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sábado, 22 de mayo de 2010

Sábado de la 7ª semana de Pascua: Confiar en Jesús y seguirle, proclamar su Reino, es el camino de la felicidad: el Espíritu Santo viene a darnos esta alegría y abandono en el amor de Dios


1. Los Hechos terminan con esta llegada de Pablo a Roma acompañado desde el Foro de Apio y Tres Tabernas por los hermanos de la ciudad, que habían salido a su encuentro; de la situación de arresto domiciliario en que queda, y del encuentro, alocución y reto final a los judíos: durante dos años enseñando: “con un soldado que le custodiara… convocó a los principales judíos, y una vez reunidos les dijo: Hermanos, sin haber hecho nada contra el pueblo ni contra las tradiciones de los padres fui apresado en Jerusalén y entregado en manos de los romanos, que después de interrogarme querían ponerme en libertad por no haber en mí ninguna causa de muerte”. -Tres días después de nuestra llegada, convocó a los principales judíos... «Hermanos, no he hecho nada contra «nuestro» pueblo... pues precisamente por la esperanza de Israel, llevo yo esas cadenas.» Sin pérdida de tiempo, emprende la evangelización de Roma. Tres días después de su llegada convoca a cuantos puede. Y como de costumbre empieza por los de «su» pueblo, y se apoya en la escritura para poner de manifiesto que la fe en Jesús es la prolongación de toda la tradición de Israel. "Innovador" y a la vez «tradicionalista»... Tiene toda la novedad del evangelio, infusa en toda la fidelidad a la tradición recibida de las generaciones precedentes. El Antiguo Testamento era portador de una "esperanza", que Jesús ha realizado. El Antiguo Testamento era una preparación: Conservado violentamente como norma intangible, pasó a ser caduco... leído y releído en la perspectiva de la novedad de Jesucristo, conserva todo su valor.
“Pero ante la oposición de los judíos, me vi obligado a apelar al César, no para acusar de nada a los de mi nación. Por esta razón os he pedido veros y hablaros, pues llevo estas cadenas por la esperanza de Israel.

Pablo permaneció dos años completos en el lugar que había alquilado y recibía a todos los que acudían a él. Predicaba el Reino de Dios y enseñaba lo relativo al Señor Jesucristo con toda libertad y sin ningún estorbo” (Hch 28,16-20.30-31).

Mientras espera su juicio y su muerte. En sólo dos años la huella de Pablo quedará en Roma, lo mismo que la de Pedro que morirá allá también. Pablo se encuentra ahora en el centro. El centro de un inmenso Imperio pagano. Hoy todavía son dignos de contemplar la suntuosidad de las ruinas de los Foros y de los numerosos Templos. En esa civilización brillante y decadente a la vez y que aparece a la luz del día, segura de su fuerza... Pablo humildemente, obstinadamente, desde su casita particular desconocida, propaga el evangelio en el corazón de algunos hombres y mujeres, una «levadura que levantará toda la pasta». A menudo suelo pensar, Señor, que HOY todavía tu evangelio se encuentra frente a un mundo impermeable; masivamente alejado de las perspectivas de la fe. Concédenos, Señor, confiar en el progreso de tu evangelio, sin acciones ruidosas, por el apostolado humilde, por la oración perseverante de los cristianos que te han encontrado. San Pablo, tan sólo con algunas decenas de cristianos, en la Roma inmensa... ¡rogad por nosotros!

-“Recibía a todos los que iban a verle, proclamando el Reino de Dios y enseñaba con toda valentía lo referente al Señor Jesús”. Ayúdanos, Señor, a que sepamos aprovechar toda ocasión para proclamar la «buena nueva». Y en primer lugar ayúdanos a conocer mejor ese «reino» de Dios, a conocer mejor «todo lo concerniente a Jesús». Ante todo, Señor, que yo te deje «reinar» en mí, que tu voluntad se haga en mi propia vida a fin de que pueda hablar válidamente de ti a todos aquellos que de algún modo se acerquen a mí, como lo hacía Pablo en su casa de Roma. Fue durante esos dos años de su presencia en Roma cuando Pablo escribió sus Epístolas a los Colosenses, a los Efesios y el breve escrito a Filemón.

Los Hechos de los Apóstoles terminan aquí. La historia final de Pablo acaba en algo vago, en la noche. Posiblemente al cabo de dos años sería liberado... emprendería un nuevo viaje misionero... Encarcelado otra vez, morirá en Roma, bajo la persecución de Nerón, hacia el año 67 (F. Casal/Noel Quesson). En ciertas ocasiones podemos sentirnos también nosotros en parte coartados por la sociedad o por sus leyes, o mal interpretados en nuestras intenciones. Pero si de veras creemos en el Resucitado, que sigue presente, y confiamos en su Espíritu, que sigue siendo vida, fuego, savia y alegría de la comunidad eclesial, la energía de la Pascua debería durarnos y notársenos a lo largo de todo el año en nuestro estilo de vida (J. Aldazábal).

El final no interesa al final del libro, porque lo que importa es el triunfo de la Palabra de Dios, el triunfo del Espíritu Santo, desde Jerusalén hasta Roma como punto de partida para la misión hasta el extremo de tierra, lo que conocemos hoy, la Iglesia. El libro nos cuenta la conversión al Espíritu de los personajes claves de la misión: Pedro, Esteban, Felipe, Bernabé, Marcos, y finalmente Pablo. La película continuará con otros actores…

2. Dios se deleita en los justos, a quienes ve como a sus hijos amados en quienes Él se complace. Pero no se olvida de los pecadores. Él no quiere castigar ni destruir al pecador sino que se convierta y viva. En su gran amor hacia nosotros nos envió a su propio Hijo, para el perdón de nuestros pecados y para hacernos participar de su Vida y de su Espíritu, haciéndonos así hijos suyos: “El Señor examina al justo y al impío, / y aborrece al que ama la violencia. / Hará llover ascuas y azufre sobre los impíos; / un viento abrasador será la porción de su copa. / El Señor es justo / y ama la justicia; / los rectos verán su rostro” (Salmo 10,5-7). Aprovechemos este tiempo de gracia del Señor, pues Él ha venido a buscar y a salvar todo lo que se había perdido; Él es el Buen Pastor que busca la oveja descarriada, hasta encontrarla para llevarla sobre sus hombros de vuelta al redil. Dejémonos encontrar, salvar y amar por el Señor de tal forma que, renovados en Cristo, seamos una continua alabanza del Nombre de nuestro Dios y Padre. “La alabanza conclusiva refleja la esperanza del justo. Ver el ‘rostro’ de Dios significa aquí tener libre y confiado acceso a Dios en el Templo, de modo parecido a como la expresión ‘ver el rostro del rey’ indica en otros pasajes del Antiguo Testamento poder acceder a él libre y confiadamente. Jesús en las Bienaventuranzas promete asimismo a los limpios de corazón que verán a Dios” (Biblia de Navarra). Esta “promesa supera toda felicidad… en la Escritura, ver es poseer… el que ve a Dios obtiene todos los bienes que se pueden concebir” (S. Gregorio de Nisa).

3. “Volviéndose Pedro vio que le seguía aquel discípulo que Jesús amaba, el que en la cena se había recostado en su pecho y le había preguntado: Señor, ¿quién es el que te entregará? Viéndole Pedro dijo a Jesús: Señor, ¿y éste qué? Jesús le respondió: Si yo quiero que él permanezca hasta que yo vuelva, ¿a ti qué? Tú sígueme. Por eso surgió entre los hermanos el rumor de que aquel discípulo no moriría. Pero Jesús no le dijo que no moriría, sino: Si yo quiero que él permanezca hasta que yo vuelva, ¿a ti qué?

Este es el discípulo que da testimonio de estas cosas y las ha escrito, y sabemos que su testimonio es verdadero. Hay, además, otras muchas cosas que hizo Jesús, y que si se escribieran una por una, pienso que ni aun el mundo podría contener los libros que se tendrían que escribir” (Jn 21,20-25). Dice S. Ireneo que Juan vivió mucho tiempo, alcanzando el imperio de Trajano (98-117). Jesús nunca habla de manera curiosa o inútil del futuro, sino de lo que necesitamos para ser fieles.

Jesús acaba de anunciar a Pedro el "género de muerte" que va a tener: una muerte violenta, forzada, un martirio, una coerción. Pedro que sabe cómo murió Jesús, hace cincuenta días, podría tenerse por dichoso de "dar gloria a Dios" por una muerte parecida a la de Jesús. Pero, y es muy natural, tiene miedo. Y en su turbación hace una pregunta: "Y Juan, ¿morirá mártir?" Dame, Señor, la gracia de vivir mi destino personal, el que Tú has escogido para mí, sin compararme con los demás. Lo que es precisamente sorprendente es que unos hombres frágiles, parecidos a la media de la humanidad, hubieran podido fundar una obra que perdura aún. Hay aquí una fuerza más que humana. En medio de sus errores han estado protegidos en lo esencial: podemos confiar en la Iglesia... ella tiene la verdad esencial y puede trasmitirla… Y nosotros mismos, en el día de hoy, estamos "rodeados de flaqueza".

Es también sorprendente que la primitiva Iglesia hizo elección de un humilde sucesor de Pedro en Roma… ¡incluso en vida de otro apóstol, Juan!, que además tenía fama de Apóstol "inmortal", y llegaría a muy anciano… La muerte de Pedro, hacia los anos 64-67 en los jardines de Nerón debió de plantear a la Iglesia primitiva una engorrosa cuestión: su "primado" tan evidente en todos los relatos del evangelio, era una prerrogativa personal que se acababa con él... o debía pasar a sus sucesores... y ¿a quién elegir como sucesor...? Esta cuestión es central en el Ecumenismo. Mañana, es ¡Pentecostés! La Iglesia es incomprensible sin el Espíritu. Hoy todavía, así creo yo, este mismo Espíritu anima las decisiones aparentemente más humanas de tu Iglesia. Mi Fe es una inmensa confianza en tu obra: tú estás siempre presente, tú trabajas siempre en el corazón del mundo (Noel Quesson).

Juan termina afirmando que Jesús «hizo muchas otras cosas», pero que no caben en los libros. Parece como si no acabara: ¿nos estamos dejando llevar por el Espíritu de Jesús a la verdad plena, a la verdad encarnada en cada generación? Porque esta historia no ha acabado…

viernes, 30 de abril de 2010

VIERNES DE LA CUARTA SEMANA DE PASCUA: Jesús, el Camino para el cielo, nuestra felicidad, y aquí en la tierra la santidad como realización personal en


“Hermanos, hijos de la estirpe de Abraham, y los que sois fieles a Dios: a vosotros ha sido enviada esta palabra de salvación. Porque los habitantes de Jerusalén y sus jefes han cumplido, sin saberlo, las palabras de los profetas que se leen cada sábado; y sin haber encontrado ninguna causa de muerte, le condenaron y pidieron a Pilato que lo matase. Y así que cumplieron lo que acerca de Él estaba escrito, lo bajaron del leño y lo sepultaron. Pero Dios lo resucitó de entre los muertos; Él se apareció durante muchos días a los que habían ido con Él de Galilea a Jerusalén, y que ahora son sus testigos ante el pueblo. Nosotros os anunciamos la buena nueva: la promesa hecha a nuestros padres Dios la ha cumplido en nosotros, sus hijos, resucitando a Jesús, según está escrito en el salmo segundo: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy” (He 13,26-33).
Es una especie de Credo resumido, continuación del de ayer. Una serie de «hechos» históricos. Un resumen de la historia de la salvación dirigido hacia Jesús el Salvador. Anuncia Pablo a Jesús, como hará en otras ocasiones, en el misterio de la cruz, el amor “obediente hasta la muerte”; provoca en nosotros compasión, correspondencia… así como en un árbol hubo el pecado que cortó la subida al cielo en un árbol de cruz Jesús nos prepara a la subida al Cielo… Proclama luego la fe en la resurrección, y sus apariciones. Y recita el salmo de la realeza de Cristo, que leemos también hoy, en el contexto de resurrección según las promesas (Noel Quesson). Juan Pablo II hablaba de abrir las puertas del corazón a Cristo, en quien lo tenemos todo, nos ha mostrado que únicamente en Él hallamos la plenitud de estas ansias de felicidad. Ha sido un Papa grande en muchas cosas. Desde que Karol escuchó la voz del Señor: “¡Sígueme!” comenzó aquella respuesta a la vocación que fue dando con su vida, en una respuesta total a la llamada divina como el buen pastor que “da su vida por las ovejas” y les lleva a permanecer en el amor. El recuerdo de este Papa entregado puede aprovecharnos, para sacar propósitos de santidad: «¡Levantaos, vamos!», decía en un libro con las palabras que Jesús dirigió a sus apóstoles somnolientos; exigencia, para “levantarnos” en una entrega al ritmo de la suya, pues lo hemos visto luchar sin cansancio hasta el final, superando todo tipo de dificultades, fiel hasta la muerte, en una vida llena. No se reservó nada para él, quiso darse del todo. Desde el 2000 –como dice en su testamento- entendió que podía cantar el "Nunc Dimitis": "ahora puedes dejar marchar a tu siervo". Sus últimos años fueron de alegría por la misión cumplida (llevar la Iglesia más allá del umbral del tercer milenio con la aplicación del Concilio y de un diálogo entre fe y razón, religiones y culturas; la caída de los muros de Berlín; la proclamación de la civilización del amor que destruyera los muros del odio...). Parece que le fuera dada una señal cuando salió con vida del atentado de 1981, y un plazo: el tiempo que le permitiera su enfermedad. Y al final de su vida vio que debía seguir llevando la cruz como estandarte, para proclamarla ante una sociedad que rechaza el sufrimiento a toda costa. Cuando podemos hay que quitar el dolor, pero sabemos que el amor lleva a sufrir por los demás, y a encontrar un sentido a los dolores que permite Dios para sacar de ahí un bien más grande, la identificación con Cristo en el amor. Cuando nos toca de cerca el mal, podemos unirnos a Cristo y entrar “en una nueva dimensión, en un nuevo orden: el del amor... Es el sufrimiento que quema y consume el mal con la llama del amor y obtiene también del pecado un multiforme florecimiento de bien”, decía Juan Pablo II. En este largo camino, Juan Pablo II fue desde el principio de la mano de María, confiándole todo a ella: “Totus tuus”. Privado de su madre terrenal, ella le hizo de madre. “Y de la madre aprendió a conformarse con Cristo” y proclamar aquel «¡No tengáis miedo!». Con esta frase comenzó su pontificado, esa fue su enseñanza a lo largo de estos 26 años y especialmente con su muerte, llena de paz: es precisamente este grito hecho vida por el amor, lo que ha hecho Magno a Juan Pablo II. Si estamos con María, si queremos a Jesús, tampoco nosotros tendremos miedo.
–El Salmo 2 se refiere a la entronización de un rey de la dinastía davídica (siglos X-VI a.C.). El “decreto del Señor” es el acta que legitima el trono: “tú eres mi hijo”, y el día de la coronación es “hoy”, día de las promesas, el día del bautismo del Señor, de la transfiguración, de la resurrección, citada en la carta a los Hebreos para hablar de la dignidad de Cristo, y un día abierto, podemos oírlo cuando por la piedad somos hijos de Dios: “«Ya tengo yo a mi rey entronizado sobre Sión, mi monte santo». Proclamaré el decreto que el Señor ha pronunciado: «Tú eres mi hijo, yo mismo te he engendrado hoy. Pídeme y te daré en herencia las naciones, en propiedad los confines de la tierra. Los destrozarás con un cetro de hierro, los triturarás como a vasos de alfarero». Ahora, pues, oh reyes, sed sensatos; dejaos corregir, oh jueces de la tierra. Servid al Señor con reverencia, postraos temblorosos ante Él” (2,6-11).
“La misericordia de Dios Padre nos ha dado como Rey a su Hijo. Cuando amenaza, se enternece; anuncia su ira y nos entrega su amor. Tú eres mi hijo: se dirige a Cristo y se dirige a ti y a mí, si nos decidimos a ser alter Christus, ipse Christus.
Las palabras no pueden seguir al corazón, que se emociona ante la bondad de Dios. Nos dice: tú eres mi hijo. No un extraño, no un siervo benévolamente tratado, no un amigo, que ya sería mucho. ¡Hijo! Nos concede vía libre para que vivamos con Él la piedad del hijo y, me atrevería a afirmar, también la desvergüenza del hijo de un Padre, que es incapaz de negarle nada” (san Josemaría Escrivá).
Jesús habla de irse y de volver, de la Parusía y el encuentro con cada alma tras la muerte: Cristo nos prepara la morada celestial con su obra redentora, cuando hayamos concluido nuestro tiempo aquí en la tierra. La pascua quiere decir esto, pasar de la muerte a la vida, este ciclo vital se repite: nacer, morir, resucitar... como las plantas: nacer y arraigar, trasplantarse y desarraigo, y volver a arraigar, nacer de nuevo... el cirio pascual nos lo recuerda: el padecimiento, la muerte, es la puerta de la vida, y esta es nuestra esperanza que nos une en el momento de dolor ante alguien querido que está muriendo, esperando el final. Al contemplar la vida llena de quien ha estado tantos años a nuestro lado, el corazón se nos va a Jesús, que con su pasión y resurrección vino a traernos la buena nueva de que Dios es Padre y nos manda su Espíritu para ir hacia Él: “los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios”. Sí, somos hijos de Dios, y si somos hijos, también somos herederos... puesto que sufrimos con Él para llegar a ser glorificados con Él. Los sufrimientos del mundo presente no son nada comparados con la felicidad de la gloria... todos estamos esperando esta manifestación de los hijos de Dios, tenemos ya los frutos de esta cosecha en la esperanza: cuando sembramos bondad ya la recogemos, en nuestro corazón, pero es sólo una prenda de lo mucho que será el cielo.
Jesús nos dice: «No estéis angustiados. Confiad en Dios, confiad también en mí”. Los apóstoles están inquietos. ¿Dónde va? No olvidemos la atmósfera trágica de esta última tarde, jueves santo, víspera de su muerte. Toda la humanidad, toda la amistad de Jesús en estas palabras de consuelo. Nuestro Dios no es indiferente ni frío, sino un Dios sensible a nuestros sufrimientos. -“Creéis en Dios, creed también en mí”. La paz profunda que supera toda turbación viene de la Fe. Jesús pide un acto de Fe en su persona, idéntico al que puede hacerse respecto a Dios: llamada a una Fe sin reserva, total... ¡que aporta la paz! ¡Señor, dame esta fe, esta paz!
“En la casa de mi Padre hay sitio para todos; si no fuera así, os lo habría dicho; voy a prepararos un sitio”. Jesús "vuelve a casa" el primero... va a ver de nuevo al Padre. Así ve Jesús su muerte. La alegría de la vuelta a casa para encontrar a alguien a quien se ama y del quien se sabe amado. "Voy al Padre". Jesús debe ser el primero en ir al cielo. Pero hace una gran promesa: ¡nos prepara un lugar! ¡Gracias, Señor! ¡Prepáralo bien! ¡Guárdalo bien! El mío y el de todos los que amo, y el de todos los hombres...
“Cuando me vaya y os haya preparado el sitio, volveré y os llevaré conmigo…”, Son palabras de ternura. "Os tomaré conmigo..." "Volveré..." Promesa de que no estaremos separados de Jesús. Es un lenguaje muy sencillo, casi ingenuo: "la casa del Padre", "preparar un lugar", "tomar junto a sí '...
“…para que, donde yo estoy, estéis también vosotros”; Jesús nos hace participar de su vida divina. Tal es el objetivo de mi vida. Es hacia donde va la humanidad. Estar con Dios, estar donde está Jesús. Se comprende que haya dicho: "No se turbe vuestro corazón".
“…ya sabéis el camino para ir adonde yo voy».” -“Para ir donde Yo voy, vosotros conocéis el camino”. Dice S. Juan Crisóstomo que “era necesario decirles ‘yo soy el camino’ para demostrarles que en realidad sabían lo que les parecía ignorar, porque le conocían a Él”. ¡Cristo, el que abre los caminos! ¡El que va delante! El que ha roto el círculo infernal de la finitud humana, de la mortalidad y del pecado, el que ha abierto "la salida". Sin Cristo la humanidad está encerrada en sus límites; pero he aquí que se abre una esperanza. No seremos siempre egoístas, injustos, duros, impuros, débiles... la humanidad no será siempre opresora, racista, violenta, agresiva, no estará dividida... Hay un camino que conduce a alguna parte, allá donde el amor existe.
“Tomás le dijo: «Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo vamos a saber el camino?». Jesús le dijo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14,1-6). “Ego sum via, veritas et vita, Yo soy el camino, la verdad y la vida. Con estas inequívocas palabras, nos ha mostrado el Señor cuál es la vereda auténtica que lleva a la felicidad eterna. Ego sum via: Él es la única senda que enlaza el Cielo con la tierra. Lo declara a todos los hombres, pero especialmente nos lo recuerda a quienes, como tú y como yo, le hemos dicho que estamos decididos a tomarnos en serio nuestra vocación de cristianos, de modo que Dios se halle siempre presente en nuestros pensamientos, en nuestros labios y en todas las acciones nuestras, también en aquellas más ordinarias y corrientes.
Jesús es el camino. Él ha dejado sobre este mundo las huellas limpias de sus pasos, señales indelebles que ni el desgaste de los años ni la perfidia del enemigo han logrado borrar. Iesus Christus heri, et hodie; ipse et in sæcula. ¡Cuánto me gusta recordarlo!: Jesucristo, el mismo que fue ayer para los Apóstoles y las gentes que le buscaban, vive hoy para nosotros, y vivirá por los siglos. Somos los hombres los que a veces no alcanzamos a descubrir su rostro, perennemente actual, porque miramos con ojos cansados o turbios... pídele, como aquel ciego del Evangelio: Domine, ut videam!, ¡Señor, que vea!, que se llene mi inteligencia de luz y penetre la palabra de Cristo en mi mente; que arraigue en mi alma su Vida, para que me transforme cara a la Gloria eterna” (San Josemaría Escrivá). “Esta es la vida eterna, luego dirá al Padre ante sus discípulos: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo a quien Tú has enviado” (Jn 17,3). Esta es la "buena nueva": la historia tiene un sentido, el hombre tiene un sentido, todo hombre está destinado a vivir cerca del Padre... "¡en tu Reino, donde esté nuestro lugar, con toda la creación entera por fin liberada del pecado y de la muerte. Glorificarte por Cristo Jesús!" (Noel Quesson). Jesús se nos presenta como el único camino que lleva a la vida. Ante un mundo desconcertado y perdido, en busca de ideologías y mesías y felicidad, Jesús es la respuesta de Dios.
Señor Jesús, queremos seguirte como los primeros apóstoles a quienes llamaste 'para que estuvieran contigo'. Tú eres el camino hacia el Padre, por eso no podremos extraviarnos si te seguimos. Tú eres luz, guía segura, señal de pista hacia la meta; sólo Tú das sentido a nuestro vivir. Tú eres la verdad de Dios, eres nuestra raíz y nuestro cimiento, la roca firme, la piedra angular, el monte que no tiembla, el 'Amén', el Sí total, continuo y gozoso a la voluntad del Padre. Tú eres la vida de Dios, por eso nos animas y nos salvas de todas las muertes que amenazan con destruirnos. Tú nos acompañarás cuando atravesemos la frontera. También entonces -entonces sobre todo- serás nuestro alimento, nuestro viático para el camino, continuarás llamándonos y nosotros te seguiremos: emprenderemos contigo nuestro último viaje. Tú, Señor, nos conduces, nos iluminas y nos salvas. Nosotros creemos en ti y no somos menos privilegiados que tus primeros discípulos: aunque te has ocultado a nuestra vista has puesto ojos en nuestro corazón y has reservado para nosotros una bienaventuranza: 'Dichosos aquellos que sin ver creerán en mí' (de un claretiano). Podemos decirlo también con otro poeta: “Caminante, no hay camino, se hace camino al andar”. Hemos tenido la dicha de que un Amigo nos abrió el sendero, lo regó con su sangre, lo valló con amor, palabra y sacramentos, lo sombreó con su providencia protectora, como decimos en la Entrada: «Con tu sangre, Señor, has comprado para Dios hombres de toda tribu, lengua, pueblo y nación; has hecho de ellos una dinastía sacerdotal que sirva a Dios. Aleluya» (Ap 5,9-10), y pedimos en la Colecta: «Señor Dios, origen de nuestra libertad y de nuestra salvación, escucha las súplicas de quienes te invocamos; y puesto que nos has salvado por la sangre de tu Hijo, haz que vivamos siempre de Ti y en Ti encontremos la felicidad eterna». Un camino en el que con Él no nos perderemos: «Acoge, Señor, con bondad las ofrendas de tu pueblo, para que, bajo tu protección, no pierda ninguno de tus bienes y descubra los que permanecen para siempre» (Ofertorio).
En esta vida no hemos de aspirar a una perfección de ser correctos -como si la cosa consistiera en tener las manos limpias-, sino amar –tener las manos llenas-: S. Juan de la Cruz nos lo recordaba diciendo que “al atardecer (de la vida) seremos juzgados en el amor”. Ya aquí tenemos el premio de las obras de amor, con una vida llena, y la tiene quien ama, así se descubre de donde viene todo amor: Dios es amor, y el amor de la tierra nos hace saber que el amor es eterno, que no se acaba con la muerte... y por lo tanto ya se puede ser feliz aquí (aun cuando dicen que es un valle de lágrimas, que sólo seremos felices en el cielo), pues aquí podemos ya tener, en la esperanza y como prenda segura, todo aquello que esperamos, así la felicidad del cielo es para aquellos que saben ser felices a la tierra; no consiste en tener una vida cómoda, sino un corazón enamorado, que sepa amar, aprender así a vivir la vida sin temor a la muerte: “La santidad consiste precisamente en esto: en luchar, por ser fieles, durante la vida; y en aceptar gozosamente la Voluntad de Dios, a la hora de la muerte” (J. Escrivà). Cuando comulgamos, en ese momento íntimo, podemos sentir más la proximidad de todos aquellos que ya están con el Señor, porque tenemos al Señor dentro, y podemos hablar con Jesús y con los que están con Él... La Virgen María es la gran intercesora para el momento de la muerte, a ella nos encomendamos siempre que decimos: “ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte”, momento que Ella nos abrazará y acompañará a Jesús, para disfrutar de aquello que siempre hemos deseado aun sin saberlo.