jueves, 23 de mayo de 2019

Viernes semana 5 de Pascua


Viernes de la semana 5 de Pascua

El valor de la amistad
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Éste es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca; de modo que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda. Lo que os mando es que os améis los unos a los otros» (Jn 15,12-17).
I. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos (...). Ya no os llamo siervos (...), a vosotros os llamo amigos, nos dice el Señor en el Evangelio de la Misa.
Jesús es nuestro Amigo. En Él encontraron los Apóstoles su mejor amistad. Era alguien que les quería, con quien podían comunicar sus penas y alegrías, a quien podían preguntar con entera confianza. Sabían bien lo que deseaba expresar cuando les decía: amaos los unos a los otros... como Yo os he amado. Las hermanas de Lázaro no encuentran mejor título que el de la amistad para solicitar su presencia: tu amigo está enfermo, le mandan decir. Es el mayor argumento que tienen a mano.
Jesús buscó y facilitó la amistad a todos aquellos que encontró por los caminos de Palestina. Aprovechaba siempre el diálogo para llegar al fondo de las almas y llenarlas de amor. Y además de su infinito amor por todos los hombres, manifestó su amistad con personas bien determinadas: los Apóstoles, José de Arimatea, Nicodemo, Lázaro y su familia... Al mismo Judas no le negó el honroso título de amigo en el mismo momento en que éste le entregaba en manos de sus enemigos. Estimaba mucho la amistad de sus amigos; a Pedro le preguntará después de las negaciones: ¿me amas?, ¿eres mi amigo?, ¿puedo confiar en ti? Y le entrega su Iglesia: Apacienta mis corderos... apacienta mis ovejas. «Cristo, Cristo resucitado, es el compañero, el Amigo. Un compañero que se deja ver sólo entre sombras, pero cuya realidad llena toda nuestra vida, y que nos hace desear su compañía definitiva». Él, que ha compartido nuestra vida, quiere compartir también nuestras cargas: Yo os aliviaré, nos dice a todos. Es el mismo que desea ardientemente que compartamos su gloria por toda la eternidad.
Jesucristo es el Amigo que nunca traiciona, que cuando vamos a verle, a hablarle, está siempre disponible, que nos espera con el mismo calor de bienvenida, aunque por nuestra parte haya habido olvido y frialdad. Él ayuda siempre, anima siempre, consuela en toda ocasión.
La amistad con el Señor, que nace y se acrecienta en la oración y en la digna recepción de los sacramentos, nos hace entender mejor el significado de la amistad humana, que la Sagrada Escritura califica como un tesoro: Un amigo fiel -dice el Eclesiastés- es poderoso protector; el que lo encuentra halla un tesoro. Nada vale tanto como un amigo fiel; su precio es incalculable. Los Apóstoles aprendieron de Cristo el verdadero sentido de la amistad. Y los Hechos de los Apóstoles nos muestran cómo San Pablo tuvo muchos amigos, a quienes quería entrañablemente, los echa de menos cuando están ausentes y se llena de alegría cuando tiene noticias de ellos. La antigüedad cristiana nos ha dejado testimonios de grandes amistades entre los primeros hermanos en la fe.

II. El trato diario y la amistad con Jesucristo nos llevan a una actitud abierta, comprensiva, que aumenta la capacidad de tener amigos. La oración afina el alma y la hace especialmente apta para comprender a los demás, aumenta la generosidad, el optimismo, la cordialidad en la convivencia, la gratitud..., virtudes que facilitan al cristiano el camino de la amistad.
La amistad verdadera es desinteresada, pues más consiste en dar que en recibir; no busca el provecho propio, sino el del amigo: «El amigo verdadero no puede tener, para su amigo, dos caras: la amistad, si ha de ser leal y sincera, exige renuncias, rectitud, intercambio de favores, de servicios nobles y lícitos. El amigo es fuerte y sincero en la medida en que, de acuerdo con la prudencia sobrenatural, piensa generosamente en los demás, con personal sacrificio. Del amigo se espera la correspondencia al clima de confianza, que se establece con la verdadera amistad; se espera el reconocimiento de lo que somos y, cuando sea necesaria, también la defensa clara y sin paliativos».
Para que haya verdadera amistad es necesario que exista correspondencia, es preciso que el afecto y la benevolencia sean mutuos. Si es verdadera, la amistad tiende siempre a hacerse más fuerte: no se deja corromper por la envidia, no se enfría por las sospechas, crece en la dificultad, «hasta sentir al amigo como otro yo, por lo que dice San Agustín: Bien dijo de su amigo el que le llamó la mitad de su alma». Entonces se comparten con naturalidad las alegrías y las penas.
La amistad es un bien humano y, a su vez, ocasión para desarrollar muchas virtudes humanas, porque crea «una armonía de sentimientos y gustos que prescinde del amor de los sentidos, pero, en cambio, desarrolla hasta grados muy elevados, e incluso hasta el heroísmo, la dedicación del amigo al amigo. Creemos -enseñaba Pablo VI- que los encuentros (...) dan ocasión a almas nobles y virtuosas para gozar de esta relación humana y cristiana que se llama amistad. Lo cual supone y desarrolla la generosidad, el desinterés, la simpatía, la solidaridad y, especialmente, la posibilidad de mutuos sacrificios».
El buen amigo no abandona en las dificultades, no traiciona; nunca habla mal del amigo, ni permite que, ausente, sea criticado, porque sale en su defensa. Amistad es sinceridad, confianza, compartir penas y alegrías, animar, consolar, ayudar con el ejemplo.

III. A lo largo de los siglos, la amistad ha sido un camino por el que muchos hombres y mujeres se han acercado -se están acercando-a Dios y han alcanzado el Cielo. Es un sendero natural y sencillo, que elimina muchos obstáculos y dificultades. El Señor tiene en cuenta con frecuencia este medio para darse a conocer. Los primeros que le conocieron fueron a comunicar esta buena nueva a quienes amaban. Andrés trajo a Pedro, su hermano; Felipe, a su amigo Natanael; Juan seguramente llevó al Señor a su hermano Santiago...
Así se difundió la fe en Cristo en la primera cristiandad: a través de los hermanos, de padres a hijos, de los hijos a los padres, del siervo a su señor y a la inversa, del amigo al amigo. La amistad es una base excepcional para dar a conocer a Cristo, porque es el medio natural para comunicar sentimientos, compartir penas y alegrías de quienes están junto a nosotros por razones de familia, de trabajo, de aficiones...
Es propio de la amistad dar al amigo lo mejor que se posee. Nuestro más alto valor, sin comparación posible, es el haber encontrado a Cristo. No tendríamos verdadera amistad si no comunicáramos el inmenso don de nuestra fe cristiana. Nuestros amigos deben encontrar en nosotros, los cristianos que quieren seguir de cerca a Jesús, apoyo y fortaleza y un sentido sobrenatural para su vida. La seguridad de encontrar comprensión, interés, atención les moverá a abrir su corazón confiadamente, con la seguridad de que se les quiere, de que se está dispuesto a ayudarles. Y esto, mientras realizamos nuestras tareas normales de todos los días, procurando ser ejemplares en la profesión o en el estudio, fomentando siempre la amistad, estando abiertos al trato y al afecto con todos, impulsados por la caridad.
La amistad nos lleva a iniciar a nuestros amigos en una verdadera vida cristiana si están lejos de la Iglesia, o a que reemprendan el camino que un mal día abandonaron, si dejaron de practicar la fe que recibieron. Con paciencia y constancia, sin prisa, sin pausa, se irán acercando al Señor, que les espera. En ocasiones podremos hacer junto con ellos un rato de oración, una obra de misericordia visitando a un enfermo o a una persona necesitada, les pediremos que nos acompañen a hacer una visita a Jesús sacramentado... Cuando sea oportuno les hablaremos del sacramento de la misericordia divina, la Confesión, y les ayudaremos a prepararse para recibirlo. ¡Cuántas confidencias al abrigo de la amistad son caminos abiertos al apostolado por el Espíritu Santo! «Esas palabras, deslizadas tan a tiempo en el oído del amigo que vacila; aquella conversación orientadora, que supiste provocar oportunamente; y el consejo profesional, que mejora su labor universitaria; y la discreta indiscreción, que te hace sugerirle insospechados horizontes de celo... Todo eso es "apostolado de la confidencia"».
La amistad todo lo puede con la ayuda de la gracia; ayuda que debemos implorar del Señor con oración y mortificación. Como nunca les hemos ocultado nuestra fe en Cristo, les parecerá natural que les hablemos con frecuencia de lo más esencial de nuestra vida, lo mismo que ellos nos hablan de los asuntos que consideran de más importancia.
El Señor desea que tengamos muchos amigos porque es infinito su amor por los hombres y nuestra amistad es un instrumento para llegar a ellos. ¡Cuántas personas con las que cada día nos relacionamos están esperando, aun sin saberlo, que les llegue la luz de Cristo! ¡Qué alegría la nuestra cada vez que un amigo nuestro se hace amigo del Amigo! Jesús, que pasó haciendo el bien, y que se ganó el corazón de tantas personas, es nuestro Modelo. Así hemos de pasar nosotros por la familia, el trabajo, los vecinos, los amigos. Hoy es un día oportuno para que nos preguntemos si las personas que habitualmente se relacionan con nosotros se sienten movidas por nuestro ejemplo y nuestra palabra a estar más cerca del Señor, si nos preocupa su alma, si se puede decir con verdad que, como Jesús, estamos pasando por su vida haciendo el bien.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.

María Auxiliadora

En el siglo XIX sucedió un hecho bien lastimoso: El emperador Napoleón, llevado por la ambición y el orgullo, se atrevió a encarcelar al Sumo Pontífice, el Papa Pío VII. Varios años llevaba en prisión el Vicario de Cristo y no se veían esperanzas de obtener la libertad, pues el emperador era el más poderoso gobernante de ese entonces. Hasta los reyes temblaban en su presencia, y su ejército era siempre el vencedor en las batallas. El Sumo Pontífice hizo entonces una promesa: "Oh Madre de Dios, si me libras de esta indigna prisión, te honraré decretándote una nueva fiesta en la Iglesia Católica".
Y muy pronto vino lo inesperado. Napoleón que había dicho: "Las excomuniones del Papa no son capaces de quitar el fusil de la mano de mis soldados", vio con desilusión que, en los friísimos campos de Rusia, a donde había ido a batallar, el frío helaba las manos de sus soldados, y el fusil se les iba cayendo, y él que había ido deslumbrante, con su famoso ejército, volvió humillado con unos pocos y maltrechos hombres. Y al volver se encontró con que sus adversarios le habían preparado un fuerte ejército, el cual lo atacó y le proporcionó total derrota. Fue luego expulsado de su país y el que antes se atrevió a aprisionar al Papa, se vio obligado a acabar en triste prisión el resto de su vida. El Papa pudo entonces volver a su sede pontificia y el 24 de mayo de 1814 regresó triunfante a la ciudad de Roma. En memoria de este noble favor de la Virgen María, Pío VII decretó que en adelante cada 24 de mayo se celebrara en Roma la fiesta de María Auxiliadora en acción de gracias a la madre de Dios.
Novena a María Auxiliadora
(Recomendada por San Juan Bosco)
1º  Rezar, durante nueve días seguidos, tres Padresnuestros, Avemarías y Glorias con la siguiente jaculatoria: "Sea alabado y reverenciado en todo momento el Santísimo y Divinísimo Sacramento" y luego tres Salves con la jaculatoria: "María Auxilio de los Cristianos, ruega por nosotros".
2º Recibir los Santos Sacramentos de Confesión y Comunión.
3º Hacer o prometer una limosna en favor de las obras de apostolado de la Iglesia o de las obras salesianas.
San Juan Bosco decía "Tened mucha fe en  Jesús Sacramentado y en María Auxiliadora y estad persuadidos de que la Virgen no dejará de cumplir plenamente vuestros deseos, si han de ser para la gloria de Dios y bien de vuestras almas. De lo contrario, os concederá otras gracia iguales o mayores".
NOVENA DE LA CONFIANZA
Madre mía de mi vida,
auxilio de los cristianos,
la pena que me atormenta,
pongo en tus benditas manos.
(Ave María)
Tú que sabes mis secretos,
pues todos te los confío,
da la paz a los turbados
y alivio al corazón mío.
(Ave María)
Y aunque tu amor no merezco,
nadie recurre a Ti en vano,
pues eres Madre de Dios
y Auxilio de los cristianos.
(Ave María)
Finalmente, se reza la oración de San Bernardo:
Acordaos, ¡oh piadosísima Virgen María! que jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a vuestra protección, implorado vuestra asistencia y reclamado vuestro socorro, haya sido abandonado de Vos. Animado con esta confianza, a Vos también acudo, ¡oh Madre, Virgen de las vírgenes! Y aunque gimiendo bajo el peso de mis pecados, me atrevo a comparecer ante vuestra presencia soberana. No desechéis, ¡oh Madre de Dios!, mis humildes súplicas, antes bien, inclinad a ellas vuestros oídos y dignaos atenderlas favorablemente.
Quince minutos con María Auxiliadora
¡María! ¡María! ¡Dulcísima María, Madre querida y poderosa Auxiliadora mía! Aquí me tienes; tu voz maternal ha dado nuevos bríos a mi alma y anhelosa vengo a tu soberana presencia... Estréchame cariñosa entre tus brazos... deja que yo recline mi cansada frente sobre tu pecho y que deposite en él mis tristes gemidos y amargas cuitas, en íntima confidencia contigo, lejos del ruido y bullicio del mundo, de ese mundo que sólo deja desengaños y pesares.
Mírame compasiva... estoy triste, Madre, bien lo sabes, nada me alegra ni me distrae, me hallo enteramente turbada y llena de temor...
Abrumada bajo el peso de la aflicción, sobrecogida de espanto, busco un hueco para ocultarme, como la tímida paloma perseguida por el cazador... y ese hueco, ese asilo bendito, ese lugar de refugio es, ¡oh Madre Augusta! tu corazón.
A ti me acerco llena de confianza... no me deseches ni me niegues tus piedades. Bien comprendo que no las merezco por mis muchas infidelidades; dignas de tus bondades son las almas santas e inocentes que saben imitarte y a las cuales yo tanto envidio sinceramente, mas Tú eres la esperanza y el consuelo, por eso vengo sin temor.
¡Madre mía! Permite que yo no toque, sino que abra de par en par la puerta de tu corazón tan bueno y entre de lleno en él, pues vengo cansada y sé que Tú no sabes negarte al que afligido viene a postrarse a tus pies.
¡Virgen Madre! Tu trono se levanta precisamente donde hay dolores que calmar, miserias que remediar, lágrimas que enjugar y tristezas que consolar... por eso, levantándome del profundo caos de mis miserias en que me encuentro sumergida imitando al Pródigo del Evangelio, digo también: "Me levantaré e iré a mi dulce Madre y le diré: ¡Madre buena, aquí está tu hija que te busca! perdona si en algo te he sido infiel, soy tu pobre hija que llora, aquí me tienes aunque indigna a tus favores... te pertenezco y no me separaré de Ti, hasta no llevar en mi pecho el suave bálsamo del consuelo y del perdón.
¿Me abandonarás dulce María? ¿No herirán tus oídos mis clamores? ¡Oh, no! tu apacible rostro ensancha mi confianza, tus castos ojos me miran compasivamente disipando las densas nubes de mi espíritu y de mi abatimiento y zozobra desaparecen con tu materna sonrisa.
Si majestuosa empuñas tu cetro en señal de poder, como eres mi Madre, es tan sólo para manifestarme que eres la dispensadora de las gracias y mercedes del cielo para derramarlas con abundancia sobre esta tu pobre hija que sólo desea amarte y agradecerte.
¡Oh sí! Tú eres el Océano, Madre, y yo el imperceptible grano de arena arrojado en él... Tú eres el rocío y yo la pobre flor mustia y marchita que necesita de Ti para volver a la vida. Que nada me distraiga, que nadie me busque... Yo estoy perdida en el mar inmenso de tu bondad, estoy escondida en el seno misterioso de mi bendita Madre.
Reina mía, confiando en tu Auxilio bondadoso y tierno quiero hablarte con la confianza del niño... quiero acariciarte, quiero llorar contigo... traer a mi memoria dulces recuerdos... derramar mi alma en tu presencia para pedirte gracias, arráncame, en una palabra el
corazón para regalártelo en prenda de mi amor.
Escucha pues, tierna María, mi dulce Auxiliadora, una a una todas mis palabras y deja que cual bordo de fuego penetre en tu corazón, porque quiero conmoverte... quiero rendirlo y quiero en fin que tu Jesús, que tan amable abre sus bracitos sonriendo con dulzura, repita en mi favor nuevamente aquella consoladora palabra que alienta al desvalido y hace temblar al demonio: "He aquí a tu Madre, he aquí a tu hija".
Sí, aquí estoy... aquí está tu pobre hija a quien has amado y amas aún con predilección y que te pertenece por todos títulos... la que descansó en tus brazos antes de reposar en el regazo maternal... la que probó tus caricias mucho antes que los maternos besos... ¿lo recuerdas? Yo dormí en tu seno el dulce sueño de la inocencia, viví tranquila bajo tu manto sin conocer ni sospechar siquiera los escollos de la vida, amándote con ardor y gozando de tus caricias con las que preparaste mi alma y corazón para los rudos ataques de mis enemigos y sinsabores de la vida. Tu mano salvadora no sólo me apartó del abismo en que tantas almas han perecido, sino que me regaló con gracias particularísimas y especiales, dones que reservas tan sólo para tus amados.
Todo... todo lo confieso para mayor gloria tuya y quisiera tener mil lenguas para cantar tus alabanzas, digna y elocuentemente, en fervorosos y tiernos himnos de santa gratitud.
¡Ah cuando me hallo cercada de tinieblas y sombras de muerte, sobrecogida de angustioso quebranto... cuando mi corazón tiembla ante la presencia del dolor, este pensamiento dulcísimo de tus tiernas muestras de predilección viene a ser el rayo luminoso que hace surgir mi frente, dándome alas para remontarme hasta lo infinito... ¡Oh recuerdo consolador! ¡Bendito seas! Eres la escala por la cual subo hasta el trono de la clemencia y del amor santo y verdadero.
Mas ¡ay!... pronto pasaron de aquella alma los días de encanto... con la velocidad del relámpago se disiparon mis goces infantiles y llegó para mí la hora del desamparo... Madre, no puedo soportar su peso... siento quebrantar al mismo tiempo todas mis fuerzas interiores y necesito que tu mano me sostenga para no sucumbir en la lucha... Ansiosa te busco como el pobre náufrago busca su tabla salvadora...
Levanto a Ti mis ojos y mi pesada frente como el marino en busca de la estrella que debe señalarle el puerto. Me siento como abandonada, semejante a una nave sin piloto a merced del oleaje tempestuoso e incesante... ¡Tengo miedo! mucho miedo de perecer, entre las turbias ondas del agitado mar del pecado... Tengo miedo de la justicia divina a quien soy deudora de tantas y tan especialísimas gracias... pero sobre todo tengo miedo... ¡Oh no quisiera ni decirlo... tengo miedo de serte ingrata, abandonándote algún día y olvidando tus ternuras, pagarlas con ingratitud!
¡Jamás lo permitas, Reina mía! Haz que viva siempre unida a Ti, como la débil yedra vive asida fuertemente a la robusta encina defendiéndose del furioso huracán... ¿Qué sería de ésta tu hija, ¡oh Madre!, sin Ti? Mil enemigos me acechan redoblando a cada paso sus infernales astucias... acosada me siento por todas partes y si Tú no me amparas, ¿quién se dolerá de mí? No me alejes, por piedad, sálvame... muestra que eres mi Madre Auxiliadora; olvida por piedad las veces que te he contristado, reduce a polvo mis pecados, lávame con tus lágrimas y límpiame más y más.
Tus brazos son el trono de la misericordia, en ellos descansa tu Jesús... sujétame entre ellos para que no haga uso de la justicia contra mí... dile que acepto el dolor que redime si Tú me lo envías, que venga, si es preciso, el sufrimiento aun cuando mi pobre carne
tiemble ante él, con tal que mi alma se torne blanca como la nieve.
Sí, dile a tu amado hijo que yo quiero desagraviar para alcanzar su clemencia, dile que eche un velo sobre mis faltas y miserias y que olvide para siempre lo mala que he sido... ¡María de mi vida! No resta más que la última etapa... mis ensangrentadas huellas van marcando mis pasos en la senda escabrosa de la vida que está por cortarse... mi cansado corazón late aún, sí, porque Tú les das vida y aliento, pero
derrama las últimas lágrimas que manan de él cual candente lava.
Terminará mi existencia y ¿qué será de mí, si mi Auxiliadora no viene en ese momento terrible? ¿A quién volveré mis ojos si te alejas en ese instante? La gracia que te he pedido y tanto deseo para mi agonía, es grandísima y no la merezco, pero la espero con plena confianza y tu sonrisa me alentará. Estoy segura de que aun cuando el demonio ruja a mi derredor, preparando su último asalto, tu mano maternal me acariciará y con sin par solicitud me prodigará los últimos consuelos en mi despedida de este triste valle de lágrimas.
Esto lo sé cierto, lo siento en mí y no fallará mi esperanza... ni un momento lo dudo. Los ángeles santos, al ver las ternuras de que seré objeto en el terrible trance exclamarán también enternecidos: "Mirad cómo la ama nuestra Reina". Esta es la gracia de las gracias, mi último anhelo, mi petición suprema. Haz ¡oh Madre mía! que tu dulcísimo nombre, que fue la primera palabra que supieron balbucir mis infantiles labios entre las caricias de mi buena madre, sea también la última expresión que suavice y endulce mi sedienta boca al entregar mi alma. ¡Madre!... que mi tránsito sea el postrer tributo de mi amor hacia Ti... que sea la última nota de mis cantos que tantas veces se elevaron en tu loor y el ósculo moribundo que te envíe sea el preludio de mi eterna e íntima unión con la Majestad divina y contigo, ¡oh mi dulce, mi santa y tierna Madre Auxiliadora...!

No hay comentarios: