Isaías 40, 25-31. «¿A quién podéis compararme, que me asemeje?», dice el Santo. Alzad los ojos a lo alto y mirad: ¿Quién creó aquello? El que cuenta y despliega su ejército y a cada uno lo llama por su nombre; tan grande es su poder, tan robusta su fuerza, que no falta ninguno. ¿Por qué andas hablando, Jacob, y diciendo, Israel: «Mi suerte está oculta al Señor, mi Dios ignora mi causa»? ¿Acaso no lo sabes, es que no lo has oído? El Señor es un Dios eterno y creó los confines del orbe. No se cansa, no se fatiga, es insondable su inteligencia. Él da fuerza al cansado, acrecienta el vigor del inválido; se cansan los muchachos, se fatigan, los jóvenes tropiezan y vacilan; pero los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, echan alas como las águilas, corren sin cansarse, marchan sin fatigarse.
Salmo 102,1-2.3-4.8 y 10. R. Bendice, alma mía, al Señor.
Bendice, alma mía, al Señor, y todo mi ser a su santo nombre. Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios.
Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura.
El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia; no nos trata como merecen nuestro pecados ni nos paga según nuestras culpas.
Evangelio (Mt 11,28-30): En aquel tiempo, respondiendo Jesús, dijo: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera».
Comentario: 1. Is 40,25-31. Estamos todavía al comienzo del llamado Segundo Isaías o «Libro de la Consolación». La invitación a la alegría y a la esperanza, contenida en los once primeros versículos, encuentra resistencia. El pueblo de la alianza se siente prisionero de una potencia más fuerte y abandonado de Dios: «Mi suerte está oculta a Yahvé, mi Dios ignora mi causa» (40,27). La respuesta del profeta a este estado de ánimo es doble: 1) Dios lo puede todo. Esta verdad se expresa en un lenguaje poético, no filosófico: «Las naciones son como gotas de un cubo y valen lo que el polvillo de balanza...; en su presencia, las naciones todas son como si no existieran» (vv 15.17). La interpretación profética de la historia ordena sistemáticamente los acontecimientos. Cuando describe la actuación de Dios, se preocupa menos de ofrecer una comprensión especulativa que de confirmar la fe en Yahvé. La piedad no se centra en el Absoluto, sino en la manifestación de Dios en la historia. Surge una fuerte adhesión a la libertad personal de un Dios que está por encima del tiempo, del espacio y de todas las cosas creadas. 2) Dios está en medio de su pueblo, pese a que el pueblo humillado tiene que escuchar constantemente la terrible invectiva «¿dónde está vuestro Dios?». Al reto de desconfianza responde bellamente el consolador del pueblo desterrado: «El da la fuerza al cansado, acrecienta el vigor del inválido» (v 29). La exhortación sigue unas vías argumentativas que resonarán más tarde en el Areópago de Atenas, cuando Pablo diga que en Dios vivimos, nos movemos y existimos (Hch 17,28). Pero Israel, que nunca ha sido fideísta, sabe que Dios oculta a menudo su poder bajo la debilidad. Esta pedagogía de la fe alcanzará su máximo despliegue en el Deus absconditus o Deus crucifixus de los cristianos (F. Raurell).
Israel no tiene razón alguna para desesperar. Ni siquiera para pensar que Dios se ha olvidado de ellos. Su poder no se agotó en la creación. -"¿Por qué andas hablando...?" ¿No tengo yo también la impresión de que Dios no se ocupa de mí, ni del mundo, que se desentiende de muchas cosas? -Este gran Dios -dice el profeta- es un Dios sorprendente. Se preocupa tanto más por los seres cuanto más pequeños y débiles son. El Dios grande y trascendente, creador de los astros y del cosmos, es también el Dios cercano, que comunica su fuerza a los que se abren a El... a "los que ponen en El su confianza". Oh Señor, cumple tu promesa, dame "nuevas fuerzas". Devuelve cada mañana, a los hombres, a los más pobres, la ilusión y el vigor de existir, de emprender y de empezar de nuevo, de vencer siempre la desesperación.
-«¿Con quién me compararéis? ¿Quién podría igualarme?», dice el Dios santo. Los exilados podían dejarse impresionar por el despliegue de lujo deslumbrante del culto a los dioses de Babilonia. El profeta les recuerda que Yavé no es inferior a Marduk. HOY, el «poder del hombre» y sus realizaciones grandiosas podría deslumbramos o hacernos perder la cabeza.
-Alzad a lo alto los ojos y ved: ¿Quién ha creado todo esto? El que despliega el ejército celeste y llama cada estrella por su nombre. Si somos capaces de admirar el poder y la inteligencia del hombre, ¿por qué seríamos ciegos ante la obra de Dios? Si se ha empleado tanta inteligencia y trabajo para enviar cosmonautas a la luna y naves espaciales tripuladas, ¿por qué no seríamos capaces de admirar la grandiosidad del cosmos con sus galaxias y billones de estrellas?
-Dios, desde siempre, es creador de los confines de la tierra... Su inteligencia es insondable. Las leyendas de Marduk celebraban con entusiasmo el triunfo del dios sobre el caos, sobre las fuerzas del mal. Me detengo a contemplar la «inteligencia» de Dios. En este momento billones de astros se están moviendo y girando en sus órbitas respectivas. La tierra gira en este momento y siempre. El sol se levanta en algún lugar, y suscita la vida. Y todo eso, ¿ya no nos maravillaría?
-¿Por qué afirmas tú, Israel: «Mi camino está oculto para mi Dios; al Señor se le pasa mi derecho?». Desarrollando la «grandeza» de Dios, el profeta corre el riesgo de cortar los puentes entre Dios y su pueblo. Ante un Dios tan grande, los hombres aparecen entonces como hormigas. ¿De qué modo pues, sus pequeñas o grandes preocupaciones podrían interesar a un Dios tan grande y tan lejano? Isaías recoge ante todo esa pregunta, pregunta de todos los tiempos. ¿No la he formulado yo también alguna vez? ¿No tengo a menudo la impresión de que Dios no se ocupa de mí, ni del mundo; que se desentiende de muchas cosas?
-¿Es que no lo sabes? Dios da vigor al cansado y al que no tiene fuerzas, le acrecienta la energía. Este gran Dios, dice el profeta, tiene un hacer sorprendente: ¡tanto más se interesa por los seres, cuanto más pequeños y débiles son! Revelación de la paternidad de Dios, de la maternidad de Dios. ¿No sucede también así en una familia que el amor la lleva a cuidar más del «más débil»?
-Los jóvenes se cansan, se fatigan... Los atletas vacilan abatidos... Mientras que los que ponen su esperanza en el Señor, El les renueva el vigor y corren ya, sin cansarse. El Dios grande y trascendente, creador de los astros y del cosmos, es también el Dios-cercano, que comunica su fuerza a los que se abren a El... a "los que ponen en El su confianza". A los exilados, llenos de lasitud, Isaías les revela una fuente de vigor. ¡Oh, Señor, cumple tu promesa, dame «nuevas fuerzas»! Devuelve, cada mañana, a la humanidad, a los más pobres, la ilusión y el vigor de existir; de emprender y de empezar de nuevo; así como la posibilidad de vencer siempre la desesperación (Noel Quesson).
Al que espera en Dios, en Jesús, le nacen alas de águila… Hoy hemos escuchado una lección de psicología sobre la esperanza, pieza importantísima en la vida humana: pasión que nos lanza hacia objetivos de alta calidad; actitud moral positiva e impulsora de grandes proyectos; y virtud teologal que eleva nuestro horizonte hasta la vida en Dios. Todo eso en el Adviento, al escuchar los oráculos de Isaías, se muestra como don de Dios al hombre y adquiere rasgos muy relevantes: -porque vemos que todo el proyecto creador y salvífico de Dios para el hombre avanza por caminos de audaz esperanza en la historia de la salvación; -porque nos enseña a vivir como esforzados atletas en medio de las dificultades de la existencia, para no caer en desánimo y depresiones; -porque nos encarece que hemos de saber conjugar actitudes e ideales nobles -de esperanza- con pasos arriesgados y realistas por el camino de la verdad y del bien.
2.–El Salmo 102 nos hace contemplar la grandeza de Dios frente a nuestra debilidad, que, no obstante todo el progreso humano, conocemos por la constante experiencia de nuestras limitaciones. Reconozcamos que el poder salvador de Dios no es solo para el justo. Él no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y que viva. Él viene a buscar lo que estaba perdido. Como los israelitas, muchos de nosotros nos hemos hecho la pregunta de si Dios nos abandona. En el oráculo que hoy trae la liturgia se nos da una respuesta. Es el creador de todo cuanto existe, pero no ha dejado su obra a la deriva, conoce cada una de sus obras y a todas las llama por el nombre. Si el pueblo se había sentido abandonado en el exilio y estaba cansado de esperar, el Señor nunca se cansa y está atento a las súplicas de su pueblo. La persona fatigada encuentra en Él la fuerza necesaria para continuar el camino porque El cura todas las enfermedades perdona todas las culpas, pero sobre todo, colma de gracia y de ternura como dice el salmista. ¡Si de verdad tuviéramos Fe...! Nada nos parecería difícil ni duro porque siempre nos sostendría la certeza de que "quienes esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, les nacen alas como de águilas, corren sin cansarse, marchan sin fatigarse". Tengo para mí que le Fe se ejercita en el agradecimiento. El salmo responsorial de este día nos regala las mejores palabras para mirar la realidad que nos circunda y nuestro propio interior con un corazón agradecido descubriendo en cuanto pasa y nos pasa, un designio de amor. Si no nos paga según nuestras culpas, ¿cómo es posible dudar?
Espera y renueva tus fuerzas… ¡Alma mía!, espera y bendice al Señor. No olvides sus beneficios y vuelve a Él tu mirada arrepentida. El Señor que es bueno, pastor solícito, amigo entrañable, perdona tus culpas, cura tus llagas, sana tus dolencias, rescata tu vida de la fosa del pecado, te llama sin ira, te espera sin enojo, te colma de gracia con ternura. Es tan compasivo y misericordioso que nunca nos trata como merecen nuestras culpas... (Sal 102). En la liturgia de este día hagamos nuestra oración de esperanza teniendo presentes a quienes menos pueden y más nos necesitan: los pobres de pan y de espíritu, millones de hombres que carecen de trabajo, justicia y amor en el mundo, incluso en nuestro propio entorno. No pediremos a Dios, porque sería ofenderle, que ponga un ángel al frente de rebeliones multitudinarias; pediremos ardientemente que cambie el corazón y la mente de los poderosos y de los débiles, de los cultos e incultos, de los ricos y los pobres, para que todos deseemos y busquemos la verdad en la justicia, la felicidad en un bienestar moderado y la alegría en servir a los demás tanto como en cuidarnos a nosotros mismos.
3. Muchas veces tenemos la tentación de la preocupación, que nos agobia, nos quita la paz. Hemos establecido unas normas, y cuando nos salimos nos sentimos inquietos, nuestro afán de ser “perfectos” es tan grande que somos capaces de cambiar las normas, incluso de decir que los mandamientos están caducados, antes de reconocer que fallamos, sin que esto nos agobie. Hay una reacción psicológica de volvernos agresivos cuando nos sentimos mal en la conciencia. Así como cuando tenemos una piedra en el zapato nos duele, también en el corazón hay “piedras” que nos hacen sufrir, y por eso discutimos y estamos de mal humor, al menos es una de las causas de nuestro malestar. Y hemos de quitar la piedra que causa la desazón. Pero estas piedras muchas veces las hemos intentado… Jesús no deja inquieta a la mujer sorprendida en adulterio (1 Jn 8, 11), sino que la atiende, defiende y luego la anima: “vete en paz, y no vuelvas a pecar”. Con el buen ladrón suspendido en la cruz tiene una respuesta mucho más esperanzada aún: “en verdad te digo que hoy mismo estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43). Jesús no tiene memoria de las reglas que pone la Iglesia: «En la Cruz, durante su agonía, el ladrón le pide que se recuerde de él cuando llegara a su Reino. Si hubiera sido yo -reconoce monseñor Van Thuân- le hubiera respondido: "no te olvidaré, pero tienes que expiar tus crímenes en el purgatorio". Sin embargo, Jesús, le respondió: "Hoy estarás conmigo en el Paraíso". Había olvidado los pecados de aquel hombre. Lo mismo sucedió con Magdalena, y con el hijo pródigo. Jesús no tiene memoria, perdona a todo el mundo». Con el paralítico de Cafarnaún (Mc 2, 1-12) y en otros muchos pasajes vemos como vino a buscar y salvar lo que estaba perdido (Lc 19, 10). Esto nos crea problemas, pues nos cuesta leer las palabras de Isaías: “Venid y entendámonos -dice Yahvé-. Aunque vuestros pecados fuesen como la grana, quedarán blancos como la nieve. Aunque fuesen rojos como la púrpura, llegarán a ser como la blanca lana” (Is 1, 18). Jesús es príncipe de la paz, y los pensamientos que no son de paz no son de Dios, por mucha apariencia que tengan de santos como son los remordimientos por pecados, o que no somos bastante santos. Jesús muestra su misericordia, de modo especial, en su actitud con los pecadores. Ya lo anticipaba el profeta: "Yo tengo pensamientos de paz y no de aflicción” (Jer 29, 11), palabras con las que la liturgia aplica a Jesús, al acabar el año litúrgico. No viene a condenar, sino a salvar, a perdonar, a disculpar, a traer paz y alegría (cf. San Josemaría Escrivá de Balaguer, “Es Cristo que pasa”, 165).
En realidad, si Dios me quiere como soy, si lo que Dios permite algo malo, por la libertad de la que gozamos todos y de aquello sacará un bien, ¿de qué he de preocuparme? Hay un solo mal, y es el pecado, pero este no ha de motivarnos más que a la conversión, transformar el remordimiento en arrepentimiento, sin querer “estar en regla”: "Porque Dios, aun ofendido, sigue siendo Padre nuestro; aun irritado, nos sigue amando como a hijos. Sólo una cosa busca: no tener que castigarnos por nuestras ofensas, ver que nos convertimos y le pedimos perdón" (San Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 22, 511). Hoy entendemos que el pecado no es el castigo divino, sino la falta de acogida al amor de Dios, y por tanto la soledad por rechazo de esa mano amorosa que Él siempre nos tiende: "La omnipotencia de Dios -dice Santo Tomás- se manifiesta, sobre todo, en el hecho de perdonar y usar de misericordia, porque la manera de demostrar que Dios tiene el poder supremo es perdonar libremente" (Suma Teológica, 1, q. 25, a. 3 ad 3).
La paz es mucho más palpable con "el sacramento de la alegría" (en palabras de Pablo VI), la confesión. Pues aún en lo más alto que hay en la tierra, la Eucaristía, no sentimos nada emotivo muchas veces, pero la confesión siempre deja paz y alegría, algo casi físico de bienestar. Jesús es manso y humilde porque tiene paz, por eso da paz. Hemos visto que la piedra que a veces nos duele y que explota en ira es la inquietud, y que a veces nos engañamos y ponemos nombre cristiano a esa cerrazón del remordimiento, y cómo la apertura a la Verdad nos da paz auténtica aún en nuestros errores y nos lleva al perdón.
Podríamos añadir que las manifestaciones de violencia son en el fondo signos de debilidad: los violentos son débiles de mente o de corazón, tienen una pobreza espiritual, son disminuidos en alguna de esas facultades del alma. “Los
mansos poseerán la tierra”, reza una de las bienaventuranzas: se poseerán a sí mismos, sin ser esclavos del mal carácter; poseerán a Dios en disposición de apertura en la oración, y poseerán a los demás con su buen ambiente, el buen aroma de Cristo (2 Corintios 2,15), manifestado en la sonrisa, calma y serenidad, buen humor y capacidad de broma, comprensión y tolerancia…
Siempre estamos en lo mismo: tener paz es repartirla y verlo todo de un mejor modo. Así nos animaba Juan Pablo II: “Permitid a Cristo que os encuentre. ¡Que conozca todo de vosotros! ¡Que os guíe! Nadie es capaz de lograr que lo pasado no haya ocurrido; ni el mejor psicólogo puede liberar a la persona del peso del pasado. Sólo lo puede lograr Dios, quien, con amor creador, marca en nosotros un nuevo comienzo: esto es lo grande del sacramento del perdón: que nos colocamos cara a cara ante Dios, y cada uno es escuchado personalmente para ser renovado por Él.
Cargados de normas, compromisos, objetivos, estamos expuestos a una tendencia casi depresiva. Nos vertemos en el exterior y perdemos nuestra esencia, interioridad, como decía uno: “Quizá hemos luchado para ser perfectos y en el fondo lo único que queremos es sentirnos amados”. Cuesta no dejarse llevar por el dinero, por el prestigio o por el poder, pero con Jesús todo es posible.
"Venid a mí..." Que resuenen estas palabras para ir a Jesús, en el trabajo diario, con el cuidado de las cosas pequeñas, con la sonrisa, en la pobreza, el olvido de mi yo… que sepamos tomar esta dulce carga: "Cualquier otra carga te oprime y te abruma, mas la carga de Cristo te alivia el peso. Cualquier otra carga tiene peso, pero la de Cristo tiene alas. Si a un pájaro le quitas las alas parece que le alivias del peso, pero cuanto más le quites este peso, tanto más le atas a la tierra. Ves en el suelo al que quisiste aliviar de un peso; restitúyele el peso de las alas y verás como vuela." (S. Agustín Sermón 126). Jesús quería liberarnos del insoportable peso de los numerosos preceptos y prohibiciones que rodeaban la ley de Moisés (Mt 23, 4) y que hoy nos rodean de otras formas, y quiere darnos este “descanso” que es paz.
El amor de Dios es celoso; no se satisface si se acude a su cita con condiciones: espera con impaciencia que nos demos del todo ( ... ) Quizá pensaréis: responder que sí a ese Amor exclusivo, ¿no es acaso perder la libertad? (...) Cada uno de nosotros ha experimentado alguna vez que servir a Cristo Señor nuestro comporta dolor y fatiga. Negar esta realidad supondría no haberse encontrado con Dios. El alma enamorada conoce que, cuando viene ese dolor, se trata de una impresión pasajera y pronto descubre que el peso es ligero y la carga es suave, porque lo lleva Él sobre sus hombros. Pero hay hombres que no entienden, que se rebelan contra el Creador ( ... ) Son almas que hacen barricadas con la libertad. ¡Mi libertad, mi libertad! ( ... ) Su libertad se demuestra estéril, o produce frutos ridículos, también humanamente. Él que no escoge -¡con plena libertad!- una norma recta de conducta, tarde o temprano se verá manejado por otros. ¡Pero nadie me coacciona!, repiten obstinadamente. ¿Nadie? Todos coaccionan esa ilusoria libertad, que no se arriesga a aceptar responsablemente las consecuencias de actuaciones libres, personales. ( ... ) Nada más falso que oponer la libertad a la entrega, porque la entrega viene como consecuencia de la libertad. Mirad, cuando una madre se sacrifica por amor a sus hijos, ha elegido; y según la medida de ese amor, así se manifestará su libertad. La libertad sólo puede entregarse por amor. Por amor a la libertad, nos atamos. Únicamente la soberbia atribuye a esas ataduras el peso de una cadena. La verdadera humildad, que nos enseña Aquel que es manso y humilde de corazón, nos muestra que su yugo es suave y su carga ligera: el yugo es la libertad, el yugo es el amor, el yugo es la unidad, el yugo es la vida, que Él nos ganó en la Cruz [J. Escrivá, Amigos de Dios, 28-32]. El verdadero descanso para mi alma lo experimento, Jesús, cuando cumplo tu voluntad, aunque me cueste, atándome a ese yugo tuyo por amor, entregándote libremente mis gustos, mis intereses, mis deseos, porque me da la gana quererte sobre todas las cosas. A pesar de tener esta idea muy clara, a veces me canso de luchar. Que sepa acudir a Ti en esos momentos de fatiga, para descargar ese peso en tus manos paternales, dejándome también guiar en la dirección espiritual, con humildad (Pablo Cardona).
Venid a mí todos los que estás agotados. El Señor ofrece paz y sosiego a las personas que está oprimidas por muchas causas. El Maestro bueno opone a esta carga su yugo, hecho de mansedumbre, humildad y amor. Comenta San Agustín: «Las cargas propias que cada uno lleva son los pecados. A los hombres que llevan cargas tan pesadas y detestables, y que bajo ellas sudan en vano, les dice el Señor: “Venid a Mí todos”… ¿Cómo alivia a los cargados de pecado, sino mediante el perdón de los mismos? El orador se dirige al mundo entero, desde la especie de tribuna de su autoridad excelsa, y exclama: “Escucha, género humano, escuchad, hijos de Adán; oye, raza que te fatigas en vano. Veo vuestro sudor, ved mi don. Sé que estáis fatigados y agobiados y, lo que es peor, que lleváis sobre vuestros hombros pesos dañinos; y, todavía peor, que pedís no que se os quiten esos pesos, sino que os añadan otros… Concedo el perdón de los pecados pasados, haré desaparecer lo que oprimía vuestros ojos, sanaré lo que dañó vuestros hombros. Llevad mi yugo. Ya que para tu mal te había subyugado la ambición, que para tu salud te subyugue la caridad… Esos pesos son alas para volar. Si quitas a las aves el peso de las alas, no pueden volar… Toma, pues, las alas de la paz; recibe las alas de la caridad. Ésta es la carga; así se cumple la ley de Cristo» (Sermón 164, 4; Manuel Garrido Bonaño).
Llucià Pou Sabaté
miércoles, 29 de diciembre de 2010
Lunes de la 2ª semana de Adviento: Jesús “viene en persona y os salvará”… el Señor siempre se adelanta a curar, y se sirve de nosotros como de aquello
Isaías 35,1-10. El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa, florecerá como flor de narciso, se alegrará con gozo y alegría. Tiene la gloria del Líbano, la belleza del Carmelo y del Sarión. Ellos verán la gloria del Señor, la belleza de nuestro Dios. Fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes; decid a los cobardes de corazón: «Sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite; viene en persona, resarcirá y os salvará.» Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará. Porque han brotado aguas en el desierto, torrentes en la estepa; el páramo será un estanque, lo reseco, un manantial. En el cubil donde se tumbaban los chacales brotarán cañas y juncos. Lo cruzará una calzada que llamarán Vía Sacra: no pasará por ella el impuro, y los inexpertos no se extraviarán. No habrá por allí leones, ni se acercarán las bestias feroces; sino que caminarán los redimidos, y volverán por ella los rescatados del Señor. Vendrán a Sión con cánticos: en cabeza, alegría perpetua; siguiéndolos, gozo y alegría. Pena y aflicción se alejarán.
Salmo 84,9ab-10.11-12.13-14. R. Nuestro Dios viene y nos salvará.
Voy a escuchar lo que dice el Señor: «Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos.» La salvación está ya cerca de sus fieles, y la gloria habitará en nuestra tierra.
La misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan; la fidelidad brota de la tierra, y la justicia mira desde el cielo.
El Señor nos dará la lluvia, y nuestra tierra dará su fruto. La justicia marchará ante él, la salvación seguirá sus pasos.
Texto del Evangelio (Lc 5,17-26): Un día que Jesús estaba enseñando, había sentados algunos fariseos y doctores de la ley que habían venido de todos los pueblos de Galilea y Judea, y de Jerusalén. El poder del Señor le hacía obrar curaciones. En esto, unos hombres trajeron en una camilla a un paralítico y trataban de introducirle, para ponerle delante de Él. Pero no encontrando por dónde meterle, a causa de la multitud, subieron al terrado, le bajaron con la camilla a través de las tejas, y le pusieron en medio, delante de Jesús. Viendo Jesús la fe de ellos, dijo: «Hombre, tus pecados te quedan perdonados».
Los escribas y fariseos empezaron a pensar: «¿Quién es éste, que dice blasfemias? ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?». Conociendo Jesús sus pensamientos, les dijo: «¿Qué estáis pensando en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir: “Tus pecados te quedan perdonados”, o decir: “Levántate y anda”? Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados, dijo al paralítico: “A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”». Y al instante, levantándose delante de ellos, tomó la camilla en que yacía y se fue a su casa, glorificando a Dios. El asombro se apoderó de todos, y glorificaban a Dios. Y llenos de temor, decían: «Hoy hemos visto cosas increíbles».
Comentario: 1. Is 35,1-10 (ver 3º domingo de Adviento A, y domingo 23 B). Durante esta segunda semana de Adviento, leeremos unos pasajes de la segunda parte del libro de Isaías (es otro escritor sagrado, «el segundo Isaías», y que sin duda fue discípulo del primero). Su época no es menos dramática: pleno exilio... Jerusalén, como Samaria, ha sido destruida... el Templo profanado y arruinado por los ejércitos enemigos... y todos los judíos aptos para trabajar han sido deportados a Babilonia donde están condenados a duros trabajos forzados... y aquí, en ese contexto, el profeta medita, por adelantado, sobre el «retorno a la tierra santa». Se llamó «el libro de la consolación»: es una vigorosa predicación de esperanza: ¡vendrá un tiempo de felicidad total, cuando Dios salvará a su pueblo! Poesía pura, sus versos están llenos de imágenes: el desierto florecerá. Dios lo promete a unos exilados. En mi estado de pecador se me repite una promesa parecida... Gracias, Señor. En medio de un mundo difícil y duro, espero, Señor, ese día en que el desierto florecerá.
-Fortaleced las manos fatigadas, afianzad las rodillas vacilantes, decid a los que se azoran: «¡Animo, no temáis...!» Cumple tu promesa, Señor. ¡Danos firmeza, fortaleza, valentía! Te ruego, Señor, por todos los que están «desanimados» y te nombro a los que conozco en ese estado.
-Mirad que viene vuestro Dios... y os salvará. ¡Ven, Señor! En esta vida, donde esperamos tu advenimiento... «Esperamos tu venida...» Las nuevas plegarias eucarísticas nos han restituido ese aspecto importante de nuestra Fe, que fue tan viva en la Iglesia primitiva pero demasiado olvidado durante siglos.
-Dios es el que viene: -a) Cada uno de los sacramentos es un signo sensible de ello: en la eucaristía esto es lo esencial; Jesús viene a nosotros y está en nosotros. Pero esto es también verdad en cada sacramento. Oro partiendo de mi vivencia de cada sacramento: *reconciliación como encuentro con Jesús... *matrimonio, como encuentro con Jesús... *bautismo, como comunión a la vida de «hijo de Dios» de Jesús. -b) Pero, no sólo los sacramentos son una «venida» de Jesús. Mi vida cotidiana, mi apostolado, mis compromisos, mis trabajos de cada día, mis esfuerzos en mi vida moral... son también un modo de hacer que Jesús «venga» al mundo. Es preciso que, en la oración, dé ese sentido a mi vida.
-Entonces se abrirán los ojos de los ciegos, y los oídos de los sordos... Entonces saltará el cojo como ciervo y la boca del mudo lanzará gritos de alegría... Los cautivos rescatados llegarán a Jerusalén entre aclamaciones de júbilo... Una dicha sin fin iluminará sus rostros... Alegría y gozo les acompañarán, dolor y tristeza huirán para siempre... El evangelio nos repite que esas cosas se produjeron por la bendición de Jesús. Pero, Señor, realízalas más todavía. En este tiempo de Adviento y con todo el poder de mi deseo, te digo: «haz que salten los cojos... danos tu salvación... suprime el mal... como Tú has prometido» (Noel Quesson).
Jesús, antes de predicar a los pecadores quiso prepararles un lugar en dónde recibirlos. Se fue al desierto para consagrar una vida nueva en este lugar, renovado por su presencia... no tanto para él mismo como para aquellos que, después de él, habitarían en el desierto. Entonces, si tú te has establecido en el desierto, quédate allí, espera allí al que te salvará de la pusilanimidad de espíritu y de la tempestad..... El Señor que sació a aquel gentío que le seguía al desierto, te salvará a ti que le has seguido, con mayores prodigios aún (Mc 6,34ss)... Y cuando te parecerá que él te ha abandonado para siempre, vendrá a consolarte diciendo: “Recuerdo tu amor de juventud, tu cariño de joven esposa, cuando me seguías por el desierto...”(Jr 2,2) El Señor hará de tu desierto un paraíso de deleites y tú proclamarás, con el profeta, que “le han dado la gloria del Líbano, el esplendor del Carmelo y del Sarón” (Is 35,2)... Entonces, de tu alma, colmada de felicidad, brotará un himno de alabanza: “Que den gracias al Señor por su amor, por las maravillas que hace con los hombres! Porque sació a los sedientos, y colmó de bienes a los hambrientos” (Sl 107,8-9).
Sigue el profeta con su mensaje de alegría y sus imágenes poéticas, para describir lo que Dios quiere hacer en el futuro mesiánico. Las imágenes las toma a veces de la vida campestre: el yermo se convierte en vergel, brotan aguas en el desierto, hay caminos seguros sin miedo a los animales salvajes. Y otras, de la vida humana: manos débiles que reciben vigor, rodillas vacilantes que se afianzan, cobardes que recobran el valor, el pueblo que encuentra el camino de retorno desde el destierro y lo sigue con alegría, cantando alabanzas festivas. Es un nuevo éxodo de liberación, como cuando salieron de Egipto. Todo son planes de salvación: «Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos» (salmo). Ya no caben penas ni aflicción. Curará a los ciegos y a los sordos, a los mudos y a los cojos. Y a todos les enseñará el camino de la verdadera felicidad. La caravana del pueblo liberado la guiará el mismo Dios en persona.
De nuevo nos quedamos perplejos ante un cuadro tan idílico. Es como un poema gozoso del retorno al Paraíso, con una mezcla de fiesta cósmica y humana. Dios ha perdonado a su pueblo, le libra de todas sus tribulaciones y le vuelve a prometer todos los bienes que nuestros primeros padres malograron al principio de la historia. Llega el momento en que los desterrados han de retornar a la Tierra que Dios había prometido a sus antiguos padres, y de la que habían sido expulsados a causa de sus culpas. Todos han de regocijarse en el Señor, pues Él jamás ha dejado de amarlos. Deben cobrar ánimo pues hay que reconstruir no sólo la ciudad, sino el Templo de Dios. Pero antes que nada es necesario reconstruir el corazón y llenarlo de esperanza para ponerse en camino y poner manos a la obra. Los que creemos en Cristo, a pesar de que muchas veces hayamos sido dominados por el pecado y la muerte; a pesar de que nuestra concupiscencia pudiera habernos arrastrado por caminos de maldad; y aun cuando hayamos estado lejos del amor a Dios y al prójimo, no hemos de perder de vista que el Señor sale a nuestro encuentro, buscándonos amorosamente como el Pastor busca a la oveja descarriada, para ofrecernos el perdón y la oportunidad de una vida renovada en Él. A nosotros corresponde abrir nuestro corazón para aceptar esta oportunidad de gracia que Él nos ofrece. Vivamos con una nueva esperanza, revestidos de Cristo, para que en adelante no sólo busquemos nuestro bien, nuestra justificación y nuestra santificación, sino el bien y la salvación de toda la humanidad. A la Iglesia de Cristo corresponde continuar con la obra de salvación levantado los ánimos caídos, reconstruyendo el corazón de toda la humanidad para que, juntos, hagamos realidad, ya desde ahora, el Reino de Dios entre nosotros.
2. Sal. 85 (84). Nos acercamos al Señor para escuchar su Palabra. Pero no podemos estar ante Él como discípulos distraídos, sino atentos a sus enseñanzas para ponerlas en práctica. El Señor quiere justificarnos. A nosotros corresponde seguir sus caminos amorosa y fielmente. Día a día nos vamos acercando a nuestra salvación eterna. Pero no podemos esperar que esa salvación suceda de un modo mágico en nosotros; es necesario ponernos en camino para que constantemente se vaya haciendo realidad en nosotros, de tal forma que podamos presentarnos ante los demás como personas más llenas de amor, más justas y más solidarias con los que sufren. Sólo así, transformados a imagen y semejanza de Cristo, podremos ser un signo de su amor salvador en medio de nuestros hermanos. Jesús es el Camino que se ha abierto para conducirnos a la plena unión con Dios, nuestro Padre. Sigamos sus pisadas, tomando nuestra cruz de cada día.
3. Lc 5,17-26 (ver paralelo em domingo 7 B). «Le vienen a traer a un paralítico llevado entre cuatro» (Mc 2,3). Todos necesitamos la compañía, sentirnos queridos por los amigos, «es propio del amigo hacer el bien a los amigos, principalmente a aquellos que se encuentran más necesitados» (Santo Tomás de Aquino). En primer lugar, es bonito contemplar a Jesús, que parece perdonar al paralítico por la fe de sus amigos: “Viendo Jesús la fe de ellos, dijo: Hombre, tus pecados te son perdonados”. Ser amigo es algo muy grande: el amigo no juzga la causa de las desgracias, está al lado para acompañar. Jesús tiene corazón, y le gusta ver el amor expresado en los signos de amistad: no quiere convencer ni vencer, sino ofrecer la experiencia de lo que va bien, quiere lo mejor para el amigo y está dispuesto a sacrificarse por él, hacer algo poco habitual como es subir al tejado y levantar el techo para descolgar, con unas cuerdas u otro sistema, la litera con el amigo (con cuidado para que no caiga) y ponerlo ante Jesús. Hay que reconocer la audacia de esos amigos, y como todos estamos enfermos, la amistad auténtica es ayudarnos, y poner al amigo ante Jesús para que se conozca, se encuentre de un modo más pleno a sí mismo. Es una llamada a la reflexión sobre este valor de la amistad, y de cómo lo vivimos, y con qué profundidad. También esa amistad se extiende a muchos, por eso dice el Introito: “Escuchad, pueblos, la palabra del Señor, anunciadla en las islas remotas: llega nuestro Salvador, no temáis” (cf. Jr 31, 10; Is 35, 4).
Un segundo aspecto es la conversión, tónica que domina este tiempo litúrgico y concretamente esta segunda semana de Adviento. Jesús conoce lo que estos hombres quieren: la curación de su amigo, en el cuerpo y en el alma «Hombre, tus pecados te quedan perdonados». Y también: “Yo te digo: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”. La respuesta también abarca las dos cosas, la salud física y la alegría espiritual: “Y al instante se levantó en presencia de ellos, tomó la camilla en que yacía, y se fue a su casa glorificando a Dios”. Veremos comenzar el ministerio del Señor con esta llamada de anuncio de la llegada del Reino de Dios y llamada a la conversión (cfr. Mc 1, 15), y aquí lo vemos perdonando los pecados de quien se acerca a Él con humilde fe y además la curación; este paralítico llevado en camilla representa a cada uno de nosotros en el camino hacia Jesús y el misterio de misericordia que es la Navidad. Este ministerio del perdón lo continua ejerciendo en su nombre la Iglesia, hasta el final del mundo, sobre todo “a través del sacramento de la Reconciliación confiado a la Iglesia” (Juan Pablo II, Carta ap. Rosarium Virginis Mariae, 21). “Jesús invita a todos los hombres a entrar en el Reino de Dios; aun el peor de los pecadores es llamado a convertirse y aceptar la infinita misericordia del Padre. El Reino pertenece, ya aquí en la tierra, a quienes lo acogen con corazón humilde. A ellos les son revelados los misterios del Reino” (Compendio del Catecismo, 107).
La fuente más profunda de nuestros males son los pecados, por eso, aunque pidamos ciertos bienes Dios sabe lo que nos conviene, va más allá: necesitamos el encuentro con la misericordia divina.
¿Somos de los que se prestan gustosos a llevar al enfermo en su camilla, a ayudarle, a dedicarle tiempo? Es el lenguaje que todos entienden mejor. Si nos ven dispuestos a ayudar, saliendo de nuestro horario y de nuestra comodidad, facilitaremos en gran manera el encuentro de otros con Cristo, les ayudaremos a comprender que el Adviento no es un aniversario, sino un acontecimiento nuevo cada vez. No seremos nosotros los que les curemos o les salvemos: pero les habremos llevado un poco más a la cercanía de Cristo, el Médico. Si también nosotros, como Jesús, que se sintió movido por el poder del Señor a curar, ayudamos a los demás y les atendemos, les echamos una mano, y si es el caso les perdonamos, contribuiremos a que éste sea para ellos un tiempo de esperanza y de fiesta.
Cuando el sacerdote nos invita a la comunión, nos presenta a Jesús como «el Cordero que quita el pecado del mundo». Esta palabra va dirigida a nosotros hoy y aquí. Cada Eucaristía es Adviento y Navidad, si somos capaces de buscar y pedir la salvación que sólo puede venir de Dios. Cada Eucaristía nos quiere curar de parálisis y miedos, y movernos a caminar con un sentido más esperanzado por la vida. Porque nos ofrece nada menos que al mismo Cristo Jesús, el Señor Resucitado, hecho alimento de vida eterna (J. Aldazábal). Llucià Pou Sabaté
Salmo 84,9ab-10.11-12.13-14. R. Nuestro Dios viene y nos salvará.
Voy a escuchar lo que dice el Señor: «Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos.» La salvación está ya cerca de sus fieles, y la gloria habitará en nuestra tierra.
La misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan; la fidelidad brota de la tierra, y la justicia mira desde el cielo.
El Señor nos dará la lluvia, y nuestra tierra dará su fruto. La justicia marchará ante él, la salvación seguirá sus pasos.
Texto del Evangelio (Lc 5,17-26): Un día que Jesús estaba enseñando, había sentados algunos fariseos y doctores de la ley que habían venido de todos los pueblos de Galilea y Judea, y de Jerusalén. El poder del Señor le hacía obrar curaciones. En esto, unos hombres trajeron en una camilla a un paralítico y trataban de introducirle, para ponerle delante de Él. Pero no encontrando por dónde meterle, a causa de la multitud, subieron al terrado, le bajaron con la camilla a través de las tejas, y le pusieron en medio, delante de Jesús. Viendo Jesús la fe de ellos, dijo: «Hombre, tus pecados te quedan perdonados».
Los escribas y fariseos empezaron a pensar: «¿Quién es éste, que dice blasfemias? ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?». Conociendo Jesús sus pensamientos, les dijo: «¿Qué estáis pensando en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir: “Tus pecados te quedan perdonados”, o decir: “Levántate y anda”? Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados, dijo al paralítico: “A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”». Y al instante, levantándose delante de ellos, tomó la camilla en que yacía y se fue a su casa, glorificando a Dios. El asombro se apoderó de todos, y glorificaban a Dios. Y llenos de temor, decían: «Hoy hemos visto cosas increíbles».
Comentario: 1. Is 35,1-10 (ver 3º domingo de Adviento A, y domingo 23 B). Durante esta segunda semana de Adviento, leeremos unos pasajes de la segunda parte del libro de Isaías (es otro escritor sagrado, «el segundo Isaías», y que sin duda fue discípulo del primero). Su época no es menos dramática: pleno exilio... Jerusalén, como Samaria, ha sido destruida... el Templo profanado y arruinado por los ejércitos enemigos... y todos los judíos aptos para trabajar han sido deportados a Babilonia donde están condenados a duros trabajos forzados... y aquí, en ese contexto, el profeta medita, por adelantado, sobre el «retorno a la tierra santa». Se llamó «el libro de la consolación»: es una vigorosa predicación de esperanza: ¡vendrá un tiempo de felicidad total, cuando Dios salvará a su pueblo! Poesía pura, sus versos están llenos de imágenes: el desierto florecerá. Dios lo promete a unos exilados. En mi estado de pecador se me repite una promesa parecida... Gracias, Señor. En medio de un mundo difícil y duro, espero, Señor, ese día en que el desierto florecerá.
-Fortaleced las manos fatigadas, afianzad las rodillas vacilantes, decid a los que se azoran: «¡Animo, no temáis...!» Cumple tu promesa, Señor. ¡Danos firmeza, fortaleza, valentía! Te ruego, Señor, por todos los que están «desanimados» y te nombro a los que conozco en ese estado.
-Mirad que viene vuestro Dios... y os salvará. ¡Ven, Señor! En esta vida, donde esperamos tu advenimiento... «Esperamos tu venida...» Las nuevas plegarias eucarísticas nos han restituido ese aspecto importante de nuestra Fe, que fue tan viva en la Iglesia primitiva pero demasiado olvidado durante siglos.
-Dios es el que viene: -a) Cada uno de los sacramentos es un signo sensible de ello: en la eucaristía esto es lo esencial; Jesús viene a nosotros y está en nosotros. Pero esto es también verdad en cada sacramento. Oro partiendo de mi vivencia de cada sacramento: *reconciliación como encuentro con Jesús... *matrimonio, como encuentro con Jesús... *bautismo, como comunión a la vida de «hijo de Dios» de Jesús. -b) Pero, no sólo los sacramentos son una «venida» de Jesús. Mi vida cotidiana, mi apostolado, mis compromisos, mis trabajos de cada día, mis esfuerzos en mi vida moral... son también un modo de hacer que Jesús «venga» al mundo. Es preciso que, en la oración, dé ese sentido a mi vida.
-Entonces se abrirán los ojos de los ciegos, y los oídos de los sordos... Entonces saltará el cojo como ciervo y la boca del mudo lanzará gritos de alegría... Los cautivos rescatados llegarán a Jerusalén entre aclamaciones de júbilo... Una dicha sin fin iluminará sus rostros... Alegría y gozo les acompañarán, dolor y tristeza huirán para siempre... El evangelio nos repite que esas cosas se produjeron por la bendición de Jesús. Pero, Señor, realízalas más todavía. En este tiempo de Adviento y con todo el poder de mi deseo, te digo: «haz que salten los cojos... danos tu salvación... suprime el mal... como Tú has prometido» (Noel Quesson).
Jesús, antes de predicar a los pecadores quiso prepararles un lugar en dónde recibirlos. Se fue al desierto para consagrar una vida nueva en este lugar, renovado por su presencia... no tanto para él mismo como para aquellos que, después de él, habitarían en el desierto. Entonces, si tú te has establecido en el desierto, quédate allí, espera allí al que te salvará de la pusilanimidad de espíritu y de la tempestad..... El Señor que sació a aquel gentío que le seguía al desierto, te salvará a ti que le has seguido, con mayores prodigios aún (Mc 6,34ss)... Y cuando te parecerá que él te ha abandonado para siempre, vendrá a consolarte diciendo: “Recuerdo tu amor de juventud, tu cariño de joven esposa, cuando me seguías por el desierto...”(Jr 2,2) El Señor hará de tu desierto un paraíso de deleites y tú proclamarás, con el profeta, que “le han dado la gloria del Líbano, el esplendor del Carmelo y del Sarón” (Is 35,2)... Entonces, de tu alma, colmada de felicidad, brotará un himno de alabanza: “Que den gracias al Señor por su amor, por las maravillas que hace con los hombres! Porque sació a los sedientos, y colmó de bienes a los hambrientos” (Sl 107,8-9).
Sigue el profeta con su mensaje de alegría y sus imágenes poéticas, para describir lo que Dios quiere hacer en el futuro mesiánico. Las imágenes las toma a veces de la vida campestre: el yermo se convierte en vergel, brotan aguas en el desierto, hay caminos seguros sin miedo a los animales salvajes. Y otras, de la vida humana: manos débiles que reciben vigor, rodillas vacilantes que se afianzan, cobardes que recobran el valor, el pueblo que encuentra el camino de retorno desde el destierro y lo sigue con alegría, cantando alabanzas festivas. Es un nuevo éxodo de liberación, como cuando salieron de Egipto. Todo son planes de salvación: «Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos» (salmo). Ya no caben penas ni aflicción. Curará a los ciegos y a los sordos, a los mudos y a los cojos. Y a todos les enseñará el camino de la verdadera felicidad. La caravana del pueblo liberado la guiará el mismo Dios en persona.
De nuevo nos quedamos perplejos ante un cuadro tan idílico. Es como un poema gozoso del retorno al Paraíso, con una mezcla de fiesta cósmica y humana. Dios ha perdonado a su pueblo, le libra de todas sus tribulaciones y le vuelve a prometer todos los bienes que nuestros primeros padres malograron al principio de la historia. Llega el momento en que los desterrados han de retornar a la Tierra que Dios había prometido a sus antiguos padres, y de la que habían sido expulsados a causa de sus culpas. Todos han de regocijarse en el Señor, pues Él jamás ha dejado de amarlos. Deben cobrar ánimo pues hay que reconstruir no sólo la ciudad, sino el Templo de Dios. Pero antes que nada es necesario reconstruir el corazón y llenarlo de esperanza para ponerse en camino y poner manos a la obra. Los que creemos en Cristo, a pesar de que muchas veces hayamos sido dominados por el pecado y la muerte; a pesar de que nuestra concupiscencia pudiera habernos arrastrado por caminos de maldad; y aun cuando hayamos estado lejos del amor a Dios y al prójimo, no hemos de perder de vista que el Señor sale a nuestro encuentro, buscándonos amorosamente como el Pastor busca a la oveja descarriada, para ofrecernos el perdón y la oportunidad de una vida renovada en Él. A nosotros corresponde abrir nuestro corazón para aceptar esta oportunidad de gracia que Él nos ofrece. Vivamos con una nueva esperanza, revestidos de Cristo, para que en adelante no sólo busquemos nuestro bien, nuestra justificación y nuestra santificación, sino el bien y la salvación de toda la humanidad. A la Iglesia de Cristo corresponde continuar con la obra de salvación levantado los ánimos caídos, reconstruyendo el corazón de toda la humanidad para que, juntos, hagamos realidad, ya desde ahora, el Reino de Dios entre nosotros.
2. Sal. 85 (84). Nos acercamos al Señor para escuchar su Palabra. Pero no podemos estar ante Él como discípulos distraídos, sino atentos a sus enseñanzas para ponerlas en práctica. El Señor quiere justificarnos. A nosotros corresponde seguir sus caminos amorosa y fielmente. Día a día nos vamos acercando a nuestra salvación eterna. Pero no podemos esperar que esa salvación suceda de un modo mágico en nosotros; es necesario ponernos en camino para que constantemente se vaya haciendo realidad en nosotros, de tal forma que podamos presentarnos ante los demás como personas más llenas de amor, más justas y más solidarias con los que sufren. Sólo así, transformados a imagen y semejanza de Cristo, podremos ser un signo de su amor salvador en medio de nuestros hermanos. Jesús es el Camino que se ha abierto para conducirnos a la plena unión con Dios, nuestro Padre. Sigamos sus pisadas, tomando nuestra cruz de cada día.
3. Lc 5,17-26 (ver paralelo em domingo 7 B). «Le vienen a traer a un paralítico llevado entre cuatro» (Mc 2,3). Todos necesitamos la compañía, sentirnos queridos por los amigos, «es propio del amigo hacer el bien a los amigos, principalmente a aquellos que se encuentran más necesitados» (Santo Tomás de Aquino). En primer lugar, es bonito contemplar a Jesús, que parece perdonar al paralítico por la fe de sus amigos: “Viendo Jesús la fe de ellos, dijo: Hombre, tus pecados te son perdonados”. Ser amigo es algo muy grande: el amigo no juzga la causa de las desgracias, está al lado para acompañar. Jesús tiene corazón, y le gusta ver el amor expresado en los signos de amistad: no quiere convencer ni vencer, sino ofrecer la experiencia de lo que va bien, quiere lo mejor para el amigo y está dispuesto a sacrificarse por él, hacer algo poco habitual como es subir al tejado y levantar el techo para descolgar, con unas cuerdas u otro sistema, la litera con el amigo (con cuidado para que no caiga) y ponerlo ante Jesús. Hay que reconocer la audacia de esos amigos, y como todos estamos enfermos, la amistad auténtica es ayudarnos, y poner al amigo ante Jesús para que se conozca, se encuentre de un modo más pleno a sí mismo. Es una llamada a la reflexión sobre este valor de la amistad, y de cómo lo vivimos, y con qué profundidad. También esa amistad se extiende a muchos, por eso dice el Introito: “Escuchad, pueblos, la palabra del Señor, anunciadla en las islas remotas: llega nuestro Salvador, no temáis” (cf. Jr 31, 10; Is 35, 4).
Un segundo aspecto es la conversión, tónica que domina este tiempo litúrgico y concretamente esta segunda semana de Adviento. Jesús conoce lo que estos hombres quieren: la curación de su amigo, en el cuerpo y en el alma «Hombre, tus pecados te quedan perdonados». Y también: “Yo te digo: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”. La respuesta también abarca las dos cosas, la salud física y la alegría espiritual: “Y al instante se levantó en presencia de ellos, tomó la camilla en que yacía, y se fue a su casa glorificando a Dios”. Veremos comenzar el ministerio del Señor con esta llamada de anuncio de la llegada del Reino de Dios y llamada a la conversión (cfr. Mc 1, 15), y aquí lo vemos perdonando los pecados de quien se acerca a Él con humilde fe y además la curación; este paralítico llevado en camilla representa a cada uno de nosotros en el camino hacia Jesús y el misterio de misericordia que es la Navidad. Este ministerio del perdón lo continua ejerciendo en su nombre la Iglesia, hasta el final del mundo, sobre todo “a través del sacramento de la Reconciliación confiado a la Iglesia” (Juan Pablo II, Carta ap. Rosarium Virginis Mariae, 21). “Jesús invita a todos los hombres a entrar en el Reino de Dios; aun el peor de los pecadores es llamado a convertirse y aceptar la infinita misericordia del Padre. El Reino pertenece, ya aquí en la tierra, a quienes lo acogen con corazón humilde. A ellos les son revelados los misterios del Reino” (Compendio del Catecismo, 107).
La fuente más profunda de nuestros males son los pecados, por eso, aunque pidamos ciertos bienes Dios sabe lo que nos conviene, va más allá: necesitamos el encuentro con la misericordia divina.
¿Somos de los que se prestan gustosos a llevar al enfermo en su camilla, a ayudarle, a dedicarle tiempo? Es el lenguaje que todos entienden mejor. Si nos ven dispuestos a ayudar, saliendo de nuestro horario y de nuestra comodidad, facilitaremos en gran manera el encuentro de otros con Cristo, les ayudaremos a comprender que el Adviento no es un aniversario, sino un acontecimiento nuevo cada vez. No seremos nosotros los que les curemos o les salvemos: pero les habremos llevado un poco más a la cercanía de Cristo, el Médico. Si también nosotros, como Jesús, que se sintió movido por el poder del Señor a curar, ayudamos a los demás y les atendemos, les echamos una mano, y si es el caso les perdonamos, contribuiremos a que éste sea para ellos un tiempo de esperanza y de fiesta.
Cuando el sacerdote nos invita a la comunión, nos presenta a Jesús como «el Cordero que quita el pecado del mundo». Esta palabra va dirigida a nosotros hoy y aquí. Cada Eucaristía es Adviento y Navidad, si somos capaces de buscar y pedir la salvación que sólo puede venir de Dios. Cada Eucaristía nos quiere curar de parálisis y miedos, y movernos a caminar con un sentido más esperanzado por la vida. Porque nos ofrece nada menos que al mismo Cristo Jesús, el Señor Resucitado, hecho alimento de vida eterna (J. Aldazábal). Llucià Pou Sabaté
II Domingo de Adviento, Ciclo A. Preparar los caminos: «Dad fruto digno de conversión»
Isaías 11,1-10. En aquel día: Brotará un renuevo del tronco de Jesé, / un vástago florecerá de su raíz. Sobre él se posará el espíritu del Señor: / espíritu de ciencia y discernimiento, / espíritu de consejo y valor, / espíritu de piedad y temor del Señor. / Le inspirará el temor del Señor.
No juzgará por apariencias, / ni sentenciará de oídas; / defenderá con justicia al desamparado, / con equidad dará sentencia al pobre. / Herirá al violento con el látigo de su boca, / con el soplo de sus labios matará al impío. / Será la justicia ceñidor de sus lomos; / la fidelidad, ceñidor de su cintura. / Habitará el lobo con el cordero, / la pantera se tumbará con el cabrito, / el novillo y el león pacerán juntos: / un muchacho pequeño los pastorea. / La vaca pastará con el oso, / sus crías se tumbarán juntas; / el león comerá paja con el buey. / El niño jugará con la hura del áspid, / la criatura meterá la mano / en el escondrijo de la serpiente. / No hará daño ni estrago
por todo mi Monte Santo: / porque está lleno el país
de la ciencia del Señor, / como las aguas colman el mar.
Aquel día la raíz de Jesé / se erguirá como enseña de los pueblos: / la buscarán los gentiles, / y será gloriosa su morada.
Salmo 71,2.7-8.12-13.17. R./ Que en sus días florezca la justicia y la paz abunde eternamente.
Para que rija a tu pueblo con justicia, / a tus humildes con rectitud. Que en sus días florezca la justicia / y la paz hasta que falte la luna; / que domine de mar a mar, del Gran Río al confín de la tierra.
Porque él librará al pobre que clamaba, / al afligido que no tenía protector; / él se apiadará del pobre y del indigente, / y salvará la vida de los pobres. / Que su nombre sea eterno / y su fama dure como el sol; / que él sea la bendición de todos los pueblos / y lo proclamen dichoso todas las razas de la tierra.
Carta de San Pablo a los Romanos 15,4-9. Hermanos: Todas las antiguas Escrituras se escribieron para enseñanza nuestra, de modo que entre nuestra paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza.
Que Dios, fuente de toda paciencia y consuelo, os conceda estar de acuerdo entre vosotros, como es propio de cristianos para que unánimes, a una voz, alabéis al Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo. En una palabra, acogeos mutuamente como Cristo os acogió para gloria de Dios. Quiero decir con esto que Cristo se hizo servidor de los judíos para probar la fidelidad de Dios, cumpliendo las promesas hechas a los patriarcas, y, por otra parte, acoge a los gentiles para que alaben a Dios por su misericordia. Así dice la Escritura: Te alabaré en medio de los gentiles y cantaré a tu nombre.
Mateo 3,1-12: Por aquellos días se presentó Juan el Bautista, proclamando en el desierto de Judea: «Convertíos porque ha llegado el Reino de los Cielos». Éste es aquél de quien habla el profeta Isaías cuando dice: ‘Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas’. Tenía Juan su vestido hecho de pelos de camello, con un cinturón de cuero a sus lomos, y su comida eran langostas y miel silvestre. Acudía entonces a él Jerusalén, toda Judea y toda la región del Jordán, y eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus pecados.
Pero viendo él venir muchos fariseos y saduceos al bautismo, les dijo: «Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira inminente? Dad, pues, fruto digno de conversión, y no creáis que basta con decir en vuestro interior: ‘Tenemos por padre a Abraham’; porque os digo que puede Dios de estas piedras dar hijos a Abraham. Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego. Yo os bautizo en agua para conversión; pero aquel que viene detrás de mí es más fuerte que yo, y no soy digno de llevarle las sandalias. Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego. En su mano tiene el bieldo y va a limpiar su era: recogerá su trigo en el granero, pero la paja la quemará con fuego que no se apaga».
Comentario: El anuncio profético del reinado de Dios se presenta siempre acompañado de una llamada urgente a la conversión. Así lo vemos en la predicación de Isaías y en la de Juan, que es el último de los profetas. Así también en la predicación de Jesús, que comenzó en Galilea diciendo: "Se acerca el reinado de Dios. Convertíos y creed en la buena Noticia". Por lo tanto, lo que tenemos que hacer cuando llega a nosotros la promesa de Dios es convertirnos. Convertirse a la promesa es por definición convertirse hacia delante, a lo que está por ver y por venir y no volver a las andadas. Es abandonar los viejos caminos y comenzar el camino nuevo. Porque es girar en redondo en vistas a lo que se anuncia, cambiar la vida que llevamos, el corazón, la mentalidad, todo. Y es también no hacerse ilusiones diciendo que "Abrahán es nuestro padre" o que somos "hijos de buena familia". Porque la salvación no está en nuestro pasado, en nuestros orígenes, sino en la nueva solidaridad de los que se aventuran respondiendo personalmente a la promesa (“Eucaristía 1980”). Por aquí nos lleva hoy la liturgia con una llamada a la esperanza, ya desde el introito de la misa, que es como un anuncio solemne de la próxima salida del sol: "nacerá de lo alto" (Lc 1,78) Cristo, el "sol de justicia" (Ml 4,2).
1. Is 11,1-10. “Una rama saldrá del tronco de Jesé -el padre de David-. Un retoño brotará de sus raíces”. Imagen tradicional en Israel en que, refiriéndose a la felicidad, se habla de un árbol floreciente... refiriéndose a la desgracia, se habla de un árbol seco reducido al tronco... De ese tronco casi muerto sale una pequeña yema, un brotecillo endeble, una ramita frágil. El Mesías futuro, como «resto de Israel» escapado de la prueba, ha de surgir de la pobreza y del sufrimiento. Jesús será perseguido desde su nacimiento y morirá mártir. También la Iglesia vive constantemente en la prueba.
-“Reposará sobre él el Espíritu Santo del Señor: Espíritu de sabiduría y de inteligencia, Espíritu de consejo y de fortaleza, Espíritu de ciencia y de temor del Señor”. El Mesías que ha de venir es anunciado como «lleno del Espíritu». Dios viene y "reposa" sobre ese hombre. Jesús hace suya esa profecía, aplicándola a sí mismo, en la sinagoga de Nazaret (Lucas 4, 18). «El Espíritu de Dios reposa sobre mi...» "Sabiduría", "inteligencia", "fuerza", «ciencia de Dios»... Me imagino y contemplo esas cualidades en Jesús. ¿Y nosotros... los que tenemos que ser prolongación de Cristo? ¿Es éste nuestro espíritu? ¿Qué voy a hacer, hoy, para dejarme conducir por el Espíritu?
-“No juzgará por las apariencias... Juzgará con justicia a los débiles, y dictará sentencia con rectitud a los pobres del país”... Nosotros, los hombres, nos dejamos impresionar fácilmente por las «apariencias». El, el Mesías, juzgará según la verdad y el corazón del hombre. Los pobres, los débiles son sus preferidos. ¿Y yo? ¿ayudo, defiendo a los pobres? Imágenes simbólicas: Los animales salvajes "conviven" con los animales domésticos... “El lobo y el cordero serán vecinos... El niño meterá la mano en la hura de la víbora”... En esta profecía, Isaías anuncia para el "fin de los tiempos", un retorno al paraíso primitivo: así vivía Adán en paz en medio de los animales. Lo que se nos promete es pues una «nueva creación», donde no habrá fuerzas hostiles al hombre... donde el hombre no sentirá temor... donde los instintos agresivos estarán dominados... donde los seres todos podrán convivir en paz unos con los otros. Ayúdanos, Señor, a convivir en paz.
La Biblia nos habla a menudo de la Paz. El Mesías es un «príncipe de la Paz». Esta es una aspiración universal de la humanidad. ¿Qué puedo hacer en este sentido?
-“Nadie hará mal en toda mi montaña santa... Porque el conocimiento del Señor llenará la tierra, como las aguas llenan el fondo del mar”. ¡Oh, qué necesario es a la humanidad ese sueño y esa promesa! ¡Una humanidad que ya no obra el mal, que ya no es opresora ni despreciadora de nadie! La fuente de esa "paz mesiánica" es el «conocimiento de Dios». La «paz-entre-ellos» proviene de tener todos la mirada puesta en el mismo Dios. Dios, factor de unidad. El Padre, fuente de amor entre hermanos. Ciertamente la Iglesia puede ser la suerte de la humanidad. No deja de tener importancia que hombres de todos los países se nutran de la misma Palabra, y comulguen en el mismo ideal, y constituyan un mismo Cuerpo. Te ruego, Señor, que esta profecía se realice y que yo contribuya a realizarla en la parte que de mi dependa (Noel Quesson).
2. Salmo 71: Es un canto al Mesías, que hace justicia, aspiración que colma el corazón humano de todos los tiempos, que debe reinar en la familia, el trabajo, los grupos, las relaciones internacionales... sobre todo los que no tienen con qué defenderse, los "pequeños". El rey-Jesús-Mesías toma partido por los pobres: ¿y nosotros? "La abundancia... El oro de Saba... El país convertido en un campo de trigo..." Imágenes de fecundidad y de felicidad, imágenes de prosperidad casi milagrosa de la era Mesiánica. Imágenes materiales, símbolos de la felicidad espiritual que Jesús trae aun a aquellos que están desamparados y que desconocerán siempre las riquezas y la saciedad. Esta felicidad Mesiánica esencial, es la "paz", unida dos veces a la "justicia" en esta oración. Señor, danos la "paz", da a todos los hombres la "paz" (Shalom): (Noel Quesson).
Rezo, y quiero trabajar con toda mi alma, por estructuras justas, por la conciencia social, por el sentir humano entre hombre y hombre y, en consecuencia, entre grupo y grupo, entre clase y clase, entre nación y nación. Pido que la realidad desnuda de la pobreza actual se levante en la conciencia de todo hombre y de toda organización para que los corazones de los hombres y los poderes de las naciones reconozcan su responsabilidad moral y se entreguen a una acción eficaz para llevar el pan a todas las bocas, refugio a todas las familias y dignidad y respeto a toda persona en el mundo de hoy. «Porque él librará al pobre que clamaba, al afligido que no tenía protector; él se apiadará del pobre y del indigente, y salvará la vida de los pobres; él rescatará sus vidas de la violencia, su sangre será preciosa a sus ojos». Y el Señor bendecirá a su rey y a su pueblo: Que reine la justicia en la tierra (Carlos G. Vallés).
Juan Pablo II explicó que Dios es defensor de los oprimidos, hablando del «poder real del Mesías»: “el Salmo 71, un canto real que meditaron e interpretaron en clave mesiánica los padres de la Iglesia. Acabamos de escuchar el primer gran movimiento de esta oración solemne (cf vv 1-11). Comienza con una intensa invocación conjunta a Dios para que conceda al soberano ese don que es fundamental para el buen gobierno, la justicia. Ésta se expresa sobre todo en relación con los pobres, que generalmente son sin embargo las víctimas del poder. Es de notar la particular insistencia con la que el salmista subraya el compromiso moral de regir al pueblo según la justicia y el derecho: «Dios mío, confía tu juicio al rey, tu justicia al hijo de reyes, para que rija a tu pueblo con justicia, a tus humildes con rectitud... Que él defienda a los humildes del pueblo, socorra a los hijos del pobre y quebrante al explotador» (vv 1-2.4). Así como el Señor rige al mundo según la justicia (cf Sal 35,7), el rey que es su representante visible en la tierra -según la antigua concepción bíblica- tiene que uniformarse con la acción de su Dios.
Si se violan los derechos de los pobres, no se cumple sólo un acto políticamente injusto y moralmente inicuo. Para la Biblia se perpetra también un acto contra Dios, un delito religioso, pues el Señor es el tutor y el defensor de los oprimidos, de las viudas, de los huérfanos (cf Sal 67,6), es decir, de quienes no tienen protectores humanos. Es fácil intuir que la figura del rey davídico, con frecuencia decepcionante, fuera sustituida -ya a partir de la caída de la dinastía de Judá (s. VI a.C.)- por la fisonomía luminosa y gloriosa del Mesías, según la línea de la esperanza profética expresada por Isaías: «Juzgará con justicia a los débiles, y sentenciará con rectitud a los pobres de la tierra» (11,4). O, según el anuncio de Jeremías, «Mirad que días vienen -dice el Señor- en que suscitaré a David un germen justo: reinará un rey prudente, practicará el derecho y la justicia en la tierra» (23,5).
Después de esta viva y apasionada imploración del don de la justicia, el Salmo amplía el horizonte y contempla el reino mesiánico-real en su desarrollo a través de dos coordinadas, las del tiempo y el espacio. Por un lado, de hecho, se exalta su duración en la historia (cf. Sal 71,5.7). Las imágenes de carácter cósmico son vivas: se menciona el pasar de los días al ritmo del sol y de la luna, así como el de las estaciones con la lluvia y el nacimiento de las flores. Un reino fecundo y sereno, por tanto, pero siempre caracterizado por esos valores que son fundamentales: la justicia y la paz (cf v 7). Estos son los gestos de la entrada del Mesías en la historia. En esta perspectiva es iluminador el comentario de los padres de la Iglesia, que ven en ese rey-Mesías el rostro de Cristo, rey eterno y universal.
De este modo, san Cirilo de Alejandría en su «Explanatio in Psalmos» observa que el juicio que Dios hace al rey es el mismo del que habla san Pablo: «hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza» (Ef 1,10). «En sus días florecerá la justicia y abundará la paz», como diciendo que «en los días de Cristo por medio de la fe surgirá para nosotros la justicia y al orientarnos hacia Dios surgirá la abundancia de la paz». De hecho, nosotros somos precisamente los «humildes» y los «hijos del pobre» a los que socorre y salva este rey: y, si llama ante todo «"humildes" a los santos apóstoles, porque eran pobres de espíritu, a nosotros nos ha salvado en cuanto "hijos del pobre", justificándonos y santificándonos por medio del Espíritu».
Por otro lado, el salmista describe también el espacio en el que se enmarca la realeza de justicia y de paz del rey-Mesías (cf Sal 71,8-11). Aquí aparece una dimensión universal que va desde el Mar Rojo o el Mar Muerto hasta el Mediterráneo, del Éufrates, el gran «río» oriental, hasta los más lejanos confines de la tierra (cf v 8), evocados con Tarsis y las islas, los territorios occidentales más remotos según la antigua geografía bíblica (cf v 10). Es una mirada que abarca todo el mapa del mundo entonces conocido, que incluye a árabes y nómadas, soberanos de estados lejanos e incluso los enemigos, en un abrazo universal que es cantado con frecuencia por los salmos (cf Sal 46,10; 86,1-7) y por los profetas (cf Is 2,1-5; 60,1-22; Mal 1,11).
El broche de oro de esta visión podría formularse con las palabras de un profeta, Zacarías, palabras que los Evangelios aplicarán a Cristo: «¡Exulta sin freno, hija de Sión, grita de alegría, hija de Jerusalén! He aquí que viene a ti tu rey. Es justo... Suprimirá los cuernos de Efraím y los caballos de Jerusalén; será suprimido el arco de combate, y proclamará la paz a las naciones. Su dominio irá de mar a mar y desde el Río hasta los confines de la tierra» (Zac 9,9-10; Cf Mt 21,5)”.
3. Rm 15,4-9. En Cristo tenemos la realización de las promesas, de la salvación. Cristo acoge a los que se hallaban en continuo pecado. Pablo viene a decir a los cristianos de Roma que incluso a ellos mismos. Por eso, en vuestra vida social, imitad a Jesús. En este punto de conversión al hermano (acogida), el cristiano marcha por el camino de la verdadera conversión (“Eucaristía 1992”).
Vemos que la comunidad de Roma se hallaba dividida en dos grupos o facciones: los "débiles" y los "fuertes". Los primeros se abstenían de comer carne y de beber vino los días señalados, por motivos religiosos; los segundos no distinguían los alimentos, pensando que todas estas prácticas no son lo importante para la fe. Aunque Pablo reconoce en teoría el buen sentido de los "fuertes", invita a los dos grupos a que se respeten y se acojan los unos a los otros como hizo Cristo. Una comunidad dividida en facciones intolerantes no puede unirse para tributar a Dios una misma alabanza. Por lo tanto, la asamblea eucarística presupone, al menos, la unidad de todos sus participantes en una misma esperanza y en una misma fe en Jesucristo. Pero esta unidad en Cristo, el verdadero punto de coincidencia y el único mediador, es un don de Dios. Cristo nos ha dejado el mejor ejemplo de comprensión mutua: él se sometió a la "circuncisión", es decir, a la Ley, y aceptando la Ley y sirviendo a los judíos, dio pruebas de la fidelidad de Dios que cumple las promesas hechas a los patriarcas y al pueblo de Israel; pero no se olvidó de acoger también a los gentiles para manifestarles la misericordia de Dios y lo alaben por esa misericordia. De unos y otros, de judíos y gentiles, hizo Cristo un solo pueblo de Dios. De igual manera es preciso que los cristianos, superando todas las diferencias, lleguen a la unanimidad de una misma alabanza al Padre por Cristo y en Cristo (“Eucaristía 1980”). A lo largo de tiempo se repetirán esas divisiones de buenos y malos, estados de perfección y menos perfectos, que son artificiales al mensaje del Evangelio. -"... acogeos mutuamente como Cristo os acogió..."
4. ¿Cuál es la necesidad más radical del ser humano? ¿El deseo más básico y elemental para ser feliz?
Sentirse amado, para siempre. Es decir, vivir una vida en plenitud enfocada hacia la vida eterna, e ir con las personas que se aman.
Hay momentos importantes en la vida que descubrimos eso, vemos que sí, que “eso es 'vida' de verdad, la felicidad, que es lo que queremos para siempre” (De eso trata Benedicto XVI en sus dos primeras Encíclicas, la que escribió sobre el amor y ahora sobre la esperanza).
Ante la pregunta: ¿Por qué nada del mundo constituye para nosotros un fin que nos satisfaga? La esperanza nos lleva siempre más allá de las actuales conquistas, en una sed de infinitud que no puede ser satisfecha dentro del horizonte de este mundo, y el corazón del hombre se acoge a un deseo que nos dirige más allá, hacia el final de los tiempos.
Precisamente ahí se dirige nuestra mirada en este segundo domingo de adviento: mirar al Señor que viene, como dice la antífona de entrada: “mira al Señor que viene a salvar a los pueblos, el Señor hará oír su voz gloriosa en la alegría de vuestro corazón” (cf. Is 30, 19.30). El profeta Isaías constituye un protoevangelio, y también en la primera lectura nos habla de ese paraíso perdido que añoramos, donde todos seremos amigos y estaremos en armonía con el todo, donde reinarán la justicia y la paz, el gozo de vivir (11, 1-10); como seguimos diciendo en el salmo (71): “en sus días florecerá la justicia y la abundancia de paz eternamente”. Esta querencia nos lleva a pensar en Jesús que viene, ahora en el tiempo, en Navidad, y cuando acabe el mundo, como supremo juez hacia el que concluye toda la creación.
En esta espera, la Iglesia nos propone la figura de Juan el Bautista, la “voz que clama en el desierto”, para ayudar a preparar los caminos del Señor, allanar sus sendas. Es la palabra que anuncia la Palabra, voz que anuncia la Voz, y cuando ésta llega el va desapareciendo, desprendido de honores, seguidores, de todo. Juan "perseveró en la santidad, porque se mantuvo humilde en su corazón" (San Gregorio magno). Nunca estamos tan llenos cuando, vacíos de nuestro yo, acogemos a Dios. Juan proclama el Bautismo, y acabaremos el tiempo de Navidad con el bautismo de Jesús, que es precisamente cuando comienza su vida pública, cuando da origen a una nueva creación, un volver a crear las aguas en las que nos sumergimos con Él, e instaura un nuevo orden, como dice Benedicto XVI en “Jesús de Nazaret”: “por su ser hombre, todos le pertenecemos, y El a nosotros; en Él la humanidad tiene un nuevo inicio y llega también a su cumplimiento”. Aparece el Bautista en un momento en el que vemos que “Israel vive en la oscuridad de Dios, las promesas hechas a Abraham y David parecen sumidas en el silencio de Dios. Una vez más puede oírse el lamento: ya no tenemos un profeta, parece que Dios ha abandonado a su pueblo. Pero precisamente por eso el país bullía de inquietudes”, a nivel religioso y político; ese ambiente nos ayuda a entender mejor lo que hoy meditamos: “Judas el Galileo había incitado a un levantamiento que fue sangrientamente sofocado por los romanos. Su partido, los zelotes, seguía existiendo, dispuesto a utilizar el terror y la violencia para restablecer la libertad de Israel; es posible que uno o dos de los doce Apóstoles de Jesús —Simón el Zelote y quizás también Judas Iscariote— procedieran de aquella corriente”. Estamos en un tiempo en el que –según las excavaciones del desierto- había comunidades de renovación espiritual: “La seria piedad reflejada en estos escritos nos conmueve: parece que Juan el Bautista, y quizás también Jesús y su familia, fueran cercanos a este ambiente. En cualquier caso, en los escritos de Qumrán hay numerosos puntos de contacto con el mensaje cristiano. No es de excluir que Juan el Bautista hubiera vivido algún tiempo en esta comunidad y recibido de ella parte de su formación religiosa.
”Con todo, la aparición del Bautista llevaba consigo algo totalmente nuevo. El bautismo al que invita se distingue de las acostumbradas abluciones religiosas. No es repetible y debe ser la consumación concreta de un cambio que determina de modo nuevo y para siempre toda la vida. Está vinculado a un llamamiento ardiente a una nueva forma de pensar y actuar, está vinculado sobre todo al anuncio del juicio de Dios y al anuncio de alguien más Grande que ha de venir después de Juan”. Se sabe con la misión de “preparar el camino a ese misterioso Otro, sabe que toda su misión está orientada a Él.
”En los cuatro Evangelios se describe esa misión con un pasaje de Isaías: «Una voz clama en el desierto: " ¡Preparad el camino al Señor! ¡Allanadle los caminos!"» (Is 40, 3). Marcos añade una frase compuesta de Malaquías 3, 1 y Éxodo 23, 20 que, en otro contexto, encontramos también en Mateo (11, 10) y en Lucas (1, 76; 7, 27): «Yo envío a mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino» (Mc 1,2). Todos estos textos del Antiguo Testamento hablan de la intervención salvadora de Dios, que sale de lo inescrutable para juzgar y salvar; a Él hay que abrirle la puerta, prepararle el camino. Con la predicación del Bautista se hicieron realidad todas estas antiguas palabras de esperanza: se anunciaba algo realmente grande”.
Podemos imaginar la el impacto de la figura del Bautista en ese contexto histórico, juzgar por lo que leemos en el Evangelio: «Acudía la gente de Judea y de Jerusalén, confesaban sus pecados y él los bautizaba en el Jordán» (1,5). Él tiene una misión, una vocación de precursor de los caminos del Señor, de señalar a Jesús: se muestra ya profeta en el seno de su madre, y salta de gozo en la presencia de Jesús (Lucas 1, 76-77). Su lema: “conviene yo mengüe y que Él crezca en mí” es como el resumen de lo que ha de ser la vida cristiana, dejar actuar a Cristo en nosotros para ser hijos de Dios. Dirá a sus discípulos que no era digno de calzarle las sandalias al Cordero de Dios, al que anuncia para que éstos le sigan (Mateo 3, 11).
Nuestro bautismo -y Confirmación- significa también el inicio de una nueva vida –vemos en la segunda lectura- y fruto de la penitencia ha de dar espacio interior al reino de Dios y su justicia, una vida santa: lo principal de la vida, lo único necesario, y para ello hemos de quitar lo que estorba, convertirnos, como decimos en la oración colecta a Dios, “que en nuestra alegre marcha hacia el encuentro de tu Hijo, no tropecemos en impedimentos terrenos, sino que guiados por la sabiduría celestial, merezcamos participar en la gloria de Aquel que vive y reina contigo…” Pero dentro de tanta gente, Juan pone la mirada en algunos en particular, los fariseos y saduceos, tan necesitados de conversión como obstinados en negar tal necesidad. A ellos se dirigen las palabras del Bautista: «Dad fruto digno de conversión» (Mt 3,8). Los fariseos intentan seguir escrupulosamente la ley, evitando la adaptación a la cultura de los romanos y el mundo griego, que es la dominante. Los saduceos, sin embargo, más ilustrados, buscan el compromiso con el mundo romano (desaparecen en su rebelión el año 70, que los romanos reprimen con dureza).
Volviendo a nuestra espera, no ha de ser por tanto “quietismo”, sino “expectación” activa, búsqueda dinámica de la misericordia de Dios, conversión de corazón, «conversión que pasa del corazón a las obras y, consiguientemente, a la vida entera del cristiano» (Juan Pablo II). Hemos de descubrir los principales obstáculos para nuestra vida cristiana, que san Juan resume en “la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y el orgullo de la vida”, como decía san Josemaría: "la concupiscencia de la carne no es sólo la tendencia desordenada de los sentidos en general (...) no se reduce exclusivamente al desorden de la sensualidad, sino también a la comodidad, a la falta de vibración, que empuja a buscar lo más fácil, lo más placentero, el camino en apariencia más corto, aun a costa de ceder en la fidelidad a Dios (...). El otro enemigo (...) es la concupiscencia de los ojos, una avaricia de fondo, que lleva a no valorar sino lo que se puede tocar (...) Los ojos del alma se embotan; la razón se cree autosuficiente para entender todo, prescindiendo de Dios. Es una tentación sutil, que se ampara en la dignidad de la inteligencia, que Nuestro Padre Dios ha dado al hombre para que lo conozca y lo ame libremente. Arrastrada por esa tentación, la inteligencia humana se considera el centro del universo, se entusiasma de nuevo con el ‘seréis como dioses’ (Gen 3,5) y, al llenarse de amor por sí misma, vuelve la espalda al amor de Dios. La existencia nuestra puede de este modo, entregarse sin condiciones en manos del tercer enemigo, de la ‘superbia vitae’. No se trata sólo de pensamientos efímeros de vanidad o de amor propio: es un engreimiento general. No nos engañemos, porque éste es el peor de los males, la raíz de todos los descaminos" (Es Cristo que pasa, nn.5-6). Juan el Bautista en su lema de vaciarnos de lo malo y llenarnos de Cristo nos da la clave para esta conversión de corazón (con la ayuda de la gracia bautismal, que renovamos en la confesión).
“El bautismo de Juan incluye la confesión: el reconocimiento de los pecados. El judaísmo de aquellos tiempos conocía confesiones genéricas y formales, pero también el reconocimiento personal de los pecados, en el que se debían enumerar las diversas acciones pecaminosas (Gnilka I, p. 68)”. Se trata de “empezar una vida nueva, diferente. Esto se simboliza en las diversas fases del bautismo. Por un lado, en la inmersión se simboliza la muerte y hace pensar en el diluvio que destruye y aniquila”, es el agua que mata al sumergir. “Pero, al ser agua que fluye, es sobre todo símbolo de vida: los grandes ríos —Nilo, Eufrates, Tigris— son los grandes dispensadores de vida. También el Jordán es fuente de vida para su tierra, hasta hoy. Se trata de una purificación, de una liberación de la suciedad del pasado que pesa sobre la vida y la adultera, y de un nuevo comienzo, es decir, de muerte y resurrección, de reiniciar la vida desde el principio y de un modo nuevo. Se podría decir que se trata de un renacer. Todo esto se desarrollará expresamente sólo en la teología bautismal cristiana, pero está ya incoado en la inmersión en el Jordán y en el salir después de las aguas”.
En el desierto de nuestra oración, hemos de dejar entrar las palabras de la predicación del Bautista: «Preparad el camino al Señor, enderezad sus sendas» (Mt 3,3), y junto a la “voz que clama en el desierto”, seamos portadores de la luz que hoy proclamamos: «preparemos los caminos, ya se acerca el Salvador y salgamos, peregrinos, al encuentro del Señor. Ven, Señor, a libertarnos, ven tu pueblo a redimir; purifica nuestras vidas y no tardes en venir» (Himno de Adviento de la Liturgia de las Horas). Y con nuestras vidas, así haremos de altavoz a esas palabras de la Antífona de entrada: "Pueblo de Sión: mira al Señor que viene a salvar a los pueblos. El Señor hará oír la majestad de su voz, y os alegraréis de todo corazón". Nuestra vocación, a semejanza del Bautista, es también dar testimonio –con las palabras y nuestra vida entera- de Cristo. Con nuestra conversión y apertura a los demás seremos luz para atraer las almas al Reino de Dios. Como decía san Josemaría Escrivá, "de que tú y yo nos portemos como Dios quiere no lo olvides dependen muchas grandes". La vocación divina -llamada al seguimiento de Jesús, a participar de su gente, ser de los suyos- es fuente de alegría, de gozo espiritual.
No juzgará por apariencias, / ni sentenciará de oídas; / defenderá con justicia al desamparado, / con equidad dará sentencia al pobre. / Herirá al violento con el látigo de su boca, / con el soplo de sus labios matará al impío. / Será la justicia ceñidor de sus lomos; / la fidelidad, ceñidor de su cintura. / Habitará el lobo con el cordero, / la pantera se tumbará con el cabrito, / el novillo y el león pacerán juntos: / un muchacho pequeño los pastorea. / La vaca pastará con el oso, / sus crías se tumbarán juntas; / el león comerá paja con el buey. / El niño jugará con la hura del áspid, / la criatura meterá la mano / en el escondrijo de la serpiente. / No hará daño ni estrago
por todo mi Monte Santo: / porque está lleno el país
de la ciencia del Señor, / como las aguas colman el mar.
Aquel día la raíz de Jesé / se erguirá como enseña de los pueblos: / la buscarán los gentiles, / y será gloriosa su morada.
Salmo 71,2.7-8.12-13.17. R./ Que en sus días florezca la justicia y la paz abunde eternamente.
Para que rija a tu pueblo con justicia, / a tus humildes con rectitud. Que en sus días florezca la justicia / y la paz hasta que falte la luna; / que domine de mar a mar, del Gran Río al confín de la tierra.
Porque él librará al pobre que clamaba, / al afligido que no tenía protector; / él se apiadará del pobre y del indigente, / y salvará la vida de los pobres. / Que su nombre sea eterno / y su fama dure como el sol; / que él sea la bendición de todos los pueblos / y lo proclamen dichoso todas las razas de la tierra.
Carta de San Pablo a los Romanos 15,4-9. Hermanos: Todas las antiguas Escrituras se escribieron para enseñanza nuestra, de modo que entre nuestra paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza.
Que Dios, fuente de toda paciencia y consuelo, os conceda estar de acuerdo entre vosotros, como es propio de cristianos para que unánimes, a una voz, alabéis al Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo. En una palabra, acogeos mutuamente como Cristo os acogió para gloria de Dios. Quiero decir con esto que Cristo se hizo servidor de los judíos para probar la fidelidad de Dios, cumpliendo las promesas hechas a los patriarcas, y, por otra parte, acoge a los gentiles para que alaben a Dios por su misericordia. Así dice la Escritura: Te alabaré en medio de los gentiles y cantaré a tu nombre.
Mateo 3,1-12: Por aquellos días se presentó Juan el Bautista, proclamando en el desierto de Judea: «Convertíos porque ha llegado el Reino de los Cielos». Éste es aquél de quien habla el profeta Isaías cuando dice: ‘Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas’. Tenía Juan su vestido hecho de pelos de camello, con un cinturón de cuero a sus lomos, y su comida eran langostas y miel silvestre. Acudía entonces a él Jerusalén, toda Judea y toda la región del Jordán, y eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus pecados.
Pero viendo él venir muchos fariseos y saduceos al bautismo, les dijo: «Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira inminente? Dad, pues, fruto digno de conversión, y no creáis que basta con decir en vuestro interior: ‘Tenemos por padre a Abraham’; porque os digo que puede Dios de estas piedras dar hijos a Abraham. Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego. Yo os bautizo en agua para conversión; pero aquel que viene detrás de mí es más fuerte que yo, y no soy digno de llevarle las sandalias. Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego. En su mano tiene el bieldo y va a limpiar su era: recogerá su trigo en el granero, pero la paja la quemará con fuego que no se apaga».
Comentario: El anuncio profético del reinado de Dios se presenta siempre acompañado de una llamada urgente a la conversión. Así lo vemos en la predicación de Isaías y en la de Juan, que es el último de los profetas. Así también en la predicación de Jesús, que comenzó en Galilea diciendo: "Se acerca el reinado de Dios. Convertíos y creed en la buena Noticia". Por lo tanto, lo que tenemos que hacer cuando llega a nosotros la promesa de Dios es convertirnos. Convertirse a la promesa es por definición convertirse hacia delante, a lo que está por ver y por venir y no volver a las andadas. Es abandonar los viejos caminos y comenzar el camino nuevo. Porque es girar en redondo en vistas a lo que se anuncia, cambiar la vida que llevamos, el corazón, la mentalidad, todo. Y es también no hacerse ilusiones diciendo que "Abrahán es nuestro padre" o que somos "hijos de buena familia". Porque la salvación no está en nuestro pasado, en nuestros orígenes, sino en la nueva solidaridad de los que se aventuran respondiendo personalmente a la promesa (“Eucaristía 1980”). Por aquí nos lleva hoy la liturgia con una llamada a la esperanza, ya desde el introito de la misa, que es como un anuncio solemne de la próxima salida del sol: "nacerá de lo alto" (Lc 1,78) Cristo, el "sol de justicia" (Ml 4,2).
1. Is 11,1-10. “Una rama saldrá del tronco de Jesé -el padre de David-. Un retoño brotará de sus raíces”. Imagen tradicional en Israel en que, refiriéndose a la felicidad, se habla de un árbol floreciente... refiriéndose a la desgracia, se habla de un árbol seco reducido al tronco... De ese tronco casi muerto sale una pequeña yema, un brotecillo endeble, una ramita frágil. El Mesías futuro, como «resto de Israel» escapado de la prueba, ha de surgir de la pobreza y del sufrimiento. Jesús será perseguido desde su nacimiento y morirá mártir. También la Iglesia vive constantemente en la prueba.
-“Reposará sobre él el Espíritu Santo del Señor: Espíritu de sabiduría y de inteligencia, Espíritu de consejo y de fortaleza, Espíritu de ciencia y de temor del Señor”. El Mesías que ha de venir es anunciado como «lleno del Espíritu». Dios viene y "reposa" sobre ese hombre. Jesús hace suya esa profecía, aplicándola a sí mismo, en la sinagoga de Nazaret (Lucas 4, 18). «El Espíritu de Dios reposa sobre mi...» "Sabiduría", "inteligencia", "fuerza", «ciencia de Dios»... Me imagino y contemplo esas cualidades en Jesús. ¿Y nosotros... los que tenemos que ser prolongación de Cristo? ¿Es éste nuestro espíritu? ¿Qué voy a hacer, hoy, para dejarme conducir por el Espíritu?
-“No juzgará por las apariencias... Juzgará con justicia a los débiles, y dictará sentencia con rectitud a los pobres del país”... Nosotros, los hombres, nos dejamos impresionar fácilmente por las «apariencias». El, el Mesías, juzgará según la verdad y el corazón del hombre. Los pobres, los débiles son sus preferidos. ¿Y yo? ¿ayudo, defiendo a los pobres? Imágenes simbólicas: Los animales salvajes "conviven" con los animales domésticos... “El lobo y el cordero serán vecinos... El niño meterá la mano en la hura de la víbora”... En esta profecía, Isaías anuncia para el "fin de los tiempos", un retorno al paraíso primitivo: así vivía Adán en paz en medio de los animales. Lo que se nos promete es pues una «nueva creación», donde no habrá fuerzas hostiles al hombre... donde el hombre no sentirá temor... donde los instintos agresivos estarán dominados... donde los seres todos podrán convivir en paz unos con los otros. Ayúdanos, Señor, a convivir en paz.
La Biblia nos habla a menudo de la Paz. El Mesías es un «príncipe de la Paz». Esta es una aspiración universal de la humanidad. ¿Qué puedo hacer en este sentido?
-“Nadie hará mal en toda mi montaña santa... Porque el conocimiento del Señor llenará la tierra, como las aguas llenan el fondo del mar”. ¡Oh, qué necesario es a la humanidad ese sueño y esa promesa! ¡Una humanidad que ya no obra el mal, que ya no es opresora ni despreciadora de nadie! La fuente de esa "paz mesiánica" es el «conocimiento de Dios». La «paz-entre-ellos» proviene de tener todos la mirada puesta en el mismo Dios. Dios, factor de unidad. El Padre, fuente de amor entre hermanos. Ciertamente la Iglesia puede ser la suerte de la humanidad. No deja de tener importancia que hombres de todos los países se nutran de la misma Palabra, y comulguen en el mismo ideal, y constituyan un mismo Cuerpo. Te ruego, Señor, que esta profecía se realice y que yo contribuya a realizarla en la parte que de mi dependa (Noel Quesson).
2. Salmo 71: Es un canto al Mesías, que hace justicia, aspiración que colma el corazón humano de todos los tiempos, que debe reinar en la familia, el trabajo, los grupos, las relaciones internacionales... sobre todo los que no tienen con qué defenderse, los "pequeños". El rey-Jesús-Mesías toma partido por los pobres: ¿y nosotros? "La abundancia... El oro de Saba... El país convertido en un campo de trigo..." Imágenes de fecundidad y de felicidad, imágenes de prosperidad casi milagrosa de la era Mesiánica. Imágenes materiales, símbolos de la felicidad espiritual que Jesús trae aun a aquellos que están desamparados y que desconocerán siempre las riquezas y la saciedad. Esta felicidad Mesiánica esencial, es la "paz", unida dos veces a la "justicia" en esta oración. Señor, danos la "paz", da a todos los hombres la "paz" (Shalom): (Noel Quesson).
Rezo, y quiero trabajar con toda mi alma, por estructuras justas, por la conciencia social, por el sentir humano entre hombre y hombre y, en consecuencia, entre grupo y grupo, entre clase y clase, entre nación y nación. Pido que la realidad desnuda de la pobreza actual se levante en la conciencia de todo hombre y de toda organización para que los corazones de los hombres y los poderes de las naciones reconozcan su responsabilidad moral y se entreguen a una acción eficaz para llevar el pan a todas las bocas, refugio a todas las familias y dignidad y respeto a toda persona en el mundo de hoy. «Porque él librará al pobre que clamaba, al afligido que no tenía protector; él se apiadará del pobre y del indigente, y salvará la vida de los pobres; él rescatará sus vidas de la violencia, su sangre será preciosa a sus ojos». Y el Señor bendecirá a su rey y a su pueblo: Que reine la justicia en la tierra (Carlos G. Vallés).
Juan Pablo II explicó que Dios es defensor de los oprimidos, hablando del «poder real del Mesías»: “el Salmo 71, un canto real que meditaron e interpretaron en clave mesiánica los padres de la Iglesia. Acabamos de escuchar el primer gran movimiento de esta oración solemne (cf vv 1-11). Comienza con una intensa invocación conjunta a Dios para que conceda al soberano ese don que es fundamental para el buen gobierno, la justicia. Ésta se expresa sobre todo en relación con los pobres, que generalmente son sin embargo las víctimas del poder. Es de notar la particular insistencia con la que el salmista subraya el compromiso moral de regir al pueblo según la justicia y el derecho: «Dios mío, confía tu juicio al rey, tu justicia al hijo de reyes, para que rija a tu pueblo con justicia, a tus humildes con rectitud... Que él defienda a los humildes del pueblo, socorra a los hijos del pobre y quebrante al explotador» (vv 1-2.4). Así como el Señor rige al mundo según la justicia (cf Sal 35,7), el rey que es su representante visible en la tierra -según la antigua concepción bíblica- tiene que uniformarse con la acción de su Dios.
Si se violan los derechos de los pobres, no se cumple sólo un acto políticamente injusto y moralmente inicuo. Para la Biblia se perpetra también un acto contra Dios, un delito religioso, pues el Señor es el tutor y el defensor de los oprimidos, de las viudas, de los huérfanos (cf Sal 67,6), es decir, de quienes no tienen protectores humanos. Es fácil intuir que la figura del rey davídico, con frecuencia decepcionante, fuera sustituida -ya a partir de la caída de la dinastía de Judá (s. VI a.C.)- por la fisonomía luminosa y gloriosa del Mesías, según la línea de la esperanza profética expresada por Isaías: «Juzgará con justicia a los débiles, y sentenciará con rectitud a los pobres de la tierra» (11,4). O, según el anuncio de Jeremías, «Mirad que días vienen -dice el Señor- en que suscitaré a David un germen justo: reinará un rey prudente, practicará el derecho y la justicia en la tierra» (23,5).
Después de esta viva y apasionada imploración del don de la justicia, el Salmo amplía el horizonte y contempla el reino mesiánico-real en su desarrollo a través de dos coordinadas, las del tiempo y el espacio. Por un lado, de hecho, se exalta su duración en la historia (cf. Sal 71,5.7). Las imágenes de carácter cósmico son vivas: se menciona el pasar de los días al ritmo del sol y de la luna, así como el de las estaciones con la lluvia y el nacimiento de las flores. Un reino fecundo y sereno, por tanto, pero siempre caracterizado por esos valores que son fundamentales: la justicia y la paz (cf v 7). Estos son los gestos de la entrada del Mesías en la historia. En esta perspectiva es iluminador el comentario de los padres de la Iglesia, que ven en ese rey-Mesías el rostro de Cristo, rey eterno y universal.
De este modo, san Cirilo de Alejandría en su «Explanatio in Psalmos» observa que el juicio que Dios hace al rey es el mismo del que habla san Pablo: «hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza» (Ef 1,10). «En sus días florecerá la justicia y abundará la paz», como diciendo que «en los días de Cristo por medio de la fe surgirá para nosotros la justicia y al orientarnos hacia Dios surgirá la abundancia de la paz». De hecho, nosotros somos precisamente los «humildes» y los «hijos del pobre» a los que socorre y salva este rey: y, si llama ante todo «"humildes" a los santos apóstoles, porque eran pobres de espíritu, a nosotros nos ha salvado en cuanto "hijos del pobre", justificándonos y santificándonos por medio del Espíritu».
Por otro lado, el salmista describe también el espacio en el que se enmarca la realeza de justicia y de paz del rey-Mesías (cf Sal 71,8-11). Aquí aparece una dimensión universal que va desde el Mar Rojo o el Mar Muerto hasta el Mediterráneo, del Éufrates, el gran «río» oriental, hasta los más lejanos confines de la tierra (cf v 8), evocados con Tarsis y las islas, los territorios occidentales más remotos según la antigua geografía bíblica (cf v 10). Es una mirada que abarca todo el mapa del mundo entonces conocido, que incluye a árabes y nómadas, soberanos de estados lejanos e incluso los enemigos, en un abrazo universal que es cantado con frecuencia por los salmos (cf Sal 46,10; 86,1-7) y por los profetas (cf Is 2,1-5; 60,1-22; Mal 1,11).
El broche de oro de esta visión podría formularse con las palabras de un profeta, Zacarías, palabras que los Evangelios aplicarán a Cristo: «¡Exulta sin freno, hija de Sión, grita de alegría, hija de Jerusalén! He aquí que viene a ti tu rey. Es justo... Suprimirá los cuernos de Efraím y los caballos de Jerusalén; será suprimido el arco de combate, y proclamará la paz a las naciones. Su dominio irá de mar a mar y desde el Río hasta los confines de la tierra» (Zac 9,9-10; Cf Mt 21,5)”.
3. Rm 15,4-9. En Cristo tenemos la realización de las promesas, de la salvación. Cristo acoge a los que se hallaban en continuo pecado. Pablo viene a decir a los cristianos de Roma que incluso a ellos mismos. Por eso, en vuestra vida social, imitad a Jesús. En este punto de conversión al hermano (acogida), el cristiano marcha por el camino de la verdadera conversión (“Eucaristía 1992”).
Vemos que la comunidad de Roma se hallaba dividida en dos grupos o facciones: los "débiles" y los "fuertes". Los primeros se abstenían de comer carne y de beber vino los días señalados, por motivos religiosos; los segundos no distinguían los alimentos, pensando que todas estas prácticas no son lo importante para la fe. Aunque Pablo reconoce en teoría el buen sentido de los "fuertes", invita a los dos grupos a que se respeten y se acojan los unos a los otros como hizo Cristo. Una comunidad dividida en facciones intolerantes no puede unirse para tributar a Dios una misma alabanza. Por lo tanto, la asamblea eucarística presupone, al menos, la unidad de todos sus participantes en una misma esperanza y en una misma fe en Jesucristo. Pero esta unidad en Cristo, el verdadero punto de coincidencia y el único mediador, es un don de Dios. Cristo nos ha dejado el mejor ejemplo de comprensión mutua: él se sometió a la "circuncisión", es decir, a la Ley, y aceptando la Ley y sirviendo a los judíos, dio pruebas de la fidelidad de Dios que cumple las promesas hechas a los patriarcas y al pueblo de Israel; pero no se olvidó de acoger también a los gentiles para manifestarles la misericordia de Dios y lo alaben por esa misericordia. De unos y otros, de judíos y gentiles, hizo Cristo un solo pueblo de Dios. De igual manera es preciso que los cristianos, superando todas las diferencias, lleguen a la unanimidad de una misma alabanza al Padre por Cristo y en Cristo (“Eucaristía 1980”). A lo largo de tiempo se repetirán esas divisiones de buenos y malos, estados de perfección y menos perfectos, que son artificiales al mensaje del Evangelio. -"... acogeos mutuamente como Cristo os acogió..."
4. ¿Cuál es la necesidad más radical del ser humano? ¿El deseo más básico y elemental para ser feliz?
Sentirse amado, para siempre. Es decir, vivir una vida en plenitud enfocada hacia la vida eterna, e ir con las personas que se aman.
Hay momentos importantes en la vida que descubrimos eso, vemos que sí, que “eso es 'vida' de verdad, la felicidad, que es lo que queremos para siempre” (De eso trata Benedicto XVI en sus dos primeras Encíclicas, la que escribió sobre el amor y ahora sobre la esperanza).
Ante la pregunta: ¿Por qué nada del mundo constituye para nosotros un fin que nos satisfaga? La esperanza nos lleva siempre más allá de las actuales conquistas, en una sed de infinitud que no puede ser satisfecha dentro del horizonte de este mundo, y el corazón del hombre se acoge a un deseo que nos dirige más allá, hacia el final de los tiempos.
Precisamente ahí se dirige nuestra mirada en este segundo domingo de adviento: mirar al Señor que viene, como dice la antífona de entrada: “mira al Señor que viene a salvar a los pueblos, el Señor hará oír su voz gloriosa en la alegría de vuestro corazón” (cf. Is 30, 19.30). El profeta Isaías constituye un protoevangelio, y también en la primera lectura nos habla de ese paraíso perdido que añoramos, donde todos seremos amigos y estaremos en armonía con el todo, donde reinarán la justicia y la paz, el gozo de vivir (11, 1-10); como seguimos diciendo en el salmo (71): “en sus días florecerá la justicia y la abundancia de paz eternamente”. Esta querencia nos lleva a pensar en Jesús que viene, ahora en el tiempo, en Navidad, y cuando acabe el mundo, como supremo juez hacia el que concluye toda la creación.
En esta espera, la Iglesia nos propone la figura de Juan el Bautista, la “voz que clama en el desierto”, para ayudar a preparar los caminos del Señor, allanar sus sendas. Es la palabra que anuncia la Palabra, voz que anuncia la Voz, y cuando ésta llega el va desapareciendo, desprendido de honores, seguidores, de todo. Juan "perseveró en la santidad, porque se mantuvo humilde en su corazón" (San Gregorio magno). Nunca estamos tan llenos cuando, vacíos de nuestro yo, acogemos a Dios. Juan proclama el Bautismo, y acabaremos el tiempo de Navidad con el bautismo de Jesús, que es precisamente cuando comienza su vida pública, cuando da origen a una nueva creación, un volver a crear las aguas en las que nos sumergimos con Él, e instaura un nuevo orden, como dice Benedicto XVI en “Jesús de Nazaret”: “por su ser hombre, todos le pertenecemos, y El a nosotros; en Él la humanidad tiene un nuevo inicio y llega también a su cumplimiento”. Aparece el Bautista en un momento en el que vemos que “Israel vive en la oscuridad de Dios, las promesas hechas a Abraham y David parecen sumidas en el silencio de Dios. Una vez más puede oírse el lamento: ya no tenemos un profeta, parece que Dios ha abandonado a su pueblo. Pero precisamente por eso el país bullía de inquietudes”, a nivel religioso y político; ese ambiente nos ayuda a entender mejor lo que hoy meditamos: “Judas el Galileo había incitado a un levantamiento que fue sangrientamente sofocado por los romanos. Su partido, los zelotes, seguía existiendo, dispuesto a utilizar el terror y la violencia para restablecer la libertad de Israel; es posible que uno o dos de los doce Apóstoles de Jesús —Simón el Zelote y quizás también Judas Iscariote— procedieran de aquella corriente”. Estamos en un tiempo en el que –según las excavaciones del desierto- había comunidades de renovación espiritual: “La seria piedad reflejada en estos escritos nos conmueve: parece que Juan el Bautista, y quizás también Jesús y su familia, fueran cercanos a este ambiente. En cualquier caso, en los escritos de Qumrán hay numerosos puntos de contacto con el mensaje cristiano. No es de excluir que Juan el Bautista hubiera vivido algún tiempo en esta comunidad y recibido de ella parte de su formación religiosa.
”Con todo, la aparición del Bautista llevaba consigo algo totalmente nuevo. El bautismo al que invita se distingue de las acostumbradas abluciones religiosas. No es repetible y debe ser la consumación concreta de un cambio que determina de modo nuevo y para siempre toda la vida. Está vinculado a un llamamiento ardiente a una nueva forma de pensar y actuar, está vinculado sobre todo al anuncio del juicio de Dios y al anuncio de alguien más Grande que ha de venir después de Juan”. Se sabe con la misión de “preparar el camino a ese misterioso Otro, sabe que toda su misión está orientada a Él.
”En los cuatro Evangelios se describe esa misión con un pasaje de Isaías: «Una voz clama en el desierto: " ¡Preparad el camino al Señor! ¡Allanadle los caminos!"» (Is 40, 3). Marcos añade una frase compuesta de Malaquías 3, 1 y Éxodo 23, 20 que, en otro contexto, encontramos también en Mateo (11, 10) y en Lucas (1, 76; 7, 27): «Yo envío a mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino» (Mc 1,2). Todos estos textos del Antiguo Testamento hablan de la intervención salvadora de Dios, que sale de lo inescrutable para juzgar y salvar; a Él hay que abrirle la puerta, prepararle el camino. Con la predicación del Bautista se hicieron realidad todas estas antiguas palabras de esperanza: se anunciaba algo realmente grande”.
Podemos imaginar la el impacto de la figura del Bautista en ese contexto histórico, juzgar por lo que leemos en el Evangelio: «Acudía la gente de Judea y de Jerusalén, confesaban sus pecados y él los bautizaba en el Jordán» (1,5). Él tiene una misión, una vocación de precursor de los caminos del Señor, de señalar a Jesús: se muestra ya profeta en el seno de su madre, y salta de gozo en la presencia de Jesús (Lucas 1, 76-77). Su lema: “conviene yo mengüe y que Él crezca en mí” es como el resumen de lo que ha de ser la vida cristiana, dejar actuar a Cristo en nosotros para ser hijos de Dios. Dirá a sus discípulos que no era digno de calzarle las sandalias al Cordero de Dios, al que anuncia para que éstos le sigan (Mateo 3, 11).
Nuestro bautismo -y Confirmación- significa también el inicio de una nueva vida –vemos en la segunda lectura- y fruto de la penitencia ha de dar espacio interior al reino de Dios y su justicia, una vida santa: lo principal de la vida, lo único necesario, y para ello hemos de quitar lo que estorba, convertirnos, como decimos en la oración colecta a Dios, “que en nuestra alegre marcha hacia el encuentro de tu Hijo, no tropecemos en impedimentos terrenos, sino que guiados por la sabiduría celestial, merezcamos participar en la gloria de Aquel que vive y reina contigo…” Pero dentro de tanta gente, Juan pone la mirada en algunos en particular, los fariseos y saduceos, tan necesitados de conversión como obstinados en negar tal necesidad. A ellos se dirigen las palabras del Bautista: «Dad fruto digno de conversión» (Mt 3,8). Los fariseos intentan seguir escrupulosamente la ley, evitando la adaptación a la cultura de los romanos y el mundo griego, que es la dominante. Los saduceos, sin embargo, más ilustrados, buscan el compromiso con el mundo romano (desaparecen en su rebelión el año 70, que los romanos reprimen con dureza).
Volviendo a nuestra espera, no ha de ser por tanto “quietismo”, sino “expectación” activa, búsqueda dinámica de la misericordia de Dios, conversión de corazón, «conversión que pasa del corazón a las obras y, consiguientemente, a la vida entera del cristiano» (Juan Pablo II). Hemos de descubrir los principales obstáculos para nuestra vida cristiana, que san Juan resume en “la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y el orgullo de la vida”, como decía san Josemaría: "la concupiscencia de la carne no es sólo la tendencia desordenada de los sentidos en general (...) no se reduce exclusivamente al desorden de la sensualidad, sino también a la comodidad, a la falta de vibración, que empuja a buscar lo más fácil, lo más placentero, el camino en apariencia más corto, aun a costa de ceder en la fidelidad a Dios (...). El otro enemigo (...) es la concupiscencia de los ojos, una avaricia de fondo, que lleva a no valorar sino lo que se puede tocar (...) Los ojos del alma se embotan; la razón se cree autosuficiente para entender todo, prescindiendo de Dios. Es una tentación sutil, que se ampara en la dignidad de la inteligencia, que Nuestro Padre Dios ha dado al hombre para que lo conozca y lo ame libremente. Arrastrada por esa tentación, la inteligencia humana se considera el centro del universo, se entusiasma de nuevo con el ‘seréis como dioses’ (Gen 3,5) y, al llenarse de amor por sí misma, vuelve la espalda al amor de Dios. La existencia nuestra puede de este modo, entregarse sin condiciones en manos del tercer enemigo, de la ‘superbia vitae’. No se trata sólo de pensamientos efímeros de vanidad o de amor propio: es un engreimiento general. No nos engañemos, porque éste es el peor de los males, la raíz de todos los descaminos" (Es Cristo que pasa, nn.5-6). Juan el Bautista en su lema de vaciarnos de lo malo y llenarnos de Cristo nos da la clave para esta conversión de corazón (con la ayuda de la gracia bautismal, que renovamos en la confesión).
“El bautismo de Juan incluye la confesión: el reconocimiento de los pecados. El judaísmo de aquellos tiempos conocía confesiones genéricas y formales, pero también el reconocimiento personal de los pecados, en el que se debían enumerar las diversas acciones pecaminosas (Gnilka I, p. 68)”. Se trata de “empezar una vida nueva, diferente. Esto se simboliza en las diversas fases del bautismo. Por un lado, en la inmersión se simboliza la muerte y hace pensar en el diluvio que destruye y aniquila”, es el agua que mata al sumergir. “Pero, al ser agua que fluye, es sobre todo símbolo de vida: los grandes ríos —Nilo, Eufrates, Tigris— son los grandes dispensadores de vida. También el Jordán es fuente de vida para su tierra, hasta hoy. Se trata de una purificación, de una liberación de la suciedad del pasado que pesa sobre la vida y la adultera, y de un nuevo comienzo, es decir, de muerte y resurrección, de reiniciar la vida desde el principio y de un modo nuevo. Se podría decir que se trata de un renacer. Todo esto se desarrollará expresamente sólo en la teología bautismal cristiana, pero está ya incoado en la inmersión en el Jordán y en el salir después de las aguas”.
En el desierto de nuestra oración, hemos de dejar entrar las palabras de la predicación del Bautista: «Preparad el camino al Señor, enderezad sus sendas» (Mt 3,3), y junto a la “voz que clama en el desierto”, seamos portadores de la luz que hoy proclamamos: «preparemos los caminos, ya se acerca el Salvador y salgamos, peregrinos, al encuentro del Señor. Ven, Señor, a libertarnos, ven tu pueblo a redimir; purifica nuestras vidas y no tardes en venir» (Himno de Adviento de la Liturgia de las Horas). Y con nuestras vidas, así haremos de altavoz a esas palabras de la Antífona de entrada: "Pueblo de Sión: mira al Señor que viene a salvar a los pueblos. El Señor hará oír la majestad de su voz, y os alegraréis de todo corazón". Nuestra vocación, a semejanza del Bautista, es también dar testimonio –con las palabras y nuestra vida entera- de Cristo. Con nuestra conversión y apertura a los demás seremos luz para atraer las almas al Reino de Dios. Como decía san Josemaría Escrivá, "de que tú y yo nos portemos como Dios quiere no lo olvides dependen muchas grandes". La vocación divina -llamada al seguimiento de Jesús, a participar de su gente, ser de los suyos- es fuente de alegría, de gozo espiritual.
Sábado de la primera semana de Adviento. “Jesús, al ver a las gentes, se compadecía de ellas”: El Señor viene a curarnos al escuchar nuestro gemido
Isaías 30,19-21.23-26. Así dice el Señor, el Santo de Israel: «Pueblo de Sión, que habitas en Jerusalén, no tendrás que llorar, porque se apiadará a la voz de tu gemido: apenas te oiga, te responderá. Aunque el Señor te dé el pan medido y el agua tasada, ya no se esconderá tu Maestro, tus ojos verán a tu Maestro. Si te desvías a la derecha o a la izquierda, tus oídos oirán una palabra a la espalda: "Éste es el camino, camina por él." Te dará lluvia para la semilla que siembras en el campo, y el grano de la cosecha del campo será rico y sustancioso; aquel día, tus ganados pastarán en anchas praderas; los bueyes y asnos que trabajan en el campo comerán forraje fermentado, aventado con bieldo y horquilla. En todo monte elevado, en toda colina alta, habrá ríos y cauces de agua el día de la gran matanza, cuando caigan las torres. La luz de la Cándida será como la luz del Ardiente, y la luz del Ardiente será siete veces mayor, cuando el Señor vende la herida de su pueblo y cure la llaga de su golpe.»
Salmo 146,1-2.3-4.5-6. R. Dichosos los que esperan en el Señor.
Alabad al Señor, que la música es buena; nuestro Dios merece una alabanza armoniosa. El Señor reconstruye Jerusalén, reúne a los deportados de Israel.
Él sana los corazones destrozados, venda sus heridas. Cuenta el número de las estrellas, a cada una la llama por su nombre.
Nuestro Señor es grande y poderoso, su sabiduría no tiene medida. El Señor sostiene a los humildes, humilla hasta el polvo a los malvados.
Evangelio (Mt 9,35—10,1.6-8): Jesús recorría todas las ciudades y aldeas enseñando en sus sinagogas, predicando el Evangelio del Reino y curando toda enfermedad y toda dolencia.
Al ver a las multitudes se llenó de compasión por ellas, porque estaban maltratadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor. Entonces dijo a sus discípulos: La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies que envíe obreros a su mies.
Habiendo llamado a sus doce discípulos, les dio poder para arrojar a los espíritus inmundos y para curar toda enfermedad y toda dolencia. Id y predicad diciendo que el Reino de los Cielos está al llegar. Curad a los enfermos, resucitad a los muertos, sanad a los leprosos, arrojad a los demonios; gratuitamente lo recibisteis, dadlo gratuitamente.
Comentario: 1. Is 30,18-21.23-26. Isaías es el profeta de la esperanza, evoca una felicidad paradisíaca, un futuro reino mesiánico del que todo mal habrá desaparecido: hambre... enfermedad... violencia... injusticia... Es el retorno del hombre a su equilibrio moral que traerá también consigo el retorno de la naturaleza a su armonía y a la fecundidad del «paraíso terrenal». La Biblia cree profundamente en una comunión entre el hombre y su entorno: el Señor resucitado, no solamente salva el alma, sino también la carne y la materia (Rm 8). La naturaleza entera espera su transfiguración. Por todo ello, en Adviento, el cristiano se siente también interpelado a una conversión espiritual que transforme su corazón... y a transformar la naturaleza con los avances de la técnica, el trabajo, el progreso... (Noel Quesson). Se nos sugiere una mirada incesante a la fidelidad de Dios: creer en Dios significa experimentar que es fiel, que la confianza firme en el amor misericordioso de Dios y el encuentro constante con su amor, que le perdona y asume su fracaso constantemente, son la única esperanza y la única certeza a las que se puede asir como creyente. Nos ayuda a ver la esperanza como la proyección de nuestra fe de hoy sobre el porvenir incierto del mañana. Porque la fe no es solamente una experiencia actual, sino también la espera confiada en la fidelidad de mañana. El profeta tiene la experiencia de que la fidelidad de Dios es inmutable: no cambia, no se retracta, no tiene caprichos ni olvidos. Todo creyente puede hacer suya la seguridad paulina: «Sé de quién me he fiado» (2Tm 1,12: F. Raurell).
Dios nos ama siempre, sin reserva ni medida. Él es nuestro Dios y Padre, y no enemigo a la puerta. Él está siempre dispuesto a escuchar el clamor de los pobres y afligidos, pues es misericordioso, y su bondad nunca se acaba. Jamás se alejará de nosotros, pues su amor por nosotros es un amor eterno, del cual nunca dará marcha atrás. El Señor nos muestra sus caminos para que en todo hagamos su voluntad. Por eso, los que creemos en Él y en Él hemos puesto nuestra confianza, hemos de leer los diversos acontecimientos de nuestra vida y de nuestra historia desde la clave del amor que procede de Dios. Incluso la persecución y la muerte deben contribuir para el bien y la salvación de los que creemos en Dios. A pesar de nuestras cobardías, o de nuestros egoísmos, injusticias y orgullos, el Señor nos llama para que volvamos a Él y desde nosotros pueda fluir, como un arrollo en crecida, la salvación para todos los pueblos. Dejemos que Dios lleve adelante su obra de amor y de salvación en nosotros.
El Señor siempre se apiadará de nosotros, y estará siempre dispuesto a perdonarnos. ¿Quién no ha pasado por momentos de angustia y tragos amargos en su vida? Muchas veces pareciera que Dios nos ha ocultado su rostro. Sin embargo, mientras continuemos confiando en Él y acudamos a Él con una oración sincera, el Señor misericordioso, se apiadará de nosotros y nos responderá apenas nos oiga. Él siempre velará por nosotros como lo hace un padre amoroso con sus hijos. Dios no quiere la muerte de sus hijos. Él nos ha enviado a su propio Hijo para que, hecho uno de nosotros, vende nuestras heridas y sane las llagas de nuestros golpes. Él no sólo nos da el alimento necesario para subsistir en este mundo, sino que, especialmente, nos concede en abundancia su perdón y su Espíritu Santo para que no sólo nos llamemos hijos de Dios, sino para que en verdad lo tengamos como Padre nuestro. Quienes nos hemos dejado amar por Él tenemos como vocación convertirnos para nuestros hermanos en un signo del amor misericordioso de Dios manifestado en su Hijo Jesús.
2. Sal. 147 (146). Nuestro Dios, que todo lo sabe y todo lo penetra, ha salido por medio de su Hijo, como el buen Pastor, a buscar y a salvar todo lo que se había perdido. Él ha venido a sanar los corazones quebrantados y a vendar nuestras heridas, a socorrer a los pobres y a levantar a los humildes. Por eso hagamos de toda nuestra vida una continua alabanza a su Santo Nombre. Dios quiere que todos los hombres se salven. A nadie creó para la condenación. Por eso nosotros mismos no hemos de cerrar nuestra vida a su amor; más bien hemos dejarnos encontrar y salvar por Él de tal forma que no sólo lleguemos participar de su Reino aquí en la tierra, sino que encaminemos nuestros pasos a la posesión de los bienes definitivos, que Dios nos ha concedido por medio de su propio Hijo Jesús.
¡Sólo Dios basta! Él es el dueño de todo, pues es el creador de todo. Y a pesar de ser el Todopoderoso, se ha inclinado, no sólo para contemplar nuestras miserias y pobrezas, sino para salir a nuestro encuentro, como el buen samaritano, para vendar y sanar las heridas que en nosotros había abierto el pecado. Él nos quiere renovados en su propio Hijo, revestidos de Él, para poder amar en nosotros lo mismo que ama en su Hijo unigénito. Ese es el amor y la misericordia que Dios nos ha tenido. Por eso alabemos al Señor no sólo con los labios, sino mediante una vida íntegra, manifestando, así, mediante nuestras buenas obras, que el Señor nos ha reconstruido y justificado, y que nos ha reunido como un sólo pueblo de hermanos en Cristo, para alabanza y gloria de nuestro Dios y Padre. El Señor conoce hasta lo más profundo de nuestras entrañas. Acudamos a Él con amor para que tenga compasión de nosotros y nos salve.
El Salmo 146 fue cantado al Señor por Israel al salir del destierro: «El Señor sostiene a los humildes». También nosotros lo hacemos ahora, pues se acerca nuestra liberación: “Él sana los corazones destrozados, venda nuestras heridas”, como el Buen Samaritano. «Nuestro Dios es grande y poderoso, conoce el número de las estrellas y a todas las llama por su nombre. Su sabiduría no tiene medida… Dichosos los que esperan en el Señor». Para vivir esto debemos morir a nosotros mismos, con nuestros gustos, nuestros intereses particulares, nuestros deseos pecaminosos, nuestras malas inclinaciones. Debemos resucitar a una vida nueva conforme al espíritu de Cristo. «Revestíos del Señor Jesús», nos dice el Apóstol. Saturados de ese espíritu, animados por Él, respirando su mismo aliento, ya no ambicionemos más que a Dios, ya no deseemos más que cumplir su voluntad. Él nos basta. ¡Solo Dios!
3.- Mt 9, 35-10,1.6-8 (ver domingo 11 A). Jesús gustaba de hablar al aire libre, según las circunstancias. Pero se acomodaba también a los usos tradicionales de su país. El modo oficial de enseñar consistía en tomar la palabra y hacer una exposición del tema en el interior de una Sinagoga, en el cuadro de una asamblea litúrgica del sábado. Predicando la "buena" nueva del reino de Dios y curando toda dolencia. Jesús "enseña"... Algo que es... ¡"bueno"! Una "buena" nueva. Jesús "cura"... ¡Es una cosa "buena"! Una "buena" acción. El Reino de Dios es a la vez una liberación del error, un progreso del hombre a la luz de la verdad que le libera... Pero es también una liberación del mal y de todo lo que oprime al hombre, es una progresión de felicidad. Venga a nosotros Tu reino. Prolongo esta oración, aplicándola a casos concretos que conozco a mi alrededor.
La esperanza es la gran virtud del Adviento: camino de auténtica libertad, como decimos en la oración colecta: “para liberar a los hombres de su antigua esclavitud del pecado, enviaste a tu Hijo Unigénito al mundo”, y pedimos “conseguir el premio de la verdadera libertad”, curar el alma y salir de la soledad. Para atender como Jesús hace a los demás, al misterio de cada persona, en el amor, el camino para llevar ese mandato del Señor. Al compartir los afanes, surge espontánea la orientación espiritual, el consejo, la palabra que estimula, etc. En definitiva, querer con los sentimientos que albergan el corazón de Jesús y de su Madre, mirar al prójimo con ojos de amor, del amor de Dios.
-Y al ver aquellas gentes, se apiadó entrañablemente de ellas, porque estaban malparadas, y decaídas como ovejas sin pastor. Así ve Jesús la humanidad: una muchedumbre desencantada, desfallecida... sin verdaderos guías ni buenos pastores que la conduzcan a verdes pastos. El Profeta Ezequiel había acusado a los pastores oficiales, a todos los que desempeñan cargos de responsabilidad, de no apacentar el pueblo, sino a sí mismos... de no ejercer su cargo en beneficio de los demás, sino para su propia conveniencia... La humanidad, en todos los tiempos y en todos los países está siempre esperando. ¿Quién se levantará para servir a los demás? ¿Quién llegará a ser un buen guía, un buen responsable?
-La mies es abundante, mas los obreros pocos. Jesús ve la humanidad como un campo de trigo en sazón ondulante al soplo del viento. La cosecha está ahí, a punto. La alegría de una buena cosecha. Pero los obreros son pocos. Jesús constata con dolor la inmensidad del trabajo, ¡su trabajo! El quisiera colaboradores. ¿Quién se ofrecerá? Rogad, pues, al dueño de la mies... ¿Por qué Cristo nos pide rezar? ¿Por qué pides esto? Esto prueba que, para Jesús, la "vocación" no es solamente una cosa humana... Dios mismo es su origen, es El quien llama. ¿Hago yo esta plegaria?
-A los doce apóstoles, que Jesús había convocado, les dijo: "Id en busca de las ovejas perdidas de la casa de Israel..." Hay aquí una especie de limitación. Esto debió ser un sufrimiento para Jesús. No puede hacerse todo a la vez... Pero hay que empezar. Y para Dios es importante que la salvación sea primero ofrecida a los judíos, a la "casa de Israel". Entre nuestros numerosos quehaceres, es importante no olvidar esto. Lo que cuenta no es la cantidad de nuestros trabajos... sino el hacer lo que el Padre tiene previsto para nosotros... según los límites que nos sean impuestos, incluso si esta limitación es molesta. Te ofrezco, Señor, todas mis ansias misioneras, todo lo que quisiera hacer por tu Reino, y que no llego a realizar. -Proclamad que ha llegado el reino de los cielos. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, expulsad demonios. Es necesario que los apóstoles hagan lo mismo que hizo el Señor (Noel Quesson).
El anuncio de esperanza del profeta se cumple en Cristo Jesús. Esa luz se ha hecho visible en Jesús de Nazaret. El ha hecho realidad la oración del salmista: el Señor sana a los que tienen quebrantado el corazón, de la manera como describe el evangelista la acción de Jesús, que pasó por el mundo revelando a su Padre por medio de hechos y palabras, anunciando la Buena Noticia, convirtiéndose así en la luz del mundo. Ya el profeta Isaías había anunciado la llegada del Emmanuel como la luz que alumbra al pueblo que estaba en tinieblas (9, 1). Esa es la luz que esperamos con ansia en esta Navidad. Del Señor tiene que llegar una nueva luz que nos permita ver a nuestro Continente de manera diferente, con los ojos de Jesús; para que podamos descubrir su rostro en todos los hombres que nos miran con esperanza y que, tal vez, esperan de nosotros, como cristianos, que mostremos con obras lo que confesamos en nuestra fe: que todos somos imágenes de Dios, hijos de un mismo Padre, hermanos de Jesucristo y llamados por nuestro nombre para formar parte de la gran familia de seguidores, amigos y testimonios de Jesús (servicio bíblico latinoamericano).
En el canto de entrada decimos anhelantes: «Despierta tu poder, Señor, Tú que te sientas sobre querubines, y ven a salvarnos» (Sal 79,4.2). Y en la comunión se nos asegura que viene en seguida y que trae consigo su salario, para pagar a cada uno, según su propio trabajo (Ap 22,12). Pedimos, pues, al Señor que, ya que para librar al hombre de la antigua esclavitud envió a su Hijo a este mundo, nos conceda a los que esperamos con devoción su venida la gracia de su perdón y el premio de la libertad verdadera (colecta, Rótulus de Rávena, siglo V). Todo esto se realiza principalmente en Cristo, a cuya venida en la Noche de Navidad nos preparamos. La certeza de la consolación final no está separada del dolor que habitualmente nos acompaña. El «pan de la aflicción» y «el agua de la tribulación» son el alimento diario del hombre. Nos resulta difícil aceptar de la misma mano el sufrimiento y la alegría, pero no podemos olvidar que todo se nos da para nuestro bien (Rom 8,28). El Señor es el gran Maestro que no se cansa de indicarnos el camino, a pesar de que nosotros nos inclinemos a perderlo por nuestra malicia. Hemos de levantar la mirada para leer los acontecimientos; entonces, seremos dóciles a las enseñanzas divinas y caminaremos por la única dirección por la que encontraremos al Señor, «que curará nuestras heridas». ¡Cuántos están todavía en las tinieblas del error, incluso los que se llaman cristianos, pero no viven como tales! Desechemos las obras de las tinieblas, de la vida pagana, infiel, y empuñemos las armas de la luz. Caminemos a la luz de Cristo. Él cura todas nuestras enfermedades.
Jesús se compadece de la muchedumbre. Y la misión de Jesús se prolonga por medio de sus discípulos. Es para Cristo y para ellos la hora de la compasión con los hermanos, los hombres y mujeres de todos los tiempos. ¡Cuántos marchan por la vida como ovejas sin pastor! Necesitan de nuestra ayuda. Todo cristiano ha de ser necesariamente misionero, aunque en esto existan grados y modos diversos. Todos estamos obligados a difundir el mensaje de salvación, con nuestras oraciones y sacrificios, con nuestra palabra y con nuestro ejemplo.
Con gran corazón, con inmenso amor hagámonos solidarios de todos los males y sufrimientos de los hombres que nos rodean y de los que viven a mucha distancia de nosotros. Todos son hermanos nuestros y a todos debe llegar nuestra ayuda. «A Ti levanto mi alma». Tal es el clamor que debe brotar de nuestro corazón en este tiempo de Adviento al contemplar tanta miseria moral en nosotros y en todos los hombres. Ningún poder humano puede darnos la redención verdadera, la liberación que en realidad necesitamos todos los hombres. Únicamente Jesucristo, el Hijo de Dios humanado, nos puede salvar. San Buenaventura lo afirma orando: «Clama, alma devota, cercada de tantas miserias, clama a Jesús y dile: “¡Oh Jesús, Salvador del mundo, sálvanos, ayúdanos, oh Señor Dios Nuestro!, esforzando a los débiles, consolando a los afligidos, socorriendo a los frágiles, consolidando a los vacilantes”... ¡Alégrate, viendo que Jesús ahuyenta los demonios en la remisión del pecado, alumbra a los ciegos infundiendo el verdadero conocimiento, resucita a los muertos al conferir la gracia, cura los enfermos, sana los cojos, endereza a los paralíticos y contraídos, robusteciendo su espíritu, a fin de que sean fuertes y varoniles por la gracia los que antes eran flacos y cobardes por la culpa» (Las cinco festividades del Nacimiento de Jesús, fest. III, 3; cf Manuel Garrido).
Salmo 146,1-2.3-4.5-6. R. Dichosos los que esperan en el Señor.
Alabad al Señor, que la música es buena; nuestro Dios merece una alabanza armoniosa. El Señor reconstruye Jerusalén, reúne a los deportados de Israel.
Él sana los corazones destrozados, venda sus heridas. Cuenta el número de las estrellas, a cada una la llama por su nombre.
Nuestro Señor es grande y poderoso, su sabiduría no tiene medida. El Señor sostiene a los humildes, humilla hasta el polvo a los malvados.
Evangelio (Mt 9,35—10,1.6-8): Jesús recorría todas las ciudades y aldeas enseñando en sus sinagogas, predicando el Evangelio del Reino y curando toda enfermedad y toda dolencia.
Al ver a las multitudes se llenó de compasión por ellas, porque estaban maltratadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor. Entonces dijo a sus discípulos: La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies que envíe obreros a su mies.
Habiendo llamado a sus doce discípulos, les dio poder para arrojar a los espíritus inmundos y para curar toda enfermedad y toda dolencia. Id y predicad diciendo que el Reino de los Cielos está al llegar. Curad a los enfermos, resucitad a los muertos, sanad a los leprosos, arrojad a los demonios; gratuitamente lo recibisteis, dadlo gratuitamente.
Comentario: 1. Is 30,18-21.23-26. Isaías es el profeta de la esperanza, evoca una felicidad paradisíaca, un futuro reino mesiánico del que todo mal habrá desaparecido: hambre... enfermedad... violencia... injusticia... Es el retorno del hombre a su equilibrio moral que traerá también consigo el retorno de la naturaleza a su armonía y a la fecundidad del «paraíso terrenal». La Biblia cree profundamente en una comunión entre el hombre y su entorno: el Señor resucitado, no solamente salva el alma, sino también la carne y la materia (Rm 8). La naturaleza entera espera su transfiguración. Por todo ello, en Adviento, el cristiano se siente también interpelado a una conversión espiritual que transforme su corazón... y a transformar la naturaleza con los avances de la técnica, el trabajo, el progreso... (Noel Quesson). Se nos sugiere una mirada incesante a la fidelidad de Dios: creer en Dios significa experimentar que es fiel, que la confianza firme en el amor misericordioso de Dios y el encuentro constante con su amor, que le perdona y asume su fracaso constantemente, son la única esperanza y la única certeza a las que se puede asir como creyente. Nos ayuda a ver la esperanza como la proyección de nuestra fe de hoy sobre el porvenir incierto del mañana. Porque la fe no es solamente una experiencia actual, sino también la espera confiada en la fidelidad de mañana. El profeta tiene la experiencia de que la fidelidad de Dios es inmutable: no cambia, no se retracta, no tiene caprichos ni olvidos. Todo creyente puede hacer suya la seguridad paulina: «Sé de quién me he fiado» (2Tm 1,12: F. Raurell).
Dios nos ama siempre, sin reserva ni medida. Él es nuestro Dios y Padre, y no enemigo a la puerta. Él está siempre dispuesto a escuchar el clamor de los pobres y afligidos, pues es misericordioso, y su bondad nunca se acaba. Jamás se alejará de nosotros, pues su amor por nosotros es un amor eterno, del cual nunca dará marcha atrás. El Señor nos muestra sus caminos para que en todo hagamos su voluntad. Por eso, los que creemos en Él y en Él hemos puesto nuestra confianza, hemos de leer los diversos acontecimientos de nuestra vida y de nuestra historia desde la clave del amor que procede de Dios. Incluso la persecución y la muerte deben contribuir para el bien y la salvación de los que creemos en Dios. A pesar de nuestras cobardías, o de nuestros egoísmos, injusticias y orgullos, el Señor nos llama para que volvamos a Él y desde nosotros pueda fluir, como un arrollo en crecida, la salvación para todos los pueblos. Dejemos que Dios lleve adelante su obra de amor y de salvación en nosotros.
El Señor siempre se apiadará de nosotros, y estará siempre dispuesto a perdonarnos. ¿Quién no ha pasado por momentos de angustia y tragos amargos en su vida? Muchas veces pareciera que Dios nos ha ocultado su rostro. Sin embargo, mientras continuemos confiando en Él y acudamos a Él con una oración sincera, el Señor misericordioso, se apiadará de nosotros y nos responderá apenas nos oiga. Él siempre velará por nosotros como lo hace un padre amoroso con sus hijos. Dios no quiere la muerte de sus hijos. Él nos ha enviado a su propio Hijo para que, hecho uno de nosotros, vende nuestras heridas y sane las llagas de nuestros golpes. Él no sólo nos da el alimento necesario para subsistir en este mundo, sino que, especialmente, nos concede en abundancia su perdón y su Espíritu Santo para que no sólo nos llamemos hijos de Dios, sino para que en verdad lo tengamos como Padre nuestro. Quienes nos hemos dejado amar por Él tenemos como vocación convertirnos para nuestros hermanos en un signo del amor misericordioso de Dios manifestado en su Hijo Jesús.
2. Sal. 147 (146). Nuestro Dios, que todo lo sabe y todo lo penetra, ha salido por medio de su Hijo, como el buen Pastor, a buscar y a salvar todo lo que se había perdido. Él ha venido a sanar los corazones quebrantados y a vendar nuestras heridas, a socorrer a los pobres y a levantar a los humildes. Por eso hagamos de toda nuestra vida una continua alabanza a su Santo Nombre. Dios quiere que todos los hombres se salven. A nadie creó para la condenación. Por eso nosotros mismos no hemos de cerrar nuestra vida a su amor; más bien hemos dejarnos encontrar y salvar por Él de tal forma que no sólo lleguemos participar de su Reino aquí en la tierra, sino que encaminemos nuestros pasos a la posesión de los bienes definitivos, que Dios nos ha concedido por medio de su propio Hijo Jesús.
¡Sólo Dios basta! Él es el dueño de todo, pues es el creador de todo. Y a pesar de ser el Todopoderoso, se ha inclinado, no sólo para contemplar nuestras miserias y pobrezas, sino para salir a nuestro encuentro, como el buen samaritano, para vendar y sanar las heridas que en nosotros había abierto el pecado. Él nos quiere renovados en su propio Hijo, revestidos de Él, para poder amar en nosotros lo mismo que ama en su Hijo unigénito. Ese es el amor y la misericordia que Dios nos ha tenido. Por eso alabemos al Señor no sólo con los labios, sino mediante una vida íntegra, manifestando, así, mediante nuestras buenas obras, que el Señor nos ha reconstruido y justificado, y que nos ha reunido como un sólo pueblo de hermanos en Cristo, para alabanza y gloria de nuestro Dios y Padre. El Señor conoce hasta lo más profundo de nuestras entrañas. Acudamos a Él con amor para que tenga compasión de nosotros y nos salve.
El Salmo 146 fue cantado al Señor por Israel al salir del destierro: «El Señor sostiene a los humildes». También nosotros lo hacemos ahora, pues se acerca nuestra liberación: “Él sana los corazones destrozados, venda nuestras heridas”, como el Buen Samaritano. «Nuestro Dios es grande y poderoso, conoce el número de las estrellas y a todas las llama por su nombre. Su sabiduría no tiene medida… Dichosos los que esperan en el Señor». Para vivir esto debemos morir a nosotros mismos, con nuestros gustos, nuestros intereses particulares, nuestros deseos pecaminosos, nuestras malas inclinaciones. Debemos resucitar a una vida nueva conforme al espíritu de Cristo. «Revestíos del Señor Jesús», nos dice el Apóstol. Saturados de ese espíritu, animados por Él, respirando su mismo aliento, ya no ambicionemos más que a Dios, ya no deseemos más que cumplir su voluntad. Él nos basta. ¡Solo Dios!
3.- Mt 9, 35-10,1.6-8 (ver domingo 11 A). Jesús gustaba de hablar al aire libre, según las circunstancias. Pero se acomodaba también a los usos tradicionales de su país. El modo oficial de enseñar consistía en tomar la palabra y hacer una exposición del tema en el interior de una Sinagoga, en el cuadro de una asamblea litúrgica del sábado. Predicando la "buena" nueva del reino de Dios y curando toda dolencia. Jesús "enseña"... Algo que es... ¡"bueno"! Una "buena" nueva. Jesús "cura"... ¡Es una cosa "buena"! Una "buena" acción. El Reino de Dios es a la vez una liberación del error, un progreso del hombre a la luz de la verdad que le libera... Pero es también una liberación del mal y de todo lo que oprime al hombre, es una progresión de felicidad. Venga a nosotros Tu reino. Prolongo esta oración, aplicándola a casos concretos que conozco a mi alrededor.
La esperanza es la gran virtud del Adviento: camino de auténtica libertad, como decimos en la oración colecta: “para liberar a los hombres de su antigua esclavitud del pecado, enviaste a tu Hijo Unigénito al mundo”, y pedimos “conseguir el premio de la verdadera libertad”, curar el alma y salir de la soledad. Para atender como Jesús hace a los demás, al misterio de cada persona, en el amor, el camino para llevar ese mandato del Señor. Al compartir los afanes, surge espontánea la orientación espiritual, el consejo, la palabra que estimula, etc. En definitiva, querer con los sentimientos que albergan el corazón de Jesús y de su Madre, mirar al prójimo con ojos de amor, del amor de Dios.
-Y al ver aquellas gentes, se apiadó entrañablemente de ellas, porque estaban malparadas, y decaídas como ovejas sin pastor. Así ve Jesús la humanidad: una muchedumbre desencantada, desfallecida... sin verdaderos guías ni buenos pastores que la conduzcan a verdes pastos. El Profeta Ezequiel había acusado a los pastores oficiales, a todos los que desempeñan cargos de responsabilidad, de no apacentar el pueblo, sino a sí mismos... de no ejercer su cargo en beneficio de los demás, sino para su propia conveniencia... La humanidad, en todos los tiempos y en todos los países está siempre esperando. ¿Quién se levantará para servir a los demás? ¿Quién llegará a ser un buen guía, un buen responsable?
-La mies es abundante, mas los obreros pocos. Jesús ve la humanidad como un campo de trigo en sazón ondulante al soplo del viento. La cosecha está ahí, a punto. La alegría de una buena cosecha. Pero los obreros son pocos. Jesús constata con dolor la inmensidad del trabajo, ¡su trabajo! El quisiera colaboradores. ¿Quién se ofrecerá? Rogad, pues, al dueño de la mies... ¿Por qué Cristo nos pide rezar? ¿Por qué pides esto? Esto prueba que, para Jesús, la "vocación" no es solamente una cosa humana... Dios mismo es su origen, es El quien llama. ¿Hago yo esta plegaria?
-A los doce apóstoles, que Jesús había convocado, les dijo: "Id en busca de las ovejas perdidas de la casa de Israel..." Hay aquí una especie de limitación. Esto debió ser un sufrimiento para Jesús. No puede hacerse todo a la vez... Pero hay que empezar. Y para Dios es importante que la salvación sea primero ofrecida a los judíos, a la "casa de Israel". Entre nuestros numerosos quehaceres, es importante no olvidar esto. Lo que cuenta no es la cantidad de nuestros trabajos... sino el hacer lo que el Padre tiene previsto para nosotros... según los límites que nos sean impuestos, incluso si esta limitación es molesta. Te ofrezco, Señor, todas mis ansias misioneras, todo lo que quisiera hacer por tu Reino, y que no llego a realizar. -Proclamad que ha llegado el reino de los cielos. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, expulsad demonios. Es necesario que los apóstoles hagan lo mismo que hizo el Señor (Noel Quesson).
El anuncio de esperanza del profeta se cumple en Cristo Jesús. Esa luz se ha hecho visible en Jesús de Nazaret. El ha hecho realidad la oración del salmista: el Señor sana a los que tienen quebrantado el corazón, de la manera como describe el evangelista la acción de Jesús, que pasó por el mundo revelando a su Padre por medio de hechos y palabras, anunciando la Buena Noticia, convirtiéndose así en la luz del mundo. Ya el profeta Isaías había anunciado la llegada del Emmanuel como la luz que alumbra al pueblo que estaba en tinieblas (9, 1). Esa es la luz que esperamos con ansia en esta Navidad. Del Señor tiene que llegar una nueva luz que nos permita ver a nuestro Continente de manera diferente, con los ojos de Jesús; para que podamos descubrir su rostro en todos los hombres que nos miran con esperanza y que, tal vez, esperan de nosotros, como cristianos, que mostremos con obras lo que confesamos en nuestra fe: que todos somos imágenes de Dios, hijos de un mismo Padre, hermanos de Jesucristo y llamados por nuestro nombre para formar parte de la gran familia de seguidores, amigos y testimonios de Jesús (servicio bíblico latinoamericano).
En el canto de entrada decimos anhelantes: «Despierta tu poder, Señor, Tú que te sientas sobre querubines, y ven a salvarnos» (Sal 79,4.2). Y en la comunión se nos asegura que viene en seguida y que trae consigo su salario, para pagar a cada uno, según su propio trabajo (Ap 22,12). Pedimos, pues, al Señor que, ya que para librar al hombre de la antigua esclavitud envió a su Hijo a este mundo, nos conceda a los que esperamos con devoción su venida la gracia de su perdón y el premio de la libertad verdadera (colecta, Rótulus de Rávena, siglo V). Todo esto se realiza principalmente en Cristo, a cuya venida en la Noche de Navidad nos preparamos. La certeza de la consolación final no está separada del dolor que habitualmente nos acompaña. El «pan de la aflicción» y «el agua de la tribulación» son el alimento diario del hombre. Nos resulta difícil aceptar de la misma mano el sufrimiento y la alegría, pero no podemos olvidar que todo se nos da para nuestro bien (Rom 8,28). El Señor es el gran Maestro que no se cansa de indicarnos el camino, a pesar de que nosotros nos inclinemos a perderlo por nuestra malicia. Hemos de levantar la mirada para leer los acontecimientos; entonces, seremos dóciles a las enseñanzas divinas y caminaremos por la única dirección por la que encontraremos al Señor, «que curará nuestras heridas». ¡Cuántos están todavía en las tinieblas del error, incluso los que se llaman cristianos, pero no viven como tales! Desechemos las obras de las tinieblas, de la vida pagana, infiel, y empuñemos las armas de la luz. Caminemos a la luz de Cristo. Él cura todas nuestras enfermedades.
Jesús se compadece de la muchedumbre. Y la misión de Jesús se prolonga por medio de sus discípulos. Es para Cristo y para ellos la hora de la compasión con los hermanos, los hombres y mujeres de todos los tiempos. ¡Cuántos marchan por la vida como ovejas sin pastor! Necesitan de nuestra ayuda. Todo cristiano ha de ser necesariamente misionero, aunque en esto existan grados y modos diversos. Todos estamos obligados a difundir el mensaje de salvación, con nuestras oraciones y sacrificios, con nuestra palabra y con nuestro ejemplo.
Con gran corazón, con inmenso amor hagámonos solidarios de todos los males y sufrimientos de los hombres que nos rodean y de los que viven a mucha distancia de nosotros. Todos son hermanos nuestros y a todos debe llegar nuestra ayuda. «A Ti levanto mi alma». Tal es el clamor que debe brotar de nuestro corazón en este tiempo de Adviento al contemplar tanta miseria moral en nosotros y en todos los hombres. Ningún poder humano puede darnos la redención verdadera, la liberación que en realidad necesitamos todos los hombres. Únicamente Jesucristo, el Hijo de Dios humanado, nos puede salvar. San Buenaventura lo afirma orando: «Clama, alma devota, cercada de tantas miserias, clama a Jesús y dile: “¡Oh Jesús, Salvador del mundo, sálvanos, ayúdanos, oh Señor Dios Nuestro!, esforzando a los débiles, consolando a los afligidos, socorriendo a los frágiles, consolidando a los vacilantes”... ¡Alégrate, viendo que Jesús ahuyenta los demonios en la remisión del pecado, alumbra a los ciegos infundiendo el verdadero conocimiento, resucita a los muertos al conferir la gracia, cura los enfermos, sana los cojos, endereza a los paralíticos y contraídos, robusteciendo su espíritu, a fin de que sean fuertes y varoniles por la gracia los que antes eran flacos y cobardes por la culpa» (Las cinco festividades del Nacimiento de Jesús, fest. III, 3; cf Manuel Garrido).
Adviento, 18 de Diciembre: san José es modelo de fe para nosotros: como reacciona ante la “duda”: escucha al Ángel en sueños y obedece
1.Jeremías (23,5-8) nos dice de parte de Dios: “Mirad que días vienen en que suscitaré a David un Germen justo: reinará un rey prudente, practicará el derecho y la justicia en la tierra. En sus días estará a salvo Judá, e Israel vivirá en seguro. Y este es el nombre con que te llamarán: «Yahveh, justicia nuestra.»” Tú Señor, ves en mí, en germen, todas las posibilidades de santidad. Imagen casi biológica: el "germen" es el comienzo del ser. Lo que contiene toda la potencia de vida que irá desarrollándose. Minúsculo, casi invisible, el germen posee todo el poder que se manifestará esplendoroso a pleno día. Son cualidades del rey esperado, del Mesías, de Jesús, ser un verdadero jefe, inteligente, bueno y justo.¿No es esto lo que está esperando la humanidad HOY y siempre? ¡Que la prudencia rija en los responsables a todos los niveles! ¡Que el derecho y la justicia presidan las relaciones entre los hombres! Que a los problemas humanos se les apliquen soluciones sensatas. Sin saberlo, quizá todo ello es un esperar a Cristo. El mundo, sin darse cuenta, espera a este Cristo prudente, recto y justo; y esto no se realiza más que mediante la mediación de un hombre. HOY puedo yo cooperar en esa obra de Cristo.
“mi Señor, mi justicia”… Los nombres tienen mucha importancia para la mentalidad semítica: caracterizan a la persona. Un hombre que no es por sí mismo su propia justicia. Un hombre investido de la misma justicia de Dios. Cuando trato de ser más justo, en realidad "es el Señor mi justicia": «El Señor hace... hoy» justicia, no ayer, sino que vive conmigo. Es HOY cuando me dará su gracia, lo que me convenga (Noel Quesson).
2. El Salmo (72: 1-2,12-13,18-19) de Salomón reza: “Oh Dios, da al rey tu juicio, al hijo de rey tu justicia: que con justicia gobierne a tu pueblo, con equidad a tus humildes. Porque él librará al pobre suplicante, al desdichado y al que nadie ampara; se apiadará del débil y del pobre, el alma de los pobres salvará.¡Bendito sea Yahveh, Dios de Israel, el único que hace maravillas!¡Bendito sea su nombre glorioso para siempre, toda la tierra se llene de su gloria! ¡Amén! ¡Amén!” Ningún rey cumplió estas promesas. Por eso, nos habla de Jesús, salvador de todos. Que como buen Pastor, cuida de las ovejas débiles y enfermas; y a las descarriadas, las busca hasta encontrarlas y, lleno de amor, las carga sobre sus hombros y las lleva de vuelta al Redil, a la Casa Paterna. Así Dios ha querido convertirse en bendición para todos. En verdad que contemplando así a Dios hecho Dios-con-nosotros no podemos sino estallar en bendiciones a su santo Nombre, pues ha hecho grandes cosas por nosotros el Todopoderoso librando al débil del poderoso y ayudando al que se encuentra sin amparo. Aprendamos a acogernos a su misericordia, pues Él salvará a quienes en Él confían.
3. El Evangelio (Mt 1,18-24) nos cuenta que “la generación de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo. Su marido José, como era justo y no quería ponerla en evidencia, resolvió repudiarla en secreto. Así lo tenía planeado, cuando el Ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en Ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados». Todo esto sucedió para que se cumpliese el oráculo del Señor por medio del profeta: «Ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel, que traducido significa: “Dios con nosotros”». Despertado José del sueño, hizo como el Ángel del Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer”. Mañana volveremos a leer este Evangelio (domingo 4º, A) donde vemos que en José y María se cumplen todas las bienaventuranzas de estos días pasados, cuando los profetas anunciaban que Jesús traería la protección a los débiles. El que se iba porque sobraba, porque no entendía la maternidad de María, ahora recibe el anuncio del ángel para que siga a su lado y haga de padre a Jesús, en esta nueva familia de los hijos de Dios, no de la carne sino de la gracia. El ángel le asegura que el hijo que espera María es obra del Espíritu. Pero que él, José, no debe retirarse. Dios le necesita. Cuenta con él para una misión muy concreta: cumplir lo que se había anunciado, que el Mesías sería de la casa de David, como lo es José, «hijo de David» (evangelio), y poner al hijo el nombre de Jesús (Dios-salva), misión propia del padre. «Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel». Admirable disponibilidad la de este joven israelita. Sin discursos ni posturas heroicas ni preguntas, obedece los planes de Dios, por sorprendentes que sean, conjugándolos con su profundo amor a María. Acepta esa paternidad tan especial, con la que colabora en los inicios de la salvación mesiánica, a la venida del Dios-con-nosotros. Deja el protagonismo a Dios: el Mesías no viene de nosotros. Viene de Dios: concebido por obra del Espíritu. La alabanza que se hizo a María, «feliz tú porque has creído», se puede extender también a este joven obrero, el justo José.¿Acogemos así nosotros, en nuestras vidas, los planes de Dios?
En María y José encontramos un matrimonio ejemplar, modelo para todos nuestros hogares, pero sin duda singular, como vemos en el Evangelio de hoy. Es también naciente iglesia doméstica, que custodiará el Redentor. Son de carne y hueso como nosotros, vivían nuestras mismas dificultades y alegrías similares a las nuestras. La Sagrada Familia es modelo de nuestras familias, luchaban por llevar las cosas adelante, y nos enseñan a vivir las dificultades en positivo: transformarlas en posibilidades, de amar más, de ser más entregados, de tener más fe y perseverancia; así se refuerza el amor y la fidelidad. Las dificultades de ordinaria administración no aparecen en el Evangelio: problemas con clientes del taller, rumores de pueblo, estrecheces económicas propias de vivir al día… Se intuye que para ellos los nervios no degeneraban en discusiones; que cuando no podían solucionar una cosa hablando, optaban por el silencio (es una forma de diálogo, cuando se ama): meditar las cosas, el silencio de la oración… Los problemas que nos muestra el Evangelio no son los pequeños de cada día, sólo vemos los más graves… y vemos como actúan, en silencio, "aguantan en el dolor" y esperan el “dedo” de Dios… Dios ilumina a José en sueños, y José es dócil: aprende a ir al paso de Dios, como más tarde cuando se le indica que vaya a Egipto, que vuelva, etc. Desplazarse a Belén para empadronarse no sería nada fácil, José sabía que era inoportuno aquel viaje; pensaba que algún pariente en Belén les podría albergar, pero una vez más nada salió como ellos habían pensado: el viaje a Egipto será otro ejemplo de cambio de planes, como en el episodio del Niño perdido y hallado en el Templo… aprenden a meditar las cosas, a ir al paso de Dios, para cumplir su voluntad. Todo esto es modelo para nosotros, les pedimos a José y María que nos ayuden a dejarnos llevar por Dios, a tener confianza y ver esa mano invisible que nos acompaña y nos guía a lo largo de la vida. Llucià Pou Sabaté
“mi Señor, mi justicia”… Los nombres tienen mucha importancia para la mentalidad semítica: caracterizan a la persona. Un hombre que no es por sí mismo su propia justicia. Un hombre investido de la misma justicia de Dios. Cuando trato de ser más justo, en realidad "es el Señor mi justicia": «El Señor hace... hoy» justicia, no ayer, sino que vive conmigo. Es HOY cuando me dará su gracia, lo que me convenga (Noel Quesson).
2. El Salmo (72: 1-2,12-13,18-19) de Salomón reza: “Oh Dios, da al rey tu juicio, al hijo de rey tu justicia: que con justicia gobierne a tu pueblo, con equidad a tus humildes. Porque él librará al pobre suplicante, al desdichado y al que nadie ampara; se apiadará del débil y del pobre, el alma de los pobres salvará.¡Bendito sea Yahveh, Dios de Israel, el único que hace maravillas!¡Bendito sea su nombre glorioso para siempre, toda la tierra se llene de su gloria! ¡Amén! ¡Amén!” Ningún rey cumplió estas promesas. Por eso, nos habla de Jesús, salvador de todos. Que como buen Pastor, cuida de las ovejas débiles y enfermas; y a las descarriadas, las busca hasta encontrarlas y, lleno de amor, las carga sobre sus hombros y las lleva de vuelta al Redil, a la Casa Paterna. Así Dios ha querido convertirse en bendición para todos. En verdad que contemplando así a Dios hecho Dios-con-nosotros no podemos sino estallar en bendiciones a su santo Nombre, pues ha hecho grandes cosas por nosotros el Todopoderoso librando al débil del poderoso y ayudando al que se encuentra sin amparo. Aprendamos a acogernos a su misericordia, pues Él salvará a quienes en Él confían.
3. El Evangelio (Mt 1,18-24) nos cuenta que “la generación de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo. Su marido José, como era justo y no quería ponerla en evidencia, resolvió repudiarla en secreto. Así lo tenía planeado, cuando el Ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en Ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados». Todo esto sucedió para que se cumpliese el oráculo del Señor por medio del profeta: «Ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel, que traducido significa: “Dios con nosotros”». Despertado José del sueño, hizo como el Ángel del Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer”. Mañana volveremos a leer este Evangelio (domingo 4º, A) donde vemos que en José y María se cumplen todas las bienaventuranzas de estos días pasados, cuando los profetas anunciaban que Jesús traería la protección a los débiles. El que se iba porque sobraba, porque no entendía la maternidad de María, ahora recibe el anuncio del ángel para que siga a su lado y haga de padre a Jesús, en esta nueva familia de los hijos de Dios, no de la carne sino de la gracia. El ángel le asegura que el hijo que espera María es obra del Espíritu. Pero que él, José, no debe retirarse. Dios le necesita. Cuenta con él para una misión muy concreta: cumplir lo que se había anunciado, que el Mesías sería de la casa de David, como lo es José, «hijo de David» (evangelio), y poner al hijo el nombre de Jesús (Dios-salva), misión propia del padre. «Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel». Admirable disponibilidad la de este joven israelita. Sin discursos ni posturas heroicas ni preguntas, obedece los planes de Dios, por sorprendentes que sean, conjugándolos con su profundo amor a María. Acepta esa paternidad tan especial, con la que colabora en los inicios de la salvación mesiánica, a la venida del Dios-con-nosotros. Deja el protagonismo a Dios: el Mesías no viene de nosotros. Viene de Dios: concebido por obra del Espíritu. La alabanza que se hizo a María, «feliz tú porque has creído», se puede extender también a este joven obrero, el justo José.¿Acogemos así nosotros, en nuestras vidas, los planes de Dios?
En María y José encontramos un matrimonio ejemplar, modelo para todos nuestros hogares, pero sin duda singular, como vemos en el Evangelio de hoy. Es también naciente iglesia doméstica, que custodiará el Redentor. Son de carne y hueso como nosotros, vivían nuestras mismas dificultades y alegrías similares a las nuestras. La Sagrada Familia es modelo de nuestras familias, luchaban por llevar las cosas adelante, y nos enseñan a vivir las dificultades en positivo: transformarlas en posibilidades, de amar más, de ser más entregados, de tener más fe y perseverancia; así se refuerza el amor y la fidelidad. Las dificultades de ordinaria administración no aparecen en el Evangelio: problemas con clientes del taller, rumores de pueblo, estrecheces económicas propias de vivir al día… Se intuye que para ellos los nervios no degeneraban en discusiones; que cuando no podían solucionar una cosa hablando, optaban por el silencio (es una forma de diálogo, cuando se ama): meditar las cosas, el silencio de la oración… Los problemas que nos muestra el Evangelio no son los pequeños de cada día, sólo vemos los más graves… y vemos como actúan, en silencio, "aguantan en el dolor" y esperan el “dedo” de Dios… Dios ilumina a José en sueños, y José es dócil: aprende a ir al paso de Dios, como más tarde cuando se le indica que vaya a Egipto, que vuelva, etc. Desplazarse a Belén para empadronarse no sería nada fácil, José sabía que era inoportuno aquel viaje; pensaba que algún pariente en Belén les podría albergar, pero una vez más nada salió como ellos habían pensado: el viaje a Egipto será otro ejemplo de cambio de planes, como en el episodio del Niño perdido y hallado en el Templo… aprenden a meditar las cosas, a ir al paso de Dios, para cumplir su voluntad. Todo esto es modelo para nosotros, les pedimos a José y María que nos ayuden a dejarnos llevar por Dios, a tener confianza y ver esa mano invisible que nos acompaña y nos guía a lo largo de la vida. Llucià Pou Sabaté
17 de diciembre. La fe nos abre los ojos para ver, son los ojos de nuestros ojos. Jesús, ¡que te vea con los ojos de mis ojos!
1. Isaías (29.17-24) dice de parte de Dios: “Pronto, muy pronto, el Líbano se convertirá en vergel, el vergel parecerá un bosque; aquel día, oirán los sordos las palabras del libro; sin tinieblas ni oscuridad verán los ojos de los ciegos. Los oprimidos volverán a alegrarse con el Señor, y los más pobres gozarán con el Santo de Israel; porque se acabó el opresor, terminó el cínico; y serán aniquilados los despiertos para el mal, los que van a coger a otro en el hablar y, con trampas, al que defiende en el tribunal, y por nada hunden al inocente… Ya no se avergonzará Jacob, ya no se sonrojará su cara, pues, cuando vea mis acciones en medio de él, santificará mi nombre, santificará al Santo de Jacob y temerá al Dios de Israel. Los que habían perdido la cabeza comprenderán, y los que protestaban aprenderán la enseñanza”. Cuando triunfe el Mesías, cuando llegue su Reino y todo sea transformado y el mundo redimido, no podrá existir el mal en ningún sentido. Todo será un paraíso. María estaba como impregnada de esos pasajes de la Biblia, que ahora leemos diariamente. Ella había leído ese poema de Isaías, lo aprendió en la escuela de su pueblo; y a su vez, como madre lo enseñó a Jesús. María debió «exultar» cuando vio a su hijo «abrir los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos». El Mesías ha venido. La era mesiánica ha comenzado y ¡ha llegado el tiempo anunciado por los profetas!
2. El Salmo (26,1.4.13-14) canta: “El Señor es mí luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar? Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor, contemplando su templo. Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor”. ¡Ven, Señor Jesús! Esperamos alegre y confiadamente en su venida: si Dios está con nosotros, ¿quién estará en contra nuestra? Pero con lucha: en el camino de salvación no es sólo Dios; ni somos sólo nosotros; es la Gracia de Dios con nosotros. Es verdad que de parte nuestra sólo hay una frágil voluntad; pero será el Señor el que nos tome bajo su cuidado, e irá haciendo que poco a poco vayamos creciendo en el amor a Él y en la fidelidad a su voluntad, pues el camino de salvación es eso precisamente, un camino que se inicia tal vez con mucha fragilidad, pero que, si confiamos en el Señor, Él hará que lleguemos a amar y a querer conforme a lo que Él espera de nosotros. Confiemos siempre en el Señor. Dejemos que Él guíe nuestros pasos por el camino del bien, hasta que algún día podamos contemplar el Rostro del Señor y disfrutemos de Él eternamente.
3. El Evangelio (Mt 9,27-31) nos dice que “cuando Jesús se iba de allí, al pasar le siguieron dos ciegos gritando: «¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!». Y al llegar a casa, se le acercaron los ciegos, y Jesús les dice: «¿Creéis que puedo hacer eso?». Dícenle: «Sí, Señor». Entonces les tocó los ojos diciendo: «Hágase en vosotros según vuestra fe». Y se abrieron sus ojos. Jesús les ordenó severamente: «¡Mirad que nadie lo sepa!». Pero ellos, en cuanto salieron, divulgaron su fama por toda aquella comarca”. La ceguera que hoy la liturgia trae a nuestra consideración tiene diversos niveles. En primer lugar, en el mundo hay sufrimiento, pero quitarlo no se puede siempre, a veces hay que transformarlo, por amor. Otra forma de ceguera es la interior, como decía de sí mismo San Agustín: “ciego y hundido, no podía concebir la luz de la honestidad y la belleza que no se ven con el ojo carnal sino solamente con la mirada interior”, pues sin la apertura a Dios la ceguera es una enfermedad incurable: “¿qué soy yo sin ti para mi mismo sino un guía ciego que me lleva al precipicio?”, la búsqueda del “ciego y turbulento amor a los espectáculos” es una forma de suplir esa carencia vital.
«Ten compasión de nosotros, Hijo de David». Bonitas palabras, para decirle a Jesús estos días. El Adviento nos invita a abrir los ojos, a esperar, a estar en búsqueda continua, a decir desde lo hondo de nuestro ser «ven, Señor Jesús», a dejarnos salvar y a salir al encuentro del verdadero Salvador, que es Cristo Jesús. Sea cual sea nuestra situación personal y comunitaria, Dios nos alarga su mano y nos invita a la esperanza, porque nos asegura que él está con nosotros. La Iglesia peregrina hacia delante, hacia los tiempos definitivos, donde la salvación será plena. Por eso durante el Adviento se nos invita tanto a vivir en vigilancia y espera, exclamando «Marana tha», «Ven, Señor Jesús». Al inicio de la Eucaristía, muchas veces repetimos -ojalá desde dentro, creyendo lo que decimos- la súplica de los ciegos: «Señor, ten piedad. Señor, ten compasión de nosotros». Para que él nos purifique interiormente, nos preste su fuerza, nos cure de nuestros males y nos ayude a celebrar bien su Eucaristía. Es una súplica breve e intensa que muy bien podemos llamar oración de Adviento, porque estamos pidiendo la venida de Cristo a nuestras vidas, que es la que nos salva y nos fortalece. La que nos devuelve la luz. En este Adviento se tienen que encontrar nuestra miseria y la respuesta salvadora de Jesús (J. Aldazábal. Llucià Pou Sabaté).
2. El Salmo (26,1.4.13-14) canta: “El Señor es mí luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar? Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor, contemplando su templo. Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor”. ¡Ven, Señor Jesús! Esperamos alegre y confiadamente en su venida: si Dios está con nosotros, ¿quién estará en contra nuestra? Pero con lucha: en el camino de salvación no es sólo Dios; ni somos sólo nosotros; es la Gracia de Dios con nosotros. Es verdad que de parte nuestra sólo hay una frágil voluntad; pero será el Señor el que nos tome bajo su cuidado, e irá haciendo que poco a poco vayamos creciendo en el amor a Él y en la fidelidad a su voluntad, pues el camino de salvación es eso precisamente, un camino que se inicia tal vez con mucha fragilidad, pero que, si confiamos en el Señor, Él hará que lleguemos a amar y a querer conforme a lo que Él espera de nosotros. Confiemos siempre en el Señor. Dejemos que Él guíe nuestros pasos por el camino del bien, hasta que algún día podamos contemplar el Rostro del Señor y disfrutemos de Él eternamente.
3. El Evangelio (Mt 9,27-31) nos dice que “cuando Jesús se iba de allí, al pasar le siguieron dos ciegos gritando: «¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!». Y al llegar a casa, se le acercaron los ciegos, y Jesús les dice: «¿Creéis que puedo hacer eso?». Dícenle: «Sí, Señor». Entonces les tocó los ojos diciendo: «Hágase en vosotros según vuestra fe». Y se abrieron sus ojos. Jesús les ordenó severamente: «¡Mirad que nadie lo sepa!». Pero ellos, en cuanto salieron, divulgaron su fama por toda aquella comarca”. La ceguera que hoy la liturgia trae a nuestra consideración tiene diversos niveles. En primer lugar, en el mundo hay sufrimiento, pero quitarlo no se puede siempre, a veces hay que transformarlo, por amor. Otra forma de ceguera es la interior, como decía de sí mismo San Agustín: “ciego y hundido, no podía concebir la luz de la honestidad y la belleza que no se ven con el ojo carnal sino solamente con la mirada interior”, pues sin la apertura a Dios la ceguera es una enfermedad incurable: “¿qué soy yo sin ti para mi mismo sino un guía ciego que me lleva al precipicio?”, la búsqueda del “ciego y turbulento amor a los espectáculos” es una forma de suplir esa carencia vital.
«Ten compasión de nosotros, Hijo de David». Bonitas palabras, para decirle a Jesús estos días. El Adviento nos invita a abrir los ojos, a esperar, a estar en búsqueda continua, a decir desde lo hondo de nuestro ser «ven, Señor Jesús», a dejarnos salvar y a salir al encuentro del verdadero Salvador, que es Cristo Jesús. Sea cual sea nuestra situación personal y comunitaria, Dios nos alarga su mano y nos invita a la esperanza, porque nos asegura que él está con nosotros. La Iglesia peregrina hacia delante, hacia los tiempos definitivos, donde la salvación será plena. Por eso durante el Adviento se nos invita tanto a vivir en vigilancia y espera, exclamando «Marana tha», «Ven, Señor Jesús». Al inicio de la Eucaristía, muchas veces repetimos -ojalá desde dentro, creyendo lo que decimos- la súplica de los ciegos: «Señor, ten piedad. Señor, ten compasión de nosotros». Para que él nos purifique interiormente, nos preste su fuerza, nos cure de nuestros males y nos ayude a celebrar bien su Eucaristía. Es una súplica breve e intensa que muy bien podemos llamar oración de Adviento, porque estamos pidiendo la venida de Cristo a nuestras vidas, que es la que nos salva y nos fortalece. La que nos devuelve la luz. En este Adviento se tienen que encontrar nuestra miseria y la respuesta salvadora de Jesús (J. Aldazábal. Llucià Pou Sabaté).
Jueves de la 3ª semana de Adviento. De la tribu de Judá nacerá Jesús, hijo de Dios. Su historia es nuestra historia
1.El Génesis (49,1-2.8-10) nos dice que “En aquellos días, Jacob llamó a sus hijos y les dijo: «Reuníos, que os voy a contar lo que os va a suceder en el futuro; agrupaos y escuchadme, hijos de Jacob, oíd a vuestro padre Israel: A ti, Judá, te alabarán tus hermanos, pondrás la mano sobre la cerviz de tus enemigos, se postrarán ante ti los hijos de tu padre. Judá es un león agazapado, has vuelto de hacer presa, hijo mío; se agacha y se tumba como león o como leona, ¿quién se atreve a desafiarlo? No se apartará de Judá el cetro, ni el bastón de mando de entre sus rodillas, hasta que venga aquel a quien está reservado, y le rindan homenaje los pueblos.» De la saga de Judá viene Jesús, de su historia… es lo que leemos hoy, el carné de identidad de los judíos era leer la larga serie de quién eran hijos…
2. Salmo (71,1-2.3-4ab.7-8.17): “Dios mío, confía tu juicio al rey, tu justicia al hijo de reyes, para que rija a tu pueblo con justicia, a tus humildes con rectitud. Que los montes traigan paz, y los collados justicia; que él defienda a los humildes del pueblo, socorra a los hijos del pobre. Que en sus días florezca la justicia y la paz hasta que falte la luna; que domine de mar a mar, el Gran Río al confín de la tierra. Que su nombre sea eterno, y su fama dure como el sol; que él sea la bendición de todos los pueblos, y lo proclamen dichoso todas las razas de la tierra”, todo esto pasará cuando venga Jesús, el Rey de reyes, hijo de reyes, que traerá la justicia y florecerá todo lo bueno… es lo que anuncia este salmo: dará la bendición, y con él vendrán todas las cosas buenas para todas las razas.
3. Evangelio (Mateo 1,1-17): “Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abrahán. Abrahán engendró a Isaac, Isaac a Jacob, Jacob a Judá y a sus hermanos. Judá engendró, de Tamar, a Farés y a Zará, Farés a Estón, Esrón a Aram, Aram a Aminadab, Aminadab a Naasón, Naasón a Salmón, Salmón engendró, de Rahab, a Booz; Booz engendró, de Rut, a Obed; Obed a Jesé, Jesé engendró a David, el rey. David, de la mujer de Urías, engendró a Salomón, Salomón a Roboam, Roboam a Abías, Abías a Asaf, Asaf a Josafat, Josafat a Joram, Joram a Ozías, Ozías a Joatán, Joatán a Acaz, Acaz a Ezequías, Ezequías engendró a Manasés, Manasés a Amós, Amós a Josías; Josías engendró a Jeconías y a sus hermanos, cuando el destierro de Babilonia. Después del destierro de Babilonia, Jeconías engendró a Salatiel, Salatiel a Zorobabel, Zorobabel a Abiud, Abiud a Eliaquín, Eliaquín a Azor, Azor a Sadoc, Sadoc a Aquirn, Aquím a Eliud, Eliud a Eleazar, Eleazar a Matán, Matán a Jacob; y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo. Así, las generaciones desde Abrahán a David fueron en total catorce; desde David hasta la deportación a Babilonia, catorce; y desde la deportación a Babilonia hasta el Mesías, catorce”. Entre las personas que leemos, hay algunas que no se portaron bien, y las cuatro mujeres fueron extranjeras, para los judíos pecadoras. Salomón nació de la mujer que David tomó de otro, etc. Son los renglones torcidos de Dios. Jesús quiso nacer de ellos. Esto da una lección de no aspirar a ser impecables, sino a que después de cada tropiezo haya una conversión, un acercamiento a amar más a Dios, con humildad, de manos de María, con la confesión si podemos, pues Dios olvida lo que hemos confesado y nosotros también haríamos bien en olvidarlo… Llucià Pou Sabaté
2. Salmo (71,1-2.3-4ab.7-8.17): “Dios mío, confía tu juicio al rey, tu justicia al hijo de reyes, para que rija a tu pueblo con justicia, a tus humildes con rectitud. Que los montes traigan paz, y los collados justicia; que él defienda a los humildes del pueblo, socorra a los hijos del pobre. Que en sus días florezca la justicia y la paz hasta que falte la luna; que domine de mar a mar, el Gran Río al confín de la tierra. Que su nombre sea eterno, y su fama dure como el sol; que él sea la bendición de todos los pueblos, y lo proclamen dichoso todas las razas de la tierra”, todo esto pasará cuando venga Jesús, el Rey de reyes, hijo de reyes, que traerá la justicia y florecerá todo lo bueno… es lo que anuncia este salmo: dará la bendición, y con él vendrán todas las cosas buenas para todas las razas.
3. Evangelio (Mateo 1,1-17): “Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abrahán. Abrahán engendró a Isaac, Isaac a Jacob, Jacob a Judá y a sus hermanos. Judá engendró, de Tamar, a Farés y a Zará, Farés a Estón, Esrón a Aram, Aram a Aminadab, Aminadab a Naasón, Naasón a Salmón, Salmón engendró, de Rahab, a Booz; Booz engendró, de Rut, a Obed; Obed a Jesé, Jesé engendró a David, el rey. David, de la mujer de Urías, engendró a Salomón, Salomón a Roboam, Roboam a Abías, Abías a Asaf, Asaf a Josafat, Josafat a Joram, Joram a Ozías, Ozías a Joatán, Joatán a Acaz, Acaz a Ezequías, Ezequías engendró a Manasés, Manasés a Amós, Amós a Josías; Josías engendró a Jeconías y a sus hermanos, cuando el destierro de Babilonia. Después del destierro de Babilonia, Jeconías engendró a Salatiel, Salatiel a Zorobabel, Zorobabel a Abiud, Abiud a Eliaquín, Eliaquín a Azor, Azor a Sadoc, Sadoc a Aquirn, Aquím a Eliud, Eliud a Eleazar, Eleazar a Matán, Matán a Jacob; y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo. Así, las generaciones desde Abrahán a David fueron en total catorce; desde David hasta la deportación a Babilonia, catorce; y desde la deportación a Babilonia hasta el Mesías, catorce”. Entre las personas que leemos, hay algunas que no se portaron bien, y las cuatro mujeres fueron extranjeras, para los judíos pecadoras. Salomón nació de la mujer que David tomó de otro, etc. Son los renglones torcidos de Dios. Jesús quiso nacer de ellos. Esto da una lección de no aspirar a ser impecables, sino a que después de cada tropiezo haya una conversión, un acercamiento a amar más a Dios, con humildad, de manos de María, con la confesión si podemos, pues Dios olvida lo que hemos confesado y nosotros también haríamos bien en olvidarlo… Llucià Pou Sabaté
Miércoles de la 3ª semana de Adviento. La vida en la tierra ya comienza a parecer el cielo, cuando sabemos caminar con Jesús
1.Isaías (45,6s) nos dice de parte de Dios: “Yo soy el Señor, y no hay otro: artífice de la luz, creador de las tinieblas, autor de la paz, creador de la desgracia; yo, el Señor, hago todo esto. Cielos, destilad el rocío; nubes, derramad la victoria; ábrase la tierra, y brote la salvación, y con ella germine la justicia; el Señor, lo he creado.» Así dice el Señor, creador del cielo -él es Dios-, él modeló la tierra, la fabricó y la afianzó; no la creó vacía, sino que la formó habitable: «Yo soy el Señor, y no hay otro. No hay otro Dios fuera de mí. Yo soy un Dios justo y salvador, y no hay ninguno más. Volveos hacia mí para salvaros, confines de la tierra, pues yo soy Dios, y no hay otro. Yo juro por mi nombre, de mi boca sale una sentencia, una palabra irrevocable: "Ante mí se doblará toda rodilla, por mí jurará toda lengua"; dirán: "Sólo el Señor tiene la justicia y el poder." A él vendrán avergonzados los que se enardecían contra él; con el Señor triunfará y se gloriará la estirpe de Israel.” Nos habla de Cristo es el primer "brote" de la nueva humanidad renovada. Justicia y salvación son los frutos de la humanidad fecundada por la misericordia divina. Esta es una de las profecías de Isaías que el Adviento ha tenido más en cuenta. La renovación anunciada como una «primavera». La naturaleza entera se renueva y participa a la fabulosa venida del Mesías. Todo es hermoso. Dios es creador, salvador: por medio de su Hijo, encarnado por obra del Espíritu Santo en el Señor purísimo de María Virgen, nos ofrece el perdón de nuestros pecados y la vida eterna. Y aun cuando esta oferta de parte de Dios ya está hecha, no puede hacerse realidad en nosotros si no abrimos nuestro corazón a la justificación que nos viene de Dios. Por eso podemos decir que cada uno va colaborando con la gracia para que la Redención no quede inutilizada en nosotros, ni caiga como en saco roto.
2. Salmo (84,9-14). “Voy a escuchar lo que dice el Señor: «Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos.» La salvación está ya cerca de sus fieles, y la gloria habitará en nuestra tierra. La misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan; la fidelidad brota de la tierra, y la justicia mira desde el cielo. El Señor nos dará la lluvia, nuestra tierra dará su fruto la justicia marchará ante él, la salvación seguirá sus pasos”. Es la gran fiesta en que todos son amigos, todos se abrazan, el amor de Dios es una realidad.
3. El Evangelio (Lucas 7,19-23) nos cuenta que “Juan envió a dos de sus discípulos a preguntar al Señor: - «¿Eres tú el que ha de venir, o tenemos que esperar a otro?»… Y en aquella ocasión Jesús curó a muchos de enfermedades, achaques y malos espíritus, y a muchos ciegos les otorgó la vista. Después contestó a los enviados: -«Id a anunciar a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los inválidos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio. Y dichoso el que no se escandalice de mí.” La pregunta del Bautista es un resumen del anuncio de la llegada del reino de Dios sobre la tierra. -Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan... Jesús cita al profeta Isaías. Adviento nos hace revivir este tiempo de espera. Son tantos los hombres que hoy también esperan la liberación de todo lo que pesa sobre sus vidas.
En la Eucaristía, antes de comulgar, rezamos todos juntos el Padrenuestro. Y en esta oración hay una invocación que ahora en Adviento podemos decir con más convicción interior: «venga a nosotros tu Reino».
Jesús nace en una cueva, oculto a los ojos de los hombres que lo esperan, y unos pastores de alma sencilla serán sus primeros adoradores. La sencillez de aquellos hombres les permitirá ver al Niño que les han anunciado. También nosotros lo hemos encontrado y es lo más extraordinario de nuestra existencia. Nosotros queremos ver al Señor, tratarle, amarle y servirle. ¡Abrid de par en par las puertas a Cristo!, nos anima Juan Pablo II. Debemos desear una nueva conversión para contemplarle en esta próxima Navidad. La Virgen nos ayudará a prepararnos para recibirle, y su fortaleza ayudará nuestra debilidad, y nos hará comprobar que para Dios nada es imposible. Llucià Pou Sabaté
2. Salmo (84,9-14). “Voy a escuchar lo que dice el Señor: «Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos.» La salvación está ya cerca de sus fieles, y la gloria habitará en nuestra tierra. La misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan; la fidelidad brota de la tierra, y la justicia mira desde el cielo. El Señor nos dará la lluvia, nuestra tierra dará su fruto la justicia marchará ante él, la salvación seguirá sus pasos”. Es la gran fiesta en que todos son amigos, todos se abrazan, el amor de Dios es una realidad.
3. El Evangelio (Lucas 7,19-23) nos cuenta que “Juan envió a dos de sus discípulos a preguntar al Señor: - «¿Eres tú el que ha de venir, o tenemos que esperar a otro?»… Y en aquella ocasión Jesús curó a muchos de enfermedades, achaques y malos espíritus, y a muchos ciegos les otorgó la vista. Después contestó a los enviados: -«Id a anunciar a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los inválidos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio. Y dichoso el que no se escandalice de mí.” La pregunta del Bautista es un resumen del anuncio de la llegada del reino de Dios sobre la tierra. -Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan... Jesús cita al profeta Isaías. Adviento nos hace revivir este tiempo de espera. Son tantos los hombres que hoy también esperan la liberación de todo lo que pesa sobre sus vidas.
En la Eucaristía, antes de comulgar, rezamos todos juntos el Padrenuestro. Y en esta oración hay una invocación que ahora en Adviento podemos decir con más convicción interior: «venga a nosotros tu Reino».
Jesús nace en una cueva, oculto a los ojos de los hombres que lo esperan, y unos pastores de alma sencilla serán sus primeros adoradores. La sencillez de aquellos hombres les permitirá ver al Niño que les han anunciado. También nosotros lo hemos encontrado y es lo más extraordinario de nuestra existencia. Nosotros queremos ver al Señor, tratarle, amarle y servirle. ¡Abrid de par en par las puertas a Cristo!, nos anima Juan Pablo II. Debemos desear una nueva conversión para contemplarle en esta próxima Navidad. La Virgen nos ayudará a prepararnos para recibirle, y su fortaleza ayudará nuestra debilidad, y nos hará comprobar que para Dios nada es imposible. Llucià Pou Sabaté
Etiquetas:
camino cristiano,
cielo
Martes de la 3ª semana de Adviento. El que obedece a Dios no es el que dice que irá a trabajar, sino el que dice primero que no, pero luego va. Porque
1.La Profecía de Sofonías (3,1-2.9-13) dice: «¡Ay de la ciudad rebelde, manchada y opresora! No obedeció ni escarmentó, no aceptaba la instrucción, no confiaba en el Señor, no se acercaba a su Dios. Entonces daré a los pueblos labios puros, para que invoquen todos el nombre del Señor, para que le sirvan unánimes. Desde más allá de los ríos de Etiopía, mis fieles dispersos me traerán ofrendas. Aquel día no te avergonzarás de las obras con que me ofendiste, porque arrancaré de tu interior tus soberbias bravatas, y no volverás a gloriarte sobre mi monte santo. Dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde, que confiará en el nombre del Señor. El resto de Israel no cometerá maldades, ni dirá mentiras, ni se hallará en su boca una lengua embustera; pastarán y se tenderán sin sobresaltos.» Un siglo después de Isaías, y un poco antes de Jeremías, alza su voz el profeta Sofonías, recriminando al pueblo de Judá (el reino del Sur) y advirtiéndole que le pasará lo mismo que antes a Samaria (el reino del Norte): el castigo del destierro. Israel se cree una ciudad rica, poderosa, autosuficiente, y no acepta la voz de Dios. Aunque oficialmente es el pueblo de Dios, de hecho se rebela contra él y se fía sólo de sí misma. Se ha vuelto indiferente, increyente. Ya no cuenta con Dios en sus planes. El profeta les invita a convertirse, a cambiar el estilo de su vida, a abandonar las «soberbias bravatas», a volver a escuchar y alabar a Dios con labios puros, sin engaños: sin prometer una cosa y hacer otra, como va siendo su costumbre. Anuncia también que serán los pobres los que acojan esta invitación, y que Dios tiene planes de construir un nuevo pueblo a partir del «resto de Israel», el «pueblo pobre y humilde», sin maldad ni embustes, que no pondrá su confianza en sus propias fuerzas sino que tendrá la valentía de ponerla en Dios. Se repite la constante de la historia humana que cantará María en su Magnificat: Dios ensalza a los pobres y humildes, y derriba de sus seguridades a los que se creen ricos y poderosos.
2. Salmo (33,2-3.6-7.17-18.19.23). “Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren. Contempladlo, y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará. Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha y lo salva de sus angustias. Pero el Señor se enfrenta con los malhechores, para borrar de la tierra su memoria. Cuando uno grita, el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias. El Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos. El Señor redime a sus siervos, no será castigado quien se acoge a él”. Dios es siempre compasivo y misericordioso para con nosotros. Nuestra vida está en sus manos; esa es nuestra alegría y nuestra paz. Y hemos de esforzarnos en portarnos mejor y alabar a Dios, porque si con el corazón y los labios le damos gracias, nos vamos haciendo buenos.
3. El Evangelio (Mateo 21,28-32) recoge una parábola de Jesús, también de dos hijos, como la del pródigo: “Pero ¿qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Llegándose al primero, le dijo: ‘Hijo, vete hoy a trabajar en la viña’.’Y él respondió: ’No quiero’, pero después se arrepintió y fue. Llegándose al segundo, le dijo lo mismo. Y él respondió: ’Voy, Señor’, y no fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad del padre?» - «El primero» - le dicen. Díceles Jesús: «En verdad os digo que los publicanos y las rameras llegan antes que vosotros al Reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros por camino de justicia, y no creísteis en Él, mientras que los publicanos y las rameras creyeron en Él. Y vosotros, ni viéndolo, os arrepentisteis después, para creer en Él”. Lo importante no es decir “sí”, sino “obrar”. Hay un dicho: «obras son amores y no buenas razones». Jesús dirá: «No todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial». Como escribió san Agustín, «existen dos voluntades. Tu voluntad debe ser corregida para identificarse con la voluntad de Dios; y no la de Dios torcida para acomodarse a la tuya». En lengua catalana decimos que un niño “creu” (“cree”), cuando obedece: ¡cree!, es decir, identificamos la obediencia con la fe, con la confianza en lo que nos dicen. Obediencia viene de “ob-audire”: escuchar con gran atención. En la oración procuramos no hacernos “sordos” a la voz del Amor. Cumplir la voluntad de Dios es ser santo; obedecer no es ser simplemente una marioneta en manos de otro, sino interiorizar lo que hay que cumplir: y así hacerlo porque “me da la gana”. Nuestra Madre la Virgen, maestra en la “obediencia de la fe”, nos enseñará el modo de aprender a obedecer la voluntad del Padre. La lectura y meditación del Evangelio nos facilitarán contemplar a Jesús Niño en la gruta de Belén, rodeado de María y José. Aprenderemos grandes lecciones de desprendimiento, de humildad y de preocupación por los demás. El Santo Evangelio nos ayudará a hacer de nuestra vida un reflejo de la vida de Jesús. Llucià Pou Sabaté
2. Salmo (33,2-3.6-7.17-18.19.23). “Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren. Contempladlo, y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará. Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha y lo salva de sus angustias. Pero el Señor se enfrenta con los malhechores, para borrar de la tierra su memoria. Cuando uno grita, el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias. El Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos. El Señor redime a sus siervos, no será castigado quien se acoge a él”. Dios es siempre compasivo y misericordioso para con nosotros. Nuestra vida está en sus manos; esa es nuestra alegría y nuestra paz. Y hemos de esforzarnos en portarnos mejor y alabar a Dios, porque si con el corazón y los labios le damos gracias, nos vamos haciendo buenos.
3. El Evangelio (Mateo 21,28-32) recoge una parábola de Jesús, también de dos hijos, como la del pródigo: “Pero ¿qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Llegándose al primero, le dijo: ‘Hijo, vete hoy a trabajar en la viña’.’Y él respondió: ’No quiero’, pero después se arrepintió y fue. Llegándose al segundo, le dijo lo mismo. Y él respondió: ’Voy, Señor’, y no fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad del padre?» - «El primero» - le dicen. Díceles Jesús: «En verdad os digo que los publicanos y las rameras llegan antes que vosotros al Reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros por camino de justicia, y no creísteis en Él, mientras que los publicanos y las rameras creyeron en Él. Y vosotros, ni viéndolo, os arrepentisteis después, para creer en Él”. Lo importante no es decir “sí”, sino “obrar”. Hay un dicho: «obras son amores y no buenas razones». Jesús dirá: «No todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial». Como escribió san Agustín, «existen dos voluntades. Tu voluntad debe ser corregida para identificarse con la voluntad de Dios; y no la de Dios torcida para acomodarse a la tuya». En lengua catalana decimos que un niño “creu” (“cree”), cuando obedece: ¡cree!, es decir, identificamos la obediencia con la fe, con la confianza en lo que nos dicen. Obediencia viene de “ob-audire”: escuchar con gran atención. En la oración procuramos no hacernos “sordos” a la voz del Amor. Cumplir la voluntad de Dios es ser santo; obedecer no es ser simplemente una marioneta en manos de otro, sino interiorizar lo que hay que cumplir: y así hacerlo porque “me da la gana”. Nuestra Madre la Virgen, maestra en la “obediencia de la fe”, nos enseñará el modo de aprender a obedecer la voluntad del Padre. La lectura y meditación del Evangelio nos facilitarán contemplar a Jesús Niño en la gruta de Belén, rodeado de María y José. Aprenderemos grandes lecciones de desprendimiento, de humildad y de preocupación por los demás. El Santo Evangelio nos ayudará a hacer de nuestra vida un reflejo de la vida de Jesús. Llucià Pou Sabaté
Suscribirse a:
Comentarios (Atom)