Domingo de la XXIX semana del tiempo ordinario (A): Dios deja libertad para las cosas temporales, que adquieren su valor cuando se le reconoce a Él como Señor de la historia
Lectura del Profeta Isaías 45,1. 4-6. Así dice el Señor a su Ungido, a Ciro, a quien lleva de la mano: Doblegaré ante él las naciones, desceñiré las cinturas de los reyes, abriré ante él las puertas, los batientes no se le cerrarán.
Por mi siervo Jacob, por mi escogido Israel, te llamé por tu nombre, te di un título, aunque no me conocías.
Yo soy el Señor y no hay otro; fuera de mí no hay dios.
Te pongo la insignia, aunque no me conoces, para que sepan de Oriente a Occidente que no hay otro fuera de mí. Yo soy el Señor y no hay otro.
Sal 95,1 y 3. 4-5. 7-8. 9-10a y c. R/. Aclamad la gloria y el poder del Señor.
Cantad al Señor un cántico nuevo, / cantad al Señor, toda la tierra. / Contad a los pueblos su gloria, / sus maravillas a todas las naciones.
Porque es grande el Señor, y muy digno de alabanza, / más temible que todos los dioses. / Pues los dioses de los gentiles son apariencia, / mientras que el Señor ha hecho el cielo.
Familias de los pueblos, aclamad al Señor, / aclamad la gloria y el poder del Señor, / aclamad la gloria del nombre del Señor, / entrad en sus atrios trayéndole ofrendas.
Postraos ante el Señor en el atrio sagrado, / tiemble en su presencia la tierra toda. / Decid a los pueblos: «El Señor es rey, / él gobierna a los pueblos rectamente.
Lectura de la primera carta del Apóstol San Pablo a los Tesalonicenses 1,1-5b. Pablo, Silvano y Timoteo a la Iglesia de los Tesalonicenses, en Dios Padre y en el Señor Jesucristo. A vosotros, gracia y paz. Siempre damos gracias a Dios por todos vosotros y os tenemos presentes en nuestras oraciones. Ante Dios, nuestro Padre, recordamos sin cesar la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y el aguante de vuestra esperanza en Jesucristo nuestro Señor. Bien sabemos, hermanos amados de Dios, que él os ha elegido y que cuando se proclamó el Evangelio entre vosotros no hubo sólo palabras, sino además fuerza del Espíritu Santo y convicción profunda, como muy bien sabéis.
Lectura del santo Evangelio según San Mateo 22,15-21. En aquel tiempo, los fariseos se retiraron y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta. Le enviaron unos discípulos, con unos partidarios de Herodes, y le dijeron: -Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie, porque no te fijas en las apariencias. Dinos, pues, qué opinas: ¿es lícito pagar impuesto al César o no?
Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús: -¡Hipócritas!, ¿por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto.
Le presentaron un denario. El les preguntó: -¿De quién son esta cara y esta inscripción?
Le respondieron: -Del César.
Entonces les replicó: -Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.
Comentario: 1. Is 45,1.4-6: 1. La vuelta del destierro de Babilonia se retrasaba demasiado y los exiliados empiezan a descorazonarse creyendo que su Dios les ha abandonado. La crisis de fe es profunda: Yahvé ¿es el verdadero Dios? Al menos da la impresión de estar dormido ya que los dioses babilonios con sus ejércitos han triunfado sobre Judá. En este ambiente de crisis, de desesperación... nace el mensaje que nos ofrece este personaje que llamamos Isaías II dando un mensaje de esperanza a este pueblo tan decaído: Yahvé es el único Dios verdadero y su poder no tiene límites. Para ello recuerda las tradiciones del pasado de Israel: las acciones liberadoras de Dios en favor de su pueblo; pero no se queda estancado en el pasado sino que saca las oportunas consecuencias para el futuro. Los desterrados harían muy mal pensando y quedándose en el pasado sino que deben intuir el futuro que se les avecina: Dios va a liberarlos del yugo de Babilonia a través de un rey pagano, Ciro, a quien el poeta llama el "Ungido" de Dios. ¡Afirmación herética para la teología sagrada de aquel entonces!
Dios es el Señor del cosmos y de la historia. Su palabra se realiza en la historia, y su soberanía se extiende sobre el poder cósmico (incluidas las tinieblas) y sobre la historia (también la desgracia) pasada (cumplimiento de la palabra profética) y presente (restauración del templo y de la ciudad). Dios habla a través de los acontecimientos de la historia. La fe del pueblo de Israel se basa en esa experiencia profunda de saber descubrir en la historia el actuar de Dios. Algunas teologías han presentado más un Dios teórico, objeto de nuestros conocimientos, que a un ser viviente que actúa. Concepción muy incompleta, muy poco bíblica ya que el objeto principal de nuestra fe debe ser una persona, Jesús de Nazaret, y no un compendio de doctrinas por muy preciosistas que sean.
El oráculo de Ciro exige un cambio profundo de nuestra mentalidad, muchas veces estancada. Nuestra concepción de Dios provoca crisis profundas en muchos hombres, quienes dudan muy seriamente de este Dios que les presentamos. Is II, con este oráculo, se dirige a los afectados por la crisis, pero también a los "fidelísimos", a esa tradición sagrada del pasado. A todos les hace ver que los caminos del Señor muchas veces no son los nuestros. Ciro, un pagano, es el "ungido" de Dios. ¡Idea herética, bajo todos los aspectos, para los jerarcas y teólogos oficiales de aquel entonces! Dios trasciende nuestros pensamientos y teologías. Miembros no cristianos pueden ser agentes de la salvación divina… (A. Gil Modrego).
Ciro, rey de los persas, está a punto de acabar el imperio babilónico. Sus ejércitos entrarán en la capital en 539. Para ganarse su favor, Ciro liberará a un gran número de naciones, reducidas a la esclavitud por Babilonia. Y entre ellas los hebreos. El profeta anuncia esa liberación próxima que restituirá al pueblo su tierra y su templo, y no tiene reparo en atribuir a Ciro una vocación análoga a la de los reyes y de los profetas en Israel. En este texto se llega incluso a considerar a Ciro como el "Ungido" de Yahvé, título originariamente reservado al rey (1 S 9. 26) y que se convertiría en título mesiánico ("Ungido"="Mesías"). Esta aplicación a un rey extranjero puede resultar sorprendente, pero se explica en la medida en que el monoteísmo queda claramente afirmado (vv. 5-6). Como Único que es, Yahvé es también Señor de todos los hombres, Señor de todos los acontecimientos, y puede disponerlos como le plazca en orden a lograr su manifestación al mundo. Por consiguiente, ¿por qué no habría de poder un hombre extraño al pueblo elegido desempeñar cualquier función que Dios le asigne? Nuestra fe en el Dios único nos invita a pensar que Dios está presente por doquier en el mundo y que actúa en él como mejor le parece. Para realizar su designio sobre la humanidad, muy bien puede Dios suscitar, fuera de la Iglesia, instrumentos vivos que, "sin conocerle" (vv. 4-5), trabajan para Él sin que ellos lo sepan. Todavía hoy se puede descubrir la mano de Dios en las situaciones de contraste de todo tipo que comprometen las ilusorias seguridades de los creyentes y les invitan a purificar su fe (Maertens-Frisque).
Dios, dueño de la historia, se sirve de Ciro para destronar reyes, conquistar pueblos y traer la libertad a un insignificante grupo humano, físicamente diezmado, lanzado fuera de las fronteras de su tierra. El rey es siempre un escogido: en primer lugar, David, pero también sus descendientes y aun el misterioso Zorobabel, sobre el cual recaen las esperanzas del pueblo. Sin embargo, el objeto de elección puede estar igualmente fuera de Israel: el faraón del éxodo y Nabucodonosor son servidores de Yahvé (Jr 43,10: «Y diles: Así dice Yahvé, el Señor de los ejércitos, Dios de Israel: Yo mandaré a buscar a Nabucodonosor rey de Babilonia, mi siervo, y colocaré su trono sobre estas piedras que acabo de colocar»). Pero nuestro texto es el único lugar del AT donde a un rey extranjero se le llama "ungido" del Señor (= «mesías»-«cristo»). Recordando el ceremonial de la coronación de los reyes de Babilonia, Yahvé toma a Ciro de la mano, le llama por su nombre y le acompaña como a un amigo: así queda constituido rey legítimo del Israel mesiánico. El «yo» divino pronunciado enfática y repetidamente no sólo demuestra el carácter secundario del hombre en los planes de Dios, sino que también relaciona las conquistas de Ciro con el Dios revelado en el Sinaí, en el momento de nacer el pueblo de la alianza. La marcha del ejército de Ciro para rescatar a Israel se convierte en un nuevo éxodo.
Los planes de Dios parecen la respuesta a la bellísima plegaria del v. 8 el urgente «Rorate, caeli desuper», en el cual la Vulgata ve dibujado al Cristo que viene: «Gotead, cielos, desde arriba, y que las nubes destilen la justicia. Abrase la tierra y produzca el fruto de la salvación, y germine a la vez la justicia. Yo, Yahvé, lo he creado» (F. Raurell).
Todo el AT es una declaración e interpretación teológica de la historia. Para Israel, su historia es el encuentro con el Señor, que le dirige. Pero aceptar la historia como una ejecución de los planes de Dios exige un acto de fe. Es la voluntad de Yahvé, que salva y juzga, la que da a la historia su inteligibilidad y su moralidad.
Inteligibilidad, porque define tanto el origen como el fin de la experiencia humana; moralidad, porque demuestra que la historia está gobernada por una voluntad poderosa e incorruptible. El cumplimiento de este proceso no queda afectado para nada por el fracaso o el éxito humano. Sin embargo, la soberanía absoluta de Dios no implica ningún determinismo: el hombre sigue siendo un ser libre y responsable. De aquí la invitación: "Vuelve a mí…”
2. Salmo 95. Este salmo nos invita con insistencia a "cantar". La palabra se repite tres veces al comienzo de las tres primeras líneas. "Contad a los pueblos su gloria, y sus maravillas a todas las naciones". ¡La Iglesia, pueblo de alabanza a Dios, debe ser misionera, es decir, encargada de convocar a todos los hombres a la fiesta de Dios, fiesta universal, verdaderamente católica! Pero no es solamente Israel quien debe alabar. "Todas las familias de los pueblos"... están convocadas al Templo: "¡Vosotros todos, traed vuestra ofrenda, entrad en sus atrios!" El santuario de Dios está abierto para todos; no está reservado a los puros, a los creyentes. ¡Ya no hay privilegios! ¡Dios "viene" para todos! (Noel Quesson).
Juan Pablo II comentaba así el salmo: “"Decid a los pueblos: "El Señor es rey"". Esta exhortación del salmo 95 (v. 10), que se acaba de proclamar, en cierto sentido ofrece la tonalidad en que se modula todo el himno. En efecto, se sitúa entre los "salmos del Señor rey", que abarcan los salmos 95-98, así como el 46 y el 92… en estos cánticos el centro está constituido por la figura grandiosa de Dios, que gobierna todo el universo y dirige la historia de la humanidad.
También el salmo 95 exalta tanto al Creador de los seres como al Salvador de los pueblos: Dios "afianzó el orbe, y no se moverá; él gobierna a los pueblos rectamente" (v. 10). El verbo "gobernar" expresa la certeza de que no nos hallamos abandonados a las oscuras fuerzas del caos o de la casualidad, sino que desde siempre estamos en las manos de un Soberano justo y misericordioso.
El salmo 95 comienza con una invitación jubilosa a alabar a Dios, una invitación que abre inmediatamente una perspectiva universal: "cantad al Señor, toda la tierra" (v. 1). Se invita a los fieles a "contar la gloria" de Dios "a los pueblos" y, luego, "a todas las naciones" para proclamar "sus maravillas" (v. 3). Es más, el salmista interpela directamente a las "familias de los pueblos" (v. 7) para invitarlas a glorificar al Señor. Por último, pide a los fieles que digan "a los pueblos: el Señor es rey" (v. 10), y precisa que el Señor "gobierna a las naciones" (v. 10), "a los pueblos" (v. 13). Es muy significativa esta apertura universal de parte de un pequeño pueblo aplastado entre grandes imperios. Este pueblo sabe que su Señor es el Dios del universo y que "los dioses de los gentiles son apariencia" (v. 5)…
La primera parte (cf. vv. 1-9) comprende una solemne epifanía del Señor "en su santuario" (v. 6), es decir, en el templo de Sión. La preceden y la siguen cantos y ritos sacrificiales de la asamblea de los fieles. Fluye intensamente la alabanza ante la majestad divina: "Cantad al Señor un cántico nuevo, (...) cantad (...), cantad (...), bendecid (...), proclamad su victoria (...), contad su gloria, sus maravillas (...), aclamad la gloria y el poder del Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor, entrad en sus atrios trayéndole ofrendas, postraos (...)" (vv. 1-3, 7-9). Así pues, el gesto fundamental ante el Señor rey, que manifiesta su gloria en la historia de la salvación, es el canto de adoración, alabanza y bendición. Estas actitudes deberían estar presentes también en nuestra liturgia diaria y en nuestra oración personal. En el centro de este canto coral encontramos una declaración contra los ídolos. Así, la plegaria se manifiesta como un camino para conseguir la pureza de la fe, según la conocida máxima: lex orandi, lex credendi, o sea, la norma de la oración verdadera es también norma de fe, es lección sobre la verdad divina. En efecto, esta se puede descubrir precisamente a través de la íntima comunión con Dios realizada en la oración.
El salmista proclama: "Es grande el Señor, y muy digno de alabanza, más temible que todos los dioses. Pues los dioses de los gentiles son apariencia, mientras que el Señor ha hecho el cielo" (vv. 4-5). A través de la liturgia y la oración la fe se purifica de toda degeneración, se abandonan los ídolos a los que se sacrifica fácilmente algo de nosotros durante la vida diaria, se pasa del miedo ante la justicia trascedente de Dios a la experiencia viva de su amor…”
La relectura cristiana de este salmo que hicieron los Padres de la Iglesia es interesante: “vieron en él una prefiguración de la Encarnación y de la crucifixión, signo de la paradójica realeza de Cristo. Así, san Gregorio Nacianceno, al inicio del discurso pronunciado en Constantinopla en la Navidad del año 379 o del 380, recoge algunas expresiones del salmo 95: "Cristo nace: glorificadlo. Cristo baja del cielo: salid a su encuentro. Cristo está en la tierra: levantaos. "Cantad al Señor, toda la tierra" (v. 1); y, para unir a la vez los dos conceptos, "alégrese el cielo, goce la tierra" (v. 11) a causa de aquel que es celeste pero que luego se hizo terrestre".
De este modo, el misterio de la realeza divina se manifiesta en la Encarnación. Más aún, el que reina "hecho terrestre", reina precisamente en la humillación de la cruz. Es significativo que muchos antiguos leyeran el versículo 10 de este salmo con una sugestiva integración cristológica: "El Señor reina desde el árbol de la cruz".
Por esto, ya la Carta a Bernabé enseñaba que "el reino de Jesús está en el árbol de la cruz" y el mártir san Justino, citando casi íntegramente el Salmo en su Primera Apología, concluía invitando a todos los pueblos a alegrarse porque "el Señor reinó desde el árbol de la cruz". En esta tierra floreció el himno del poeta cristiano Venancio Fortunato, Vexilla regis, en el que se exalta a Cristo que reina desde la altura de la cruz, trono de amor y no de dominio: Regnavit a ligno Deus. En efecto, Jesús, ya durante su existencia terrena, había afirmado: "El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor; y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos, pues tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10, 43-45)”.
3. 1 Ts 1, 1-5b. Hacia el año 50 o 51, después de haber sido expulsado de la ciudad de Filipos por haber curado a una pobre esclava de cuya enfermedad se lucraban sus amos, llegaban Pablo y sus dos discípulos, Silvano y Timoteo a la ciudad de Tesalónica. Aquí empezarían a predicar el Evangelio en la sinagoga de la comunidad judía, siguiendo su costumbre; pero, como otras veces, terminaron abandonando la sinagoga para continuar su evangelización en la casa de un prosélito llamado Jasón. Alarmados los judíos por la predicación de Pablo, organizan un alboroto y llevan a Pablo y a sus discípulos ante los tribunales. De nuevo se repite la acusación que hicieron contra Jesús, el maestro: estos individuos van contra los decretos del César. Apenas hacía cuatro meses que habían comenzado su labor en Tesalónica, cuando Pablo y sus discípulos se ven obligados a abandonar, no sin preocupación, la pequeña comunidad que se había ido formando en torno a su palabra y testimonio. Llegados a la ciudad de Atenas, Pablo manda a Timoteo que regrese a Tesalónica y se informe de la vida de los nuevos cristianos. Timoteo vuelve de su viaje con buenas noticias y alcanza a Pablo en Corinto. Es entonces cuando Pablo escribe esta primera carta a los tesalonicenses, que es el texto más antiguo del NT.
Notemos, en primer lugar, que se trata de una carta colectiva. Escriben Pablo, Silvano y Timoteo, colegialmente. Además, el destinatario es toda la comunidad cristiana de Tesalónica, la iglesia local. Después de un breve saludo, la carta comienza dando gracias a Dios y recordando en esa acción de gracias a los fieles tesalonicenses. Es como un "memento" y un "communicantes". Este recuerdo y esta oración se hace por todos y por cada uno. Se describe concisamente el estado en el que se halla la comunidad de Tesalónica. Es una comunidad fundada en las tres virtudes teologales: en una fe que fructifica en obras, en un amor sincero que va más allá del sentimiento y llega al compromiso y en una esperanza capaz de aguantar todo lo que le echen. El centro de esa comunidad es Jesucristo. El trabajo de Pablo y de su equipo no fue en vano en Tesalónica. Porque no fue pura palabrería, sino "manifestación del poder del Espíritu" (1 Co 2. 13). Ellos mismos pudieron comprobar entonces lo que más tarde diría Pablo a los romanos: que "el evangelio es fuerza de Dios para salvar a los creyentes" (1. 16). Y si ahora siguen fieles es porque tuvieron la experiencia inolvidable de la fuerza de Dios en la predicación apostólica (“Eucaristía 1987”).
Fue escrita en los primeros años de la década de los cincuenta de nuestra era. Su principal interés es que data de unos veinte años solamente después de la Pascua y es un testimonio, no sólo de la mente de Pablo, sino de la fe de aquellas primeras comunidades y de su forma de vivir (F. Pastor). Cuando Pablo y sus compañeros dicen: "Siempre estamos dando gracias a Dios por todos vosotros", muy probablemente se refieren a la celebración eucarística ("dar gracias= "aujaisteîn"). Con esto quieren significar que el elemento aglutinante de la asamblea cristiana es precisamente la eucaristía, la cual no puede considerarse solamente de una manera vertical -unión con Dios-, sino también y muy principalmente de una manera horizontal: solidaridad entre todas las comunidades cristianas. Ahora bien, para que entre las comunidades cristianas haya una solidaridad es previamente necesario una información mutua. Una comunidad que se encierre en sí misma con el pretexto de que únicamente le interesa su relación con Dios empieza por ello mismo a dejar de ser cristiana. La información que Pablo tiene sobre la comunidad de Tesalónica es valorada de una manera concreta: "la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y el aguante de vuestra esperanza". La "fe", para san Pablo no es simplemente un asentimiento intelectual, sino toda una actitud vital del hombre, que incluso abarca su dimensión comunitaria, hasta tal punto que algunas veces "fe" equivale a "comunidad de creyentes" (2 Co 1. 24). El amor igualmente no es meramente un suspiro romántico, sino que implica todo un esfuerzo para realizar una situación donde no exista el odio, la explotación y la opresión. Igualmente la esperanza no es una mera espera, puramente pasiva, sino un esfuerzo continuado por mejorar el mundo en el que vivimos: para ello indudablemente hace falta mucho "aguante". El porqué de esta espléndida situación de la comunidad tesalonicense se debe al hecho de que las cosas pasaron como debían pasar: "el evangelio no llegó a vosotros sólo con palabras, sino, además, con poder del Esp. Sto. y convicción profunda". Una comunidad cristiana no se convoca por la iniciativa de un hombre, sino por el hecho misterioso de la llamada de Dios (Edic. Marova 1976).
4. Mt 22,15-21 (Par: Mc 12,13-17; Lc 20,20-26). Los fariseos presentan a Jesús un problema o, mejor, un dilema aparentemente insoluble. Jesús relativiza el insoluble problema introduciendo a Dios en el horizonte del problema. Pero lo sorprendente de Jesús es que cuando introduce a Dios no lo hace para hablar de Él o porque quiera discurrir sobre Él. Es curioso lo poco que habla de Dios Jesús sea cual sea el evangelio que tomemos. Es como si se hubiera adelantado al problema hermenéutico actual de las mediaciones del lenguaje. Jesús no hace discursos sobre Dios, ni siquiera lo erige en objeto de reflexión. Jesús, sencilla- mente, vive desde Dios, habla con Él, lo presiente y lo siente. Para Jesús, Dios es Alguien y no algo (A. Benito). El censo de la población y el impuesto personal -que todos, excepto los niños y ancianos, estaban obligados a pagar- eran los signos más claros de la dominación romana sobre Palestina. Los partidarios de Herodes aceptaban esta situación. En el extremo contrario, los zelotas, por motivos religiosos, se negaban a pagar el impuesto y practicaban una resistencia activa: su único rey era Yahvé, y el dominio del emperador era para ellos intolerable. Los fariseos, por su parte, estaban especialmente preocupados por la observancia de la Ley y, mientras el poder romano no se enfrentase directamente con ella, solían aceptarlo. La pregunta, por tanto, estaba puesta para que -tanto si respondía de modo afirmativo como negativo- Jesús quedase malparado ante las masas populares simpatizantes de los zelotas o ante el poder romano.
-Dad al César lo que es del César. Una interpretación apresurada y sesgada del evangelio ha simplificado la cuestión, reduciéndola al ámbito de la Iglesia y del Estado, el poder temporal y el espiritual, como si el hombre tuviera que ser el botín de uno de esos dos poderes. Y no es así. La cuestión que los judíos plantean a Jesús es una cuestión política: ¿se puede y se debe pagar el tributo impuesto por los romanos? ¿se puede aceptar el dominio imperialista de Roma? ¿Hay que resignarse en una situación de colonialismo? Jesús no entra en la cuestión teórica, puesto que en la práctica los judíos ya han aceptado el hecho imperialista al aceptar la moneda romana. Por eso Jesús les pide que enseñen una moneda, para que reconozcan que la pregunta está respondida en la praxis. Si viven sometidos, ese es su problema. Pero no hay ninguna razón para que el hombre se someta a ningún poder. Y así Jesús, respondiendo a lo que no habían preguntado, les ayuda a recobrar la conciencia de la dignidad humana. Si la organización humana necesita la existencia y concentración de poderes, todos los poderes están limitados y no pueden ser absolutos. Y así Jesús sentencia: dad al César lo que es del César. Pero sólo lo que sea del César, no todo lo que el poder pretende con todo su aparato coercitivo.
-Dad a Dios lo que es de Dios. Esto significa, por de pronto, que no todo es del César, o sea, que el poder del Estado no es absoluto. En el lenguaje político los límites del poder radican en la soberanía popular, en el reconocimiento y declaración de los derechos humanos. En un lenguaje religioso se dice que los poderes del Estado y en general cualquier poder está limitado por la soberanía de Dios, que es quien ha creado al hombre a su imagen y semejanza. Así lo expresa el profeta Isaías en el texto que hemos escuchado: "Yo soy el Señor y no hay otro; fuera de mí no hay dios". La existencia de Dios, el Absoluto, es la negación de cualquiera otro que pueda presentarse como absoluto. Sólo hay un Dios, todo lo demás no es Dios. Ni es Dios la idea que los hombres podamos fabricarnos de Dios, ni siquiera la idea que la Iglesia tiene de Dios. La existencia de Dios aparece, pues, como la condición de posibilidad de la libertad y autonomía de la persona frente a los poderosos y poderes de este mundo, políticos o religiosos. La fe en Dios es la legitimación de toda desobediencia civil y religiosa, de la objeción de conciencia frente a toda imposición. Porque creemos en un solo Dios, creemos que nada ni nadie más es dios (“Eucaristía 1987”).
El impuesto al César recordaba a los judíos que eran un pueblo dominado por los extranjeros, por los paganos. Y esto era una afrenta al Pueblo de Dios. Frente a la cuestión del impuesto se adoptaron en Israel diversas actitudes: Mientras los saduceos (los colaboracionistas de aquellos tiempos) no tenían inconveniente en pagar y someterse a un poder que los privilegiaba, los fariseos lo hacían de mala gana y los zelotes se negaban en absoluto. Estos últimos, nacionalistas exaltados, habían hecho de ello una cuestión de conciencia. Creían que pagar al César era tanto como negar que Dios es el único Señor de Israel. La pregunta era comprometedora en extremo y estaba formulada con la peor intención. Ponía a Jesús entre la espada y la pared, entre los saduceos y los zelotes, entre el César y el pueblo, entre la autoridad de Dios y el poder temporal. Evidentemente no hay que suponer que Jesús no llevaba consigo ni siquiera un denario (una moneda de plata equivalente a unos diez duros), menos aún que no lo hubiera visto nunca. Si les pide que le enseñen un denario es sólo para poner en evidencia su hipocresía y su mala intención. Pues si llevan dinero del César, si lo utilizan corrientemente en la vida, es claro que reconocen de hecho su autoridad. Y si es así, ¿por qué han de negarse a pagar sus impuestos? Era un principio generalmente admitido por todos que el poder político se extendía tanto como el curso de la moneda. Según este principio, diríamos hoy que no es posible aceptar los dólares americanos sin reconocer de hecho su autoridad. Aunque Jesús no dice expresamente qué es del César y qué es de Dios, es claro que no todo es del César. Y en este sentido Jesús pone coto a cualquier absolutismo y recorta la autoridad del estado. Por otra parte Jesús critica también cualquier concepción teocrática que identifique los intereses y los derechos de una nación con la misma voluntad de Dios. Pone también límites a cualquier clericalismo. Digamos que la respuesta de Jesús condena por igual la deificación del estado y la suplantación de Dios por los que dicen representarlo (“Eucaristía 1987).
Algún historiador ha dicho de etapas recientes de nuestra Iglesia que estaba más interesada en conquistar el Estado que la sociedad. Imponerse desde poderes similares a los del César o usar su brazo secular no es el estilo de Jesús. Si los modos de los poderes de este mundo nos cautivan, esa seducción es peor que una persecución. No se puede convertir al Dios de Jesús en César de este mundo. Él se negó a ello. No falta quienes deducen de este pasaje que es preciso que cada uno ocupe su sitio, que la Iglesia vuelva al puro campo religioso: al culto litúrgico. A Dios lo que es de Dios y al poder político todo lo demás. Pero la acción de Jesús no fue ésta. Además de no ser ni siquiera sacerdote judío, cambió el vocabulario dándoles a las palabras culto, sacrificio, templo, etc., un sentido nuevo. No se trata de la religión, se trata de Jesús. Usar a Dios como elemento integrador de una comunidad o como bandera de lucha parece tan viejo como la religión misma. La frase: "Dios está de nuestra parte" viene a significar: "nosotros tenemos la razón". También en nuestros días, a pesar de la secularización, se sigue repitiendo, ya sea con motivo de una guerra o de un partido de fútbol (“Eucaristía 1990”).
San Lorenzo de Brindisi comenta: “Tú, cristiano, eres la moneda del impuesto. En el evangelio de hoy se plantean dos interrogantes: uno el que los fariseos plantean a Cristo; otro, el que Cristo plantea a los fariseos; aquél es totalmente terreno, éste, enteramente celestial y divino; aquél es producto de una supina ignorancia y de una refinadísima malicia; éste, de la suprema sabiduría y de la suma bondad. ¿De quién son esta cara y esta inscripción? Le respondieron: Del César. Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios: hay que dar -dice- a cada uno lo suyo. Sentencia llena realmente de celestial sabiduría y doctrina. Enseña, en efecto, que existe una doble esfera de poder: una, terrena, y humana; otra, celestial y divina. Enseña que se nos exige. una doble obediencia, que hemos de observar tanto las leyes humanas como las divinas, y que hemos de pagar un doble impuesto: uno al César y otro a Dios. Al César el denario, que lleva grabada la cara y la inscripción del César; a Dios lo que lleva impresa la imagen y la semejanza divina: La luz de tu rostro está impresa en nosotros. (Vg). Hemos sido hechos a imagen y semejanza de Dios. Tú, cristiano, eres ciertamente un hombre: luego eres la moneda del impuesto divino, eres el denario en el que va grabada la efigie y la inscripción del divino emperador. Por eso te pregunto yo con Cristo: ¿De quién son esta cara y, esta inscripción? Me respondes: De Dios. Te replico: ¿Por qué, pues, no le devuelves, a Dios lo que es suyo? Pero si realmente queremos ser imagen de Dios, es necesario que seamos semejantes a Cristo. Él es, en efecto, la imagen de la bondad de Dios, e impronta de su ser; y Dios a los que había escogido, los predestinó a ser imagen de su Hijo. Por su parte, Cristo pagó realmente al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, observando a la perfección las dos losas de la ley divina, rebajándose hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz, y estuvo perfectísimamente dotado de todas las virtudes tanto internas como externas. Brilla hoy en Cristo una suma prudencia, con la cual sorteó los lazos de los enemigos, dándoles una prudentísima y sapientísima respuesta; brilla asimismo la justicia, con la cual nos enseña a dar a cada uno lo suyo. Por esta razón, él mismo quiso pagar también el impuesto, dando por él y por Pedro un didracma; brilla la fortaleza del alma, con la cual enseñó libremente la verdad, es decir, que debía pagarse al César el impuesto, sin temer a los judíos que se sentían vejados por esto. Éste es el camino de Dios que Cristo enseña conforme a la verdad. Así pues, el que en la vida, en las costumbres y las virtudes se asemeja y conforma a Cristo, ése representa de verdad la imagen de Dios; la restauración de esta divina imagen consiste en una perfecta justicia: Pagad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. A cada cual lo suyo”.
Hoy día un nuevo puritanismo hace que lo moral sea lo legal, sustituyendo la conciencia personal (que ante Dios da cuenta) por la divinización del Estado. Quizá algunos principios sobre el tema podrían ser: - que nos empapemos de Dios, del Evangelio, para que lleguemos a llevar en nuestro interior "lo que es de Dios" y esto nos marque toda la vida. - no considerar que son de Dios o del Evangelio cosas que son más bien criterios personales, o del tipo de gente con la que nos relacionamos. - esforzarnos por escuchar otras voces cristianas, y contrastarlas con nuestra manera de comprender y vivir el Evangelio, para cambiar nuestros planteamientos si fuera necesario. - ser conscientes de que ninguna opción social o política no puede responder plenamente al Evangelio. Y no descalificar a los cristianos que piensan diferente. - empujar, por todos los medios razonables, el acercamiento de nuestro mundo hacia el proyecto amoroso y fraternal de Dios. - La Iglesia, colectivamente, debe denunciar aquellas situaciones que se alejan descaradamente del proyecto del Evangelio, pero sin dejarse llevar inconscientemente por otros criterios- Y hay que tener claro, en última instancia, que el origen de todo, la fuerza que lo mueve todo, el término de todo, es Dios manifestado en Jesús.
"Alguien podría decir que mi punto de vista coincide con el mito anarquista, pero no es así. La utopía de una convivencia feliz sin Estado alguno, me es enteramente extraña. La función del Estado pertenece a los condicionamientos de este mundo. Pero el Estado sólo tiene un significado funcional y, consiguientemente, relativo. Es menester negar de todo punto la soberanía absoluta del Estado. El Estado ha tenido siempre una tendencia a traspasar sus propios límites. Ha llegado a ser una realidad autónoma. El estado quiere ser totalitario. Y esta afirmación no es válida sólo para el Estado comunista o fascista. También en el período cristiano de la historia hubo una regresión a la concepción pagana del Estado. Una de las acusaciones clásicas más importantes que hizo Celso a los cristianos, era que éstos se comportaban como ciudadanos malos y desleales al considerarse ciudadanos de otro reino. Ese conflicto sigue todavía. Es el eterno conflicto entre Cristo, el Dios-hombre, y el César, el hombre endiosado. La tendencia a la divinización del César es una constante histórica, que apareció en la Monarquía y puede aparecer también en la Democracia y en el Comunismo. No existe ningún tipo de soberanía terrena que pueda compaginarse con el cristianismo, ni la soberanía de la Monarquía ni la soberanía del pueblo o de una clase social. El único principio que se aviene con el cristianismo es la afirmación de los derechos inalienables del hombre. Pero el Estado difícilmente se reconcilia con ese principio" (Nicolás Berdiaeff).
Benedicto XVI habló en Francia (2008) de la relación entre el Estado francés y la Iglesia, "la desconfianza del pasado se ha transformado paulatinamente en un diálogo sereno y positivo, que se consolida cada vez más". "Sabemos que quedan todavía pendientes ciertos temas de diálogo que hará falta afrontar y afinar poco a poco con determinación y paciencia"... Cristo "ya ofreció el criterio para encontrar una justa solución a este problema al responder a una pregunta que le hicieron afirmando: "Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios". "En este momento histórico en el que las culturas se entrecruzan cada vez más entre ellas, estoy profundamente convencido de que una nueva reflexión sobre el significado auténtico y sobre la importancia de la laicidad es cada vez más necesaria". Sobre la definición de esta "laicidad", el Papa explicó que "es fundamental, por una parte, insistir en la distinción entre el ámbito político y el religioso para tutelar tanto la libertad religiosa de los ciudadanos, como la responsabilidad del Estado hacia ellos". Por otro, añadió, es necesario "adquirir una más clara conciencia de las funciones insustituibles de la religión para la formación de las conciencias y de la contribución que puede aportar, junto a otras instancias, para la creación de un consenso ético de fondo en la sociedad". Esta función de la religión es especialmente necesaria en la sociedad actual, "que ofrece pocas aspiraciones espirituales y pocas certezas materiales". Y esto incide en los jóvenes: "Algunos de ellos tienen dificultad en encontrar una orientación que les convenga o sufren una pérdida de referencia en su vida familiar. Otros experimentan todavía los límites de un pluralismo religioso que los condiciona". "Hay que ofrecerles un buen marco educativo y animarlos a respetar y ayudar a los otros, para que lleguen serenamente a la edad de la responsabilidad. La Iglesia puede aportar en este campo una contribución específica".
No hay comentarios:
Publicar un comentario