convertido en unos malvados o en destructores de la alegría y de la paz de los demás.
Ciudad de paz. A eso está llamada a ser la Iglesia de Cristo. Nos alegramos porque muchos trabajan por la paz; esa paz que nace del perdón y de la reconciliación sincera; esa paz que brota de sabernos hermanos; esa paz que no nos eleva sobre los demás para pisotearles sus derechos. Hay muchos signos de amor y de perdón. Hay muchos que se comprometen a trabajar por el bien de los demás sin odios, sin fronteras, sin marginaciones. Pero nos hemos de lamentar de muchos que son generadores de violencia; incapaces de trabajar por el retorno de los malvados al camino del bien, y que, en lugar de salvarlos, los condenan y los asesinan. Los verdaderos creyentes en Cristo no podemos inventarnos un camino de salvación y santificación del mundo al margen de los criterios de Cristo. Él nos dice que nadie tiene amor más grande que aquel que da su vida por los que ama. Y no podemos amar sólo a los que nos aman, o a los que nos hacen el bien; eso hasta los paganos lo hacen. El Señor nos pide amar, incluso, a los que nos hacen el mal, a los que nos maldicen y persiguen, para que lleguemos a ser perfectos, como el Padre Dios es perfecto. Esforcémonos, guiados por el Espíritu Santo y fortalecidos con la Gracia Divina, en ser los primeros constructores de paz. A partir de ese momento la Iglesia se convertirá en un recinto en el que reine la paz en cada casa y en cada corazón, y dará alegría encaminarse a ella para encontrarse con una comunidad de hermanos, que se encaminan jubilosos hacia la Casa eterna del Padre (homiliacatolia.com).
3. Mt 8,5-11. Los evangelios de Adviento, sacados de varios evangelistas, han sido escogidos para que nos den una especie de cuadro de "la espera"... Muchos hombres, antes de Jesús, han esperado, deseado, anhelado un mesías. Jesús ha venido a colmar y purificar está espera. Nosotros esperamos siempre, hoy también, la plena realización de la salvación, de la felicidad, del Reino y millones de otros hombres están igualmente en esta misma espera, a pesar de no haber encontrado a Cristo, ni saber siquiera que existe, ignorando todo lo que El podría aportarles. Nuestra plegaria, en este tiempo de Adviento debe ser una plegaria de "deseo", y una plegaria "misionera". En los evangelios correspondientes a los textos esperanzados de Isaías se subrayará cada día que Jesús de Nazaret es el que lleva a cumplimiento esta espera, purificándola, además, y madurándola hasta los niveles más profundos de la salvación total. Jesús había entrado en Cafarnaum, un centurión del ejército romano salió a su encuentro y le suplicó... No has sido Tú, Señor, quien ha elegido este encuentro, a la entrada de la ciudad. ¡Este hombre se presenta, inesperado, imprevisto... desconocido! Y sin embargo Dios, por su gracia invisible, ya estaba presente en su corazón, para impulsarle a hacer esta gestión. ¡"Un centurión del ejército de ocupación"! Los romanos eran mal vistos en Palestina. Eran paganos y opresores. Se les volvía la cara a su paso. Ahora bien, este pagano desea y está a la espera... ¡Va hacia Jesús! Ayúdame, Señor, a contemplar en la fe ese mundo pagano que me rodea y que está a la espera. -"Señor, mi criado está postrado en mi casa, paralítico, y padece muchísimo". Los paganos, y los que aún no han descubierto la fe, son a menudo mejores que nosotros: este soldado romano tiene una gran delicadeza. Lejos de despreciar a su sirviente, le ama y hace una gestión por él. Señor, ayúdanos a saber descubrir las cualidades humanas, los valores vividos por tantas y diversas personas. Pensando en mi jornada de hoy, y en las personas que voy a encontrar, te doy gracias, Señor, por sus cualidades, fruto de tu gracia.
Los milagros de Jesús son signos de que ya está irrumpiendo el Reino de Dios. La curación del criado -o del hijo- del centurión por parte de Jesús, es un ejemplo de unas personas paganas que reciben la luz. Lo que el profeta había anunciado, lo cumple Jesús. Él es la verdadera Luz, el vástago que esperaba el pueblo de Israel, el Mesías que trae paz y serenidad, la Palabra eficaz y salvadora que Dios dirige a la humanidad. El centurión era pagano. No pertenecía al pueblo elegido. Más aún, era romano y militar: o sea, pertenecía a la nación que dominaba a Israel. Pero tenía buenas cualidades humanas. Era honrado, consecuente, razonable. Se preocupaba de la salud de su criado. En el fondo, ya tenía fe y Dios estaba actuando en él. Su formación militar y disciplinar, aunque no era exactamente la mejor clave para interpretar el estilo de Jesús, se demostró que era un buen punto de partida para la salvación: «Señor, no soy digno», buena expresión de humildad y de confianza. Jesús le alaba por su actitud y su fe: encontró en él más fe que en muchos de Israel. Jesús siempre aprovecha las disposiciones que encuentra en las personas, aunque de momento sean defectuosas. Desde ahí las ayudará a madurar y llegar a lo que él quiere transmitirles en profundidad. -"Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero mándalo con tu palabra y quedará curado mi criado... ¡Es esta una actitud de Fe! Jesús lo capta al instante. No es una plegaria orgullosa, que exige, que reclama, que quiere forzar la mano. Como empequeñeciéndose, expone su caso. Dame, Señor, esta humildad del centurión: "Señor, yo no soy digno de que Tú entres en mi casa..." -Ni aun en Israel he hallado fe tan grande... Yo os declaro que vendrán muchos gentiles del oriente y del occidente y estarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos. Jesús ha pensado en todos los que "vendrán", en todos los que están aún a la espera. Para El no hay privilegio de raza ni de cultura. Todos los hombres, de todas partes, están invitados y están en marcha. ¿Tengo un corazón "universal" como Jesús? ¿Un corazón "misionero"? (Noel Quesson).
De la oración colecta: “Concédenos, Señor, Dios nuestro, anhelar de tal manera la llegada de tu Hijo Jesucristo, que cuando llame a nuestras puertas, nos encuentre velando en oración y cantando sus alabanzas”… “¡El Señor está cerca!” Es el grito que la liturgia hace resonar en nuestros oídos de mil modos diferentes, a lo largo de estas semanas preparándonos para la venida del Señor. Pues “Adviento” es preparación para “la venida”: Jesús quiere llegarse a nuestra alma –como nació en Belén- por la gracia, el día de Navidad. Hay un famoso cuadro en la catedral de San Pablo, en Londres, que se paseó por medio mundo, muestra Jesús llamando a nuestra puerta. Cuando fue presentado por el pintor, un asistente le hizo ver que quizá se había olvidado la manecilla de la puerta, por que Jesús pudiera entrar. Pero el autor aprovechó para explicarle que esa puerta, la de nuestro corazón, no tiene picaporte por fuera, sólo se puede abrir por dentro. Por eso, mientras hacemos memoria de nuestra salvación y agradecemos la próxima venida del Hijo de Dios a la tierra, nos preparamos para abrirle la puerta de nuestro corazón, de modo que pueda entrar, aquel que así lo haga –dice la primera lectura, de Isaías- “será llamado santo, así como todo el que está escrito en la vida en Jerusalén”: esta venida está relacionada con la final, venida de Jesús al término del mundo como Juez supremo de vivos y muertos. Y esta preparación –sigue Isaías- “ocurrirá cuando limpiare el Señor las manchas de las hijas de Sión y lavare la sangre de Jerusalén con espíritu de justicia y con espíritu de ardor”. Como canta el salmo, nuestra respuesta ha de ser alegre, decidida: “iremos con alegría a la casa del Señor”, deseando ese día de la salvación, deseando que Jesús venga: “Ven para librarnos, Señor Dios nuestro; muéstranos tu rostro, y seremos salvos” (Aleluya).
Esta es la salvación que proclama el Evangelio, con la fe del Centurión que ruega por su siervo enfermo. “Y le dijo Jesús: ‘yo iré y lo sanaré’. Y respondiendo el centurión, dijo: ‘Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero mándalo con tu palabra y será sano mi siervo’…” Jesús se emociona con esas palabras: “se maravilló y dijo a los que le seguían: ‘verdaderamente os digo que no he hallado fe tan grande en Israel’”… Cuando en cada Misa recordemos esas palabras antes de comulgar, podemos renovar nuestra fe, y pedir al Señor la curación de nuestra alma, que venga y nos transforme. En ese pasaje, además, podemos responder a la pregunta que el Papa hace en su Encíclica: “¿Es individualista la esperanza cristiana?” Muchos piensan en “salvarse”, como recuerda H. de Lubac: « ¿He encontrado la alegría? No... He encontrado mi alegría. Y esto es algo terriblemente diverso... La alegría de Jesús puede ser personal. Puede pertenecer a una sola persona, y ésta se salva. Está en paz..., ahora y por siempre, pero ella sola. Esta soledad de la alegría no la perturba. Al contrario: ¡Ella es precisamente la elegida! En su bienaventuranza atraviesa felizmente las batallas con una rosa en la mano ». Pero esto no es así, sigue diciendo de Lubac, siguiendo la teología de los Padres: “la salvación ha sido considerada siempre como una realidad comunitaria”, como vemos en el Centurión, que se ocupa de su siervo, como vemos en la lectura de Isaias que habla de una « ciudad » (Sión, Jerusalén) “y, por tanto, de una salvación comunitaria”. El pecado aparece “como la destrucción de la unidad del género humano, como ruptura y división. Babel, el lugar de la confusión de las lenguas y de la separación, se muestra como expresión de lo que es el pecado en su raíz”. Hoy también aparecen esas nuevas Babeles, multitudes incomunicadas, una agresividad en el ambiente… Entonces, ¿es algo a la ver personal y comunitario, y en qué consiste?
En la Carta a Proba, san Agustín “intenta explicar un poco esta desconocida realidad conocida que vamos buscando”. Buscamos « vida bienaventurada [feliz] ». como expresa tan bien el Salmo 144 [143],15: « Dichoso el pueblo cuyo Dios es el Señor ». Y dice Agustín: « Para que podamos formar parte de este pueblo y llegar [...] a vivir con Dios eternamente, ‘‘el precepto tiene por objeto el amor, que brota de un corazón limpio, de una buena conciencia y de una fe sincera'' (1 Tm 1,5) ». La mirada limpia del corazón nos lleva a pensar en los demás, salir de uno mismo con el don de sí, expresión de esa esperanza cierta, esa es la llave que abre la puerta a Jesús Salvador.
Este Adviento ha empezado como un tiempo de gracia para todos, los cercanos y los alejados. Adviento y Navidad son un pregón de confianza. Dios quiere salvar a todos, sea cual sea su estado anímico, su historia personal o comunitaria. En medio del desconcierto general de la sociedad, él quiere orientar a todas las personas de buena voluntad y señalarles los caminos de la verdadera salvación. El faro es -debe ser- ahora la Iglesia, la comunidad de Jesús, si en verdad sabe anunciar al mundo la Buena Noticia de su Evangelio.
Hoy también, muchas personas, aunque nos parezcan alejadas, muestran como el centurión buenos sentimientos. Tienen buen corazón. ¿Sucederá también este año que esas personas tal vez respondan mejor a la salvación de Jesús que nosotros? ¿estarán más dispuestas a pedirle la salvación, porque sienten su necesidad, mientras que nosotros no la sentimos con la misma urgencia? ¿tendrá que decir otra vez Jesús que ha encontrado más fe en esas personas de peor fama pero mejores sentimientos que entre los cristianos «buenos»? ¿Vendrán de Oriente y Occidente -o sea, de ámbitos que nosotros no esperaríamos, porque estamos un poco encerrados en nuestros círculos oficialmente buenos- personas que celebrarán mejor la Navidad que nosotros? ¿O nos creemos ya santos, merecedores de los dones de Dios?
Si en nuestra vida decidimos bajar la espada y no atacar a nadie, estamos dando testimonio de que los tiempos mesiánicos ya han llegado. Bienaventurados los que obran la paz. Los que trabajan para que haya más justicia en este mundo y se vayan corrigiendo las graves situaciones de injusticia, son los que mejor celebrarán el Adviento. No es que Jesús vaya a hacer milagros, sino que seremos nosotros, sus seguidores, los que trabajemos por llevar a cabo su programa de justicia y de paz.
Cuando seamos hoy invitados a la comunión, podemos decir con la misma humilde confianza del centurión que no somos dignos de que Cristo Jesús venga a nuestra casa, y le pediremos que él mismo nos prepare para que su Cuerpo y su Sangre sean en verdad alimento de vida eterna para nosotros, y una Navidad anticipada (J. Aldazábal).
Comienza el ADVIENTO. Un tiempo que nos invita a estar abiertos a la Palabra, para que el día de Navidad esta Palabra se haga carne en cada uno de nosotros. Esta Palabra que puede despertar en nosotros múltiples sensaciones dormidas. Hoy nos invita a la ADMIRACIÓN. "Jesús se quedó admirado", nos dice el evangelio. Es la única ocasión en que vemos a Jesús admirándose. Hasta ahora habíamos visto cómo era Él el que despertaba la admiración de sus conciudadanos. Recordemos cómo su padre y su madre estaban admirados de las cosas que se decían de Él. O cómo los discípulos se quedaron admirados al verle secar la higuera o mandar a los vientos. O cómo dejó admirados a fariseos y herodianos cuando respondió a su pregunta de si era lícito pagar el tributo al César. O cómo dejaba a todos admirados de su inteligencia y de sus respuestas, a pesar de ser hijo de José. O cómo en el colmo de su admiración decían: "todo lo ha hecho bien".
Pero en esta ocasión es el Maestro el que se admira. Y es un pagano, un militar, el que consigue despertar su admiración. No es ninguno de sus discípulos, no es ningún acontecimiento espectacular, no es ningún superdotado. ¿Qué es lo que hace que Jesús se admire? La fe. La fe es lo único capaz de despertar su más profunda admiración. Y también la nuestra. Porque la fe es un milagro. Cuántas veces hemos visto a gente sencilla sufrir en silencio acontecimientos que ni el más fuerte y dotado hubiera sido capaz de soportar sin lamentarse. Cuántas veces les hemos envidiado por esa fortaleza, por esa seguridad, por esa pacífica aceptación. Y es que son los más humildes y sencillos los únicos capaces de ver en cada acontecimiento la mano de Dios. Los únicos capaces de creer en la presencia de Dios en los acontecimientos de cada día. Los únicos capaces de creer en la omnipotencia de Dios. Como el centurión.
Algún día necesitarás de esa fe. Quizá hoy mismo ya la necesitas. Porque hace falta tener fe para creer que, a pesar de los rumores de guerra y de violencia, al final un niño conseguirá forjar arados de las espadas y podaderas de las lanzas. Si lo creemos puede que también nosotros dejemos admirado a Jesús. Vuestro hermano en la fe, Vicente.
Mateo nos presenta en el Evangelio a un centurión en Cafarnaún, la aldea de pescadores, a orilla del lago de Genesaret, que Jesús había convertido en el epicentro de su actividad. El centurión era un militar de bajo grado que comandaba una patrulla de unos 100 soldados. Debía ser un romano o un mercenario, en todo caso un pagano. El centurión ruega por un criado suyo enfermo de parálisis, y cuando Jesús propone ir a curarlo el centurión le dice algo admirable: que simplemente dé una orden de curación y su criado sanará, que él nos es digno de que Jesús entre en su casa, que como mandan los oficiales del ejército y sus órdenes se cumplen, con cuánta más razón se cumplirá la palabra de Cristo. Tan admirable es la respuesta que Jesús la alaba y anuncia la entrada en el reino de muchos paganos, gracias a su fe. Y tan admirable es que seguimos repitiéndola cada vez que celebramos la eucaristía: confesamos nuestra indignidad para que Jesús venga a nosotros en el pan consagrado, le pedimos que pronuncie sobre nosotros la palabra solemne y todopoderosa de salvación. Somos los descendientes de los paganos que nos disponemos con fe a celebrar el nacimiento del Mesías.
Es que el adviento es un tiempo de fe, de adhesión incondicional a la enseñanza de Jesús, de humilde expectativa de su venida a nosotros, sabiendo que para nada somos dignos de su visita. Un tiempo de intensa oración, tan intensa y confiada como la del centurión, pidiendo a Cristo que venga a curar nuestra parálisis, la enfermedad mortal que nos impide ponernos a servir a los hermanos, por egoísmo e indiferencia. Que se avive nuestra fe en este tiempo de preparación para la gran celebración de Navidad; ésta será la mejor luz con que adornemos el pesebre, el mejor regalo que podamos dar a los demás, el de testimoniarles nuestra fe en la omnipotente palabra de Jesús (J. Mateos-F. Camacho).
Yo iré y lo curaré. Jesús, ¡cuántas ganas tienes de hacer el bien! Hay una persona con dolores muy fuertes y ese dolor te remueve. Pero, ¿no sabías que el criado del centurión estaba enfermo antes de que te lo dijera su amo? ¿Por qué no habías ido antes? ¿No había más gente sufriendo dolores fuertes en Cafarnaúm? Jesús, empiezo a prepararme para tu nacimiento y veo que desde Belén hasta la Cruz no rehuyes el dolor ni el sufrimiento: ni el tuyo ni el de los tuyos. José no encuentra sitio en la posada; Herodes os persigue; María sufre cuando te «pierdes» en el Templo. Podías haber evitado todo, pero no lo haces. ¿Por qué? Al liberar a algunos hombres de los males terrenos del hambre, de la injusticia, de la enfermedad y de la muerte, Jesús realizó unos signos mesiánicos; no obstante, no vino para abolir todos los males aquí abajo, sino a liberar a los hombres de la esclavitud más grave, la del pecado, que es el obstáculo en su vocación de hijos de Dios y causa de todas sus servidumbres humanas. Jesús, no evitas el sufrimiento sino el pecado. María es concebida sin pecado. Tú te hiciste igual al hombre en todo menos en el pecado. Perdonas los pecados al paralítico antes de curarle de su enfermedad: tus pecados te son perdonado . ¿No será que el sufrimiento no es un mal, y en cambio el pecado sí? Si quiero prepararme bien para tu venida, debo empezar por rechazar el pecado con todas mis fuerzas.
Lázaro resucitó porque oyó la voz de Dios: y enseguida quiso salir de aquel estado. Si no hubiera «querido» moverse, habría muerto de nuevo. Propósito sincero: tener siempre fe en Dios; tener siempre esperanza en Dios; amar siempre a Dios.... que nunca nos abandona, aunque estemos podridos como Lázaro. En verdad os digo que en nadie de Israel he encontrado una fe tan grande. Y por eso, Jesús, puedes hacer el milagro. Propósito sincero: tener siempre fe en Dios. Jesús, quiero moverme, quiero salir de este estado mortecino o muerto en el que me encuentro. Quiero oír tu voz, tu llamada, y salir del mundo de mis miserias, de mis egoísmos, de mis envidias, de mis planes y proyectos personales en los que no cabe Dios ni los demás. Mi alma yace quizá un poco paralítica porque no tiene fuerza para vencer la comodidad, la vanidad, la sensualidad, el egoísmo. Yo iré y lo curaré. Jesús, vas a venir al mundo para salvarme, pero aún no soy digno de que entres en mi casa. Quiero prepararme bien. Quiero aprender a amarte. Y veo que lo primero que debo hacer es limpiarme, rechazar el pecado de verdad, empezando por acudir al sacramento de la confesión. Jesús, vas a venir al mundo para salvar a todos los hombres. No sólo a los de Israel: muchos de Oriente y Occidente vendrán y se pondrán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el Reino de los Cielos. No haces grupitos, buscas a todos: sabios y menos sabios, ricos y pobres, sanos y enfermos. Has venido a salvar a todos y por eso de todos esperas una respuesta. Que sepa responder con fe -con mi vida de cristiano- a esa muestra tan grande de amor que es tu Encarnación: la demostración más clara de que Tú no me abandonas.
Prepararnos para recibir a Jesús. Cada día que transcurre es un paso más hacia la celebración del nacimiento del Redentor y, por lo tanto, un motivo grande de alegría. Junto a esa alegría, es inevitable que nos sintamos cada vez más indignos de recibir al Señor. Toda preparación debe parecernos poca, y toda delicadeza insuficiente para recibir a Jesús. Si alguna vez nos sentimos fríos o físicamente desganados no por eso vamos a dejar de comulgar. Procuraremos salir de ese estado ejercitando más la fe, la esperanza y el amor. Y si se tratara de tibieza o de rutina, está en nuestras manos removerlas, pues contamos con la ayuda de la gracia. Nosotros, al pensar en el Señor que nos espera, podemos cantar llenos de gozo en lo más íntimo de nuestra alma: ¡Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor! (Salmo 121,1-2). El Señor también se alegra cuando ve nuestro esfuerzo para recibirlo con una gran dignidad y amor.
El Evangelio de la Misa (Mt 8,5-13) nos trae las palabras de un centurión del ejército romano que han servido para la preparación inmediata de la Comunión a los cristianos de todos los tiempos: Domine, non sum dignus –Señor, yo no soy digno. La fe, la humildad y la delicadeza se unen en el alma de este hombre: la Iglesia nos invita no sólo a repetir sus palabras como preparación para recibir a Jesús cuando viene a nosotros en la Sagrada Comunión, sino a imitar las disposiciones de su alma.
Prepararnos para recibir al Señor en la Comunión significa en primer lugar recibirle en gracia. Cometería un sacrilegio quien fuera a comulgar en pecado mortal. Hemos de preparar esmeradamente el alma y el cuerpo: deseo de purificación, luchar por vivir en presencia de Dios durante el día, cumplir lo mejor posible nuestros deberes cotidianos, llenar la jornada de actos de desagravio, de acciones de gracias y comuniones espirituales. Junto a estas disposiciones interiores, y como su necesaria manifestación, están las del cuerpo: el ayuno prescrito por la iglesia, las posturas, el modo de vestir, etc. , que son signos de respeto y reverencia. Pidámosle a Nuestra Señora que nos enseñe a comulgar “con aquella pureza, humildad y devoción” con que Ella recibió a Jesús en su seno bendito, “con el espíritu y fervor de los santos”, aunque nos sintamos indignos y poca cosa (Francisco Fernández Carvajal).
Jesús pondera hoy la fe de este hombre que no pertenece al pueblo de Israel, pero de un hombre que cree sin ver, de una hombre que está seguro que el “rabí” tiene poder para hacer lo que le está pidiendo. Este es el tiempo de fe que es capaz de mover montañas. Sería bueno que al iniciar este tiempo de Adviento nosotros nos preguntamos si VERDADERAMENTE creemos en la palabra de Jesús. Muchos cristianos dicen creer pero, esperan constantemente signos, señales manifestaciones sensibles de lo que dicen creer. Creer, es la seguridad de lo que no se ve. ¿Podríamos decir que nuestra fe es como la de este centurión? ¿Cuál es tu actitud para lo que lees en la Biblia? (Ernesto María Caro).
Ayer, en la celebración de la Eucarística estás palabras del centurión, que repetimos antes de acercarnos a comulgar, quemaban todo mi cuerpo. Sentía un fuego especial ardiendo en todo mi ser. “Señor, yo no soy digna de que entres en mi casa, pero di una palabra y yo sanaré”. Cerraba los ojos y disfrutaba de esta frase, esperando para oír la palabra que me devolviera la dignidad de hija de Dios que en cada momento, a causa de mi testarudez, pierdo, o yo creo que pierdo. El centurión pronuncia estas palabras al oír que Jesús se dispone a ir personalmente a curar a su siervo. El no se siente digno, pero está seguro de que con tan sólo Jesús decir una palabra, su siervo sanará. Él confía en que sólo una palabra basta. Él cree en quien puede decir esta palabra. Ante tanta demostración de fe, Jesús queda admirado. Todavía mi fe no es tan profunda como la del centurión. Todavía no oigo esa palabra que necesito para sanar. Todavía estoy dando vueltas y vueltas en mi interior. Mi mente no está en paz. Quiere controlar demasiado. Se encierra demasiado. Señor: abre mis oídos y mi corazón para oír tu palabra y saber que me sanarás. Dios nos bendice, Miosotis.
La salvación que Dios nos ofrece en su Hijo, hecho uno de nosotros por obra del Espíritu Santo en el seno de María virgen, no está limitada a un pueblo o grupo. Dios quiere que todos los hombres se salven. Lo único que Dios espera de nosotros es que creamos en Aquel que Él nos ha enviado. Conocemos nuestras miserias y sabemos que a veces nuestro corazón está más sucio que aquel pesebre en el que fue recostado el niño Jesús. No somos dignos de que el Señor venga a nosotros. Tal vez, como Pedro, tengamos que decir: Apártate de mí, Señor, porque soy un pecador. Pero el Señor quiere hacer su morada en nosotros. No espera que nosotros hagamos algo, sino sólo que le dejemos hacer su obra en nosotros. Él se encargará de lo demás. Si depositamos nuestra fe en Él, a pesar de que pareciera imposible darle un nuevo rumbo a nuestra vida y a nuestra historia, Él, permaneciendo en medio de nosotros, podrá decirnos: Anda, que te suceda conforme has creído. Dios se ha hecho cercanía a nosotros. Más aún, ha hecho su morada en nosotros, indignos y pecadores. Dejémosle que nos sane de las heridas que el pecado ha dejado en nosotros, para que renovados, hechos criaturas nuevas en Él, podamos no sólo reconocerlo como Señor en nuestra vida, sino amarlo amando a nuestro prójimo como Dios lo ha hecho con nosotros. Entonces la presencia del Señor en el mundo continuará hasta el final del tiempo, con todo su poder salvador, por medio de su Iglesia. En esta Eucaristía el Señor sale a nuestro encuentro para ofrecernos su salvación. Él es quien ha tomado la iniciativa de buscarnos hasta encontrarnos para invitarnos a recibir su perdón y a participar de su Vida. A Él no le importan nuestras miserias y pecado pasados, pues Él, al crearnos, no nos llamó para que fuésemos condenados, sino para que vivamos con Él eternamente. A pesar de que no formábamos parte del pueblo elegido, Dios ha querido sentarnos a su mesa, y alimentarnos con el Cuerpo y la Sangre de su propio Hijo. El Señor se ha hecho siervo de todos pues, mediante la entrega de su propia vida, nos purifica para presentarnos, resplandecientes por el amor, ante su Padre Dios. El Señor no quiere que caminemos más en tinieblas, sino que, llenos de su Vida y de su Espíritu, por la participación en nosotros de Aquel que es la Luz, seamos también nosotros luz bajo la cual caminen todas las naciones y reciban la instrucción que les muestre el camino que les conduzca a su unión con Dios. El Señor, a pesar de nuestra indignidad, ha hecho su morada en nosotros. Él, desde su Iglesia continúa instruyendo en el camino del bien a todos los hombres. Por eso no podemos convertir la Comunidad de creyentes en Cristo en ocasión de escándalo o tropiezo para los demás. Entre nosotros deben estrecharse día a día nuestras relaciones fraternas, de tal forma que, como consecuencia de ello, podamos ser constructores de paz. Jamás podemos rechazar a quienes, a tientas buscan al Señor, pues es a ellos, especialmente a quienes les hemos de hacer cercano al Señor. Y ¿Cómo les anunciaríamos el Evangelio, cuando en lugar de manifestarles el amor y la misericordia de Dios, les criticáramos y persiguiéramos? Si queremos ser dignos de que el Señor habite en nosotros no sólo debemos dejarnos amar por Dios, sino que, desde ese amor hemos de amar a todos, de tal forma que, no sólo con nuestras palabras, sino con nuestras obras y nuestra vida, experimenten la bondad y la misericordia de Aquel que llega a ellos mediante quienes vivimos en unión con Él. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de una verdadera conversión, para que, llevando una vida digna, preparemos la llegada del Señor al corazón de todos los hombres, de tal forma que algún día todos nos sentemos a la mesa del Señor en su Reino eterno. Amén (www.homiliacatolica.com).
En la película “Los Otros” los niños tienen una enfermedad que les impide estar bajo la luz del sol. Bajo el cuidado de su madre están siempre en las tinieblas- las tinieblas de la muerte- sin saber que existen otros. Su mundo es triste, lúgubre, oscuro pero completo. La madre consigue que no haga falta más, no existen otros. Su mundo no es ideal pero no se quieren asomar a la realidad del mundo que sólo intuyen, pero que puede acabar con el idílico amor egoísta de esa madre por sus hijos. Un mundo en que los otros son sólo sombras que pueden acabar con lo nuestro.
“Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme” estas palabras que decimos todos los días en la Eucaristía, justo antes de recibir en nuestra vida al Rey de Reyes y después que el sacerdote nos repita el anuncio de Juan Bautista “Este es el Cordero de Dios”, se inspiran en las palabras del Centurión del Evangelio de hoy.
No es sólo una frase acertada. Un centurión mandaba sobre cien hombres. Además de ellos tenía sus criados y sirvientes. La “Oficina de defensa del soldado” era una idea que haría morir de risa al Cesar , y no hablemos de los sindicatos que eran, sencillamente, impensables. La provincia de Galilea- lejos de la madre Roma- no era el mejor destino del mundo para dedicarse a la buena vida y relajarse en las termas. A pesar de todos los problemas “objetivos” que harían que cualquier buen soldado quisiera salir de esa mala vida y centrar en esa meta todos sus esfuerzos, nos encontramos con este centurión. Un hombre exigente, sabía mandar: “Le digo a uno “Ve” y va y a otro “Ven” y viene.” Pero a la vez sabía estar pendiente de los que le habían encomendado. Un criado paralítico en aquel entonces tenía menos futuro que un bocadillo de panceta en un congreso de anoréxicos. Lo habitual en aquel tiempo hubiera sido no preocuparse por él, ni tan siquiera enterarse demasiado de su existencia, sustituirlo por otro y aquí paz y después gloria. Sin embargo, este centurión no solamente sabe de la existencia de ese criado, sabe que sufre y no duda en acercarse a aquél del que ha oído que puede hacer algo para rogarle (menuda indignidad, rebajarse así ante un judío) que le curase. Pero es que además “sigue afinando”: piensa que ese judío en casa de un romano contraería impureza y por ello le evita el tener que ir bajo su techo. No te extrañe lo que ocurre después: el Señor se queda admirado y mira más allá, al reino de los cielos. Contempla el día del Reino de Dios, pon buena cara a esos “muchos de oriente y occidente” y descubre que no son “los otros”, son los hijos e hijas de Dios y de nuestra madre la Virgen, que están ahora a tu lado- aunque a veces nos molesten- y que con ellos, por la misericordia de Dios, cantarás: “Vamos alegres a la Casa del Señor” (Archimadrid). Hay muchos hombres y mujeres que sin el rótulo de cristianos realizan mayores y mejores obras que las que nosotros realizamos y a lo mejor tienen una fe mucho más profunda y madura que la nuestra. Esas personas son las que en definitiva están haciendo posible que la realidad del reino brille todavía en un mundo marcado por odios, violencia, egoísmos... Una buena preparación para celebrar este año la Navidad podría ser revisar profundamente la calidad de nuestra fe a la luz de la convicción de que la visita de Dios es un hecho constante, y que esa visita exige de nosotros unas actitudes que vayan más de acuerdo con nuestra fe (Fray Nelson).
Una perspectiva universal. Es interesante ver que nuestros alimentos pueden separarnos, nuestros gustos pueden apartarnos, nuestras preferencias pueden levantar barreras, mientras que los dolores, las necesidades y el hambre nos reúnen. Un judío con hambre padece algo muy semejante a un pagano con hambre; un musulmán enfermo tiene un rostro muy parecido a un ateo enfermo; un budista cansado no camina muy distinto de un protestante cansado. Reconozcámoslo, de manos de la Biblia: nuestras apetencias nos pueden separar, pero las indigencias nos pueden unir. La unidad, pues, no viene por vía de consensos o negociaciones sino por vía de descubrir nuestras miserias.
Esa es precisamente la grandeza del mensaje de Cristo. Nuestro Señor ha centrado todo su mensaje y toda su vida en la atención de las miserias físicas y espirituales del ser humano. Por eso él, sin dejar de ser localizable en el tiempo y el espacio, trasciende con su amor eficaz y con su servicio maravilloso al tiempo y el espacio. Es lo que él mismo anuncia en el evangelio que oímos hoy: "vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el banquete del Reino de los cielos" (Mt 8,11). ¡Qué distancia insalvable parecía separar a este centurión romano de aquellos judíos celosos de sus observancias legales! Mas el dolor de él ante la enfermedad de su amigo es un dolor que puede darse en cualquier cultura, raza o lengua. Al abrir una puerta en su corazón para atender al dolor como tal Jesús se hace universal; Jesús inaugura un modo fantástico de amar que va más allá de las fronteras siempre estrechas de las razas, etnias e incluso de las religiones.
Hoy Cafarnaún es nuestra ciudad y nuestro pueblo, donde hay personas enfermas, conocidas unas, anónimas otras, frecuentemente olvidadas a causa del ritmo frenético que caracteriza a la vida actual: cargados de trabajo, vamos corriendo sin parar y sin pensar en aquellos que, por razón de su enfermedad o de otra circunstancia, quedan al margen y no pueden seguir este ritmo. Sin embargo, Jesús nos dirá un día: «Cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). El gran pensador Blaise Pascal recoge esta idea cuando afirma que «Jesucristo, en sus fieles, se encuentra en la agonía de Getsemaní hasta el final de los tiempos». El centurión de Cafarnaún no se olvida de su criado postrado en el lecho, porque lo ama. A pesar de ser más poderoso y de tener más autoridad que su siervo, el centurión agradece todos sus años de servicio y le tiene un gran aprecio. Por esto, movido por el amor, se dirige a Jesús, y en la presencia del Salvador hace una extraordinaria confesión de fe, recogida por la liturgia Eucarística: «Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa: di una sola palabra y mi criado quedará curado» (Mt 8,8). Esta confesión se fundamenta en la esperanza; brota de la confianza puesta en Jesucristo, y a la vez también de su sentimiento de indignidad personal, que le ayuda a reconocer su propia pobreza. Sólo nos podemos acercar a Jesucristo con una actitud humilde, como la del centurión. Así podremos vivir la esperanza del Adviento: esperanza de salvación y de vida, de reconciliación y de paz. Solamente puede esperar aquel que reconoce su pobreza y es capaz de darse cuenta de que el sentido de su vida no está en él mismo, sino en Dios, poniéndose en las manos del Señor. Acerquémonos con confianza a Cristo y, a la vez, hagamos nuestra la oración del centurión (Joaquim Meseguer).
Contemplamos el dolor, la enfermedad, la pobreza, el sufrimiento de muchos hermanos nuestros. Hay enfermedades que marginan y confinan a quienes las padecen, como si fueran unos malditos, unos parias a los que no deba uno acercarse por temor a contaminarse. Pero no faltan signos de un servicio hecho, siempre con gran amor, a aquellos que han sido despreciados; son gentes de las que nuestro mundo no ha sido digno de recibirlas, pero que se acercaron a nosotros como signo de una Realidad de amor que está más allá de nuestros ojos humanos. Aunque no faltan aquellos que tratan de apagar la vida de los que consideran como una carga familiar y social, de la que hay que deshacerse lo más pronto posible mediante la eutanasia, o marginándolos en lugares lejos de la familia y de la sociedad. El Señor nos quiere en camino para curar las heridas de la enfermedad, del pecado, de la desesperanza, de la soledad, de la marginación, del desprecio. No hemos sido enviados a apagar la fe y la esperanza de los demás, sino a acercarnos a ellos para sentarlos a nuestra mesa, con la misma dignidad a la que todos tenemos derecho, hasta que, algún día, todos seamos dignos de entrar en la Casa eterna del Padre. Hoy el Señor nos reúne en torno a su Mesa para alimentarnos con el Pan de Vida. Nos reúne sin distinción alguna, pues para Él todos tenemos el mismo valor, ya que sus criterios son muy distintos a nuestros criterios mundanos. En Cristo encontramos la reconciliación, la paz y una auténtica vida fraterna. Nuestras reuniones sagradas han de provocar a todos a participar en ellas, no tanto por acciones externas que sean atractivas, pero huecas de fe, sino porque aquí sea posible encontrarse con una comunidad de hermanos, que acogen a todos con gran amor y se preocupan de ellos, especialmente cuando, incluso los suyos, los ha despreciado y abandonado. No somos dignos de estar en la casa del Señor, pero Él quiere sanar las heridas que en nosotros ha abierto el pecado y el egoísmo. Por eso, los que participamos de la Eucaristía, hemos de abrir nuestros corazones a la acción salvadora de Dios; y, libres de nuestras opresiones, nos hemos de poner al servicio de nuestro prójimo para hacerle siempre el bien, amándole como Cristo nos ha amado a nosotros. No cerremos los ojos ante el dolor, ante el sufrimiento, ante el abandono, ante la pobreza, ante las injusticias de que han sido víctimas muchas personas. El Señor quiere que su Iglesia sea portadora de paz. Esa paz que se gana a brazo partido; esa paz que reclama incluso nuestra propia sangre. Ante una humanidad deteriorada por la maldad, pongámonos inmediatamente en camino para dedicarnos a trabajar, con todos los medios posibles a nuestro alcance, para crear una humanidad más sana, más justa, más fraterna y más en paz. No seamos portadores de violencia. Trabajemos conforme a los criterios del Evangelio de Cristo, el cual nos dice que no ha venido a condenarnos, sino a salvarnos. La Iglesia es el vástago del Señor del que se esperan frutos de salvación y no de condenación, ni de destrucción, ni de muerte. Vivamos comprometidos en hacer siempre el bien a todos, de tal forma que en verdad pueda resplandecer, con toda claridad, el Rostro salvador de Cristo Jesús en su Iglesia. Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de trabajar constantemente en la construcción entre nosotros del Reino de Dios, como un signo de unidad y de paz en el mundo entero. Amén (homiliacatolica.com).
«Mirad al Señor que viene» (entrada: Jer,31,10; Is 35,4). Pedimos al Señor permanecer alertas a la venida de su Hijo, para que, cuando llegue y llame a la puerta, nos encuentre velando y cantando sus alabanzas (colecta). Las oraciones de ofertorio y postcomunión son las mismas del Domingo anterior.
–Mateo 8,5-11: ¿Quién soy yo para que entres en mi casa? San Agustín ha comentado unas cinco veces este pasaje evangélico. Una de ellas dice: «Cuando se leyó el Evangelio, escuchamos la alabanza de nuestra fe, que se manifiesta en la humildad. Cuando Jesús prometió que iría a la casa del Centurión para curar a su criado, respondió aquel: “¡No soy digno!”... Y declarándose indigno, se hizo digno; digno de que Cristo entrase no en las paredes de su casa, sino en las de su corazón. Pero no lo hubiese dicho con tanta fe y humildad, si no llevase ya en el corazón a Aquel que temía entrase en su casa. En efecto, no sería gran dicha el que el Señor Jesús entrase en el interior de su casa, si no se hallase en su corazón» (Sermón 62, 1, en Cartago hacia el 399). Y el mismo San Agustín: «¿Qué cosa pensáis alabó [Jesús] en la fe de este hombre? La humildad: “¡No soy digno!”… Eso alabó y, porque eso alabó, ésa fue la puerta por la que entró. La humildad del Centurión era la puerta para que el Señor entrase para poseer más plenamente a quien ya poseía» (Sermón 62,A,2). La humildad es una de las virtudes más propias del Adviento, pues nada nos abre tanto como ella a la venida del Salvador. A ella nos exhorta San Bernardo: «Mirad la grandeza del Señor que entra en el mundo, el Hijo del Altísimo... y hecho carne, es colocado en un pobre pesebre... Y amad la humildad, que es el fundamento y la guarda de todas las virtudes... Viendo a Dios tan empequeñecido ¿habrá algo más indigno que la pretensión del hombre de engrandecerse a sí mismo sobre la tierra?» (Sermón en Natividad del Señor 1,1; citado por Manuel Garrido Bonaño).
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domingo, 27 de noviembre de 2011
martes, 15 de febrero de 2011
6º domingo, A. Ante nosotros tenemos seguir la ley o no, y Jesús nos enseña que no es por cumplir, sino por amor que hemos de hacer los mandamientos:
Eclesiástico 15,16-21. Si quieres, guardarás sus mandatos, / porque es prudencia cumplir su voluntad; / ante ti están puestos fuego y agua, / echa mano a lo que quieras; / delante del hombre están muerte y vida: / le darán lo que él escoja.
Es inmensa la sabiduría del Señor, / es grande su poder y lo ve todo; / los ojos de Dios ven las acciones, / él conoce todas las obras del hombre; / no mandó pecar al hombre, / ni deja impunes a los mentirosos.
Salmo 118,1-2. 4-5. 17-18. 33-34. R/. Dichosos los que caminan en la voluntad del Señor.
Dichoso el que con vida intachable / camina en la voluntad del Señor; / dichoso el que guardando sus preceptos / lo busca de todo corazón.
Tú promulgas tus decretos / para que se observen exactamente; / ¡ojalá esté firme mi camino / para cumplir tus consignas!
Haz bien a tu siervo: viviré / y cumpliré tus palabras; / ábreme los ojos y contemplaré / las maravillas de tu voluntad.
Muéstrame, Señor, el camino de tus leyes / y lo seguiré puntualmente; / enséñame a cumplir tu voluntad / y a guardarla de' todo corazón.
Primera carta del Apóstol San Pablo a los Corintios 2,6-10. Hermanos: Hablamos, entre los perfectos una sabiduría que no es de este mundo ni de los príncipes de este mundo, que quedan desvanecidos, sino que enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para nuestra gloria. Ninguno de los príncipes de este mundo la ha conocido, pues si la hubiesen conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria. Sino como está escrito: «Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman.» Y Dios nos lo ha revelado por el Espíritu; y el Espíritu todo lo penetra, hasta la profundidad de Dios.
Evangelio según San Mateo 5,17-37. En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: [No creáis que he venido a abolir la ley o los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la ley. El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres, será el menos importante en el Reino de los Cielos.] Pero quien los cumpla y enseñe, será grande en el Reino de los Cielos. Os lo aseguro: si no sois mejores que los letrados y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos.
Habéis oído que se dijo a los antiguos: no matarás, y el que mate será procesado. Pero yo os digo: todo el que esté peleado con su hermano será procesado. [Y si uno llama a su hermano «imbécil», tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama «renegado», merece la condena del fuego. Por tanto, si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda. Con el que te pone pleito procura arreglarte en seguida, mientras vais todavía de camino, no sea que te entregue al juez, y el juez al alguacil, y te metan en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último cuarto.]
Habéis oído el mandamiento «no cometerás adulterio». Pues yo os digo: el que mira a una mujer casada deseándola, ya ha sido adúltero con ella en su interior.
[Si tu ojo derecho te hace caer, sácatelo y tíralo. Más te vale perder un miembro que ser echado entero en el Abismo. Si tu mano derecha te hace caer, córtatela y tírala, porque más te vale perder un miembro que ir a parar entero al Abismo.
Está mandado: «El que se divorcie de su mujer, que le dé acta de repudio.» Pues yo os digo: el que se divorcie de su mujer -excepto en caso de prostitución- la induce al adulterio, y el que se case con la divorciada comete adulterio.]
Sabéis que se mandó a los antiguos: «No jurarás en falso» y «Cumplirás tus votos al Señor». Pues yo os digo que no juréis en absoluto: [ni por el cielo, que es el trono de Dios; ni por la tierra, que es estrado de sus pies; ni por Jerusalén, que es la ciudad del Gran Rey. Ni jures por tu cabeza, pues no puedes volver blanco o negro un solo pelo]. A vosotros os basta decir sí o no. Lo que pasa de ahí viene del Maligno.
Comentario: Jesús lleva al cumplimiento la Ley, que vemos en la Antigua Alianza. No mira sólo lo que se ve, sino las intenciones del corazón. Las angustias y el miedo pueden venir de no saber superar el legalismo y en cambio la paz viene de ser radicalmente cristianos, y vivir lo que rezamos: “Tú, en la etapa final de la historia, / has enviado a tu Hijo, / como huésped y peregrino en medio de nosotros, / para redimirnos del pecado y de la muerte, / y has derramado el Espíritu, / para hacer de todas las naciones un solo pueblo nuevo, / que tiene como meta, tu reino, / como estado, la libertad de tus hijos, / como ley, el precepto del amor” (Prefacio común VII).
1. Si 15,16-21. A modo de prólogo. El origen del mal y del pecado, tanto a nivel individual como colectivo, es un problema agudo que ha roído la mente humana en todas las etapas de su historia. De él se hacen eco tanto los relatos mitológicos más antiguos, vg. los babilónicos, como la literatura más actual. La gran tentación humana ha consistido siempre en no querer cargar con la maldad que cometemos y echar las culpas a los demás, como vimos con el pecado de Adán que se las carga a "esa mujer que tú me diste", y Eva, a la serpiente. El discípulo de Ben Sirah objeta: "...Mi pecado viene de Dios...", "...El me ha extraviado..." (vs. 11-12); pero el maestro responde tajante: no digas eso (vs.11-12), Dios "no mandó pecar al hombre" (v.20). El pecado humano es siempre fruto del libre albedrío, de su propia elección (v.14). El Señor es inocente, no saca ninguna utilidad engañando; más aún, odia toda maldad tanto de palabra como de obra. Y como música de fondo de este film suenan las palabras que pronunció el Creador al contemplar sus obras en Gn.1: "y vio Dios que era muy bueno". Sólo el hombre, haciendo mal uso de su libertad, es responsable del mal de esta película (v.14). E. Fromm nos recuerda que el hombre es el único ser de la creación que puede decir "si" al bien, a la vida y, en consecuencia, llevar una auténtica existencia humana: pero es también el único ser que puede decir "no" al bien (cfr. v.17) y degradarse como los animales salvajes. A través de su libertad el hombre puede realizarse o degradarse. A veces podrá escoger entre dos bienes, pero otras veces deberá elegir entre el bien, que es vida, y el mal que es muerte. Y esta libertad no está exenta de responsabilidad: Dios está siempre atento a la elección humana (vs. 18 ss). Toda la vida humana es un dilema: debemos escoger entre el bien-vida o el mal-muerte (cf Dt 30,15ss.). Elegimos la muerte si nos comportamos "como seres humanos separados, aislados, egoístas, incapaces de superar la separación con la unión amorosa". En la libertad el hombre se realiza, pero debe "gozar de una libertad no arbitraria sino que ofrezca la posibilidad de ser uno mismo, y no un atado de ambiciones, sino una estructura delicadamente equilibrada que en todo momento se enfrente a la alternativa de desarrollarse o caer, vivir o morir" (E.Fromm: A. Gil Modrego).
Dios no quiere jamás el mal. Si éste se da, lo castiga. Ante el hombre siempre está la posibilidad de la vida o la muerte (pecado). El hombre, si quiere, puede optar por la primera, pero, si elige el pecado, la responsabilidad es sólo suya. Libertad y responsabilidad del hombre. Santiago en su carta (St 1,13) recordará la primera fase del presente discurso. Ya en Dt 30,15-20, Moisés decía a su pueblo: "Ante ti están la muerte y la vida; tú escogerás". A veces, la Biblia parece decir que Dios impulsa al hombre a pecar para después castigarlo (cf Ex 10,27; 2S 24,1); sin embargo, no hay duda de que el hombre es libre. Los israelitas estaban tan convencidos de que nada se hace sin Dios, que les costaba explicarse cómo un hombre puede pecar sin que ésa sea la voluntad de Dios. Pero, aunque les falten las palabras para explicarlo, consideraban siempre al hombre responsable de sus actos (“Eucaristía 1990”).
Mandato, mandamiento, precepto, obligación son palabras que nuestra sensibilidad, consciente o inconsciente, acusa como motivo de un cierto malestar. Nos molesta lo impuesto, aunque sea de Dios. Nos hemos educado en una "falsa conciencia" que dio por resultado el "aceptar" que lo molesto, lo duro y hasta lo imposible era signo de una "perfección, por otro lado también, casi imposible o reservada para los "santos". Este hecho tiene su explicación y hemos de ser sinceros y escudriñar nuestro interior. La queja, tantas veces oída, de que los mandamientos de Dios eran negativos más que positivos es consecuencia de una visión incompleta y muy tosca del pensamiento bíblico. Escritor famoso hubo entre nosotros que dijo: "El Padrenuestro está muy bien escrito... los mandamientos no tanto". ¿Qué es el mandamiento, los mandamientos, en el pensamiento bíblico? ¿Cómo puede haber el gran "mandamiento" del amor? En esta lectura podemos encontrar el sentido del mandato y la superación de perspectivas cortas y hasta inexactas. Para el pueblo de Israel, como más tarde para el pueblo cristiano, el mandamiento no tiene el sentido de "ley" de la mentalidad moderna. El mandamiento es una propuesta de libertad, aunque nos parezca paradójico. El Dios de la Alianza establece unos mandamientos que son cuestión de vida o muerte. El cumplirlos es vivir, el olvidarlos es morir. Y el hombre tiene libertad para elegir entre la vida o la muerte. El mandamiento es el camino de la salvación. Y la salvación no se impone. Es convocatoria positiva. Solamente una seria reflexión sobre el pensamiento bíblico nos revela el profundo amor del mandamiento como liberación de los peligros, de la muerte. Los mandamientos son el sendero para la realización de nuestro "mejor yo", de nuestro mejor "nosotros". Descubrir en el mandamiento la vida, la auténtica vida, nuestra mejor vida, es entrar en el ámbito de la fe que es situar nuestra vida donde realmente está: ante Dios. Y ante Dios sólo hay una salida: la salvación. Pero todo esto "si quieres" (Carlos Castro).
2. Sal 118,145-152: Jesús se goza en la obediencia amorosa a su Padre. El amor a la Ley de Dios, es decir a su Palabra, a su designio, a su voluntad soberana, es tan acendrado, que el texto abraza en sí casi todos los géneros literarios. El acróstico agrupa, bajo cada una de las letras del alefato hebreo, ocho versículos (7+1, como expresión de una perfección consumada) y en cada estrofa suele mencionar ocho sinónimos de la Ley: leyes, decretos, palabras, promesa, mandamientos, preceptos... El texto representa, pues, el deseo -que en el salmista es vehemente- de que la Ley sea el principio conductor de la propia vida. Nosotros, además, podemos arrojar aún sobre el texto la luz de la doctrina de Pablo cuando -dirigiéndose a los cristianos de Roma- escribe: 'Mi ley es Cristo.' He aquí la clave para la oración cristológica de quienes nos adelantamos a la aurora, en esta mañana de sábado, para esperar en las palabras inspiradas. Que este anhelo enamorado del salmista por la Ley se traduzca, en nuestro caso, en un poner a Cristo -nuestra Ley- como principio conductor de la entera jornada de hoy, en espera de mañana, el Domingo en el que celebraremos su gloriosa Resurrección.
Al percibir la correspondencia que existe entre Cristo y el salmista, es fácil precisar el sentido que contiene cada versículo en labios de Jesús. Más aún, las estrofas de este salmo traducen sencilla y vigorosamente los más bellos sentimientos del Señor para orar a su Padre, para hacer su voluntad, "con una discreción que podríamos denominar 'pudor viril'. En esos apartamientos hay algo más que el recogimiento ordinario del alma piadosa; se trata de la misteriosa soledad del Hijo. Había en Cristo algo íntimo, un 'sancta sanctorum' al que no tenía acceso ni su misma Madre, sino únicamente su Padre. Cuando Jesús ora, se sale completamente del círculo de la humanidad para colocarse exclusivamente en el de su Padre celestial. Sólo al Padre necesita'' (K. Adam). "Así como Jesús, que, mientras estaba a solas, estaba continuamente con el Padre (Lc 3,21; Mc 1,35), también el presbítero debe ser el hombre, que, en la soledad, encuentra la comunión con Dios, por lo que podrá decir con San Ambrosio: «Nunca estoy tan acompañado como cuando estoy solo»" (Directorio vida sacerdotes). Una colecta sálmica, proveniente del antiguo rito visigótico, nos orienta al Padre para rogar con una plegaria que se forja con las palabras del salmo: "Responde, Señor, a nuestra voz por tu inmensa misericordia; y, ya que Tú mismo inspiras los bienes que te pedimos, concédenos también, propicio, la misericordia que imploramos. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén" (cf F. Aroncena).
Juan Pablo II decía: “El Salmo 18 también compara la Ley de Dios con el sol, cuando afirma que «los preceptos del Señor son rectos, gozo del corazón; luz de los ojos» (18, 9). En el libro de los Proverbios se confirma después que «el mando es una lámpara y la enseñanza una luz» (6, 23). Cristo mismo se presentará como revelación definitiva precisamente con esa misma imagen: «Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Juan 8, 12)… el justo conserva intacta su fidelidad: «Acepta, Señor, los votos que pronuncio, enséñame tus mandatos... no olvido tu voluntad... no me desvié de tus decretos» (Salmo 118, 106.109.110). La paz de la conciencia es la fuerza del creyente, su constancia en la obediencia a los mandamientos divinos es el manantial de la serenidad.
Por eso es coherente la declaración final: «Tus preceptos son mi herencia perpetua, la alegría de mi corazón» (versículo 111). Esta es la realidad más preciosa, la «herencia», la «alegría» (v. 112), que el salmista custodia con vigilante atención y amor ardiente: las enseñanzas y los mandamientos del Señor. Quiere ser totalmente fiel a la voluntad de su Dios. Por este camino encontrará la paz del alma y logrará atravesar el nudo oscuro de las pruebas, alcanzando la verdadera alegría.
En este sentido, son iluminantes las palabras de san Agustín, quien al comenzar el comentario del Salmo 118 desarrolla el tema de la alegría que surge de la observancia de la Ley del Señor. «Este salmo amplísimo desde el inicio nos invita a la bienaventuranza, que, como es sabido, constituye la esperanza de todo hombre. ¿Puede haber alguien que no desee ser feliz? Pero si es así, ¿qué necesidad hay de invitaciones a alcanzar una meta a la que tiende espontáneamente el espíritu humano?... ¿No será porque, si bien todos aspiran a la bienaventuranza, sin embargo la mayoría no sabe cómo alcanzarla? Sí, esta es la enseñanza de quien comienza diciendo: Dichoso el que, con vida intachable, camina en la voluntad del Señor. Parece querer decir: Sé lo que quieres; sé que estás en busca de la bienaventuranza: pues bien, si quieres ser bienaventurado, debes ser intachable. Lo primero lo buscan todos; pocos se preocupan sin embargo de lo segundo. Pero sin esto no se puede alcanzar la aspiración común. ¿Dónde tendremos que ser intachables si no es en el camino? Éste, de hecho, no es otro que la ley del Señor. ¡Bienaventurados, por tanto, quienes son intachables en el camino, los que caminan en la ley del Señor! No es una exhortación superflua, sino algo necesario para nuestro espíritu». Acojamos la conclusión del gran obispo de Hipona, quien confirma la permanente actualidad de la bienaventuranza prometida a quienes se esfuerzan por cumplir fielmente la voluntad de Dios.
El autor no se preocupa por las apariencias. Es más bien un "enamorado" de Dios que no se cansa de repetir indefinidamente: "yo te amo"... "yo te amo"... "yo te amo"... Quien nunca se ha enamorado no comprenderá esto y le parecerá monótona esta repetición. Vista ya la sutil composición de este salmo, de inmediato hay que olvidarla y recitarlo, de una sola vez, como una especie de murmullo, como una respiración, como una pulsación. Hay aquí una especie de danza interior, un rito algo íntimo. Observemos la abundancia de "posesivos" en segunda persona del singular. Este tuteo amoroso es embrujador: "Tu" Ley... "Tus" voluntades... "Tu" rostro... "Tus" órdenes... etc. Ante su Padre, Jesús siempre tuvo un comportamiento de obediencia amorosa, tal como lo expresa este salmo. "Obro según el mandamiento que me dio mi Padre"(Juan 14,31) "Hágase tu voluntad" (Mateo 6, 10- 26, 42). "Mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre" (Juan 4, 32). Nadie como Jesús une la "obediencia" y el "amor": "Si me amáis, seréis fieles a mis mandamientos" (Juan 14,15). El que recibe mis preceptos y los guarda, ése es el que me ama;... Yo también lo amaré..." (Juan 14,21).
La Ley de Dios, es también la "Ley interna" del hombre. La Ley, para un hebreo, no era este código jurídico, rígido, de "permitido y prohibido", transmitido por la herencia romana. La Ley era el más bello regalo de Dios, el don de Dios al pueblo que El amaba, con el que había hecho Alianza. El hombre sin Ley, es un hombre abandonado a sí mismo, que no sabe cómo comportarse, que no conoce las normas de su propio ser. La Biblia, a menudo, establece una relación entre las leyes del universo y las leyes morales, siendo las primeras garantía de las segundas. En efecto, el desarrollo de las ciencias, en estos tiempos modernos, nos ha enseñado hasta qué punto los seres están construidos según estructuras delicadas y complejas que no se pueden violar impunemente. Quien no respeta las leyes de la naturaleza, las leyes internas que rigen su vida... se destruye inexorablemente. La Ley de Dios es "vital", es una regla de vida. "Mira: hoy pongo ante ti la vida y la felicidad, o bien, la muerte y la desgracia" (Dt 30,15). Al revelarnos Dios la Ley de nuestro ser nos hace un gran servicio: seguir esta ley es crecer, es vivir.
El amor, energia esencial, Ley esencial. El Padre Teilhard de Chardin, hablando a la vez como paleontólogo, filósofo y teólogo, afirma: "El Amor es la más universal, la más formidable y la más misteriosa de todas las energías cósmicas... Cuanto más escudriño la pregunta fundamental sobre el porvenir de la tierra, más me doy cuenta que el principio generador de su unificación no hay que buscarlo solamente en la contemplación de una sola verdad, ni en el solo deseo provocado por una cosa, sino en la atracción común ejercida por un Alguien... ¡Amaos los unos a los otros! Esta palabra, pronunciada hace ya dos mil años, se descubre como la Ley estructural y esencial de lo que llamamos "progreso" y "evolución". Esta Ley del Amor entra en el dominio científico de las energías cósmicas y de las leyes necesarias". La obediencia a Dios, una alegria, un logro. Escuchemos una vez más las traducciones sui generis de Paul Claudel: "Estoy sobre la tierra como un hombre extraviado: Dame una señal para encontrarme... La ceguera no es la forma de ver claro, ni el andar tortuosamente, la de andar derecho... Mis labios no hacen más que repetir Tu boca... Quita de mis pies el tapiz del mal, fabricame una pendiente hacia el bien... Tus mandamientos, un trampolín bajo mis pies... Corta todo aquello que en mí va hacia algo distinto del fruto... Es una locura ver trabajar a todos estos chapuceros que se oponen a tu Ley... Una linterna alumbra el camino ante mí para conducirme... Tengo Tu mano sobre la mía...".
Ley juridica y relaciones personales... Con frecuencia, consideramos la Ley como una "cosa", como un "código impersonal". En este sentido, cometer una infracción contra la Ley, no tiene importancia, si uno no es visto. En este salmo, la Ley tiene relación con "Alguien". Los sinónimos utilizados son elocuentes: Tu Ley... Tus exigencias... Tus caminos... Tus preceptos... Tus mandamientos... Tus voluntades... Tus decisiones... Tus palabras... Cuando dos personas se aman, están ligadas la una a la otra por una especie de Ley, pero una Ley que no tiene nada que ver con los juridicismos, o los formalismos: "Puesto que te amo, me siento íntimamente obligado a escucharte, a darte gusto, a cumplir tus deseos. Dime qué deseas. Seré feliz haciéndolo". Esto debería ocurrir entre Dios y nosotros. La "moral" antes que un problema de "permitido y prohibido" es cuestión de relación entre dos voluntades, entre dos personas. Un código de leyes no puede perdonarme: cuando he cometido la infracción, subsiste. Pero "alguien" puede perdonarme, por el pesar que le he causado rehusándole algo.
Padre, hágase Tu voluntad. Una forma de recitar este salmo, podría ser la de repetir como una especie de estribillo la fórmula del "Padre Nuestro", después de cada uno de los versículos. Sería dar contenido concreto a esta petición de la oración de Jesús (Noel Quesson).
3. 1 Co 2, 6-10. El contexto de la exposición de la Sabiduría de Dios y su contraste con la del mundo, tema de los primeros capítulos de esta carta, Pablo comienza a desarrollar el punto de la revelación de Dios. La sabiduría de Dios es Cristo (cf 1Co 1,30). Es importante esta identificación. El plan de Dios, fruto de su sabiduría, es realizado y aún concebido por y en Cristo. Ya se sabe que además las distinciones entre las personas divinas en cuanto a su acción hacia afuera son siempre imperfectas y aproximadas. En todo caso queda claro que esa acción de Dios está totalmente vinculada con Cristo y con el Espíritu (2,10). Pablo contrapone este plan de Dios con la actitud del hombre seguro de sí, cerrado sobre él mismo, confiado en su estrecha visión de la realidad. Son los "príncipes de este mundo", sometidos, a su pesar, a otros señores distintos de Dios. Este hombre se priva, como mínimo, de participar en ese destino que Dios ha concebido para él. Con lo cual fracasa radicalmente. El hombre, para ser él mismo, tal como Dios lo ha pensado y realizado, tiene que ser centro descentrado de sí hacia el Señor y hacia sus hermanos, con lo cual, al realizar su destino, es más feliz y más hombre en último término. El cerrarse sobre uno mismo, en contra o al margen de Cristo-Sabiduría y, por consiguiente, de los demás, lejos de ser más hombre, pierde esa condición y se deshumaniza. ¡Paradojas del ser humano/divino! (Federico Pastor).
Los gnósticos se envanecían en una sabiduría que decían alcanzar los "perfectos" después de ser iniciados gradualmente en los "misterios". Frente a esta sabiduría (gnosis) de las religiones, San Pablo opone la verdadera sabiduría que no es de este mundo y que Dios concede a todos los que llegan, purificados en el bautismo e iluminados por el Espíritu Santo, a participar de la misma vida divina. Esta sabiduría, como experiencia de la salvación cristiana es la que se esconde en la voluntad divina de salvar a los hombres y se manifiesta ya en los creyentes, aunque ha de llegar aún a revelarse plenamente al fin de los tiempos.
Los que ahora son "iniciados" por el Espíritu Santo llegarán a ser también, realmente, los "perfectos". A diferencia de la que practicaban los gnósticos, la iniciación cristiana es una gracia de Dios que opera en sus elegidos. Mientras las religiones son el intento humano de alcanzar a Dios donde él está, la fe cristiana es la respuesta del hombre que Dios provoca graciosamente viniendo él mismo donde nosotros estamos. Toda mística que pretenda sacar al hombre del mundo donde el Hijo de Dios se ha hecho carne, no es una mística cristiana.
Los "príncipes de este mundo" no conocieron la sabidurìa divina de la que habla San Pablo. Pues si la hubieran conocido, no hubieran crucificado al "Señor de la Gloria", es decir, a Jesús, en quien se manifiesta esa sabiduría con toda su plenitud. Los "príncipes de este mundo", en este contexto, no pueden ser otros que los caudillos y las autoridades que, orientando su vida según criterios meramente mundanos no son capaces de descubrir y aceptar la salvación que ofrece Dios en Cristo. Entre estos hay que contar especialmente a los que condenaron a muerte a Jesús, a los dirigentes de Israel que los rechazaron (cf Hch 3,17).
v.9: Esta cita no se encuentra expresamente en el A.T.; sin embargo, puede tratarse muy bien de una composición de dos citas de Isaías (64, 3; 52, 15) en versión libre. San Pablo no refiere estas palabras a la felicidad futura del cielo, sino a toda la experiencia de la salvación con la que es agraciado el hombre por la fe en Cristo.
La fuente de esta sabiduría divina que penetra la profundidad de Dios y que, por lo tanto, supera toda sabiduría meramente humana, es el Espíritu Santo y el amor que Dios derrama en nuestros corazones (Rm 5,5; Rm 8,5-27): “Eucaristía 1987”.
4. Mt 5,17-37 (vv 17-19: ver Miércoles de la 10ª Semana del Tiempo Ordinario y Miércoles de la 3ª Semana de Cuaresma). Es continuación de los dos domingos anteriores, los bienaventurados y los que han de ser sal de la tierra y luz del mundo. Aquí en sus relaciones con la Ley y los Profetas, es decir con el amor. Jesús no ha venido a abolir la Ley y los Profetas, sino a darles plenitud. El pasado requiere profundización, hasta dar a esas estructuras su sentido último y definitivo. La relación de Jesús con las estructuras no fue de enfrentamiento o de negación, pero tampoco fue de conformismo, de aceptación mecánica o de repetición literal. Los ejemplos que pone Jesús son prácticos de su tiempo. En ellos se reproduce un mismo esquema: Se ha dicho... yo os digo. Un esquema que avanza no por abolición o supresión de lo dicho, sino por ahondamiento y enriquecimiento de lo dicho. Es el esquema letra-espíritu de la letra.
Versos 21-26. No matarás (Ex.20,13; Deut.5,17). Por supuesto. Pero, ¿sólo se mata con las armas? ¿Y las peleas? ¿Y los insultos? ¿Y los pleitos? Hay palabras y actuaciones que matan. La reconciliación debe ser algo previo a todo tipo de cumplimiento religioso.
Versos 27-30. No cometerás adulterio (Ex.20, 14;Deut. 5,18). Por supuesto. ¿Basta sin embargo, con no adulterar? Hay que tener también un corazón limpio y desinteresado. Corazón, que mira bien, pero sin traumas debido a miopes interpretaciones.
Versos 31-32. El que se divorcie de su mujer, que le dé acta de repudio (Dt 24,1). El objetivo de esta ley era garantizar a la mujer repudiada un mínimo de dignidad y de aceptación social, que por ser mujer y por haber sido repudiada fácilmente se le negaban. El acta de repudio era un instrumento jurídico de defensa mínima de la mujer. ¿Basta esta defensa mínima? ¿No sería mejor no perjudicar a la mujer hasta el punto de obligarla a tener que buscar otro hombre? Este tercer ejemplo hay que enmarcarlo en el contexto social, económico y cultural de la época. En él no se trata de la indisolubilidad del matrimonio, a la que, por cierto, hay que explicar lo que aquí parece que sea una cláusula exceptiva, sino de profundizar en el respeto y en el reconocimiento de la mujer. Es en la tradición de la Iglesia que el Espíritu Santo va madurando la Revelación, explicitando su contenido, sus virtualidades.
Versos 33-37. No jurarás en falso, cumplirás tus votos al Señor (Lv 19, 12; Nm 30, 2; Dt 23, 21). Por supuesto que está mal jurar a sabiendas de que lo que se jura es falso o que no se va a cumplir. Pero, ¿hay que estar poniendo siempre a Dios por testigo o garante de que lo que se dice o promete se va a hacer? ¿Somos por nosotros mismos incapaces de cumplir lo que decimos y prometemos? ¿Somos tan inmaduros que necesitamos de la ayuda de Dios para que se nos crea? Interesante ejemplo de desacralización.
Nos hallamos ante un texto clave, propio y exclusivo de Mateo, una vez más el judío de los evangelistas. Y paradójicamente el menos judío. El eterno problema de lo antiguo y lo nuevo, la tradición y la innovación, las estructuras y el individuo. Texto capital para la línea de actuación en él señalada, en su doble vertiente teórica y práctica. Texto programático por pertenecer al discurso de la montaña. Texto a seguir practicando en toda su dinámica. Todo letrado que entiende del Reino de los cielos se parece a un padre de familia que saca de su arcón cosas nuevas y antiguas (Mt 13,52). También estas palabras son exclusivas del Jesús de Mateo. La cuestión se ve que le preocupó al evangelista eclesial (Alberto Benito). Aquí el infierno está en el que no vive la caridad. Es lo más grave.
El v.17 de este capítulo (omitido en la lección breve) es una declaración de la actitud fundamental de Jesús respecto a la "ley y los profetas", es decir, al A.T. en su totalidad. Jesús reconoce el A.T. como palabra de Dios, pero no como palabra definitiva, ya que para pronunciar precisamente esta palabra definitiva vino él al mundo.
En consecuencia, Jesús no se presenta como un revolucionario religioso que rompa drásticamente con la herencia de Israel: "No creáis que he venido a abolir la ley y los profetas; no he venido a abolir, sino a dar plenitud".
Jesús da cumplimiento en su vida a todas las profecías, cosa que San Mateo no pasa por alto y constata aquí y allá a lo largo de su evangelio. Por otra parte, supuesta la ordenación a Cristo del A.T., todo lo que en él tenía un carácter transitorio queda ya cumplido con la venida de Cristo y, por lo tanto, superado; por ejemplo, todo el culto vétero-testamentario cede ante el sacrificio insuperable de la cruz.
Los preceptos morales de la Ley llegan a su plenitud en Cristo en un doble sentido: a)Porque Jesús es aquél que hace realmente toda la voluntad de Dios expresada en aquellos preceptos, de suerte que ahora cumplir la voluntad de Dios es para nosotros seguir a Cristo; b)Porque Jesús restituye los mandamientos divinos a su pureza, proclamándolos con toda la claridad y profundidad, derogando aquello que había sido ordenado a título de simple concesión por la dureza del corazón de Israel y reduciendo todos los preceptos al mandamiento del amor a Dios y al prójimo.
El sentido de las antítesis tiene ante todo este significado: "Dios ha dicho por medio de Moisés..., pero por medio de mí dice...". Con esto se señala expresamente el lugar escriturístico citado como Palabra de Dios; y los "antiguos", a quienes les fue dicha esta palabra, no son los maestros judíos (véase Mc 7,3), ni los antecesores de aquellos judíos en general, sino la generación del desierto, aquélla a la que por vez primera se le proclamó el Decálogo (véase Ex 19-20).
Solamente las palabras "no matarás" se encuentran en el Decálogo literalmente. Sin embargo, la coletilla recoge abreviadamente lo que el A.T. determina como castigo por el asesinato (Ex 21,12: Lev 24,17; Núm 35,16-24). La Ley vétero-testamentaria prohíbe y castiga el hecho externo, el asesinato acabado.
v.26: La segunda sentencia, que también se halla en Lc 12,57-59), agudiza la obligación de la reconciliación con el enemigo, y lo hace mediante el ejemplo de la vida cotidiana. Quien con su enemigo de proceso se reconoce totalmente culpable, cuando aún va de camino hacia el juez, obrará muy razonablemente, si da por terminado el contencioso y se pone de acuerdo con él, antes de encontrarse con la dureza del juicio. Lucas es quien ofrece el texto original de esta sentencia y su mejor composición. En el se ve totalmente claro que se trata de una llamada a la conversión, en vista del juicio escatológico, revestida de parábola. Con esta comprensión pierde el texto la forma de regla de actuación por motivos de carácter egoísta. En la composición de Mateo, en lugar de la relación a Dios, se encuentra como telón de fondo la relación al prójimo (“Eucaristía 1987”).
Jesús es el perfecto cumplidor de la Ley, porque la ha cumplido con un amor cuya única medida es no tener medida. "Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13,1). Nos amó hasta el colmo, hasta el sacrificio de su vida. Esta es la Nueva Ley del cristiano. No hay que preguntarse ya hasta dónde es posible llegar sin pecar, sino cómo es posible llegar hasta el límite del amor. Porque la Ley comienza con "No matarás", pero se cumple y se perfecciona cuando uno está dispuesto a morir por sus enemigos.
Al comienzo del evangelio, Jesús subraya que no ha venido a abolir la ley dada por Dios en la Antigua Alianza, sino a darle plenitud: a cumplirla en su sentido original, tal y como Dios quiere. Y esto hasta en lo más pequeño, es decir, hasta el sentido más íntimo que Dios le ha dado. Este sentido fue indicado en el Sinaí: «Santificaos y sed santos, porque yo soy santo» (Lv 11,44). Jesús lo reitera en el sermón de la montaña: «Sed buenos del todo, como es bueno vuestro Padre del cielo» (Mt S,48). Tal es el sentido de los mandamientos: quien quiere estar en alianza con Dios, debe corresponder a su actitud y a sus sentimientos; esto es lo que pretenden los mandamientos. Y Jesús nos mostrará que este cumplimiento de la ley es posible: él vivirá ante nosotros, a lo largo de su vida, el sentido último de la ley, hasta que «todo (lo que ha sido profetizado) se cumpla», hasta la cruz y la resurrección. No se nos pide nada imposible, la primera lectura lo dice literalmente: «Si quieres, guardarás sus mandatos». «Cumplir la voluntad de Dios» no es sino «fidelidad», es decir: nuestro deseo de corresponder a su oferta con gratitud. «El precepto que yo te mando hoy no es cosa que te exceda ni inalcanzable... El mandamiento está a tu alcance; en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo» (Dt 30,11.14).
"Pero yo os digo". Ciertamente parece que en todas estas antítesis («Habéis oído que se dijo a los antiguos... Pero yo os digo») Jesús quiere reemplazar la ley de la Antigua Alianza por una ley nueva. Pero la nueva no es más que la que desvela las intenciones y las consecuencias últimas de la antigua. Jesús la purifica de la herrumbre que se ha ido depositando sobre ella a causa de la negligencia y de la comodidad minimalista de los hombres, y muestra el sentido límpido que Dios le había dado desde siempre. Para Dios jamás hubo oposición entre la ley del Sinaí y la fe de Abrahán: guardar los mandamientos de Dios es lo mismo que la obediencia de la fe. Esto es lo que los «letrados y fariseos» no habían comprendido en su propia justicia, y por eso su «justicia» debe ser superada en dirección a Abrahán y, más profundamente aún, en dirección a Cristo. La alianza es la oferta de la reconciliación de Dios con los hombres, por lo que el hombre debe reconciliarse primero con su prójimo antes de presentarse ante Dios. Dios es eternamente fiel en su alianza, por eso el matrimonio entre hombre y mujer debe ser una imagen de esta fidelidad. Dios es veraz en su fidelidad, por lo que el hombre debe atenerse a un sí y a un no verdaderos. En todo esto se trata de una decisión definitiva: o me busco a mí mismo y mi propia promoción, o busco a Dios y me pongo enteramente a su servicio; es decir, escojo la muerte o la vida: «Delante del hombre están muerte y vida: le darán lo que él escoja» (primera lectura).
Cielo o infierno. El radicalismo con el que Jesús entiende la ley de Dios conduce a la ganancia del reino de los cielos (Mt 5,20) o a su pérdida, el infierno, el fuego (Mt 5,22.29.3O). El que sigue a Dios, le encuentra y entra en su reino; quien sólo busca en la ley su perfección personal, le pierde y, si persiste en su actitud, le pierde definitivamente. El mundo (dice Pablo en la segunda lectura) no conoce este radicalismo; sin el Espíritu revelador de Dios «ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar» lo que Dios da cuando se corresponde a su exigencia. Pero a nosotros nos lo ha revelado el Espíritu Santo, «que penetra hasta la profundidad de Dios», y con ello también hasta las profundidades de la gracia que nos ofrece en la ley de su alianza: «ser como él» en su amor y en su abnegación (Hans Urs von Balthasar). Llucià Pou Sabaté
Es inmensa la sabiduría del Señor, / es grande su poder y lo ve todo; / los ojos de Dios ven las acciones, / él conoce todas las obras del hombre; / no mandó pecar al hombre, / ni deja impunes a los mentirosos.
Salmo 118,1-2. 4-5. 17-18. 33-34. R/. Dichosos los que caminan en la voluntad del Señor.
Dichoso el que con vida intachable / camina en la voluntad del Señor; / dichoso el que guardando sus preceptos / lo busca de todo corazón.
Tú promulgas tus decretos / para que se observen exactamente; / ¡ojalá esté firme mi camino / para cumplir tus consignas!
Haz bien a tu siervo: viviré / y cumpliré tus palabras; / ábreme los ojos y contemplaré / las maravillas de tu voluntad.
Muéstrame, Señor, el camino de tus leyes / y lo seguiré puntualmente; / enséñame a cumplir tu voluntad / y a guardarla de' todo corazón.
Primera carta del Apóstol San Pablo a los Corintios 2,6-10. Hermanos: Hablamos, entre los perfectos una sabiduría que no es de este mundo ni de los príncipes de este mundo, que quedan desvanecidos, sino que enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para nuestra gloria. Ninguno de los príncipes de este mundo la ha conocido, pues si la hubiesen conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria. Sino como está escrito: «Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman.» Y Dios nos lo ha revelado por el Espíritu; y el Espíritu todo lo penetra, hasta la profundidad de Dios.
Evangelio según San Mateo 5,17-37. En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: [No creáis que he venido a abolir la ley o los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la ley. El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres, será el menos importante en el Reino de los Cielos.] Pero quien los cumpla y enseñe, será grande en el Reino de los Cielos. Os lo aseguro: si no sois mejores que los letrados y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos.
Habéis oído que se dijo a los antiguos: no matarás, y el que mate será procesado. Pero yo os digo: todo el que esté peleado con su hermano será procesado. [Y si uno llama a su hermano «imbécil», tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama «renegado», merece la condena del fuego. Por tanto, si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda. Con el que te pone pleito procura arreglarte en seguida, mientras vais todavía de camino, no sea que te entregue al juez, y el juez al alguacil, y te metan en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último cuarto.]
Habéis oído el mandamiento «no cometerás adulterio». Pues yo os digo: el que mira a una mujer casada deseándola, ya ha sido adúltero con ella en su interior.
[Si tu ojo derecho te hace caer, sácatelo y tíralo. Más te vale perder un miembro que ser echado entero en el Abismo. Si tu mano derecha te hace caer, córtatela y tírala, porque más te vale perder un miembro que ir a parar entero al Abismo.
Está mandado: «El que se divorcie de su mujer, que le dé acta de repudio.» Pues yo os digo: el que se divorcie de su mujer -excepto en caso de prostitución- la induce al adulterio, y el que se case con la divorciada comete adulterio.]
Sabéis que se mandó a los antiguos: «No jurarás en falso» y «Cumplirás tus votos al Señor». Pues yo os digo que no juréis en absoluto: [ni por el cielo, que es el trono de Dios; ni por la tierra, que es estrado de sus pies; ni por Jerusalén, que es la ciudad del Gran Rey. Ni jures por tu cabeza, pues no puedes volver blanco o negro un solo pelo]. A vosotros os basta decir sí o no. Lo que pasa de ahí viene del Maligno.
Comentario: Jesús lleva al cumplimiento la Ley, que vemos en la Antigua Alianza. No mira sólo lo que se ve, sino las intenciones del corazón. Las angustias y el miedo pueden venir de no saber superar el legalismo y en cambio la paz viene de ser radicalmente cristianos, y vivir lo que rezamos: “Tú, en la etapa final de la historia, / has enviado a tu Hijo, / como huésped y peregrino en medio de nosotros, / para redimirnos del pecado y de la muerte, / y has derramado el Espíritu, / para hacer de todas las naciones un solo pueblo nuevo, / que tiene como meta, tu reino, / como estado, la libertad de tus hijos, / como ley, el precepto del amor” (Prefacio común VII).
1. Si 15,16-21. A modo de prólogo. El origen del mal y del pecado, tanto a nivel individual como colectivo, es un problema agudo que ha roído la mente humana en todas las etapas de su historia. De él se hacen eco tanto los relatos mitológicos más antiguos, vg. los babilónicos, como la literatura más actual. La gran tentación humana ha consistido siempre en no querer cargar con la maldad que cometemos y echar las culpas a los demás, como vimos con el pecado de Adán que se las carga a "esa mujer que tú me diste", y Eva, a la serpiente. El discípulo de Ben Sirah objeta: "...Mi pecado viene de Dios...", "...El me ha extraviado..." (vs. 11-12); pero el maestro responde tajante: no digas eso (vs.11-12), Dios "no mandó pecar al hombre" (v.20). El pecado humano es siempre fruto del libre albedrío, de su propia elección (v.14). El Señor es inocente, no saca ninguna utilidad engañando; más aún, odia toda maldad tanto de palabra como de obra. Y como música de fondo de este film suenan las palabras que pronunció el Creador al contemplar sus obras en Gn.1: "y vio Dios que era muy bueno". Sólo el hombre, haciendo mal uso de su libertad, es responsable del mal de esta película (v.14). E. Fromm nos recuerda que el hombre es el único ser de la creación que puede decir "si" al bien, a la vida y, en consecuencia, llevar una auténtica existencia humana: pero es también el único ser que puede decir "no" al bien (cfr. v.17) y degradarse como los animales salvajes. A través de su libertad el hombre puede realizarse o degradarse. A veces podrá escoger entre dos bienes, pero otras veces deberá elegir entre el bien, que es vida, y el mal que es muerte. Y esta libertad no está exenta de responsabilidad: Dios está siempre atento a la elección humana (vs. 18 ss). Toda la vida humana es un dilema: debemos escoger entre el bien-vida o el mal-muerte (cf Dt 30,15ss.). Elegimos la muerte si nos comportamos "como seres humanos separados, aislados, egoístas, incapaces de superar la separación con la unión amorosa". En la libertad el hombre se realiza, pero debe "gozar de una libertad no arbitraria sino que ofrezca la posibilidad de ser uno mismo, y no un atado de ambiciones, sino una estructura delicadamente equilibrada que en todo momento se enfrente a la alternativa de desarrollarse o caer, vivir o morir" (E.Fromm: A. Gil Modrego).
Dios no quiere jamás el mal. Si éste se da, lo castiga. Ante el hombre siempre está la posibilidad de la vida o la muerte (pecado). El hombre, si quiere, puede optar por la primera, pero, si elige el pecado, la responsabilidad es sólo suya. Libertad y responsabilidad del hombre. Santiago en su carta (St 1,13) recordará la primera fase del presente discurso. Ya en Dt 30,15-20, Moisés decía a su pueblo: "Ante ti están la muerte y la vida; tú escogerás". A veces, la Biblia parece decir que Dios impulsa al hombre a pecar para después castigarlo (cf Ex 10,27; 2S 24,1); sin embargo, no hay duda de que el hombre es libre. Los israelitas estaban tan convencidos de que nada se hace sin Dios, que les costaba explicarse cómo un hombre puede pecar sin que ésa sea la voluntad de Dios. Pero, aunque les falten las palabras para explicarlo, consideraban siempre al hombre responsable de sus actos (“Eucaristía 1990”).
Mandato, mandamiento, precepto, obligación son palabras que nuestra sensibilidad, consciente o inconsciente, acusa como motivo de un cierto malestar. Nos molesta lo impuesto, aunque sea de Dios. Nos hemos educado en una "falsa conciencia" que dio por resultado el "aceptar" que lo molesto, lo duro y hasta lo imposible era signo de una "perfección, por otro lado también, casi imposible o reservada para los "santos". Este hecho tiene su explicación y hemos de ser sinceros y escudriñar nuestro interior. La queja, tantas veces oída, de que los mandamientos de Dios eran negativos más que positivos es consecuencia de una visión incompleta y muy tosca del pensamiento bíblico. Escritor famoso hubo entre nosotros que dijo: "El Padrenuestro está muy bien escrito... los mandamientos no tanto". ¿Qué es el mandamiento, los mandamientos, en el pensamiento bíblico? ¿Cómo puede haber el gran "mandamiento" del amor? En esta lectura podemos encontrar el sentido del mandato y la superación de perspectivas cortas y hasta inexactas. Para el pueblo de Israel, como más tarde para el pueblo cristiano, el mandamiento no tiene el sentido de "ley" de la mentalidad moderna. El mandamiento es una propuesta de libertad, aunque nos parezca paradójico. El Dios de la Alianza establece unos mandamientos que son cuestión de vida o muerte. El cumplirlos es vivir, el olvidarlos es morir. Y el hombre tiene libertad para elegir entre la vida o la muerte. El mandamiento es el camino de la salvación. Y la salvación no se impone. Es convocatoria positiva. Solamente una seria reflexión sobre el pensamiento bíblico nos revela el profundo amor del mandamiento como liberación de los peligros, de la muerte. Los mandamientos son el sendero para la realización de nuestro "mejor yo", de nuestro mejor "nosotros". Descubrir en el mandamiento la vida, la auténtica vida, nuestra mejor vida, es entrar en el ámbito de la fe que es situar nuestra vida donde realmente está: ante Dios. Y ante Dios sólo hay una salida: la salvación. Pero todo esto "si quieres" (Carlos Castro).
2. Sal 118,145-152: Jesús se goza en la obediencia amorosa a su Padre. El amor a la Ley de Dios, es decir a su Palabra, a su designio, a su voluntad soberana, es tan acendrado, que el texto abraza en sí casi todos los géneros literarios. El acróstico agrupa, bajo cada una de las letras del alefato hebreo, ocho versículos (7+1, como expresión de una perfección consumada) y en cada estrofa suele mencionar ocho sinónimos de la Ley: leyes, decretos, palabras, promesa, mandamientos, preceptos... El texto representa, pues, el deseo -que en el salmista es vehemente- de que la Ley sea el principio conductor de la propia vida. Nosotros, además, podemos arrojar aún sobre el texto la luz de la doctrina de Pablo cuando -dirigiéndose a los cristianos de Roma- escribe: 'Mi ley es Cristo.' He aquí la clave para la oración cristológica de quienes nos adelantamos a la aurora, en esta mañana de sábado, para esperar en las palabras inspiradas. Que este anhelo enamorado del salmista por la Ley se traduzca, en nuestro caso, en un poner a Cristo -nuestra Ley- como principio conductor de la entera jornada de hoy, en espera de mañana, el Domingo en el que celebraremos su gloriosa Resurrección.
Al percibir la correspondencia que existe entre Cristo y el salmista, es fácil precisar el sentido que contiene cada versículo en labios de Jesús. Más aún, las estrofas de este salmo traducen sencilla y vigorosamente los más bellos sentimientos del Señor para orar a su Padre, para hacer su voluntad, "con una discreción que podríamos denominar 'pudor viril'. En esos apartamientos hay algo más que el recogimiento ordinario del alma piadosa; se trata de la misteriosa soledad del Hijo. Había en Cristo algo íntimo, un 'sancta sanctorum' al que no tenía acceso ni su misma Madre, sino únicamente su Padre. Cuando Jesús ora, se sale completamente del círculo de la humanidad para colocarse exclusivamente en el de su Padre celestial. Sólo al Padre necesita'' (K. Adam). "Así como Jesús, que, mientras estaba a solas, estaba continuamente con el Padre (Lc 3,21; Mc 1,35), también el presbítero debe ser el hombre, que, en la soledad, encuentra la comunión con Dios, por lo que podrá decir con San Ambrosio: «Nunca estoy tan acompañado como cuando estoy solo»" (Directorio vida sacerdotes). Una colecta sálmica, proveniente del antiguo rito visigótico, nos orienta al Padre para rogar con una plegaria que se forja con las palabras del salmo: "Responde, Señor, a nuestra voz por tu inmensa misericordia; y, ya que Tú mismo inspiras los bienes que te pedimos, concédenos también, propicio, la misericordia que imploramos. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén" (cf F. Aroncena).
Juan Pablo II decía: “El Salmo 18 también compara la Ley de Dios con el sol, cuando afirma que «los preceptos del Señor son rectos, gozo del corazón; luz de los ojos» (18, 9). En el libro de los Proverbios se confirma después que «el mando es una lámpara y la enseñanza una luz» (6, 23). Cristo mismo se presentará como revelación definitiva precisamente con esa misma imagen: «Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Juan 8, 12)… el justo conserva intacta su fidelidad: «Acepta, Señor, los votos que pronuncio, enséñame tus mandatos... no olvido tu voluntad... no me desvié de tus decretos» (Salmo 118, 106.109.110). La paz de la conciencia es la fuerza del creyente, su constancia en la obediencia a los mandamientos divinos es el manantial de la serenidad.
Por eso es coherente la declaración final: «Tus preceptos son mi herencia perpetua, la alegría de mi corazón» (versículo 111). Esta es la realidad más preciosa, la «herencia», la «alegría» (v. 112), que el salmista custodia con vigilante atención y amor ardiente: las enseñanzas y los mandamientos del Señor. Quiere ser totalmente fiel a la voluntad de su Dios. Por este camino encontrará la paz del alma y logrará atravesar el nudo oscuro de las pruebas, alcanzando la verdadera alegría.
En este sentido, son iluminantes las palabras de san Agustín, quien al comenzar el comentario del Salmo 118 desarrolla el tema de la alegría que surge de la observancia de la Ley del Señor. «Este salmo amplísimo desde el inicio nos invita a la bienaventuranza, que, como es sabido, constituye la esperanza de todo hombre. ¿Puede haber alguien que no desee ser feliz? Pero si es así, ¿qué necesidad hay de invitaciones a alcanzar una meta a la que tiende espontáneamente el espíritu humano?... ¿No será porque, si bien todos aspiran a la bienaventuranza, sin embargo la mayoría no sabe cómo alcanzarla? Sí, esta es la enseñanza de quien comienza diciendo: Dichoso el que, con vida intachable, camina en la voluntad del Señor. Parece querer decir: Sé lo que quieres; sé que estás en busca de la bienaventuranza: pues bien, si quieres ser bienaventurado, debes ser intachable. Lo primero lo buscan todos; pocos se preocupan sin embargo de lo segundo. Pero sin esto no se puede alcanzar la aspiración común. ¿Dónde tendremos que ser intachables si no es en el camino? Éste, de hecho, no es otro que la ley del Señor. ¡Bienaventurados, por tanto, quienes son intachables en el camino, los que caminan en la ley del Señor! No es una exhortación superflua, sino algo necesario para nuestro espíritu». Acojamos la conclusión del gran obispo de Hipona, quien confirma la permanente actualidad de la bienaventuranza prometida a quienes se esfuerzan por cumplir fielmente la voluntad de Dios.
El autor no se preocupa por las apariencias. Es más bien un "enamorado" de Dios que no se cansa de repetir indefinidamente: "yo te amo"... "yo te amo"... "yo te amo"... Quien nunca se ha enamorado no comprenderá esto y le parecerá monótona esta repetición. Vista ya la sutil composición de este salmo, de inmediato hay que olvidarla y recitarlo, de una sola vez, como una especie de murmullo, como una respiración, como una pulsación. Hay aquí una especie de danza interior, un rito algo íntimo. Observemos la abundancia de "posesivos" en segunda persona del singular. Este tuteo amoroso es embrujador: "Tu" Ley... "Tus" voluntades... "Tu" rostro... "Tus" órdenes... etc. Ante su Padre, Jesús siempre tuvo un comportamiento de obediencia amorosa, tal como lo expresa este salmo. "Obro según el mandamiento que me dio mi Padre"(Juan 14,31) "Hágase tu voluntad" (Mateo 6, 10- 26, 42). "Mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre" (Juan 4, 32). Nadie como Jesús une la "obediencia" y el "amor": "Si me amáis, seréis fieles a mis mandamientos" (Juan 14,15). El que recibe mis preceptos y los guarda, ése es el que me ama;... Yo también lo amaré..." (Juan 14,21).
La Ley de Dios, es también la "Ley interna" del hombre. La Ley, para un hebreo, no era este código jurídico, rígido, de "permitido y prohibido", transmitido por la herencia romana. La Ley era el más bello regalo de Dios, el don de Dios al pueblo que El amaba, con el que había hecho Alianza. El hombre sin Ley, es un hombre abandonado a sí mismo, que no sabe cómo comportarse, que no conoce las normas de su propio ser. La Biblia, a menudo, establece una relación entre las leyes del universo y las leyes morales, siendo las primeras garantía de las segundas. En efecto, el desarrollo de las ciencias, en estos tiempos modernos, nos ha enseñado hasta qué punto los seres están construidos según estructuras delicadas y complejas que no se pueden violar impunemente. Quien no respeta las leyes de la naturaleza, las leyes internas que rigen su vida... se destruye inexorablemente. La Ley de Dios es "vital", es una regla de vida. "Mira: hoy pongo ante ti la vida y la felicidad, o bien, la muerte y la desgracia" (Dt 30,15). Al revelarnos Dios la Ley de nuestro ser nos hace un gran servicio: seguir esta ley es crecer, es vivir.
El amor, energia esencial, Ley esencial. El Padre Teilhard de Chardin, hablando a la vez como paleontólogo, filósofo y teólogo, afirma: "El Amor es la más universal, la más formidable y la más misteriosa de todas las energías cósmicas... Cuanto más escudriño la pregunta fundamental sobre el porvenir de la tierra, más me doy cuenta que el principio generador de su unificación no hay que buscarlo solamente en la contemplación de una sola verdad, ni en el solo deseo provocado por una cosa, sino en la atracción común ejercida por un Alguien... ¡Amaos los unos a los otros! Esta palabra, pronunciada hace ya dos mil años, se descubre como la Ley estructural y esencial de lo que llamamos "progreso" y "evolución". Esta Ley del Amor entra en el dominio científico de las energías cósmicas y de las leyes necesarias". La obediencia a Dios, una alegria, un logro. Escuchemos una vez más las traducciones sui generis de Paul Claudel: "Estoy sobre la tierra como un hombre extraviado: Dame una señal para encontrarme... La ceguera no es la forma de ver claro, ni el andar tortuosamente, la de andar derecho... Mis labios no hacen más que repetir Tu boca... Quita de mis pies el tapiz del mal, fabricame una pendiente hacia el bien... Tus mandamientos, un trampolín bajo mis pies... Corta todo aquello que en mí va hacia algo distinto del fruto... Es una locura ver trabajar a todos estos chapuceros que se oponen a tu Ley... Una linterna alumbra el camino ante mí para conducirme... Tengo Tu mano sobre la mía...".
Ley juridica y relaciones personales... Con frecuencia, consideramos la Ley como una "cosa", como un "código impersonal". En este sentido, cometer una infracción contra la Ley, no tiene importancia, si uno no es visto. En este salmo, la Ley tiene relación con "Alguien". Los sinónimos utilizados son elocuentes: Tu Ley... Tus exigencias... Tus caminos... Tus preceptos... Tus mandamientos... Tus voluntades... Tus decisiones... Tus palabras... Cuando dos personas se aman, están ligadas la una a la otra por una especie de Ley, pero una Ley que no tiene nada que ver con los juridicismos, o los formalismos: "Puesto que te amo, me siento íntimamente obligado a escucharte, a darte gusto, a cumplir tus deseos. Dime qué deseas. Seré feliz haciéndolo". Esto debería ocurrir entre Dios y nosotros. La "moral" antes que un problema de "permitido y prohibido" es cuestión de relación entre dos voluntades, entre dos personas. Un código de leyes no puede perdonarme: cuando he cometido la infracción, subsiste. Pero "alguien" puede perdonarme, por el pesar que le he causado rehusándole algo.
Padre, hágase Tu voluntad. Una forma de recitar este salmo, podría ser la de repetir como una especie de estribillo la fórmula del "Padre Nuestro", después de cada uno de los versículos. Sería dar contenido concreto a esta petición de la oración de Jesús (Noel Quesson).
3. 1 Co 2, 6-10. El contexto de la exposición de la Sabiduría de Dios y su contraste con la del mundo, tema de los primeros capítulos de esta carta, Pablo comienza a desarrollar el punto de la revelación de Dios. La sabiduría de Dios es Cristo (cf 1Co 1,30). Es importante esta identificación. El plan de Dios, fruto de su sabiduría, es realizado y aún concebido por y en Cristo. Ya se sabe que además las distinciones entre las personas divinas en cuanto a su acción hacia afuera son siempre imperfectas y aproximadas. En todo caso queda claro que esa acción de Dios está totalmente vinculada con Cristo y con el Espíritu (2,10). Pablo contrapone este plan de Dios con la actitud del hombre seguro de sí, cerrado sobre él mismo, confiado en su estrecha visión de la realidad. Son los "príncipes de este mundo", sometidos, a su pesar, a otros señores distintos de Dios. Este hombre se priva, como mínimo, de participar en ese destino que Dios ha concebido para él. Con lo cual fracasa radicalmente. El hombre, para ser él mismo, tal como Dios lo ha pensado y realizado, tiene que ser centro descentrado de sí hacia el Señor y hacia sus hermanos, con lo cual, al realizar su destino, es más feliz y más hombre en último término. El cerrarse sobre uno mismo, en contra o al margen de Cristo-Sabiduría y, por consiguiente, de los demás, lejos de ser más hombre, pierde esa condición y se deshumaniza. ¡Paradojas del ser humano/divino! (Federico Pastor).
Los gnósticos se envanecían en una sabiduría que decían alcanzar los "perfectos" después de ser iniciados gradualmente en los "misterios". Frente a esta sabiduría (gnosis) de las religiones, San Pablo opone la verdadera sabiduría que no es de este mundo y que Dios concede a todos los que llegan, purificados en el bautismo e iluminados por el Espíritu Santo, a participar de la misma vida divina. Esta sabiduría, como experiencia de la salvación cristiana es la que se esconde en la voluntad divina de salvar a los hombres y se manifiesta ya en los creyentes, aunque ha de llegar aún a revelarse plenamente al fin de los tiempos.
Los que ahora son "iniciados" por el Espíritu Santo llegarán a ser también, realmente, los "perfectos". A diferencia de la que practicaban los gnósticos, la iniciación cristiana es una gracia de Dios que opera en sus elegidos. Mientras las religiones son el intento humano de alcanzar a Dios donde él está, la fe cristiana es la respuesta del hombre que Dios provoca graciosamente viniendo él mismo donde nosotros estamos. Toda mística que pretenda sacar al hombre del mundo donde el Hijo de Dios se ha hecho carne, no es una mística cristiana.
Los "príncipes de este mundo" no conocieron la sabidurìa divina de la que habla San Pablo. Pues si la hubieran conocido, no hubieran crucificado al "Señor de la Gloria", es decir, a Jesús, en quien se manifiesta esa sabiduría con toda su plenitud. Los "príncipes de este mundo", en este contexto, no pueden ser otros que los caudillos y las autoridades que, orientando su vida según criterios meramente mundanos no son capaces de descubrir y aceptar la salvación que ofrece Dios en Cristo. Entre estos hay que contar especialmente a los que condenaron a muerte a Jesús, a los dirigentes de Israel que los rechazaron (cf Hch 3,17).
v.9: Esta cita no se encuentra expresamente en el A.T.; sin embargo, puede tratarse muy bien de una composición de dos citas de Isaías (64, 3; 52, 15) en versión libre. San Pablo no refiere estas palabras a la felicidad futura del cielo, sino a toda la experiencia de la salvación con la que es agraciado el hombre por la fe en Cristo.
La fuente de esta sabiduría divina que penetra la profundidad de Dios y que, por lo tanto, supera toda sabiduría meramente humana, es el Espíritu Santo y el amor que Dios derrama en nuestros corazones (Rm 5,5; Rm 8,5-27): “Eucaristía 1987”.
4. Mt 5,17-37 (vv 17-19: ver Miércoles de la 10ª Semana del Tiempo Ordinario y Miércoles de la 3ª Semana de Cuaresma). Es continuación de los dos domingos anteriores, los bienaventurados y los que han de ser sal de la tierra y luz del mundo. Aquí en sus relaciones con la Ley y los Profetas, es decir con el amor. Jesús no ha venido a abolir la Ley y los Profetas, sino a darles plenitud. El pasado requiere profundización, hasta dar a esas estructuras su sentido último y definitivo. La relación de Jesús con las estructuras no fue de enfrentamiento o de negación, pero tampoco fue de conformismo, de aceptación mecánica o de repetición literal. Los ejemplos que pone Jesús son prácticos de su tiempo. En ellos se reproduce un mismo esquema: Se ha dicho... yo os digo. Un esquema que avanza no por abolición o supresión de lo dicho, sino por ahondamiento y enriquecimiento de lo dicho. Es el esquema letra-espíritu de la letra.
Versos 21-26. No matarás (Ex.20,13; Deut.5,17). Por supuesto. Pero, ¿sólo se mata con las armas? ¿Y las peleas? ¿Y los insultos? ¿Y los pleitos? Hay palabras y actuaciones que matan. La reconciliación debe ser algo previo a todo tipo de cumplimiento religioso.
Versos 27-30. No cometerás adulterio (Ex.20, 14;Deut. 5,18). Por supuesto. ¿Basta sin embargo, con no adulterar? Hay que tener también un corazón limpio y desinteresado. Corazón, que mira bien, pero sin traumas debido a miopes interpretaciones.
Versos 31-32. El que se divorcie de su mujer, que le dé acta de repudio (Dt 24,1). El objetivo de esta ley era garantizar a la mujer repudiada un mínimo de dignidad y de aceptación social, que por ser mujer y por haber sido repudiada fácilmente se le negaban. El acta de repudio era un instrumento jurídico de defensa mínima de la mujer. ¿Basta esta defensa mínima? ¿No sería mejor no perjudicar a la mujer hasta el punto de obligarla a tener que buscar otro hombre? Este tercer ejemplo hay que enmarcarlo en el contexto social, económico y cultural de la época. En él no se trata de la indisolubilidad del matrimonio, a la que, por cierto, hay que explicar lo que aquí parece que sea una cláusula exceptiva, sino de profundizar en el respeto y en el reconocimiento de la mujer. Es en la tradición de la Iglesia que el Espíritu Santo va madurando la Revelación, explicitando su contenido, sus virtualidades.
Versos 33-37. No jurarás en falso, cumplirás tus votos al Señor (Lv 19, 12; Nm 30, 2; Dt 23, 21). Por supuesto que está mal jurar a sabiendas de que lo que se jura es falso o que no se va a cumplir. Pero, ¿hay que estar poniendo siempre a Dios por testigo o garante de que lo que se dice o promete se va a hacer? ¿Somos por nosotros mismos incapaces de cumplir lo que decimos y prometemos? ¿Somos tan inmaduros que necesitamos de la ayuda de Dios para que se nos crea? Interesante ejemplo de desacralización.
Nos hallamos ante un texto clave, propio y exclusivo de Mateo, una vez más el judío de los evangelistas. Y paradójicamente el menos judío. El eterno problema de lo antiguo y lo nuevo, la tradición y la innovación, las estructuras y el individuo. Texto capital para la línea de actuación en él señalada, en su doble vertiente teórica y práctica. Texto programático por pertenecer al discurso de la montaña. Texto a seguir practicando en toda su dinámica. Todo letrado que entiende del Reino de los cielos se parece a un padre de familia que saca de su arcón cosas nuevas y antiguas (Mt 13,52). También estas palabras son exclusivas del Jesús de Mateo. La cuestión se ve que le preocupó al evangelista eclesial (Alberto Benito). Aquí el infierno está en el que no vive la caridad. Es lo más grave.
El v.17 de este capítulo (omitido en la lección breve) es una declaración de la actitud fundamental de Jesús respecto a la "ley y los profetas", es decir, al A.T. en su totalidad. Jesús reconoce el A.T. como palabra de Dios, pero no como palabra definitiva, ya que para pronunciar precisamente esta palabra definitiva vino él al mundo.
En consecuencia, Jesús no se presenta como un revolucionario religioso que rompa drásticamente con la herencia de Israel: "No creáis que he venido a abolir la ley y los profetas; no he venido a abolir, sino a dar plenitud".
Jesús da cumplimiento en su vida a todas las profecías, cosa que San Mateo no pasa por alto y constata aquí y allá a lo largo de su evangelio. Por otra parte, supuesta la ordenación a Cristo del A.T., todo lo que en él tenía un carácter transitorio queda ya cumplido con la venida de Cristo y, por lo tanto, superado; por ejemplo, todo el culto vétero-testamentario cede ante el sacrificio insuperable de la cruz.
Los preceptos morales de la Ley llegan a su plenitud en Cristo en un doble sentido: a)Porque Jesús es aquél que hace realmente toda la voluntad de Dios expresada en aquellos preceptos, de suerte que ahora cumplir la voluntad de Dios es para nosotros seguir a Cristo; b)Porque Jesús restituye los mandamientos divinos a su pureza, proclamándolos con toda la claridad y profundidad, derogando aquello que había sido ordenado a título de simple concesión por la dureza del corazón de Israel y reduciendo todos los preceptos al mandamiento del amor a Dios y al prójimo.
El sentido de las antítesis tiene ante todo este significado: "Dios ha dicho por medio de Moisés..., pero por medio de mí dice...". Con esto se señala expresamente el lugar escriturístico citado como Palabra de Dios; y los "antiguos", a quienes les fue dicha esta palabra, no son los maestros judíos (véase Mc 7,3), ni los antecesores de aquellos judíos en general, sino la generación del desierto, aquélla a la que por vez primera se le proclamó el Decálogo (véase Ex 19-20).
Solamente las palabras "no matarás" se encuentran en el Decálogo literalmente. Sin embargo, la coletilla recoge abreviadamente lo que el A.T. determina como castigo por el asesinato (Ex 21,12: Lev 24,17; Núm 35,16-24). La Ley vétero-testamentaria prohíbe y castiga el hecho externo, el asesinato acabado.
v.26: La segunda sentencia, que también se halla en Lc 12,57-59), agudiza la obligación de la reconciliación con el enemigo, y lo hace mediante el ejemplo de la vida cotidiana. Quien con su enemigo de proceso se reconoce totalmente culpable, cuando aún va de camino hacia el juez, obrará muy razonablemente, si da por terminado el contencioso y se pone de acuerdo con él, antes de encontrarse con la dureza del juicio. Lucas es quien ofrece el texto original de esta sentencia y su mejor composición. En el se ve totalmente claro que se trata de una llamada a la conversión, en vista del juicio escatológico, revestida de parábola. Con esta comprensión pierde el texto la forma de regla de actuación por motivos de carácter egoísta. En la composición de Mateo, en lugar de la relación a Dios, se encuentra como telón de fondo la relación al prójimo (“Eucaristía 1987”).
Jesús es el perfecto cumplidor de la Ley, porque la ha cumplido con un amor cuya única medida es no tener medida. "Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13,1). Nos amó hasta el colmo, hasta el sacrificio de su vida. Esta es la Nueva Ley del cristiano. No hay que preguntarse ya hasta dónde es posible llegar sin pecar, sino cómo es posible llegar hasta el límite del amor. Porque la Ley comienza con "No matarás", pero se cumple y se perfecciona cuando uno está dispuesto a morir por sus enemigos.
Al comienzo del evangelio, Jesús subraya que no ha venido a abolir la ley dada por Dios en la Antigua Alianza, sino a darle plenitud: a cumplirla en su sentido original, tal y como Dios quiere. Y esto hasta en lo más pequeño, es decir, hasta el sentido más íntimo que Dios le ha dado. Este sentido fue indicado en el Sinaí: «Santificaos y sed santos, porque yo soy santo» (Lv 11,44). Jesús lo reitera en el sermón de la montaña: «Sed buenos del todo, como es bueno vuestro Padre del cielo» (Mt S,48). Tal es el sentido de los mandamientos: quien quiere estar en alianza con Dios, debe corresponder a su actitud y a sus sentimientos; esto es lo que pretenden los mandamientos. Y Jesús nos mostrará que este cumplimiento de la ley es posible: él vivirá ante nosotros, a lo largo de su vida, el sentido último de la ley, hasta que «todo (lo que ha sido profetizado) se cumpla», hasta la cruz y la resurrección. No se nos pide nada imposible, la primera lectura lo dice literalmente: «Si quieres, guardarás sus mandatos». «Cumplir la voluntad de Dios» no es sino «fidelidad», es decir: nuestro deseo de corresponder a su oferta con gratitud. «El precepto que yo te mando hoy no es cosa que te exceda ni inalcanzable... El mandamiento está a tu alcance; en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo» (Dt 30,11.14).
"Pero yo os digo". Ciertamente parece que en todas estas antítesis («Habéis oído que se dijo a los antiguos... Pero yo os digo») Jesús quiere reemplazar la ley de la Antigua Alianza por una ley nueva. Pero la nueva no es más que la que desvela las intenciones y las consecuencias últimas de la antigua. Jesús la purifica de la herrumbre que se ha ido depositando sobre ella a causa de la negligencia y de la comodidad minimalista de los hombres, y muestra el sentido límpido que Dios le había dado desde siempre. Para Dios jamás hubo oposición entre la ley del Sinaí y la fe de Abrahán: guardar los mandamientos de Dios es lo mismo que la obediencia de la fe. Esto es lo que los «letrados y fariseos» no habían comprendido en su propia justicia, y por eso su «justicia» debe ser superada en dirección a Abrahán y, más profundamente aún, en dirección a Cristo. La alianza es la oferta de la reconciliación de Dios con los hombres, por lo que el hombre debe reconciliarse primero con su prójimo antes de presentarse ante Dios. Dios es eternamente fiel en su alianza, por eso el matrimonio entre hombre y mujer debe ser una imagen de esta fidelidad. Dios es veraz en su fidelidad, por lo que el hombre debe atenerse a un sí y a un no verdaderos. En todo esto se trata de una decisión definitiva: o me busco a mí mismo y mi propia promoción, o busco a Dios y me pongo enteramente a su servicio; es decir, escojo la muerte o la vida: «Delante del hombre están muerte y vida: le darán lo que él escoja» (primera lectura).
Cielo o infierno. El radicalismo con el que Jesús entiende la ley de Dios conduce a la ganancia del reino de los cielos (Mt 5,20) o a su pérdida, el infierno, el fuego (Mt 5,22.29.3O). El que sigue a Dios, le encuentra y entra en su reino; quien sólo busca en la ley su perfección personal, le pierde y, si persiste en su actitud, le pierde definitivamente. El mundo (dice Pablo en la segunda lectura) no conoce este radicalismo; sin el Espíritu revelador de Dios «ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar» lo que Dios da cuando se corresponde a su exigencia. Pero a nosotros nos lo ha revelado el Espíritu Santo, «que penetra hasta la profundidad de Dios», y con ello también hasta las profundidades de la gracia que nos ofrece en la ley de su alianza: «ser como él» en su amor y en su abnegación (Hans Urs von Balthasar). Llucià Pou Sabaté
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Reino de los cielos
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