miércoles, 1 de mayo de 2019

Jueves semana 2 de Pascua


Jueves de la semana 2 de Pascua

Hacer el bien y resistir al mal
“El que es de la tierra es terreno y habla como terreno; el que viene del cielo está sobre todos. Da testimonio de lo que ha visto y oído, pero nadie acepta su testimonio. El que lo acepta certifica que Dios dice la verdad. Porque el que Dios ha enviado dice las palabras de Dios, pues Dios le ha dado su espíritu sin medida. El Padre ama al hijo y ha puesto en sus manos todas las cosas. El que cree en el hijo tiene vida eterna; el que no quiere creer en el hijo no verá la vida; la ira de Dios pesa sobre él” (Juan 3,31-36).
I. A pesar de la prohibición del sumo sacerdote y del Sanedrín de que no volvieran a predicar y a enseñar de ningún modo en el nombre de Jesús (Hechos 4, 18), los Apóstoles predicaban cada día con más libertad y entereza la doctrina de la fe. La resistencia de los Apóstoles a obedecer los mandatos del Sanedrín no era orgullo ni desconocimiento de sus deberes sociales con la autoridad legítima. Se oponen porque les quieren imponer un mandato injusto, que atenta a la ley de Dios. Recuerdan a sus jueces, con valentía y sencillez, que la obediencia a Dios es lo primero. Hoy también el Señor pide a los suyos la fortaleza y la convicción de aquellos primeros, cuando, en algunos ambientes existe un ataque frontal, más o menos velados, a los valores humanos y cristianos, y se promulgan normas a la ley natural. El Estado no es jurídicamente omnipotente; no es fuente del bien y del mal, y nuestra pasividad ante asuntos tan importantes sería una claudicación, y un pecado de omisión, en ocasiones grave, del deber de contribuir al bien común.
II. En medio de esta confusión doctrinal que sufrimos, es necesario un criterio claro, firme y profundo, que nos permita ver todo con la unidad y coherencia de una visión cristiana de la vida, que sabe que todo procede de Dios y a Dios se ordena. La fe nos da un criterio estable que orienta, y la firmeza de los Apóstoles para llevarlo a la práctica. El cristiano no debe prescindir de su fe en ninguna circunstancia: no podemos dejar de ser católicos al entrar en el trabajo, en el lugar de diversión o en la Universidad. La fe ilumina toda la existencia. Todo se ordena a Dios. Pero esa ordenación ha de respetar la naturaleza propia de las cosas. No se trata de convertir el mundo y los hogares en una sacristía, ni la economía en beneficencia, pero sin simplificaciones ingenuas, la fe debe informar el pensamiento y la acción del cristiano porque jamás, en ninguna circunstancia, en ningún momento del día se debe dejar de ser cristiano, y conducirse y de pensar como tal.
III. Un cristiano no debe prescindir de la luz de la fe a la hora de valorar un programa político o social, o una obra de arte o cultural. No se puede alabar esa política, esa ordenación social, una obra cultural, cuando se transforma en instrumento del mal. Lo poco que cada uno puede hacer, debe hacerlo: especialmente participar con sentido de responsabilidad en la vida pública. En las manos de todos está la tarea de hacer de este mundo, que Dios nos ha dado, un lugar más humano y medio de santificación personal.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Atanasio, obispo y doctor de la Iglesia

Nació en Egipto, Alejandría, en el año 295. Estudió derecho y teología. Se retiró por algún tiempo a la vida solitaria, haciendo amistad con los ermitaños del desierto. Regresando a la ciudad, se dedicó totalmente al servicio de Dios.
En su tiempo, Arrio, clérigo de Alejandría, propagaba la herejía de que Cristo no era Dios por naturaleza. Para enfrentarlo se celebró el primero de los ecuménicos, en Nicea, ciudad del Asia Menor. Atanasio, que era entonces diácono, acompañó a este concilio a Alejandro, obispo de Alejandría. Con doctrina recta y gran valor sostuvo la verdad católica y refutó a los herejes. El concilió excomulgó a Arrio y condenó su doctrina arriana.
Pocos meses después de terminado el concilio murió san Alejandro y Atanasio fue elegido patriarca de Alejandría. Los arrianos no dejaron de perseguirlo hasta que lo desterraron de la ciudad e incluso de Oriente. Cuando la autoridad civil quiso obligarlo a que recibiera de nuevo a Arrio en la Iglesia a Arrio a pesar de que este se mantenía en la herejía, Atanasio, cumpliendo con gran valor su deber, rechazó tal propuesta y perseveró en su negativa, a pesar de que el emperador Constantino, en 336, lo desterró a Tréveris.
Durante dos años permaneció Atanasio en esta ciudad, al cabo de los cuales, al morir Constantino, pudo regresar a Alejandría entre el júbilo de la población. Inmediatamente renovó con energía la lucha contra los arrianos y por segunda vez, en 342, sufrió el destierro que lo condujo a Roma.
Ocho años más tarde se encontraba de nuevo en Alejandría con la satisfacción de haber mantenido en alto la verdad de la doctrina católica. Pero sus adversarios enviaron un batallón para prenderlo. Providencialmente, Atanasio logró escapar y refugiarse en el desierto de Egipto, donde le dieron asilo durante seis años los anacoretas, hasta que pudo volver a reintegrarse a su sede episcopal; pero a los cuatros meses tuvo que huir de nuevo. Después de un cuarto retorno, se vio obligado, en el año 362, a huir por quinta vez. Finalmente, pasada aquella furia, pudo vivir en paz en su sede.
Falleció el 2 de mayo del año 373. Escribió numerosas obras.

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