viernes, 17 de mayo de 2019

Sábado semana 4 de Pascua


Sábado de la semana 4 de Pascua

La virtud de la esperanza
“Dice Jesús: “Si me habéis conocido a mí, conoceréis también a mi Padre. Y desde ahora lo conocéis y lo habéis visto». Felipe le dijo: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta». Jesús le dijo: «Llevo tanto tiempo con vosotros, ¿y todavía no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: Muéstranos al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Las palabras que os digo no las digo por mi propia cuenta; el Padre, que está en mí, es el que realiza sus propias obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Creedlo al menos por las obras mismas»” (Jn 14,7-14).
I. Leemos en el Evangelio de la Misa estas consoladoras palabras de Jesús: Si pidiereis algo en mi nombre yo lo haré. Y la Antífona de comunión recoge otras no menos consoladoras palabras del Señor: Padre, éste es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria.
El mismo Señor es nuestro intercesor en el Cielo, y nos promete que todo lo que le pidamos en su Nombre, nos lo concederá. Pedir en su Nombre significa en primer lugar tener fe en su Resurrección y en su misericordia; y significa pedir aquello, humano o sobrenatural, que conviene a nuestra salvación, objetivo fundamental de la virtud cristiana de la esperanza, de la misma vida del hombre.
Existe la esperanza humana del labrador cuando siembra, del marino que emprende una travesía, del comerciante cuando inicia un negocio... Se pretende llegar a un bien, a un fin humano: una buena cosecha, llegar al puerto al que se ha puesto rumbo, unas buenas ganancias... Y existe la esperanza cristiana, que es esencialmente sobrenatural y, por tanto, está muy por encima del deseo humano de ser dichoso y de la natural confianza en Dios. Por esta virtud tendemos hacia la vida eterna, hacia una dicha sobrenatural, que no es otra cosa que la posesión de Dios: ver a Dios como Él mismo se ve, amarle como Él se ama. Y al tender hacia Dios lo hacemos con los medios que Él nos ha prometido, y que no nos faltarán nunca si nosotros no los rechazamos. El motivo fundamental por el que esperamos alcanzar este bien infinito es que Dios nos da su mano, según su misericordia y su infinito amor, al que nosotros correspondemos con nuestro querer, aceptando con amor esa mano que Él nos tiende.
Con la virtud de la esperanza, el cristiano no tiene la seguridad de la salvación -a no ser por una gracia especialísima de Dios-, pero sí tiende con certeza hacia su fin, de modo semejante a como, en el orden de las cosas humanas, el que emprende un viaje no tiene la certeza de llegar al fin de su proyecto, pero sí tiene la certidumbre de ir bien encaminado y de llegar si no abandona el camino. «La seguridad de la esperanza cristiana, no es, pues, la certeza de la salvación, sino la certidumbre absoluta de que vamos hacia ella», confiados en que Dios «nunca manda lo imposible, pero nos ordena hacer lo que podemos, y pedir lo que no está en nuestra mano hacer».
Enseña el Magisterio de la Iglesia que «todos deben tener firme esperanza en la ayuda de Dios. Porque si somos fieles a la gracia, de la misma manera como Dios ha comenzado en nosotros la obra de nuestra salvación, la llevará a cabo, obrando en nosotros el querer y el obrar (Flp 2, 13)». El Señor no nos dejará si nosotros no le dejamos, y nos dará los medios necesarios para salir adelante en toda circunstancia y en todo tiempo y lugar. Nos escuchará cada vez que recurramos a Él con humildad. Nos dará los medios para buscar la santidad en nuestro quehacer, en medio del trabajo y en las condiciones que rodean nuestra vida. Nos dará más gracia si son mayores las dificultades, y más fuerzas si es mayor la debilidad.
II. «La esperanza cristiana ha de ser activa, evitando la presunción; y debe ser firme e invencible, para rechazar el desaliento».
Existe la presunción cuando se confía más en las propias fuerzas que en la ayuda de Dios y se olvida la necesidad de la gracia para toda obra buena que realicemos; o bien cuando se espera de la divina misericordia lo que Dios no puede darnos por nuestra mala disposición, como es el perdón sin verdadero arrepentimiento, o la vida eterna sin hacer ningún esfuerzo para merecerla. No es raro que de la presunción se llegue pronto al desaliento, cuando aparecen las pruebas y las dificultades, como si ese bien dificultoso, que es el objeto de la esperanza, fuera imposible de alcanzar. Este desaliento conduce al pesimismo primero y más tarde a la tibieza, que considera demasiado difícil la tarea de la santificación personal, apartándose de cualquier esfuerzo.
La causa de la desesperanza no son las dificultades, sino la ausencia de deseos sinceros de santidad y de llegar al Cielo. Quien ama a Dios y quiere amarlo aún más, aprovecha las mismas dificultades para manifestarle que le ama y para crecer en las virtudes. Viene la falta de esperanza cuando se cae en el aburguesamiento, en el apegamiento a los bienes de la tierra, a los que se considera como los únicos verdaderos.
El tibio llega al desaliento porque ha perdido, por muchas negligencias culpables, el objetivo de su lucha por la santidad, por conocer y amar más a Dios. Las cosas materiales adquieren entonces para él un valor de fin absoluto en la práctica, aunque quizá no en la teoría. Y «si transformamos los proyectos temporales en metas absolutas, cancelando del horizonte la morada eterna y el fin para el que hemos sido creados -amar y alabar al Señor, y poseerle después en el Cielo-, los más brillantes intentos se tornan en traiciones, e incluso en vehículo para envilecer a las criaturas».
Debemos andar por la vida con los objetivos bien determinados, con la mirada puesta en Dios, que es lo que nos lleva a realizar con ilusión nuestros quehaceres temporales, costosos o no. Entonces comprendemos que todos los bienes terrenos (siendo bienes) son relativos y deben estar subordinados siempre a la vida eterna y a lo que a ella se refiere. El objetivo de la esperanza cristiana trasciende, de un modo absoluto, todo lo terreno».
Esta actitud ante la vida, mantenedora de la esperanza, supone una lucha alegre diaria, porque la tendencia de todo hombre, de toda mujer, es hacer de esta vida una ciudad permanente, estando en realidad de paso. La lucha interior bien definida en la dirección espiritual, el examen general diario, el recomenzar una y otra vez, con humildad, sin dar lugar al desánimo, es la mejor garantía para mantenernos firmes en la esperanza. El Señor nos ha prometido, según leemos en el Evangelio de la Misa, que siempre que acudamos en demanda de ayuda nos atenderá.
III. Yo soy la Madre del amor hermoso...en mí está toda la esperanza de vida y de virtud, son palabras que la Iglesia ha puesto durante siglos en boca de la Virgen.
La esperanza fue la virtud peculiar de los Patriarcas y de los Profetas, de todos los israelitas piadosos que vivieron y murieron con la vista puesta en el Deseado de las naciones y en los bienes que su llegada al mundo traería consigo, contentándose con mirarlos de lejos y saludarlos, considerándose peregrinos y huéspedes en esta tierra. Durante muchas generaciones esta esperanza sostuvo al pueblo de Israel en medio de incontables tribulaciones y pruebas.
Con más fuerza que los Patriarcas y los Profetas y todos los hombres justos se unió la Virgen Santísima a este clamor de esperanza y de deseo de la pronta llegada del Mesías. Esta esperanza era mayor en la Virgen porque estaba confirmada en la gracia y preservada, por tanto, de toda presunción y de toda falta de confianza en Dios. Ya antes de la Anunciación, Santa María profundizaba en las Sagradas Escrituras como nunca lo hizo inteligencia humana alguna, y esta claridad en el conocimiento de lo que habían anunciado los Profetas fue aumentando hasta llegar a la plena confianza en que se realizaría lo anunciado. Esta esperanza fue creciendo como crece la certeza «que tiene el navegante, después de haber tomado el rumbo conveniente, de dirigirse efectivamente hacia el término de su viaje, y que aumenta a medida que se acerca».
María se ejercitaba en la esperanza cuando en su juventud deseaba ardientemente la llegada del Mesías; luego, cuando esperaba que el secreto de la Concepción virginal del Salvador se manifestase a José, su esposo; cuando se encontró en Belén sin un lugar donde llegara el Mesías; en su huida precipitada a Egipto... Más tarde, cuando todo parecía perdido en el Calvario, Ella esperaba la Resurrección gloriosa de su Hijo... mientras el mundo estaba sumido en la oscuridad. Ahora, próxima ya la Ascensión de Jesús a los cielos, se dispone a sostener a la naciente Iglesia en la difusión del Evangelio y la conversión del mundo pagano.
A lo largo de los siglos, el Señor ha querido multiplicar las señales de su asistencia misericordiosa y nos ha dejado a María como faro poderosísimo para que sepamos orientarnos cuando estemos perdidos, y siempre. «Si se levantan los vientos de las tentaciones, si tropiezas con los escollos de la tentación, mira a la estrella, llama a María. Si te agitan las olas de la soberbia, de la ambición o de la envidia, mira a la estrella, llama a María. Si la ira, la avaricia o la impureza impelen violentamente la nave de tu alma, mira a María. Si turbado con la memoria de tus pecados, confuso ante la fealdad de tu conciencia, temeroso ante la idea del juicio, comienzas a hundirte en la sima sin fondo de la tristeza o en el abismo de la desesperación, piensa en María.
»En los peligros, en las angustias, en las dudas, piensa en María, invoca a María. No se aparte María de tu boca, no se aparte de tu corazón; y para conseguir su ayuda intercesora no te apartes tú de los ejemplos de su virtud. No te descaminarás si la sigues, no desesperarás si la ruegas, no te perderás si en Ella piensas. Si Ella te tiene de su mano, no caerás; si te protege, nada tendrás que temer; no te fatigarás si es tu guía; llegarás felizmente al puerto si Ella te ampara».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Juan I, papa y mártir

Nació en Toscana, y en el año 523 fue elegido Sumo Pontífice. En Italia gobernaba el rey Teodorico que apoyaba la herejía de los arrianos. Asimismo, el emperador Justino de Constantinopla decretó cerrar todos los templos de los arrianos de esa ciudad y prohibió que los que pertenecían a la herejía arriana ocuparan empleos públicos. El rey Teodorico obligó entonces al Papa a que fuera a Constantinopla a convencer al emperador de derogar las últimas leyes, pero el Papa Juan I se negó rotundamente.
El Sumo Pontífice realizó una visita pastoral a Constantinolpla donde fue recibido por más de 15,000 fieles con velas encendidas en las manos, y estandartes. El Papa presidió solemnemente las fiestas de Navidad, y luego exhortó a los feligreses a mantenerse firmes en la fe, evitando caer en las herejías. Paralelamente, el emperador Justino se mantuvo firme en su decisión, lo cual enfureció al rey italiano quien mandó a llamar al Papa Juan y lo encerró en un oscuro calabozo. Los constantes maltratos y suplicios sufridos por el santo Papa en la cárcel, junto con otros mártires más, provocó su muerte a los pocos meses de haber sido tomado prisionero.

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