lunes, 17 de octubre de 2011

Lunes de la 29ª semana. La fe de Abraham es modelo de la nuestra. Y nos llevará a tener confianza en Dios y no idolatrar el dinero

Carta del apóstol san Pablo a los Romanos 4,20-25. Hermanos: Ante la promesa de Dios Abrahán no fue incrédulo, sino que se hizo fuerte en la fe, dando con ello gloria a Dios, al persuadirse de que Dios es capaz de hacer lo que promete, por lo cual le valió la justificación. Y no sólo por él está escrito: «Le valió», sino también por nosotros, a quienes nos valdrá si creemos en el que resucitó de entre los muertos a nuestro Señor Jesús, que fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación.

Salmo: Lc 1,69-70.71-72.73-75. R. Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado a su pueblo.
Nos ha suscitado una fuerza de salvación en la casa de David, su siervo, según lo había predicho desde antiguo por boca de sus santos profetas.
Es la salvación que nos libra de nuestros enemigos y de la mano de todos los que nos odian; realizando la misericordia que tuvo con nuestros padres, recordando su santa alianza.
Y el juramento que juró a nuestro padre Abrahán. Para concedernos que, libres de temor, arrancados de la mano de los enemigos, le sirvamos con santidad y justicia, en su presencia, todos nuestros días.

Evangelio según san Lucas 12,13-21. En aquel tiempo, dijo uno del público a Jesús: -«Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia.» Él le contestó: -«Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre vosotros?» Y dijo a la gente: -«Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes.» Y les propuso una parábola: -«Un hombre rico tuvo una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos: "¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha." Y se dijo: "Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el grano y el resto de mi cosecha. Y entonces me diré a mí mismo: Hombre, tienes bienes acumulados para muchos años; túmbate, come, bebe y date buena vida." Pero Dios le dijo: "Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será?" Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios.»

Comentario: 1..- Rm 4,20-25 (ver domingo 10A). Sigue el ejemplo de Abrahán, que a Pablo le parece muy válido para reafirmar su doctrina de la salvación por la fe y no por las obras. La fe del gran patriarca no fue precisamente fácil. Tuvo un gran mérito, porque las dos promesas de Dios -la paternidad a su edad y la posesión de la tierra- se hacían esperar mucho. Como decía Pablo el sábado pasado, Abrahán "creyó contra toda esperanza", contra toda apariencia. Y es esa fe la que se alaba en él, la que se "le computa como justicia", o sea, como agradable a Dios. Igual nos pasa a nosotros cuando creemos "en el que resucitó de entre los muertos, nuestro Señor Jesús". Cuando Pablo habla de "justicia" y "justificación", no se refiere a lo que ahora podríamos llamar "buscar excusas" o ser objeto de una decisión judicial: "justicia" equivale a santidad, gracia, ser agradable a Dios.
Pablo acaba aquí el análisis de los lazos de unión entre la fe y la justificación, a partir del ejemplo de Abraham (cf Rom 4, 1-8,13-17). Ha demostrado ya que Abraham era "pecador" en el momento de su justificación y llamado a ser padre de una multitud antes de ser circuncidado y de haber observado las obras de la ley. Por tanto, la fe sola le ha "justificado". Pero, entonces, ¿qué es esta fe?
a) Es, en primer lugar, una esperanza más allá de toda esperanza (v 18). La fe del patriarca se mantiene en la seguridad de que Dios es capaz de suspender los determinismos de la Naturaleza que engendran automáticamente el futuro a partir del pasado, para crear un futuro verdaderamente nuevo e inesperado. De esta manera, Abraham no se ha confiado en sí mismo encerrándose en su pasado, sino que se ha fiado de Dios como aquel que puede renovar todo. Como creyente, Abraham no ha dirigido los ojos sobre su estado físico que contradecía su esperanza; sino que ha superado esta contradicción confiando a Dios el cuidado de sobrepasarla. Hay que advertir que Pablo se sitúa en un plano teológico mucho más que en un plano histórico: no se puede olvidar que Abraham será aún capaz de dar un hijo a Agar y seis a Quetura (Gén 25).
b) La fe de Abraham remite en primer lugar a la persona del mismo Dios y no al contenido de la promesa (léase cambiar las leyes de la Naturaleza). Esta fe es eminentemente personal. Supone la consciencia de la incapacidad del hombre para definir por sí mismo su futuro (v. 19), tomando así la actitud contraria a la de los ateos o los idólatras (Rom 1, 21). Todo esto manifiesta bien claramente que Abraham está ligado a Aquel que había prometido más que a lo que había prometido...; el patriarca podrá, más tarde, liberarse del objeto de la promesa -su propio hijo-, sin poner en tela de juicio su ligadura a Aquel que había prometido.
c) Pablo, que elabora una teología de la fe más que la historia de la fe de Abraham, ve en esta un tercer componente: la fe en la resurrección (vv 19.24) o, más exactamente, la fe en Aquel que ha resucitado a Jesús. Imposible creer en el milagro o en la resurrección sin el acto previo de confianza en el que opera estos milagros. Dando vida al cuerpo apagado de Abraham, Dios anticipa algo sobre la resurrección de Cristo, y el Isaac que nace siendo estéril Abraham puede ser comparado a Jesús resucitado de la muerte. En su materialidad, los dos hechos no son comparables más que al precio de una alegorización; pero se relacionan, efectivamente, por la fe idéntica que suponen. Cristo resucitado es verdaderamente el "si' de la promesa de Dios, porque en Él Dios mismo se da al hombre, porque un don así no se merece y porque en Él, además, el hombre se une a Dios en una apertura y una confianza perfectas. El orden de la promesa y de la fe es entonces el de la reciprocidad en Jesucristo de dos fidelidades personales (Maertens-Frisque).
-Hermanos, ante la promesa de Dios, Abraham no cedió a la duda con incredulidad... La fe se presenta a menudo como una esperanza aparentemente contraria a toda esperanza. Humanamente hablando, Abraham tenía todas las razones para desesperar, para «dudar» de su porvenir, era demasiado viejo para tener hijos. En esta situación sin salida, bloqueada, Abraham se remitió a Dios, confiándole el cuidado de superarla y de crearle un «porvenir nuevo», una salida. Sencillamente, sin tensión excesiva, evoco en mi memoria las «situaciones» sin salida humana aparente, las mías o las del mundo que me rodea, mis preocupaciones, mis responsabilidades aplastantes, las cargas que pesan sobre mí... mis pecados, mis impotencias... Señor, todo esto que me podría «hacer caer en la duda», te lo ofrezco como Abraham, lo confió a tu cuidado, creo en tus promesas.
-Sino que halló su fuerza en la fe y dio gloria a Dios... En griego se encuentra el término «dunamis»: «fue dinamizado por su Fe»... Pablo nos dijo ya que el evangelio era «una fuerza de Dios». La fe no es una cosa. La fe no es estática, inerte. Es una fuerza motriz, una palanca, una levadura, una potencia de vida, que empuja a la acción, que da un sentido a la acción. «Y dio gloria a Dios». Expresión bíblica frecuente que significa «la actitud del hombre que reconoce a Dios y no se apoya más que en El». La incapacidad del hombre para resolver sus problemas más fundamentales no lleva a la desesperación, ni a la «náusea», sino a la «Acción de gracias», a la «Eucaristía»: a la confianza ilimitada en Dios. Así el creyente toma una actitud inversa a la de los ateos, los cuales «no dan gloria a Dios» (Rom 1,21). Señor, sé Tú mi solidez. En mi fragilidad y en mis miedos quiero apoyarme totalmente en Ti y hallar en Ti el dinamismo de mi vida, mi gusto de vivir, mi alegría. ¡Y te doy gloria! Gracias, gracias.
-Porque estaba plenamente convencido de que Dios tiene poder de cumplir «lo que ha prometido». Evoco las «promesas de Dios»... Repito para mí la certidumbre: «estoy plenamente convencido que...
-Por ésta su fe, Dios le «declaró justo». Estas palabras se repiten muchas veces en la epístola a los Romanos. Tres veces en las páginas que meditamos hoy. Bien lo sé, Señor, no es la apreciación que tengo de mí mismo lo que cuenta... sino tu apreciación... ¿Me declaras justo? Tu declaración no es una ficción jurídica, que me dejará tal cual soy, al cubrirme artificialmente con el «manto de la justicia» -ésta fue a veces la interpretación de ciertos protestantes-. De hecho, hablándose de Dios, «declarar a alguien justo», ¡es hacer un verdadero acto! Es "justificar", es «crear en el hombre esta justicia». Señor, crea en mí un corazón puro. Señor, crea en mí la santidad.
-Dios nos declarará justos también a nosotros, porque creemos en Aquel que resucitó de entre los muertos, en Jesús, Señor nuestro, quien fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación. El objeto central de nuestra Fe, es la «fe en Cristo resucitado». Pablo señala un vínculo muy fuerte entre Cristo y nosotros: fue entregado «por» nosotros, y resucitó «por» nosotros... Es casi inverosímil. Dios entregado por el hombre. Dios entregado por mí... tan pobre, tan pecador, tan insignificante, tan efímero. ¡Me aferro a Ti, oh Cristo, entregado y resucitado! (Noel Quesson).
Los Israelitas, liberados de la esclavitud en Egipto, sólo vieron cumplida la promesa hecha por Dios a Abraham cuando tomaron posesión de la tierra prometida. Así, quienes mediante la Muerte de Cristo hemos sido liberados de la esclavitud al pecado, sólo vemos plenamente realizada nuestra salvación, nuestra justificación, cuando participamos de la Glorificación de Cristo resucitado. Entonces llega a su plenitud la promesa de justificación, de salvación para nosotros, pues ésta no se realiza sólo al ser perdonados, sino al ser glorificados junto con Cristo, pues precisamente este es el Plan final que Dios tiene sobre la humanidad. Aceptar en la fe a Jesús haciendo nuestro su Misterio Pascual nos acreditará como Justos ante Dios, el cual nos levantará de la muerte de nuestros pecados y nos hará vivir como criaturas nuevas en su presencia. No perdamos esta oportunidad que hoy nos ofrece el Señor.
2. En este canto de Lc 1,69-75 se llama a Jesús Señor y Salvador, como lo llamarán también el ángel en el anuncio a los pastores. El pasaje habla de Juan y de Jesús: “Juan viene a ser como la línea divisoria entre los dos Testamentos, el Antiguo y el Nuevo… Es como la personificación de lo antiguo y el anuncio de lo nuevo. Porque personifica lo antiguo, nace de padres ancianos; porque personifica lo nuevo, es declarado profeta en el seno de su madre. Aún no ha nacido y, al venir a la Virgen María, salta de gozo en las entrañas de su madre. Con ello queda ya señalada su misión, aun antes de nacer; queda demostrado de quién es precursor, atnes de que él lo vea… Finalmente, ance, se le impone el nombre, queda expedita la lengua de su padre… Este silencio de Zacarías significaba que, antes de la predicación de Cristo, el sentido de las profecías estaba en cierto modo latente, oculto, encerrado. Con el advenimiento de aquel a quien se referían estas profecías, todo se hace claro” (S. Agustín). Con razón es llamado Abrahán "padre de los creyentes" y le miramos como modelo de hombre de fe los cristianos, los judíos y los musulmanes. Abrahán nos enseña a ponernos en manos de Dios, a apoyarnos, no en nuestros propios méritos y fuerzas, sino en ese Cristo Jesús que ha muerto y ha resucitado para nuestra salvación. Como la Virgen María, que es para el NT el modelo de creyente que para el AT era Abrahán, y a la que Isabel alabó por su fe: "dichosa tú, porque has creído". Se trata de que nos descentralicemos de nosotros mismos y que orientemos la vida según el plan de Dios, fiándonos de él. Hoy, en vez de un salmo, como meditación después de la primera lectura, rezamos el Benedictus evangélico, que, en continuidad con Abrahán, nos hace ser más conscientes de lo mucho que hace Dios y de lo poco que somos capaces de hacer nosotros por nuestra cuenta: "el Señor Dios ha visitado a su pueblo... realizando la misericordia que tuvo con nuestros padres, recordando el juramento que juró a nuestro padre Abrahán para concedernos que le sirvamos con santidad y justicia, en su presencia, todos nuestros días". Es él mismo el que nos "concede" vivir la jornada "con santidad y justicia": no son obras nuestras que le ponemos delante, como exigiendo el jornal al que tenemos derecho.
3. Lc 12,13-21 (ver domingo 18C). Alguien le pide a Jesús que intervenga en una cuestión de herencias. Jesús contesta que no ha venido a eso: él siempre rehusa hacer de árbitro en asuntos de política o de economía. Lo que le interesa es evangelizar y llamar la atención sobre los valores más profundos, como en este caso, en que la pregunta le sirve para dar su lección: "guardaos de toda clase de codicia".
La codicia o la avaricia, el afán inmoderado de dinero, o los peligros de la riqueza, es uno de los aspectos que Lucas más veces trata en su evangelio (y en el libro de los Hechos). Tal vez, cuando él los escribía, en la comunidad habían entrado personas en buena posición social, creando algunos inconvenientes, y por eso Lucas resalta el contraste con la pobreza radical, evangélica, que Jesús practicó y enseñó a los suyos. La parábola es sencilla pero muy expresiva. Uno se imagina al buen terrateniente gordo y satisfecho con su cosecha, haciendo planes para el futuro. Jesús le llama "necio". Su estupidez consiste en que ha almacenado cosas no importantes, que le pueden ser quitadas hoy mismo, e irán a parar a otros. Mientras que él se quedará en la presencia de Dios con las manos vacías. ¿De qué le habrá valido sacrificarse y trabajar tanto?
Una de las idolatrías que sigue siendo actual, en la sociedad y también en la Iglesia, es la del dinero. No hace falta, para aplicarnos la lección, que seamos ricos y que la cosecha de este año no nos quepa en los graneros. La codicia puede ser de dinero, y también de fama, poder, placer, ideologías, afán organizativo, éxitos... Pero siempre es idolatría, porque ponemos nuestra confianza en algo frágil y caduco, y no en los valores duraderos, y eso nos bloquea para otras cosas más importantes. No nos deja ser libres, ni ser solidarios con los demás, ni estar abiertos ante Dios. Ya nos dijo Jesús que es imposible servir a dos señores, al dinero y a Dios. Y que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el Reino de los cielos: está cargado con demasiado equipaje como para tener agilidad de movimientos. Aquel joven que se acercó a Jesús se marchó triste, sin seguir su llamada: era rico. Al contrario, ¡cuántas veces subraya Lucas que algunos llamados por Jesús, "dejándolo todo, le siguieron"! La ruina del buen hombre nos puede pasar a nosotros: "así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios". Su pecado no era ser rico, ni preocuparse de su futuro. Sino olvidar a Dios y cerrarse a los demás. Ser ricos ante Dios significa dar importancia a aquellas cosas que sí nos llevaremos con nosotros en la muerte: las buenas obras. En concreto, el haber sabido compartir con otros nuestros bienes sí que es una riqueza que vale la pena ante Dios. El examen final será: "me diste de comer". Y el no hacerlo -como fue el caso del rico Epulón- es, para el evangelio, la mayor necedad. No se nos invita a la pereza. El mismo Jesús nos dijo la parábola de los talentos que hay que hacer fructificar.
Se trata de que no nos dejemos apegar a las riquezas. Hay cosas más importantes que el dinero, en la vida humana y cristiana. Aunque ya estemos bien orientados en la vida de fe y centrados en los valores de Dios, podemos preguntarnos si de alguna manera no se nos pega también la idolatría del dinero que reina en el mundo, y si no tendríamos que relativizar algo nuestras preocupaciones materiales (J. Aldazábal).
Jesús no ha venido al mundo con el encargo de dirimir los litigios jurídicos entre los hombres. Él se niega a poner su autoridad en favor de esta o la otra opción, de este o el otro orden social. Él viene a salvar a los hombres, todos e integralmente. Viene a encender en el mundo el fuego del amor, el que resolvería, evitándolos, todos los litigios entre los hermanos (cf 1 Cor 6,1-11). El hombre se halla siempre tentado a buscar su salvación en los bienes, en las posesiones, a poner en las riquezas su seguridad. El discípulo debe estar siempre en guardia contra esta tentación insidiosa. Los bienes no aseguran ni la misma vida. Menos aún la salvación. El hombre de la parábola dialoga consigo mismo. Este diálogo falla en el orden de la salvación. Le faltan interlocutores. No interviene Dios. Ni intervienen los demás hombres. Querer resolver su destino a solas es insensato. Sólo el que atesora bienes, que sean valores ante Dios y para los hermanos, se muestra cuerdo, saca provecho para un futuro definitivo (cf Mt 6,19-21; Ap 3,17-18).
Es la necedad y la vaciedad de su vida lo que tenemos que denunciar. El dinero... se necesita para vivir. pero nuestro héroe, en vez de hacer fructificar sus bienes para el bien de todos, los ha enterrado; sí, es un hombre estúpido que encierra su cosecha en sus graneros, como si el grano no estuviera hecho para el pan y para la siembra, que volverá a lanzar un himno a la vida. En definitiva, ese hombre no merecía vivir: con su conducta, frenaba la vida.
Bloquear la vida: ¡ése es el gran pecado! Y el dinero no es aquí más que un símbolo: ese hombre creía que podía comprar la vida, encerrarla, dominarla; pensaba "agarrar" la vida, y la vida se le escapa. Fue la conducta de los fariseos la que obligó a Jesús a contar esta parábola: ellos encerraban a las gentes en unas reglas tan estrechas que les impedían respirar. "Estabais muertos... en medio de la concupiscencias de vuestra carne, siguiendo las apetencias de la carne y de los malos pensamientos": Pablo denuncia ese mismo mal que roe el corazón del hombre. Círculo infernal del tener, embriaguez del poder, desmesura del saber...; el resultado es idéntico: la vida queda encadenada. "¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma". El grano está hecho para el pan y para la siembra, la religión para el hombre; el don de la vida está hecho para vivir de él.
"Buscad las cosas de arriba". Lo que nos propone el Evangelio es una cura de alta montaña. En el fondo, ni el trabajo ni el capital son la última palabra sobre el hombre; tanto el uno como el otro se quedan sin respuesta ante la muerte, y la muerte es la mayor cuestión que persigue al hombre. "Estabais muertos..., pero Dios, rico en misericordia... nos vivificó juntamente con Cristo". Habéis resucitado; lo que ahora se necesita es vivir.
"Esto no viene de nosotros, sino que es don de Dios". "¿Por qué te afanas y preocupas?", le preguntaba Jesús a Marta al verla tan atareada; "sólo hay necesidad de una cosa". "Buscad el Reino de Dios, y todo lo demás se os dará por añadidura". En cuanto a vuestro dinero, miradlo con humor; está hecho para la vida; gastadlo a tiempo, compartidlo, hacedlo fructificar para la felicidad de todos. "Estabais muertos y ahora estáis vivos"; entonces, hermanos, haced una cura de alta montaña, respirad bien hondo el aire puro de Dios que es su Espíritu..., el Espíritu de un mundo nuevo, un mundo al revés, ¡el mundo de arriba! (Dios cada dia, Sal terrae).
Lucas es el único, de entre los cuatro evangelistas, que nos relata la página siguiente. Reconocemos, una vez más, su insistencia sobre la "pobreza". -Uno del público le pidió a Jesús: "Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia". El derecho de sucesión estaba regido, como siempre en Israel, por la ley de Moisés (Deut 21,17). Pero se solía pedir a los rabinos que hicieran arbitrajes y dictámenes periciales. En este caso una persona va a Jesús para que influya sobre su hermano injusto.
-Le contestó Jesús: "¿Quién me ha nombrado juez o árbitro entre vosotros?" ¡Notemos bien este rechazo! Se ha pedido a Jesús asumir una tarea temporal. El ha rehusado. Es una tentación constante de los hombres pedir al evangelio una especie de garantía, una sacralización de sus opciones temporales. Anexionar el evangelio a su partido o a su interés. La razón de ese rechazo, Jesús la da muy clara: no ha recibido ningún mandato, ni de Dios ni de los hombres para tratar de esos asuntos temporales. El Concilio Vaticano II ha insistido varias veces sobre ese principio esencial de una autonomía relativa de las "instituciones temporales": "Es de suma importancia distinguir claramente entre las responsabilidades que los fieles, ya individualmente considerados, ya asociados, asumen, de acuerdo con su conciencia cristiana... y de los actos que ponen en nombre de la Iglesia en comunión con sus Pastores... La Iglesia no está ligada a ningún sistema político". (G. S. 76) El Concilio en ese sentido, no deja de repetir a los laicos que se atengan a su conciencia y a su propia competencia: "Que los cristianos esperen de los sacerdotes la luz y el impulso espiritual, pero no piensen que sus pastores vayan a estar siempre en condiciones de tal competencia que hayan de tener al alcance una solución concreta e inmediata por cada problema, aun grave, que se les presente." (G. S. 43).
-Luego, dirigiéndose Jesús a la multitud dijo: "Cuidado, guardaos de toda codicia porque la vida de una persona, aunque ande en la abundancia, no depende de sus riquezas. " Está claro que Jesús no renuncia a decir algo sobre asuntos temporales. Jesús recuerda un principio esencial. Se mantiene a ese nivel y deja a los jueces y magistrados que hagan la aplicación al caso concreto.
-Y les propuso esta parábola: "Un hombre rico... cuyas tierras dieron una gran cosecha... decidió derribar sus graneros y construir otros más grandes para almacenar más grano y provisiones. Se dijo: "Tienes reservas abundantes para muchos años. Descansa. Come. Bebe. Date la buena vida". Pero Dios le dijo: "Estás loco: Esta misma noche te van a reclamar la vida". Tenemos aquí en profundidad, la razón por la cual varias veces Jesús ha rehusado intervenir en lo "temporal": afirma, de modo rotundo, que el horizonte del hombre no se acaba aquí abajo, y que es por "esa otra parte" de la vida del hombre -la parte esencial para Jesús- tan fácilmente olvidada en beneficio de la vida temporal -Come, bebe, date la buena vida-, por la que Jesús no ha dejado nunca de "tomar partido" y de "movilizar" a todos los que quieren hacerle caso. El hombre que olvida o descuida esa "parte" de la vida está "loco", dice Jesús
-Eso le pasa al que amontona riquezas "para sí" y no es rico "para Dios". El uso que hacemos del dinero lo cambia todo: quien lo usa "para sí", está loco, quien lo usa "para Dios", es un sabio. Fórmula lapidaria que condena cualquier egoísmo, cualquier esclavitud del dinero (Noel Quesson).
La existencia cristiana, desde su comienzo, tiene adversarios que acechan a todos los que quieren asumirla. Algunos ya desde ese momento inicial se dejan arrebatar la Palabra sembrada en ellos y destinada a fructificar en su corazón y en el de todos los hombres. Pero las amenazas no se reducen a este momento inicial sino que acompañan al creyente a lo largo de toda su existencia. Cada uno de ellos debe enfrentarse durante toda su vida a "pruebas", amenazas desde el exterior que llevan a considerar una pérdida el seguimiento de Jesús. Este aparece, en ciertos momentos, como amenaza para la estructura social existente que, por un sentimiento de autodefensa, puede asumir formas agresivas persiguiendo a los portadores del mensaje. Un peligro mayor que impide la producción de los frutos reside en la adopción por parte de los cristianos de un estilo de vida en contradicción con la propuesta aceptada. La actitud de desconfianza frente a Dios y la primacía de la búsqueda de posesión y del placer están presentes en el entorno en que el cristiano debe realizar su existencia. Este entorno no es totalmente exterior a la existencia del creyente. El contagio de estos valores predominantes en la sociedad es una posibilidad real que amenaza nuestra existencia, que puede impedir la obtención de la finalidad propuesta y llenar de frustración nuestra existencia. Sólo la actitud de "un corazón noble y generoso" junto a una fidelidad constante y sin límites en la duración puede asegurar la llegada a la meta de la existencia (Josep Rius-Camps).
La vida no depende de las riquezas. Llegado el momento de partir de este mundo todos los bienes acumulados se quedan, y los disfrutan quienes no los ganaron con el sudor de su frente. ¿Por qué no disfrutarlos honestamente y compartirlos con los que nada tienen? El Señor nos dice al respecto: Gánense amigos con los bienes de este mundo. Así, cuando tengan que dejarlos, los recibirán en las moradas eternas. El amor que nos lleva a partir nuestro propio pan para alimentar a los hambrientos, a vestir a los desnudos, a procurar una vivienda digna a los que viven en condiciones infrahumanas, son los bienes acumulados que nos hacen ricos a los ojos de Dios. Si vivimos así, en un amor comprometido hacia los demás, al final serán nuestras las palabras del Señor: Muy bien, siervo bueno y fiel, entra a tomar posesión del gozo y de la vida de tu Señor (www.homiliacatolica.com).Lluciá Pou

sábado, 15 de octubre de 2011

Domingo de la XXIX semana del tiempo ordinario (A): Dios deja libertad para las cosas temporales, que adquieren su valor cuando se le reconoce a Él co

Domingo de la XXIX semana del tiempo ordinario (A): Dios deja libertad para las cosas temporales, que adquieren su valor cuando se le reconoce a Él como Señor de la historia

Lectura del Profeta Isaías 45,1. 4-6. Así dice el Señor a su Ungido, a Ciro, a quien lleva de la mano: Doblegaré ante él las naciones, desceñiré las cinturas de los reyes, abriré ante él las puertas, los batientes no se le cerrarán.
Por mi siervo Jacob, por mi escogido Israel, te llamé por tu nombre, te di un título, aunque no me conocías.
Yo soy el Señor y no hay otro; fuera de mí no hay dios.
Te pongo la insignia, aunque no me conoces, para que sepan de Oriente a Occidente que no hay otro fuera de mí. Yo soy el Señor y no hay otro.

Sal 95,1 y 3. 4-5. 7-8. 9-10a y c. R/. Aclamad la gloria y el poder del Señor.
Cantad al Señor un cántico nuevo, / cantad al Señor, toda la tierra. / Contad a los pueblos su gloria, / sus maravillas a todas las naciones.
Porque es grande el Señor, y muy digno de alabanza, / más temible que todos los dioses. / Pues los dioses de los gentiles son apariencia, / mientras que el Señor ha hecho el cielo.
Familias de los pueblos, aclamad al Señor, / aclamad la gloria y el poder del Señor, / aclamad la gloria del nombre del Señor, / entrad en sus atrios trayéndole ofrendas.
Postraos ante el Señor en el atrio sagrado, / tiemble en su presencia la tierra toda. / Decid a los pueblos: «El Señor es rey, / él gobierna a los pueblos rectamente.

Lectura de la primera carta del Apóstol San Pablo a los Tesalonicenses 1,1-5b. Pablo, Silvano y Timoteo a la Iglesia de los Tesalonicenses, en Dios Padre y en el Señor Jesucristo. A vosotros, gracia y paz. Siempre damos gracias a Dios por todos vosotros y os tenemos presentes en nuestras oraciones. Ante Dios, nuestro Padre, recordamos sin cesar la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y el aguante de vuestra esperanza en Jesucristo nuestro Señor. Bien sabemos, hermanos amados de Dios, que él os ha elegido y que cuando se proclamó el Evangelio entre vosotros no hubo sólo palabras, sino además fuerza del Espíritu Santo y convicción profunda, como muy bien sabéis.

Lectura del santo Evangelio según San Mateo 22,15-21. En aquel tiempo, los fariseos se retiraron y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta. Le enviaron unos discípulos, con unos partidarios de Herodes, y le dijeron: -Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie, porque no te fijas en las apariencias. Dinos, pues, qué opinas: ¿es lícito pagar impuesto al César o no?
Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús: -¡Hipócritas!, ¿por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto.
Le presentaron un denario. El les preguntó: -¿De quién son esta cara y esta inscripción?
Le respondieron: -Del César.
Entonces les replicó: -Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.

Comentario: 1. Is 45,1.4-6: 1. La vuelta del destierro de Babilonia se retrasaba demasiado y los exiliados empiezan a descorazonarse creyendo que su Dios les ha abandonado. La crisis de fe es profunda: Yahvé ¿es el verdadero Dios? Al menos da la impresión de estar dormido ya que los dioses babilonios con sus ejércitos han triunfado sobre Judá. En este ambiente de crisis, de desesperación... nace el mensaje que nos ofrece este personaje que llamamos Isaías II dando un mensaje de esperanza a este pueblo tan decaído: Yahvé es el único Dios verdadero y su poder no tiene límites. Para ello recuerda las tradiciones del pasado de Israel: las acciones liberadoras de Dios en favor de su pueblo; pero no se queda estancado en el pasado sino que saca las oportunas consecuencias para el futuro. Los desterrados harían muy mal pensando y quedándose en el pasado sino que deben intuir el futuro que se les avecina: Dios va a liberarlos del yugo de Babilonia a través de un rey pagano, Ciro, a quien el poeta llama el "Ungido" de Dios. ¡Afirmación herética para la teología sagrada de aquel entonces!
Dios es el Señor del cosmos y de la historia. Su palabra se realiza en la historia, y su soberanía se extiende sobre el poder cósmico (incluidas las tinieblas) y sobre la historia (también la desgracia) pasada (cumplimiento de la palabra profética) y presente (restauración del templo y de la ciudad). Dios habla a través de los acontecimientos de la historia. La fe del pueblo de Israel se basa en esa experiencia profunda de saber descubrir en la historia el actuar de Dios. Algunas teologías han presentado más un Dios teórico, objeto de nuestros conocimientos, que a un ser viviente que actúa. Concepción muy incompleta, muy poco bíblica ya que el objeto principal de nuestra fe debe ser una persona, Jesús de Nazaret, y no un compendio de doctrinas por muy preciosistas que sean.
El oráculo de Ciro exige un cambio profundo de nuestra mentalidad, muchas veces estancada. Nuestra concepción de Dios provoca crisis profundas en muchos hombres, quienes dudan muy seriamente de este Dios que les presentamos. Is II, con este oráculo, se dirige a los afectados por la crisis, pero también a los "fidelísimos", a esa tradición sagrada del pasado. A todos les hace ver que los caminos del Señor muchas veces no son los nuestros. Ciro, un pagano, es el "ungido" de Dios. ¡Idea herética, bajo todos los aspectos, para los jerarcas y teólogos oficiales de aquel entonces! Dios trasciende nuestros pensamientos y teologías. Miembros no cristianos pueden ser agentes de la salvación divina… (A. Gil Modrego).
Ciro, rey de los persas, está a punto de acabar el imperio babilónico. Sus ejércitos entrarán en la capital en 539. Para ganarse su favor, Ciro liberará a un gran número de naciones, reducidas a la esclavitud por Babilonia. Y entre ellas los hebreos. El profeta anuncia esa liberación próxima que restituirá al pueblo su tierra y su templo, y no tiene reparo en atribuir a Ciro una vocación análoga a la de los reyes y de los profetas en Israel. En este texto se llega incluso a considerar a Ciro como el "Ungido" de Yahvé, título originariamente reservado al rey (1 S 9. 26) y que se convertiría en título mesiánico ("Ungido"="Mesías"). Esta aplicación a un rey extranjero puede resultar sorprendente, pero se explica en la medida en que el monoteísmo queda claramente afirmado (vv. 5-6). Como Único que es, Yahvé es también Señor de todos los hombres, Señor de todos los acontecimientos, y puede disponerlos como le plazca en orden a lograr su manifestación al mundo. Por consiguiente, ¿por qué no habría de poder un hombre extraño al pueblo elegido desempeñar cualquier función que Dios le asigne? Nuestra fe en el Dios único nos invita a pensar que Dios está presente por doquier en el mundo y que actúa en él como mejor le parece. Para realizar su designio sobre la humanidad, muy bien puede Dios suscitar, fuera de la Iglesia, instrumentos vivos que, "sin conocerle" (vv. 4-5), trabajan para Él sin que ellos lo sepan. Todavía hoy se puede descubrir la mano de Dios en las situaciones de contraste de todo tipo que comprometen las ilusorias seguridades de los creyentes y les invitan a purificar su fe (Maertens-Frisque).
Dios, dueño de la historia, se sirve de Ciro para destronar reyes, conquistar pueblos y traer la libertad a un insignificante grupo humano, físicamente diezmado, lanzado fuera de las fronteras de su tierra. El rey es siempre un escogido: en primer lugar, David, pero también sus descendientes y aun el misterioso Zorobabel, sobre el cual recaen las esperanzas del pueblo. Sin embargo, el objeto de elección puede estar igualmente fuera de Israel: el faraón del éxodo y Nabucodonosor son servidores de Yahvé (Jr 43,10: «Y diles: Así dice Yahvé, el Señor de los ejércitos, Dios de Israel: Yo mandaré a buscar a Nabucodonosor rey de Babilonia, mi siervo, y colocaré su trono sobre estas piedras que acabo de colocar»). Pero nuestro texto es el único lugar del AT donde a un rey extranjero se le llama "ungido" del Señor (= «mesías»-«cristo»). Recordando el ceremonial de la coronación de los reyes de Babilonia, Yahvé toma a Ciro de la mano, le llama por su nombre y le acompaña como a un amigo: así queda constituido rey legítimo del Israel mesiánico. El «yo» divino pronunciado enfática y repetidamente no sólo demuestra el carácter secundario del hombre en los planes de Dios, sino que también relaciona las conquistas de Ciro con el Dios revelado en el Sinaí, en el momento de nacer el pueblo de la alianza. La marcha del ejército de Ciro para rescatar a Israel se convierte en un nuevo éxodo.
Los planes de Dios parecen la respuesta a la bellísima plegaria del v. 8 el urgente «Rorate, caeli desuper», en el cual la Vulgata ve dibujado al Cristo que viene: «Gotead, cielos, desde arriba, y que las nubes destilen la justicia. Abrase la tierra y produzca el fruto de la salvación, y germine a la vez la justicia. Yo, Yahvé, lo he creado» (F. Raurell).
Todo el AT es una declaración e interpretación teológica de la historia. Para Israel, su historia es el encuentro con el Señor, que le dirige. Pero aceptar la historia como una ejecución de los planes de Dios exige un acto de fe. Es la voluntad de Yahvé, que salva y juzga, la que da a la historia su inteligibilidad y su moralidad.
Inteligibilidad, porque define tanto el origen como el fin de la experiencia humana; moralidad, porque demuestra que la historia está gobernada por una voluntad poderosa e incorruptible. El cumplimiento de este proceso no queda afectado para nada por el fracaso o el éxito humano. Sin embargo, la soberanía absoluta de Dios no implica ningún determinismo: el hombre sigue siendo un ser libre y responsable. De aquí la invitación: "Vuelve a mí…”
2. Salmo 95. Este salmo nos invita con insistencia a "cantar". La palabra se repite tres veces al comienzo de las tres primeras líneas. "Contad a los pueblos su gloria, y sus maravillas a todas las naciones". ¡La Iglesia, pueblo de alabanza a Dios, debe ser misionera, es decir, encargada de convocar a todos los hombres a la fiesta de Dios, fiesta universal, verdaderamente católica! Pero no es solamente Israel quien debe alabar. "Todas las familias de los pueblos"... están convocadas al Templo: "¡Vosotros todos, traed vuestra ofrenda, entrad en sus atrios!" El santuario de Dios está abierto para todos; no está reservado a los puros, a los creyentes. ¡Ya no hay privilegios! ¡Dios "viene" para todos! (Noel Quesson).
Juan Pablo II comentaba así el salmo: “"Decid a los pueblos: "El Señor es rey"". Esta exhortación del salmo 95 (v. 10), que se acaba de proclamar, en cierto sentido ofrece la tonalidad en que se modula todo el himno. En efecto, se sitúa entre los "salmos del Señor rey", que abarcan los salmos 95-98, así como el 46 y el 92… en estos cánticos el centro está constituido por la figura grandiosa de Dios, que gobierna todo el universo y dirige la historia de la humanidad.
También el salmo 95 exalta tanto al Creador de los seres como al Salvador de los pueblos: Dios "afianzó el orbe, y no se moverá; él gobierna a los pueblos rectamente" (v. 10). El verbo "gobernar" expresa la certeza de que no nos hallamos abandonados a las oscuras fuerzas del caos o de la casualidad, sino que desde siempre estamos en las manos de un Soberano justo y misericordioso.
El salmo 95 comienza con una invitación jubilosa a alabar a Dios, una invitación que abre inmediatamente una perspectiva universal: "cantad al Señor, toda la tierra" (v. 1). Se invita a los fieles a "contar la gloria" de Dios "a los pueblos" y, luego, "a todas las naciones" para proclamar "sus maravillas" (v. 3). Es más, el salmista interpela directamente a las "familias de los pueblos" (v. 7) para invitarlas a glorificar al Señor. Por último, pide a los fieles que digan "a los pueblos: el Señor es rey" (v. 10), y precisa que el Señor "gobierna a las naciones" (v. 10), "a los pueblos" (v. 13). Es muy significativa esta apertura universal de parte de un pequeño pueblo aplastado entre grandes imperios. Este pueblo sabe que su Señor es el Dios del universo y que "los dioses de los gentiles son apariencia" (v. 5)…
La primera parte (cf. vv. 1-9) comprende una solemne epifanía del Señor "en su santuario" (v. 6), es decir, en el templo de Sión. La preceden y la siguen cantos y ritos sacrificiales de la asamblea de los fieles. Fluye intensamente la alabanza ante la majestad divina: "Cantad al Señor un cántico nuevo, (...) cantad (...), cantad (...), bendecid (...), proclamad su victoria (...), contad su gloria, sus maravillas (...), aclamad la gloria y el poder del Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor, entrad en sus atrios trayéndole ofrendas, postraos (...)" (vv. 1-3, 7-9). Así pues, el gesto fundamental ante el Señor rey, que manifiesta su gloria en la historia de la salvación, es el canto de adoración, alabanza y bendición. Estas actitudes deberían estar presentes también en nuestra liturgia diaria y en nuestra oración personal. En el centro de este canto coral encontramos una declaración contra los ídolos. Así, la plegaria se manifiesta como un camino para conseguir la pureza de la fe, según la conocida máxima: lex orandi, lex credendi, o sea, la norma de la oración verdadera es también norma de fe, es lección sobre la verdad divina. En efecto, esta se puede descubrir precisamente a través de la íntima comunión con Dios realizada en la oración.
El salmista proclama: "Es grande el Señor, y muy digno de alabanza, más temible que todos los dioses. Pues los dioses de los gentiles son apariencia, mientras que el Señor ha hecho el cielo" (vv. 4-5). A través de la liturgia y la oración la fe se purifica de toda degeneración, se abandonan los ídolos a los que se sacrifica fácilmente algo de nosotros durante la vida diaria, se pasa del miedo ante la justicia trascedente de Dios a la experiencia viva de su amor…”
La relectura cristiana de este salmo que hicieron los Padres de la Iglesia es interesante: “vieron en él una prefiguración de la Encarnación y de la crucifixión, signo de la paradójica realeza de Cristo. Así, san Gregorio Nacianceno, al inicio del discurso pronunciado en Constantinopla en la Navidad del año 379 o del 380, recoge algunas expresiones del salmo 95: "Cristo nace: glorificadlo. Cristo baja del cielo: salid a su encuentro. Cristo está en la tierra: levantaos. "Cantad al Señor, toda la tierra" (v. 1); y, para unir a la vez los dos conceptos, "alégrese el cielo, goce la tierra" (v. 11) a causa de aquel que es celeste pero que luego se hizo terrestre".
De este modo, el misterio de la realeza divina se manifiesta en la Encarnación. Más aún, el que reina "hecho terrestre", reina precisamente en la humillación de la cruz. Es significativo que muchos antiguos leyeran el versículo 10 de este salmo con una sugestiva integración cristológica: "El Señor reina desde el árbol de la cruz".
Por esto, ya la Carta a Bernabé enseñaba que "el reino de Jesús está en el árbol de la cruz" y el mártir san Justino, citando casi íntegramente el Salmo en su Primera Apología, concluía invitando a todos los pueblos a alegrarse porque "el Señor reinó desde el árbol de la cruz". En esta tierra floreció el himno del poeta cristiano Venancio Fortunato, Vexilla regis, en el que se exalta a Cristo que reina desde la altura de la cruz, trono de amor y no de dominio: Regnavit a ligno Deus. En efecto, Jesús, ya durante su existencia terrena, había afirmado: "El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor; y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos, pues tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10, 43-45)”.
3. 1 Ts 1, 1-5b. Hacia el año 50 o 51, después de haber sido expulsado de la ciudad de Filipos por haber curado a una pobre esclava de cuya enfermedad se lucraban sus amos, llegaban Pablo y sus dos discípulos, Silvano y Timoteo a la ciudad de Tesalónica. Aquí empezarían a predicar el Evangelio en la sinagoga de la comunidad judía, siguiendo su costumbre; pero, como otras veces, terminaron abandonando la sinagoga para continuar su evangelización en la casa de un prosélito llamado Jasón. Alarmados los judíos por la predicación de Pablo, organizan un alboroto y llevan a Pablo y a sus discípulos ante los tribunales. De nuevo se repite la acusación que hicieron contra Jesús, el maestro: estos individuos van contra los decretos del César. Apenas hacía cuatro meses que habían comenzado su labor en Tesalónica, cuando Pablo y sus discípulos se ven obligados a abandonar, no sin preocupación, la pequeña comunidad que se había ido formando en torno a su palabra y testimonio. Llegados a la ciudad de Atenas, Pablo manda a Timoteo que regrese a Tesalónica y se informe de la vida de los nuevos cristianos. Timoteo vuelve de su viaje con buenas noticias y alcanza a Pablo en Corinto. Es entonces cuando Pablo escribe esta primera carta a los tesalonicenses, que es el texto más antiguo del NT.
Notemos, en primer lugar, que se trata de una carta colectiva. Escriben Pablo, Silvano y Timoteo, colegialmente. Además, el destinatario es toda la comunidad cristiana de Tesalónica, la iglesia local. Después de un breve saludo, la carta comienza dando gracias a Dios y recordando en esa acción de gracias a los fieles tesalonicenses. Es como un "memento" y un "communicantes". Este recuerdo y esta oración se hace por todos y por cada uno. Se describe concisamente el estado en el que se halla la comunidad de Tesalónica. Es una comunidad fundada en las tres virtudes teologales: en una fe que fructifica en obras, en un amor sincero que va más allá del sentimiento y llega al compromiso y en una esperanza capaz de aguantar todo lo que le echen. El centro de esa comunidad es Jesucristo. El trabajo de Pablo y de su equipo no fue en vano en Tesalónica. Porque no fue pura palabrería, sino "manifestación del poder del Espíritu" (1 Co 2. 13). Ellos mismos pudieron comprobar entonces lo que más tarde diría Pablo a los romanos: que "el evangelio es fuerza de Dios para salvar a los creyentes" (1. 16). Y si ahora siguen fieles es porque tuvieron la experiencia inolvidable de la fuerza de Dios en la predicación apostólica (“Eucaristía 1987”).
Fue escrita en los primeros años de la década de los cincuenta de nuestra era. Su principal interés es que data de unos veinte años solamente después de la Pascua y es un testimonio, no sólo de la mente de Pablo, sino de la fe de aquellas primeras comunidades y de su forma de vivir (F. Pastor). Cuando Pablo y sus compañeros dicen: "Siempre estamos dando gracias a Dios por todos vosotros", muy probablemente se refieren a la celebración eucarística ("dar gracias= "aujaisteîn"). Con esto quieren significar que el elemento aglutinante de la asamblea cristiana es precisamente la eucaristía, la cual no puede considerarse solamente de una manera vertical -unión con Dios-, sino también y muy principalmente de una manera horizontal: solidaridad entre todas las comunidades cristianas. Ahora bien, para que entre las comunidades cristianas haya una solidaridad es previamente necesario una información mutua. Una comunidad que se encierre en sí misma con el pretexto de que únicamente le interesa su relación con Dios empieza por ello mismo a dejar de ser cristiana. La información que Pablo tiene sobre la comunidad de Tesalónica es valorada de una manera concreta: "la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y el aguante de vuestra esperanza". La "fe", para san Pablo no es simplemente un asentimiento intelectual, sino toda una actitud vital del hombre, que incluso abarca su dimensión comunitaria, hasta tal punto que algunas veces "fe" equivale a "comunidad de creyentes" (2 Co 1. 24). El amor igualmente no es meramente un suspiro romántico, sino que implica todo un esfuerzo para realizar una situación donde no exista el odio, la explotación y la opresión. Igualmente la esperanza no es una mera espera, puramente pasiva, sino un esfuerzo continuado por mejorar el mundo en el que vivimos: para ello indudablemente hace falta mucho "aguante". El porqué de esta espléndida situación de la comunidad tesalonicense se debe al hecho de que las cosas pasaron como debían pasar: "el evangelio no llegó a vosotros sólo con palabras, sino, además, con poder del Esp. Sto. y convicción profunda". Una comunidad cristiana no se convoca por la iniciativa de un hombre, sino por el hecho misterioso de la llamada de Dios (Edic. Marova 1976).
4. Mt 22,15-21 (Par: Mc 12,13-17; Lc 20,20-26). Los fariseos presentan a Jesús un problema o, mejor, un dilema aparentemente insoluble. Jesús relativiza el insoluble problema introduciendo a Dios en el horizonte del problema. Pero lo sorprendente de Jesús es que cuando introduce a Dios no lo hace para hablar de Él o porque quiera discurrir sobre Él. Es curioso lo poco que habla de Dios Jesús sea cual sea el evangelio que tomemos. Es como si se hubiera adelantado al problema hermenéutico actual de las mediaciones del lenguaje. Jesús no hace discursos sobre Dios, ni siquiera lo erige en objeto de reflexión. Jesús, sencilla- mente, vive desde Dios, habla con Él, lo presiente y lo siente. Para Jesús, Dios es Alguien y no algo (A. Benito). El censo de la población y el impuesto personal -que todos, excepto los niños y ancianos, estaban obligados a pagar- eran los signos más claros de la dominación romana sobre Palestina. Los partidarios de Herodes aceptaban esta situación. En el extremo contrario, los zelotas, por motivos religiosos, se negaban a pagar el impuesto y practicaban una resistencia activa: su único rey era Yahvé, y el dominio del emperador era para ellos intolerable. Los fariseos, por su parte, estaban especialmente preocupados por la observancia de la Ley y, mientras el poder romano no se enfrentase directamente con ella, solían aceptarlo. La pregunta, por tanto, estaba puesta para que -tanto si respondía de modo afirmativo como negativo- Jesús quedase malparado ante las masas populares simpatizantes de los zelotas o ante el poder romano.
-Dad al César lo que es del César. Una interpretación apresurada y sesgada del evangelio ha simplificado la cuestión, reduciéndola al ámbito de la Iglesia y del Estado, el poder temporal y el espiritual, como si el hombre tuviera que ser el botín de uno de esos dos poderes. Y no es así. La cuestión que los judíos plantean a Jesús es una cuestión política: ¿se puede y se debe pagar el tributo impuesto por los romanos? ¿se puede aceptar el dominio imperialista de Roma? ¿Hay que resignarse en una situación de colonialismo? Jesús no entra en la cuestión teórica, puesto que en la práctica los judíos ya han aceptado el hecho imperialista al aceptar la moneda romana. Por eso Jesús les pide que enseñen una moneda, para que reconozcan que la pregunta está respondida en la praxis. Si viven sometidos, ese es su problema. Pero no hay ninguna razón para que el hombre se someta a ningún poder. Y así Jesús, respondiendo a lo que no habían preguntado, les ayuda a recobrar la conciencia de la dignidad humana. Si la organización humana necesita la existencia y concentración de poderes, todos los poderes están limitados y no pueden ser absolutos. Y así Jesús sentencia: dad al César lo que es del César. Pero sólo lo que sea del César, no todo lo que el poder pretende con todo su aparato coercitivo.
-Dad a Dios lo que es de Dios. Esto significa, por de pronto, que no todo es del César, o sea, que el poder del Estado no es absoluto. En el lenguaje político los límites del poder radican en la soberanía popular, en el reconocimiento y declaración de los derechos humanos. En un lenguaje religioso se dice que los poderes del Estado y en general cualquier poder está limitado por la soberanía de Dios, que es quien ha creado al hombre a su imagen y semejanza. Así lo expresa el profeta Isaías en el texto que hemos escuchado: "Yo soy el Señor y no hay otro; fuera de mí no hay dios". La existencia de Dios, el Absoluto, es la negación de cualquiera otro que pueda presentarse como absoluto. Sólo hay un Dios, todo lo demás no es Dios. Ni es Dios la idea que los hombres podamos fabricarnos de Dios, ni siquiera la idea que la Iglesia tiene de Dios. La existencia de Dios aparece, pues, como la condición de posibilidad de la libertad y autonomía de la persona frente a los poderosos y poderes de este mundo, políticos o religiosos. La fe en Dios es la legitimación de toda desobediencia civil y religiosa, de la objeción de conciencia frente a toda imposición. Porque creemos en un solo Dios, creemos que nada ni nadie más es dios (“Eucaristía 1987”).
El impuesto al César recordaba a los judíos que eran un pueblo dominado por los extranjeros, por los paganos. Y esto era una afrenta al Pueblo de Dios. Frente a la cuestión del impuesto se adoptaron en Israel diversas actitudes: Mientras los saduceos (los colaboracionistas de aquellos tiempos) no tenían inconveniente en pagar y someterse a un poder que los privilegiaba, los fariseos lo hacían de mala gana y los zelotes se negaban en absoluto. Estos últimos, nacionalistas exaltados, habían hecho de ello una cuestión de conciencia. Creían que pagar al César era tanto como negar que Dios es el único Señor de Israel. La pregunta era comprometedora en extremo y estaba formulada con la peor intención. Ponía a Jesús entre la espada y la pared, entre los saduceos y los zelotes, entre el César y el pueblo, entre la autoridad de Dios y el poder temporal. Evidentemente no hay que suponer que Jesús no llevaba consigo ni siquiera un denario (una moneda de plata equivalente a unos diez duros), menos aún que no lo hubiera visto nunca. Si les pide que le enseñen un denario es sólo para poner en evidencia su hipocresía y su mala intención. Pues si llevan dinero del César, si lo utilizan corrientemente en la vida, es claro que reconocen de hecho su autoridad. Y si es así, ¿por qué han de negarse a pagar sus impuestos? Era un principio generalmente admitido por todos que el poder político se extendía tanto como el curso de la moneda. Según este principio, diríamos hoy que no es posible aceptar los dólares americanos sin reconocer de hecho su autoridad. Aunque Jesús no dice expresamente qué es del César y qué es de Dios, es claro que no todo es del César. Y en este sentido Jesús pone coto a cualquier absolutismo y recorta la autoridad del estado. Por otra parte Jesús critica también cualquier concepción teocrática que identifique los intereses y los derechos de una nación con la misma voluntad de Dios. Pone también límites a cualquier clericalismo. Digamos que la respuesta de Jesús condena por igual la deificación del estado y la suplantación de Dios por los que dicen representarlo (“Eucaristía 1987).
Algún historiador ha dicho de etapas recientes de nuestra Iglesia que estaba más interesada en conquistar el Estado que la sociedad. Imponerse desde poderes similares a los del César o usar su brazo secular no es el estilo de Jesús. Si los modos de los poderes de este mundo nos cautivan, esa seducción es peor que una persecución. No se puede convertir al Dios de Jesús en César de este mundo. Él se negó a ello. No falta quienes deducen de este pasaje que es preciso que cada uno ocupe su sitio, que la Iglesia vuelva al puro campo religioso: al culto litúrgico. A Dios lo que es de Dios y al poder político todo lo demás. Pero la acción de Jesús no fue ésta. Además de no ser ni siquiera sacerdote judío, cambió el vocabulario dándoles a las palabras culto, sacrificio, templo, etc., un sentido nuevo. No se trata de la religión, se trata de Jesús. Usar a Dios como elemento integrador de una comunidad o como bandera de lucha parece tan viejo como la religión misma. La frase: "Dios está de nuestra parte" viene a significar: "nosotros tenemos la razón". También en nuestros días, a pesar de la secularización, se sigue repitiendo, ya sea con motivo de una guerra o de un partido de fútbol (“Eucaristía 1990”).
San Lorenzo de Brindisi comenta: “Tú, cristiano, eres la moneda del impuesto. En el evangelio de hoy se plantean dos interrogantes: uno el que los fariseos plantean a Cristo; otro, el que Cristo plantea a los fariseos; aquél es totalmente terreno, éste, enteramente celestial y divino; aquél es producto de una supina ignorancia y de una refinadísima malicia; éste, de la suprema sabiduría y de la suma bondad. ¿De quién son esta cara y esta inscripción? Le respondieron: Del César. Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios: hay que dar -dice- a cada uno lo suyo. Sentencia llena realmente de celestial sabiduría y doctrina. Enseña, en efecto, que existe una doble esfera de poder: una, terrena, y humana; otra, celestial y divina. Enseña que se nos exige. una doble obediencia, que hemos de observar tanto las leyes humanas como las divinas, y que hemos de pagar un doble impuesto: uno al César y otro a Dios. Al César el denario, que lleva grabada la cara y la inscripción del César; a Dios lo que lleva impresa la imagen y la semejanza divina: La luz de tu rostro está impresa en nosotros. (Vg). Hemos sido hechos a imagen y semejanza de Dios. Tú, cristiano, eres ciertamente un hombre: luego eres la moneda del impuesto divino, eres el denario en el que va grabada la efigie y la inscripción del divino emperador. Por eso te pregunto yo con Cristo: ¿De quién son esta cara y, esta inscripción? Me respondes: De Dios. Te replico: ¿Por qué, pues, no le devuelves, a Dios lo que es suyo? Pero si realmente queremos ser imagen de Dios, es necesario que seamos semejantes a Cristo. Él es, en efecto, la imagen de la bondad de Dios, e impronta de su ser; y Dios a los que había escogido, los predestinó a ser imagen de su Hijo. Por su parte, Cristo pagó realmente al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, observando a la perfección las dos losas de la ley divina, rebajándose hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz, y estuvo perfectísimamente dotado de todas las virtudes tanto internas como externas. Brilla hoy en Cristo una suma prudencia, con la cual sorteó los lazos de los enemigos, dándoles una prudentísima y sapientísima respuesta; brilla asimismo la justicia, con la cual nos enseña a dar a cada uno lo suyo. Por esta razón, él mismo quiso pagar también el impuesto, dando por él y por Pedro un didracma; brilla la fortaleza del alma, con la cual enseñó libremente la verdad, es decir, que debía pagarse al César el impuesto, sin temer a los judíos que se sentían vejados por esto. Éste es el camino de Dios que Cristo enseña conforme a la verdad. Así pues, el que en la vida, en las costumbres y las virtudes se asemeja y conforma a Cristo, ése representa de verdad la imagen de Dios; la restauración de esta divina imagen consiste en una perfecta justicia: Pagad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. A cada cual lo suyo”.
Hoy día un nuevo puritanismo hace que lo moral sea lo legal, sustituyendo la conciencia personal (que ante Dios da cuenta) por la divinización del Estado. Quizá algunos principios sobre el tema podrían ser: - que nos empapemos de Dios, del Evangelio, para que lleguemos a llevar en nuestro interior "lo que es de Dios" y esto nos marque toda la vida. - no considerar que son de Dios o del Evangelio cosas que son más bien criterios personales, o del tipo de gente con la que nos relacionamos. - esforzarnos por escuchar otras voces cristianas, y contrastarlas con nuestra manera de comprender y vivir el Evangelio, para cambiar nuestros planteamientos si fuera necesario. - ser conscientes de que ninguna opción social o política no puede responder plenamente al Evangelio. Y no descalificar a los cristianos que piensan diferente. - empujar, por todos los medios razonables, el acercamiento de nuestro mundo hacia el proyecto amoroso y fraternal de Dios. - La Iglesia, colectivamente, debe denunciar aquellas situaciones que se alejan descaradamente del proyecto del Evangelio, pero sin dejarse llevar inconscientemente por otros criterios- Y hay que tener claro, en última instancia, que el origen de todo, la fuerza que lo mueve todo, el término de todo, es Dios manifestado en Jesús.
"Alguien podría decir que mi punto de vista coincide con el mito anarquista, pero no es así. La utopía de una convivencia feliz sin Estado alguno, me es enteramente extraña. La función del Estado pertenece a los condicionamientos de este mundo. Pero el Estado sólo tiene un significado funcional y, consiguientemente, relativo. Es menester negar de todo punto la soberanía absoluta del Estado. El Estado ha tenido siempre una tendencia a traspasar sus propios límites. Ha llegado a ser una realidad autónoma. El estado quiere ser totalitario. Y esta afirmación no es válida sólo para el Estado comunista o fascista. También en el período cristiano de la historia hubo una regresión a la concepción pagana del Estado. Una de las acusaciones clásicas más importantes que hizo Celso a los cristianos, era que éstos se comportaban como ciudadanos malos y desleales al considerarse ciudadanos de otro reino. Ese conflicto sigue todavía. Es el eterno conflicto entre Cristo, el Dios-hombre, y el César, el hombre endiosado. La tendencia a la divinización del César es una constante histórica, que apareció en la Monarquía y puede aparecer también en la Democracia y en el Comunismo. No existe ningún tipo de soberanía terrena que pueda compaginarse con el cristianismo, ni la soberanía de la Monarquía ni la soberanía del pueblo o de una clase social. El único principio que se aviene con el cristianismo es la afirmación de los derechos inalienables del hombre. Pero el Estado difícilmente se reconcilia con ese principio" (Nicolás Berdiaeff).
Benedicto XVI habló en Francia (2008) de la relación entre el Estado francés y la Iglesia, "la desconfianza del pasado se ha transformado paulatinamente en un diálogo sereno y positivo, que se consolida cada vez más". "Sabemos que quedan todavía pendientes ciertos temas de diálogo que hará falta afrontar y afinar poco a poco con determinación y paciencia"... Cristo "ya ofreció el criterio para encontrar una justa solución a este problema al responder a una pregunta que le hicieron afirmando: "Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios". "En este momento histórico en el que las culturas se entrecruzan cada vez más entre ellas, estoy profundamente convencido de que una nueva reflexión sobre el significado auténtico y sobre la importancia de la laicidad es cada vez más necesaria". Sobre la definición de esta "laicidad", el Papa explicó que "es fundamental, por una parte, insistir en la distinción entre el ámbito político y el religioso para tutelar tanto la libertad religiosa de los ciudadanos, como la responsabilidad del Estado hacia ellos". Por otro, añadió, es necesario "adquirir una más clara conciencia de las funciones insustituibles de la religión para la formación de las conciencias y de la contribución que puede aportar, junto a otras instancias, para la creación de un consenso ético de fondo en la sociedad". Esta función de la religión es especialmente necesaria en la sociedad actual, "que ofrece pocas aspiraciones espirituales y pocas certezas materiales". Y esto incide en los jóvenes: "Algunos de ellos tienen dificultad en encontrar una orientación que les convenga o sufren una pérdida de referencia en su vida familiar. Otros experimentan todavía los límites de un pluralismo religioso que los condiciona". "Hay que ofrecerles un buen marco educativo y animarlos a respetar y ayudar a los otros, para que lleguen serenamente a la edad de la responsabilidad. La Iglesia puede aportar en este campo una contribución específica".

viernes, 14 de octubre de 2011

Sábado de la 28ª semana de Tiempo Ordinario. Apoyado en la esperanza, creyó Abraham, contra toda esperanza, y el Espíritu Santo también nos ilumina y

Sábado de la 28ª semana de Tiempo Ordinario. Apoyado en la esperanza, creyó Abraham, contra toda esperanza, y el Espíritu Santo también nos ilumina y da fuerza para seguir sus inspiraciones

Carta del apóstol san Pablo a los Romanos 4,13,16-18. Hermanos: No fue la observancia de la Ley, sino la justificación obtenida por la fe, la que obtuvo para Abrahán y su descendencia la promesa de heredar el mundo. Por eso, como todo depende de la fe, todo es gracia; así la promesa está asegurada para toda la descendencia, no solamente para la descendencia legal, sino también para la que nace de la e de Abrahán, que es padre de todos nosotros. Así, dice la Escritura: “Te hago padre de muchos pueblos”. Al encontrarse con el Dios que da vida a los muertos y llama a la existencia lo que no existe, Abrahán creyó. Apoyado en la esperanza, creyó, contra toda esperanza, que llegaría a ser padre de muchas naciones, según lo que se le había dicho: “Así será tu descendencia”.

Salmo 104,6-7,8-9,42-43. R. El Señor se acuerda de su alianza eternamente
¡Estirpe de Abrahán, su siervo; hijos de Jacob, su elegido! El Señor es nuestro Dios, él gobierna toda la tierra.
Se acuerda de su alianza eternamente, de ña palabra dada, por mil generaciones; de la alianza sellada con Abrahán, del juramento hecho a Isaac.
Porque se acordaba de la palabra sagrada qué había dado a su siervo Abrahán, sacó a su pueblo con alegría, a sus escogidos con gritos de triunfo.

Evangelio según san Lucas 12,8-12. En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: -«Si uno se pone de mi parte ante los hombres, también el Hijo del hombre se pondrá de su parte ante los ángeles de Dios. Y si uno me reniega ante los hombres, lo renegarán a él ante los ángeles de Dios. Al que hable contra el Hijo del hombre se le podrá perdonar, pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo no se le perdonará. Cuando os conduzcan a la sinagoga, ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de lo que vais a decir, o de cómo os vais a defender. Porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que tenéis que decir.»

Comentario: 1.- Rm 4,13.16-18. Cuando Pablo, de nuevo con el ejemplo de Abrahán, contrapone "fe y obras", no está queriendo decir que no tenemos que actuar y obrar el bien. Jesús dijo que "no el que dice: Señor, Señor, sino el que hace la voluntad de mi Padre", ése entrará en el Reino. Lo que contrapone es la fe en Cristo con el aferramiento espiritual a la observancia de la ley de Moisés como causa de la salvación. Una vez más resume su doctrina: "no fue la observancia de la ley, sino la fe, la que obtuvo para Abrahán y su descendencia la promesa de heredar el mundo". "Al encontrarse con el Dios que da vida, Abrahán creyó". Eso fue lo decisivo.
Nosotros nos esforzamos por vivir según el evangelio de Jesús. Imitamos a Abrahán, que creyó en Dios y creyó a Dios, y actuó en consecuencia. Pero caeríamos en la tentación de los judíos si diéramos a la "observancia" demasiado valor, de modo que caigamos en la autosuficiencia porque "somos buenos" y nos "ganamos" la salvación. La ley es buena. Pero no es la ley la que salva. "Todo es gracia", don de Dios, para Abrahán y para nosotros. Haremos bien en imitar a este gran hombre que se abrió totalmente a Dios, que nos dio un ejemplo admirable de fe, contra toda esperanza y contra toda apariencia, como dice el Catecismo al hablar de la fe, comienzo de la vida eterna: “La fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo. Entonces veremos a Dios "cara a cara" (1 Cor 13,12), "tal cual es" (1 Jn 3,2). La fe es pues ya el comienzo de la vida eterna: ‘Mientras que ahora contemplamos las bendiciones de la fe como el reflejo en un espejo, es como si poseyéramos ya las cosas maravillosas de que nuestra fe nos asegura que gozaremos un día’ (S. Basilio; cf. S. Tomás de A., s.th. 2-2,4,1).
Ahora, sin embargo, "caminamos en la fe y no en la visión" (2 Cor 5,7), y conocemos a Dios "como en un espejo, de una manera confusa,...imperfecta" (1 Cor 13,12). Luminosa por aquel en quien cree, la fe es vivida con frecuencia en la oscuridad. La fe puede ser puesta a prueba. El mundo en que vivimos parece con frecuencia muy lejos de lo que la fe nos asegura; las experiencias del mal y del sufrimiento, de las injusticias y de la muerte parecen contradecir la buena nueva, pueden estremecer la fe y llegar a ser para ella una tentación.
Entonces es cuando debemos volvernos hacia los testigos de la fe: Abraham, que creyó, "esperando contra toda esperanza" (Rom 4,18); la Virgen María que, en "la peregrinación de la fe" (LG 58), llegó hasta la "noche de la fe" (Juan Pablo II, R Mat 18) participando en el sufrimiento de su Hijo y en la noche de su sepulcro; y tantos otros testigos de la fe: "También nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe" (Hb 12,1-2)”.
Las dos promesas de Dios -que tendría un hijo y que le pertenecería toda la tierra de Canaán-. parecían imposibles de conseguir, y sin embargo, Abrahán creyó. Y fueron posibles. Tanto en nuestra vida espiritual como en nuestro trabajo apostólico, no tendríamos que apoyarnos tanto en nuestros propios talentos y recursos, sino en la gracia y la fuerza salvadora de Dios. Nosotros tenemos un doble motivo para fiarnos de Dios: la promesa hecha a Abrahán y la Alianza Nueva que ha concedido a la humanidad en la Pascua de su Hijo.
“El comienzo de la justificación por parte de Dios es la fe, que cree en el que justifica. Y esta fe, cuando se encuentra justificada, es como una raíz que recibe la lluvia en la tierra del alma, de manera que cuadno comienza a cultivarse por medio de la ley de Dios, surgen de ella ramas que llevan los frutos de las obras. La raíz de la justicia no deriva de las obras, sino que de la raíz de la justicia crece el fruto de las obras” (Orígenes). Y dice el Catecismo: “Abraham realiza así la definición de la fe dada por la carta a los Hebreos: "La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven" (Hb 11,1). "Creyó Abraham en Dios y le fue reputado como justicia" (Rom 4,3; cf. Gn 15,6). Gracias a esta "fe poderosa" (Rom 4,20), Abraham vino a ser "el padre de todos los creyentes" (Rom 4,11.18; cf. Gn 15,15)”. Pablo continúa aquí estableciendo los lazos que existen entre la fe y la justificación a partir del ejemplo de Abraham. En un primer argumento el apóstol ha demostrado que el patriarca era impío y pecador cuando Dios lo justificó. Ahora desarrolla otros dos argumentos.
La cuestión está en saber por qué la fe justifica y no las obras. Pablo responde que la fe justifica mejor que las obras de la ley porque la fe arranca de ese proceso en el cual Dios sale al encuentro del hombre. No se trata de elegir entre una u otra: el secreto de la justificación se encuentra en Dios. Si Dios se acercara al hombre con un contrato, entonces serían las obras la respuesta humana más adecuada. Pero El viene al hombre con una promesa, es decir, con un don gratuito, cuya iniciativa quiere conservar; por esa razón las obras de la ley son inútiles, al menos en el proceso de realización de esta promesa. El hombre cree que puede conseguir mediante las obras lo que es objeto de la promesa (v 14), pero intenta conseguir por sus propios medios lo que es un don. De esta manera, desvirtúa la marcha de Dios y provoca automáticamente la ruptura (v 15), como el heredero que quisiera apropiarse de su herencia antes de tiempo.
El tercer argumento está apenas esbozado (vv 16-17). Abraham recibió la promesa en una época en que todavía no estaba circuncidado y en que Dios preveía para él una paternidad universal (Gen 17, 5). Por tanto, es contrario a la voluntad de Dios el limitar la posteridad de Abraham a aquellos que se circuncidan. Todo creyente es descendiente de Abraham y, además, Dios es bastante poderoso como para hacer beneficiarios de la promesa hasta a los mismos muertos, o a aquellos que todavía no han nacido (v 17). Una religión de la promesa está bastante lejos de la manera espontánea de proceder del hombre, que, al ir detrás de su salvación, busca seguridad. Es necesario haber encontrado al Dios vivo y haberse apoyado en su fidelidad para presentir que la salvación esperada pertenece al orden de la promesa, es decir, al orden del amor. Pero, ¿cómo encontrar a Dios y su promesa? Se necesita tiempo para profundizar en las relaciones recíprocas del amor y de la fidelidad.
Sin embargo, el camino está marcado. El hombre que reflexiona sobre sí mismo y sobre su existencia llega a veces a distinguir en él dos niveles de su personalidad: el "yo" solo puede experimentar sus limitaciones porque existe otro "yo" más profundo que participa del absoluto y de lo transcendente. El camino hacia Dios pasa por esta conciencia de los dos "yo". Es verdad que el hombre solo llega rara vez a vivir el nivel de su "yo" profundo y vivir su vida en función de él. Una especie de fisura separa esos dos niveles de manera casi "original". Aun cuando el hombre llega a alcanzar su "yo" profundo, aun llegando a participar del absoluto o al menos con sed de transcendencia, puede, sin embargo, fracasar al volverse sobre sí mismo. Se hace a sí mismo absoluto y no alcanza a ver más allá de sí mismo. Por el contrario, si él experimenta este "yo" transcendente como algo inesperado dentro de su ser, verá que se trata de un don gratuito de "alguien". No lo considerará como un poseedor, sino como el que encuentra una dádiva y una promesa, una persona divina y una gracia. Jesucristo es el primer hombre en quien Dios ha podido revelarse totalmente en el "yo" profundo y el primero que ha podido responder perfectamente a esta iniciativa de Dios (Maertens-Frisque).
-La promesa de Dios... Dios prometió a Abraham y a su descendencia ser herederos del mundo. La historia de Abraham está llena de promesas de Dios cuyo cumplimiento no depende del hombre, sino de la fidelidad de Dios a sus promesas. También Abraham era un pecador, pero creyó en esas promesa. Creyó en lo imposible. ¡Era anciano y sin hijos y Dios le prometió «el mundo en herencia» ! Y él creyó esto, y esto se realizó: cristianos, judíos, árabes... multitudes inmensas se llaman «hijos de Abraham». «Recibir el mundo en herencia». La fe da la posesión del mundo.
-Por la fe se pasa a ser heredero. Por esto es un don gratuito. Y la promesa permanece válida. Quisiera, Señor, llegar a ser «total acogida» de Ti. Quisiera encontrarte más y no apoyarme sino en Ti. Ahora sé -tu apóstol me lo ha repetido- que mi salvación depende de tu promesa, más que de mis obras y que Tú haces lo que prometes. Señor, tengo confianza en Ti. Estoy seguro de Ti. Yo, que sufro tanto de mis limitaciones, de mis pobrezas, quisiera, de una vez, aceptarlas y luego olvidarlas para no sufrir más por ellas y contar sólo contigo y no en mis propias fuerzas. ¡«Don gratuito»! ¡«Don gratuito»!
-Te hice padre de muchos pueblos. Abraham es nuestro padre ante Dios «en quien creyó». La fe da una fecundidad extraordinaria. Porque creyó en Dios, Abraham es el "padre" de todos los hombres. Por su fe, verdaderamente, "dio la vida". No pueden saberse todas las ramificaciones vitales de un acto de Fe. Un hombre que cree en Dios desencadena en la humanidad una onda de «vida». Todo hombre que se eleva, eleva el mundo.
-Dios que da la «vida" a los muertos y llama a la existencia a lo que no existía. Abraham y Sara cuyo seno estaba muerto, hicieron de ello la experiencia. Dios es aquel que llama «de la nada al ser»... aquel que da «vida». ¡Tal fue la experiencia de Abraham! Tal fue sobre todo la experiencia de Jesús. La resurrección ocupa el centro del pensamiento de san Pablo. La fuerza de Dios que devuelve la vida a los muertos. Esta fuerza actúa todavía en el mundo. Es ella la que nos eleva en todos nuestros desalientos. Ella nos saca del pecado. Ella nos resucitará un día.
-Esperando contra toda esperanza, creyó... La vida de Abraham, la fe de Abraham no fue cosa fácil. Todo parecía contrario a las promesas de Dios. Todo parecía ir en el sentido opuesto... pero creyó, a pesar de todo, contra toda esperanza. La fe «para transportar las montañas», decía Jesús. La Fe, fuerza de lo imposible. Se comprende que Pablo diga que esa «Fe da posesión del mundo». En efecto, nada puede ir en contra de ello. No se apoya sobre nada humano: toda su fuerza está en Dios. ¡Danos esta Fe, Señor! (Noel Quesson).
2. Lo que dice el salmo podemos repetirlo con mayor alegría: "se acuerda de la palabra que había dado a su siervo Abrahán, sacó a su pueblo con alegría, a sus escogidos con gritos de triunfo". Si creemos en Dios y no nos basamos en cálculos comerciales humanos, también nosotros seremos padres de numerosa descendencia. Y lo imposible será posible.
3.- Lc 12,8-12. Ayer nos animaba Jesús a ser valientes a la hora de dar testimonio de él, porque Dios nunca se olvida de nosotros: si lo hace con los pajarillos y los cabellos de nuestra cabeza, ¡cuánto más con cada uno de nosotros, que somos sus hijos! Hoy nos da otro motivo para ser intrépidos en la vida cristiana: él mismo, Jesús, dará testimonio a favor nuestro ante la presencia de Dios, el día del juicio. Y todavía otro protagonista en estos nuestros ánimos: el Espíritu de Dios. Así se completa la cercanía del Dios Trino. El Padre que no nos olvida, Jesús que "se pondrá de nuestra parte" el día del juicio, y el Espíritu que nos inspirará cuando nos presentemos ante los magistrados y autoridades para dar razón de nuestra fe. Sólo hay una clase de personas sin remedio, los que "blasfeman contra el Espíritu Santo", o sea, los que, viendo la luz, la niegan, los que no quieren ser salvados. Son ellos mismos los que se excluyen del perdón y la salvación.
Nosotros ya estamos empeñados, hace tiempo, en este camino de vida cristiana que no sólo sucede en nuestro ámbito interior, sino que tiene una influencia testimonial en el contexto en que vivimos. Para este camino necesitamos ánimos, porque no es fácil. Jesús nos asegura el amor de Dios y la ayuda eficaz de su Espíritu. Y además, nos promete que él mismo saldrá fiador a nuestro favor en el momento decisivo. No se dejará ganar en generosidad, si nosotros hemos sido valientes en nuestro testimonio, si no hemos sentido vergüenza en mostrarnos cristianos en nuestro ambiente. En los momentos en que sentimos miedo por algo -y a todos nos pasa, porque la vida es dura- será bueno que recordemos estas palabras de Jesús, afirmando el amor concreto que nos tiene el Dios Trino para ayudarnos en todo momento. Jesús calmó tempestades y curó enfermedades y resucitó muertos. Era el signo de ese amor de Dios que ya está actuando en nuestro mundo. También nos alcanza a nosotros. No tenemos motivos para dejarnos llevar del miedo o de la angustia (J. Aldazábal).
La opción del hombre en favor o en contra de Jesús decide su auténtica existencia y su suerte definitiva, escatológica. En el juicio, constante, implacable, del mundo contra Jesús, quien tenga el valor de declarar en su favor, tendrá a su favor el testimonio de Jesús en el juicio de Dios contra el mundo (cf 9,26; Mc 8,38; Jn 16,6-11). Hay un pecado contra el Espíritu, que es el pecado de la apostasía, el pecado de renegar de Cristo después de haberle prestado fe. Sólo en el Espíritu Santo se puede confesar que Jesús es el Señor. Quien reniega de esta fe, peca contra el Espíritu, ya no tiene salvación, porque la fe salva al hombre. El discípulo de Jesús vive constantemente al abrigo del Dios vivo, bajo su cuidado. Cuando suene la hora de la persecución, el Espíritu se encargará de la defensa. El juicio llevado por el mundo en contra de Cristo, se convertirá, por la acción del Espíritu, en testimonio dado en su favor.
No hay disociación entre cielo y tierra. El plan de Dios es el plan del hombre, que él encarna: «Y os digo que si uno, quienquiera que sea, se pronuncia por mí ante los hombres, también el Hombre se pronunciará por él ante los ángeles de Dios» (12,8). No dice: 'en los periódicos' o 'por la televisión'. Dios tiene otro canal: el hombre. A quien comete una injusticia contra el hombre, se le puede perdonar, pero quien se sirve de la fuerza del nombre de Dios para ir contra el hombre, no tiene perdón. Ha malgastado la energía del Espíritu, y ya no tiene recambio. No se trata de una 'blasfemia' de palabra, sino de hecho (12,10). Cierra esta serie de avisos con una nueva advertencia: «No os preocupéis de cómo o de qué os vais a defender o de lo que vais a decir» (12,11). No hagáis apologías personales o del grupo o estamento ante las autoridades civiles o religiosas. (Lucas está pensando en la retahíla de apologías a que Pablo se verá abocado: cf. Hch 22,1; 24,10; 26,1-2.24.) Quien se defiende es porque tiene miedo de perder las propias seguridades, porque se siente identificado con una determinada estructura. Es el punto flaco por donde os pueden atrapar y reconducir al redil de las falsas seguridades. «Porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que tenéis que decir» (Lc 12,12). La profecía es diametralmente opuesta a la apología. La apología se basa en medios humanos, y se puede contradecir; la profecía es irrebati-ble. La única 'solución' es eliminar al profeta. Jesús es el Profeta por excelencia: a pesar de que lo eliminaron, él sigue presente en la comunidad que celebra su memorial en la eucaristía y continúa moviendo hombres y mujeres y hablando a través de ellos. Son los 'profetas' modernos. Los que en vez de 'preocuparse' por defender su posición social, se ponen sin más al servicio del hombre y lo liberan.
La realización de la tarea misionera presenta inmensas dificultades que pueden hacer germinar en nosotros actitudes de desconfianza y desaliento. Por ello se hace necesario renovar continuamente los sentimientos de confianza volviendo constantemente a las palabras de promesa ofrecidas por Jesús a sus seguidores. En primer lugar, es necesario tener presente el compromiso asumido por Jesús de ser nuestro testigo en el Juicio de Dios si perseveramos con coraje en la tarea emprendida. La consideración de su actuación en el futuro Juicio de Dios que espera a todos los hombres es la primera fuente en que podemos encontrar el ánimo necesario para seguir adelante sin desfallecer.
En segundo lugar, tenemos a disposición una segunda fuente para renovar la confianza. La certeza de la presencia del Espíritu Santo en la tarea misionera nos da la seguridad necesaria para enfrentar los desafíos y dificultades que encontramos en su concreción. Dicha presencia llega hasta su identificación con los portadores del mensaje y con cada una de sus acciones encaminadas a concretarlo. Sobre todo, en las dificultades que pueden llegar a poner en peligro la propia vida, esa presencia confortante encontrará el modo de manifestarse claramente. Aún cuando seamos acusados y estemos en peligro de muerte a causa de los poderosos que se oponen al mensaje de Jesús, sabemos que el Espíritu actuará en nuestro favor, inspirando la forma de defensa. Esa actuación, hecha ya realidad durante el tiempo apostólico en Pedro (Hch 4,8; 5,32) y Esteban (Hch 7,55) sigue activa a lo largo del tiempo suscitando el testimonio eclesial (Josep Rius-Camps; textos tomados de mercaba.org; Llucià Pou Sabaté 2009).

jueves, 13 de octubre de 2011

Viernes la 28ª semana. Abrahán creyó a Dios, y esto le valió la justificación; la misericordia divina actúa si le dejamos al pedirle perdón sin miedo,

Viernes la 28ª semana. Abrahán creyó a Dios, y esto le valió la justificación; la misericordia divina actúa si le dejamos al pedirle perdón sin miedo, y vivir la sinceridad.

Carta del apóstol san Pablo a los Romanos 4,1-8. Hermanos: Veamos el caso de Abrahán, nuestro progenitor según la carne. ¿Quedó Abrahán justificado por sus obras? Si es asi, tiene de qué estar orgulloso; pero, de hecho, delante de Dios no tiene de qué. A ver, ¿qué dice la Escritura?: «Abrahán creyó a Dios, y esto le valió la justificación.» Pues bien, a uno que hace un trabajo el jornal no se le cuenta como un favor, sino como algo debido; en cambio, a éste que no hace ningún trabajo, pero tiene fe en que Dios hace justo al impío, esa fe se le cuenta en su haber. También David llama dichoso al hombre a quien Dios otorga la justificación, prescindiendo de sus obras: «Dichoso el hombre que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado; dichoso el hombre a quien el Señor no le cuenta el pecado.»

Salmo 31,1-2-5.11. R. Tú eres mi refugio, me rodeas de cantos de liberación.
Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado; dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta el delito.
Habla pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito; propuse: «Confesaré al Señor mí culpa», y tú perdonaste mi culpa y mi pecado.
Alegraos, justos, y gozad con el Señor; aclamadlo, los de corazón sincero.

Evangelio según san Lucas 12,1-7. En aquel tiempo, miles y miles de personas se agolpaban hasta pisarse unos a otros. Jesús empezó a hablar, dirigiéndose primero a sus discípulos: -«Cuidado con la levadura de los fariseos, o sea, con su hipocresía. Nada hay cubierto que no llegue a descubrirse, nada hay escondido que no llegue a saberse. Por eso, lo que digáis de noche se repetirá a pleno día, y lo que digáis al oído en el sótano se pregonará desde la azotea. A vosotros os digo, amigos míos: no tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden hacer más. Os voy a decir a quién tenéis que temer: temed al que tiene poder para matar y después echar al infierno. A éste tenéis que temer, os lo digo yo. ¿No se venden cinco gorriones por dos cuartos? Pues ni de uno solo se olvida Dios. Hasta los pelos de vuestra cabeza están contados. Por lo tanto, no tengáis miedo: no hay comparación entre vosotros y los gorriones.»

Comentario: 1.- Rm 4, 1-8. Un ejemplo que gusta mucho a Pablo y que repite en sus cartas, es el de Abrahán. Esta vez, para mostrar cómo fue la fe, y no las "obras de la ley", las decisivas a la hora de agradar o no a Dios. Cuando Dios eligió a Abrahán y le dio la misión de ser cabeza de su pueblo y a la vez bendición para todas las naciones de la tierra, Abrahán era pagano. No podía presentar ante Dios "las obras" que realizaba, perteneciendo a un pueblo idólatra. Pero aceptó el plan que se le proponía. Eso es lo que le hizo agradable a Dios, su fe: "creyó a Dios y le fue computado como justicia". No sus méritos previos. Porque su elección había sida totalmente gratuita por parte del Dios que le eligió misteriosamente a él.
Es una lección que Pablo recuerda de modo especial a los cristianos de Roma provenientes del judaísmo, propensos a sentir un santo orgullo por su pertenencia a la raza de Abrahán. Para Pablo, tanto puede ser heredero de Abrahán, y por tanto agradar a Dios, un judío convertido como un pagano que acepta la fe. Ambos pueden sentirse dichosos "porque Dios no les cuenta sus pecados", y eso gratuitamente. ¿Tenemos como un prurito de llevar contabilidad de las cosas que hacemos en honor de Dios, casi dispuestos -delicadamente- a presentar la factura y recibir el premio debido? Algo parecido preguntó Pedro a Jesús: "nosotros lo hemos dejado todo por ti: ¿qué nos darás?". Nos va bien recordar que también con nosotros Dios ha tenido que usar misericordia. Para que no vayamos por el mundo, como el fariseo de la parábola, con aire de perdonavidas, vanagloriándose delante de Dios de que él sí que era cumplidor, y no como aquel publicado que vete a saber qué pecados cometía... De nuevo el salmo, citado por Pablo en su carta, nos hace reconocer que también a nosotros nos perdona Dios: "dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta el delito... alegraos, justos y gozad con el Señor, aclamadlo, los de corazón sincero".
En este pasaje, san Pablo tomará ejemplo de la vida de Abraham. El es el padre de todo el pueblo judío. Pues bien, tampoco él, dice san Pablo, fue justificado «por sus buenas obras» sino «por la Fe». Esto destruye toda perfección y esto debería convencer a todos aquellos que continúan pensando la salvación con una concepción demasiado judaica.
-¿Qué diremos de nuestro antepasado Abraham? Si nuestro padre en la Fe, obtuvo la justicia «en razón de sus obras», tiene de qué gloriarse, pero no delante de Dios. Por ahí san Pablo establece la unidad teológica de las dos Alianzas. Ya en la antigua Alianza era la Fe la que salvaba. El tema del «orgullo» es un tema dominante en el pensamiento de san Pablo: el pecado es ante todo esta pretensión, este orgullo del hombre de hacerse valer ante Dios, ya sea por la justicia de las obras -entre los judíos- ya sea por la apariencia -entre los griegos-. Entonces el hombre se olvida de que «todo lo que él es, lo debe a la gracia de Dios». Creer es, precisamente, reconocer esto y recibirlo todo de Dios.
-Creyó Abraham en Dios, y le fue reputado como justicia. Aumenta en nosotros la fe, Señor.
-Al que trabaja no se le cuenta el salario como favor, sino como retribución justa. En cambio al que, sin trabajar, cree en aquel que justifica al impío, su fe se le reputa como justicia. Los que no quieren comprender lo interpretan como una pura insistencia de san Pablo. La salvación no nos es debida. No es algo merecido, como lo es un salario. No hay que exigir a Dios unos «derechos adquiridos». Dios= «Aquel que justifica al impío», «aquel que hace del impío un hombre justo». ¡Qué hermosa definición de Dios! Gracias, Señor, de haberte revelado a nosotros bajo ese aspecto: Aquel que salva.
-Así también David proclama bienaventurado al hombre a quien Dios declara justo, independientemente de sus obras. Y como si no se hubiere aún comprendido, insiste nuevamente. ¡Ah Señor! Llénanos de esta certeza. Esto no significa que tenemos que permanecer pasivos en la Fe. No, la fe moviliza al hombre entero y lo induce a la actividad del amor. Pero con la convicción profunda que todo es gracia. «Cuando se ha hecho todo como no esperando nada de Dios... Hay que esperarlo todo de Dios como si no se hubiese hecho nada por sí...» (M. Blondel).
-Bienaventurado el hombre absuelto de su culpa y a quien han sido perdonados sus pecados. Así Abraham mismo es un pecador-salvado. Todo hombre recibe esta llamada y puede saborear esa dicha. Puedo repetir esa frase, adoptándola como oración. No se trata de complacerse en las propias culpas, sino de atreverse a pensar, con san Pablo, que no son forzosamente un obstáculo absoluto, en la medida en que nos hacen experimentar mejor la necesidad de un Salvador. En este caso pueden ser la fuente de una nueva dicha: «bienaventurado el hombre...». Señor, ayúdame a convertir «en bien» todo cuanto podría se en mí un mal. Que todo obstáculo, tanto en mí como en los demás, sea ocasión de apoyarnos más en Ti. En este sentido no hay nada peor que creerse justo o que no tener ninguna dificultad: ¡bastarse uno a sí mismo! (Noel Quesson).
“El comienzo de la justificación por parte de Dios es la fe, que cree en el que justifica. Y esta fe, cuando se encuentra justificada, es como una raíz que recibe la lluvia en la tierra del alma, de manera que cuando comienza a cultivarse por medio de la ley de Dios, surgen de ella ramas que llevan los frutos de las obras. La raíz de la justicia no deriva de las obras, sino que de la raíz de la justicia crece el fruto de las obras” (Orígenes).
2. Juan Pablo II comenta el Salmo 31: “«Dichoso el que está absuelto de su culpa». Esta bienaventuranza, con la que comienza el Salmo 31 que se acaba de proclamar, nos permite comprender inmediatamente el motivo por el que ha sido introducido por la tradición cristiana en la serie de los siete salmos penitenciales. Tras la doble bienaventuranza del inicio (vv 1-2), no nos encontramos ante una reflexión genérica sobre el pecado y el perdón, sino ante el testimonio personal de un convertido… tras el testimonio personal (vv 3-5)… una invitación a alegrarse en el Señor (v 11).
En esta ocasión, retomaremos sólo algunos elementos de esta composición. Ante todo, el que ora describe la penosa situación de conciencia en que se encontraba cuando callaba (v 3): habiendo cometido graves culpas, no tenía el valor de confesar a Dios sus pecados. Era un tormento interior terrible, descrito con imágenes impresionantes. Se le consumían los huesos bajo la fiebre desecante, el calor asfixiante atenazaba su vigor disolviéndolo, su gemido era constante. El pecador sentía sobre él el peso de la mano de Dios, consciente de que Dios no es indiferente ante el mal perpetrado por la criatura, pues él es el guardián de la justicia y de la verdad.
Al no poder resistir más, el pecador decide confesar su culpa con una declaración valiente, que parece una anticipación de la del hijo pródigo en la parábola de Jesús (cf Lc 15,18). Dice con corazón sincero: «confesaré al Señor mi culpa». Son pocas palabras, pero nacen de la conciencia; Dios responde inmediatamente con un perdón generoso (v 5). El profeta Jeremías dirigía este llamamiento de Dios: «Vuelve, Israel apóstata, dice el Señor; no estará airado mi semblante contra vosotros, porque piadoso soy, no guardo rencor para siempre. Tan sólo reconoce tu culpa, pues contra el Señor tu Dios te rebelaste» (3,12-13)…
San Pablo, en la Carta a los Romanos, se refiere explícitamente al inicio de nuestro Salmo para celebrar la gracia liberadora de Cristo (cf 4,6-8). Nosotros podríamos aplicarlo al sacramento de la Reconciliación. En él, a la luz del Salmo, se experimenta la conciencia del pecado, con frecuencia ofuscada en nuestros días, y al mismo tiempo la alegría del perdón. Al binomio «delito-castigo», le sustituye el binomio «delito-perdón», pues el Señor es un Dios «que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado» (Éxodo 34, 7).
San Cirilo de Jerusalén (siglo IV) utilizará el Salmo 31 para mostrar a los catecúmenos la profunda renovación del Bautismo, purificación radical de todo pecado. También él exaltará con las palabras del salmista la misericordia divina. Concluimos nuestra catequesis con sus palabras: «Dios es misericordioso y no escatima su perdón... El cúmulo de tus pecados no será más grande que la misericordia de Dios, la gravedad de tus heridas no superará las capacidades del sumo Médico, con tal de que te abandones en él con confianza. Manifiesta al médico tu enfermedad, y dirígele las palabras que pronunció David: "Confesaré mi culpa al Señor, tengo siempre presente mi pecado". De este modo, lograrás que se haga realidad: "Has perdonado la maldad de mi corazón"»”.
Juan Pablo II aplicaba estas verdades, reafirmadas por el Sínodo, al sacramento de la penitencia.
I. “La primera convicción es que, para un cristiano, el sacramento de la penitencia es el camino ordinario para obtener el perdón y la remisión de sus pecados graves cometidos después del bautismo. Ciertamente, el Salvador y su acción salvífica no están ligados a un signo sacramental, de tal manera que no puedan en cualquier tiempo y sector de la historia de la salvación actuar fuera y por encima de los sacramentos. Pero en la escuela de la fe nosotros aprendemos que el mismo Salvador ha querido y dispuesto que los humildes y precisos sacramentos de la fe sean ordinariamente los medios eficaces por los que pasa y actúa su fuerza redentora. Sería pues insensato, además de presuntuoso, querer prescindir arbitrariamente de los instrumentos de gracia y de salvación que el Señor ha dispuesto y, en su caso específico, pretender recibir el perdón prescindiendo del sacramento instituido por Cristo precisamente para el perdón”, y la renovación de los ritos realizada después del Concilio ha de servir “para suscitar en cada uno de nosotros un nuevo impulso de renovación de nuestra actitud interior, esto es, hacia una comprensión más profunda de la naturaleza del sacramento de la penitencia; hacia una aceptación del mismo más llena de fe, no ansiosa sino confiada; hacia una mayor frecuencia del sacramento, que se percibe como lleno de amor misericordioso del Señor”.
II. “La segunda convicción se refiere a la función del sacramento de la penitencia para quien acude a él. Este es, según la concepción tradicional más antigua, una especie de acto judicial; pero dicho acto se desarrolla ante un tribunal de misericordia, más que de estrecha y rigurosa justicia, de modo que no es comparable sino por analogía a los tribunales humanos, es decir, en cuanto que el pecador descubre allí sus pecados y su misma condición de creatura sujeta al pecado; se compromete a renunciar y a combatir el pecado; acepta la pena (penitencia sacramental) que el confesor le impone, y recibe la absolución. Pero reflexionando sobre la función de este sacramento, la conciencia de la Iglesia descubre en él, además del carácter de juicio en el sentido indicado, un carácter terapéutico o medicinal. Y esto se relaciona con el hecho de que es frecuente en el Evangelio la presentación de Cristo como médico, mientras su obra redentora es llamada a menudo, desde la antigüedad cristiana, "medicina salutis". "Yo quiero curar, no acusar", decía san Agustín refiriéndose a la práctica de la pastoral penitencial, y es gracias a la medicina de la confesión que la experiencia del pecado no degenera en desesperación. El Rito de la penitencia alude a este aspecto medicinal del sacramento, al que el hombre contemporáneo es quizás más sensible, viendo en el pecado, ciertamente, lo que comporta de error, pero todavía más lo que demuestra en orden a la debilidad y enfermedad humana. Tribunal de misericordia o lugar de curación espiritual; bajo ambos aspectos el sacramento exige un conocimiento de lo íntimo del pecador para poder juzgarlo y absolver, para asistirlo y curarlo. Y precisamente por esto el sacramento implica, por parte del penitente, la acusación sincera y completa de los pecados, que tiene por tanto una razón de ser inspirada no sólo por objetivos ascéticos (como el ejercicio de la humanidad y de la mortificación), sino inherente a la naturaleza misma del sacramento”.

III. “La tercera convicción que quiero acentuar se refiere a las realidades o partes que componen el signo sacramental del perdón y de la reconciliación. Algunas de estas realidades son actos del penitente, de diversa importancia, pero indispensable cada uno o para la validez e integridad del signo, o para que éste sea fructuoso. Una condición indispensable es, ante todo, la rectitud y la transparencia de la conciencia del penitente. Un hombre no se pone en el camino de la penitencia verdadera y genuina hasta que no descubre que el pecado contrasta con la norma ética, inscrita en la intimidad del propio ser, hasta que no reconoce haber hecho la experiencia personal y responsable de tal contraste; hasta que no dice no solamente "existe el pecado", sino "yo he pecado"; hasta que no admite que el pecado ha introducido en su conciencia una división que invade todo su ser y lo separa de Dios y de los hermanos. El signo sacramental de esta transparencia de la conciencia es el acto tradicionalmente llamado examen de conciencia, acto que debe ser siempre no una ansiosa introspección psicológica, sino la confrontación sincera y serena con la ley moral interior, con las normas evangélicas propuestas por la Iglesia, con el mismo Cristo Jesús, que es para nosotros maestro y modelo de vida, y con el Padre celestial, que nos llama al bien y a la perfección. Pero el acto esencial de la penitencia, por parte del penitente, es la contricción, o sea, un rechazo claro y decidido del pecado cometido, junto con el propósito de no volver a cometerlo, por el amor que se tiene a Dios y que renace con el arrepentimiento. La contricción, entendida así, es, pues, el principio y el alma de la conversión, de la metánoia evangélica que devuelver el hombre a Dios, como el hijo pródigo que vuelve al padre, y que tiene en el sacramento de la penitencia un signo visible, perfeccionador de la misma atrición. Por ello, "de esta contrición del corazón depende la verdad de la penitencia". Remitiendo a cuanto la Iglesia inspirada por la palabra de Dios, enseña sobre la contrición, me urge subrayar aquí un aspecto de tal doctrina, que debe conocerse mejor y tenerse presente. A menudo se considera la conversión y la contrición bajo el aspecto de las innegables exigencias que ellas comportan, y de la mortificación que imponen en vista de un cambio radical de vida. Pero es bueno recordar y destacar que contrición y conversión son aún más un acercamiento a la santidad de Dios, un nuevo encuentro de la propia verdad interior, turbada y trastornada por el pecado, una liberación en lo más profundo de sí mismo y, con ello, una recuperación de la alegría perdida, la alegría de ser salvados, que la mayoría de los hombres de nuestro tiempo ha dejado de gustar. Se comprende, pues, que desde los primeros tiempos cristianos, siguiendo a los apóstoles y a Cristo, la Iglesia ha incluido en el signo sacramental de la penitencia la acusación de los pecados. Esta aparece tan importante que, desde hace siglos, el nombre usual del Sacramento ha sido y es todavía el de confesión. Acusar los pecados propios es exigido ante todo por la necesidad de que el pecador sea conocido por aquel que en el Sacramento ejerce el papel de juez -el cual debe valorar tanto la gravedad de los pecados, como el arrepentimiento del penitente- y, a la vez, hace el papel de médico, que debe conocer el estado del enfermo para ayudarlo y curarlo. Pero la confesión individual tiene también el valor de signo; signo del encuentro del pecador con la mediación eclesial en la persona del ministro; signo del propio reconocerse ante Dios y ante la Iglesia como pecador, del comprenderse a sí mismo bajo la mirada de Dios. La acusación de los pecados, pues, no se puede reducir a cualquier intento de autoliberación psicológica, aunque corresponde a la necesidad legítima y natural de abrirse a alguno, la cual es connatural al corazón humano, es un gesto litúrgico, solemne en su dramaticidad, humilde y sobrio en la grandeza de su significado. Es el gesto del hijo pródigo que vuelve al padre y es acogido por él con el beso de la paz; gesto de lealtad y de valentía; gesto de entrega de sí mismo, por encima del pecado, a la misericordia que perdona. Se comprende entonces por qué la acusación de los pecados debe ser ordinariamente individual y no colectiva, ya que el pecado es un hecho profundamente personal. Pero, al mismo tiempo, esta acusación arranca en cierto modo el pecado del secreto del corazón y, por tanto, del ámbito de la pura individualidad, poniendo de relieve también su carácter social, porque mediente el ministro de la penitencia es la comunidad eclsial, dañada por el pecado, la que acoge de nuevo al pecador arrenpentido y perdonado. Otro momento esencial del sacramento de la penitencia compete ahora al confesor, juez y médico, imagen de Dios Padre que acoge y perdona a aquél que vuelve: es la absolución. Las palabras que la expresan y los gestos que la acompañan en el antiguo y en el nuevo Ritual de la penitencia revisten una sencillez significativa en su grandeza. La fórmula sacramental: "Yo te absuelvo...", y la imposición de la mano y la señal de la cruz, trazada sobre el pentiente, manifiestan que en aquel momento el pecador contrito y convertido entra en contacto con el poder y la misericorida de Dios. Es el momento en el que, en respuesta al penitente, la Santísima Trinidad, se hace presente para borrar su pecado y devolverle la inocencia, y la fuerza salvífica de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús es comunicada al mismo penitente como "misericordia más fuerte que la culpa y la ofensa", según la definí en la Encíclica Dives in misericordia. Dios es siempre el principal ofendido por el pecado -"tibi soli peccavi"-, y sólo Dios puede perdonar. Por esto la absolución que el sacerdote, ministro del perdón -aunque él mismo sea pecador- concede al penitente, es el signo eficaz de la intervención del Padre en cada absolución y de la "resurrección" tras la "muerte espiritual", que se renueva cada vez que se celebra el sacramento de la penitencia. Solamente la fe puede asegurar que en aquel momento todo pecado es perdonado y borrado por la misteriosa intervención del Salvador. La satisfacción es el acto final, que corona el signo sacramental de la pentiencia. En algunos países lo que el penitente perdonado y absuelto acepta cumplir, después de haber recibido la absolución, se llama precisamente penitencia. ¿Cuál es el significado de esta satisfacción que hace, o de esta penitencia que se cumple? No es ciertamente el precio que se paga por el pecado absuelto y por el perdón recibido; porque ningún precio humano puede equivaler a lo que se ha obtenido, fruto de la preciosísima Sangre de Cristo. Las obras de satisfacción -que, aun conservando un carácter de sencille y humildad, deberían ser más expresivas de lo que significan- quieren decir cosas importantes: son el signo del compromiso personal que el cristiano ha asumido ante Dios, en el sacramento, de comenzar una existencia nueva (y por ello no deberían reducirse solamente a algunas fórmulas a recitar, sino que deben consistir en acciones de culto, caridad, misericordia y reparación), incluyen la idea de que el pecador perdonado es capaz de unir su propia mortificación física y espiritual, buscada o al menos aceptada, a la Pasión de Jesús que le ha obtenido el perdón; recuerdan que también después de la absolución queda en el cristiano una zona de sombra, debida a las heridas del pecado, a la imperfección del amor en el arrepentimiento, a la debilitación de las facultades espirituales en las que obra un foco infeccioso de pecado, que siempre en necesario combatir con la mortificación y la penitencia. Tal es el significado de la humilde, pero sincera, satisfacción”.

IV. “Queda por hacer una breve alusión a otras importantes convicciones sobre el sacramento de la penitencia. Ante todo, hay que afirmar que nada es más personal e íntimo que este sacramento en el que el pecador se encuentra ante Dios solo con su culpa, su arrepentimiento y su confianza. Nadie puede arrepentirse en su lugar ni puede pedir perdón en su nombre. Hay una cierta soledad del pecador en su culpa, que se puede ver dramáticamente representada en Caín, con el pecado "como fiera acurrucada a su puerta", como dice tan expresivamente el Libro del Génesis, y con aquel signo particular de maldición, marcado en su frente; o en David, reprendido por el profeta Natán; o en el hijo pródigo, cuando toma conciencia de la condición a la que se ha reducido por el alejamiento del padre y decide volver a él; todo tiene lugar solamente entre el hombre y Dios. Pero al mismo tiempo es innegable la dimensión social de este sacramento, en el que la Iglesia entera - la militante, la purgante y la gloriosa del cielo- es la que interviene para socorrer al penitente y lo acoge de nuevo en su regazo, tanto más que toda la Iglesia había sido ofendida y herida por su pecado. El sacerdote, ministro de la penitencia, aparece en virtud de su ministerio sagrado como testigo y representante de esa dimensión eclesial. Son dos aspectos complementarios del Sacramento: la individualidad y la eclesialidad, que la reforma progresiva del rito de la penitencia, especialmente la del Ordo Paenitentiae promulgada por Pablo VI, ha tratado de poner de relieve y de hacer más significativa en su celebración”.

V. “Hay que subrayar también que el fruto más precioso del perdón obtenido en el sacramento de la penitencia consiste en la reconciliación con Dios, la cual tiene lugar en la intimidad del corazón del hijo pródigo, que es cada penitente. Pero hay que añadir que tal reconciliación con Dios tiene como consecuencia, por así decir, otras reconciliaciones que reparan las rupturas causadas, por el pecado: el penitente perdonado se reconcilia consigo mismo en el fondo más íntimo de su propio ser, en el que recupera la propia verdad interior; se reconcilia con los hermanos, agredidos y lesionados por él de algun modo; se reconcilia con la Iglesia; se reconcilia con toda la creación. De tal convencimiento, al terminar la celebracion -y siguiendo la invitación de la Iglesia- surge en el penitente el sentimiento de agradecimiento a Dios por el don de la misericorida recibida. Cada confesionario es un lugar privilegiado y bendito desde el cual, canceladas las divisiones, nace nuevo e incontaminado un hombre reconciliado, un mundo reconciliado”.

VI. “Finalmente, tengo particular interés en hacer una última consideración, que se dirige a todos nosotros sacerdotes que somos los ministros del sacramento de la pentiencia, pero que somos también -y debemos serlo- sus beneficiarios. La vida espiritual y pastoral del sacerdote, como la de sus hermanos laicos y religiosos, depende, para su calidad y fervor, de la asidua y consciente práctica personal del sacramento de la penitencia. La celebración de la Eucaristía y el ministerio de los otros sacramentos, el celo pastoral, la relación con los fieles, la comunión con los hermanos, la colaboración con el obispo, la vida de oración; en una palabra, toda la existencia sacerdotal sufre un inevitable vacimiento, si le falta, por negligencia o cualquier otro motivo, el recurso periódico e inspirado en una auténtica fe y devoción al sacramento de la penitencia. En un sacerdote que no se confesase o se confesase mal, su ser como sacerdote y su ministerio se resentirían muy pronto, y se daría cuanta también la comunidad de la que es pastor. Pero añado también que el sacerdote -incluso para ser un ministro bueno y eficaz de la penitencia -necesita recurrir a la fuente de gracia y santidad, presente en este sacramento. Nosotros, sacerdotes, basándonos en nuestra experiencia personal, podemos decir con toda razón que, en la medida en la que recurrimos atentamente al sacramento de la penitencia y nos acercamos al mismo con frecuencia y con buena disposiciones, cumplimos mejor nuestro ministerio de confesores y aseguramos el beneficio del mismo a los penitentes. En cambio, este ministerio perdería mucho de su eficacia si de algún modo dejáramos de ser buenos penitentes. Tal es la lógica interna de esta sacramento. El nos invita a todos nosotros, sacerdotes de Cristo, a una renovada atención en nuestra confesión personal. A su vez, la experiencia personal es, y debe ser hoy, un estímulo para el ejercicio diligente, regular, paciente y fervoroso del sagrado ministerio de la penitencia, en que estamos comprometidos en virtud de nuestro sacerdocio, de nuestra vocación a ser pastores y servidores de nuestros hermanos. También con la presente Exhortación dirijo, pues, una insistente invitación a todos los sacerdotes del mundo, especialmente a mis hermanos en el episcopado y a los parrocos, a que faciliten con todas sus fuerzas la frecuencia de los fieles a este sacramento, y pongan en acción todos los medios posibles y convenientes, busquen todos los caminos para hacer llegar al mayor número de nuestros hermanos la "gracia que nos ha sido dada" mediante la penitencia para la conciliación de cada alma y de todo el mundo con Dios en Cristo”.
3.- Lc 12,1-7. Ante la gente que se agolpa a su alrededor, Jesús hace una serie de recomendaciones: - que tengan "cuidado con la levadura de los fariseos, o sea, con su hipocresía"; la levadura hace fermentar a toda la masa; puede ser buena, como en el pan y en la repostería, y entonces todo queda beneficiado; pero si es mala, todo queda corrompido;
- que la verdad siempre acabará por saberse: "lo que digáis al oído en el sótano, se pregonará desde la azotea"; al menos, Dios siempre la conoce;
- que no tengan miedo de dar testimonio de Cristo ante el mundo: lo peor que les puede pasar no es la muerte corporal, hasta el martirio, porque en ese caso el premio de Dios será grande, sino la muerte espiritual, el que alguien nos incite a la apostasía, porque entonces sí que la ruina es definitiva;
- el motivo de tener confianza y no dejarse dominar por el miedo es que Dios se preocupa de cada uno de nosotros, mucho más que de los pajarillas y hasta de los cabellos de nuestra cabeza: "ni de uno solo se olvida Dios".
Tenemos que ir madurando en nuestra fe y creciendo en nuestra imitación de Cristo. A medida que vamos leyendo, día tras día, la Palabra de Dios, nos damos cuenta de lo mucho que hay que transformar todavía en nuestra vida. Podría ser que en nuestro caso también pudiera existir esa "levadura de la hipocresía", que inficiona todo lo que decimos y hacemos. Para otros, el fermento maligno puede ser la vanidad o la sensualidad o el materialismo o el odio. Estas actitudes interiores pueden estropear nuestra relación con los demas, nuestra paz interior y nuestra oración. Lo que tenemos que atacar es la raíz de todo, la levadura interior. Si en nuestro ordenador hay un virus, ya podemos hacer lo posible por extirparlo, porque de lo contrario destruirá todos nuestros archivos. Por el contrario, nosotros mismos deberíamos ser buen fermento e ir contagiando a otros la mentalidad cristiana, la esperanza y la paz, la amabilidad, el humor. Todos somos levadura: buena o mala. Nuestra vida no deja indiferentes a los que nos rodean. Influye en bien o en mal. En vez de dejarnos inficionar por la levadura sensual y materialista de este mundo, los cristianos debemos mantener nuestra identidad con valentía y además influir en los demás. En vez de acomodarnos a lo que piensa la mayoría, si es que no va de acuerdo con el evangelio de Jesús, debemos ser minoría decidida y eficaz, que da testimonio profético de los valores en que creemos. ¿Que habrá dificultades? Jesús ya nos lo avisa, y nos da también la motivación para no perder los ánimos: Dios no se olvida de nosotros. Como cuida de las aves y las flores, y "tiene contados los cabellos de nuestra cabeza", ¿cómo va a dejar que queden sin recompensa nuestros esfuerzos por vivir en cristiano y por ayudar a los demás? Jesús nos muestra su propia cercanía y nos asegura la ayuda de Dios: "a vosotros os digo, amigos míos: no tengáis miedo a los que matan el cuerpo... pues ni de uno solo se olvida Dios" (J. Aldazábal).
La hipocresía es el pecado típico del fariseo (cf. 11. 42-44). El discípulo de Jesús debe proceder sin disimulo, sin doblez, sin mentira. Su conducta debe ser siempre franca, como quien obra a la luz del día, como en plena plaza. Toda su acción, toda palabra suya será un día testimonio público. El discípulo es el amigo de Jesús, el que recibe sus confidencia, el hombre de la intimidad. Con ellos Jesús no tiene secretos (Jn 15,14-15). Como amigo de Jesús compartirá con él hasta su misma suerte de persecución y de muerte (Jn 15,18-21; 16,1-4; 1 Jn 3,13). El discípulo debe mantenerse entonces fiel al amigo, sin temor. Sólo se justifica el temor amoroso al Padre, que dispone de los destinos definitivos. Junto al discípulo, a su vera, fija su amorosa mirada sobre él, está siempre el Padre. La historia personal, íntima, y la historia comunitaria, está en sus manos. Aun cuando sus caminos resulten incomprensibles para la sabiduría humana (Is 55,8-9).
Farisaica es la propia justicia, la satisfacción humana de que nos elevemos por encima de la conciencia que todo cristiano debe tener de sus pecados y que nos hace presumir de que no necesitamos al Redentor. Farisaico es este permanecer en tinieblas, este altanero ocultarse en la oscura nube de lo puramente humano -¡cuan pronto se torna incluso animal-! y de lo puramente natural, que en seguida se vuelve hasta contra naturaleza. Farisaico es, en una palabra, el resistir al testimonio, el hacer oídos sordos a la voz de Cristo.
Cristo da su testimonio y lo da de amor. Y es fariseo todo aquel que no cree en el amor que, aquí y ante nuestros ojos, sobre el altar del sacrificio, se dispone a sufrir, a morir, para escribir así con su propia sangre humana en nuestros corazones el testimonio divino de sí mismo. Es fariseo el que no cree en esta caridad, el que no bebe el cáliz del testimonio de Cristo, este cáliz que está junto a nuestros labios, igual que el beso del esposo en los de la esposa. Es fariseo el que no cree en el amor, el que no bebe el amor, el que no retorna amor por amor. Y no puede pasar al más allá con Cristo quien muere en su pecado. Y repitámonos ahora: ¿somos acaso nosotros los fariseos? No vayamos a pensar que para serlo se precisa una densa tiniebla de pecado, una franca resistencia... No siempre el fariseísmo se presenta en lucha tan abierta, como podemos ver en el evangelio. "Guardaos del fermento de los fariseos, que es la hipocresía", advierte Jesús a sus discípulos. Guardémonos bien del que vive oculto en nosotros. Pensemos que no se consigue echarle con facilidad. Y acordémonos que este momento, la hora de la celebración del misterio, del testimonio de Jesús hecho presente, es hora de juicio y de sentencia (Emiliana Löhr).
-En esto habiéndose reunido miles y miles de personas, hasta pisarse uno a otros... Un baño de multitud, como suele decirse hoy. El texto griego habla de "miríadas" Es sabido cuán difícil es evaluar el número de una manifestación. Lucas parece que habla de "decenas de millares" de personas.
-Jesús empezó a hablar, dirigiéndose en primer lugar a sus discípulos: "Guardaos de la levadura de los fariseos que es la hipocresía" ¡Qué valentía! Para atreverse a tomar posición también públicamente. No olvidemos que algunos fariseos eran ciertamente los notables de entonces y a menudo, sin duda, hombres relevantes... observadores minuciosos de la Ley... conocedores, sabios expertos en cuestiones religiosas. Jesús no les reprocha sus cualidades. Pero no soporta su orgullo ni su desprecio de los pequeños, de esa multitud de pobres que no saben bien "su catecismo" ni han acabado de comprender las teorías complicadas ni las numerosas y complejas obligaciones de los "muy comprometidos", de aquellos que se consideran como los "dirigentes" del pueblo. El gran peligro, la "mala levadura" de todos aquellos que pretenden dirigir y aconsejar a los demás... es la hipocresía: se es exigente para los demás, se les pide cosas difíciles... se influye sobre ellos, se les da lecciones... Es tentador querer aparecer como exteriormente irreprochable, sin cumplir interiormente la exigencia propuesta. ¡Guardaos de los slogans excesivos! ¡Guardaos de la suficiencia orgullosa! Desconfía de ti mismo si te crees perfecto, si, para ti ¡la verdad eres tú!
-Nada hay encubierto que no deba descubrirse, ni nada escondido que no deba saberse, porque lo que dijisteis de noche se escuchará en pleno día, y lo que dijisteis al oído en un rincón de la casa, se pregonará desde las azoteas. Es una clara invitación a la sinceridad que es lo contrario a la hipocresía. Hay un cierto estilo de "diplomacia" sigilosa y hábilmente secreta que es contraria a la simplicidad del evangelio. Hoy se habla mucho de la "opinión publica". Aquí Jesús habla en favor de una Iglesia a "pleno día", de una casa de cristal donde todo pueda ser visto y oído. ¿No existe a veces la tendencia a instaurar "capillitas", clubs cerrados, grupos subterráneos... en los que hay que tener carta blanca para ser admitido?
-Escuchadme ahora vosotros, amigos míos: "No temáis a los que matan el cuerpo y después no pueden hacer nada más". Vivir a pleno día, someterse a la opinión pública no quiere decir "halagar la opinión corriente". Al contrario, Jesús tiene una visión clara, está pensando el caso cuando sus discípulos van contra-corriente, y se atreven a decir cosas que no agradan. Hablar francamente, sin tener en cuenta las opiniones demasiado humanas. Jesús también a menudo y muy netamente ha pensado en la "persecución", y ha pedido que no se la temiera: "no temáis a los que matan el cuerpo".
-¿No se venden cinco gorriones por cuatro cuartos? Y, sin embargo, ni de uno solo de ellos se olvida Dios. No tengáis miedo: valéis mas que todos los gorriones juntos. Dios se ocupa de las más pequeñas de sus criaturas. Dios contempla los pajarillos. Dios se interesa por todo lo que no tiene la menor apariencia de grandeza. Todo lo lleva en su corazón. ¡Mayormente a los hombres! Señor, yo creo que estoy "ante tu mirada" (Noel Quesson). Con este convencimiento, ¿cómo puedo tener miedo? Le decía S. Tomás Moro a su hija: “Finalmente, mi querida Margarita, de lo que estoy cierto es de que Dios no me abandonará sin culpa mía. Por esto, me pongo totalmente en manos de Dios con absoluta esperanza y confianza. Si a causa de mis pecados permite mi perdición, por lo menos su justicia será alabada a causa de mi persona. Espero, sin embargo, y lo espero con toda certeza, que su bondad clementísima guardará fielmente mi alma y hará que sea su misericordia, más que su justicia, lo que se ponga en mí de relieve... nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que Él quiere, por muy malo que nos parezca, es en realidad lo mejor”

El evangelio de Lucas dedica en los capítulos siguientes dos extensas secciones a la instrucción. Jesús le dirige al pueblo de Israel una nueva enseñanza, un nuevo testamento. Quiere que su mensaje le ayude a comprender la nueva situación en que vive ante Dios y ante el resto de la humanidad: la nueva realidad histórica y salvífica. Sin embargo, muchos sectores de entre los líderes del pueblo y entre las multitudes se muestran reacios y obstinados. Jesús, entonces comprende, que la multitud no es el lugar ideal para hacer crecer el Reino, y que es necesario partir siempre de una pequeña comunidad que sea fermento de cambio y esperanza.

La multitud congregada alrededor de Jesús acude gustosamente a escucharlo. Las masas siempre están atentas a las novedades y corren tras el nuevo maestro. Jesús es muy crítico ante ese éxito entre la gente. El no confía en los espectáculos multitudinarios.